CUARTA PARTE

ESE comienzo de año escolar no se pareció a los demás. Al decidir preparar el concurso, yo me había evadido por fin del laberinto en el cual daba vueltas desde hacía tres años: me había puesto en marcha hacia el porvenir. En adelante todos mis días tenían un sentido: me encaminaban hacia una liberación definitiva. La dificultad de la empresa me acicateaba; ya no se trataba de divagar ni de aburrirme. Ahora que tenía algo que hacer la tierra me bastaba ampliamente; estaba liberada de la inquietud, de la desesperación, de todas las nostalgias. "Sobre este cuaderno ya no anotaré debates trágicos sino la historia sencilla de cada día." Tenía la impresión que después de un penoso aprendizaje mi verdadera vida comenzaba y me lanzaba a ella alegremente.

En octubre, como la Sorbona estaba todavía cerrada, pasaba mis días en la Biblioteca Nacional. Había conseguido no volver a almorzar a casa: compraba pan, fiambres, y los comía en los jardines del Palais Royal mirando morir las últimas rosas; sentados sobre los bancos los obreros comían grandes sandwiches y tomaban vino tinto. Si lloviznaba me cobijaba en un café Biard, entre albañiles que sacaban sus propias provisiones, me alegraba escapar al ceremonial de las comidas en familia; reduciendo el alimento a su verdad me parecía dar un paso hacia la libertad. Volvía a la Biblioteca; estudiaba la teoría de la relatividad y me apasionaba. De tanto en tanto miraba a los otros lectores y me instalaba con satisfacción en mi sillón: entre esos eruditos, esos sabios, esos buscadores, esos pensadores, estaba en mi lugar. Ya no me sentía rechazada por mi medio: era yo la que lo había dejado para entrar en esta sociedad de la que aquí veía un resumen donde comulgaban a través del espacio y los siglos todos los espíritus interesados por la verdad. Yo también participaba del esfuerzo que hace la humanidad para saber, comprender, expresarse: formaba parte de una gran empresa colectiva y escapaba para siempre de la soledad. ¡Qué victoria! Volvía a mi trabajo. A las seis menos cuarto la voz de un guardián anunciaba con solemnidad: "Señores, vamos a cerrar." Era cada vez una sorpresa al salir de los libros encontrar las luces, las tiendas, los transeúntes, y el enano que vendía violetas junto al Théátre Francais. Caminaba lentamente abandonándome a la melancolía de los atardeceres y de los regresos.

Stépha volvió a París pocos días después que yo y vino a menudo a la Biblioteca, a leer Goethe y Nietzsche. Los ojos y la sonrisa al acecho, gustaba demasiado a los hombres y le interesaban demasiado para trabajar muy asiduamente. No había terminado de instalarse que ya arrojaba su abrigo sobre sus hombros e iba a juntarse con uno de sus flirts: el de la agregación de alemán, el estudiante prusiano, el doctor rumano. Almorzábamos juntas y aunque ella no era muy rica me convidaba con pasteles en una panadería o un buen café en Poccardi. A las seis íbamos a pasear por los Bulevares o, más a menudo, tomábamos el té en su casa. Vivía en un hotel de la calle San Sulpicio en un cuartito muy azul; había colgado de las paredes reproducciones de Cézanne, de Renoir, del Greco y los dibujos de un amigo español que quería pintar. Me sentía a gusto con ella. Me gustaba la dulzura de su cuello de piel, sus sombreritos, sus vestidos, sus perfumes, sus gorjeos, sus gestos acariciadores. Mis relaciones con mis amigos -Zaza, Jacques, Pradelle- habían sido siempre de una gran severidad. Stépha me daba el brazo por la calle, en el cine me tomaba de la mano, me besaba por cualquier motivo. Me contaba un montón de cosas, me entusiasmaba por Nietzsche, se indignaba contra la señora Mabille, se burlaba de sus festejantes: tenía el don de las imitaciones y cortaba sus relatos con pequeñas comedias que me divertían mucho.

Estaba liquidando un viejo fondo de religiosidad. En Lourdes se había confesado y había comulgado; en París compró en el Bon Marché un libro de misa y se arrodilló en la capilla de San Sulpicio tratando de rezar: no había salido nada. Durante una hora había estado caminando delante de la iglesia sin decidirse a entrar ni a alejarse. Las manos a la espalda, arrugando la frente, yendo y viniendo por su cuarto con un aire preocupado, imitó esa crisis con tal animación que dudé de su gravedad. En verdad, las divinidades que Stépha adoraba seriamente eran el Pensamiento, el Arte, el Genio; a falta de ellas apreciaba la inteligencia y el talento. Cada vez que descubría un hombre "interesante", se las arreglaba para conocerlo y para "ponerle el pie encima". Era "el eterno femenino", me explicó. Prefería a los flirts las conversaciones intelectuales de la camaradería; todas las semanas discutía durante horas en la Closerie des Lilas con una banda de ukranianos que hacían en París vagos estudios o periodismo. Veía diariamente a su amigo español que conocía desde hacía años y que le había propuesto casamiento. Lo encontré varias veces en su cuarto; vivía en el mismo hotel. Se llamaba Fernando. Descendía de una de esas familias judías que las persecuciones habían expulsado de España, cuatro siglos atrás; había nacido en Constantinopla y había hecho sus estudios en Berlín. Precozmente calvo, la cabeza y el rostro redondos, hablaba de su "daimon" con romanticismo, pero sabía ser irónico y me resultó muy simpático. Stépha admiraba que sin tener un céntimo se las arreglara para pintar y compartía todas sus ideas; eran resueltamente internacionalistas, pacifistas, y hasta, en forma utópica, revolucionarias. Si no se decidía a casarse con él era porque le costaba renunciar a su libertad.

Les presenté a mi hermana, a la que adoptaron enseguida, y a mis amigos. Pradelle se había roto una pierna, cojeaba un poco cuando lo encontré a principios de octubre en la terraza del Luxemburgo. Stépha lo encontró demasiado juicioso y ella lo dejó azorado con su volubilidad. Se entendió mejor con Lisa. Ésta vivía ahora en una pensión de estudiantes cuyas ventanas se abrían sobre el pequeño Luxemburgo. Ganaba modestamente su vida dando lecciones; preparaba un certificado de ciencias y un diploma sobre Maine de Biran; pero no pensaba presentarse nunca a la agregación; su salud era demasiado frágil. "¡Mi pobre cerebro!", decía tomando entre sus manos su cabecita de pelo corto. "¡Pensar que sólo puedo contar con él! ¡Que debo sacar todo de él! Es inhumano: uno de estos días va a flaquear." No se interesaba ni en Maine de Biran ni en la filosofía, ni en sí misma: "Me pregunto ¡qué placer pueden encontrar en verme!", me decía con una sonrisita friolenta. No me aburría porque nunca se embriagaba con palabras y a menudo su desconfianza la volvía perspicaz.

Con Stépha yo hablaba mucho de Zaza que prolongaba su estadía en Laubardon. Yo le había mandado desde París, La Ninfa Constante y algunos otros libros; Stépha me contó que la señora Mabille se había irritado y había declarado: "¡Odio los intelectuales!" Zaza empezaba a inquietarla seriamente: no sería fácil imponerle un casamiento de conveniencia. La señora Mabille lamentaba haberla dejado frecuentar la Sorbona; le parecía urgente volver a tomar a su hija entre manos y hubiera querido sustraerla a mi influencia. Zaza me escribió que le había contado nuestro proyecto de jugar al tenis y que su madre se había indignado: "Declaró que no admitía esas costumbres de la Sorbona y que yo no iría a un tenis organizado por una estudiante de veinte años a juntarme con muchachos cuyas familias ella ni siquiera conocía. Le digo todo esto brutalmente, prefiero que se dé cuenta de ese estado de ánimo con el que choco sin cesar y que por otra parte una idea cristiana de obediencia me obliga a respetar. Pero hoy tengo los nervios deshechos; las cosas que quiero no se quieren entre sí; y so pretexto de principios morales he oído cosas que me sublevan. He ofrecido irónicamente firmar un papel por el cual me comprometía a no casarme nunca ni con Pradelle, ni con Clairaut, ni con ninguno de sus amigos, pero esto no calmó a mamá." En la carta siguiente me anunció que para obligarla a romper definitivamente con "la Sorbona" su madre había decidido mandarla a pasar el invierno a Berlín: es así como antes, me decía, para romper relaciones escandalosas o molestas las familias del país enviaban a sus hijos a América del Sur.

Yo nunca le había escrito a Zaza cartas tan expansivas como durante esas últimas semanas: ella nunca se había confiado tan francamente a mí. Sin embargo, cuando volvió a París a mediados de octubre nuestra amistad arrancó mal. A distancia sólo me hablaba de sus dificultades, de sus rebeliones, yo me sentía su aliada, pero en verdad su actitud era equívoca: conservaba por su madre todo su respeto, todo su amor, seguía solidaria con su medio. Yo ya no podía aceptar esa doblez. Yo había medido la hostilidad de la señora Mabille, había comprendido que entre los dos bandos a que pertenecíamos ninguna transacción era posible: los "bien pensantes" deseaban la destrucción de los "intelectuales" y viceversa. Al no decidirse por mí, Zaza pactaba con adversarios encarnizados en destruirme y no se lo perdoné. Ella temía el viaje que le imponían y se atormentaba; le demostré mi rencor negándome a compartir sus preocupaciones; me dejé ir a un exceso de buen humor que la desconcertó. Yo hacía gala de una gran intimidad con Stépha y me ponía a su diapasón riendo y conversando con demasiada exuberancia; a menudo nuestras conversaciones chocaban a Zaza; frunció el ceño cuando Stépha declaró que cuanto más inteligente era la gente, más internacionalista era. Por reacción contra nuestros modales de "estudiantes polonesas" representó con estiramiento su papel de "joven francesa como se debe", y mis temores aumentaron: quizá terminaría por pasarse al enemigo. Yo ya no me atrevía a hablarle con total libertad a tal punto que prefería verla con Pradelle, Lisa, mi hermana, Stépha, y no a solas. Ella sentía ciertamente esa distancia entre nosotras; y además los preparativos de su viaje la absorbían. Nos despedimos a principios de noviembre sin gran convicción.

La Universidad reabrió sus puertas. Yo había saltado un año y salvo a Clairaut no conocía a ninguno de mis compañeros; ningún diletante, ningún aficionado entre ellos: todos eran como yo bestias de carga. Les encontraba caras hoscas y aires importantes. Decidí ignorarlos. Seguí estudiando a rienda suelta. Seguía en la Sorbona y en la Escuela Normal todos los cursos de agregación y, según los horarios, iba a estudiar a Sainte-Geneviéve, a Víctor Cousin o a la Nationale. De noche leía novelas o salía. Había crecido, pronto iba a abandonarlos: este año mis padres me autorizaban a ir de tanto en tanto al teatro de noche, sola o con una amiga. Vi La Estrella de Mar de Man Ray, todos los programas del Ursulines, del Studio 28 y del Ciné-Latin, todas las películas de Brigitte Helm, de Douglas Fairbanks, de Buster Keaton. Frecuentaba los teatros del Cartel. Bajo la influencia de Stépha me descuidaba menos que antes. Me había dicho que el agregativo de alemán me reprochaba que me lo pasara metida entre los libros: veinte años era demasiado pronto para jugar a la sabia; a la larga iba a volverme fea. Ella había protestado, pero le había picado: no quería que su mejor amiga pareciera una pedante desgraciada; me afirmaba que físicamente yo tenía muchos recursos e insistía para que sacara partido de mí misma. Empecé a ir a menudo al peinador, me interesé en la compra de un sombrero, en la confección de un vestido. Reanudé amistades. La señorita Lambert ya no me interesaba. Suzanne Boigue había seguido a su marido a Marruecos; pero volví a ver con gusto a Riesmann y tuve un nuevo brote de simpatía por Jean Mallet que ahora daba clases en el liceo de Saint-Germain y preparaba un diploma bajo la dirección de Baruzi. Clairaut venía a menudo a la Nationale. Pradelle lo respetaba y me había convencido de su gran valor. Era católico, tomista, maurrasiano, y como me hablaba clavando sus ojos en los míos con una voz categórica que me impresionaba, yo me preguntaba si no había sabido comprender a Santo Tomás y a Maurras; sus doctrinas seguían desagradándome; pero hubiera querido saber cómo se veía al mundo, cómo se sentía uno mismo cuando las adoptaba: Clairaut me intrigaba. Me aseguró que aprobaría la agregación. "Parece que usted triunfa en todo lo que emprende", me dijo. Me sentí muy halagada. Stépha también me alentaba: "Tendrá una linda vida. Siempre obtendrá todo lo que quiera." Por lo tanto, marchaba hacia adelante confiada en mi estrella y muy satisfecha de mí misma. Era un hermoso otoño y cuando levantaba la nariz de encima de mis libros me alegraba la ternura del cielo.

Entre tanto, para asegurarme de que no era una rata de biblioteca pensaba en Jacques; le dedicaba páginas de mi diario, le escribía cartas que guardaba para mí. Cuando vi a su madre a principios de noviembre estuvo muy afectuosa; me dijo que Jacques le pedía siempre noticias de "la única persona que me interesa en París"; me sonrió con aire cómplice repitiéndome esas palabras.

Yo trabajaba seriamente, me distraía, había recobrado mi equilibrio y recordaba con sorpresa mis juergas del verano. Esos bares, esos dancings, por los que yo me había arrastrado durante noches enteras sólo me inspiraban repulsión y hasta una especie de horror. Ese virtuoso rechazo tenía exactamente el mismo sentido que mis antiguas complacencias: pese a mi racionalismo las cosas de la carne seguían siendo tabús para mí.

"¡Cómo es de idealista!", me decía a menudo Stépha. Tenía buen cuidado de no espantarme. Señalando sobre la pared del cuarto azul el dibujo de una mujer desnuda, Fernando me dijo un día con malicia: "Fue Stépha que posó." Me corté y ella le lanzó una mirada enfurecida: "¡No digas tonterías!" Él reconoció enseguida que había sido en broma. Ni por un instante se me ocurrió que Stépha pudiera justificar el veredicto de la señora Mabille: "No es una señorita de verdad." Sin embargo, trataba con cuidado de liberarme un poco. "Le aseguro, querida, es muy importante el amor físico, sobre todo para los hombres..." Una noche, saliendo del Atelier, vimos en la plaza Clichy un amontonamiento de gente; un agente acababa de detener a un elegante jovencito cuyo chambergo había caído en la cuneta; estaba pálido y se debatía: la muchedumbre aullaba: "Cochino tratante..." Creí que iba a caerme en la acera; arrastré a Stépha; las luces, los rumores del Bulevar, las rameras pintarrajeadas, todo me daba ganas de gritar. "¿Pero qué hay Simone? Es la vida." Con voz pausada Stépha me explicaba que los hombres no eran santos. Por supuesto todo eso era un poco "asqueroso", pero en fin existía y hasta contaba mucho, para todo el mundo. Me contó para apoyar su tesis un montón de anécdotas. Yo me crispaba. De tanto en tanto hacía, sin embargo, un esfuerzo de sinceridad: ¿de dónde me venían esas resistencias, esas prevenciones? "¿Será el catolicismo que me ha dejado tal aspiración de pureza que la menor alusión a las cosas de la carne me hunde en una indecible desazón? Pienso en la Colombe de Alain-Fournier, que se arrojó al estanque para no transigir con la pureza. ¿Pero quizá sea orgullo?"

Evidentemente yo no pretendía que hubiera que empecinarme indefinidamente en la virginidad. Pero me persuadía que se puede celebrar en la cama misas blancas: un auténtico amor sublime, el contacto físico, y entre los brazos del elegido la joven pura se transforma alegremente en una límpida mujer. Me gustaba Francis Jammes porque pintaba la voluptuosidad con colores sencillos como el agua de un torrente; me gustaba sobre todo Claudel porque glorifica en el cuerpo la presencia maravillosamente sensible del alma. No quise terminar El Dios de los cuerpos de Jules Romains, porque el placer no estaba descripto como un avatar del espíritu. Me exasperó Sufrimientos del Cristiano de Francois Mauriac que publicaba entonces la N.R.F. Triunfante en uno, humillada en el otro la carne cobraba en ambos casos demasiada importancia. Me indignaba contra Clairaut que respondiendo a una encuesta de Nouvelles Littéraires denunciaba "el harapo de carne y su trágica soberanía"; pero también contra Nizan y su mujer que reivindicaban, entre esposos, una total licencia sexual.

