II

Si ahora pasamos revista a las personas y cosas, a las impresiones, sucesos y situaciones susceptibles de despertar en nosotros el sentimiento de lo siniestro con intensidad y nitidez singulares, será preciso que elijamos con acierto el primero de los ejemplos. E. Jentsch destacó, como caso por excelencia de lo siniestro, la «duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado», aduciendo con tal fin, la impresión que despiertan las figuras de cera, las muñecas «sabias» y los autómatas. Compara esta impresión con la que producen las crisis epilépticas y las manifestaciones de la demencia, pues tales fenómenos evocarían en nosotros vagas nociones de procesos automáticos, mecánicos, que podrían ocultarse bajo el cuadro habitual de nuestra vida. Sin estar plenamente convencidos de que esta opinión de Jentsch sea acertada, haremos partir nuestra investigación de las siguientes observaciones de dicho autor, en las que nos recuerda a un poeta que ha logrado provocar, como ningún otro, los efectos siniestros.

«Uno de los procedimientos más seguros para evocar fácilmente lo siniestro mediante las narraciones», escribe Jentsch, «consiste en dejar que el lector dude de si determinada figura que se le presenta es una persona o un autómata. Esto debe hacerse de manera tal que la incertidumbre no se convierta en el punto central de la atención, porque es preciso que el lector no llegue a examinar y a verificar inmediatamente el asunto, cosa que, según dijimos, disiparía fácilmente su estado emotivo especial. E. T. A. Hoffmann se sirvió con éxito de esta maniobra psicológica en varios de sus Cuentos fantásticos».

Esta observación, ciertamente, justa, se refiere ante todo al cuento Der Sandmann («El arenero»), que forma parte de los Nachtstücke («Cuentos nocturnos»)[5] y del cual procede la figura de la muñeca Olimpia que Offenbach hizo aparecer en el primer acto de su ópera Los cuentos de Hoffmann. Debo decir, sin embargo —y espero contar con el asentimiento de casi todos los que hayan leído este cuento— que el tema de la muñeca Olimpia, aparentemente animada, de ningún modo puede ser considerado como único responsable del singular efecto siniestro que produce el cuento; más aún: que ni siquiera es el elemento al cual se podría atribuir en primer término este efecto. El ligero viso satírico que el poeta da al episodio de Olimpia, empleándolo para ridiculizar la presunción de su joven enamorado, tampoco facilita aquella impresión. El centro del cuento lo ocupa más bien otro tema, precisamente el que le ha dado título y que siempre vuelve a ser destacado en los momentos culminantes: se trata del tema del arenero, el «hombre de la arena» que arranca los ojos a las criaturas.

El estudiante Nataniel, con cuyos recuerdos de infancia comienza el cuento fantástico, a pesar de su felicidad actual no logra alejar de su ánimo las reminiscencias vinculadas a la muerte horrible y misteriosa de su amado padre. En ciertas noches su madre solía acostar temprano a los niños, amenazándolos con que «vendría el hombre de la arena»[6], y efectivamente, el niño oía cada vez los pesados pasos de un visitante que retenía a su padre durante la noche entera. Interrogada la madre respecto a quién era ese «arenero», negó que fuera algo más que una manera de decir, pero una niñera pudo darle informaciones más concretas: «Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir, les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentados de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa y se los lleva a la media luna como pasto para sus hijitos, que están sentados en un nido y tienen picos curvos, como las lechuzas, con los cuales parten a picotazos los ojos de los niños que no se han portado bien».

Aunque el pequeño Nataniel tenía suficiente edad e inteligencia para no creer tan horripilantes cosas del arenero, el terror que éste le inspiraba quedó, sin embargo, fijado en él. Decidió descubrir qué aspecto tenía el arenero, y una noche en que nuevamente se lo esperaba, escondióse en el cuarto de trabajo de su padre. Reconoce entonces en el visitante al abogado Coppelius, personaje repulsivo que solía provocar temor a los niños cuando, en ocasiones, era invitado para almorzar; así, el espantoso arenero se identificó para él con Coppelius. Ya en el resto de la escena, el poeta nos deja en suspenso sobre si nos encontramos ante el primer delirio de un niño poseído por la angustia o ante una narración de hechos que, en el mundo ficticio del cuento, habrían de ser considerados como reales. El padre y su huésped están junto al hogar, ocupados con unas brasas llameantes. El pequeño espía oye exclamar a Coppelius: «¡Vengan los ojos, vengan los ojos!», se traiciona con un grito de pánico y es prendido por Coppelius, que quiere arrojarle unos granos ardientes del fuego a los ojos, para echarlos luego a las llamas. El padre le suplica por los ojos de su hijo y el suceso termina con un desmayo seguido por larga enfermedad. Quien se decida por adoptar la interpretación racionalista del «arenero», no dejará de reconocer en esta fantasía infantil la influencia pertinaz de aquella narración de la niñera. En lugar de granos de arena, son ahora brasas encendidas las que quiere arrojarle a los ojos, en ambos casos para hacerlos saltar de sus órbitas. Un año después, en ocasión de una nueva visita del «arenero», el padre muere en su cuarto de trabajo a consecuencia de una explosión y el abogado Coppelius desaparece de la región sin dejar rastros.

