11
—¿Qué he hecho?
Aunque Gerard oyó la pregunta susurrada por Pel, mantuvo los ojos cerrados y se fingió dormido. La cabeza de ella descansaba en su brazo y tenía la curva de las nalgas presionada contra su cadera. El aire que los rodeaba olía a sexo y a flores exóticas, lo que para él era como estar en el cielo.
Pero era evidente que para su esposa no.
Isabel suspiró desolada y presionó los labios contra la piel de Gray. La necesidad que sintió él de abrazarla fue casi insoportable, pero logró resistirla. De algún modo, tenía que resolver el misterio que era Pel. Seguro que en algún lugar estaba la llave para abrir su corazón, lo único que tenía que hacer era encontrarla.
Había intentado negociar con él para que le fuese fiel… Porque eso era lo que Isabel había hecho. Gerard se sentía halagado y emocionado, pero por encima de todo, sentía curiosidad por saber los motivos que la habían empujado a hacerlo. ¿Por qué no le había pedido directamente que no la engañase? ¿Por qué había llegado al extremo de decirle que lo abandonaría si lo hacía?
Hasta entonces, él no sabía lo que era serle fiel a una mujer. A veces, sus necesidades eran muy intensas, como le había sucedido ese mismo día y, aunque era cierto que había mujeres que servían para esos menesteres, también lo era que otras, como su esposa, estaban hechas para que se les hiciera el amor.
No le hacía falta abrir los ojos para saber que en el fragor del encuentro sus dedos habían dejado marcas en el cuerpo de Isabel. Si la sometía a ese trato demasiado a menudo, seguro que ella terminaría por tenerle miedo y eso sí que no podría soportarlo.
Pero por el momento Pel era suya y le había prometido que se quedaría en su cama, con lo que había ganado algo de tiempo para investigar. Gerard necesitaba saber más cosas sobre su esposa para ver si así lograba entenderla. Porque, si la entendía, sabría hacerla feliz. O eso esperaba.
Aguardó a que ella se durmiese antes de salir de la cama. Aunque quería quedarse con ella, tenía que ir en busca de Spencer e intentar explicarse. Quizá su hermano lo entendiera o quizá no, pero él no podía permitir que la situación entre los dos siguiese como estaba.
Soltó el aliento. Todavía estaba acostumbrándose a eso de tener temperamento. Cuatro años atrás, nada le había importado lo suficiente como para hacerlo enfadar.
Al pasar por delante de un espejo de cuerpo entero, Gerard se fijó en su reflejo y se detuvo. Se plantó delante y vio que tenía la marca de un mordisco en el pecho. Se miró la espalda y observó que estaba llena de arañazos, igual que un costado. Justo encima de los glúteos le estaban apareciendo unos morados: las marcas de los talones de Isabel cuando le pidió que le diese más.
—Vaya —suspiró, con los ojos abiertos como platos.
Él había salido tan mal parado del encuentro como ella. Pel no era una amante pasiva. Había encontrado a una mujer que estaba a su misma altura.
Una sensación maravillosa se instaló en su pecho y de repente se echó a reír.
—Eres una criatura de lo más extraña —dijo una voz soñolienta a su espalda—. Cuando te veo desnudo, a mí no me entran ganas de reírme.
Gerard notó que se le calentaba la piel. Volvió a la cama y, al hacerlo, no pudo evitar fijarse en la marca que habían dejado sus dientes en el cuello de Pel. Se le aceleró la sangre al verlo. Él era un animal primitivo, pero al menos era consciente de ello.
—¿Y de qué te entran ganas?
Ella se incorporó hasta sentarse. Despeinada y sonrojada, parecía una mujer a la que acabaran de poseer, y tendría ese mismo aspecto durante el resto de la noche.
—De morderte el trasero. Tienes un culo divino.
—¿Morderme? —Parpadeó atónito—. ¿El trasero?
—Sí.
Isabel se colocó la sábana bajo los brazos y, al mirarla a los ojos, Gerard no vio en ellos ningún rastro de humor, lo que le habría indicado que no hablaba en serio.
—¿Por qué diablos quieres hacer tal cosa?
—Porque parece muy duro y muy firme. Como un melocotón. —Se lamió los labios y lo desafió arqueando una ceja—. Me gustaría ver si de verdad está tan duro cuando lo muerda.
