5

Gerard estaba de pie en medio del salón de su casa, maldiciendo en silencio a la multitud allí reunida. Las horas diurnas eran las únicas que podía pasar con Pel para intentar mejorar su compenetración. Sabía que aquella misma noche, ella iba a deleitar a todos los presentes con su belleza y su personalidad.

Isabel era una criatura muy sociable, a la que gustaba pasar el tiempo en compañía de los demás y, hasta que él tuviese la ropa apropiada, no podía acompañarla. Así que había decidido aprovechar al máximo los momentos que pasaba con ella e iba a proponerle llevarla de picnic. Pero entonces empezó a llegar gente. Su hogar se llenó de visitas de curiosos que querían verlo a él y presenciar el estado de su escandaloso matrimonio.

Resignado, observó cómo su esposa servía el té a las mujeres presentes. Estaba sentada en medio del sofá, rodeada de rubias y morenas que palidecían al lado de su melena de color caoba. Llevaba un vestido de cintura alta de color crema, un tono que combinaba a la perfección con su piel pálida y su cabello radiante. En aquel salón, decorado con telas de damasco azul, Isabel estaba en su elemento y Gerard supo que, al margen de los motivos que lo habían llevado a contraer matrimonio con ella, Pel había sido una excelente elección.

Era encantadora y muy bien educada. Para encontrarla, le bastaba con seguir el sonido de las risas. La gente siempre estaba contenta cuando ella se hallaba cerca.

Como si hubiese notado que la estaba mirando, Pel levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Un ligero rubor se extendió por su escote hasta alcanzarle las mejillas. Gerard le guiñó un ojo y le sonrió, sólo para que ella se sonrojase más.

¿Cómo se le había pasado por alto hasta qué punto Isabel destacaba por encima del resto de las mujeres?

Ahora le resultaba imposible no darse cuenta. Le bastaba con estar en la misma habitación para que le hirviese la sangre, una sensación que había creído que no volvería a sentir nunca. Ella intentaba mantener las distancias e iba pasando de una habitación a otra, pero él la seguía porque necesitaba avivar la llama que ardía siempre que la tenía cerca.

—Es muy guapa, ¿no cree?

Gerard se volvió hacia la mujer que tenía al lado.

—Sí lo es, excelencia. —Sonrió al ver a la madre de Pel, una mujer de famosa belleza. Estaba claro que su esposa iba a envejecer bien—. Se parece a su madre.

—Guapo y encantador… —murmuró lady Sandforth devolviéndole la sonrisa—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse esta vez?

—El mismo que se quede mi esposa.

—Interesante. —La duquesa arqueó una ceja—. ¿Me permite el atrevimiento de preguntarle qué le ha hecho cambiar de opinión?

—¿No cree que basta con que ella sea mi esposa?

—Los hombres desean a sus mujeres al principio del matrimonio, milord. No cuatro años más tarde.

Gerard se rió.

—Soy un poco lento, pero creo que ahora empiezo a coger el ritmo.

Un movimiento le llamó la atención y, al volver la cabeza, descubrió a Bartley en la puerta. Se tomó unos segundos para pensar cómo debía reaccionar. Años atrás habían sido amigos, pero sólo a un nivel superficial. Gerard se disculpó y fue en busca del barón, al que dio la bienvenida con una sonrisa sincera.

—Bartley, tienes buen aspecto.

Y lo tenía, había perdido gran parte de los kilos que solían acumulársele en la cintura.

—No tanto como tú, Gray —contestó el otro—. Aunque deja que te diga que tienes el torso de un campesino. ¿Acaso has estado cultivando los campos? —Se rió.

—De vez en cuando. —Gerard señaló el pasillo que conducía a la escalera—. Ven. Fúmate un puro conmigo y cuéntame en qué líos te has metido durante mi ausencia.

—Antes de nada, te he traído un regalo.

—¿Un regalo? —Gerard levantó ambas cejas.

El rubicundo rostro de Bartley se aligeró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sí. Dado que acabas de volver y que todavía tienes que retomar tu agenda social, he supuesto que estarías un poco, ¿cómo decirlo… solo? —Señaló hacia la puerta principal con la cabeza.

Picado por la curiosidad, Gerard miró hacia donde Bartley señalaba y se topó con Barbara, lady Stanhope. La dama tenía unos labios tan carnosos que sólo podían definirse como pecaminosos. Gerard recordaba su sonrisa, cómo lo había excitado y lo había llevado a tener una aventura con la propietaria de aquella boca durante nueve meses.