Esta terrorífica aparición de sus años infantiles, el estudiante Nataniel la cree reconocer en Giuseppe Coppola, un óptico ambulante italiano que en la ciudad universitaria donde se halla viene a ofrecerle unos barómetros, y que ante su negativa exclama en su jerga: «¡Eh! ¡Nienti barometri, niente barometri! —ma tengo tambene bello oco… bello oco». El horror del estudiante se desvanece al advertir que los ojos ofrecidos no son sino inofensivas gafas; compra a Coppola un catalejo de bolsillo y con su ayuda escudriña la casa vecina del profesor Spalanzani, logrando ver a la hija de éste, la bella pero misteriosamente silenciosa e inmóvil Olimpia. Al punto se enamora de ella, tan perdidamente que olvida a su sagaz y sensata novia. Pero Olimpia no es más que una muñeca automática cuyo mecanismo es obra de Spalanzani y a la cual Coppola —el arenero— ha provisto de ojos. El estudiante acude en el instante en que ambos creadores se disputan su obra; el óptico se lleva la muñeca de madera, privada de ojos, y el mecánico, Spalanzani, recoge del suelo los ensangrentados ojos de Olimpia, arrojándoselos a Nataniel y exclamando que es a él a quien Coppola se los ha robado. Nataniel cae en una nueva crisis de locura y, en su delirio, el recuerdo de la muerte del padre se junta con esta nueva impresión: «¡Uh, uh, uh! ¡Rueda de fuego, rueda de fuego! ¡Gira, rueda de fuego! ¡Lindo, lindo! ¡Muñequita de madera, uh!… ¡Hermosa muñequita de madera, baila… baila…!». Con estas exclamaciones se precipita sobre el supuesto padre de Olimpia y trata de estrangularlo.

Restablecido de su larga y grave enfermedad, Nataniel parece estar por fin curado. Anhela casarse con su novia, a quien ha vuelto a encontrar. Cierto día recorren juntos la ciudad, en cuya plaza principal la alta torre del ayuntamiento proyecta su sombra gigantesca. La joven propone a su novio subir a la torre, mientras el hermano de ella, que los acompaña, los aguardará en la plaza. Desde la altura, la atención de Clara es atraída por un personaje singular que avanza de hallar en su bolsillo, y al punto es poseído nuevamente por la demencia, tratando de precipitar a la joven al abismo y gritando: «¡Baila, baila, muñequita de madera!». El hermano, atraído por los gritos de la joven, la salva y la hace descender a toda prisa. Arriba, el poseído corre de un lado para otro, exclamando: «¡Gira, rueda de fuego, gira!», palabras cuyo origen conocemos perfectamente. Entre la gente aglomerada en la plaza se destaca el abogado Coppelius, que acaba de aparecer nuevamente. Hemos de suponer que su visión es lo que ha desencadenado la locura en Nataniel. Quieren subir para dominar al demente, pero Coppelius[7] dice, riendo: «Esperad, pues ya bajará solo». Nataniel se detiene de pronto, advierte a Coppelius, y se precipita por sobre la balaustrada con un grito agudo: «¡Sí! ¡Bello oco, bello oco!». Helo allí, tendido sobre el pavimento, su cabeza destrozada…, pero el hombre de la arena ha desaparecido en la multitud.

Esta breve reseña no deja lugar a ninguna duda: el sentimiento de lo siniestro es inherente a la figura del arenero, es decir, a la idea de ser privado de los ojos, y nada tiene que hacer aquí una incertidumbre intelectual en el sentido en que Jentsch la concibe. La duda en cuanto al carácter animado o inanimado, aceptable en lo que a la muñeca Olimpia se refiere, ni siquiera puede considerarse frente a este ejemplo, mucho más significativo, de lo siniestro. Es verdad que el poeta provoca en nosotros al principio una especie de incertidumbre, al no dejarnos adivinar —seguramente con intención— si se propone conducirnos al mundo real o a un mundo fantástico, producto de su arbitrio. Desde luego, tiene el derecho de hacer una cosa o la otra, y si elegirá por escenario de su narración, pongamos por caso, un mundo en que se muevan espectros, demonios y fantasmas —como Shakespeare lo hace en Hamlet, en Macbeth y, en otro sentido, en La tempestad y El sueño de una noche de verano— entonces habremos de someternos al poeta, aceptando como realidad ese mundo de su imaginación, todo el tiempo que nos abandonemos a su historia. Pero en el transcurso del cuento de Hoffmann se disipa esa duda y nos damos cuenta de que el poeta quiere hacernos mirar a nosotros mismos a través del diabólico anteojo del óptico, o que quizá también él mismo en persona haya mirado por uno de esos instrumentos. El final del cuento nos demuestra a todas luces que el óptico Coppola es, en efecto, el abogado Coppelius, y en consecuencia, también el hombre de la arena.