Yo justificaba mi repugnancia de igual manera que cuando tenía diecisiete años: todo anda bien si el cuerpo obedece a la cabeza y al corazón pero no debe ocupar el primer plano. El argumento no se tenía en pie puesto que en amor los héroes de Romains eran voluntariosos y los Nizan abogaban por la libertad. Por otra parte la razonable mojigatería de mis diecisiete años no tenía nada que ver con el misterioso "horror" que a menudo me congelaba. No me sentía directamente amenazada; a veces había sentido una turbación repentina: en el Jockey en brazos de algunos bailarines o en Meyrignac cuando tiradas sobre el pasto nos abrazábamos mi hermana y yo; pero esos vértigos me resultaban agradables, me llevaba bien con mi cuerpo; por curiosidad y por sensualidad tenía ganas de descubrir sus recursos y sus secretos; esperaba sin aprehensión y hasta con impaciencia el momento en que me convertiría en mujer. Era por un desvío que se me planteaba el problema: por Jacques. Si el amor físico era sólo un juego inocente no había ninguna razón de negarse a él; pero entonces nuestras conversaciones no debían pesar mucho al lado de las alegres y violentas complicidades que él había conocido con otras mujeres; yo admiraba la altura y la pureza de nuestras relaciones: en verdad eran incompletas, insulsas, descarnadas, y el respeto que Jacques me demostraba partía de la moral más convencional; yo volvía a caer en el papel ingrato de la primita por la que se siente mucho cariño: ¡qué distancia entre esa virgen y un hombre rico de toda su experiencia de hombre! Yo no quería resignarme a semejante inferioridad. Prefería ver en el sexo una mancha; así podía esperar que Jacques se hubiera conservado puro; si no no me inspiraría envidia, sólo piedad; prefería tener que perdonarle debilidades que verme desterrada de sus placeres. Sin embargo, esa perspectiva también me asustaba. Aspiraba a la transparente fusión de nuestras almas; si él había cometido faltas tenebrosas se me escapaba en el pasado y hasta en el porvenir, pues nuestra historia falseada desde el principio no coincidiría nunca más con la que ya nos había inventado. "No quiero que la vida se ponga a tener otras voluntades que las mías", escribí en mi diario. Creo que ése era el sentido profundo de mi angustia. Yo ignoraba casi todo de la realidad; en mi ambiente estaba disfrazada por las convenciones y los ritos; esas rutinas me aburrían, pero yo no trataba de tomar la vida en su raíz; al contrario, me evadía en las nubes: yo era un alma, un espíritu puro, no me interesaba sino por los espíritus y por las almas; la intrusión del sexualismo hacía estallar esa actitud angélica: me descubría bruscamente en su terrible unidad, la necesidad y la violencia. Yo había experimentado un choque en la plaza Clichy porque había sentido entre el tráfico del tratante de blancas y la brutalidad del agente el lazo más íntimo. No era yo, era el mundo lo que estaba en juego: si los hombres tenían cuerpos que clamaban de hambre y que pesaban mucho, ya no obedecía a la idea que yo me hacía de él; miseria, crimen, opresión, guerra: yo entreveía confusamente horizontes que me asustaban.

No obstante, a mediados de noviembre volvía a Montparnasse. Estudiar, conversar, ir al cine: bruscamente me cansé de ese régimen. ¿Era eso vivir? ¿Era yo la que vivía así? Había habido lágrimas, fiebres, la aventura, la poesía, el amor: una existencia patética, no quería decaer. Aquella noche debía ir con mi hermana a l'Oeuvre; me encontré con ella en el Dome y la llevé al Jockey. Como el creyente al salir de una crisis de aridez se abisma en el olor del incienso y de los cirios yo volvía a empaparme en el humo del alcohol y del tabaco. No tardaron en subírsenos a la cabeza. Reanudando con nuestras tradiciones cambiamos violentas injurias y nos zarandeamos un poco. Yo deseaba emocionarme más seriamente y arrastré a mi hermana al Stryx. Encontramos al chico Bresson y a uno de sus amigos, un cuarentón. Ese hombre de edad flirteó con Poupette y le regaló violetas mientras yo conversaba con Riquet que me hizo una ardiente apología de Jacques. "Ha tenido golpes serios -me dijo-, pero siempre supo sobreponerse." Me dijo cuánta fuerza había en su debilidad, qué sinceridad se ocultaba bajo su prepotencia, cómo sabía hablar entre dos cocktails de cosas graves y dolorosas y con qué lucidez había medido la vanidad de todo. "Jacques nunca será feliz", concluyó admirativamente. Mi corazón se estrujó. "¿Y si alguien le diera todo?", pregunté. "Lo humillaría." El miedo, la esperanza volvieron a apoderarse de mí. A lo largo del Bulevar Raspail sollocé contra las violetas.

Me gustaban el llanto, la esperanza, el miedo. Cuando Clairaut me dijo al día siguiente clavando su mirada en la mía: "Tiene que hacer una tesis sobre Spinoza; no hay más que eso en la vida: casarse y hacer una tesis", me encabrité. Hacer una carrera, salir de juerga, dos maneras de abdicar. Pradelle convino conmigo que el trabajo también puede ser una droga. Agradecía con efusión a Jacques cuyo fantasma me había arrancado de mi estudioso atontamiento. Sin duda, algunos de mis compañeros de la Sorbona tenían más valores intelectuales que yo, pero poco me importaba. El porvenir de Clairaut, de Pradelle, me parecía trazado de antemano; la existencia de Jacques, de sus amigos, se me aparecía como una serie de tiradas de dados: quizá terminarían por destruirse o por arruinar su vida. Yo prefería ese riesgo a todas las esclerosis.

Durante un mes fui al Stryx una o dos veces por semana con Stépha, Fernando y un periodista ukraniano amigo de ellos que empleaba sus ocios en estudiar el japonés; llevé a mi hermana, a Lisa, a Mallet. No sé muy bien de dónde sacaba el dinero aquel año, pues ya no daba clases. Sin duda economizaba sobre los cinco francos que mi madre me daba diariamente para almorzar y raspaba un poco de aquí y de allí. En todo caso organizaba mi presupuesto en función de esas orgías. "Estuve hojeando en Picart los Once capítulos sobre Platón de Alain. Cuesta ocho cocktails: demasiado caro." Stépha se disfrazaba de camarera, ayudaba a Michel a servir a los clientes, bromeaba con ellos en cuatro idiomas, cantaba canciones ukranianas. Con Riquet y su amigo hablábamos de Giraudoux, de Gide, de cinematógrafo, de la vida, de las mujeres, de los hombres, de la amistad, del amor. Volvíamos bulliciosamente hacia San Sulpicio. Al día siguiente yo anotaba: "¡Noche maravillosa!", pero entrecortaba mi relato con paréntesis que daban un sonido muy diferente. Riquet me había dicho hablando de Jacques: "Se casará un día por una corazonada y quizá sea un buen padre de familia: pero la aventura le faltará siempre." Esas profecías no me turbaban demasiado; lo que me molestaba era que durante tres años Jacques hubiera llevado más o menos la misma vida que Riquet. Éste hablaba de las mujeres con un desparpajo que me chocaba: ¿podía yo creer todavía que Jacques era un hermano del Gran Meaulnes? Dudaba mucho. Después de todo era sin su opinión que yo me había forjado esa imagen de él y empezaba a decirme que quizá no se le parecía nada. No me resignaba a ello. "Todo esto me hace daño. Tengo visiones de Jacques que me hacen daño." Después de todo si el trabajo era un narcótico, el alcohol y el juego no valían mucho más. Mi lugar no estaba ni en los bares ni en las bibliotecas: ¿pero entonces dónde? Decididamente no veía más salvación que en la literatura; proyectaba una nueva novela; describiría una heroína que sería yo y un héroe que se parecería a Jacques, pero con "su orgullo sin límites y su locura de destrucción". Pero mi malestar persistió. Una noche vi en un rincón del Stryx a Riquet, Riaucourt y su amiga Olga que me parecía muy elegante. Comentaban una carta que acababan de recibir: de Jacques; le escribían una tarjeta postal. No pude evitar preguntarme: ¿por qué les escribe a ellos y no a mí? Caminé toda una tarde por los bulevares con el alma hecha añicos, y terminé llorando en un cinematógrafo.

Al día siguiente, Pradelle, que tenía excelentes relaciones con mis padres, comió en casa y luego nos fuimos al Cine Latin. En la calle Soufflot, abruptamente le propuse que más bien me acompañara al Jockey; aceptó sin entusiasmo. Nos instalamos en una mesa como clientes serios y mientras tomábamos un gin-fizz empecé a explicarle quién era Jacques del cual sólo le había hablado al pasar. Me escuchó con aire reservado. Se sentía visiblemente incómodo. Le pregunté si le parecía escandaloso verme frecuentar ese tipo de lugares. No, pero personalmente los encontraba deprimentes. Es que no ha conocido, pensé, ese absoluto de soledad y de desesperación que justifica todos los desórdenes. Sin embargo, sentada a su lado, a cierta distancia del bar donde tan a menudo había estado paveando vi el dancing con nuevos ojos: su mirada pertinente había apagado toda la poesía. Quizá sólo lo había llevado ahí para oírle decir en voz alta lo que yo me decía en voz baja: "¿Qué vengo a hacer aquí?" En todo caso le di enseguida la razón y hasta volví mi severidad contra Jacques: ¿por qué perdía todo su tiempo en aturdirse? Rompí con la juerga. Mis padres fueron a pasar algunos días a Arras y no aproveché. Me negué a seguir a Stépha a Montparnasse; hasta rechacé con fastidio sus invitaciones. Me quedé junto a la chimenea leyendo Meredith.

Dejé de interrogarme sobre el pasado de Jacques; después de todo si había cometido faltas la faz del mundo no había cambiado. Ni siquiera en el presente me preocupaba por él; callaba demasiado; ese silencio terminaba por parecerse a la hostilidad. Cuando a fines de diciembre su abuela Flandin me dio noticias suyas, las escuché con indiferencia. Sin embargo, como me resistía a cualquier renunciamiento, supuse que a su regreso nuestro amor resucitaría.

Seguí estudiando sin descanso; pasaba diariamente nueve, o diez horas sobre los libros. En enero hice mi prueba en el liceo Janson-de-Sailly bajo la vigilancia de Rodrigues, un señor maduro muy gentil: presidía la Liga de los Derechos del Hombre y se mató en 1940 cuando los alemanes entraron en Francia. Yo tenía por compañeros a Merleau-Ponty y a Lévi-Strauss; los conocía un poco a ambos. El primero me había inspirado siempre una lejana simpatía. El segundo me intimidaba por su pachorra, pero la manejaba con habilidad y me pareció muy divertido cuando con voz neutra, la cara inexpresiva, expuso a nuestro auditorio la locura de las pasiones. Hubo mañanas grises en que me pareció irrisorio disertar sobre la vida afectiva ante cuarenta; colegiales a los que evidentemente les importaba un bledo; los días lindos me dejaba convencer por mis propias palabras y me parecía advertir en ciertos ojos destellos de inteligencia. Recordaba con emoción la época en que rozaba la pared del liceo Stanislas: ¡parecía tan lejana, tan inaccesible una clase de varones! Ahora yo estaba ahí, sobre el estrado, era yo la que dictaba clase. Y nada más en el mundo parecía fuera de alcance.

Por cierto no lamentaba ser una mujer; por el contrario, sacaba de ello grandes satisfacciones. Mi educación me había convencido de la inferioridad intelectual de mi sexo admitida por muchas de mis congéneres. "Una mujer no puede esperar pasar la agregación antes de cuatro o cinco fracasos", me decía la señorita Roulin que ya llevaba dos. Ese handicap daba a mis éxitos mucho más esplendor que a los de los estudiantes varones: me bastaba igualarlos para sentirme excepcional; en verdad, no había conocido a ninguno que me hubiera asombrado; el porvenir estaba tan ampliamente abierto para mí como para cualquiera de ellos: no poseían ninguna ventaja. Por otra parte no lo pretendían, me trataban sin condescendencia y hasta con particular gentileza, pues no veían en mí una rival; las mujeres estaban calificadas en los concursos según sus capacidades como los varones, pero como las aceptaban como supernumerarias no les disputaban sus lugares. Fue así que una exposición mía sobre Platón me valió de parte de mis condiscípulos -en particular de Jean Hippolyte- felicitaciones que no eran atenuadas por ningún reparo. Yo me enorgullecía de haber conquistado la estima. La benevolencia de ellos me evitó tener que tomar esa actitud de "challenge" que más adelante me fastidió en las mujeres americanas: desde el principio los hombres fueron para mí compañeros y no adversarios. Lejos de envidiarlos, mi posición por el hecho de ser singular me parecía privilegiada. Una noche, Pradelle invitó a su casa a sus mejores amigos y a sus hermanas. La mía me acompañó. Todas las chicas se juntaron en el cuarto de la chica Pradelle; yo me quedé con los muchachos.

Sin embargo, no renegaba de mi femineidad. Aquella noche mi hermana y yo habíamos cuidado mucho nuestra vestimenta. Vestidas yo de seda roja, y ella de seda azul, estábamos en verdad muy mal vestidas, pero las otras chicas tampoco brillaban. Yo había cruzado en Montparnasse algunas elegantes bellezas; tenían vidas demasiado diferentes de la mía para que pudiera aplastarme la comparación; por otra parte una vez libre, con dinero en el bolsillo, nada me impediría imitarlas. No olvidaba que Jacques me había dicho que era bonita; Stépha y Fernando me daban grandes esperanzas. Tal cual era me miraba con gusto en los espejos; me gustaba. En el terreno que nos era común yo era menos agraciada que las demás mujeres y no sentía hacia ellas ningún resentimiento; por lo tanto, no me aplicaba a desdeñarlas. En muchos terrenos colocaba a Zaza, a mi hermana, a Stépha, aun a Lisa, por encima de mis amigos masculinos: más sensibles, más generosas, estaban mejor dotadas para el sueño, las lágrimas, el amor. Yo me jactaba de unir en mi "un corazón de mujer y un cerebro de hombre". Volvía a encontrarme Única.

Lo que atemperó, al menos lo espero, esa arrogancia, fue que sobre todo apreciaba en mí los sentimientos que inspiraba y que me interesaba en los demás mucho más que en mi cara. En la época en que me debatía en las trampas que me aislaban del mundo, me sentía separada de mis amigos y ellos no podían hacer nada por mí; ahora estaba unida a ellos por ese porvenir que acababa de reconquistar y que nos era común; esa vida donde de nuevo yo adivinaba tantas promesas se encarnaba en ellos. Mi corazón latía por el uno, por el otro, por todos juntos, estaba siempre ocupado.

En primera fila de mis afectos estaba mi hermana. Ahora ella seguía, cursos de arte publicitario en un establecimiento de la calle Cassette donde se encontraba a gusto. En una fiesta organizada por su escuela cantó, disfrazada de pastora, viejas canciones francesas y me pareció deslumbrante. Solía ir a fiestas y cuando volvía, rubia, rosada, animada, con su vestido de tul azul, nuestro cuarto se iluminaba. Visitábamos juntas exposiciones de pintura, el Salón de Otoño, el Louvre; ella dibujaba de noche en un Atelier de Montmartre; a menudo yo iba a buscarla y atravesábamos París, continuando la conversación empezada desde nuestros primeros balbuceos; la seguíamos en la cama antes de dormirnos y al día siguiente en cuanto estábamos solas. Ella participaba en todas mis amistades, mis admiraciones, mis entusiasmos. Jacques piadosamente puesto a un lado, yo no quería a nadie tanto como a ella; me era demasiado cercana para ayudarme a vivir pero sin ella, pensaba, mi vida hubiera perdido su sabor. Cuando llevaba mis sentimientos a lo trágico me decía que si Jacques muriera me mataría, pero que si ella desapareciera ni siquiera necesitaría matarme para morir.

