Capítulo 21
Había estado lloviendo todo el día y toda la noche. No había parado desde el momento en que Carol y yo salimos de Silvino’s el sábado por la tarde y a lo largo de todo el domingo. George y Peggy llegaron bajo el chaparrón y entraron en casa el domingo por la noche. Sus mejillas estaban sonrosadas y les brillaban los ojos de la emoción. ¿Se debía al tiempo o a la luna de miel?, me pregunté.
— No podemos quedarnos mucho tiempo, mamá -dijo Peggy-, la madre de George nos espera. No obstante, me pasaré por aquí mañana por la tarde, cuando vuelvas del trabajo, y te lo contaré todo. Pero nos lo hemos pasado fenomenal. Hemos visto el palacio de Buckingham y el cambio de guardia, y visitamos el Parlamento, ¡es tal como sale en el bote de salsa! [51] -Se tomaron una taza de té rápida, así como una porción de bizcocho esponjoso que la señora Brown había hecho aquella misma mañana. Peggy le entregó un pequeño plato con una imagen del palacio de Buckingham-. Un regalo para ti, mamá.
La señora Brown sonrió y lo colocó sobre el aparador, exactamente en el centro de la estantería.
— Lo dejaré aquí para que la gente lo pueda ver -dijo con orgullo-, así puedo decir que mi hija y mi yerno me lo trajeron de su luna de miel en Londres. -Pude comprobar de nuevo la forma en que se estaba reescribiendo la historia de la boda. Después de abrazar rápidamente a los Brown, Peggy y George volvieron a escabullirse entre la lluvia. George llevaba su pequeña maleta en una mano y con la otra sujetaba de forma protectora el brazo de Peggy-. No sé, me resulta extraño que no esté aquí -comentó la señora Brown, mientras trataba de verles bajar a la calle por la ventana de la sala de estar.
— Ahora es una mujer casada. Su sitio está con su marido -observó el señor Brown.
La señora Brown se puso a recoger las tazas y los platos para llevarlos a la cocina. Pude haberme ofrecido a ayudarla, pero pensé que en esos momentos deseaba estar sola.
Estuvo lloviendo toda la noche. El viento azotaba las calles y arrancaba las flores de los árboles, que caían sobre los charcos y formaban remolinos. Sentada, dando cuenta de los copos de avena de mi desayuno y agradeciendo su pesadez reconfortante, contemplé cómo la lluvia golpeaba con furia la ventana de la cocina, haciendo que el viejo marco repiquetease, transformando el mundo exterior en una imagen borrosa, fría y húmeda.
— Da la impresión de que es invierno en lugar de casi verano. Espero que Peggy se abrigue bien para venir -dijo la señora Brown, poniéndose un par de botas de goma y atándose un pañuelo alrededor de la cabeza-. No tiene sentido que me lleve un paraguas hoy. El viento lo pondría del revés antes de salir por la puerta.
— Cuando tenga el coche nuevo, podrán llevarla al trabajo, o conducirá hasta allí usted misma -le dije.
La señora Brown se detuvo con las manos en el aire, justo donde había estado ajustándose el pañuelo.
— Oh, yo no haría eso -dijo-. No podríamos utilizar el coche para esas cosas. Aunque a lo mejor Frank lo hace. No, yo utilizaré estas piernas que Dios me ha dado. En fin, me marcho. Asegúrate de que la puerta queda bien cerrada cuando te vayas, ¿de acuerdo? Si no, cuando volvamos descubriremos que el viento la ha arrancado.
Terminé mi desayuno, lavé los platos y me maquillé en el espejo de la cocina: me puse colorete, pintalabios y un rímel sobré el cual tuve que escupir antes de utilizarlo. Después, casi tan abrigada como la señora Brown, abrí la puerta principal y me aventuré bajo la tormenta.
¡Ay! La lluvia me abofeteó en la cara, me levantó la falda y me enredó el pelo. Atravesar la puerta fue una batalla, ya no digamos bajar a la calle. Cómo echaba de menos mi coche, mi bonito, cálido, seguro y seco coche… Hubiera tomado un autobús, pero no había una línea directa entre la casa de los Brown y la sede de Las noticias. Hubiera cogido un taxi si hubiera encontrado tal cosa. Ahora que lo pienso, si hubiera visto al lechero con su caballo le habría pedido que me llevase. Pero tuve que caminar con las manos en los bolsillos, la cabeza agachada contra el viento y la lluvia azotándome la cara.
Para cuando llegué al trabajo, estaba empapada. Los pies me chapoteaban dentro de mis cómodos zapatos, tenía manchas de barro en la parte trasera de las piernas y la lluvia incluso había empezado a atravesar los hombros de mi práctico impermeable.
— Menuda lluvia -comentó la recepcionista alegremente cuando entré en Las noticias, el agua cayendo en gotitas de los extremos de mi bufanda.
Las oficinas olían a ropa y a zapatos húmedos, lo cual recordaba de forma horrible a un perro mojado. Se mezclaba con el olor de los periódicos enmohecidos y el humo de los cigarrillos. Me hizo desear volver a salir, pero al echar una mirada a las sucias ventanas salpicadas de lluvia cuyos cristales repiqueteaban dentro de los marcos, me sentí igualmente desesperada por permanecer en el interior de la sede, oliese o no a perro mojado.
A pesar de la humedad y del hedor, subí sintiendo esa pequeña sensación de nervios, esos retortijones que una siente cuando le gusta una persona con la que trabaja. Aunque aquello era mucho más que gustar. Corrí escaleras arriba chapoteando en cada escalón.