Ya no se trata aquí de una «incertidumbre intelectual»: sabemos ahora que no se pretendió presentarnos los delirios de un demente, tras los cuales nosotros, con nuestra superioridad racional, habríamos de reconocer el verdadero estado de cosas; pero esta revelación no reduce en lo más mínimo la impresión de siniestro. De modo que la incertidumbre intelectual en nada nos facilita la comprensión de tan siniestro efecto.

En cambio, la experiencia psicoanalítica nos recuerda que herirse los ojos o perder la vista es un motivo de terrible angustia infantil. Este temor persiste en muchos adultos, a quienes ninguna mutilación espanta tanto como la de los ojos. ¿Acaso no se tiene la costumbre de decir que se cuida algo como un ojo de la cara?[8] El estudio de los sueños, de las fantasías y de los mitos nos enseña, además, que el temor por la pérdida de los ojos, el miedo a quedar ciego, es un sustituto frecuente de la angustia de castración. También el castigo que se impone Edipo, el mítico criminal, al enceguecerse, no es más que una castración atenuada, pena ésta que de acuerdo con la ley del talión sería la única adecuada a su crimen. Colocándose en un punto de vista racionalista, podría tratarse de negar que el temor por los ojos esté relacionado con la angustia de castración: se encontrará entonces perfectamente comprensible que un órgano tan precioso como el ojo sea protegido con una ansiedad correspondiente, ya hasta se podrá afirmar que tampoco tras la angustia de castración se esconde ningún secreto profundo, ninguna significación distinta de la mutilación en sí. Pero con ello no se toma en cuenta la sustitución mutua entre el ojo y el miembro viril, manifestada en sueños, fantasías y mitos, ni se logrará desvirtuar la impresión de que precisamente la amenaza de perder el órgano sexual despierta un sentimiento particularmente intenso y enigmático, sentimiento que luego repercute también en las representaciones de la pérdida de otros órganos. Todas nuestras dudas desaparecen cuando, al analizar a los neuróticos, nos enteramos de las particularidades de este «complejo de castración» y del inmenso papel que desempeña en la vida psíquica.

Tampoco aconsejaría a ningún adversario del psicoanálisis que adujera justamente el cuento del arenero, de Hoffmann, para afirmar que el temor por los ojos sería independiente del complejo de castración.

Pues si así fuera, ¿por qué aparece aquí la angustia por los ojos íntimamente relacionada con la muerte del padre? ¿Por qué el arenero retorna cada vez como aguafiestas del amor? Primero separa al desgraciado estudiante de su novia y del hermano de ésta, su mejor amigo; luego destruye su segundo objeto de amor, la bella muñeca Olimpia; finalmente lo impulsa al suicidio, justamente antes de su feliz unión con Clara, a la que acaba de encontrar de nuevo. Estos elementos del cuento, como otros muchos, parecen arbitrarios y carentes de sentido si se rechaza la vinculación entre el temor por los ojos y la castración, pero en cambio se tornan plenos de significación en cuanto, en lugar del arenero, se coloca al temido padre, a quien se atribuye el propósito de la castración.[9]

Así, nos atreveremos a referir el carácter siniestro del arenero al complejo de castración infantil. Pero la mera idea de que semejante factor infantil haya podido engendrar este sentimiento nos incita a buscar una derivación análoga que sea aplicable a otros ejemplos de lo siniestro. En el arenero aparece aún el tema de la muñeca aparentemente viva, que Jentsch señalaba. Según este autor, la circunstancia de que se despierte una incertidumbre intelectual respecto al carácter animado o inanimado de algo, o bien la de que un objeto privado de vida adopte una apariencia muy cercana a la misma, son sumamente favorables para la producción de sentimientos de lo siniestro. Pero con las muñecas nos hemos acercado bastante a la infancia. Recordaremos que el niño, en sus primeros años de juego, no suele trazar un límite muy preciso entre las cosas vivientes y los objetos inanimados, y que gusta tratar a su muñeca como si fuera de carne y hueso. Hasta llegamos a oír ocasionalmente, por boca de una paciente, que todavía a la edad de ocho años estaba convencida de que si mirase a sus muñecas de una manera particularmente penetrante, éstas adquirirían vida. Así, el factor infantil también aquí puede ser demostrado con facilidad, pero, cosa extraña: en el caso del arenero se trataba de la reanimación de una vieja angustia infantil; frente a la muñeca viviente, en cambio, ya no hablamos de angustia: el niño no sintió miedo ante la idea de ver viva a su muñeca, y quizá hasta lo haya deseado. De modo que en este caso la fuente del sentimiento de lo siniestro no se encontraría en una angustia infantil, sino en un deseo, o quizá tan sólo en una creencia infantil. He aquí algo que parece contradictorio, pero es posible que sólo se trate de una multiplicidad de manifestaciones que más adelante pueda facilitar nuestra comprensión.