A Barbara le gustaba follar de manera escandalosa y sudorosa.

Gerard se acercó a saludarla y le dio el beso de rigor en los nudillos. Ella le arañó la palma de la mano con deliberada sensualidad.

—Grayson —dijo, con una voz infantil nada acorde con su predisposición. Antes, eso también lo había excitado; oír aquella voz angelical mientras se tiraba su cuerpo lujurioso—. Estás divino, al menos lo parece con la ropa puesta.

—Tú también tienes buen aspecto, Barbara, aunque seguro que ya lo sabes.

—Cuando oí que habías vuelto, decidí venir a verte en seguida. No quería que otra se me adelantase.

—No tendrías que haber venido a mi casa —la riñó él.

—Lo sé, cariño, y en seguida me voy. Pero he pensado que tendría más posibilidades de que volvieses conmigo si me veías en persona. Una nota es algo muy impersonal y no es tan divertido como tocarte. —Sus ojos, verdes como el jade e igual de bonitos que la piedra preciosa, brillaron divertidos—. Me gustaría que volviésemos a ser amigos, Gray.

Él arqueó una ceja y esbozó una sonrisa indulgente.

—Es una oferta muy generosa, Barbara, pero debo rechazarla.

Ella levantó una mano y se la pasó a él por el estómago con un ronroneo.

—He oído rumores acerca de que lady Grayson y tú os vais a reconciliar.

—Nunca hemos necesitado reconciliarnos —la corrigió él, dando un paso hacia atrás para apartarse.

La mujer le puso morritos.

—Espero que lo reconsideres. He reservado una habitación en nuestro hotel preferido. Estaré allí durante los próximos tres días. —Le lanzó un beso a Bartley y luego volvió a mirarlo a él—. Espero verte allí, Grayson.

—Yo que tú esperaría sentada —contestó, mientras le hacía una reverencia.

En cuanto el lacayo cerró la puerta tras la voluptuosa invitada, Bartley se acercó a Grayson.

—Puedes agradecérmelo con una copa de brandy y un habano.

—Nunca he requerido de tus servicios para esta clase de menesteres —replicó él, serio.

—Sí, sí, lo sé. Pero acabas de llegar y quería ahorrarte el trabajo. No hace falta que te quedes con ella cuando acabes.

Gerard negó resignado con la cabeza y alejó al barón de la puerta principal para llevarlo a su despacho.

—¿Sabes qué, Bartley? Creo que nunca vas a reformarte.

—¿Reformarme yo? —preguntó el otro, horrorizado—. Dios santo, espero que no. Sería desastroso.

Eran casi las seis cuando la casa quedó por fin libre de visitantes. Isabel estaba de pie en el vestíbulo, con Grayson a su lado, viendo partir a los últimos y no pudo contener un suspiro de alivio.

Se había pasado el día entero sintiéndose muy desgraciada y apretando los dientes. Estaba convencida de que todas las antiguas amantes de Grayson habían ido a saludarlo. Al menos las que pertenecían a la nobleza y sabían que ella no podía ponerlas de patitas en la calle. Y Gray había sido encantador y simpático con ellas, consiguiendo que todas volviesen a enamorarse de él.

—Bueno, ha sido agotador —dijo—. A pesar de que eres un canalla, al parecer sigues siendo popular. —Dio media vuelta y subió la escalera—. Claro que la mayoría de las visitas que hemos tenido han sido mujeres.

«Mujeres jóvenes».

La suave risa de Gray fue ligeramente engreída.

—Bueno, eres tú la que quiere que encuentre una amante —le recordó.

Isabel lo miró de reojo y vio que los sensuales labios de él reprimían una sonrisa. Bufó por la nariz.

—Han sido todas unas desvergonzadas. ¡Mira que venir a babear delante de ti en mi propia casa…!

—Quizá preferirías que diese hora para entrevistas —sugirió Grayson.

Ella se detuvo de repente en el penúltimo escalón y, con los brazos en jarras, lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué estás intentando provocarme?

—Cariño, odio tener que ser yo quien te lo diga, pero ya estabas provocada. —Esbozó la sonrisa que había estado reprimiendo y, al verla, Isabel tuvo que sujetarse de la barandilla para no caerse—. Tengo que reconocer que me reconforta ver que estás celosa.

—No estoy celosa. —Subió el último escalón y giró hacia el pasillo—. Lo único que pido es un poco de respeto en mi propia casa. Y hace tiempo que aprendí que un hombre que provoca celos a su esposa no vale la pena.

