Capítulo 14
— Bien.
— Bien.
Era lunes por la mañana y Peggy y yo estábamos de pie fuera de las oficinas de Las noticias, aguardando a reunir el valor para entrar. Sabía muy bien por qué Peggy estaba asustada, aunque ella no podía imaginar que yo sentía pavor.
— Bueno -le dije-, recuerda que debes decirle a Henfield que quieres verle y hablar con él. Tienes derecho a recibir su ayuda y su apoyo. Después de todo, es él quien está casado. Sabía lo que estaba haciendo y ahora debe aceptar su responsabilidad.
— Bien -volvió a decir Peggy, aunque no parecía estar muy segura-. Rosie, me has ayudado mucho -dijo de pronto, volviéndose hacia mí-. Lamento no haber sido muy agradable contigo, pero pensé que, al trabajar en Las noticias, te ibas a percatar de lo que estaba sucediendo y se lo ibas a contar a mi madre. De pronto sentí pavor de que te quedases con nosotros y deseé que nunca se me hubiera ocurrido.
— Bueno, ya me había dado cuenta, pero no importa. De hecho, es bueno que esté aquí, porque te puedo ayudar. Arreglaremos esto. Te lo prometo.
¿Qué estaba diciendo?
Pero Peggy sonreía. No era una enorme sonrisa, la verdad, pero algo es algo.
— Bien -dijo, y entramos.
Billy estaba sentado dándome la espalda, con el periódico abierto delante de él, charlando con Alan y Brian.
— ¡Hola, chica! -me saludó, volviéndose y ofreciéndome una sonrisa maravillosa-. ¿Has pasado un buen fin de semana?
— Sí, muchas gracias. -¿Debería decirle que había pasado gran parte del domingo espiándole a él, y también a su mujer y a sus hijos? No, no debería. En su lugar, pregunté alegremente-: ¿Preparo el té?
— Eres una mujer maravillosa, Rosie -dijo Billy.
Si tan sólo sintiera de verdad lo que decía…
Hice el té y lo llevé al despacho justo cuando Marje entraba con su habitual lío de sombrero, bufanda, cigarrillo y bolsa de la compra.
— Oh, has hecho el té, ¡qué muchacha tan encantadora! -dijo, extendiendo el brazo y cogiendo la taza que había preparado para mí.
Fui a coger otra mientras Marje tosía y echaba bocanadas de humo. Billy y Alan estaban ocupados haciendo las llamadas telefónicas de la mañana. Yo tenía otras cosas y otras personas en las que pensar además de en mí misma. Ése era el momento. Le había prometido a Peggy que lo preguntaría, y Marje era la única persona que se me ocurría.
— Marje -la llamé en tono cómplice-, ¿te puedo preguntar algo?
— Pregúntame, querida -contestó Marje, buscando el cenicero debajo de un montón de papeles amarillentos.
— Bueno, una amiga mía tiene un problemilla…
Inmediatamente, Marje me lanzó una mirada sospechosa.
— ¿Una amiga? -dijo.
— Oh, sí, te lo prometo, no soy yo…
— Y ¿qué tipo de problemilla tiene?
— Bueno, pues me temo que uno bastante habitual -susurré desde el otro lado de la mesa-. Ya sabes, chica joven, hombre mayor, y ahora…
— Se ha quedado embarazada, ¿no? -preguntó Marje, al mismo tiempo que daba una profunda calada a su cigarrillo.
— Pues sí. Y bueno, está desesperada. Realmente desesperada. Supongo que no conocerás a nadie…
Dejé la idea, la pregunta, en el aire lleno de humo. No quería verbalizarla, sobre todo estando los hombres tan cerca. Marje había encontrado el cenicero. Puso su cigarrillo sobre él, se apartó el humo de los ojos y se acercó a mí. Apoyó las manos sobre la mesa y se reclinó sobre mi máquina de escribir hasta que su cara quedó a unos pocos centímetros de la mía. Podía percibir el tabaco en su aliento, así como el olor polvoriento de su maquillaje.