E. T. A. Hoffmann es el maestro sin par de lo siniestro en la literatura. Su novela Los elixires del Diablo presenta todo un conjunto de temas a los cuales se podría atribuir el efecto siniestro de la narración. El argumento de la novela es demasiado rico y entreverado como para que se pueda intentar referirlo en una reseña. Al final del libro, cuando las convenciones sobre las cuales se fundaba la acción y que hasta entonces habían sido disimuladas al lector, le son finalmente comunicadas, he aquí que éste no queda informado, sino por el contrario completamente confundido. El poeta ha acumulado demasiados efectos semejantes; la impresión que produce el conjunto no sufre por ello, pero sí nuestra comprensión. Es preciso que nos conformemos con seleccionar, entre estos temas que evocan un efecto siniestro, los más destacados, a fin de investigar si también para ellos es posible hallar un origen en fuentes infantiles. Nos hallamos así, ante todo, con el tema del «doble» o del «otro yo», en todas sus variaciones y desarrollos, es decir: con la aparición de personas que a causa de su figura igual deben ser consideradas idénticas; con el acrecentamiento de esta relación mediante la transmisión de los procesos anímicos de una persona a su «doble» —lo que nosotros llamaríamos telepatía—, de modo que uno participa en lo que el otro sabe, piensa y experimenta; con la identificación de una persona con otra, de suerte que pierde el dominio sobre su propio yo y coloca el yo ajeno en lugar del propio, o sea: desdoblamiento del yo, partición del yo, sustitución del yo; finalmente con el constante retorno de lo semejante, con la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, actos criminales, aun de los mismos nombres en varias generaciones sucesivas.

El tema del «doble» ha sido investigado minuciosamente, bajo este mismo título, en un trabajo de O. Rank[10]. Este autor estudia las relaciones entre el «doble» y la imagen en el espejo a la sombra, los genios tutelares, las doctrinas animistas y el temor ante la muerte. Pero también echa viva luz sobre la sorprendente evolución de este tema. En efecto, el «doble» fue primitivamente una medida de seguridad contra la destrucción del yo, un «enérgico mentís a la omnipotencia de la muerte» (O. Rank), y probablemente haya sido el alma «inmortal» el primer «doble» de nuestro cuerpo. La creación de semejante desdoblamiento, destinado a conjurar la aniquilación, tiene su parangón en un modismo expresivo del lenguaje onírico, consistente en representar la castración por la duplicación o multiplicación del símbolo genital. En la cultura de los viejos egipcios esa tendencia compele a los artistas a modelar la imagen del muerto con una sustancia duradera. Pero estas representaciones surgieron en el terreno de la egofilia ilimitada, del narcisismo primitivo que domina el alma del niño tanto como la del hombre primitivo, y sólo al superarse esta fase se modifica el signo algebraico del «doble»: de un asegurador de la supervivencia se convierte en un siniestro mensajero de la muerte.

Pero la idea del «doble» no desaparece necesariamente con este protonarcisismo original, pues es posible que adquiera nuevos contenidos en las fases ulteriores de la evolución del yo. En éste se desarrolla paulatinamente una instancia particular que se opone al resto del yo, que sirve a la autoobservación y a la autocrítica, que cumple la función de censura psíquica, y que nuestra consciencia conoce como conciencia.[11] En el caso patológico del delirio de referencia, esta instancia es aislada, separada del yo, haciéndose perceptible para el médico. La existencia de semejante instancia susceptible de tratar al resto del yo como si fuera un objeto, o sea la posibilidad de que el hombre sea capaz de autoobservación, permite que la vieja representación del «doble» adquiera un nuevo contenido y que se le atribuya una serie de elementos: en primer lugar, todo aquello que la autocrítica considera perteneciente al superado narcisismo de los tiempos primitivos.[12]

Pero no sólo este contenido ofensivo para la crítica yoica puede ser incorporado al «doble», sino también todas las posibilidades de nuestra existencia que no han hallado realización y que la imaginación no se resigna a abandonar, todas las aspiraciones del yo que no pudieron cumplirse a causa de adversas circunstancias la ilusión del libre albedrío.[13]

Pero una vez expuesta de este modo la motivación manifiesta del «doble», henos aquí obligados a confesarnos que nada de lo que hemos dicho basta para explicarnos el extraordinario grado del carácter siniestro que es propio de esa figura. Por otra parte, nuestro conocimiento de los procesos psíquicos patológicos nos permite agregar que nada hay en este contenido que alcance a dar razón de la tendencia defensiva que proyecta al «doble» fuera del yo, cual una cosa extraña. El carácter siniestro sólo puede obedecer a que el «doble» es una formación perteneciente a las épocas psíquicas primitivas y superadas, en las cuales sin duda tenía un sentido menos hostil. «El doble» se ha transformado en un espantajo, así como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones. (Heine, Die Götter im Exil. «Los dioses en el destierro»).