—Estoy de acuerdo.

Las suaves palabras de él dándole la razón la sorprendieron y se detuvo antes de llegar a la puerta.

—Espero que tengas presente, Pel —murmuró Gray—, que a mí me ha gustado tan poco como a ti recibir esas visitas.

—Mentiroso. Te encanta ver que las mujeres te adoran. A todos los hombres os gusta.

«No es propio de un marido serle fiel a su esposa, en especial si el marido es guapo y encantador», le había dicho su madre e Isabel lo sabía también por propia experiencia.

Claro que Gray nunca le había mentido. Él nunca le había prometido serle fiel, lo único que había dicho era que sería un buen amante y eso ella no lo ponía en duda.

—La única mujer que me gusta que me adore es una marquesa temperamental que tiene un tocador decorado con retales de seda. —Gray se acercó a su lado y colocó la mano en el picaporte, rozándole el lateral del pecho con el brazo—. ¿Qué te pasa, Isabel? —le preguntó, con los labios pegados a su oído—. ¿Dónde está esa sonrisa que tanto ansío?

—Estoy intentando ser agradable, Gray.

Isabel odiaba estar de mal humor. No era propio de su carácter.

—Yo tenía otros planes para hoy.

—¿Ah, sí? —No sabía por qué le molestaba que él hubiese planeado algo distinto, algo que sin duda no la incluía a ella.

—Sí. —Le lamió la curva de la oreja y sus anchos hombros impidieron que Isabel viese más allá de éstos—. Quería pasar el día cortejándote, enseñándote lo encantador que puedo llegar a ser.

Ella lo empujó por el pecho para disimular el temblor que le habían causado sus palabras. Gray se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el marco de la puerta, rodeándola con su cuerpo y su olor. Un mechón de pelo negro le cayó sobre la frente, dándole un aspecto relajado que lo hizo parecer mucho más joven de sus veintiséis años.

—Sé de sobra lo encantador que puedes ser.

Y apasionado. Isabel se estremeció al recordar lo que había sentido cuando la abrazó y la besó en el cuello.

—¿Tienes frío? —le preguntó él en voz baja e íntima, con los ojos medio cerrados—. ¿Quieres que te haga entrar en calor?

—Si te soy sincera —susurró ella, colocándole las manos encima de los hombros y consiguiendo hacerlo estremecer—, ahora mismo tengo mucho calor.

—Yo también. Quédate conmigo esta noche.

Isabel negó con la cabeza.

—Tengo que salir.

Dio un paso atrás y entró en su dormitorio convencida de que él la seguiría. Pero no lo hizo.

—Muy bien. —Gray suspiró y se pasó una mano por el pelo—. ¿Cenarás en tu habitación?

—Sí.

—Yo tengo algunos asuntos que atender, pero volveré a tiempo para ver cómo te arreglas. Espero que no tengas ninguna objeción. Uno tiene que aprovechar los pocos placeres de que dispone.

—No, ninguna.

Isabel empezaba a darse cuenta de que sólo con pensar que Gray pudiese encontrar placer en algún otro lado se ponía enferma.

—Entonces nos veremos más tarde.

Cerró la puerta y ella se quedó mirándola durante mucho rato después.

En las horas siguientes, Isabel se bañó y cenó ligeramente. En circunstancias normales, habría chismorreado con Mary mientras se arreglaba. Los sirvientes siempre estaban al corriente de los chismes más jugosos y a ella le gustaba estar al día. Sin embargo, en esa ocasión se quedó callada. Tenía la mente ocupada con lo que había sucedido esa tarde.

Sabía que algunas de las mujeres que habían ido a su casa habían conocido íntimamente a su esposo. A lo largo de los últimos cuatro años, había coincidido en múltiples ocasiones con esas mismas mujeres y nunca le había dado importancia al asunto. En cambio ahora le molestaba tanto que no podía dejar de pensar en ello.

Y lo peor de todo era que habían aparecido mujeres nuevas, mujeres que no estaban en el pasado de Gray, pero que querían estar en su futuro. Mujeres que le habían guiñado un ojo, tocado el brazo y que le habían sonreído provocativamente.

Y todas ellas estaban convencidas de que a Isabel no iba a importarle.

¿Y por qué le importaba? Ella tenía a Hargreaves y antes le había dado completamente igual. Pero la verdad era que ahora no era así. Sólo de pensar que una de esas mujeres compartiría pronto la cama con Gray, le hervía la sangre. A pesar de que únicamente llevaba la camisola y el medio corsé, estaba tan furiosa y frustrada que se moría de calor.