— Estás un poco mojada, ¿no, niña? -me preguntó Billy cuando pasé por su lado goteando, mi cara enrojecida a causa de la lluvia y el viento. Sonreí. Si me hubiera llamado «niña» en casa, en mi tiempo, probablemente lo hubiera odiado, pero en esa época era señal de camaradería, casi de cariño. Agité la cabeza y las gotas salpicaron toda la redacción. Hice un amago de salir corriendo cuando él agitó el puño fingiendo estar horrorizado-. Por haber hecho eso -dijo con severidad- creo que te voy a mandar a la calle a dar un agradable paseo… -Tuve que poner una cara muy larga, porque se rio-. Que no, que era broma. No mandaría a la calle ni a un perro, aunque -sonrió por encima del hombro- voy a enviar a Alan. Marje tiene el día libre hoy, así que si no te importa, ¿puedes encargarte de la sección femenina, Rosie? -me preguntó-. Ah, sí, y necesito que hagas la sección infantil también.
Refunfuñé, pero al menos eso me mantendría lejos de la lluvia, la cual no mejoró a lo largo de la mañana. A la hora de comer seguía aporreando mi máquina de escribir cuando Alan regresó. La lluvia le goteaba por el borde del sombrero y parecía estar calado hasta los huesos.
— El río ha subido mucho -anunció quitándose su chubasquero empapado y colgándolo detrás de una silla-. El sargento Foster estaba allí y parecía preocupado. Al parecer, Protección Civil se encuentra en estado de alerta. Están llenando sacos de arena. Parece que van a hacer falta. La cosa se está poniendo seria. -Miró a Billy-. No sé si quieres ir y comprobar que no le ha pasado nada a tu casa…
Billy ya se estaba poniendo el chubasquero.
— Alan, ¿puedes hacerte cargo durante un rato? Tengo que ver si Carol y los niños están bien. Si el río ha subido tanto, podría haberse desbordado y alcanzar nuestra casa.
— Por supuesto -contestó Alan. Pero Billy ya se había marchado.
Pude oírle descender las escaleras de dos en dos, más rápido que una bala para llegar junto a Carol lo antes posible. Se acabó su demostración de cariño hacia mí; se acabaron los retortijones, mis ganas de llegar a la oficina para verle. Estaba claro que su corazón pertenecía a otra persona, alguien que le hacía bajar las escaleras de dos en dos, una mujer y una familia a los que debía cuidar y proteger.
— ¿Vas a preparar el té, Rosie? -me preguntó Alan mientras se agitaba los cabellos para secarlos y revisaba el trabajo que había dejado Billy en su mesa. Deprimida, me volví para coger la tetera. Era consciente del lugar que me correspondía.
No dejó de llover. Me comí los sándwiches en mi mesa y estaba terminando la sección femenina («Menús rápidos para madres ocupadas») y la sección infantil («Concurso de esta semana: ¿cuántas palabras puedes formar con «rayos y truenos»?) cuando se fue la luz. Reinaba tal oscuridad fuera que habíamos tenido todo encendido a pesar de que era muy temprano por la tarde.
Alan soltó una maldición, encendió un cigarrillo y rebuscó a tientas en el fondo de un armario hasta que sacó una lámpara de parafina. Hizo un hueco en medio del desorden y trató de encenderla. Tras unos cuantos intentos fallidos y humeantes, por fin entró en funcionamiento proyectando una luz íntima y agradable por todo el despacho, aunque sólo Dios sabe lo que hubiera pasado si alguien la tirase sin querer sobre todos esos montones de papel.
Por entonces, los teléfonos no dejaban de sonar. Se trataba de periodistas de otras redacciones así como de gente de la calle que querían saber lo que estaba sucediendo. Alan ya estaba atendiendo dos llamadas al mismo tiempo cuando sonó una tercera y la cogí yo. Era Billy.
— ¿Todo bien en tu casa? -le pregunté.
— Probablemente no por mucho tiempo. Pero hemos trasladado todas las cosas que hemos podido al piso de arriba y Carol y Libby han ido a casa de su madre. No hay mucho más que podamos hacer. -Esa casita que ya olía a humedad. ¿Qué pasaría ahora con ella? -. Oye, Rosie, ¿puedes decirle a Alan que se ponga? Necesitamos salir a la calle. El río se ha desbordado y habrá que rescatar a gente. Podremos escribir artículos muy interesantes. He visto a George y a Charlie, pero necesito que salga otro reportero.
— ¡Iré yo! -me ofrecí. Al otro lado de la línea se hizo un silencio cortante, pero aún albergaba esperanzas-. Alan acaba de terminar de secarse y puede ocuparse de la redacción mucho mejor que yo -insistí, y dejé que se lo pensara.
En el otro extremo pude oír el viento y la lluvia, y casi se podía escuchar a Billy pensar. Tardó un momento en tomar una decisión.
— De acuerdo -dijo-. Yo estoy junto al antiguo muelle, así que tú ve a Watergate para ver lo que está ocurriendo por allí. Pero por el amor de Dios, ¡ten cuidado! Y ahora pásame a Alan.
Interrumpí las conversaciones telefónicas de Alan, le tendí el auricular y salí como un rayo.
¡Inundaciones! ¡Un artículo de verdad! Merecía la pena mojarse por eso. Y Billy me había pedido que tuviese cuidado. Tal vez sí que se preocupaba por mí después de todo. La adrenalina y la felicidad me recorrían el cuerpo de arriba abajo.