— Sí, de hecho, conozco a alguien -me respondió. Por un momento sentí una oleada de esperanza por Peggy-. Conozco a alguien que promete «ayudar» a las jovencitas. Luego la pobre chica sangra como un cerdo degollado y, si tiene suerte, sobrevive. Ésas son las afortunadas. Las desafortunadas terminan en el hospital. Las verdaderamente desafortunadas no llegan tan lejos. Déjame hablarte, señorita Rosie Harford, sobre una amiga mía a la que ayudó esa mujer. Durante la guerra pasaron muchas cosas. Lograron llevarla al hospital pero, aun así, murió. Su marido regresó del desierto para encontrarse con que su mujer estaba muerta. Sus padres nunca lo superaron. ¿Por qué pensó esa boba que sus padres preferían una hija muerta que un nieto vivo, fueran cuales fuesen las circunstancias? -Los ojos de Marje brillaban-. Dile a tu amiga que lo hecho, hecho está, y que ahora tiene que vivir con ello. Se trata de su error y tiene que enfrentarse a él. No es el fin del mundo. Puede dar al bebé en adopción y olvidarse del asunto. En unos pocos meses todo habrá terminado y podrá regresar a casa, empezar de cero y ser más responsable en el futuro. No será la primera en hacerlo, ni la última. Pero, por favor, por favor, dile que no se acerque a ninguna mujer que le ofrezca «ayuda». No si quiere seguir viviendo y tal vez tener más hijos algún día. -Dicho esto, Marje volvió a su mesa, cogió su cigarrillo y trasladó el cenicero de un extremo del pupitre al otro, sólo por la satisfacción de hacer ruido. Billy y Alan nos miraban, pues se habían dado cuenta de que nuestra conversación no era una charla sin importancia entre chicas-. Bueno, muchachos -dijo Marje dando una calada a su cigarrillo-, pongámonos a trabajar, ¿no?
Pocos minutos después, Billy se acercó con el periódico. Se quedó allí de pie, mirándome con su media sonrisa, y mientras hablaba movía su bolígrafo en el aire. Ese gesto era tan típico de Will… Tuve que tragar saliva.
— Pues hay que hacer el artículo del pueblo, el anticipo del festival de las flores de primavera y el de la entrega del cheque para la Liga de Amigos del Hospital -dijo-. ¿Podéis repartiros estas cosas entre Marje y tú?
— Claro -contestó Marje-. Yo puedo hacer el artículo del pueblo, tal vez Somerton, si Rosie se encarga del festival de flores y de la Liga de Amigos. Por supuesto, también podemos enviar a Rosie a Somerton. Teniendo en cuenta las cosas que le pasan, puede que se encuentre con Jack el Destripador y el doctor Crippen [40] atendiendo la tienda de caramelos.
Billy se rio.
— Está claro que se le da bien encontrar noticias -dijo-. O que las noticias la encuentren a ella. Pero Marje, te apunto a ti para lo de Somerton.
Qué lista era Marje. Sabía que la entrega del cheque era casi por la noche y no le gustaba trabajar hasta tarde.
— Por mí vale -dije. Al menos el festival de las flores me sacaría de la redacción.
Pero primero debía ir a ver a Peggy.
Estaba sentada a su mesa, inmóvil, completamente pálida.
— Hola -la saludé con suavidad, una vez hube mirado que no había nadie a mi alrededor-. Lo siento, he hablado con Marje y no quiere saber nada. Dice que es mejor seguir adelante con el embarazo. Incluso si das al bebé en adopción. ¿Has llegado a algún acuerdo con Henfield?
Peggy me miró con los ojos vidriosos.
— No va a venir hoy -dijo-. Ha llamado. Tiene que llevar a su mujer a no sé dónde. Le dije que necesitaba hablar con él, que tenía que verle, que necesitábamos tratar ciertos asuntos… -Parecía desolada-. Y me ha colgado, Rosie. Me ha colgado. No sé qué debo hacer. No lo sé.
— Todo va a salir bien -le dije tan enérgicamente como pude hacerlo sin gritar-. De verdad. Mira, hablaremos de eso esta noche. Ahora no tengas miedo. Puedes hablar con Henfield mañana. Tiene que llegar a un acuerdo contigo. Te veo más tarde. Esta noche buscaremos una solución.
Un muchacho con la cara llena de granos que venía de la sección de publicidad llamó a la puerta y entró en el despacho.
— ¿Está por aquí el señor Henfield? -preguntó alegremente.
— No -le respondió Peggy. Y salió disparada de la habitación.
