III

Al leer las páginas precedentes, seguramente se habrán despertado en el lector dudas que ahora tendrán oportunidad de condensarse y de expresarse.

Puede ser verdad que lo unheimlich, lo siniestro, sea lo heimlich-heimisch, lo «íntimo-hogareño» que ha sido reprimido y ha retornado de la represión, y que cuanto es siniestro cumple esta condición. Pero el enigma de lo siniestro no queda resuelto con esta fórmula. Evidentemente, nuestra proposición no puede ser invertida: no es siniestro todo lo que alude a deseos reprimidos y a formas del pensamiento superadas y pertenecientes a la prehistoria individual y colectiva.

Tampoco pretendemos ocultar que a casi todos los ejemplos destinados a demostrar nuestra proposición pueden oponérseles casos análogos que la contradicen. Así, por ejemplo, la mano cortada en cuento de Hauff, Die Geschichte von der abgehauenen Hand («Historia de la mano cortada»), produce por cierto una impresión siniestra, que hemos referido al complejo de castración. Pero en la narración de El tesoro de Rhampsenit, de Heródoto, el genial ladrón que la princesa quiere asir de la mano le tiende la mano cortada de su hermano, y creo que otros juzgarán, como yo, que este rasgo no produce impresión siniestra alguna. La inmediata realización de los deseos en El anillo de Polícrates nos provoca una impresión tan siniestra como al propio rey de Egipto. Sin embargo, en nuestros cuentos populares abundan las instantáneas realizaciones de deseos, y en ningún modo tenemos la impresión de lo siniestro. En el cuento de Los tres deseos, la mujer se deja seducir por la fragancia de una salchicha asada, manifestando que también ella desearía comer una. Al punto ésta aparece en su plato. Lleno de cólera contra la atolondrada mujer, el hombre desea que la salchicha le cuelgue de la nariz. Hela allí, colgada de su nariz. Todo eso puede ser impresionante, pero de ningún modo es siniestro. En general, el cuento se coloca abiertamente en el terreno del animismo, de la omnipotencia del pensamiento y de los deseos, pero no podría citar ningún verdadero cuento de hadas donde suceda algo siniestro. Hemos visto que esta impresión es evocada en grado sumo cuando los objetos, imágenes o muñecas inanimadas adquieren vida, pero en los cuentos de Andersen viven la vajilla, los muebles, el soldado de plomo, y nada puede estar más lejos de ser siniestro. Tampoco la animación de la bella estatua de Pigmalión podrá considerarse siniestra.

Hemos visto que la catalepsia y la resurrección de los muertos son representaciones siniestras, pero, una vez más, tales cosas son muy frecuentes en los sueños. ¿Quién osaría decir que es siniestro ver cómo, por ejemplo, Blanca Nieves abre los ojos en su ataúd? También la resurrección de los muertos en las historias milagrosas, por ejemplo en las del Nuevo Testamento, evoca sentimientos que nada tienen que ver con lo siniestro. El retorno inesperado de lo idéntico, que nos ha producido efectos tan manifiestamente siniestros, da origen en una serie de casos a reacciones muy distintas. Ya hemos citado un ejemplo en el cual sirve para provocar un efecto cómico y podríamos acumular múltiples casos similares. Otras veces la repetición está destinada a reforzar, a subrayar algo, etc. Además: ¿de dónde procede el carácter siniestro del silencio, de la soledad, de la oscuridad? ¿Acaso estos factores no indican la intervención del peligro en la génesis de los siniestro, aunque son las mismas condiciones en las cuales vemos que los niños sienten miedo con mayor frecuencia? ¿Y podremos descartar realmente el factor de la incertidumbre intelectual, después de haber admitido su importancia para el carácter siniestro de la muerte?

Henos aquí, pues, dispuestos a admitir que para provocar el sentimiento de lo siniestro es preciso que intervengan otras condiciones, además de los factores temáticos que hemos postulado. En rigor podría aceptarse que con lo dicho queda agotado el interés psicoanalítico en el problema; que lo restante probablemente requiera ser estudiado desde el punto de vista estético; pero con ello abriríamos la puerta a la duda respecto al valor de nuestro concepto, según el cual lo unheimlich, lo siniestro, procede de lo heimisch, lo familiar, que ha sido reprimido.