Soy consciente de que se dice que a los periodistas nos gustan las malas noticias, pero en realidad son las historias espectaculares las que nos atraen. En esos momentos te sientes parte de la acción. Pasas tanto tiempo ocupándote de tareas monótonas, como conciertos y reuniones del consejo, que llega un momento en que ansias algo distinto. Resulta emocionante, toda una aventura, y al mismo tiempo te sientes útil y parte de la comunidad. Por tanto, lo mires por donde lo mires es algo positivo. Por otra parte, sabes que al día siguiente muchísima gente comprará el periódico.
Siempre y cuando el generador de Las noticias funcionase, claro…
La recepcionista me miró horrorizada cuando bajé las escaleras.
— Dime que no vas a salir con este tiempo -me dijo, y cuando resultó obvio que me disponía a hacerlo añadió-: Bueno, al menos ponte algo más sensato en los pies. ¿No tienes botas de goma?
— No. ¿Cuál es el lugar más cercano para comprarme unas?
— Woollies [52], por supuesto.
Estaba al otro lado de la calle, por lo que la crucé apresuradamente y entré. Pude encontrar un par de botas de goma, el último de mi talla según la dependienta, así como unos calcetines de lana. Regresé a la sede de Las noticias para cambiarme y dejé mis zapatos empapados en la recepción. Ciertamente, cuando me dirigía a Watergate pude comprobar que mis pies habían entrado en calor y estaban secos, de hecho, eran la única parte de mi cuerpo que estaba en ese estado. Me crucé el bolso por delante, como hacen las ancianitas, y caminé debajo de la lluvia.
En Watergate reinaba el caos. El río ya se había desbordado y la carretera estaba siendo engullida por él, mientras una corriente de agua se vertía al río por debajo de un viejo puente muy bajo. El agua casi rozaba el arco del puente y rugía en torrente, arrastrando consigo ramas y escombros. Daba la impresión de que lo iba a derribar.
Chapoteé en la acera cubierta ya por unos treinta centímetros de agua. Llegaba casi a la parte más alta de mis botas de goma y subía cada vez más. Me aparté, acercándome más a la plaza del mercado, pero el agua parecía seguirme.
Un policía que llevaba unas botas de pescador estaba en medio de la carretera dirigiendo el tráfico, con el agua por las rodillas. Un tractor y un remolque se abrían camino por el agua provocando olas enormes, mientras la gente se dirigía hacia el remolque con sus niños y posesiones. Un hombre bajo y gordo andaba como un pato a punto de ser aplastado por el peso de una enorme caja de cartón llena de papeles. Estaba segura de que la lluvia haría que la caja se deshiciera y el viento volaría los papeles antes de que alcanzase el remolque, pero lo consiguió. Por poco. Dejó la caja y regresó a su oficina a por más documentos.
Quien prestase atención podía ver cómo el agua subía cada vez más. Llegó un camión con voluntarios que empezaron a descargar sacos de arena; mientras tanto, un bombero les gritaba órdenes que el viento y la lluvia parecían llevarse a otra parte.
Normalmente, en ocasiones como ésa, voy de aquí para allá entrevistando a la gente y consiguiendo citas a la menor oportunidad. Pero es difícil ir deprisa cuando estás atravesando el agua con botas de goma. Resultaba complicado. La policía y los bomberos estaban demasiado ocupados para hablar, pero fueron lo suficientemente generosos como para lanzar al viento y a la lluvia algún comentario. Supuse que ellos también estaban nerviosos. Alguien agitaba las manos desde la ventana de una habitación. Llegó un coche de bomberos y colocaron contra el edificio una escalera que llegaba hasta la ventana. Con aquel vendaval, daba la impresión de ser muy precario.
Sin embargo, un bombero que vestía un uniforme grande y grueso aún más pesado a causa de la lluvia subió por ella y tomó un fardo que le entregó la mujer de la ventana. Algo dentro del fardo lloraba. Era un bebé. El bombero de casco amarillo bajó el bebé por la escalera y se lo fueron pasando uno a uno hasta que estuvo seguro dentro de un camión aparcado donde el agua cubría menos. Después bajaron otro fardo un poco más grande. Esta vez se trataba de una niña de unos dos años.
En ese momento, ¡hurra!, llegó George. Tomó algunas fotos muy buenas y me abrí camino por el agua hasta el remolque para obtener los nombres de la madre y los niños.
Intenté anotarlos en mi cuaderno pero no pude. A duras penas llegué a un callejón cubierto que estaba en la parte trasera de unas casas que parecían abandonadas. Tomé nota rápidamente de los nombres de la gente con la que había hablado, arranqué las hojas ya mojadas de mi cuaderno y las metí en el fondo del bolso, donde existía la posibilidad de que no se mojasen.
El callejón olía a humedad, pero al menos la lluvia no era tan fuerte allí. Además era un lugar tranquilo. No me había dado cuenta del jaleo que había fuera. Me apoyé contra la pared y respiré profundamente, cuando de pronto oí un extraño siseo…
Una rata. Pasó por encima de mis pies y desapareció por el callejón. Lancé un grito y volví a salir bajo la lluvia.
El hombre bajo y gordo que transportaba cajas de cartón estaba gritando al policía, quien no le dejaba poner más cosas en el remolque, pues ya estaba lleno y a punto de arrancar.
— ¡Pero se trata de mi negocio! ¡Son mis documentos! -gritaba el grueso señor.
Estoy segura de que habría seguido quejándose durante horas si no fuera porque su caja de cartón empezó a deshacerse y tuvo que correr con ella entre los brazos, como si se tratase de un bebé, para meterse como pudo en uno de los camiones.