Pensé en ir tras ella, pero el joven George me estaba esperando. Por el momento, no había nada que pudiese hacer. Hablaría con Peggy más tarde. Cogí mi cuaderno y mi bolso y me marché.
El festival de las flores era algo muy sencillo. Se trataba del quincuagésimo, por lo que el organizador me resumió su historia. También hablé con la secretaria de uno de los clubes de jardinería, así como con un anciano muy amable que trabajaba como jardinero el primer año que se celebró. George sacó un montón de fotos bonitas de flores y regresamos a las oficinas a la hora de comer.
Alan y Billy se iban al pub.
— ¿Vienes, Rosie? -me preguntó Billy mientras cogía su abrigo.
— Sí. Voy a terminar esto. Mira a ver si puedes reservarme un sándwich de queso que no se haya puesto tan rancio que sea incomible.
— Vale. Intentaré hacer ese milagro por ti.
Unos minutos más tarde me dirigí a donde ellos estaban. Quería que todo fuese natural, amistoso, normal. En el pub, me senté al lado de Alan, pero mientras mordisqueaba mi sándwich -no se había llevado a cabo ningún milagro, incluso un ratón muerto de hambre hubiera arrugado el hocico ante aquel queso- era consciente de que Billy tenía ojos sólo para mí. Sabía que me estaba observando, incluso mientras yo charlaba con Alan. Cuando Alan se levantó para traer más cervezas, Billy se sentó junto a mí de la forma más natural.
Su cercanía me encantaba, pero sabía que eso era lo máximo a lo que podía aspirar. Por mucho que quisiera estar entre sus brazos, tener un lugar en su corazón y en su cama, eso no iba a suceder. No podía suceder. Ese Billy era un padre de familia; tenía una mujer a la que quería. Tenía unos hijos a los que adoraba, hijos por los que estaba decidido a trabajar duro. Por eso se encargaba de los deportes el sábado. Por eso pasaba tanto tiempo en ese jardín, para alimentarles, para que estuviesen bien y gozasen de buena salud. Por eso no iba al pub con tanta frecuencia. Era un marido y un padre formal, fiable y responsable. Era leal a su familia y anteponía la felicidad de sus miembros a la suya propia.
La ironía residía, por supuesto, en que ello le convertía en un tipo tan decente que me hacía enamorarme aún más de él.
¿Es así como sería Will?, me pregunté. ¿En una época diferente, en unas circunstancias distintas?
Will nunca había tenido que ser responsable de nadie que no fuera él mismo. Eso no significaba que no fuese capaz o no quisiera serlo… Simplemente quería decir que nunca se había visto en ese caso. Aún se comportaba como un crío porque nunca había tenido que actuar de otra manera. Me acordé de nuestra pelea. Pensé en lo que le había respondido cuando me preguntó si quería tener hijos. Le había dicho que serían otro juguete para él, que era demasiado inmaduro para ser padre.
Pero allí estaba Billy, que había sido padre a los diecisiete años, y un buen padre. ¿Significaba eso que Will también lo sería?
Mi cabeza daba vueltas.
— Estás en las nubes, Rosie -me dijo Billy, sonriéndome con curiosidad.
Me sonrojé.
— Creo que será mejor que vuelva a la redacción -anuncié-. Tengo mucho que hacer.
— Ya es hora de que yo también me vaya -comentó Billy. Los tres volvimos juntos. Mientras Alan caminaba a nuestro lado silbando alegremente, sentí que Billy andaba lo más cerca de mí que podía, casi rozándome. Pero quizá se trataba tan sólo de mi optimista imaginación.
En la redacción, Marje había regresado de Somerton y había preparado el té. Dejó una taza delante de mí con brusquedad.
— ¿Estás bien? -me preguntó-. ¿Estás segura de que a quien querías ayudar era a una amiga?
— Sí, yo… -¡Oh, vaya, Peggy! Debía ir a comprobar cómo se encontraba.
Asomé la cabeza por la puerta de su despacho, pero no estaba allí. Su abrigo colgaba del perchero y su bolso estaba junto a su mesa, donde se encontraba la última vez que la había visto.
— ¿Buscas a Peggy? -me preguntó una chica de contabilidad que estaba dejando unos documentos en su mesa-. Se debe de haber ido a casa. No la he visto desde esta mañana temprano. Ni yo ni nadie. He preguntado por ella.