Una observación quizá pueda señalarnos el camino para resolver estas incertidumbres. Casi todos los ejemplos que contradicen nuestra hipótesis pertenecen al dominio de la ficción, de la poesía. Esto nos indicaría que debemos diferenciar lo siniestro que se vivencia, de lo siniestro que únicamente se imagina o se conoce por referencias.

Lo siniestro vivenciado depende de condiciones mucho más simples, pero se da en casos menos numerosos. Yo creo que esta forma de lo siniestro acepta, casi sin excepción, nuestras tentativas de solución y puede en cada caso ser reducido a cosas antiguamente familiares y ahora reprimidas. Sin embargo, también aquí es preciso establecer una distinción importante y psicológicamente significativa, que podrá ser ilustrada mejor en ejemplos apropiados.

Tomemos lo siniestro que emana de la omnipotencia de las ideas, de la inmediata realización de deseos, de las ocultas fuerzas nefastas o del retorno de los muertos. Es imposible confundir la condición que en estos casos hace surgir el sentimiento de lo siniestro. Nosotros mismos —o nuestros antepasados primitivos— hemos aceptado otrora estas tres eventualidades como realidades, estábamos convencidos del carácter real de esos procesos. Hoy ya no creemos en ellas, hemos superado esas maneras de pensar; pero no nos sentimos muy seguros de nuestras nuevas concepciones, las antiguas creencias sobreviven en nosotros, al acecho de una confirmación. Por consiguiente, en cuanto sucede algo en esta vida, susceptible de confirmar aquellas viejas convicciones abandonadas, experimentamos la sensación de lo siniestro, y es como si dijéramos: «De modo que es posible matar a otro por la simple fuerza del deseo; es posible que los muertos sigan viviendo y que reaparezcan en los lugares donde vivieron», y así sucesivamente. Quien, por el contrario, haya abandonado absoluta y definitivamente tales convicciones animistas, no será capaz de experimentar esa forma de lo siniestro. La más extraordinaria coincidencia entre un deseo y su realización, la más enigmática repetición de hechos análogos en un mismo lugar o en idéntica fecha, las más engañosas percepciones visuales y los ruidos más sospechosos, no lo confundirán, no despertarán en él un temor que podamos considerar como miedo a lo «siniestro». De modo que aquí se trata exclusivamente de algo concerniente a la prueba de realidad, de una cuestión de realidad material.[21]

Muy otro es lo siniestro que emana de los complejos infantiles reprimidos del complejo de castración, de las fantasías intrauterinas, etc. Desde luego, no pueden ser muy frecuentes las vivencias reales susceptibles de despertar este género de lo siniestro, ya que el sentimiento en cuestión, cuando se da en vivencias reales, suele pertenecer al grupo anterior; pero para la teoría es importante diferenciar ambas categorías. En lo siniestro debido a complejos infantiles la cuestión de la realidad material ni siquiera se plantea, apareciendo en su lugar la realidad psíquica. Trátase en este caso de la represión efectiva de un contenido psíquico y del retorno de lo reprimido, pero no de una simple abolición de la creencia en la realidad de este contenido. Podríamos decir que mientras en un caso ha sido reprimido cierto contenido ideacional, en el otro lo ha sido la creencia en su realidad (material). Pero esta última formulación quizá signifique una aplicación del término «represión» que trasciende sus límites legítimos. Sería más correcto si en lo que a este problema se refiere tuviésemos en cuenta una sensible diferencia psicológica, calificando el estado en que se encuentran las convicciones animistas del hombre civilizado como una superación más o menos completa. Nuestra formulación final sería entonces la siguiente: lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación. Por fin, nuestra predilección por las soluciones simples y por las exposiciones claras no ha de impedirnos reconocer que ambas formas de lo siniestro, aquí discernidas, no siempre se presentan netamente separadas en la vivencia. Si se tiene en cuenta que las convicciones primitivas están íntimamente vinculadas a los complejos infantiles y que en realidad arraigan en ellos, no causará gran asombro ver cómo se confunden sus límites.