Como no tenía ninguna amiga y siempre estaba disponible yo pasaba ratos bastante largos con Lisa. En una lluviosa mañana de diciembre me pidió al salir de un curso que la acompañara hasta su pensión. Yo prefería volver a estudiar y me negué. En la Plaza Médicis, cuando yo estaba por subir al ómnibus, me dijo con una voz muy rara: "Bueno. Entonces le contaré el jueves lo que iba a contarle hoy." Paré la oreja: "Cuéntemelo enseguida." Me arrastró hasta el Luxemburgo, no había nadie en los senderos mojados. "No lo vaya a repetir: es demasiado ridículo." Vaciló: "Bueno: quisiera casarme con Pradelle." Me senté sobre un alambre al borde del césped y la miré azorada. "¡Me gusta tanto!, dijo. ¡Más de lo que nadie me gustó jamás!" Preparaban el mismo certificado de ciencias y seguían juntos algunos cursos de filosofía; yo no había notado nada particular entre ellos cuando salíamos en banda; pero sabía que Pradelle con su mirada de terciopelo y su sonrisa acogedora enloquecía a las chicas; me había enterado por Clairaut que entre las hermanas de sus compañeros por lo menos dos se consumían por él. Durante una hora en el jardín desierto, bajo los árboles que chorreaban agua, Lisa me habló de ese gusto nuevo que había tomado la vida para ella. ¡Qué frágil parecía en su abrigo gastado! Su cara me pareció conmovedora bajo su sombrerito que se parecía al cáliz de una flor, pero dudé que su gracia un poco seca hubiera enamorado a Pradelle. Stépha mi recordó la noche en que él había cambiado el tema con indiferencia, cuando estábamos hablando de la soledad de Lisa, de su tristeza. Traté de sondearlo. Volvía de un casamiento y discutimos un poco: él les encontraba encanto a esas ceremonias y a mí me parecía repelente esa exhibición pública de un asunto privado. Le pregunté si a veces pensaba en su propio casamiento. Vagamente, me dijo: pero no creía poder enamorarse nunca de una mujer; quería demasiado exclusivamente a su madre; hasta en amistad se reprochaba una cierta indiferencia. Le hablé de esos grandes desbordamientos de ternura que a veces me llenaban los ojos de lágrimas. Él meneó la cabeza: "Eso también es exagerado." Él no exageraba nunca y cruzó por mi cabeza la idea de que no resultaría fácil quererlo. En todo caso Lisa no contaba para él. Ella me dijo tristemente que en la Sorbona no le demostraba el menor interés. Pasamos un largo atardecer en el bar de la Rotonda hablando del amor y de nuestros amores; del dancing subía música de jazz y unas voces susurraban en la penumbra. "Estoy acostumbrada a la desgracia -decía-, uno nace así." Nunca había obtenido nada de lo que había deseado. "Y sin embargo, si siquiera pudiera tener su cabeza entre mis manos todo estaría justificado para siempre." Pensaba en pedir un cargo en las colonias e irse a Saigon o a Tananarive.

Yo me divertía siempre mucho con Stépha; Fernando solía estar con ella cuando yo subía a su cuarto; mientras ella preparaba cocktails con curacao, él me mostraba reproducciones de Soutine o de Cézanne; sus cuadros todavía torpes me gustaban y también yo admiraba que sin inquietarse por las dificultades materiales jugara toda su vida a la pintura. A veces salíamos los tres. Vimos con entusiasmo a Charles Dullin en Volpone y con severidad en la Comedie des Champs Elysées, donde estaba Baty, Départs de Gantillon. A la salida de clase Stépha me invitaba a almorzar en el Knam; comíamos, oyendo música, cocina polaca y ella me pedía consejo: ¿Debía casarse con Fernando? Yo contestaba que sí; nunca había visto entre un hombre y una mujer una comunión tan total: respondían exactamente a mi idea de la pareja. Ella vacilaba: ¡hay tanta gente "interesante" en el mundo! Esa palabra me fastidiaba un poco. No me sentía nada atraída por esos rumanos, esos búlgaros, con los cuales Stépha jugaba a la lucha de sexos. Por momentos mi "chauvinismo" se despertaba. Almorzamos con un estudiante alemán en el restaurante instalado en el interior de la Biblioteca; rubio, la mejilla ritualmente tajeada, hablaba de la grandeza de su país en tono vengativo. Pensé bruscamente: "Quizá luchará un día contra Jacques, contra Pradelle", y tuve ganas de levantarme de la mesa.

Sin embargo, me hice amiga de un periodista húngaro que irrumpió en la vida de Stépha hacia fines de diciembre. Muy alto, muy pesado, en su rostro voluminoso sus labios pastosos sonreían mal. Hablaba con complacencia de su padre adoptivo que dirigía el teatro más importante de Budapest. Escribía una tesis sobre el melodrama francés, admiraba apasionadamente la cultura francesa, a Madame de Staél y a Charles Maurras; exceptuando la Hungría consideraba a todos los países de Europa central como Bárbaros y particularmente a los Balcanes. Rabiaba cuando veía a Stépha conversar con un rumano. Se enojaba fácilmente; entonces sus manos temblaban, su pie derecho golpeaba convulsivamente el piso, tartamudeaba: esa incontinencia me molestaba. También me reventaba que no se le cayeran de la boca las palabras: refinamiento, gracia, delicadeza. No era estúpido y yo escuchaba con curiosidad sus conversaciones sobre las culturas y las civilizaciones. Pero en conjunto apreciaba mediocremente su conversación; él se irritaba: "¡Si supiera cómo soy de divertido en húngaro!", me dijo un día en un tono a la vez furioso y desolado. Cuando trataba de conquistarme para que yo lo ayudara con Stépha, yo lo mandaba a paseo. "¡Es insensato!", decía con una voz llena de odio. "¡Todas las chicas cuando una amiga tiene un lío adoran entrometerse!" Yo contestaba groseramente que su amor por Stépha no me conmovía: era un deseo egoísta de posesión y de dominio; por otra parte yo dudaba de su solidez: ¿estaba dispuesto a construir su vida con ella? Sus labios temblaban: "Si le dieran una porcelana de Saxe ¡usted la tiraría al suelo para ver si se rompe o no!" Yo no le ocultaba a Bandi -así lo llamaba Stépha- que en ese asunto yo era la aliada de Fernando. "¡Aborrezco a ese Fernando! -me dijo Bandi-. Para empezar es un judío!" Me quedé escandalizada.

Stépha se quejaba mucho de él; lo encontraba lo bastante brillante como para tener ganas de "aplastarlo", pero la perseguía con demasiada insistencia. En esa oportunidad comprobé que yo era ingenua. Una noche fui con Jean Mailet a ver al teatro de Champs Elysées los Piccoli que Poddrecca acababa de presentar por primera vez en París. Vi a Bandi que tenía a Stépha abrazada y ella no se defendía. Mailet quería mucho a Stépha, comparaba sus ojos a los de un tigre morfinómano; propuso que fuéramos a saludarla. El húngaro se apartó rápidamente de ella que me saludó sin la menor cortedad. Comprendí que trataba a sus festejantes con menos rigor de lo que había dejado imaginar y le guardé rencor por lo que me pareció una deslealtad, pues yo no entendía nada del flirt. Me alegré mucho cuando decidió casarse con Fernando. Bandi le hizo entonces escenas violentas: la perseguía hasta su cuarto pese a todas las consignas. Luego se calmó. Ella dejó de venir a la Nationale. Él todavía me invitaba a tomar café en Poccardi, pero ya no me hablaba de ella.

Más adelante vivió en Francia como corresponsal de un diario húngaro. Diez años después, la noche en que se declaró la guerra lo encontré en el Dome. Iba a alistarse al día siguiente en un regimiento compuesto por voluntarios extranjeros. Me confió un objeto que quería mucho: un relojito de pie de vidrio, de forma esférica. Me confesó que era judío, bastardo, y sexualmente maníaco: sólo le gustaban las mujeres que pesaban más de cien kilos; Stépha había sido una excepción en su vida: había esperado que a pesar de ser menuda le diese, gracias a su inteligencia, una impresión de inmensidad. La guerra lo devoró; nunca volvió a buscar su reloj.

Zaza me escribía desde Berlín largas cartas de las cuales yo leía pasajes a Stépha, a Pradelle. Cuando se fue de París, llamaba a los alemanes los "Boches" y sentía mucho temor al poner el pie en territorio enemigo: "Mi llegada a Fiobel Hospiz fue bastante lamentable; yo esperaba encontrar un hotel para señoras: encontré un enorme galpón lleno de gruesos Boches, por otra parte muy respetables y al hacerme entrar a mi cuarto la 'mádchen' me entregó, como Stépha me lo había predicho, un manojo de llaves: armario de luna, cuarto, puerta del edificio en que vivo, garaje, en fin, en caso de que quiera volver a las cuatro de la mañana. Yo estaba tan cansada por el viaje, tan extrañada por mi absoluta libertad y por la inmensidad de Berlín que no tuve valor de bajar a comer y me hundí, regando mi almohada con mis lágrimas, en una extraña cama sin sábanas ni mantas, formada simplemente por un acolchado. Dormí trece horas, oí misa en una capilla católica, paseé mi curiosidad a través de las calles y a mediodía mi moral ya había mejorado mucho. Desde entonces cada vez me acostumbro más: hay momentos en que una necesidad irrazonable de mi familia, de usted, de París, me invade de pronto como una puntada dolorosa, pero la vida berlinesa me gusta, no tengo ninguna dificultad con nadie, y siento que estos tres meses que voy a pasar aquí van a ser de lo más interesantes." No encontró recursos en la Colonia francesa que se componía únicamente del Cuerpo Diplomático: no había en Berlín más que tres estudiantes franceses y a la gente le parecía muy sorprendente que Zaza fuera a pasar un trimestre a Alemania y quisiera seguir cursos. "El cónsul, en una carta que me dio para un profesor alemán terminaba con una frase que me divirtió: Le ruego encarecidamente que aliente la tan interesante iniciativa de la señorita Mabille. ¡Parecería que he sobrevolado el Polo Norte!" Por lo tanto se decidió muy pronto a frecuentar a los indígenas. "El miércoles conocí los teatros de Berlín con un compañero totalmente inesperado. Imagínese, diría Stépha, que alrededor de la seis veo al director del Hospiz, el viejo gordo herr Pollak que se me acerca y me dice con su mejor sonrisa: Joven señorita francesa. ¿quiere ir esta noche al teatro conmigo? Un poco azorada al principio me informé de la moralidad de la pieza y considerando el aire serio y digno del viejo-herr Pollack decidí aceptar. A las ocho trotábamos por las calles de Berlín charlando como viejos amigos. Cada vez que se trataba de pagar algo el gordote decía con gracia: Usted es mi huésped, es gratis. En el tercer acto, animado por una taza de café me dijo que su mujer nunca quería ir al teatro con él, que no tenía ninguno de sus gustos y nunca había tratado de hacerle el gusto en treinta y cinco años de casamiento, excepto hace dos años, porque él estaba a la muerte, pero uno no puede estar siempre a la muerte, me decía en alemán. Me divertía como loca, el gordo herr Pollack me parecía mucho más divertido que Sudermann, el autor de la pieza llamada Die Ehre, una obra de tesis del género de Alejandro Dumas, hijo. Al salir del Trianon Teatro, para terminar esa noche bien alemana, ¡mi Boche quiso absolutamente comer salchichas con chucrut!"

Reí con Stépha pensando que la señora Mabille había exilado a Zaza con tal de no permitirle participar en un tenis mixto; y ésta salía sola de noche con un hombre: ¡un desconocido, un extranjero, un Boche! Por lo menos se había informado de la moralidad de la pieza. Pero, según sus cartas siguientes, no tardó en avivarse. Seguía cursos en la Universidad, iba a los conciertos, a los teatros, a los museos, se había vinculado con varios estudiantes y con un amigo de Stépha, Hans Miller, cuya dirección ésta le había dado. Al principio la había encontrado tan estirada que le había dicho riendo: "Usted toma la vida con guantes de cabritilla." Ella se había sentido muy mortificada: había resuelto sacarse los guantes.

"Veo tanta gente nueva, de medios, de países, de género tan diferente que siento todos mis prejuicios irse lamentablemente a la deriva y ya no sé exactamente si alguna vez he pertenecido a un medio ni cuál es. De pronto almuerzo a mediodía en la embajada con celebridades de la diplomacia, suntuosas embajadoras del Brasil o de la Argentina, y como de noche sola en Aschinger, el restaurante muy popular, codo con codo con un empleado, o algún estudiante griego o chino. No estoy aprisionada en ningún grupo, ninguna razón estúpida viene a impedirme de pronto hacer una cosa que puede interesarme, no hay nada imposible ni inaceptable y tomo maravillada y llena de confianza todo lo que cada día me trae de inesperado y de nuevo. Al principio tenía preocupaciones de forma; preguntaba a la gente lo que se hacía y lo que no se hacía. Sonrieron y me contestaron: Pero cada uno hace lo que quiere, y aproveché la lección. Ahora soy peor que una estudiante polaca, salgo a toda hora del día y de la noche, voy a los conciertos con Hans Miller, paseo con él hasta la una de la mañana. Parece considerar eso tan natural que me siento confusa de asombrarme todavía." Sus ideas también se modificaban; su chauvinismo se derretía. "Lo que más me sorprende aquí es el pacifismo, mucho más que la francofilia de todos los alemanes en general. El otro día en el cine asistí a una película de tendencias pacifistas que mostraba los horrores de la guerra: todo el mundo aplaudía. Parece que el año pasado cuando dieron aquí Napoleón, que tuvo un éxito monstruo, la orquesta tocaba la Marsellesa. Cierta noche, en el Ufa Palace, la gente aplaudió tanto que la tocaron tres veces en medio de ovaciones generales. Me habría sobresaltado si me hubieran dicho antes de irme de París que podría sin la menor molestia hablar de la guerra con un alemán; el otro día, Hans Miller me habló de la época en que había estado prisionero y terminó diciéndome: ¡Quizá era usted muy chica para recordar, pero era atroz ese tiempo, de ambos lados; no tiene que repetirse! Otra vez en que yo le hablaba de Siegfried et le Limousin y le decía que ese libro le interesaría me contestó -pero las palabras alemanas expresaban la idea más enérgicamente-: '¿Es apolítico o bien humano?' Ya nos han hablado bastante de naciones, de razas, que ahora nos hablen un poco del hombre en general. Creo que las ideas de esta índole están muy difundidas entre la juventud alemana."

Hans Miller pasó una semana en París; salió con Stépha y dijo que desde que había llegado, su amiga se había transformado; recibido fríamente por Mabille se asombró del abismo que separaba a Zaza del resto de su familia. Además, ella también tenía conciencia de esto. Me escribió que había sollozado de felicidad al ver en la ventanilla del tren la cara de su madre que había ido a visitarla a Berlín; no obstante la idea de volver a su hogar la asustaba. Lili había concedido por fin su mano a un egresado de la Escuela de Politécnica y según contaba Hans Miller la casa estaba toda revuelta. "Siento que en casa ya está todo él mundo absorbido por las participaciones, las felicitaciones recibidas, los regalos, el anillo, el ajuar, el color que usarán las chicas del cortejo (creo que no olvido nada); y ese gran ajetreo de formalidades no me da muchas ganas de volver, ¡ya he perdido tanto la costumbre de todo eso! Y aquí tengo verdaderamente una vida tan linda, tan interesante... Cuando pienso en mi regreso es sobre todo una gran felicidad de volver a verla la que siento en mí. Pero le confieso que estoy asustada de reanudar mi existencia de hace tres meses. El muy respetable formalismo de que vive la mayo ría de la gente de nuestro medio se me ha vuelto insoportable, tanto más insoportable que recuerdo la época no muy lejana en que sin saberlo yo todavía creía en él y temo al volver recobrar ese espíritu."

No sé si la señora Mabille se daba cuenta de que esa estadía en Berlín no había tenido el resultado que ella había esperado; en todo caso se preparaba a volver a tomar a su hija entre manos. Al encontrarse con mi madre en una reunión en que ésta acompañaba a Poupette, le había hablado muy secamente. Mi madre pronunció el nombre de Stépha: "No conozco a Stépha. Conozco a la señorita Avdicovitch que fue gobernanta de mis hijos." Había agregado: "Usted educa a Simone como quiere. Yo tengo otros principios." Se había quejado de mi influencia sobre su hija y había terminado diciendo: "Felizmente, Zaza me quiere mucho."

Todo París estuvo con gripe ese invierno y yo estaba en la cama cuando Zaza volvió a París; sentada a mi cabecera me describía Berlín, la Ópera, los conciertos, los museos. Había engordado y tenía lindos colores: Stépha y Pradelle quedaron impresionados como yo por su metamorfosis. Le dije que en octubre su reserva me había inquietado: me aseguró alegremente que ya era otra persona. No solamente muchas de sus ideas habían cambiado sino que en vez de meditar sobre la muerte y de aspirar al claustro desbordaba de vitalidad. Esperaba que la partida de su hermana le facilitaría mucho la existencia. Se apiadaba, sin embargo, sobre la suerte de Lili: "Es tu última oportunidad", había declarado la señora Mabille. Lili había corrido a consultar a todas sus amigas. "Acepta", habían aconsejado las recién casadas resignadas y las solteras que no encontraban marido. Zaza tenía el corazón oprimido cuando oía las conversaciones de ambos novios. Pero sin saber muy bien por qué ahora estaba segura de que semejante porvenir no la amenazaba. Por el momento se disponía a estudiar seriamente el violín, a leer mucho, a cultivarse; contaba iniciar la traducción de una novela de Stephan Zweig. Su madre no se atrevía a quitarle demasiado rápidamente su libertad; le permitió salir dos o tres veces de noche conmigo. Oímos El Príncipe Igor ejecutado por la Ópera rusa. Asistimos a la primera película de Al Johnson, El cantor de jazz, y a una sesión organizada por el grupo "El Esfuerzo" en que proyectaban películas de Germaine Dulac: luego hubo un debate agitado sobre el cine puro y el cine sonoro. A menudo, de tarde, mientras estudiaba en la Nationale, sentía sobre mi hombro una mano enguantada; Zaza me sonreía, bajo su sombrero de castor rosa, e íbamos a tomar un café o a dar una vuelta. Desgraciadamente se fue a Bayona donde acompañó durante un mes a una prima enferma.