— Pero su bolso y su abrigo están aquí -señalé.
— A lo mejor no se encontraba bien y se ha marchado con prisas. Estaba muy pálida cuando la vi.
Aquello era preocupante. Fui al aseo de señoras a ver si estaba y luego bajé apresuradamente a recepción. Pregunté a las chicas de la centralita, que se quitaron los cascos, desenredaron la complicada maraña de cables que tenían delante y dijeron enfadadas:
— No, no ha pasado por aquí desde media mañana. Y no nos dijo adónde iba. Hemos tenido un día muy difícil, con todas esas llamadas para el señor Henfield.
Volví a subir corriendo al piso de los editores y me di de bruces con George, quien llevaba las fotos del festival de las flores.
— ¿Quieres verlas? -me preguntó, tendiéndome las copias en blanco y negro.
— Muy bonitas -dije sin mirarlas siquiera-. George, ¿vas esta noche a la entrega del cheque de la Liga de los Amigos?
— Sí, a las siete en el hospital. Ya sabes que Charlie nunca sale después de las seis de la tarde. No se perdería su merienda por nada del mundo. ¿Quieres que te lleve?
— Sí, por favor. ¿Podríamos salir un poco antes? Necesito parar en casa de camino.
— Claro que sí. Te veo en el patio a las seis y media. ¿Te parece bien?
— Perfecto, George, eres un cielo. -Creo que se ruborizó. De pronto sentí un brazo sobre mis hombros. Por un segundo tuve la esperanza de que se tratase de… Pero no-. Hola, Phil -saludé tan animada como pude-. Me temo que tengo la noche ocupada. Estoy terminando unas cuantas noticias breves y me voy a la entrega del cheque de la Liga de los Amigos. Suena emocionante, ¿verdad?
— Tú podrías hacer que cualquier cosa fuera emocionante, Rosie -dijo Phil, y no sonó empalagoso porque la verdad es que era un tipo genial-. ¿Volverás a tiempo para mi descanso, a eso de las nueve? Te invito a tomar algo si puedes.
— Tal vez. Sí. No lo sé. Lo intentaré -le dije, y le lancé un beso mientras recogía mi artículo para llevarlo a la sala de los correctores. Sabía que Billy había escuchado con interés cada una de nuestras palabras. Bien.
Aún no se sabía nada de Peggy en la redacción, de modo que fui hasta su casa, pero tampoco estaba allí.
— Hola, señora Brown, simplemente he venido a coger una cosa que se me había olvidado. Volveré más tarde -dije tan alegremente como pude.
— ¿Está contigo nuestra Peggy?
— ¿Peggy? No -respondí-. No la he visto. Aunque -oh, bendita inspiración- creo que Lenny andaba por la redacción.
— Ah, bueno. Eso lo explica todo, ¿verdad? -comentó la señora Brown indulgentemente-. Pero se va a perder su guisado de carne. Podía haber sido un poco considerada y hacerme saber que no iba a venir.
Seguía murmurando cuando subí a mi habitación, aunque en realidad lo que quería hacer era echar un vistazo a la de Peggy. No estaba allí. Entonces, ¿dónde se encontraba? Empecé a estar verdaderamente preocupada.
Llovía cuando abandonamos el hospital. Se trataba de una lluvia fría y deprimente. Traqueteamos en la furgoneta hasta llegar a la redacción.
— George, ¿vas a revelar esas fotos esta noche? -pregunté.
— Sí, las necesitan para la edición de mañana.
No quería regresar a las oficinas. Probablemente Phil y Billy seguirían allí, por lo que todo sería más complicado.
— ¿Podrías hacerme un favor, George? -añadí-. ¿Podrías mirar en el despacho de Peggy y decirme si su abrigo y su bolso siguen allí?
— Sí, por supuesto, pero ¿por qué? No ocurre nada malo, ¿verdad? ¿Le sucede algo a Peggy? -George se había puesto bastante nervioso. Se me había olvidado que tenía debilidad por Peggy.
— No sabría decirte… Simplemente haz lo que te pido, por favor.
Volvió a los cinco minutos.
— Tanto su abrigo como su bolso siguen allí -anunció-. Venga, cuéntame lo que está pasando.