Cerró los ojos mientras su doncella la peinaba y le hacía un recogido con algunos mechones sueltos alrededor de la cara. Sonó un leve golpe en la puerta, que se abrió sin esperar respuesta. El atrevimiento de por sí ya le resultó perturbador, pero lo que más la preocupó fue el lugar desde donde llamaron. Cuando Isabel abrió los ojos, vio que Grayson entraba por la puerta que comunicaba ambos dormitorios.

—¿Qué…? —masculló.

Él respiró hondo y se dejó caer en la butaca preferida de ella.

—Quitas el aliento —dijo, como si fuese lo más normal del mundo que entrase desde el otro dormitorio—. O, mejor dicho, das ganas de quitarte el aliento. ¿Esa frase existe, Pel? Si no, tendría que existir y tendrían que colocar un retrato tuyo al lado para explicarla.

Después de casarse, Grayson se había instalado en una habitación al final del pasillo, justo en la esquina opuesta a la de ella. Isabel a menudo se había ofrecido a quedarse en los aposentos de la zona de invitados, dado que aquella casa le pertenecía a él y que su matrimonio era una farsa, pero Gray le recordó que ella pasaba más tiempo en casa, cosa que era cierta. Isabel dormía en su cama cada noche, mientras que Gray podía pasar días sin meterse en la suya.

Al recordar eso, su humor empeoró.

—¿Qué estabas haciendo ahí?

—Lo que me apetecía. ¿Por qué? —le preguntó él, con tono inocente.

—Ahí no hay nada excepto muebles.

—Todo lo contrario —contestó con voz ronca—. La mayoría de mis pertenencias están en esa habitación. Al menos las que uso a diario.

Isabel apretó con fuerza el mueble de tocador. Pensar en Gray durmiendo a escasos metros de ella, sólo con una puerta entre los dos, le resultó excitante. Se imaginó el cuerpo desnudo de su esposo tal como lo había visto en la sastrería. Se preguntó si dormiría boca abajo, rodeando la almohada con aquellos brazos tan fuertes, con el trasero desnudo y a la vista. ¿O tal vez dormía boca arriba? Isabel tenía grabada en su mente la forma de su miembro. La dureza y la fuerza del mismo… Desnudo… El cuerpo de Gray dormido… Enredado con las sábanas…

Oh, Dios…

Tragó saliva y dejó de mirarlo antes de que él se diese cuenta de lo que estaba pensando.

—Bartley ha heredado una gallina.

—¿Qué has dicho?

Lo miró. Igual que la noche anterior, iba vestido sólo con una camisa con las mangas remangadas y pantalones. Resultaba muy tentador y estaba segura de que él lo sabía.

Tarde o temprano tendrían que discutir lo del cambio de habitación, pero Isabel no se veía capaz de tener aquella conversación en ese momento. Esa noche ya iba a tener que discutir con Hargreaves.

—La tía de Bartley era una excéntrica —contestó Gray, mientras se tumbaba—. Tenía una gallina como mascota. La última vez que él la visitó, vio que la mujer estaba tan contenta con ese animal que le dijo que era la gallina más guapa que había visto nunca.

—¿Guapa? —A Isabel le temblaron los labios de risa.

—Sí. —No pudo evitar notar la diversión que impregnaba la voz de él—. Ahora su tía ha muerto y en su herencia…

—Le ha dejado a Bartley la gallina.

—Sí. —Los sonrientes ojos de Grayson buscaron los de ella en el espejo cuando Isabel se puso en pie para ponerse el vestido—. No, no te rías, Pel. Es un tema muy serio.

La doncella sí se rió.

—Sí, por supuesto —contestó Isabel muy seria, intentando contenerse.

—El pobre animal está loco por Bartley. Aunque, claro, las gallinas tienen el cerebro del tamaño de un guisante.

—¡Gray! —exclamó Isabel, riéndose por fin.

—Al parecer, Bartley ya no puede salir a su jardín, porque, en cuanto pone un pie fuera, la gallina corre a buscarlo. —Se puso en pie de un salto y extendió los brazos—. Corre hacia él con las alas abiertas de felicidad y le salta a los brazos como si fuese su enamorada.

Tanto ella como la doncella se rieron a carcajadas.

—¡Te lo estás inventando!

—No. Reconozco que tengo mucha imaginación —contestó él, acercándose—, pero ni siquiera yo podría imaginarme a una fémina loca por Bartley, ni ovípara ni humana. —Le sonrió a la doncella y añadió—: Yo me ocuparé del resto.