La eché mucho de menos. Los diarios decían que desde hacía quince años París no había conocido un frío tan riguroso; el Sena arrastraba pedazos de hielo; yo ya no paseaba y estudiaba demasiado. Terminaba mi diploma; redactaba para un profesor llamado Laporte una disertación sobre Hume y Kant; desde las nueve de la mañana a las seis de la tarde me quedaba clavada en mi sillón en la Nationale; apenas si me concedía media hora para comer un sandwich; a la tarde solía adormecerme y a veces dormirme del todo. De noche en casa trataba de leer: Goethe, Cervantes, Chéjov, Strindberg. Pero me dolía la cabeza. El cansancio a veces me daba ganas de llorar. Y decididamente la filosofía tal como la practicaban en la Sorbona no tenía nada consolador. Bréhier daba un curso excelente sobre los Estoicos; pero Brunschvicg se repetía; Laporte hacía pedazos todos los sistemas, salvo el de Hume. Era el más joven de nuestros profesores, llevaba unos bigotitos, polainas blancas, seguía a las mujeres por la calle: una vez se había acercado por error a una de sus discípulas. Me devolvió mi disertación con una calificación mediana y comentarios irónicos: había preferido Kant a Hume. Me invitó a su casa, un hermoso departamento de la avenida Bosquet, para hablarme de mi deber. "Grandes cualidades pero muy antipático. Estilo oscuro, falsamente profundo: ¡para lo que hay que decir en filosofía!" Entabló el proceso de todos sus colegas y en particular de Brunschvicg; luego pasó rápidamente revista a los viejos maestros. ¿Los filósofos de la antigüedad?, unos necios. ¿Spinoza?, un monstruo. ¿Kant?, un impostor. Quedaba Hume. Objeté que Hume no resolvía ninguno de los problemas prácticos: se encogió de hombros: "La práctica no plantea problemas." No. No había que ver en la filosofía sino un entretenimiento y había derecho a preferirle otros. "Después de todo ¿se trataría solamente de una convención?", sugerí. "¡Ah!, no, señorita, esta vez está exagerando", me dijo con una brusca indignación. "Ya sé -agregó-, el escepticismo no está de moda. Por supuesto: vaya a buscar una doctrina más optimista que la mía." Me acompañó hasta la puerta. "¡Bueno, encantado! Usted aprobará seguramente su agregación", concluyó con aire asqueado. Sin duda era más sano pero menos reconfortante que Jean Baruzi.

Yo trataba de reaccionar. Pero Stépha preparaba su ajuar, organizaba su hogar y yo la veía apenas. Mi hermana estaba triste, Lisa desesperada, Clairaut distante, Pradelle siempre igual a sí mismo; Mallet se mataba estudiando. Yo trataba de interesarme en la señorita Roulin, en algunos otros compañeros. No lo lograba. Durante toda una tarde por las galerías del Louvre, hice un largo viaje de Asiria a Egipto, y de Egipto a Grecia; volvía a salir a la noche mojada de París. Me arrastraba sin pensamientos, sin amor. Me despreciaba. Pensaba en Jacques de muy lejos, como en un orgullo perdido. Suzanne Boigue que regresaba de Marruecos me recibió en un departamento claro, discretamente exótico; era querida y feliz, yo la envidiaba. Lo que más me pesaba era sentirme disminuida. "Me parece que he perdido muchísimo, y lo peor es que no llego a sufrir... Estoy inerte, me dejo llevar por las ocupaciones, los sueños del momento. Nada en mí está comprometido en nada; no estoy atada ni a una idea ni a un afecto por ese lazo estrecho, cruel y exaltante que durante mucho tiempo me ha atado a tantas cosas; me intereso en todo con mesura; ¡ah!, soy razonable hasta el punto de no sentir siquiera la angustia de mi existencia." Me aferraba a la esperanza de que ese estado fuera provisorio; de aquí a cuatro meses, ya libre del concurso, podría interesarme de nuevo en mi vida; empezaría a escribir mi libro. Pero hubiera querido que alguna ayuda me viniera de afuera. "¡Deseo de un afecto nuevo, de una aventura, de cualquier cosa que no sea yo misma!"

La poesía de los bares se había aventado. Pero después de un día entero pasado en la Nationale o en la Sorbona no soportaba encerrarme en casa. ¿Adonde ir? De nuevo erré por Montparnasse, con Lisa una noche, luego con Fernando y Stépha. Mi hermana se había hecho muy amiga de una de sus compañeras de escuela, una bonita muchacha de diecisiete años, elástica y atrevida, cuya madre tenía una confitería; la llamaban Gégé; salía muy libremente. Las encontraba a menudo en el Dome. Una noche decidimos ir a la Jungle que acababa de abrirse frente al Jockey; pero carecíamos de fondos. "No importa -dijo Gégé-. Espérenos aquí, ya vamos a arreglarnos." Entré sola a la "boite" y me senté en el bar. Sentadas en un banco del Bulevar, Poupette y Gégé gemían con ostentación: "¡Pensar que nos faltan diez francos!" Un transeúnte se conmovió. No sé qué le contaron, pero al rato estaban trepadas a mi lado ante sus gin-fizz. Gégé sabía conquistar a los hombres. Nos ofrecieron una copa, nos hicieron bailar. Una enana llamada Chiffon, que ya había oído en el Jockey, cantaba y decía obscenidades levantándose las faldas; exhibía muslos cubiertos de moretones y comentaba cómo la mordía su amante. En un sentido era refrescante. Repetimos esa fiesta. Una noche en el Jockey encontré a unos viejos amigos con los que evoqué las alegrías del verano pasado; un joven estudiante suizo que frecuentaba la Nationale, me hizo la corte con entusiasmo; bebí y me divertí. Más tarde, en la noche, un joven médico que observaba nuestro trío con mirada crítica me preguntó si yo iba allí para estudiar costumbrismo; cuando mi hermana se fue a medianoche me felicitó por su formalidad, pero me dijo que Gégé era demasiado joven para andar por los dancings. A eso de la una nos propuso llevarnos en taxi; primero dejamos a Gégé y él estaba visiblemente divertido ante mi malestar durante el corto trayecto en que estuve sola con él. Su interés me halagó. Bastaba un encuentro, un incidente imprevisto, para devolverme mi buen humor. El placer que me causaban esas ínfimas aventuras no explican, sin embargo, que yo haya sucumbido de nuevo a la seducción de los lugares de mala vida. Yo misma me asombraba: "Jazz, mujeres, bailes, palabras impuras, alcohol, rozamientos: ¿cómo no voy a sentirme chocada, y acepto aquí lo que no aceptaría en ninguna parte y bromeo con estos hombres? ¿Cómo pueden gustarme estas cosas con esa pasión que me viene de tan lejos, y que me domina con tal fuerza? ¿Qué es lo que voy a buscar en esos lugares de encanto turbio?"

Algunos días más tarde tomé el té en casa de la señorita Roulin, con quien me aburría a morirme. Al salir fui a L'Europeen; me senté por cuatro francos en una platea balcón entre mujeres en cabeza y muchachos desprolijos; las parejas se abrazaban, se besaban; unas muchachas pesadamente perfumadas se quedaban pasmadas oyendo al cantor engominado y gruesas risas subrayaban los chistes verdes. Yo también me conmovía, me reía, me sentía bien. ¿Por qué? Erré largamente por el Bulevar Barbes, miraba a las rameras y a los granujas no ya con horror sino con una especie de envidia. De nuevo me asombraba: "Hay en mí no sé qué deseo quizá monstruoso, presente desde siempre, de ruido, de lucha, de salvajismo y de hundirme sobre todo... ¿Qué se necesitaría hoy para que yo también fuera morfinómana, alcohólica, y no sé qué más? Quizá solamente una ocasión, un hambre un poco mayor de todo lo que nunca conoceré..." Por momentos me escandalizaba de esa "perversión", de esos "bajos instintos", que descubría en mí. ¿Qué habría pensado Pradelle que antes me acusaba de prestarle a la vida demasiada nobleza? Yo me reprochaba mi duplicidad, mi hipocresía. Pero no pensaba en renegarme: "Quiero la vida, toda la vida. Me siento curiosa, ávida, ávida de quemarme más ardientemente que cualquier otra, cualquiera sea la llama."

Estaba a dos dedos de confesarme la verdad: ya estaba harta de ser un espíritu puro. No era porque el deseo me atormentara como en vísperas de la pubertad. Pero adivinaba que las violencias de la carne, su crudeza me hubieran salvado de ese estado etéreo e insulso en que me agotaba. No se trataba para mí de tentar la experiencia; tanto como mis sentimientos por Jacques, mis prejuicios me lo impedían. Cada vez aborrecía más francamente el catolicismo; viendo a Lisa y a Zaza debatirse contra "esa religión martirizadora" me alegraba de haber escapado de ella; en verdad continuaba embadurnada; los tabus sexuales sobrevivían hasta el punto que pretendía poder ser morfinómana o alcohólica, pero no pensaba en el libertinaje. Al leer a Goethe y el libro escrito sobre él por Ludwig, protesté contra su moral. "El lugar que le hace tan tranquilamente a la vida de los sentidos, sin desgarramiento, sin inquietud, me choca. La peor perversión, si es la de un Gide que busca un alimento para su espíritu, una defensa, una provocación, me conmueve; los amores de Goethe me molestan." O bien el amor físico se integraba al amor a secas, y en ese caso todo era natural, o era una trágica decadencia y yo no tenía valor para naufragar en ella.

Decididamente yo dependía de las estaciones. Nuevamente este año al primer soplo de la primavera me desplegaba, respiraba alegremente el olor a alquitrán caliente. No me relajaba, el concurso se acercaba y tenía un montón de lagunas que llenar; pero el cansancio me imponía reposos y yo los aprovechaba. Paseaba con mi hermana por los bordes de la Mame, volví a sentir el placer de conversar con Pradelle bajo los castaños del Luxemburgo; compré un sombrerito rojo que hizo sonreír a Stépha y a Fernando. Llevé a mis padres a L'Européen y mi padre nos convidó con helados en la terraza de Wepler. Mi padre me acompañaba bastante a menudo al cine; en el Moulin Rouge vimos juntos Barbette, menos extraordinaria de lo que pretendía Jean Cocteau. Zaza volvió de Bayona. Visitamos en el Louvre las nuevas salas de pintura francesa; no me gustaba Monet, apreciaba a Renoir con reserva, admiraba mucho a Manet y sin reservas a Cézanne porque veía en sus cuadros "el descendimiento del espíritu en el corazón del sensible". Zaza compartía más o menos mis gustos. Asistí sin aburrirme demasiado al casamiento de su hermana.

Durante las vacaciones de Pascuas pasé todos mis días en la Nationale; encontré a Clairaut que me pareció un poco pedante pero que seguía intrigándome; ¿ese hombrecito flaco y negro habría sufrido verdaderamente de la "trágica soberanía" de la carne? Lo cierto, en todo caso, era que ese problema lo trabajaba. Llevó varias veces la conversación sobre el artículo de Mauriac. ¿Qué dosis de sensualidad pueden permitirse los esposos cristianos? ¿Los novios? Un día le hizo esta pregunta a Zaza que se enfureció: "¡Son problemas de solteronas y de curas!", le contestó. Pocos días después me contó que él había atravesado una dolorosa experiencia. A principios del año escolar se había comprometido con la hermana de uno de sus compañeros; ella lo admiraba inmensamente y era una naturaleza apasionada: ¡si él no hubiera puesto un freno sabe Dios adonde hubieran ido a parar! Él le había explicado que debían conservarse para su noche de bodas, que entre tanto sólo castos besos les eran permitidos. Ella se había obstinado en ofrecerle su boca, él en rechazarla; ella había terminado por tomarle idea y por romper con él. Visiblemente ese fracaso lo obsesionaba. Raciocinaba sobre el casamiento, el amor, las mujeres, con un encarnizamiento maniático. Me pareció bastante ridícula esa historia, que me recordaba la de Suzanne Boigue; pero me halagaba la confidencia.

Las vacaciones de Pascuas terminaron; en los floridos jardines de la Escuela Normal me encontré con placer en medio de mis compañeros. Los conocía casi a todos. El único clan que me resultaba hermético era el formado por Sartre, Nizan y Herbaud; no se daban con nadie; sólo asistían a algunos cursos elegidos y se sentaban apartados de los demás. Tenían mala fama. Se decía que "carecían de simpatía por las cosas". Vivamente anti-talas, pertenecían a un grupo compuesto en su mayor parte por ex alumnos de Alain, y conocido por su brutalidad: sus afiliados arrojaban bombas de agua sobre los estudiantes distinguidos que volvían de noche, de smocking. Nizan estaba casado y había viajado, solía usar pantalones de golf y detrás de sus gruesos anteojos de carey su mirada me intimidaba. Sartre no tenía una cara desagradable, pero se decía que era el más terrible de los tres y hasta lo acusaban de beber. Uno solo me parecía accesible: Herbaud. Él también estaba casado. En compañía de Sartre y de Nizan, me ignoraba. Cuando lo encontraba solo, cambiábamos algunas palabras.

Había dado una conferencia, en enero, en el curso de Brunschvicg y durante la discusión que había seguido, había divertido a todo el mundo. Yo había sido sensible al encanto de su voz burlona, de su boca irónica. Mi mirada descorazonada por los agregativos grisáceos, descansaba gustosa sobre su rostro rosado iluminado por ojos de un celeste infantil; su pelo rubio era duro y vivo como el pasto. Una mañana había venido a estudiar a la Nationale y pese a la elegancia de su sobretodo azul, de su traje bien cortado, yo le había encontrado algo campesino. Yo había tenido la inspiración -contrariamente a mis costumbres- de subir a almorzar al restaurante interior de la Biblioteca: él me había hecho un lugar en su mesa con tanta naturalidad como si tuviéramos una cita. Habíamos hablado de Hume y de Kant. Yo lo había cruzado en el vestíbulo de Laporte que le decía en tono ceremonioso: "Bueno, hasta pronto señor Herbaud"; y había pensado con pena que era un señor casado, muy lejano, para el cual yo nunca existiría. Una tarde lo había visto en la calle Soufflol acompañado por Sartre y Nizan, del brazo de una mujer de gris. Me había sentido excluida. Era el único del trío que seguía los cursos de Brunschvicg; un poco antes de las vacaciones de Pascuas se había sentado a mi lado. Había dibujado unos Eugéne, inspirados en los que había creado Cocteau en Le Potomak y compuesto breves poemas ácidos. Me había parecido muy divertido y me había emocionado encontrar en la Sorbona a alguien que apreciara a Cocteau. En cierto modo, Herbaud me hacía pensar en Jacques; él también reemplazaba a menudo una frase por una sonrisa y parecía vivir fuera de los libros. Cada vez que había vuelto a la Nationale me había saludado gentilmente y yo ardía en deseos de decirle algo inteligente: desgraciadamente no encontraba nada.

No obstante cuando los cursos de Brunschvicg se reiniciaron después de las vacaciones, él se instaló de nuevo a mi lado. Me dedicó un "retrato de agregativo medio", otros dibujos y poemas. Me anunció abruptamente que era individualista. "Yo también", dije. "¿Usted?" Me examinó con aire desconfiado: "Pero yo la creía católica, tomista y social." Protesté y me felicitó por nuestra coincidencia. Me hizo el elogio de nuestros predecesores: Sylla, Barres, Stendhal, Alcibíades, por el cual tenía una debilidad; ya no recuerdo todo lo que me contó, pero me divertía cada vez más; parecía estar perfectamente seguro de sí y no tomarse nada en serio: lo que me encantó fue esa mezcla de soberbia y de ironía. Quedé enloquecida cuando al despedirse me prometió largas conversaciones. "Tiene una forma de inteligencia que me conmueve", anoté aquella noche. Ya estaba dispuesta a abandonar por él a Clairaut, Pradelle, Mallet, a todos los demás. Poseía evidentemente la atracción de la novedad y yo sabía que me embalaba pronto a riesgo de desencantarme rápido. De todas maneras me sorprendió la violencia de este entusiasmo: "¿Encuentro con André Herbaud o conmigo misma? ¿Cuál me ha emocionado más? ¿Por qué me siento emocionada como si verdaderamente me hubiera ocurrido algo?"