En un gesto inconsciente, Gerard se llevó las manos al trasero para protegerlo.
—Lo dices en serio.
—Muy en serio.
—Muy en serio —repitió él.
Se quedó mirando a Pel con los ojos entrecerrados. Jamás se le habría ocurrido que ella pudiese tener ciertos… gustos en el dormitorio. Y dado que por su parte había tolerado sus peculiaridades en ese sentido, supuso que lo más justo sería que él tolerase las suyas. Aunque cierta parte de su cuerpo se tensase sólo con pensarlo.
Los ojos ambarinos de Isabel se oscurecieron de deseo, lo que fue una invitación que Gerard no pudo rechazar. Y mucho menos ahora que ella acababa de replantearse su relación. Él quería eso, quería que Isabel lo desease libremente y si eso implicaba dejar que le mordiese el trasero, lo soportaría. Sólo sería un momento. Después se vestiría e iría a hablar con Spencer.
—Todo esto es muy raro —dijo tumbándose en la cama boca abajo.
—No me refería a hacerlo en este preciso momento —dijo ella, impactada—. Ni siquiera estaba insinuando que tuviese que hacerlo de verdad. Sólo me he limitado a responder a tu pregunta.
Él suspiró aliviado.
—Gracias a Dios. —Pero cuando se movió para levantarse de la cama, Pel soltó la sábana y desnudó sus pechos. Gerard gimió y se quejó—: ¿Cómo diablos se supone que un hombre puede ponerse a trabajar si lo tientas de esta manera?
—No puede. —Isabel libró su cuerpo de cortesana del peso de las sábanas y lo dejó tan pasmado con su belleza que apenas se dio cuenta de que se colocaba encima de su espalda—. ¿O se supone que sólo te sientes cómodo cuando eres tú el que muerde?
Pel estaba encima de su espalda colocada al revés, es decir, con los pies junto a las manos de él. Con los pechos le rozaba el final de la columna vertebral y, al notar sus seductoras curvas y el calor que desprendía su cuerpo medio dormido, Gerard volvió a excitarse.
Y eso que había creído que no iba a poder durante un rato.
Le cogió los tobillos con las manos y esperó. De repente notó las manos de Isabel, pequeñas y delicadas, acariciándole los glúteos, segundos antes de apretárselos. El hecho de no ver lo que ella le estaba haciendo hizo que el acto le pareciese todavía más erótico. Aunque sonase ridículo, pensar en Pel admirando así a otro hombre, lo enervaba.
—¿Siempre has tenido esta fascinación?
—No. Tu culo es único.
Esperó a que dijese algo más, pero no lo hizo. En vez de eso, de sus labios empezó a salir un sonido muy halagador y a él el pene se le endureció tanto que le dolía estar tumbado encima.
Pel le apretó las nalgas con las puntas de los dedos y luego se las masajeó de tal modo que a Gerard se le erizó el vello de todo el cuerpo. Tenía la piel de gallina. Cerró los ojos y enterró el rostro en la cama.
Las caricias siguieron hasta el pliegue que marcaba el nacimiento de sus muslos y entonces notó el aliento de Isabel encima de su piel. Se le tensó todo el cuerpo, empezando por los glúteos y acabando por el pene. La espera fue interminable.
Y entonces lo besó.
Primero en una nalga y luego en la otra. Besos leves y suaves, con los labios separados. Gerard notó que los pezones de ella se excitaban contra su espalda y lo reconfortó ver que no era el único que estaba sintiendo aquello. Fuera lo que fuese.
Y entonces su esposa lo mordió con delicadeza y él encogió los dedos de los pies.
«¡Los malditos dedos de los pies!»
—Dios, Pel —dijo con voz ronca, moviendo las caderas sin control, mientras presionaba el pene contra el colchón.
Sabía con absoluta certeza que a partir de ese momento ninguna otra mujer podría morderle el culo y excitarlo mientras lo hacía. Estaba seguro de que si el lugar de ella lo ocupase otra mujer, él estaría muerto de risa. Pero lo que estaba sucediendo entre los dos no tenía ninguna gracia. Era una tortura de lo más sensual.