Mary hizo una reverencia y se fue.

La sonrisa de Isabel se desvaneció en cuanto él se detuvo a su espalda y empezó a recorrerle la columna vertebral. Ella contuvo la respiración para ver si así conseguía no olerlo.

—Nos estábamos llevando tan bien, Gray —se quejó—. Por un segundo he pensado que volvíamos a ser amigos. ¿Por qué tienes que echarlo a perder y recordarme que sentimos esta maldita atracción?

Los dedos de Gray se deslizaron por encima de la camisola que la cubría.

—Tienes el vello de punta. No te imaginas lo difícil que es para un hombre estar tan cerca de la mujer que desea, sabiendo que ella también lo desea a él, y no poder hacer nada.

—Amigos —insistió ella, sorprendiéndose de que su voz sonase tan firme—. Es la única alternativa que tenemos si queremos que nuestro matrimonio funcione.

—Puedo ser tu amigo y también tu amante.

Le dio un beso ardiente con los labios abiertos en el hombro.

—¿Y qué pasará con nosotros cuando ya no seamos amantes?

Grayson la rodeó con los brazos por la cintura y le apoyó el mentón en el hombro para mirar el reflejo de ambos en el espejo. Él era mucho más alto y tenía que agacharse, lo que hacía que la rodease por completo.

—¿Cómo que qué pasará? ¿Qué quieres que te diga, Pel? ¿Que siempre seremos amantes?

Le tiró del corpiño y tocó sus senos con cuidado. Empezó a mover las caderas contra las nalgas de ella. La prueba de su deseo era innegable e Isabel notó que el calor se extendía por todo su cuerpo. Se moría de ganas de acostarse con él, Gray la había excitado una y otra vez con su seducción, así que cerró los ojos y dejó escapar un gemido.

—Míranos —le pidió él—. Abre los ojos y mira lo excitados que estamos, lo mucho que nos necesitamos. —Le capturó un pezón con sus ágiles y fuertes dedos—. Sé que podría hacer que te corrieras así, medio vestida. ¿Te gustaría correrte, Pel? —Le lamió la piel cubierta de sudor—. Seguro que te gustaría.

Ella, temerosa de verse en sus brazos, negó con la cabeza.

Gray se movió y colocó las caderas de manera que su miembro la acariciase arriba y abajo, hasta que ella gimió desesperada. Él siguió tocándole los pezones, estirándoselos, pellizcándolos, haciéndola suspirar de placer.

Pel notaba todos y cada uno de los movimientos de sus dedos como si estuviese tocándola entre las piernas y su sexo se moría de hambre por el de él.

—No sé si siempre seremos amantes —dijo Gray con voz ronca, haciendo que los pezones de ella se excitasen todavía más. Él gimió—. Pero puedo asegurarte que, aunque pase a desearte la mitad de lo que te deseo ahora, seguiré haciéndolo desesperadamente.

Pero Isabel sabía que terminaría deseando a otra. Incluso estando enamorado había sido incapaz de serle fiel a su amada. A pesar de saber eso, arqueó la espalda, mientras con los pechos buscaba las manos de él y con las nalgas, su dura erección.

Gray gimió desde lo más profundo de la garganta.

—Quédate en casa conmigo —le dijo.

La tentación era prácticamente irresistible. Isabel quería empujarlo al suelo, sentarse encima de su miembro y dar rienda suelta a su anhelo.

—No te deseé ni una sola vez —gimió ella, moviéndose entre sus brazos con el cuerpo completamente tenso. Estaba loca de deseo, a punto de echar por la borda todo lo que le importaba y de acostarse con Gray. Pero una parte de su sentido común se negó a callarse—. No te miré ni una sola vez y ni se me pasó por la cabeza acostarme contigo.

Y ahora no podía dejar de pensar en eso.

Se obligó a abrir los ojos y se miró en el espejo. Vio que su cuerpo se movía lujurioso, prisionero entre las expertas manos de él y su poderoso torso. En ese instante se odió a sí misma, se odió porque vio a la chica de hacía una década, una joven seducida por el deseo que había logrado despertarle el placer proporcionado por un hombre.

Gray apretó los brazos y la atrajo contra su pecho. Su boca, cálida y húmeda, se deslizó por el cuello y el hombro de ella.

—Dios, quiero follarte —dijo excitado, pellizcándola con los dedos—. Tengo tantas ganas que cuando lo haga te partiré por la mitad.