Por aquel entonces había tenido que retirarme. Lo que había sido una carretera ahora era parte del río que crecía más y más a cada segundo. Un grupo de chavales de unos catorce o quince años aparecieron por allí. Habían unido sus zapatos mediante los cordones y se los habían puesto al cuello, y llevaban los pantalones enrollados por encima de las rodillas.
— ¡Venga, chicos! -bramó el policía que llevaba botas de pescador-. Haced algo útil. Acercaos a aquellas casas que hay al fondo. Comprobad si alguien necesita ayuda para trasladar sus cosas a los pisos superiores. Si quieren abandonar sus hogares, asomaos por la ventana y hacédnoslo saber. ¡Y tened mucho cuidado!
Los muchachos se abrieron camino por el agua, excitados ante la aventura y dispuestos a ayudar en lo que fuera.
Definitivamente, mi sentido de la aventura comenzaba a agotarse. Estaba empapada y tenía frío. Había sido un largo día, y llevaba mucho rato caminando de un lado a otro en el agua. Me dolían los músculos de las piernas, se me habían mojado los pies y probablemente me estaban saliendo ampollas. Pensé que ya era hora de regresar a la redacción. El policía me estaba gritando que me quitase de en medio cuando, de repente, vi un bote de remos acercándose por lo que había sido una calle, ahora cubierta bajo un metro y pico de agua.
Se trataba de un bote de color rojo brillante que tenía el número cuarenta y dos pintado en uno de los lados. A pesar del viento, de la lluvia y de la corriente, el hombre que remaba lo hacía con destreza y seguridad, dando paladas regulares mientras rodeaba una farola con la pequeña embarcación y pasaba cerca de una cabina telefónica.
— ¿Te llevo? -me gritó. Era Billy. Acercó la barca todo lo que pudo a mí y caminé hacia ella para subir. El bote se ladeó peligrosamente, pero Billy lo estabilizó y me ayudó a sentarme-. ¿Te gusta? -me preguntó con una sonrisa-. La he requisado del lago de las barcas.
— ¡Es genial!
— Sí, el tipo quería que le diese cinco chelines por el alquiler. ¡Cinco chelines! Le dije que se trataba de una emergencia nacional y que como miembro de la Prensa de Su Majestad le exigía que me la entregase. No pudo oponerse a mi autoridad. Le prometí cuidarla con esmero y devolvérsela cuando la inundación haya remitido.
Me aferré a su brazo un poco más de lo necesario y me senté enfrente de él. Era una barca muy pequeña y nuestras rodillas se rozaban.
— ¿Adónde vamos? -pregunté.
— ¿Has conseguido algo interesante por aquí?
— Oh, sí. Rescate de bebés, hombres de negocios lloriqueando y ancianitas abrazando a los agentes de policía. De todo.
— Estupendo. Yo también. Pero he pensado que podíamos echar otro vistazo para ver lo que está pasando. -Me sonrió. De repente no tenía tanto frío…
Remar por las calles era realmente extraño. El agua había llegado a toda la ciudad. Supuse que la casa de los Brown estaría bien porque estaba alejada del río, aunque imaginé que el sótano estaría inundado.
El agua se movía con rapidez y de vez en cuando nos sorprendía una corriente violenta que hacía que la barca se abatiera y hundiera un poco antes de que Billy pudiese estabilizarla. Nos encontrábamos en la calle principal que había entre la plaza del mercado y Watergate cuando, de repente, llegó una riada. Billy intentó que el bote siguiera su curso, pero al final resultó más sencillo dejar que la corriente nos llevase por un camino estrecho, uno de los muchos que iban de Watergate al río.
Los edificios tenían un aspecto lúgubre, y de pronto entendí por qué el señor Brown había dicho que la ciudad sería más bonita cuando todo fuera demolido. Eran estrechos, oscuros y estaban en ruinas. A buen seguro que la inundación acabaría con la mayor parte de ellos. No había luces por ninguna parte y, pese a que todavía no había anochecido, todo estaba oscuro.
— ¿Estás bien? -me preguntó Billy cuando me aferré a los extremos del bote.
— ¡Perfectamente! -le respondí.
Justo en ese momento pude ver un rostro que se asomaba por una ventana encima de él.
La ventana estaba rota y en algunas partes de ella pendían viejas telas, pero había una mujer mirando hacia fuera, claramente aterrorizada.
— ¡Ayúdenme! ¡Por favor, ayúdenme! -gritó.
Billy consiguió llevar la barca hasta unas rejas con forma de flechas -eso era lo único que asomaba de ellas por encima del agua- y pudo amarrarla allí.
— ¡Necesitamos a los bomberos! -exclamé-. No vamos a poder sacarla de ahí.
— No me imagino cómo podrían llegar hasta aquí los bomberos, aunque pudiésemos avisarles a tiempo -me dijo Billy.
Por entonces ya había salido de la barca, que se balanceó mucho en el proceso, y se había subido a las rejas agarrándose a una vieja farola que no parecía haber albergado una bombilla que funcionase desde hacía décadas.
— Pásame un remo, Rosie -me gritó. Hice lo que me pedía mientras él le decía a la mujer que retrocediese y rompió la ventana, lo cual no le costó demasiado, pues el marco estaba podrido. Tomó un trozo de una de las sábanas que colgaban de las partes donde no había cristal y la colocó en el alféizar para que la mujer no se cortase con las esquirlas de cristal-. Lo que quiero que haga ahora -le dijo a la anciana- es que se siente en el alféizar con las piernas hacia fuera.
— ¡No puedo! ¡No puedo! -exclamó la mujer, que parecía vestir con harapos y cuyos cabellos escapaban de un moño enmarañado y grasiento.