Algo húmedo y caliente se deslizó por su piel y Gerard arqueó la espalda.
—¿Me has lamido?
—Chist —murmuró ella—. Relájate. No voy a hacerte daño.
—¡Me estás matando!
—¿Quieres que pare?
Él apretó los dientes y se quedó pensándolo un segundo. Luego dijo:
—Sólo si tú quieres. De lo contrario, no. Sin embargo, me veo en la obligación de recordarte que mi cuerpo es tuyo y que puedes utilizarlo siempre que quieras.
—Quiero ahora.
Él sonrió al oír la voz que Isabel siempre utilizaba en el dormitorio.
—Pues adelante, no te reprimas.
Perdió la noción del tiempo, se perdió en el perfume de su esposa y en la satisfacción masculina que derivaba de sentirse tan admirado. Al final, Pel se apartó de sus nalgas y fue bajando por sus piernas. Cuando llegó a los pies, Gerard se rió al notar que le hacía cosquillas. Y cuando la sintió subir hasta sus hombros y acariciarle la espalda con la melena, suspiró.
Una mañana, no hacía demasiado tiempo se había sentado con la espalda apoyada en un muro de piedra que rodeaba una de sus propiedades, intentando recordar qué se sentía al sonreír de pura felicidad.
Era una bendición que hubiese encontrado la respuesta precisamente en su casa. Con Pel.
En aquel instante, ella le indicó que se diese la vuelta y se colocó a horcajadas sobre sus caderas, cogiéndole el pene para deslizarlo despacio en su interior. Quemaba y estaba muy húmeda y Gerard observó estremecido cómo su miembro se perdía entre los labios de su sexo.
—Oh, Dios… —suspiró ella.
Le temblaban los muslos y tenía los ojos entrecerrados y fijos en los suyos. Sus suaves suspiros se convirtieron en gemidos acelerados. Ver que ella disfrutaba tanto con su miembro bastó para que los testículos se le apretasen contra el cuerpo.
—No voy a aguantar mucho —le advirtió, tirando de ella con manos impacientes.
La había poseído ya varias veces, pero ella nunca lo había poseído a él hasta ese momento e Isabel era una mujer madura que se sentía cómoda con sus propios deseos. Gerard había admirado esa seguridad en sí misma desde el día en que la conoció. Y ahora le parecía fascinante y muy satisfactorio poder compartir con ella el control en la cama.
—Estoy a punto de correrme —dijo.
—Pero no lo harás.
Y no lo hizo. El miedo que sentía a perderla lo ayudó a contenerse, porque Isabel era su esposa, era suya para darle placer, para hacerla feliz y para protegerla. Y no iba a perderla igual que había perdido a Em.
Suya. Pel era suya.
Ahora sólo tenía que convencerla a ella de que era así.
Cuando Gerard encontró por fin la fuerza de voluntad necesaria para salir de la cama, fue directamente al dormitorio de Spencer, pero no lo encontró. Recorrió toda la casa sin dar con él; posteriormente averiguó que su hermano se había ido poco después de que discutieran.
Decir que estaba preocupado por él era una obviedad. Gerard no tenía ni la más remota idea de qué había oído exactamente su hermano en la fiesta a la que había asistido la noche anterior y tampoco sabía quién había hecho esos comentarios que lo habían puesto tan furioso.
«No toleraré que mancillen nuestro nombre… Haré todo lo que sea necesario».
Suspiró exasperado y fue a su despacho para escribir dos notas muy breves. Una se la dejó a Isabel y la otra ordenó que la entregasen de inmediato.
Había planeado acompañar a Pel a cualquier evento que ella hubiese elegido para esa velada y tenía incluso ganas de hacer acto de presencia a su lado, para así disipar los rumores que se habían tejido alrededor de ellos dos. Sin embargo, ahora no tenía más remedio que ir de club en club, de burdel en burdel y de taberna en taberna en busca de Spencer, para asegurarse de que su hermano pequeño no se metía en un lío, tal como había vaticinado su madre.