La crudeza de su lenguaje fue más de lo que Isabel pudo soportar y, con un grito de placer, alcanzó el orgasmo. Su sexo tembló con tanta fuerza que se le doblaron las rodillas. Gray la mantuvo erguida, sujetándola con su cuerpo firme e inamovible.

Con la respiración entrecortada, Isabel apartó la mirada del espejo y con los ojos buscó el retrato de Pelham. Miró aquellos ojos oscuros que la habían empujado a la sexualidad más decadente y se obligó a acordarse de todas y cada una de las amantes de él. Recordó todas las ocasiones en que había tenido que sentarse delante de ellas en algún evento social, o que había olido su perfume en la piel de su marido. Pensó en todas las mujeres que habían estado ese mismo día en su casa, sonriendo a Gray seductoras, y se le revolvió el estómago con tanta virulencia que su deseo se apagó al instante.

—Suéltame —le dijo con voz firme y decidida. Irguió la espalda e intentó apartarse.

Él se tensó detrás de ella.

—Mira cómo respiras y lo rápido que te late el corazón. Tú me deseas tanto como yo a ti.

—No. —Isabel estuvo cerca de tener un ataque de pánico y no paró hasta que él la soltó con una maldición. Luego dio media vuelta y se le acercó con los puños cerrados, ansiosa por convertir el deseo en una pelea—. Mantente alejado de mí. Vuelve a instalarte en tu antigua habitación. Déjame en paz.

—¿Qué diablos te pasa? —Gray se pasó ambas manos por el cabello—. No te entiendo.

—No quiero tener relaciones sexuales contigo. Te lo he dicho muchas veces.

—¿Por qué no? —preguntó enfadado, paseando de un lado a otro del dormitorio.

—No insistas más, Grayson. Si continúas abusando de mí, tendré que irme.

—¿Abusando de ti? —La señaló con un dedo. Estaba frustrado y todo el cuerpo le temblaba a causa de la tensión acumulada—. Tenemos que resolver esto de una vez por todas. Esta misma noche.

Ella levantó el mentón y se subió el corsé para taparse los pechos, sin dejar de temblar.

—Esta noche tengo otros planes. Ya te lo he dicho.

—No puedes salir así —le dijo él, furioso—. Mírate. Estás temblando como una hoja de la necesidad que tienes de echar un polvo.

—Eso no es asunto tuyo.

—Maldita sea si no lo es.

—Gray…

Él entrecerró los ojos peligrosamente.

—No metas a Hargreaves en esto, Isabel. No acudas a él para que apague el fuego que yo he avivado.

Ella lo miró atónita.

—¿Me estás amenazando?

—No y lo sabes perfectamente. Pero te prometo que si vas a verlo a él para que sacie el deseo que yo te he creado, lo retaré a un duelo por la mañana.

—No puedo creerme lo que está pasando.

Él levantó las manos abatido.

—Yo tampoco. Estás aquí de pie, muerta de deseo por mí. Y yo estoy aquí, muriéndome de ganas de follarte hasta que ninguno de los podamos caminar. ¿Dónde está el problema, Pel? ¿Puedes explicármelo?

—¡No quiero echar a perder nuestro matrimonio!

Gray respiró hondo para intentar calmarse.

—Creo que tengo la obligación de recordarte, querida esposa, que, por definición, el matrimonio incluye el sexo. Entre los cónyuges. No con terceras personas.

—El nuestro no —replicó ella—. Tú y yo teníamos un acuerdo. Tienes que buscarte a otra.

—¡Ese maldito acuerdo! Dios, Pel. Las cosas han cambiado.

Dio un paso hacia ella con los brazos abiertos y la mandíbula apretada.

Isabel corrió al escritorio y colocó el mueble entre los dos. Si Gray la tocaba, se derrumbaría.

Él se detuvo y la miró fijamente.

—Como desees —soltó furioso—. Pero que conste que esto no es lo que quieres de verdad. Te he observado durante todo el día, he visto cómo mirabas a esas mujeres que han venido a visitarnos. La verdad es que, a pesar del misterioso motivo por el que no quieres acostarte conmigo, tampoco quieres que me acueste con otra. —Le hizo una reverencia—. Pero tus deseos son órdenes para mí. Tarde o temprano te darás cuenta del error que has cometido.

Y se fue antes de que Isabel pudiese reaccionar. Y, aunque se arrepintió de todo lo que le había dicho, no corrió tras él para detenerlo y pedirle que no se marchara.