Aplicando la pauta que nos suministra el tema del «doble», es fácil apreciar los otros transtornos del yo que Hoffmann utiliza en sus cuentos. Consisten aquéllos en un retorno a determinadas fases de la evolución del sentimiento yoico, en una regresión a la época en que el yo aún no se había demarcado netamente frente al mundo exterior y al prójimo. Creo que estos temas contribuyen a dar a los cuentos de Hoffmann su carácter siniestro, aunque no es fácil determinar la parte que les corresponde en la producción de esa atmósfera.

El factor de la repetición de lo semejante quizá no sea aceptado por todos como fuente del sentimiento en cuestión. Según mis observaciones, en ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias, despierta sin duda la sensación de los siniestro, que por otra parte nos recuerda la sensación de inermidad de muchos estados oníricos. Cierto día, al recorrer en una cálida tarde de verano las calles desiertas y desconocidas de una pequeña ciudad italiana, vine a dar a un barrio sobre cuyo carácter no puede quedar mucho tiempo en duda, pues asomadas a las ventanas de las pequeñas casas sólo se veían mujeres pintarrajeadas, de modo que me apresuré a abandonar la callejuela tomando por el primer atajo. Pero después de haber errado sin guía durante algún rato, encontréme de pronto en la misma calle, donde ya comenzaba a llamar la atención; mi apresurada retirada sólo tuvo por consecuencia que, después de un nuevo rodeo, vine a dar allí por tercera vez. Mas entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo podría calificar de siniestro, y me alegré cuando, renunciando a mis exploraciones, volví a encontrar la plaza de la cual había partido. Otras situaciones que tienen en común con la precedente el retorno involuntario a un mismo lugar, aunque difieran radicalmente en otros elementos, producen, sin embargo, la misma impresión de inermidad y de lo siniestro. Por ejemplo, cuando uno se pierde, sorprendido por la niebla en una montaña boscosa, y pese a todos sus esfuerzos por encontrar un camino marcado o conocido, vuelve varias veces al mismo lugar caracterizado por un aspecto determinado. O bien cuando se yerra por una habitación desconocida y oscura, buscando la puerta o el interruptor de la luz, y se tropieza en cambio por décima vez con un mismo mueble; situación ésta que Mark Twain, aunque mediante una grotesca exageración, pudo dotar de irresistible comicidad.

También hallamos fácilmente este carácter en otra serie de hechos: sólo el factor de la repetición involuntaria es el que nos hace parecer siniestro lo que en otras circunstancias sería inocente, imponiéndonos así la idea de lo nefasto, de lo ineludible, donde en otro caso sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, por ejemplo, seguramente es una vivencia indiferente si en el guardarropas nos dan, al entregar nuestro sombrero, un número determinado —digamos, el 62— o si nos hallamos con que nuestro camarote del barco lleva ese número. Pero tal impresión cambia si ambos hechos, indiferentes en sí, se aproximan, al punto que el número 62 se encuentra varias veces en un mismo día, o si aún llega a suceder que cuanto lleva un número —direcciones, cuartos de hotel, coches de ferrocarril, etc.— presenta siempre la misma cifra, por lo menos como elemento parcial. Se considera esto «siniestro», y quien no esté acorazado contra la superstición, será tentado a atribuir un sentido misterioso a este obstinado retorno del mismo número, viendo en él, por ejemplo, una alusión a la edad que no ha de sobrevivir. O si, en otro caso, comenzando justamente a estudiar las obras del gran fisiólogo H. Hering, se reciben, con pocos días de intervalo y procedentes de distintos países, cartas de dos personas que llevan ese mismo nombre, mientras que hasta entonces jamás se había estado en relación con individuos así llamados. Un inteligente investigador trató hace poco de reducir a ciertas leyes los hechos de esta clase, quitándoles así inevitablemente todo carácter siniestro. No me atrevería a decidir si ha tenido éxito en su empresa.[14]

En cuanto a lo siniestro evocado por el retorno de lo semejante y a la manera en que dicho estado de ánimo se deriva de la vida psíquica infantil, no puedo más que mencionarlo en este conexo, remitiéndome en lo restante a una nueva exposición del tema, en otras relaciones, que ya tengo preparada. Me limito, pues, a señalar que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las tendencias del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico. Todas nuestras consideraciones precedentes nos disponen para aceptar que se sentirá como siniestro cuanto sea susceptible de evocar este impulso de repetición interior.