— ¿Cuánto tiempo vas a tardar en revelar tus fotografías?
— Una media hora.
— Bueno, pues te espero en la furgoneta. Necesito pensar.
— ¿Tiene esto algo que ver con Peggy?
— Tú date toda la prisa que puedas, George, por favor.
Dio media vuelta y echó a correr. Su delgado cuerpo volaba escaleras arriba.
Regresó en un tiempo récord.
— Ahora cuéntame lo que está pasando -me pidió sentándose en el asiento de cuero arañado mientras la lluvia azotaba las ventanillas-. ¿Qué le ha pasado a Peggy?
— Creo que puede tener problemas -dije.
George se incorporó con rapidez.
— ¿Qué tipo de problemas?
— Pues los normales -respondí, intentando pensar-. ¿Sabes dónde vive el señor Henfield?
— Sí, por supuesto que lo sé. Es la gran casa de la colina, al otro lado de la ciudad.
— ¿Podemos ir allí, por favor?
George cruzó los brazos.
— Tan sólo si me cuentas qué le ha pasado a Peggy.
— No puedo desvelarte su secreto, George. Lo siento. Pero si pudieras llevarme a la casa del señor Henfield ahora, por favor…
— Pero…
— Te lo ruego.
Encendió el motor a regañadientes y nos dirigimos a la casa de Henfield. Era el único lugar en el que se me ocurría que podía estar. Si él se había negado a tener una conversación con Peggy, ella podría haber ido a verle a su territorio. Habría sido una medida valiente, pero Peggy estaba cada vez más desesperada. Avanzamos lentamente a través de la oscuridad y la lluvia. George intentaba mirar la carretera por entre los ineficaces limpiaparabrisas mientras yo buscaba por el camino a alguien que tuviera el aspecto de Peggy.
— Oh, Dios -recordé-, su abrigo sigue en la oficina.
— Si está fuera con este tiempo, va a estar empapada -comentó George, mientras aparcaba fuera del hogar de los Henfield. Se trataba de una casa grande y bonita de los años treinta, con un impresionante césped que llegaba hasta la carretera-. No hay nadie en casa -adivinó George abriéndose camino entre la lluvia.
Tenía razón. El lugar estaba completamente a oscuras. Las cortinas estaban descorridas, como si no hubiera habido nadie en toda la tarde. Nos sentamos allí durante un momento para decidir qué hacer a continuación. George me tendió un paquete de caramelos.
— Toma un Spangle [41] -me ofreció-, los caramelos favoritos de Hopalong Cassidy [42].
— ¿Hopalong Cassidy? -Desenvolví el pequeño caramelo cuadrado.
— El vaquero de la tele.
— ¿Los vaqueros comen caramelos?
— Hopalong sí.
Nos sentamos en la furgoneta chupando nuestros Spangles durante un rato.
— Vamos a echar un vistazo al jardín. Podría estar allí esperando -sugerí.
No había luces, ni luna, ni farolas. Encontrar el camino era realmente difícil. Subimos por el camino que llevaba a la casa, miramos en el porche y fuimos al otro lado de la casa. Debido a la lluvia y a la oscuridad, me tropecé con el cubo de la basura. Se escuchó un ruido enorme, pero luego nada más. Ningún otro sonido, ninguna señal de que hubiera alguien allí.
Caminamos sigilosamente por el camino de vuelta a la furgoneta. Tenía el pelo empapado.
— Bien, ¿qué tal si me cuentas de qué va esto y por qué hemos estado merodeando alrededor de la casa de Henfield en este día de perros? -Su tono era determinado, sensato, adulto. Y yo necesitaba su ayuda. Así que se lo conté todo. Tuve que hacerlo. Sé que se trataba de la historia de Peggy, de su secreto, pero necesitaba desesperadamente que alguien me aconsejase-. Pobre Peggy -dijo George, horrorizado-. Pobre Peggy. Y ese Henfield es un bastardo. Lo siento, Rosie, disculpa mis palabras, pero lo es.
— No te voy a contradecir en eso. Pero olvidémosle por el momento. ¿Dónde puede estar Peggy? -le pregunté-. No estoy reaccionando de forma exagerada, ¿verdad? No ha estado en las oficinas desde esta mañana. Tampoco ha ido a casa. Su bolso y su abrigo siguen en la redacción. Está embarazada y desesperada. ¿Adónde podría haber ido?