Lo siniestro en la ficción —en la fantasía, en la obra literaria— merece en efecto un examen separado. Ante todo, sus manifestaciones son mucho más multiformes que las de lo siniestro vivencial, pues lo abarca totalmente, amén de otros elementos que no se dan en las condiciones del vivenciar. El contraste entre lo reprimido y lo superado no puede aplicarse, sin profundas modificaciones, a lo siniestro de la obra poética, pues el dominio de la fantasía presupone que su contenido sea dispensado de la prueba de realidad. Nuestra conclusión, aparentemente paradójica, reza así: «mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la poesía; además, la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no existen en la real».

Entre las numerosas licencias de que goza el poeta también se cuenta la de poder elegir a su arbitrio el mundo de su evocación, de modo que coincida con nuestra realidad familiar o se aleje en cualquier modo de ella. En todo caso, nosotros lo seguiremos. El mundo de los cuentos de hadas, por ejemplo, abandona desde el principio el terreno de la realidad y toma abiertamente el partido de las convicciones animistas. Realizaciones de deseos, fuerzas secretas, omnipotencia del pensamiento, animación de lo inanimado, efectos todos muy corrientes en los cuentos, no pueden provocar en ellos una impresión siniestra, pues para que nazca este sentimiento es preciso, como vimos, que el juicio se encuentre en duda respecto a si lo increíble, superado, no podría, a la postre, ser posible en la realidad, cuestión ésta que desde el principio es decidida por las convenciones que rigen el mundo de los cuentos. De tal manera, el cuento de hadas, fuente de la mayor parte de los ejemplos que contradicen nuestra teoría de lo siniestro, ilustra prácticamente el primero de los casos mencionados: en el dominio de la ficción no son siniestras muchas cosas que lo serían en la vida real. A éste se agregan, en el cuento, otros factores que más adelante mencionaremos con brevedad.

El poeta también puede haberse creado un mundo que, si bien menos fantástico que el de los cuentos, se aparte, sin embargo, del mundo real, al admitir seres sobrenaturales, demonios o ánimas de difuntos. Todo el carácter siniestro que podrían tener esas figuras desaparece entonces en la medida en que se extienden las convenciones de esta realidad poética. Las ánimas del infierno dantesco o los espectros de Hamlet, Macbeth y Julio César, de Shakespeare, pueden ser todo lo truculentos y lúgubres que se quiera, pero en el fondo son tan poco siniestros como, por ejemplo, el sereno mundo de los dioses homéricos. Adaptamos nuestro juicio a las condiciones de esta ficticia realidad del poeta, y consideramos a las almas, a los espíritus y fantasmas, como si tuvieran en aquélla una existencia no menos justificada que la nuestra en la realidad material. He aquí un nuevo caso en el cual se evita el sentimiento de lo siniestro.

Muy distinto es, en cambio, si el poeta aparenta situarse en el terreno de la realidad común. Adopta entonces todas las condiciones que en la vida real rigen la aparición de lo siniestro, y cuanto en las vivencias tenga este carácter también lo tendrá en la ficción. Pero en este caso el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad. En cierta manera, nos libra entonces a nuestra superstición, que habíamos creído superada; nos engaña al prometernos la realidad vulgar, para salirse luego de ella. Reaccionamos ante sus ficciones como lo haríamos frente a nuestras propias vivencias; una vez que nos damos cuenta de la mixtificación, ya es demasiado tarde, pues el poeta ha logrado su objeto, pero por mi parte afirmo que no ha obtenido un efecto puro. Nos queda un sentimiento de insatisfacción, una especie de rencor por el engaño intentado, sensación ésta que experimenté con particular claridad después de haber leído el cuento de Schnitzler Die Weissagung («La profecía») y otras producciones del género que coquetean con lo milagroso. El literato dispone todavía de un recurso que le permite sustraerse a nuestra rebelión y mejorar al mismo tiempo las perspectivas de lograr sus propósitos. Éste medio consiste en dejarnos en suspenso, durante largo tiempo, respecto a cuáles son las convenciones que rigen en el mundo por él adoptado; o bien en esquivar hasta el fin, con arte y astucia, una explicación decisiva al respecto. Pero, en todo caso, cúmplese aquí la circunstancia anotada de que la ficción crea nuevas posibilidades de lo siniestro, que no pueden existir en la vida real.