Creo, empero, que ha llegado el momento de abandonar el comentario de estas condiciones, un tanto difíciles de apreciar, para dedicarnos a la búsqueda de casos indudables de lo siniestro, cuyo análisis nos permitirá decidir definitivamente sobre el valor de nuestra hipótesis.

En El anillo de Polícrates[15], el huésped se aparta horrorizado al advertir que todos los deseos del amigo se cumplen al instante, que cada una de sus preocupaciones es disipada sin tardanza por el destino. Su amigo se le ha tornado «siniestro». La razón que para ello se da a sí mismo —que quien es demasiado feliz debe temer la envidia de los dioses— nos parece demasiado oscura, pues su sentido está velado mitológicamente. Acudamos por ello a otro ejemplo procedente de un territorio mucho más sencillo. En la historia clínica de una neurosis obsesiva[16] conté que este enfermo había pasado cierto tiempo en una estación termal, con gran provecho para su persona, pero tuvo el tino de no atribuir su mejoría a las propiedades curativas de las aguas, sino a la ubicación de su cuarto, contiguo al de una amable enfermera. Al volver por segunda vez a ese establecimiento reclamó el mismo cuarto, pero al oír que ya había sido ocupado por un vejo señor, dio libre curso a su disgusto, exclamando: «¡Que se muera de un patatús!». Dos semanas más tarde el señor efectivamente sufrió un ataque de apoplejía, hecho que para mi enfermo fue «siniestro». Esta impresión habría sido aun más intensa si entre su exclamación y el accidente hubiera mediado un tiempo más breve, o bien si a mi paciente le hubiesen ocurrido varios episodios similares. En efecto, no tuvo dificultad en suministrarme confirmaciones semejantes, y no sólo él, sino todos los neuróticos obsesivos que pude estudiar me narraron vivencias análogas. De ningún modo se sorprendían al encontrarse regularmente con la persona en la cual, quizá por vez primera en mucho tiempo, acababan de pensar; regularmente sucedíales que recibían por la mañana carta de un amigo, y la noche anterior habían dicho: «Hace tiempo que no sabemos nada de fulano». Sobre todo, raramente se producían accidentes o fallecimientos, sin que poco antes la idea de esa desgracia hubiera pasado por su mente. Comunicaban esta circunstancia con la mayor modestia, pretendiendo tener presentimientos que «casi siempre» se realizaban.

Una de las formas más extendidas y más siniestras de la superstición es el temor al «mal de ojo», que ha sido sometido a un profundo estudio por el oftalmólogo de Hamburgo, S. Seligmann.[17] La fuente de la cual emana este temor jamás parece haber sido confundida. Quien posee algo precioso, pero perecedero, teme la envidia ajena, proyectando a los demás la misma envidia que habría sentido en lugar del prójimo. Tales impulsos suelen traducirse por medio de la mirada, aunque uno se niegue a expresarlos en palabras, y cuando alguien se destaca sobre los demás por alguna manifestación notable, especialmente de carácter desagradable, se está dispuesto a suponer que su envidia debe haber alcanzado una fuerza especial y que esta fuerza bien podrá llevarla a convertirse en actos. Se sospecha, pues, una secreta intención de dañar, y basándose en ciertos indicios se admite que este propósito también dispone de suficiente poder nocivo.

Estos últimos ejemplos de los siniestro se fundan en el principio que, de acuerdo con la sugestión de un paciente, he denominado «omnipotencia del pensamiento». A esta altura de nuestro estudio ya no podemos confundir el terreno en que nos encontramos. El análisis de estos diversos casos de lo siniestro nos ha llevado a una vieja concepción del mundo, al animismo, caracterizado por la pululación de espíritus humanos en el mundo, por la sobreestimación narcisista de los propios procesos psíquicos, por la omnipotencia del pensamiento y por la técnica de la magia que en ella se basa, por la atribución de fuerzas mágicas, minuciosamente graduadas a personas extrañas y a objetos (Mana,[18] y finalmente por todas las creaciones mediante las cuales el ilimitado narcisismo de ese período evolutivo se defendía contra la innegable fuerza de la realidad. Parece que en el curso de nuestro desarrollo individual todos hemos pasado por una fase correspondiente a este animismo de los primitivos, que en ninguno de nosotros esa fase ha transcurrido sin dejar restos y trazas capaces de manifestarse en cualquier momento, y que cuanto hoy nos parece «siniestro» llena la condición de evocar esos restos de una actividad psíquica animista, estimulándolos a manifestarse.[19]