— Bueno, aquella otra chica se tiró al río de Friars’ Mill, ¿no? -comentó George.
— Oh, Dios mío, no creerás…
Él ya había arrancado la furgoneta y estaba retomando la carretera por la que habíamos venido.
Recordé el momento en que le conté la historia del suicidio de Amy Littlejohn y el modo en que Peggy se había interesado por los detalles. Cómo me los había repetido. La pequeña furgoneta se movía como un rayo en medio de la noche. Mis dientes tiritaban de tal modo que resonaban en mi cabeza, y George iba inclinado sobre el volante como si pudiera hacer que la furgoneta fuera más deprisa sólo con su voluntad.
Los enormes árboles surgieron imponentes ante nosotros cuando alcanzamos Friars’ Mill, altos y oscuros, haciendo difícil que pudiésemos olvidar las tragedias que habían ocurrido allí. George frenó con contundencia, casi lanzándome contra la ventana delantera, para luego conducir muy lentamente por la carretera que iba junto al río del molino.
— Por supuesto -dijo, intentando sonar sensato y animado-, no tenemos razones de peso para creer que se encuentra aquí. Puede haber salido realmente con Lenny y haber llegado a casa sana y salva. Igual está arropada delante de la chimenea con una taza de cacao.
— Tienes razón -asentí-. Probablemente haya exagerado todo de forma desmesurada y estoy montando un número por nada. Olvida que te he contado esto y volvamos a casa.
— Conduciré hasta el fondo, sólo para asegurarnos… -No podíamos ver nada. Tan sólo los árboles y el agua, de un color aún más oscuro, que brillaba en medio de la noche. Tenía aspecto de estar muy fría y ser muy profunda. George se encorvó sobre el volante, mirando fijamente a la oscuridad-. ¿Qué es eso?
— ¿El qué? ¿Dónde?
— Por allí. Hay una luz.
Al abrir la ventanilla, un remolino de lluvia dio de bruces contra la furgoneta, pero no obstante pude ver mejor.
— Es una cosa blanca, al borde del agua -dije.
— ¡Vamos! -George había salido de la furgoneta y ya estaba trepando el muro. Se movía muy rápido a través de la oscuridad, mientras le seguía a trompicones con los pies empapados, la lluvia calándome hasta los huesos y las ramas de los árboles azotándome la cara. George tomó el sendero apresuradamente, dirigiéndose a un pequeño grupo de árboles que había a la orilla del río del molino-. ¿Peggy? -llamó- ¡Peggy! -Estuvo a punto de caer al suelo-. ¡Es ella, Rosie, la he encontrado! -George ya se había quitado la chaqueta y estaba poniéndosela encima. Peggy apenas estaba consciente. La falda y la blusa que tan pulcras habían estado aquella mañana se hallaban rasgadas y cubiertas de barro, y no llevaba sus zapatos-. Vamos -dijo George-. Hemos de llevarla a la furgoneta y conseguir que entre en calor. Vamos, Peggy, eso es, buena chica. Puedes hacerlo. Rosie, sujétala de un brazo, yo la sostendré del otro y la llevaremos así. Vamos, Peggy, no está lejos, puedes hacerlo.
Entre los dos conseguimos transportarla a duras penas por el camino, resbalando y deslizándonos a causa del peso.
— No -murmuró Peggy con los ojos aún cerrados y la cabeza reclinada en el hombro de George-. Dejadme… dejadme sola.
— Nunca -le respondió George con ardor-. No te vamos a abandonar, debes entrar en calor y ponerte a salvo. -George había decidido hacerse cargo de todo. Estuvo increíble, por lo que pronto habíamos conseguido llevar a Peggy hasta el borde de la carretera-. Bien, quedaos aquí, iré a por la furgoneta -nos dijo, y salió corriendo.
Peggy se había desmoronado sobre mí, y la rodeé con los brazos para intentar que se mantuviese en pie.
— Vamos, Peggy -le dije-. No te rindas ahora. Por favor.
De algún modo conseguimos meter a Peggy en la furgoneta y me puse a su lado. Me quité la chaqueta y se la enrollé en las piernas, después froté sus miembros para que le volviese a circular la sangre.
— Vamos al hospital -me gritó George-. Tú simplemente trata de que entre en calor.