«Maldita sea», pensó Gerard, mientras esperaba a que le ensillasen un caballo. Después de pasarse toda la tarde en la cama con Pel ahora se sentía las piernas como si fuesen de gelatina, y si por desgracia tenía que meterse en una pelea, no iba a estar en su mejor momento. Confió en que Spencer no estuviese buscando pelea, sino bebiendo o con alguna cortesana. Y, de entre esas dos opciones, prefería la segunda. Si su hermano estaba sexualmente saciado, quizá estuviese más dispuesto a escucharlo y a entrar en razón.
Montó en la silla y espoleó su montura lejos de la casa que ahora se había convertido en su hogar y se preguntó cuántas decisiones de su pasado habían perjudicado a la gente que le importaba.
—¿Qué estás haciendo aquí, Rhys? —le preguntó Isabel a su hermano al entrar en el salón.
Aunque lo intentó, no consiguió ocultar su mal humor. Despertarse sin Gray a su lado ya había sido bastante malo, pero leer la escueta nota que él le había dejado sólo empeoró las cosas.
Tengo que ocuparme de Spencer.
Tuyo,
Grayson
Isabel sabía cómo se relacionaban los hombres unos entre ellos; discutían y hacían las paces bebiendo y acostándose con una mujer. Y como era consciente de la resistencia de su marido, no descartaba lo que fuese capaz de hacer.
Su hermano se levantó del sofá de terciopelo azul y le hizo una leve reverencia. Iba muy guapo, con un esmoquin.
—Estoy a su servicio, madame —le dijo, imitando el acento de un sirviente de alto rango.
—¿A mi servicio? —Isabel frunció el cejo—. ¿Qué se supone que necesito que hagas?
—Grayson me ha pedido que venga a buscarte. Me ha mandado una nota en la que decía que él no podía acompañarte esta noche y me sugería que ocupase su lugar. Si lo hago, dice que seguro que estaré demasiado cansado para reunirme con él mañana por la mañana en el ring del club Remington. Pero como muestra de su gratitud, excusará mi ausencia. Indefinidamente.
Isabel abrió los ojos como platos.
—¿Gray te ha amenazado?
—Ya te dije que iba a darme una paliza por haberte separado de él el otro día.
—Esto es ridículo —masculló ella.
—Tienes razón —convino Rhys—. Sin embargo, da la casualidad de que yo también tenía planeado asistir al baile de Hammond esta noche. Lady Margaret Crenshaw estará allí.
—¿Otra víctima de tu lista? ¿Al menos te has molestado en hablar con la anterior?
Rhys la fulminó con la mirada.
—Sí, lo he hecho y la verdad es que fue muy agradable. Así que si estás lista…
Aunque Isabel se había vestido con la intención de salir, también se había planteado la posibilidad de quedarse en casa a esperar a Gray. Pero eso sería una tontería. Era obvio que su esposo quería que asistiese a ese baile, al fin y al cabo se había tomado muchas molestias para que fuese acompañada.
Ella ya no era una niña pequeña y tampoco era inocente. No debería importarle que Grayson se hubiese pasado horas disfrutando de su cuerpo y que luego la dejase sola durante la noche. A una amante eso no le parecía nada raro, se recordó.
Y se lo recordó durante toda la noche. Pero cuando vio un rostro familiar en medio del salón de Hammond, ese pensamiento se desvaneció de su mente. Amante o no, la sensación que tenía en el estómago no tardó en convertirse en pura rabia.
—Lord Spencer Faulkner está aquí —señaló Rhys como si nada, al ver que el joven entraba en el salón por una puerta que se encontraba a escasos metros de la zona de baile en la que estaban ellos.
—Sí, ya veo.
Y Grayson no estaba con él. Así que le había mentido. ¿Por qué estaba tan sorprendida?
Estudió a su cuñado con detenimiento y notó tanto las similitudes como las diferencias con su esposo. Así como Rhys y ella se parecían mucho, Gray y lord Spencer sólo se parecían de pasada, lo que sirvió para que Isabel pudiese imaginar cómo habría sido el padre de ambos.
Como si hubiese notado su mirada, lord Spencer giró la cabeza y se encontró con la mirada de Isabel. Por un instante, el joven no consiguió disimular y en sus ojos brilló algo desagradable, hasta que al final fue capaz de mirarla impasible.
—Vaya, vaya —murmuró Rhys—, creo que al final hemos encontrado a un hombre inmune a tus encantos.
—¿Tú también lo has visto?