Será oportuno enunciar aquí dos formulaciones en las cuales quisiera condensar lo esencial de nuestro pequeño estudio. Ante todo: si la teoría psicoanalítica tiene razón al afirmar que todo afecto de un impulso emocional, cualquiera que sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia, entonces es preciso que entre las formas de lo angustioso exista un grupo en el cual se pueda reconocer que esto, lo angustioso, es algo reprimido que retorna. Esta forma de la angustia sería precisamente lo siniestro, siendo entonces indiferente si ya tenía en su origen ese carácter angustioso, o si fue portado por otro tono afectivo. En segundo lugar, si ésta es realmente la esencia de lo siniestro, entonces comprenderemos que el lenguaje corriente pase insensiblemente de lo «Heimlich» a su contrario, lo «Unheimlich», pues esto último, lo siniestro, no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión. Y este vínculo con la represión nos ilumina ahora la definición de Schelling, según la cual lo siniestro sería algo que, debiendo haber quedado oculto, se ha manifestado.

Sólo nos resta aplicar el conocimiento que así hemos adquirido a la explicación de otros ejemplos de lo siniestro.

Muchas personas consideran siniestro en grado sumo cuanto está relacionado con la muerte, con cadáveres, con la aparición de los muertos, los espíritus y los espectros. Hemos visto que varias lenguas modernas ni siquiera pueden reproducir nuestra expresión; ein unheimliches Haus («Una casa siniestra»), sino mediante la circunlocución: «una casa encantada» (habitada por fantasmas). En realidad, debíamos haber comenzado nuestras investigaciones con este ejemplo de lo siniestro, quizá el más notable de todos, pero no lo hicimos porque aquí lo siniestro se mezcla excesivamente con lo espeluznante, y en parte coincide con ello. Pero difícilmente haya otro dominio en el cual nuestras ideas y nuestros sentimientos se han modificado tan poco desde los tiempos primitivos, en el cual lo arcaico se ha conservado tan incólume bajo un ligero barniz, como en el de nuestras relaciones con la muerte. Dos factores explican esta detención del desarrollo: la fuerza de nuestras reacciones afectivas primarias y la incertidumbre de nuestro conocimiento científico. La biología aún no ha logrado determinar si la muerte es el destino ineludible de todo ser viviente o si sólo es un azar constante, pero quizá evitable, en la vida misma. El axioma de que todos los hombres son mortales aparece, es verdad, en los textos de lógica, como ejemplo por excelencia de un aserto general, pero no convence a nadie, y nuestro inconsciente sigue resistiéndose, hoy como antes, a asimilar la idea de nuestra propia mortalidad. Las religiones siguen negándole importancia, aun hoy, al hecho incontrovertible de la muerte individual, haciendo continuar la existencia más allá del fin de la vida; los poderes del Estado consideran imposible mantener el orden moral entre los mortales, sin echar mano al recurso de corregir la vida terrena con un más allá mejor; en las carteleras de nuestras ciudades se anuncian conferencias destinadas a enseñar cómo ponerse en relación con las almas de los difuntos, y es innegable que muchos de nuestros mejores espíritus y de nuestros pensadores más sutiles entre los hombres de ciencia han creído, especialmente hacia el fin de su propia vida, que no son escasas las posibilidades de semejante comunicación. Dado que casi todos seguimos pensando al respecto igual que los salvajes, no nos extrañe que el primitivo temor ante los muertos conserve su poder entre nosotros y esté presto a manifestarse frente a cualquier cosa que lo evoque. Aún es probable que mantenga su viejo sentido: el de que los muertos se tornan enemigos del sobreviviente y se proponen llevarlo consigo para estar acompañados en su nueva existencia. Frente a esta inmutable actitud nuestra ante la muerte podríamos preguntarnos más bien dónde ha ido a parar la represión, condición necesaria para que lo primitivo pueda retornar como algo siniestro. Pero no nos preocupemos: existe, en efecto, en nuestro ejemplo, pues oficialmente las personas que se consideran cultas ya no creen que los difuntos puedan aparecer como espíritus; han supeditado su aparición a condiciones remotas y raramente realizadas, y la actitud afectiva frente al muerto, primitivamente muy equívoca, ambivalente, se ha atenuado en los niveles más altos de la vida psíquica, hasta convertirse en el sentimiento unívoco de la piedad.[20]

Sólo será preciso que agreguemos unos pocos complementos, pues con el animismo, la magia y los encantamientos, la omnipotencia del pensamiento, las actitudes frente a la muerte, las repeticiones no intencionales y el complejo de castración, casi hemos agotado el conjunto de los factores que transforman lo angustioso en siniestro.