Seguí frotándole las manos y los brazos, hablándole, intentando convencerla de que se mantuviese despierta, de que intentase sobreponerse, hasta que finalmente llegamos al hospital, que me pareció pequeño y oscuro comparado con los modernos.
— ¿Está abierto? -pregunté como una boba.
Había una pequeña puerta sobre la cual lucía una bombilla y un letrero con las palabras: «Entrada nocturna.» Llamé al timbre mientras George aporreaba la puerta. Casi nos caemos cuando ésta se abrió y una enfermera vestida de azul oscuro con un gorro ajustado nos miró desde un vestíbulo apenas iluminado.
— ¿Y bien? -preguntó.
Entonces se dio cuenta de la situación. Rápidamente sacó una silla de ruedas, la empujó y sentó a Peggy en ella con habilidad.
— Ha estado fuera, bajo la lluvia, todo el día -le expliqué-. Está embarazada y el padre… bueno, el padre no quiere saber nada.
— ¿Se ha tomado algo? ¿Ha intentado hacerse daño a sí misma o al bebé? -inquirió la enfermera.
— No lo sé.
— ¿Cómo se llama?
— Peggy Brown.
— Esperen aquí, por favor -añadió la enfermera, y enfiló con Peggy por un pasillo revestido de madera de roble. Las seguí, pero ella se volvió hacia mí-. Le he pedido que espere allí -me dijo, y desapareció con Peggy por una puerta.
Así que George y yo esperamos. Había un banco, no tenían máquina de café y reinaba un silencio absoluto. El suelo relucía. Todo olía a desinfectante y barniz. ¿Dónde estaban los borrachos? ¿Y todo el caos y los heridos de urgencia habituales en la madrugada?
George paseaba de un lado a otro.
— ¿Estará bien, Rosie? -me preguntó preocupado.
— Seguro que sí -le respondí, aunque, al igual que la enfermera, me preguntaba si había tomado algo.
— Siempre ha sido muy buena conmigo.
— Sí, recuerdo que me lo contaste. Te ayudó a conseguir tu trabajo.
— Sí, y también me cuidó cuando empecé en la redacción. Ella es de las buenas, ¿sabes?
— Sí, George, lo sé.
Esperamos. Pasado un rato regresó la circunspecta enfermera y nos levantamos de un salto.
— Me complace decirles que su amiga está fuera de peligro -anunció secamente-. Al igual que el feto. Lo que no sé es si a ella le alegrará saberlo. Ha cogido un buen resfriado y está en estado de shock, pero por lo demás no parece sufrir ningún daño. Probablemente la tengamos ingresada unos cuantos días. -Le di el nombre y la dirección de Peggy-. ¿Fecha de nacimiento? -preguntó la enfermera.
— El veinte de septiembre -respondió George con rapidez-. El mismo que el mío, aunque es seis años mayor. Así que tiene veintiséis años.
— ¿No sería más fácil que sus padres se encargasen de todo esto? Estoy segura de que en cuanto se lo digamos no tardarán en venir -sugerí.
La enfermera cerró su carpeta.
— Pueden visitarla mañana entre las dos y las tres de la tarde -contestó. Debió de darse cuenta de que me había quedado horrorizada porque añadió-: Dígales que si llaman entre las siete y media y las ocho de la mañana, yo todavía estaré aquí y podré decirles cómo se encuentra. Pero estoy segura -esbozó un amago de sonrisa- de que estará bien y se marchará a casa antes de que termine la semana. Buenas noches.
Dio media vuelta y se fue.
De regreso en la furgoneta, sentí unas ganas tremendas de fumar.
— ¿No tendrás un cigarrillo, George?
— No, nunca he fumado -dijo él-. Siempre me dijeron que me atrofiaría el crecimiento y como soy tan poquita cosa ya…
Casi nos reímos. Pero yo tenía que volver y contarles a los Brown que: a) su hija estaba embarazada, b) el padre era un hombre casado, c) se encontraba en el hospital y d) no podían ir a verla hasta el día siguiente por la tarde.
Para cuando George me dejó, era muy tarde y el pobre chico tenía que ir a devolver la furgoneta y luego regresar andando a su casa.
— ¿Y si no la hubiéramos encontrado? -me preguntó antes de irse, con una expresión asustada. De nuevo tenía el aspecto de alguien muy joven.