—Por desgracia, sí. —Escudriñó a la multitud con la mirada—. Y espero que hayamos sido los únicos. ¡Dios santo!
—¿Qué? —preguntó ella alarmada, poniéndose de puntillas. ¿Sería Gray? Se le aceleró el corazón—. ¿Qué pasa?
Rhys le dio la copa de champán con tanto ímpetu que el líquido casi se derramó y estuvo a punto de estropearle el vestido.
—Disculpa —le dijo su hermano antes de desaparecer y dejarla completamente atónita.
Rhys siguió la delgada silueta que iba abriéndose paso sin problema entre los invitados. Casi como si fuese un espectro, caminaba sin que nadie se fijase en su presencia, como si fuese una mujer anodina con un vestido anodino. Pero él se había quedado completamente hechizado con ella.
Había reconocido su cabello oscuro y había soñado con aquella voz.
La joven se marchó del salón y se dirigió hacia el vestíbulo. Rhys la siguió y, cuando ella abrió una puerta para salir de la casa, dejó de fingir que no la estaba siguiendo y cogió el picaporte antes de que lo cerrase.
El delicado rostro de ella se levantó hacia él y sus grandes ojos parpadearon confusos.
—Lord Trenton.
Rhys salió también a la terraza, cerrando la puerta tras de sí para dejar atrás los sonidos del baile. Después de hacerle una leve reverencia, le cogió la mano y le besó los nudillos.
—Lady Misterio.
Ella se rió y los dedos de él apretaron los suyos. La chica ladeó la cabeza y lo miró como si estuviese intentando resolver un enigma.
—Le parezco atractiva, ¿no es así? Pero no entiende por qué. Y, si le soy sincera, yo tampoco.
Una risa suave se escapó de los labios de Rhys.
—¿Está dispuesta a permitirme que investigue un poco? —Se inclinó despacio, dándole tiempo para apartarse antes de sus labios tocasen los suyos. La suave caricia afectó a Rhys de un modo extraño, igual que lo hizo el perfume de ella, tan ligero que apenas se detectaba en medio del aire de la noche—. Creo que tendré que hacer algún otro experimento.
—Oh, vaya —suspiró ella, llevándose la mano que tenía libre al estómago—. Acabo de sentir un revoloteo justo aquí.
Una cálida y desconocida sensación se extendió por el pecho de Rhys y luego descendió hasta su entrepierna. La muchacha no era en absoluto la clase de mujer que solía gustarle. Era inteligente y cultivada. Sí, su franqueza le resultaba refrescante y le gustaba hablar con ella, pero no lograba entender por qué tenía ganas de levantarle las faldas y poseerla allí mismo. Era demasiado delgada y carecía de las curvas de una mujer. Y a pesar de todo no podía negar que la deseaba y que quería conocer sus secretos.
—¿Por qué está aquí fuera?
—Porque me gusta más estar aquí que allí.
—Si es así, pasee un rato conmigo —murmuró él, colocando la mano de ella encima de su antebrazo para guiarla lejos de la mansión.
—¿Aprovechará para coquetear descaradamente conmigo? —le preguntó con gran picardía la joven, acompasando sus pasos a los de él.
Encontraron un camino sinuoso y poco iluminado y lo recorrieron despacio.
—Por supuesto. Y también tengo intenciones de descubrir su nombre antes de que nos separemos de nuevo.
—Lo dice como si estuviese muy seguro de ello.
Rhys le sonrió, mirándola a los ojos.
—Tengo mis métodos.
Ella hizo un gesto escéptico.
—Supongo que se lo pasa muy bien midiendo su ingenio con el mío —dijo.
—No me cabe ninguna duda de que su mente es fascinante, pero tengo intención de utilizar mis malas artes en otra parte de su cuerpo.
Ella le dio una palmada en el hombro a modo de castigo.
—Es malo por hablarle así a una chica tan inocente como yo. Hace que me dé vueltas la cabeza.
Rhys hizo una mueca de dolor.
—Lo siento.
—No, no lo siente.
Le pasó la mano por donde antes lo había golpeado y a él se le aceleró la sangre y le vacilaron los pies. ¿Cómo era posible que una mera caricia por encima de la chaqueta y con su mano enguantada lo hubiese excitado?