Algo me había ocurrido que indirectamente decidió toda mi vida: pero eso no debía saberlo hasta más tarde.

En adelante Herbaud frecuentó asiduamente la Nationale; yo le reservaba el sillón junto al mío. Almorzábamos en una especie de lunch-room en el primer piso de una panadería; mis medios me permitían apenas pagarme el plato del día, pero él me llenaba con autoridad de tartas con frutillas. Una vez me invitó en La Fleur de Lys, en la plaza Louvois, a almorzar en una forma que me pareció suntuosa. Paseábamos por los jardines del Palais-Royal, nos sentábamos al borde del estanque; el viento azotaba el chorro de la fuente y algunas gotas nos saltaban a la cara. Yo sugería que volviéramos a trabajar. "Entonces vamos primero a tomar un café -decía Herbaud-, si no trabaja mal, se agita, me impide leer." Me llevaba a Poccardi, y cuando me levantaba, después de tomar la última taza, me decía afectuosamente: "¡Qué lástima!" Era hijo de un profesor de los alrededores de Toulouse y había venido a París para preparar Normal. Había conocido en hypo-khdgne a Sartre y a Nizan y me habló mucho de ellos; admiraba a Nizan por la soltura de su distinción, pero era sobre todo amigo de Sartre al que consideraba prodigiosamente interesante. A nuestros demás condiscípulos los despreciaba en conjunto y en detalle. Clairaut le parecía un pesado y no lo saludaba nunca. Una tarde Clairaut se me acercó con un libro en la mano: "Señorita de Beauvoir -me preguntó en tono inquisidor-, ¿qué piensa de esa opinión de Brochard según la cual el Dios de Aristóteles conocería el placer?" Herbaud lo miró de hito en hito: "Así lo espero por él", dijo con desdén. Los primeros tiempos conversábamos sobre todo del mundillo que nos rodeaba: nuestros compañeros, nuestros profesores, el concurso. Él me citaba el tema de disertación que divertía tradicionalmente a los estudiantes: "Diferencia entre la noción de concepto y el concepto de la noción." Él había inventado otros: "¿De todos los autores del programa cuál es el que usted prefiere y por qué?" "El alma y el cuerpo: parecidos, diferencias, ventajas e inconvenientes." En realidad no tenía con la Sorbona y Normal sitio, relaciones bastante lejanas, su vida estaba en otra parte. Me habló un poco de ella. Me habló de su mujer que encarnaba a sus ojos todas las paradojas de la femineidad, de Roma adonde había ido en viaje de bodas, del Foro que lo había emocionado a llorar, de su sistema moral, del libro que quería escribir. Me traía Detective y L'Auto; se apasionaba por una carrera ciclista o por un enigma policial; me aturdía con anécdotas, asociaciones imprevistas. Manejaba con tal gracia el énfasis y la brevedad, el lirismo, el cinismo, la ingenuidad, la insolencia, que nada de lo que decía resultaba nunca banal. Pero lo más irresistible que había en él era su risa: parecía que acababa de caer de improviso sobre un planeta que no era el suyo y del que descubría divertidísimo la gracia prodigiosa. Guando su risa explotaba todo me parecía nuevo, sorprendente, delicioso."

Herbaud no se parecía a mis otros amigos, éstos tenían rostros tan razonables que se volvían inmateriales. La cara de Jacques en verdad no tenía nada seráfico pero un cierto baño burgués disfrazaba la abundante sensualidad. Imposible reducir el rostro de Herbaud a un símbolo; la mandíbula pronunciada, la gran sonrisa húmeda, las pupilas azules rodeadas de una cornea brillante, la carne, los huesos, la piel se imponían y se bastaban. Además Herbaud tenía un cuerpo. Entre los árboles verdeantes me decía cuánto detestaba la muerte y que nunca aceptaría la enfermedad ni la vejez. ¡Con qué orgullo sentía en sus venas la frescura de su sangre! Yo lo miraba recorrer el jardín con una gracia un poco desgarbada, miraba sus orejas transparentes al sol como azúcar rosada y sabía que tenía a mi lado no a un ángel sino a un hijo de los hombres. Estaba cansada de lo angelical y me alegraba que me tratara -como sólo lo había hecho Stépha- en criatura terrenal. Pues su simpatía no se dirigía a mi alma; no pesaba mis méritos: espontánea, gratuita, me adoptaba toda entera. Los demás me hablaban con deferencia o al menos con gravedad, a distancia. Herbaud se me reía en la cara, posaba su mano sobre mi brazo, me amenazaba con el dedo llamándome: "¡Mi pobre amiga!"; hacía sobre mi persona un montón de pequeñas reflexiones, amables o burlonas, siempre inesperadas.

Filosóficamente, no me deslumbraba. Advertía un poco de incoherencia: "Admiro su facultad de tener sobre todas las cosas teorías propias. Quizá porque no sabe mucha filosofía. Me gusta enormemente." Carecía en efecto de rigor filosófico, pero lo que contaba mucho más para mí era que me abría caminos en los cuales me moría de ganas de internarme sin tener todavía la audacia. La mayoría de mis amigos eran creyentes, y" yo perdía el tiempo buscando un equilibrio entre el punto de vista de ellos y el mío; no me atrevía a alejarme demasiado de ellos. Herbaud me daba ganas de liquidar ese pasado que me separaba de él: reprobaba mis concomitancias con los "talas". El ascetismo cristiano le repugnaba. Él ignoraba deliberadamente la angustia metafísica. Antirreligioso, anticlerical, era también antinacionalista, antimilitarista; le horrorizaban todas las místicas. Yo le di a leer mi disertación sobre "la personalidad" de la que estaba muy orgullosa; hizo una mueca; advertía en ella los efluvios de un catolicismo y de un romanticismo que me exhortó a barrer lo antes posible. Yo acepté con entusiasmo. Ya estaba harta de las "complicaciones católicas", de los problemas espirituales sin salida, de las mentiras de lo maravilloso; ahora quería tocar tierra. Por eso al encontrar a Herbaud tuve la impresión de encontrarme a mí misma: me señalaba mi porvenir. No era ni un bien pensante, ni una rata de biblioteca, ni un pilar de bar; probaba con su ejemplo que uno puede formarse, fuera de los viejos moldes, una vida orgullosa, alegre y reflexiva tal como yo la deseaba.

Esa fresca amistad exaltaba las alegrías de la primavera. Una sola primavera en el año, me decía, y en la vida una sola juventud: no hay que dejar perder nada de las primaveras de mi juventud. Terminé de redactar mi tesis, leía libros sobre Kant, pero el trabajo más pesado estaba hecho y me sentía segura de triunfar: el éxito que anticipaba contribuía a embriagarme. Pasé con mi hermana noches alegres en Bobino, en el Lapin Agile, en el Caveau de la Bolee, donde ella hacía croquis. Fui a la sala Pleyel con Zaza a oír el festival Layton y Johnston; visité con Reismann una exposición de Utrillo; aplaudí a Valentine Tessier en Jean de la Lune. Leí con admiración Luden Leuwen y con curiosidad Manhattan Transfer que para mi gusto estaba demasiado compuesto. Me sentaba en el Luxemburgo al sol, de noche seguía las aguas negras del Sena, atenta a las luces, a los olores, a mi corazón, y la dicha me sofocaba.

Una noche, a fines de abril, encontré a mi hermana y a Gégé en la plaza Saint-Michel; después de haber tomado cocktails y escuchado discos de jazz en un nuevo bar del barrio, Le Batean Ivre, fuimos a Montparnasse. El azul fluorescente de las luces de neón me recordaba las flores de mi infancia. En el Jockey rostros conocidos me sonrieron y una vez más la voz del saxofón me partió dulcemente el corazón. Vi a Riquet. Conversamos: de Jean de la Lune, y como siempre de la amistad, del amor; me aburrió; ¡qué distancia entre él y Herbaud! Sacó una carta de su bolsillo y entreví la letra de Jacques. "Jacques cambia -me dijo-, envejece. No volverá a París hasta mediados de agosto." Agregó con ímpetu: "De aquí a diez años hará cosas increíbles." No me inmuté. Me parecía haberme quedado paralítica del corazón.

Al día siguiente, sin embargo, me desperté al borde del llanto. "¿Por qué Jacques escribe a los demás y nunca a mí?" Fui a Sainte-Geneviéve pero renuncié a estudiar. Leí La Odisea "para poner a toda la humanidad entre yo y mi dolor particular" El remedio fue poco eficaz. ¿En qué estaba con Jacques? Dos años antes, decepcionada por la frialdad de su recibimiento, me había paseado por los bulevares reivindicando contra él "una vida mía"; esa vida, la tenía. ¿Pero iba a olvidar al héroe de mi juventud, al hermano fabuloso de Meaulnes, predestinado a "cosas increíbles" y acaso marcado, quién sabe, por el genio? No. El pasado me poseía: ¡yo había deseado tanto, y desde hacía tanto tiempo llevarlo todo entero conmigo al porvenir!

Volvía a empezar a andar a tientas entre nostalgias, esperas, y una noche empujé la puerta del Stryx. Riquet me invitó a su mesa. En el bar, Olga, la amiga de Riaucourt, conversaba con una muchacha morena envuelta en pieles plateadas, que me pareció muy bonita; tenía un pelo muy negro, un rostro agudo de labios escarlatas, largas piernas sedosas. En seguida supe que era Magda. "¿Tienes noticias de Jacques? -decía-. ¿No ha pedido noticias mías? Ese tipo se mandó mudar hace un año y ni siquiera pregunta cómo estoy. No estuvimos ni dos años juntos. ¡Qué mala suerte tengo! ¡Ese animal!" Yo registraba sus palabras pero en el momento apenas reaccioné. Discutí tranquilamente con Riquet y su banda hasta la una de la mañana.

Apenas me había metido en la cama, me derrumbé. Pasé una noche atroz. Al día siguiente pasé el día entero en la terraza del Luxemburgo, tratando de poner las cosas en su lugar. No sentía celos. Esas relaciones estaban rotas; no habían durado mucho; a Jacques le habían pesado y se había ido antes de que lo llamaran para romper. Y el amor que yo soñaba entre nosotros no tenía nada de común con esa historia. Un recuerdo volvió a mi memoria: en un libro de Pierre Jean Jouve, que me había prestado Jacques, había subrayado esta frase: "Me confío, a este amigo, pero es otro el que abrazo." Y yo había pensado: "Bien, Jacques. Es al otro al que compadezco." Él alimentaba ese orgullo diciéndome que no estimaba a las mujeres pero que yo era para él otra cosa que una mujer. ¿Entonces por qué estaba tan desolado mi corazón? ¿Por qué me repetía con los ojos llenos de lágrimas las palabras de Otello:

"¡Qué lástima, Yago! ¡Ah! ¡Yago, qué lástima!"? Es que acababa de hacer un lacerante descubrimiento: esa hermosa historia, que era mi vida, iba volviéndose falsa a medida que yo me la contaba.

¡Cómo me había cegado y cómo me mortificaba! Las neurastenias de Jacques, sus desganos, los atribuía a no sé qué sed de imposible. ¡Qué estúpidas debieron parecerle mis respuestas abstractas! ¡Qué lejos estaba de él cuando me creía tan cerca! Sin embargo, había habido índices: conversaciones con amigos alrededor de disgustos oscuros pero precisos. Otro recuerdo se despertó: yo había visto en el auto de Jacques, sentada a su lado, a una mujer morena demasiado elegante y demasiado bonita. Pero había multiplicado los actos de fe. ¡Con qué ingenio, con qué empecinamiento me había engañado! Yo sola había soñado esa amistad de tres años; hoy me aferraba a ella a causa del pasado y el pasado no era sino mentira. Todo se derrumbaba. Tuve ganas de cortar todos los puentes: querer a alguna otra persona o partir al fin del mundo.

Y luego me regañé. Lo falso era mi sueño, no Jacques. ¿Qué podía reprocharle? Nunca había jugado al héroe ni al santo y a menudo me había dicho mucho mal de sí mismo. La cita de Jouve había sido una advertencia; había tratado de hablarme de Magda: yo le había dificultado la franqueza. Por otra parte, hacía tiempo que yo presentía la verdad y que hasta la sabía. ¿Qué chocaba ella en mí salvo viejos prejuicios católicos? Me tranquilicé. Me equivocaba al exigir que la vida se conformara a un ideal establecido de antemano; era yo quien debía mostrarme a la altura de lo que ella me aportaba. Siempre había preferido la realidad a los espejismos; terminé mi meditación enorgulleciéndome de haber tropezado contra un acontecimiento sólido y haber logrado salvarlo.

A la mañana siguiente una carta de Meyrignac me informó que abuelito estaba gravemente enfermo y que iba a morir; yo lo quería mucho, pero tenía mucha edad, su muerte me parecía natural y no me entristeció. Mi prima Madeleine estaba en París; la llevé a comer helados en una terraza de Champs-Elysées; me contaba cuentos que yo no escuchaba, pues pensaba en Jacques con disgusto. Su fío con Magda se conformaba demasiado fielmente al clásico esquema que siempre me había asqueado: el hijo de familia se inicia a la vida con una querida de condición modesta, luego cuando decide ser un señor serio, la planta. Era trivial, era lamentable. Me acosté, me desperté con la garganta anudada por el desprecio. "Uno está a la altura de las concesiones que uno se hace", me repetí esa frase de Jean Sarment durante los cursos de la Escuela Normal, y mientras almorzaba con Pradelle en una especie de lechería del Bulevar Saint-Michel, las Yvelynes. Él hablaba de él. Protestaba que era menos fieramente ponderado de lo que sus amigos pretendían; pero detestaba las exageraciones; no se permitía expresar sus sentimientos o sus ideas más allá de las certidumbres que poseía. Yo aprobaba sus escrúpulos. Si a veces me parecía demasiado indulgente respecto a los demás, también se trataba a sí mismo con severidad. Es mejor eso que lo contrario, pensé amargamente. Pasamos revista a la gente que estimábamos y él apartó de un plumazo a los "estetas de bar". Le di la razón. Lo acompañé a Passy en ómnibus y fui a pasear al bosque.

Respiré el olor del césped recién cortado, caminé por el parque de Bagatelle, deslumbrada por la profusión de margaritas y de junquillos, y por los frutales en flor; había canteros de tulipanes rojos, cuyas cabezas se inclinaban, cercos de lilas y árboles inmensos. Leí Homero al borde de un lago; tan pronto el sol, tan pronto ligeros chaparrones, acariciaban el follaje zumbante. ¿Qué dolor, me preguntaba, podría resistir a la belleza del mundo? Jacques, después de todo, ya no tenía más importancia que los árboles de ese jardín.

Yo era conversadora, me gustaba dar publicidad a todo lo que me pasaba y además deseaba que alguien me diera sobre esta historia un punto de vista imparcial. Sabía que Herbaud sonreiría; estimaba demasiado a Zaza y a Pradelle para exponer a Jacques al juicio de ellos. En cambio, Clairaut ya no me intimidaba; él apreciaría los hechos a la luz de esa moral cristiana ante la cual, a pesar de mí misma, yo todavía me inclinaba: le sometí mi caso. Me escuchó con avidez y suspiró: ¡qué intransigentes son las muchachas! Él había confesado a su novia algunos deslices -solitarios, me dio a entender- y en vez de admirar su franqueza pareció asqueada. Yo suponía que hubiera preferido una confesión más gloriosa o a falta de ella el silencio; pero no se trataba de eso. En mi caso él condenaba mi severidad, por lo tanto absolvía a Jacques. Decidí adoptar su punto de vista. Olvidando que la aventura de Jacques me había chocado directamente por su trivialidad burguesa, me reproché haberla condenado en nombre de principios abstractos. En verdad me debatía en un túnel entre sombras. Contra el fantasma de Jacques, contra el pasado difunto, yo blandía un ideal en el que ya no creía. Pero si lo rechazaba ¿en nombre de qué juzgar? Para proteger mi amor dominé mi orgullo: ¿por qué exigir que Jacques fuera distinto de los demás? Pero si se parecía a todos, sabiendo yo que en varios terrenos era inferior a muchos, ¿qué razones tenía para preferirlo? La indulgencia se convertía en indiferencia.