— Pero lo hicimos, George, y todo gracias a que no quisiste rendirte. Probablemente le has salvado la vida.
Pareció sentirse mejor. Nos dimos las buenas noches, se metió en el coche y lo arrancó mientras yo respiraba hondo y entraba en la casa.
— ¿Peggy? -llamó la señora Brown con tono enfadado, tan pronto como escuchó el ruido de la puerta al cerrarse.
— No, lo siento, soy yo -dije entrando en la sala de estar.
El fuego se había apagado, pero los Brown seguían sentados junto a la chimenea. Normalmente se tomaban la última taza de té con unas galletas a eso de las nueve y media, pero habían transcurrido horas desde entonces y pude comprobar, que se acababan de tomar otra taza. En la habitación hacía frío, pero habían permanecido despiertos esperando, preocupados por Peggy.
— ¿Dónde está? ¿Dónde está Peggy? -preguntó la señora Brown, que empezaba a sentirse furiosa-. ¿Ha ocurrido algo?
— Está bien -dije-. Pero se encuentra en el hospital.
La señora Brown se levantó de un salto.
— ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido un accidente? ¡Dímelo! ¿Por qué está allí?
Así que les relaté toda la historia. Bueno, lo de Lenny no, pero sí el resto. Lo había estado pensando en la furgoneta, de camino a casa, y había decidido que sería mucho más fácil si se enteraban antes de llegar al hospital. Si yo se lo contaba, al menos Peggy no tendría que hacerlo. Pensé que sería más fácil para todo el mundo. Al menos eso esperaba.
Probablemente no se lo conté tan bien como podría haberlo hecho. Era tarde y estaba cansada, pero hice lo que pude por hablarles con suavidad. Cuando les dije que Peggy estaba embarazada, la señora Brown dio un pequeño grito y se puso la mano en la boca. Cuando les dije que el padre era Henfield, el señor Brown apretó la mano derecha y se golpeó la otra mano, como si estuviera practicando los puñetazos que le iba a dar a Henfield en la cara.
Cuando les expliqué el modo en que habíamos encontrado a Peggy junto al río del molino, la señora Brown palideció.
— Tonta, niña tonta -dijo-. Debí haberlo sabido, debí haberme dado cuenta… -Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su voz no temblaba. Les hablé del hospital y de lo que la enfermera nos había dicho.
— Se va a poner bien, de verdad -les aseguré.
— ¿Y el bebé?
— También está bien.
No dijeron nada. Al igual que la enfermera del hospital, desconocía si eso eran buenas o malas noticias.
El señor Brown me miró. De pronto parecía un anciano, un anciano muy pequeño.
— Al parecer has ayudado mucho a nuestra Peg hoy. Si no la hubieras cuidado ni la hubieses encontrado, aún podría estar ahí fuera, y quién sabe en qué estado se encontraría. -La señora Brown emitió otro grito sofocado, más bien un jadeo que contuvo con rapidez-. Te estamos muy agradecidos. Gracias, Rosie, gracias a Dios que estabas aquí.
De pronto, la señora Brown se levantó y empezó a ir de aquí para allá con la bandeja de té.
— Tú también estarás empapada y tendrás frío -dijo-. Te voy a preparar un cacao, y aunque sea tarde tomarás un buen baño caliente. La hora no importa. No importa nada.
Me di cuenta de que se estaba manteniendo ocupada para no pensar. Cuando colocó una taza y un platillo sobre la bandeja, tiró la jarra de leche y pensé que se iba a poner a llorar.
— Bueno, Doreen -dijo el señor Brown en tono tranquilizador mientras iba a buscar un trapo-. De nada sirve lamentarse ahora. Lo hecho, hecho está, y ahora lo que hay que decidir es qué hacer a continuación.
Me preparé yo misma el cacao y subí a quitarme la ropa empapada y mugrienta. Como me habían dado permiso, me preparé un baño. Utilicé toda el agua caliente y disfruté de la sensación del calor regresando a mis huesos. Cuando por fin me metí en la cama, la luz seguía encendida en el piso de abajo y pude oír que los Brown estaban hablando. Probablemente se quedarían despiertos toda la noche; aún quedaba mucho rato hasta que pudiesen telefonear al hospital.