— Sí que puede, claro que puede -la animó Billy en tono tranquilizador. Pese a que tenía que gritar a causa del ruido del viento, la lluvia y el rugido del agua, su voz sonaba amable y dulce. Manteniendo el equilibrio a la perfección, sujetó a la mujer harapienta, quien calzaba unos zapatos agujereados y la ayudó a bajar-. Rosie, sujeta el cabo con todas tus fuerzas. -Se volvió hacia la mujer-. Bien, ¿puede usted saltar al bote? No está lejos, es simplemente un paso.
— ¡No puedo! ¡No puedo! -chilló la mujer, aferrándose con fuerza a Billy. Rápido como un rayo, Billy saltó a la barca con ella y aterrizaron haciendo un ruido sordo. La señora gritó y la barca se balanceó con furia. Estaba convencida de que íbamos a volcar y me lancé a un lado para equilibrar el peso. Funcionó. La barca se balanceó un poco más y la mujer se quedó tumbada en el centro gimoteando, pero al menos tuvo el sentido común de no moverse demasiado.
— ¿Se encuentra bien? -le preguntó Billy.
— He estado mejor -gruñó la mujer. Así supimos que se encontraba perfectamente.
El pequeño bote rojo no estaba diseñado para que un adulto se tumbase en el asiento del centro, y Billy y yo nos vimos forzados a sentarnos cada uno en un extremo. La embarcación no era muy profunda y se estaba llenando rápidamente de agua.
— ¡Rápido! -me gritó Billy pasándome un remo y desatando el cabo-. Rememos.
Una vez suelta, la barca giró en el agua. Billy se arrodilló en la proa y yo permanecí sentada en la popa. Remamos acompasadamente por las calles, buscando tierra firme. La noche estaba llegando por entre las hinchadas nubes. Todo estaba mojado, frío y daba un poco de miedo. Pero al mismo tiempo era excitante. Allí estaba con Billy, trabajando juntos como un verdadero equipo. Remé a mayor velocidad, Billy ajustó su ritmo al mío y nuestra cargada embarcación pareció cantar sobre el agua.
La mujer harapienta dejó de gimotear y nos miró con recelo.
— ¡Caracoles! -exclamó-. He sido rescatada por un par de condenados pieles rojas.
Billy y yo estallamos en carcajadas.
Pronto el agua se hizo menos profunda y el casco empezó a golpear contra la acera. Nos encontramos con un camión en cuyo interior había una pareja de voluntarios de Protección Civil.
— ¿Adonde se llevan a la gente? -les gritó Billy.
— Al salón parroquial -le respondió uno de ellos-. Les están sirviendo sopa y sándwiches.
— Oh -dijo nuestra señora harapienta, incorporándose y con aspecto más animado-, qué bien me vendría un poco de sopa.
— ¡Entonces suba! -le gritó el hombre de Protección Civil. La mujer se tapó las rodillas con sus harapos y se dirigió hacia él.
— ¡Gracias por el paseo! -nos dijo. Después me miró con complicidad-. No le dejes escapar, querida. Es un buen partido. No me importaría saltar a sus brazos de nuevo.
Se marchó mientras Billy y yo nos echábamos a reír un poco avergonzados. Luego caminamos por la carretera tirando de la pequeña barca roja.
— Bueno, niña -me dijo Billy-, menudas aventuras que corremos juntos, ¿verdad?
Mi corazón daba volteretas.
— Es verdad. Y resulta mucho más interesante que escribir «Ideas de menús para amas de casa ocupadas» -respondí-. Por cierto, será mejor que volvamos a la redacción. Tengo un montón de cosas que escribir.
— ¿Qué hora es?
Me subí la manga empapada para mirar el reloj.
— Las seis menos cinco.
— En ese caso, tengo una idea mejor. Déjame hacer una llamada primero. -Desapareció en el interior de una cabina telefónica mientras le esperaba fuera, aferrada al cabo de la barquita roja. No podía oír lo que Billy decía, pero estaba claro que le estaba dando instrucciones a alguien. Al hablar, movía las manos y los brazos igual que Will. Caz siempre decía que si Will se rompiera los brazos se quedaría sin habla-. Vale -dijo al salir de la cabina, quitándome el cabo de la mano-. Sígueme.
Chapoteamos hasta llegar a unas empinadas escaleras que subían a la muralla del casco antiguo. En mis tiempos, allí había un bar de tapas, recordé; Will y yo habíamos estado una o dos veces. Pero en aquella noche tormentosa lo que había allí era un pub. Billy amarró la barca a una farola.
— No dejes que se me olvide -dijo-. Prometí que la iba a devolver. Vamos, sube.
Los escalones eran estrechos y se desmoronaban. No había luz por ninguna parte, tan sólo el brillo tenue que provenía de la ventana del pub. Con la muralla de la ciudad perdiéndose en la oscuridad, casi parecía que estábamos en la Edad Media.
— ¡Genial! Bert ha encendido el fuego -comentó Billy.
En el interior, la pequeña barra estaba iluminada con velas y la luz que emitía un fuego a carbón. Me dirigí a él directamente y en unos segundos empezó a salir vapor de mi abrigo empapado. Desde algún rincón oscuro detrás de la barra, alguien le dijo a Billy:
— Oh, eres tú. Con el tiempo que hace pensaba que se trataba de algún mendigo estúpido. Hasta los perros tienen más sentido común que tú.
Como si quisiera probarlo, un pequeño terrier se levantó de la silla donde estaba enroscado y se acercó a olerme las botas.