Una comida en casa de sus padres agravó aun más esta confusión. En esa galería donde yo había pasado momentos tan pesados y tan dulces, mi tía me contó que él le había escrito: "Dale muchos cariños a Simone cuando la veas. No me he portado bien con ella, pero no me porto bien con nadie; además, no le extrañará de mi parte." ¡Así que yo no era para él sino una persona entre tantas otras! Lo que me inquietó aun más es que le había pedido a su madre que el año próximo le confiara a su hermano menor: ¿pensaba entonces seguir soltero? Verdaderamente yo era incorregible. Me mordía los dedos por haber inventado sola nuestro pasado; y seguía construyendo sola nuestro porvenir. Renuncié a hacer hipótesis. Pasará lo que tiene que pasar, me dije. Hasta llegué a pensar que quizá me conviniera terminar con esa vieja historia y empezar completamente otra cosa. Yo todavía no deseaba francamente esa renovación, pero ya me tentaba. En todo caso decidí que para vivir, escribir y ser feliz, podía pasarme sin Jacques.

El domingo, un telegrama me anunció la muerte de mi abuelo; decididamente mi pasado se deshacía. En el Bosque con Zaza, sola, caminando por París, paseé un corazón vacío. El lunes a la tarde, sentada en la terraza asoleada del Luxemgo, leí Mi vida de Isadora Duncan y soñé con mi propia existencia. No sería bulliciosa ni siquiera brillante. Sólo deseaba el amor, escribir buenos libros, tener algunos hijos, "con amigos a quienes dedicar mis libros y que enseñarán el pensamiento y la poesía a mis hijos". Concedía al marido una parte muy mínima. Es que prestándole todavía los rasgos de Jacques me apresuraba en colmar con la amistad las insuficiencias que ya no me ocultaba. En ese porvenir, cuya inminencia yo empezaba a sentir, lo esencial seguía siendo la literatura. Yo había tenido razón de no escribir cuando era demasiado joven un libro desesperado: ahora quería decir a la vez lo trágico de la vida y su belleza. Mientras yo meditaba así sobre mi destino vi a Herbaud que caminaba junto al estanque en compañía de Sartre: me vio, me ignoró. Misterio y mentira de los diarios íntimos: no mencioné ese incidente que, sin embargo, quedó grabado en mi corazón. Me apenaba que Herbaud hubiera renegado nuestra amistad y experimentaba ese sentimiento de exilio que detestaba entre todos.

En Meyrignac, toda la familia se había reunido; acaso fue a causa de ese bullicio que ni los despojos de mi abuelo, ni la casa, ni el parque me emocionaron. Yo había llorado a los trece años previendo que un día Meyrignac ya no sería mi casa; ahora había ocurrido; la propiedad pertenecía a mi tía y a mis primos, yo iría ese año como invitada y pronto, sin duda, dejaría de ir: esto no me arrancó un solo suspiro. Infancia, adolescencia, las pezuñas de las vacas golpeando bajo las estrellas la puerta del establo, todo eso quedaba atrás, ya muy lejos. Yo ahora estaba preparada para otra cosa; en la violencia de esa espera las nostalgias desaparecían.

Volví a París vestida de luto, el sombrero cubierto de una gasa negra. Pero todos los castaños estaban en flor, el alquitrán se derretía bajo mis pies, yo sentía a través de mi vestido la dulce quemadura del sol. Había feria en la Explanada de los Inválidos; yo paseaba por ella con mi hermana y Gégé comiendo turrón que me dejaba los dedos pringosos. Encontraron a un compañero de escuela que nos llevó a su estudio a escuchar discos y a tomar oporto. ¡Cuánto placer en una sola tarde! Cada día me traía alguna cosa: el olor de pintura del salón de las Tullerías; en L'Européen, Damia que fui a oír con Mallet; los paseos con Zaza, con Lisa; el azul del verano, el sol. Todavía cubría páginas enteras de mi cuaderno: contaban indefinidamente mi alegría.

En la Nationale encontré a Clairaut. Me dio su pésame y me interrogó sobre mi estado de ánimo con ojos brillantes; era mi culpa, yo había hablado demasiado. No obstante me fastidió. Me hizo leer, escrita a máquina una breve novela en la que relataba sus disgustos con su novia: ¿cómo un muchacho cultivado y con fama de inteligente, había podido perder su tiempo contando en frases incoloras anécdotas tan lamentables? Yo no le oculté que lo creía poco dotado para la literatura. No parecía resentido. Como era muy amigo de Pradelle, a quien mis padres querían mucho, él también vino a comer una noche a casa y gustó enormemente a mi padre. Pareció muy sensible a los encantos de mi hermana y para probarle que no era un necio se lanzó en bromas tan pesadas que nos consternó. Volví a ver a Herbaud una semana después de mi regreso en un corredor de la Sorbona. Vestido con un traje de verano color té con leche estaba sentado junto a Sartre sobre el alféizar de una ventana. Me tendió la mano en un largo gesto afectuoso y miró con curiosidad mi vestido negro. Me senté en el curso al lado de Lisa, ellos se sentaron unos bancos más atrás. Al día siguiente estaba en la Nationale y me dijo que se había inquietado por mi ausencia. "Supuse que estaba en el campo y ayer la vi de luto." Me alegró que hubiera pensado en mí; el colmo de mi placer fue que hizo alusión a nuestro encuentro en el Luxemburgo; le habría gustado presentarme a Sartre, "pero si no respeto las reflexiones de Clairaut -dijo- no me permitiría en cambio molestarla a usted cuando está reflexionando". Me entregó de parte de Sartre un dibujo que éste me había dedicado y que representaba: Leibniz en el baño con las Mónadas.

Durante las tres semanas que precedieron al examen vino todos los días a la Biblioteca; aun cuando no iba a trabajar, pasaba a buscarme antes del cierre y tomábamos una copa aquí o allí. El examen lo inquietaba un poco; no obstante abandonamos a Kant y a los estoicos para conversar. Me enseñaba la "cosmología eugénica" inventada a partir del Potomak y a favor de la cual había convencido a Sartre y a Nizan; los tres pertenecían a la casta más alta, la de los Eugenios ilustrada por Sócrates y Descartes; relegaban a todos los demás compañeros a categorías inferiores entre los Marranos que nadan en el infinito, o entre los Mortimer que nadan en el azul: algunos se mostraban seriamente ofendidos. Yo me colocaba entre las mujeres humosas: las que tienen un destino. Me mostró también los retratos de los principales animales metafísicos, el catoblepas, que se come los pies; el catobor que se expresa con borborigmos: a esta especie pertenecían Charles du Bos, Gabriel Marcel y la mayoría de los colaboradores de la N.R.F. "Se lo digo, todo pensamiento del orden es de una insoportable tristeza": tal era la primera lección del Eugenio. Desdeñaba la ciencia, la industria, se burlaba de todas las morales de lo universal; escupía sobre la lógica del señor Lalande y sobre el Tratado de Goblot. El Eugenio trata de hacer de su vida un objeto original, y de alcanzar una cierta comprensión de lo singular, me explicaba Herbaud. Yo no tenía nada en contra y hasta empleé esa idea para construirme una moral pluralista que me permitiría justificar actitudes tan diferentes como las de Jacques, de Zaza, del mismo Herbaud; cada individuo, decidí, poseía su propia ley, tan exigente como un imperativo categórico, aunque no fuera universal: sólo había derecho a condenarlo o a aprobarlo en función de esa norma singular. Herbaud no apreció en absoluto ese esfuerzo de sistematización: "Es el género de pensamiento que detesto", me dijo con voz enojada; pero mi premura por entrar en sus mitologías me valió su perdón. Me gustaba mucho el Eugenio que representaba un gran papel en nuestras conversaciones: evidentemente era una creación de Cocteau, pero Herbaud le había inventado aventuras encantadoras, y él empleaba ingeniosamente su autoridad contra la filosofía de la Sorbona, contra el orden, la razón, la importancia, la tontería y todas las vulgaridades.

Herbaud admiraba con ostentación a tres o cuatro personas y desdeñaba a todo el resto. Su severidad me regocijaba; lo oí con placer despedazar a Blanchette Weiss y le abandoné a Clairaut. No atacó a Pradelle aunque no lo apreciaba, pero cuando me veía en la Sorbona o en la Normal tratando de hablar con algún camarada se quedaba desdeñosamente aparte. Me reprochaba mi indulgencia. Una tarde en la Nationale el húngaro me molestó dos veces para consultarme sobre los matices de la lengua francesa: quería saber entre otras cosas si se podía utilizar la palabra "gigoló" en el prefacio de una tesis. "¡Toda esa gente que se echa sobre usted! -me dijo Herbaud-. ¡Es increíble! ¡Ese húngaro que viene a molestarla dos veces! ¡Clairaut, todas sus amigas! Usted pierde su tiempo con gente que no vale la pena. O es psicóloga o es inexcusable." No sentía antipatía por Zaza aunque le encontraba un aspecto demasiado serio, pero cuando le hablé de Stépha me dijo con aire de crítica: "Me guiñó el ojo." Las mujeres provocadoras le disgustaban: se salían de su papel de mujer. Otro día me dijo con un poco de fastidio: "Usted es la presa de una banda. Me pregunto qué lugar queda para mí en su universo." Le aseguré lo que sabía perfectamente, que era grande.

Cada vez me gustaba más y lo que tenía de agradable era que a través de él me gustaba a mí misma; otros me habían tomado en serio pero a él lo divertía. Al salir de la Biblioteca me decía alegremente:"¡Qué rápido camina! Me encanta eso: aparecería que va a alguna parte!" "¡Su extraña voz ronca! -me dijo otro día-, por otra parte está muy bien su voz, pero es ronca. Nos divierte mucho, a Sartre y a mí." Descubrí que tenía un andar, una voz: era una novedad. Me puse a cuidar lo más posible mi vestimenta; él recompensaba mis esfuerzos con un piropo: "Le queda muy bien ese nuevo peinado, ese cuello blanco." Una tarde en los jardines del Palais-Royal me dijo con aire perplejo: "Nuestras relaciones son extrañas: al menos para mí; nunca he tenido una amistad femenina." "Tal vez porque no soy muy femenina." "¿Usted?" Se echó a reír de una manera que me halagó mucho. "No. Es más bien porque acepta tan fácilmente cualquier cosa: uno está enseguida al mismo nivel." Los últimos tiempos me llamaba con afectación "Señorita". Un día escribió en mi cuaderno en grandes letras: BEAUVOIR = BEAVER. "Usted es un castor -dijo-, los castores andan en banda y tienen espíritu constructivo."

Había un montón de complicidades entre nosotros y nos comprendíamos a medias palabras; sin embargo, las cosas no nos conmovían siempre de la misma manera. Herbaud conocía Uzerche, había pasado algunos días con su mujer, le gustaba mucho el Limousin; pero me asombré cuando su voz elocuente levantó sobre el páramo los dólmenes, los menhires, los bosques, en los cuales los druidas cortaban el muérdago. Solía perderse en sueños históricos: para él los jardines del Palais-Royal estaban poblados de grandes sombras; a mí el pasado me dejaba fría. En cambio, a causa de su tono desapegado, de su desenvoltura, creía que Herbaud tenía el corazón bastante seco; me conmovió cuando me dijo que le gustaba La Ninfa Constante, El Molino sobre el Floss, El Gran Meaulnes. Hablando de Alain Fournier murmuró con aire emocionado; "Hay seres envidiables"; permaneció un rato silencioso: "En el fondo -agregó- yo soy mucho más intelectual que usted; sin embargo, en su origen encuentro en mí la misma sensibilidad pero no quise aceptar." Le dije que a menudo me parecía embriagador el simple hecho de existir. "¡Tengo momentos maravillosos!" Meneó la cabeza: "Así lo espero, señorita, los merece. Yo no tengo momentos maravillosos, soy un pobre gato, ¡pero lo que hago es admirable!" Con una sonrisa renegó la fanfarronada de esas últimas palabras: ¿en qué medida creía en ellas? "No hay que juzgarme", decía a veces, sin que yo pudiera desentrañar si me dirigía un ruego o si me daba una orden. Yo creía en él; me hablaba de los libros que escribiría: quizá fueran efectivamente "admirables". Una sola cosa me molestaba en él: para saciar su individualismo, jugaba la carta del éxito social. Yo estaba totalmente desprovista de ese tipo de ambición. Yo no codiciaba ni el dinero, ni los honores, ni la notoriedad. Temía hablar como "catobory" si pronunciaba la palabra "salvación" o "realización interior" que en mis cuadernos volvían a menudo bajo mi pluma. Pero el hecho es que yo conservaba una idea casi religiosa de lo que llamaba "mi destino". Herbaud se interesaba en el personaje que crearía para, los ojos ajenos. Sobre eso mi terquedad nunca aflojaría: yo no comprendía que alguien alienara su vida a los sufragios de un público dudoso.

No hablábamos nunca de nuestros problemas personales. Un día, sin embargo, a Herbaud se le escapó que el Eugenio no es más feliz porque la insensibilidad es un ideal que no puede alcanzar. Le confié que comprendía muy bien a los Eugenios porque había uno en mi vida. Las relaciones entre Eugenios y mujeres humosas son generalmente difíciles, declaró, porque ellas quieren devorarlo todo y "el Eugenio se resiste". "¡Ah, ya lo advertí!", dije. Él rió largamente. Como una frase trae otra, terminé por contarle a grandes rasgos mi amor con Jacques y me ordenó que me casara con él; o a falta de él con algún otro, agregó: una mujer debe casarse. Comprobé con sorpresa que en ese terreno su actitud difería apenas de la de mi padre. Un hombre que seguía virgen después de los dieciocho años era a sus ojos un neurótico; pero pretendía que la mujer sólo debe entregarse en legítimos esponsales. Yo no admitía que hubiera dos pesos y dos medidas. Ya no condenaba a Jacques; pero de golpe concedía ahora tanto a las mujeres como a los hombres la libre disposición de su cuerpo. Me gustaba mucho una novela de Michael Arlen, titulada El Fieltro Verde. Un malentendido había separado a la heroína Iris Storm, de Napier, el gran amor de su juventud; ella no conseguía olvidarlo aunque se acostaba con un montón de hombres; para terminar, antes de separar a Napier de una esposa amable y amante, estrellaba su coche contra un árbol. Yo admiraba a Iris: su soledad, su soltura y su integridad altanera. Le presté el libro a Herbaud. "Las mujeres fáciles no me inspiran simpatía", me dijo al devolvérmelo. Me sonrió. "Me gusta tanto apreciar a una mujer como me es imposible estimar a una mujer que he tenido." Me indigné: "No se tiene" a una Iris Storm. Ninguna mujer soporta impunemente el contacto de los hombres." Me repitió que nuestra sociedad sólo respeta a las mujeres casadas. No me importaba ser respetada. Vivir con Jacques o casarme con él era todo uno. Pero en los casos en que se pudiera disociar el amor del casamiento, me parecían ahora muy preferibles. Un día vi en el Luxemburgo a Nizian y a su mujer que empujaba un coche de bebé, y deseé vivamente que esa imagen no figurara en mi porvenir. Me parecía molesto que los esposos estuvieran atados el uno al otro por obligaciones materiales: el único lazo entre gente que se quiere debería ser el amor.

Por lo tanto, no me entendía con Herbaud sin reservas. Estaba desconcertada por la frivolidad de sus ambiciones, por su respeto de ciertas convenciones y a veces por su estetismo; me decía que si ambos fuéramos libres no me gustaría ligar mi vida a la suya; yo encaraba el amor como una entrega total: por lo tanto no lo quería. Sin embargo, el sentimiento que sentía por él recordaba extrañamente al que me había inspirado Jacques. En cuanto me apartaba de él esperaba nuestro próximo encuentro; todo lo que me ocurría, todo lo que se me cruzaba por la cabeza se lo destinaba. Cuando habíamos terminado de conversar y trabajábamos juntos mi corazón se oprimía porque ya nos inclinábamos hacia la despedida: yo no sabía nunca exactamente cuándo volvería a verlo y esa incertidumbre me entristecía; por momentos yo sentía, desamparada, la fragilidad de nuestra amistad. "¡Hoy está muy melancólica!", me decía afectuosamente Herbaud y se ingeniaba por devolverme el buen humor. Yo me aleccionaba en vivir al día, sin esperanza y sin temor, esa historia que ahora sólo me daba alegría.