—¿Es así como habla un hombre con una mujer con la que existe cierta intimidad? Lady Grayson suele reírse con hombres que a mí me parecen muy aburridos.
Él se detuvo en seco y la miró.
—¡No pretendía ofender a su hermana! —se apresuró a añadir ella—. De hecho, creo que lady Grayson es una mujer de múltiples facetas. Y lo digo en el mejor de los sentidos.
Rhys la observó con detenimiento y, cuando llegó a la conclusión de que estaba siendo sincera, reanudó la marcha.
—Sí, cuando se entabla amistad con una persona del sexo opuesto y uno se siente cómodo con ella, se pueden tener conversaciones más íntimas.
—¿Sexualmente íntimas?
—A veces, sí.
—¿Aunque el objetivo final no sea sexual? ¿Sólo para pasar el rato?
—Es usted una gatita muy curiosa —dijo él y le sonrió indulgente.
Supuso que era normal que algo tan mundano como el flirteo a ella le resultase excitante. Rhys deseó poder pasarse horas sentado a su lado, respondiendo a todas sus preguntas.
—Me temo que yo carezco de los conocimientos necesarios para mantener las conversaciones a las que con toda probabilidad está usted acostumbrado. Así que espero que me disculpe si le pido directamente que me bese.
Rhys se tropezó y lanzó grava del camino por todas partes.
—¿Disculpe?
—Ya me ha oído, milord. —Levantó el mentón—. Me gustaría mucho que me besara.
—¿Por qué?
—Porque nadie más va a hacerlo nunca.
—¿Por qué no? Se subestima.
Ella le sonrió traviesa, cosa que a él lo deleitó.
—Yo me estimo en el punto exacto.
—Entonces seguro que sabe que algún hombre querrá besarla.
Aunque, en cuanto lo dijo, Rhys se dio cuenta de que la idea lo molestaba profundamente. La chica tenía los labios suaves como los pétalos de una rosa y muy dulces. Se los había notado mullidos al besarlos y le parecían los más bonitos que había visto nunca. La imagen de otro hombre saboreándolos lo llevó a cerrar los puños.
—Quizá quiera algún otro hombre, pero no lo hará. —Dio un paso hacia él y se puso de puntillas, ofreciéndole la boca—. Porque yo no voy a permitírselo.
Contra su voluntad, Rhys la pegó a él. Era muy delgada y de curvas poco marcadas, pero encajaba con su cuerpo a la perfección. La abrazó, inmóvil durante un segundo, e intentó asimilarlo.
—Encajamos —susurró ella con los ojos muy abiertos—. ¿Es normal?
Rhys tragó saliva y negó con la cabeza, y luego levantó una mano para acariciarle la mejilla.
—No tengo ni idea de qué hacer contigo —reconoció.
—Sólo bésame.
Él inclinó la cabeza y se detuvo a escasos milímetros de sus labios.
—Dime tu nombre.
—Abby.
Le lamió el labio inferior.
—Quiero volver a verte, Abby.
—¿Para escondernos en un jardín y hacer cosas escandalosas?
¿Qué podía decirle? Rhys no sabía nada de ella, pero a juzgar por su ropa, su edad y el hecho de que estuviese allí sin carabina, dedujo que debía de ser una dama de bajo rango.
Para él había llegado el momento de casarse y ella no era de la clase de mujer a la que podía cortejar.
Abby le sonrió al comprender lo que pensaba.
—Sólo béseme y dígame adiós, lord Trenton. Confórmese con saber que me habrá regalado una fantasía: la de ser cortejada por un pretendiente maravilloso.
Él se quedó sin palabras, así que la besó intensamente y con todo el sentimiento de que fue capaz. La muchacha se entregó a sus brazos, se quedó sin aliento y gimió de un modo que a Rhys le arrebató la capacidad de pensar.
Quería tomarse libertades con ella. Quería desnudarla y enseñarle todo lo que sabía, ver el acto sexual a través de sus ojos.
Así que cuando Abby se marchó, dejándolo en medio del jardín, las palabras de despedida que tendría que haberle dicho no salieron de sus labios. Y, más tarde, cuando volvió a la mansión con aparente normalidad, se dio cuenta de que ella tampoco se las había dicho a él.