— Buenas noches también a ti, Bert -respondió Billy-. Ponme una pinta y media de cerveza amarga. ¿Podemos llevarnos un par de velas de éstas a la mesa? Tenemos trabajo que hacer.
— Como queráis -repuso Bert-. Pegadme un grito cuando queráis otra bebida o si entra algún otro mendigo estúpido. Estaré en la parte de atrás.
— De acuerdo -asintió Billy. Luego se dirigió a mí-: Se las están arreglando bien en la redacción. Phil está allí con Alan y los otros también han vuelto, así que pensé que podríamos escribir nuestros artículos aquí y luego dictarlos por teléfono. Se está mejor que allí, ¿no crees?
— Y que lo digas -contesté.
Así que nos sentamos cada uno a un lado de la mesa y trabajamos junto al fuego, alumbrados por el brillo de las llamas y la luz de las velas. Solos los dos en aquel extraño y pequeño mundo, al término de un extraño y pequeño día. Se me encogía el corazón al observar a Billy trabajando porque, por supuesto, lo hacía igual que Will. Pasaba las páginas de su cuaderno, anotaba una cosa por aquí y subrayaba otra por allá. Yo lo único que deseaba era contemplar el modo en que fruncía el ceño para concentrarse y pensar, la forma en que sus ojos se iluminaban cuando encontraba algo que le podía servir en sus anotaciones rápidas y seguras.
— Bien, yo ya he terminado -anunció.
— ¡Pero si no has escrito nada!
— Sí que lo he hecho. Bueno, tengo la introducción y unas cuantas frases. El resto se me ocurrirá cuando esté al teléfono.
— Oh.
Admiraba de veras a la gente que podía escribir su artículo con la información que tenía en la cabeza, sobre todo si se lo estaba dictando a otra persona. Yo tuve que escribir con esmero -aunque también con rapidez- el artículo entero. Quería asegurarme de que saliese como quería. Cuando Billy desapareció para llamar por teléfono, me concentré aún más. Había muchas historias distintas y todas ellas eran buenas. Al final las escribí a toda prisa como artículos separados que podrían colocarse en cualquier parte de la página.
— De acuerdo, es tu turno al teléfono. El transcriptor está esperándote -me anunció Billy, que ni siquiera había considerado la posibilidad de que no estuviese lista. Lo cual era algo así como un cumplido, supongo-. No te olvides de esto. -Me tendió una linterna. Bueno, más bien una luz para bicicletas-. Para que puedas leer lo que has escrito.
Eso es lo que llamo estar preparado…
Me enfundé en mi impermeable empapado y salí a la lluvia para dirigirme a la cabina telefónica, que estaba al final de las escaleras. Tomé el auricular e inicié el largo proceso de dictar los artículos a la chica que permanecía al otro lado de la línea.
— Vaya -comentó ella-. Qué emocionante, ¿no?
Cuando regresé al pub, Billy estaba pidiendo otra ronda.
— ¿Tiene usted algo de comer? -le pregunté a Bert-. Me muero de hambre.
— Os puedo poner unas patatas fritas -sugirió.
— Oh, de acuerdo -dije no muy convencida-. Eh, ¿hay algo más?
— Huevos encurtidos.
— ¿Huevos encurtidos? Bueno, gracias, pero creo que paso.
— Vamos -me animó Billy-, es un manjar de la zona que no te puedes perder. Dos bolsas de patatas fritas y dos huevos, por favor, Bert. Yo invito.
— Gracias, creo -le dije.
Bert sacó dos paquetes de patatas fritas y los abrió. A continuación desenroscó un tarro que había sobre el mostrador y que tenía un aspecto diabólico. Metió sus dedos -¡sus dedos!- y extrajo un huevo que puso sobre las patatas de una de las bolsas.
— Toma, niña -me dijo Billy tendiéndome las patatas y el huevo-. Bon appetit, como dicen en Francia. O que aproveche, como decimos aquí.
He de decir que un huevo encurtido no es mi idea de un manjar. De hecho, resultó bastante asqueroso y además dejó las patatas empapadas. Tampoco es que fuera una gran adicionada a la cerveza, pero de algún modo parecía lo adecuado para beber. Comí, bebí y poco a poco fui entrando en calor junto al fuego, sintiéndome dichosa por estar a solas con Billy.
Me acordé de aquellos primeros días en que había estado desesperada por encontrarme a solas con él, convencida de que se trataba de un concurso de telerrealidad que debíamos ganar. Pero ahora sabía que no se trataba de un programa de televisión. La lluvia de ese día, por ejemplo, no podía ser una maniobra televisiva. Ni siquiera Cecil B. DeMille podría haber organizado una cosa así.
«Una vez hayáis eliminado todo lo demás, entonces lo que queda debe ser la verdad… Moradores todos del tiempo y del espacio…»
De algún modo, el asunto ya no me inquietaba tanto. Bueno, quizá lo hiciera a las tres de la madrugada, pero el resto del tiempo me estaba acostumbrando a los años cincuenta. «Toma cada día tal como se presente y disfruta del momento», me había dicho Phil. Y tenía razón. De hecho, estaba disfrutando de verdad por encontrarme a solas con Will en aquel lugar lúgubre y acogedor…
— Has hecho un buen trabajo hoy -me dijo-. Tan bueno como el de cualquier hombre. -Pretendía hacerme un cumplido. Traté de que no me molestase su actitud paternalista o tendría ganas de darle un tortazo. Luego se echó a reír-. Aquella ancianita tenía razón. Remabas como una piel roja. Una piel roja muy mojada.
— ¿Esa anciana vivía allí?