Y la alegría era lo más fuerte. Revisando mi programa en mi cuarto en una tarde cálida, recordaba horas muy semejantes en que preparaba mi bachillerato: conocía la misma paz, el mismo ardor, pero ¡cómo me había enriquecido desde mis dieciséis años! Envié una carta a Pradelle para concertar una entrevista y la terminé con estas palabras: "¡Seamos dichosos!" Dos años antes, él me lo recordó, yo le había pedido que me pusiera en guardia contra la felicidad; su vigilancia me conmovió. Pero la palabra había cambiado de sentido; ya no era una abdicación, un entorpecimiento: mi felicidad ya no dependía de Jacques. Tomé una decisión. El año próximo aun si no hubiera logrado recibirme no me quedaría en casa, y si me recibiera no aceptaría, ningún cargo, no me iría de París: en los dos casos me instalaría sola y viviría dando lecciones. Mi abuela desde la muerte de su marido tomaba pensionistas. Le alquilaría un cuarto, lo que me garantizaría una perfecta independencia, sin espantar a mis padres. Estuvieron de acuerdo. Ganar dinero, salir, recibir, escribir, ser libre: esta vez, verdaderamente la vida se abría.

Arrastré a mi hermana en ese porvenir. A orillas del Sena, al caer la tarde nos contábamos ininterrumpidamente nuestros triunfantes mañanas: mis libros, sus cuadros, nuestros viajes, el mundo. En el agua que huía temblaban las columnas y las sombras se deslizaban sobre la baranda del puente des Arts; bajábamos sobre nuestros ojos nuestros velos negros para que el decorado fuera más fantástico. A menudo asociábamos a Jacques a nuestros proyectos; hablábamos ya no cómo del amor de mi vida, sino como de un primo mayor, prestigioso, que había sido el héroe de nuestra juventud.

"Yo ya no estaré aquí el año próximo", me decía Lisa que acababa dificultosamente su diploma; había solicitado un puesto en Saigón. Sin duda Pradelle había adivinado su secreto: huía de ella. "¡Ah, qué desdichada soy!", murmuraba con una leve sonrisa. Nos encontrábamos en la National, en la Sorbona. Tomábamos limonada en el Luxemburgo. O comíamos mandarinas en el crepúsculo en su cuarto florecido de espinos rosados y blancos. Un día en que estábamos conversando con Clairaut en el patio de la Sorbona él nos preguntó con su voz intensa: "¿Qué pretieren en ustedes?" Declaré mintiendo: "A cualquier otra." "Yo -contestó Lisa-, la puerta de salida." Otra vez me dijo: "Lo bueno que hay en usted es que nunca rechaza nada, se deja abiertas todas las puertas. Yo siempre estoy saliendo y llevo todo conmigo. ¿Qué idea habré tenido de entrar un día en su casa? ¿O la que vino fue usted y se le ocurrió esperar? En verdad uno puede pensar cuando el propietario está ausente que vendrá de un momento a otro; pero a la gente no se le ocurre..." A veces era casi bonita, de noche en su batón de linón; pero el cansancio y la desesperación resecaban su rostro.

Pradelle no pronunciaba nunca su nombre; en cambio hablaba a menudo de Zaza: "Traiga a su amiga", me dijo invitándome a una reunión en la que debían afrontarse Garric y Guéhenno. Comió en casa y me acompañó a la calle Dufour. Maxence presidía la sesión a la cual asistían Jean Daniélou, Clairaut, y otros estudiantes bien pensantes. Yo recordaba la conferencia de Garric tres años antes, cuando me había parecido un semidiós y Jacques daba apretones de mano en un mundo inaccesible: hoy yo apretaba muchas manos. Apreciaba todavía la voz cálida y vivaz de Garric: desgraciadamente sus palabras me parecieron estúpidas; y esos "talas" a los que me ligaba todo mi pasado, ¡qué lejos de ellos me sentía! Cuando Guéhenno tomó la palabra, unos majaderos de Action Francaise armaron un escándalo; imposible hacerlos callar. Garric y Guéhenno se fueron a tomar una copa juntos en un boliche vecino y el público se dispersó. Pese a la lluvia, Pradelle, Zaza y yo caminamos por el Bulevar Saint Germain y los Champs Elysées. Mis dos amigos estaban mucho más alegres que de costumbre y se ligaron afectuosamente contra mí. Zaza me llamó "la dama amoral", que era el apodo de Iris Storm en El Fieltro Verde. Pradelle opinó: "Usted es una conciencia solitaria." Su complicidad me divirtió.

Aunque esa velada había sido un fiasco lamentable, Zaza pocos días más tarde se la agradeció en tono emocionado; de pronto había comprendido de manera decisiva que nunca aceptaría esa atrofia del corazón y del espíritu que su medio exigía de ella. Pasamos, Pradelle y yo, el oral de nuestros diplomas y ella asistió; festejamos nuestros éxitos tomando los tres el té en Yvelynes. Organicé lo que Herbaud llamó "la gran fiesta del Bois de Boulogne". Un hermoso atardecer tibio. Remamos sobre el lago, Zaza, Lisa, mi hermana, Gégé, Pradelle, Clairaut, el hermano segundo de Zaza y yo. Corrimos carreras, hubo risas y cantos. Zaza llevaba un vestido de brin de seda rosa, un sombrerito de paja de arroz, sus ojos negros brillaban, nunca la había visto tan bonita; Pradelle había recobrado en toda su frescura la alegría que me había iluminado el corazón al principio de nuestra amistad. Sola con ellos en un bote quedé de nuevo impresionada por su connivencia y me asombró un poco que su afecto por mí fuera esa noche tan expresivo: me dirigían miradas, sonrisas, las palabras acariciadoras que aún no se atrevían a decirse. Al día siguiente cuando yo acompañaba a Zaza a hacer unas compras en auto, me habló de Pradelle con devoción. Algunos instantes más tarde me dijo que la idea de casarse cada vez le repelía más; no se resignaría a casarse con un mediocre, pero no se consideraba digna de ser amada por nadie verdaderamente bien. Una vez más fui incapaz de adivinar las razones precisas de su melancolía. A decir verdad, pese a mi amistad por ella yo era un poco distraída. El concurse de agregación comenzaba al día siguiente. Yo me había despedido de Herbaud ¿por cuánto tiempo? Lo vería en el examen escrito; luego contaba irse de París y a la vuelta prepararía el oral con Sartre y Nizan. Terminados nuestros encuentros en la Nationale: ¡cómo iba a echarlo de menos! No obstante estuve de muy buen humor al día siguiente durante el picnic que reunió en el bosque de Fontainebleau a "la banda del Bois de Boulogne". Pradelle y Zaza estaban radiantes. Sólo Clairaut estuvo deprimido; cortejaba asiduamente a mi hermana, pero ella no le correspondía. Hay que confesar que empleaba un método muy extraño; nos invitaba a tomar una copa en la trastienda de alguna panadería y pedía con autoridad: "Tres tés." "No, yo quiero una limonada", decía Poupette. "El té refresca más." "Prefiero la limonada." "¡Bueno! ¡Entonces tres limonadas!", decía con rabia. "Pero usted tome té." "No quiero singularizarme." Se inventaba sin cesar derrotas que lo precipitaban en el resentimiento. De tanto en tanto le enviaba un mensaje a mi hermana en el que se excusaba de haber estado de mal humor. Prometía ser un alegre compañero, en adelante iba a dedicarse a cultivar su espontaneidad; en el próximo encuentro su exuberancia rechinante nos congelaba y de nuevo su rostro se crispaba de despecho.

"Buena suerte, castor", me dijo Herbaud con su voz más tierna cuando nos instalamos en la biblioteca de la Sorbona. Yo coloqué a mi lado un termo lleno de café y una caja de galletitas; la voz del señor Lalande anunció: "Libertad y contingencia." Las miradas escrutaron el cielo raso, las lapiceras empezaron a moverse; cubrí varias páginas y tuve la impresión de que salía bien. A las dos de la tarde Zaza y Pradelle vinieron a buscarme; después de tomar una limonada en el café de Flore, que era entonces un cafecito de barrio, paseamos largamente por el Luxemburgo florecido de iris amarillos y malvas. Tuve con Pradelle una discusión agridulce. Sobre ciertos puntos habíamos estado siempre en desacuerdo. Él profesaba que no hay distancia entre la dicha y la desdicha, entre la fe y la incredulidad, entre cualquier sentimiento y su ausencia. Yo pensaba fanáticamente lo contrario. Aunque Herbaud me reprochara que frecuentara a cualquiera yo dividía la gente en dos categorías: sentía por algunos un afecto muy profundo, por los otros una desdeñosa indiferencia. Pradelle ponía a todo el mundo en la misma canasta. Desde hacía dos años nuestras posiciones se habían endurecido. Él me había escrito la antevíspera una carta en la que hacía mi proceso: "Muchas cosas nos separan, sin duda muchas más de las que usted piensa y de las que yo pienso... No puedo soportar, que su simpatía sea tan estrecha. ¿Cómo vivir sin tomar a todos los hombres juntos en una misma red de amor? Pero usted es tan poco paciente cuando se trata de esas cosas." Concluía cordialmente: "Pese a su frenesí que me molesta como inconsciencia y que me resulta tan contrario, siento por usted la amistad más grande y la menos explicable." De nuevo esa tarde me predicó la piedad hacia los hombres; Zaza lo apoyó discretamente, pues observaba el precepto del Evangelio: no juzgues. Yo pensaba que uno no puede amar sin odiar: quería a Zaza, detestaba a su madre. Pradelle se despidió sin que él ni yo hubiéramos cedido un tranco de pollo. Me quedé con Zaza hasta la hora de comer; por primera vez, me dijo, no se había sentido la tercera en discordia entre Pradelle y yo, y estaba profundamente conmovida. "No creo que exista otro muchacho tan bien como Pradelle", agregó con entusiasmo.

Me esperaban en el patio de la Sorbona conversando con animación cuando salí al día siguiente de la última prueba. ¡Qué alivio haber terminado! Mi padre me llevó aquella noche a la Lune Rousse y comimos huevos fritos en Lipp. Dormí hasta mediodía. Después de almorzar fui a casa de Zaza, en la calle de Berri. Llevaba un vestido nuevo de voile azul, con dibujos negros y blancos, y una gran capelina de paja: ¡cómo había embellecido desde ese principio de verano! Caminando por los Champs Elysées se asombró de esa renovación que sentía en ella. Dos años antes, cuando había roto con André, había creído que en adelante no haría más que "sobrevivir; y he aquí que estaba tan tranquilamente alegre como en los mejores días de su infancia; había recobrado el gusto por los libros, por las ideas y por su propio pensamiento. Y sobre todo encaraba el porvenir con una confianza que no se explicaba.

Aquel mismo día, alrededor de medianoche, mientras salíamos del cine Agriculteurs, Pradelle me dijo cuánto estimaba a mi amiga; nunca hablaba sino de lo que sabía perfectamente, de lo que sentía sinceramente, y por eso callaba a menudo; pero cada una de sus palabras pesaba mucho. Admiraba también que en las circunstancias difíciles en que se encontraba se mostrara tan igual a sí misma. Me pidió que la invitara de nuevo a pasear con nosotros. Volvía a casa con el corazón rebosante de alegría. Recordaba cuan atentamente me escuchaba Pradelle este invierno, cuando yo le daba noticias de Zaza y a menudo en sus cartas decía algunas palabras sobre él con mucha simpatía. Estaban hechos el uno para el otro, se querían. Uno de mis mayores deseos cobraba forma: ¡Zaza viviría feliz!

Al día siguiente mi madre me dijo que mientras yo estaba en el cinematógrafo, Herbaud había pasado por casa; lo que más me desesperó de ese desencuentro fue que él, al salir de la sala de exámenes, bastante descontento con lo que había hecho, no me dio ninguna cita. Mascando mi decepción bajé a eso de las doce a comprar un pastel con crema; lo encontré al pie de la escalera; me invitó a almorzar. Hice rápidamente mis compras. Para no cambiar nuestras costumbres fuimos a La Fleur de Lys. Él había quedado encantado con el recibimiento de mis padres: mi padre había mantenido teorías antimilitaristas y Herbaud había estado totalmente de acuerdo. Rió mucho cuando comprendió que había caído en una celada. Se iba al día siguiente a juntarse con su mujer en Bagnoles-de-l'Orme; a su vuelta, unos diez días más tarde, prepararía el oral del concurso con Sartre y Nizan que me invitaban cordialmente a unirme a ellos. De aquí allí Sartre quería conocerme: me proponía una entrevista para una noche cercana. Pero Herbaud me pidió que no fuera: Sartre aprovecharía su ausencia para acapararme. "No quiero que toquen mis más caros sentimientos", me dijo Herbaud en tono cómplice. Decidimos que mi hermana se encontraría con Sartre a la hora y en el lugar previstos; le diría que yo había tenido que irme bruscamente al campo y que ella saldría con él en mi lugar.

Así que pronto volvería a ver a Herbaud y era aceptada por su clan: estaba encantada. Ataqué blandamente el programa del oral. Leí libros que me divertían, lo pasé bien. La noche que Poupette pasó con Sartre recapitulé alegremente el año que acababa de transcurrir, y toda mi juventud; pensé con emoción en mi porvenir: "Extraña certidumbre de que esa riqueza que siento en mí será recibida, que diré palabras que serán oídas, que esta vida será una vertiente en la que otros beberán: certidumbre de una vocación..." Me exalté tan apasionadamente como en la época de mis vuelos místicos pero sin apartarme de la tierra. Mi reino era definitivamente de este mundo. Cuando mi hermana volvió me felicitó por haberme quedado en casa. Sartre había aceptado cortésmente nuestra mentira; la había llevado al cine y había estado muy amable; pero la conversación no había sido fácil. "Todo lo que Herbaud cuenta de Sartre, es él que lo inventa", me dijo mi hermana que conocía un poco a Herbaud y lo encontraba muy divertido. Aproveché mis ocios para reanimar relaciones más o menos olvidadas. Visité a la señorita Lambert que se asustó de mi serenidad y a Suzanne Boigue que la felicidad conyugal apagaba; me aburrí con Riesmann, cada vez más tenebroso. Stépha se había eclipsado hacía dos meses, ya estaba instalada en Montrouge donde Fernando había alquilado un "atelier"; supongo que vivían juntos y que ella había dejado de verme para disimular su inconducta. Reapareció con una alianza en el dedo. Vino a buscarme a las ocho de la mañana; almorzamos en Dominique, un restaurante ruso que se había abierto en Montparnasse pocas semanas antes y pasamos todo el día paseando y conversando; de noche comí en su estudio tapizado con claros tapices ukranianos; Fernando pintaba de la mañana a la noche, había hecho grandes progresos. Algunos días más tarde dieron una fiesta para celebrar su casamiento; había rusos, ukranianos, españoles, todos vagamente pintores, escultores o músicos; se bebió, se bailó, se cantó, hubo disfraces. Pero Stépha y Fernando iban a irse pronto a Madrid donde pensaban instalarse; ella estaba absorbida por los preparativos de ese viaje y por preocupaciones hogareñas. Nuestra amistad -que debía recobrar más tarde una nueva frescura- se alimentaba sobre todo de recuerdos.

Yo seguí saliendo a menudo con Pradelle y Zaza y la que ahora se sentía un poco intrusa era yo: ¡se entendían tan bien! Zaza todavía no se confesaba francamente sus esperanzas pero de ella sacaba fuerzas para resistir a los ataques maternos. La señora Mabille estaba urdiendo un casamiento para ella y la perseguía sin cesar. "¿Qué tienes contra ese muchacho?" "Nada, mamá, pero "no lo quiero." "Mi hijita, la mujer no quiere, es el hombre el que quiere", explicaba la señora Mabille; se irritaba: "Puesto que no tienes nada contra ese muchacho, ¿por qué te niegas a casarte con él? ¡Lo que es tu hermana aceptó a un muchacho menos inteligente que ella!" Zaza me contaba esas discusiones, más abrumada que irónica, pues no tomaba a la ligera el descontento de su madre. "Estoy tan cansada de luchar que tal vez hace dos o tres meses hubiera cedido", me decía. Su festejante le parecía bastante simpático, pero no podía imaginar que pudiera hacerse amigo de Pradelle o de mí; en nuestras reuniones no habría estado en su lugar; no quería aceptar como marido a un hombre que estimaba menos que a otros.

La señora Mabille debió de sospechar las verdaderas razones de esa terquedad; cuando fui a su casa me recibió muy fríamente, y no tardó en oponerse a los encuentros de Zaza con Pradelle. Habíamos proyectado salir a remar nuevamente; la antevíspera recibí unas líneas de Zaza: "Acabo de tener una conversación con mamá, después de la cual me resulta absolutamente imposible ir a remar el jueves con ustedes. Mamá se va de París mañana por la mañana; cuando ella está aquí puedo discutir y resistirle; pero aprovechar la libertad que me deja para hacer algo que le disgusta tanto, de eso no soy capaz. Me resulta muy duro renunciar a esa tarde del jueves durante la cual esperaba revivir momentos tan maravillosos como los que pasé entre usted y Pradelle en el Bois de Boulogne. Las cosas que mamá me dijo me pusieron en un estado tan atroz que estuve a punto de irme por tres meses a un convento cualquiera donde aceptaran dejarme en paz. Todavía pienso en hacerlo, estoy en una gran desazón..."