Estrictamente hablando, todas estas formas diversas sólo se observan en aquella categoría de lo siniestro que procede de lo superado. Lo siniestro emanado de complejos reprimidos tiene mayor tenacidad y, prescindiendo de una única condición, conserva en la poesía todo el carácter siniestro que tenía en la vivencia real. La otra forma, la nacida de lo superado, en cambio, presenta este carácter tanto en la realidad como en aquella ficción que se ubica en el terreno de la realidad material, pero puede perderlo en las realidades ficticias creadas por la imaginación del poeta.

Es evidente que las licencias del poeta y, en consecuencia, los privilegios de la ficción relacionados con la evocación o la inhibición del sentimiento de lo siniestro, no han sido agotados en las observaciones que anteceden. Frente a las vivencias reales solemos adoptar una posición uniformemente pasiva y nos encontramos sometidos a la influencia de los temas. En cambio, respondemos en un forma particular a la dirección del poeta: mediante el estado emocional en que nos coloca, merced a las expectativas que en nosotros despierta, logra apartar nuestra capacidad afectiva de un tono pasional para llevarla a otro, y muchas veces sabe obtener con un mismo tema muy distintos efectos. Todo esto es conocido desde hace tiempo y seguramente fue considerado detenidamente por los estéticos idóneos. Nosotros hemos sido llevados, casi sin quererlo, a este terreno de la investigación, cediendo al deseo de poner en claro la contradicción que frente a nuestra teoría de lo siniestro presentan ciertos ejemplos antes mencionados. Por eso volveremos ahora a algunos de éstos.

Nos preguntábamos hace poco por qué la mano cercenada en El tesoro de Rhampsenit no produce la impresión de lo siniestro que despierta La historia de la mano cortada, de Hauff. Ahora que conocemos la mayor tenacidad de lo siniestro emanado de los complejos reprimidos, dicha pregunta nos parece más plena de significación. La respuesta puede ser formulada sin dificultades: en la primera de estas narraciones no estamos tan adaptados a las emociones de la princesa, como a la astucia soberana del magistral ladrón. A la princesa seguramente no le habrá quedado evitada la sensación de lo siniestro, y aun consideramos verosímil que haya caído desvanecida; pero por nuestra parte no sentimos nada siniestro, porque no nos colocamos en su plaza, sino en la del ladrón. Otras circunstancias son las que nos privan de la impresión siniestra en la farsa de Nestroy, Der Zerrissene («El andrajoso»), cuando el fugitivo que se tiene por asesino, cada vez que levanta un escotillón ve surgir el supuesto espectro de su víctima, exclamando, desesperado: «¡Pero si yo no maté más que a uno! ¿A qué viene esta atroz multiplicación?». Nosotros estamos enterados de las circunstancias anteriores a esta escena y no podemos compartir el error del «andrajoso», de modo que cuanto para él es siniestro, sólo posee para nosotros irresistible comicidad. Hasta una aparición «verdadera», como la del cuento de Oscar Wilde El espectro de Canterville, pierde todos sus derechos a inspirar por lo menos terror, cuando el poeta se permite la broma de ridiculizarlo y de burlarse de él. Tal es la independencia que en el mundo de la ficción puede haber entre el efecto emocional y el asunto elegido. En cuanto a los cuentos de hadas, ni siquiera pretenden despertar sentimientos angustiosos, es decir, siniestros. Cosa que comprendemos perfectamente y que nos lleva a pasar por alto todas las ocasiones en que tal efecto sería quizá posible.

Nada tenemos que decir de la soledad, del silencio y de la oscuridad, salvo que éstos son realmente los factores con los cuales se vincula la angustia infantil, jamás extinguida totalmente en la mayoría de los seres. La investigación psicoanalítica se ha ocupado en otra ocasión de este problema.

Sigmund Freud.