También puede decirse de un ser viviente que es siniestro cuando se le atribuyen intenciones malévolas. Pero tal circunstancia no basta, pues es preciso agregar que éstas, sus intenciones, se realicen para perjudicarnos con la ayuda de fuerzas particulares. El «gettatore» es un buen ejemplo. Se trata de un siniestro personaje de la superstición romana que Albert Schäffer, en su libro Josef Montfort, ha transformado, con intuición poética y con profunda inteligencia psicoanalítica, en una figura simpática. Pero estas fuerzas secretas nos llevan de nuevo al terreno del animismo. El presentimiento de tales fuerzas misteriosas es el que hace parecerle a la pía Margarita tan siniestra la figura de Mefistófeles:

Ella sospecha que yo debo ser un genio.

Quizá aun el mismo Diablo.

El carácter siniestro de la epilepsia y de la demencia tiene idéntico origen. El profano ve en ellas la manifestación de fuerzas que no sospechaba en el prójimo, pero cuya existencia alcanza a presentir oscuramente en los rincones recónditos de su propia personalidad. Con gran consecuencia —casi correctamente desde el punto de vista psicológico— la Edad Media atribuía todas estas manifestaciones mórbidas a la influencia de los demonios. Hasta no me asombraría si me enterara de que el psicoanálisis, que se ocupa con la revelación de tales fuerzas secretas, se convirtiese por ello en algo siniestro a los ojos de muchas gentes. En un caso en que llegué a curar, aunque lentamente, a una joven paralítica desde hacía muchos años, se lo oí decir a la propia madre, largo tiempo después que se había restablecido su hija.

Los miembros separados, una cabeza cortada, una mano desprendida del brazo, como aparece en un cuento de Hauff, pies que danzan solos, como en el mencionado libro de A. Schäffer: son cosas que tienen algo sumamente siniestro, especialmente si, como en el último ejemplo mencionado, conservan actividad independiente. Ya sabemos que este carácter siniestro se debe a su relación con el complejo de castración. Muchos otorgarían la corona de lo siniestro a la idea de ser enterrados vivos en estado de catalepsia, pero el psicoanálisis nos ha enseñado que esta terrible fantasía sólo es la transformación de otra que en su origen nada tuvo de espantoso, sino que, por el contrario, se apoyaba en cierta voluptuosidad: la fantasía de vivir en el vientre materno.

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Aunque en rigor ya se encuentra incluida en nuestras precedentes afirmaciones sobre el animismo y los mecanismos superados del aparato psíquico, agregaremos aquí una observación general que nos parece digna de ser destacada: la de que lo siniestro se da, frecuente y fácilmente, cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real; cuando un símbolo asume el lugar y la importancia de lo simbolizado, y así sucesivamente. A ello se debe también gran parte del carácter siniestro que tienen las prácticas de la magia. Lo que en ellas hay de infantil, lo que también domina la vida psíquica de los neuróticos, es la exageración de la realidad psíquica frente a la material, tendencia esta que también concierne a la omnipotencia de las ideas. En medio del bloqueo impuesto por la guerra mundial llegó a mis manos un número de la revista inglesa Strand, en la cual, entre otras lucubraciones bastante superfluas, hallé la historia de una joven pareja que se instala en una vivienda amueblada donde se encuentra una mesa de forma extraña, con cocodrilos tallados en madera. Hacia el anochecer se difunde por la habitación un hedor insoportable y característico, se tropieza en la oscuridad con alguna cosa, se cree ver algo indefinible que escapa por la escalera: en suma, se trata de hacernos suponer que a causa de la presencia de esa mesa la casa está asolada por fantasmagóricos cocodrilos, o que en la oscuridad los monstruos de madera adquieren vida, o que sucede alguna cosa similar. El cuento era bastante tonto, pero el efecto siniestro había sido logrado magistralmente.

Para poner broche final a esta serie de ejemplos, aun harto incompleta, mencionaremos una observación que nos ha suministrado la labor psicoanalítica y que, si no reposa sobre una coincidencia fortuita, nos ofrecerá la más rotunda confirmación de nuestro concepto sobre lo siniestro. Sucede con frecuencia que hombres neuróticos declaran que los genitales femeninos son para ellos un tanto siniestros. Pero esa cosa siniestra es la puerta de entrada a una vieja morada de la criatura humana, al lugar en el cual cada uno de nosotros estuvo alojado alguna vez, la primera vez. Se suele decir jocosamente Liebe ist Heimweh («amor es nostalgia»), y cuando alguien sueña con una localidad o con un paisaje, pensando en el sueño: «esto lo conozco, aquí ya estuve alguna vez», entonces la interpretación onírica está autorizada a reemplazar ese lugar por los genitales o por el vientre de la madre. De modo que también en este caso lo unheimlich es lo que otrora fue heimisch, lo hogareño, lo familiar desde mucho tiempo atrás. El prefijo negativo «un-» («in-»), antepuesto a esta palabra, es, en cambio, el signo de la represión.