— Sí, hay gente de todo tipo viviendo en ese lugar. Es una madriguera y lo más probable es que no sea seguro. Pero se trata de un techo, así que supongo que es mejor que nada.
Nos recostamos en el banco, disfrutando de la calidez del fuego, y charlamos sobre el trabajo del día y sobre lo mucho que deseábamos que esos artículos que nos había costado tanto esfuerzo conseguir ocupasen un buen lugar en el periódico del día siguiente. Observé la forma en que la luz de la chimenea marcaba sus pómulos, así como los huecos y las sombras de su rostro.
Me contó lo que sabía acerca de las inundaciones que había habido en otras zonas de la región. Habían sido graves en todas partes, pero la nuestra era la peor con diferencia. Observé sus manos sujetando la jarra de cerveza: manos callosas, pero con las uñas arregladas y pulcras. Puede que Billy no tuviera el estante rebosante de productos de belleza que poseía Will, pero era igual de vanidoso a la hora de acicalarse.
Hablamos de la lluvia y de lo que duraría, de la operación de limpieza que habría después y de la gente que se encontraba en el salón parroquial. Y observé cómo el cabello le formaba pequeños rizos en la nuca a medida que se iba secando.
Nos tomamos otra cerveza. Y otra más.
Hablamos sobre Gordon y sobre cuándo regresaría, sobre Alan y lo simpático que era. E incluso a la luz de las velas aún podía ver sus largas pestañas y sus profundos ojos marrones.
Hablamos acerca de los planes del día siguiente y del curso que seguirían las noticias. Y observé el contorno de sus anchos hombros reflejado en la sombra de la pared que teníamos enfrente. Quise hundirme en sus brazos y me pregunté qué sucedería si lo hiciera. Solos los dos en aquel lugar extraño, con el cálido aroma de la cerveza y la luz de la chimenea y de las velas. Solos Will y yo, sus ojos siempre fijos en los míos, su cuerpo cada vez más cerca de mí…
— ¡Bueno, vosotros dos! ¿No tenéis casas a las que volver?
Bert estaba afanándose con la chimenea y recogiendo para cerrar. Cogió nuestros vasos vacíos y una de las velas y los llevó a la barra.
— De acuerdo, Bert, captamos la indirecta -dijo Billy-. He dejado una barca amarrada al final de la escalera. Volveré a por ella más tarde.
— Barcos en mi escalera. ¿Qué será lo siguiente? -murmuró Bert mientras pasaba una bayeta por la barra.
Salimos alumbrados por la luz para bicicletas. Me dispuse a bajar los escalones, pero Billy me detuvo.
— Caminemos por la muralla durante un rato -dijo-. Probablemente sea más rápido, y desde luego es un camino hacia tu casa bastante más seco.
La lluvia había parado y el viento había remitido. De hecho, la noche se había vuelto suave y primaveral.
— Qué aspecto más raro tiene todo -comenté.
Estar en la muralla de la ciudad era como encontrarse en medio de un lago; se podían ver grandes extensiones de agua en las que se reflejaba la luna. En la orilla del río había un coche de bomberos y a lo lejos podía verse a unos cuantos hombres uniformados charlando en grupo, pero aparte de eso había poca actividad. Todo estaba muy tranquilo a excepción del sonido del agua desbordándose por las puertas de las tiendas, las carreteras y los alféizares de las ventanas.
— Esta ha sido la inundación más grave desde 1888 -me explicó Billy-. Dudo que volvamos a ver algo así. Si dejamos a un lado los daños que ha causado, es hermoso a su manera. Cuidado… -Me sujetó el brazo para que no tropezase con un bache que había en el camino. En mis tiempos estaba liso y asfaltado y tenía una barandilla, pero en aquella época el camino era desigual y estaba lleno de hierbajos que brotaban de agujeros inesperados, además de encontrarse tan cerca del agua que había debajo. Billy no me soltó el brazo. En lugar de eso, me empujó hacia él para que le mirase a la cara-. Hoy has sido una pequeña piel roja encantadora -me dijo-. Nunca olvidaré tu aspecto. Estabas empapada, la lluvia caía a chorros de tu pelo, pero tú seguías remando. Parecías tan decidida. Estabas tan… -titubeó- tan guapa.
Sabía lo que venía a continuación y no hice nada para detenerlo. Me tomó entre sus brazos, acercó su rostro al mío y me besó. Fue un beso largo que sabía a cerveza, a patatas fritas y a lluvia. Completamente maravilloso.
¡Oh, qué felicidad! Encontrarme entre los brazos de Will otra vez, sentir cómo me abrazaba, apoyar mi cabeza contra su pecho y sentirme resguardada en ese pequeño mundo.
Nos volvimos a besar. Una y otra vez. Cada beso era más apasionado que el anterior. Resultaba curioso. La ropa no me era familiar, el olor de su piel no era el que conocía, y, sin embargo, seguía siendo Will, seguía siendo el hombre que amaba, el hombre a quien había echado tan terriblemente de menos. Y ahora allí estaba yo entre sus brazos de nuevo. Will me abrazaba otra vez. Estaba en casa. Quería refugiarme en su impermeable empapado y en su chaqueta, sentir su piel contra la mía…
Finalmente logramos desenredarnos y le miré. Me estaba sonriendo y sus ojos eran los ojos de Will, chispeantes y encantadores. Comenzó a decir algo y se detuvo.
— Yo… -empecé, pero me puso suavemente un dedo en los labios para que no hablase y volví a recostarme sobre su hombro mientras él me rodeaba con el brazo, apretándome contra sí. Deambulamos por la muralla de la ciudad alumbrados tan sólo por la vieja luz para bicicletas. El único sonido era el del agua y el plop plop plop de nuestras botas de goma.
Me vino a la cabeza aquella canción de Frank Sinatra: «No me los pueden arrebatar…» Sabía que conservaría ese recuerdo para siempre.
Descendimos la muralla de la ciudad a unos cuarenta y cinco metros de la casa de los Brown. En la oscuridad de la escalera volvimos a abrazarnos y besarnos apasionadamente, sin decir una palabra, intentando simplemente absorber lo máximo posible el uno del otro…
Finalmente, Billy me apartó y dijo:
— Todo es distinto desde que llegaste. No sé qué es lo que pasa, pero haces que la vida resulte emocionante. Eres diferente a los demás, piensas de otra manera. -Hundió su cara en mi pelo, me besó el cuello y la garganta-. Oh, Dios, no perteneces a este lugar. Es como si vinieses de otro mundo, no de otro país. Todo lo que sé es que… -cogió mi cara y la sostuvo entre sus manos con suavidad para que no dejase de mirarle-, todo lo que sé es que pienso muchísimo en ti, Rosie. No quería que esto sucediese y sigo sin querer que ocurra, pero es superior a mis fuerzas. Eres realmente especial. Podría enamorarme de ti, de verdad que podría. De hecho… -se detuvo y me miró lleno de impotencia y desesperación-, ya lo estoy. -Llevaba queriendo escuchar aquello desde que había llegado allí hacía semanas. Cerré los ojos y me acerqué para besarle de nuevo intensamente, pero entonces sucedió algo: noté cómo sus manos me aferraban las muñecas y hacía fuerza para apartar mis manos de su cuello. Intenté oponerme pero no pude; estaba sujetando mis brazos y apartándome de su lado-. No podemos, Rosie -dijo. Su cara reflejaba una tristeza infinita-. Estoy casado. Tengo esposa y tres hijos. No puedo hacerles daño. No han hecho nada malo. ¿Lo entiendes? Son mi responsabilidad. No puedo dejarles en la estacada, ni siquiera… ni siquiera por ti. -Le miré fijamente sin creerme lo que estaba oyendo. ¿Le acababa de ganar para volverlo a perder tan sólo un momento después? Cuando vi su expresión de dolor, obtuve la respuesta-: Carol es una buena esposa y una madre magnífica. Trabaja duro y somos felices. Éramos felices hasta que tú apareciste. Y lo volveremos a ser. Creo que eres maravillosa, mágica, distinta de cualquier otra chica que haya conocido nunca. Me encantaría dejarlo todo y estar contigo, pero no puedo. Eso no puede ocurrir. Debo quedarme aquí con mi familia y tú debes regresar al lugar de donde viniste. Lo siento, no tenía que haberte besado. No tenía que haber dicho lo que he dicho.
— Pero lo has hecho. -Me sentía enfadada y dolida. Aquello era lo que había deseado desde que había puesto los ojos en él por primera vez en la redacción. ¿Y ahora se atrevía a decir que todo había terminado, incluso antes de que hubiera comenzado?-. ¡No! ¡No puedes decir eso! Este no puede ser el final. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Eres el único para mí. Nunca habrá nadie más.
Billy posó sus manos en mis hombros y me miró con dulzura y tristeza.
— No puedo abandonar a Carol -dijo-. No puedo. No es justo, no está bien.
Eso era verdad. Oh, sabía que era cierto, lo sabía en lo más profundo de mi ser.
— Entonces, ¿por qué me has dicho que estás enamorado de mí? -le espeté-. ¡Solamente para quitarte un peso de encima! ¡Eso no es justo, Billy! ¡No es justo!
— Lo siento mucho, Rosie -dijo Billy quitándome las lágrimas con los dedos-. Lo siento mucho. Necesitaba tenerte entre mis brazos. Quería saber lo que se sentía. Pensé que podría… pero no puedo. No debería haberlo hecho. Lo siento. Ha sido una noche mágica y me encantaría, de verdad que me encantaría… pero no es posible. Finjamos que esto no ha ocurrido. Quizás en otra época. En otro lugar.
En otra época. En otro lugar. Claro que sí.
Pero tenía razón. ¿Cómo podía llegar y destruir su matrimonio y las vidas de sus hijos? Quizás en otra época. En otro lugar.
Si Billy y yo estábamos hechos el uno para el otro, no era en los años cincuenta. Me obligué a dejar de llorar. Intenté comportarme como si nada hubiera pasado. Tardé unos segundos en controlar mi respiración antes de empezar a hablar, pero lo conseguí.
— En fin, tan sólo ha sido un beso. ¿Qué tiene de malo un beso entre amigos? -le dije, pese a que mi actitud de chica dura no concordaba con la forma en que me sorbía la nariz-. Ha sido un día extraño, y también una noche peculiar. Le echaremos la culpa al tiempo, ¿de acuerdo? Te voy a dar otro beso de amiga. -Me acerqué y le besé suavemente en la mejilla. Se agachó y me besó con igual dulzura. Pude sentir sus pestañas acariciando mi rostro Y tragué saliva-. Bueno, ya casi estoy en casa. Buenas noches, Billy. Te veo mañana.
Todavía estaba dándome la mano. Cuando me soltó, frotó su pulgar con el mío de la misma forma que Will solía hacerlo. Eso casi acaba conmigo. Me marché corriendo los pocos metros que me separaban de la casa.
— ¡Rosie! -oí gritar a Billy. Su voz resonó de una forma extraña sobre el lago en el cual se reflejaba la luna-. ¡Rosie! -Parecía provenir de muy lejos. De otra época. De otro lugar.