Pradelle se desesperó: "Déle muchos cariños de mi parte a la señorita Mabille", me escribió. "Supongo que podremos, sin que ella falte a su promesa, encontrarnos en pleno día y como por casualidad." Se encontraron en la Nationale donde yo iba nuevamente a estudiar. Almorcé con ellos y luego se fueron a pasear. Volvieron a verse solos dos o tres veces y a fines de julio Zaza me anunció, impresionadísima, que se querían: se casarían cuando Pradelle se hubiera recibido y hubiera hecho su servicio militar. Pero Zaza temía la oposición de su madre. La acusé de pesimismo. Ya no era una chica y la señora Mabille, después de todo, deseaba su felicidad: respetaría su elección. ¿Qué podía objetar? Pradelle era de una familia excelente y católico practicante; seguramente haría una linda carrera, y en todo caso la agregación le aseguraría una situación decente: el marido de Lili tampoco estaba forrado en oro. Zaza sacudía la cabeza: "No se trata de eso. En nuestro ambiente los casamientos no se hacen de esta manera." Pradelle había conocido a Zaza por mí: era una mala nota. Y además las perspectivas de un largo noviazgo inquietarían a la señora Mabille. Pero, sobre todo, me repetía Zaza obstinadamente: "¡Eso no se hace!" Había decidido esperar la entrada de clases para hablar can su madre; sin embargo, pensaba escribirse con Pradelle durante el verano: la señora Mabille corría el riesgo de darse cuenta ¿y entonces qué ocurriría? A pesar de sus inquietudes, cuando llegó a Laubardon, Zaza se sentía llena de esperanzas. "Tengo una certidumbre que me permite esperar confiada y soportar, si deben venir, muchos disgustos y contrariedades, me escribía. La vida es maravillosa."

Cuando volvió a París a principios de julio, Herbaud me mandó unas líneas para invitarme a pasar la velada con él. Mis padres no aprobaban que yo saliera con un hombre casado, pero como ya estaba al borde de ser libre habían renunciado más o menos a intervenir en mi vida. Por lo tanto fui con Herbaud a ver Le Pélerin y a comer en Lipp. Me contó las últimas aventuras del Eugenio y me enseñó un juego de naipes que había inventado para estar seguro de ganar siempre. Me dijo que "los compañeritos" me esperaban el lunes por la mañana en la ciudad universitaria; contaban conmigo para estudiar Leibniz.

Yo estaba un poco asustada cuando entré en el cuarto de Sartre; había un gran desorden de libros y de papeles, colillas en todos los rincones: se podía cortar el humo con cuchillo. Sartre me recibió mundanamente; fumaba en pipa. Silencioso, con un cigarrillo pegado en la comisura de su sonrisa oblicua, Nizan me espiaba a través de sus gruesos anteojos, con un aire de pensar muchas cosas. Todo el día, petrificada de timidez, comenté "el discurso metafísico" y Herbaud me acompañó a la noche a casa.

Volvía todos los días y pronto me desentumecí. Leibniz nos aburría y decidimos que ya lo conocíamos bastante. Sartre se encargó de explicarnos el Contrato Social sobre el cual tenía conocimientos especiales. A decir verdad, sobre todos los autores, sobre todos los capítulos del programa, él era el que sabía mucho más: nosotros nos limitábamos a escucharlo. Yo trataba a veces de discutir; me ingeniaba, me obstinaba. "¡Es retorcida!" decía alegremente Herbaud mientras Nizan contemplaba sus uñas con aire absorto; pero Sartre siempre salía ganando. Imposible guardarle rencor: no escatimaba esfuerzos para hacernos aprovechar su ciencia. "Es un maravilloso entrenador intelectual", anotaba yo en mi diario. Me azoraba su generosidad, pues esas sesiones no le enseñaban nada y durante horas se gastaba sin contar.

Trabajábamos sobre todo por la mañana. Por la tarde, después de almorzar en el restaurante de la Ciudad Universitaria o en Chabin, junto al parque Montsouris, tomábamos largos recreos. A menudo la mujer de Nizan, una linda morena exuberante, se unía a nosotros. Había una feria en la puerta de Orléans. Jugábamos al billar japonés, al fútbol miniatura, tirábamos al blanco; yo gané en la lotería un gran florero rosa. Nos amontonábamos en el autito de Nizan, dábamos la vuelta a París deteniéndonos aquí y allí para tomar una cerveza en una terraza. Visité los dormitorios y los cuartos de la Escuela Normal, trepé ritualmente sobre el tejado. Durante esos paseos Same y Herbaud cantaban a gritos canciones que improvisaban; compusieron un motete sobre el titulo de un capítulo de Descartes. "De Dios. Sobre la base que existe." Sartre tenía una linda voz y un vasto repertorio: Old man river y todos los aires de jazz de moda; sus dones cómicos eran célebres en toda la Escuela: siempre era él que representaba en la revista anual el papel del señor Lanson; tenía grandes éxitos interpretando La Bella Elena y romances del 900. Cuando había dado bastante de sí mismo ponía un disco en el fonógrafo: escuchábamos a Sophie Tucker, Leyton y Johnston, Jack Hylton, los Revellevs, y negro-spirituals. Cada día las paredes de su cuarto se enriquecían de nuevos dibujos inéditos: animales metafísicos, las nuevas hazañas del Eugenio. Nizan se especializaba en los retratos de Leibnú, que solía disfrazar de cura, o ponerle un sombrero tirolés y llevando en el traste la marca del pie de Spinoza.

A veces abandonábamos la Ciudad Universitaria por el escritorio de Nizan. Vivía en casa de sus suegros, en un edificio de la calle Vavin, todo de mosaicos. Tenía sobre sus paredes un retrato de Lenin, un cartel de Casandra y la Venus de Botticelli; yo admiraba los muebles ultramodernos, la biblioteca cuidada. Nizan estaba en la vanguardia del trío; frecuentaba medios literarios, estaba afiliado al partido comunista; nos revelaba la literatura irlandesa y los nuevos novelistas americanos. Estaba al corriente de las últimas modas y hasta de la moda de mañana: nos llevaba al triste Café de Flore "para embromar a los Deux Magots", decía comiéndose malignamente sus uñas. Preparaba un panfleto contra la filosofía oficial y un estudio sobre "la sabiduría marxista". Reía poco pero sonreía a menudo con ferocidad. Su conversación me seducía pero me resultaba un poco difícil hablarle a causa de su aire distraídamente socarrón.

¿Cómo me aclimaté tan pronto? Herbaud había tenido cuidado de no chocarme, pero cuando estaban juntos los tres "compañeritos" no se cuidaban de nada. Su lenguaje era agresivo, su pensamiento categórico, su justicia sin apelación. Se burlaban del orden burgués; se habían negado a pasar el examen de E.O.R.: en eso los seguí sin dificultad. Pero en muchos puntos yo seguía engañada por las sublimaciones burguesas: ellos deshacían implacablemente todos los idealismos, se burlaban de las almas nobles, de las hermosas almas, de todas las almas y los estados de ánimo, de la vida interior, lo maravilloso, el misterio, las élites; en cualquier oportunidad -en sus palabras, sus actitudes, sus bromas- manifestaban que los hombres no eran espíritus sino cuerpos presas de necesidades y arrojados en una aventura brutal. Un año antes todavía me hubieran asustado; pero yo había andado mucho camino aquel año y a menudo había tenido hambre de alimentos menos huecos que los que me alimentaban. Pronto comprendí que si el mundo al que me invitaban mis nuevos amigos me parecía rudo, es porque no disfrazaban nada; después de todo sólo me pedían que me atreviera a lo que siempre había querido; mirar la realidad de frente. No necesité mucho tiempo para decidirme.

"Estoy encantado de que se entienda bien con mis compañeritos -me dijo Herbaud-, pero..." "De acuerdo -dije-, usted es usted." Sonrió: "Usted nunca será un compañerito: usted es el castor." Era celoso, me dijo, en amistad como en amor y exigía ser tratado con parcialidad. Mantenía firmemente sus prerrogativas. La primera vez que se trató de salir de noche en grupo sacudió la cabeza: "No. Esta noche voy al cine con la señorita de Beauvoir." "Bien, bien", dijo Nizan en tono sarcástico, y Sartre dijo "Bueno", con bonhomía. Herbaud estaba caído aquel día porque temía haber fracasado en el concurso y por oscuras razones que tenían que ver con su mujer. Después de ver un film de Buster Keaton nos sentamos en un café y la conversación careció de animación. "¿No se aburre?", me preguntó con un poco de ansiedad y mucha coquetería. No; pero sus preocupaciones me alejaban un poco de él. Volvió a estar cerca de mí durante el día que pasé a su lado so pretexto de ayudarlo a traducir La Ética a Nicómaco. Había alquilado un cuarto en un hotelito de la calle Vaneau y allí trabajamos: no mucho tiempo porque Aristóteles nos abrumaba. Me hizo leer fragmentos de Anábasis de Saint-John Perse de quien no conocía nada y me mostró unas reproducciones de Las Sibilas de Miguel Ángel. Luego me habló de las diferencias que lo distinguían de Sartre y de Nizan. Él se entregaba sin pensar más a las alegrías de este mundo: las obras de arte, la naturaleza, los viajes, las intrigas y los placeres. "Ellos quieren comprenderlo todo; Sartre sobre todo", me dijo. Agregó con un tono de terror admirativo: "¡Sartre, salvo, quizá, cuando duerme, piensa todo el tiempo!" Aceptó que Sartre pasara con nosotros la noche del 14 de julio. Después de una comida en un restaurante alsaciano miramos los fuegos artificiales, sentados sobre el césped de la Ciudad Universitaria. Luego Sartre, cuya magnificencia era legendaria, nos metió en un taxi y en el Falstaff, calle Montparnasse, nos llenó de cocktails hasta las dos de la mañana. Rivalizaban en gentileza y me contaban un montón de historias. Yo estaba loca de contenta. Mi hermana se había equivocado: Sartre me parecía todavía más divertido que Herbaud; no obstante convinimos los tres que éste conservaba el primer lugar en mi amistad, y en la calle me tomó del brazo con ostentación. Nunca me había manifestado tan abiertamente su afecto como en los días que siguieron. "Verdaderamente la quiero mucho, castor", me decía. Como yo tenía que comer con Sartre en casa de los Nizan y él no estaba libre me preguntó con tierna autoridad: "¿Pensará en mí esta noche?" Yo era muy sensible a las menores inflexiones de su voz y también a su manera de fruncir el ceño. Una noche en que conversaba con él en el hall de la Nationale, Pradelle se nos acercó y lo recibí con alegría. Herbaud se despidió con aire furioso y me dejó plantada. Durante todo el resto del día me angustié. A la noche lo encontré encantado de haber salido con la suya: "¡Pobre castor! ¿Estuve malo?", me dijo alegremente. Lo llevo al Stryx que le pareció "encantadoramente funambulesco" y le conté mis juergas: "¡Usted es un fenómeno!", me dijo riendo. Me habló de él, de su infancia campesina, de sus principios en París, de su casamiento. Nunca habíamos hablado con tanta intimidad. Pero estábamos ansiosos, pues al día siguiente debíamos saber el resultado del escrito. Si lo bochaban, Herbaud tenía que irse enseguida a Bagnoles-de-l'Ome. El año próximo, de todos modos, pediría un puesto en provincia o en el extranjero. Me prometió ir a verme ese verano al Limousin. Pero algo se acababa.

Al día siguiente me dirigí hacia la Sorbona con el corazón palpitante; en la puerta encontré a Sartre: yo era admisible, como Nizan y él. Herbaud no había pasado. Se fue de París aquella misma noche sin que yo lo hubiera vuelto a ver. "Le dirás al castor toda la felicidad que le deseo", le escribió a Sartre en una carta en que le anunciaba su partida. Reapareció una semana después y solamente por un día. Me llevó al Balzar: "¿Qué va a tomar?", me dijo; agregó: "En mis tiempos era limonada." "Siempre son sus tiempos", dije. Sonrió: "Es lo que quería oírle decir." Pero ambos sabíamos que yo había mentido.

"A partir de ahora la tomo entre manos", me dijo Sartre cuando me hubo anunciado mi admisibilidad. Le gustaban las amistades femeninas. La primera vez que lo vi en la Sorbona llevaba un sombrero y conversaba con aire animado con una estudiante grandota que me pareció muy fea; pronto le desagradó; se había hecho amigo de otra más bonita, pero llena de vueltas con la que no tardó en disgustarse. Cuando Herbaud le habló de mí quiso conocerme enseguida; y ahora estaba muy contento de poder acapararme: ahora a mí me parecía que todo el tiempo que no pasaba con él era tiempo perdido. Durante los quince días que duró el oral de concurso sólo nos separamos para dormir. Íbamos a la Sorbona a pasar nuestros exámenes y a escuchar los de nuestros compañeros. Salíamos con los Nizan. Tomábamos copas en el Balzar con Aron que hacía su servicio militar en la meteorología, con Politzer que se había afiliado al partido comunista. Pero más a menudo nos paseábamos los dos solos. En los muelles del Sena, Sartre me compraba números de Pardaillan y de Fantomas que prefería en mucho a la correspondencia de Riviére y de Fournier; de noche me llevaba a ver películas de cowboys por las que yo me apasionaba como neófita, pues era versada sobre todo en el cine abstracto y en el cine de arte. En las terrazas de los cafés o tomando cocktails en el Falstaff conversábamos durante horas.

"Nunca para de pensar", me había dicho Herbaud. Esto no significaba que segregara sin cesar fórmulas y teorías: aborrecía la pedantería. Pero su espíritu estaba siempre alerta. Ignoraba el entorpecimiento, las somnolencias, las huidas, las treguas, las prudencias, el respeto. Se interesaba en todo y nunca aceptaba nada como resuelto. Frente a un objeto en vez de escamotearlo en provecho de un mito, de una palabra, de una impresión, de una idea preconcebida, lo miraba; no lo largaba antes de haber comprendido las causas y los efectos, sus múltiples sentidos. No se preguntaba lo que había que pensar, lo que hubiera sido picante o inteligente pensar; solamente lo que pensaba. Por eso decepcionaba a los estetas ávidos de una elegancia experimentada. Habiéndolo oído dos años antes dar una conferencia, Riesmann, que se deslumbraba con la logomaquia de Baruzi, me había dicho tristemente: "¡No tiene genio!" En el curso de una lección sobre "la calificación" su minuciosa buena fe había puesto aquel año nuestra paciencia a prueba: había terminado por forzar nuestro interés. Interesaba siempre a la gente que no rechazaba la novedad, pues sin buscar la originalidad no caía en ningún conformismo. Obstinada, ingenua, su atención se apoderaba de las cosas vivas en su profusión. ¡Qué estrecho era mi mundillo junto a ese universo multiplicado! Más tarde sólo algunos locos me inspiraron una humildad análoga, los que descubrían en un pétalo de rosa un laberinto de intrigas tenebrosas.

Hablábamos de un montón de cosas, pero particularmente de un tema que me interesaba entre todos: yo misma. Cuando pretendían explicarme, las demás personas me anexaban a su mundo, me irritaban; Sartre, por el contrario, trataba de situarme en mi propio sistema, me comprendía a la luz de mis valores, de mis proyectos. Me escuchó sin entusiasmo cuando le conté mi historia con Jacques; para una mujer educada como yo lo había sido quizá fuese difícil evitar el casamiento: pero a él no le parecía una buena fórmula. En todo caso yo debía preservar lo que había en mí de más estimable: mi gusto por la libertad, mi amor por la vida, mi curiosidad, mi voluntad de escribir. No solamente me alentaba en esa empresa sino que me proponía ayudarme. Dos años mayor que yo -dos años que él había aprovechado-, habiendo encontrado más joven un camino mejor, sabía mucho más, sobre todo; pero la verdadera superioridad que se reconocía y que saltaba a la vista, era la pasión tranquila y apasionada que lo arrojaba hacia sus libros por escribir. Antaño yo despreciaba a los chicos que ponían menos fervor que yo en jugar al croquet o en estudiar: ahora encontraba a alguien ante cuyos ojos mis frenesís parecían tímidos. En efecto, si me comparaba a él ¡qué tibieza en mis fiebres! Yo me había creído excepcional porque no concebía vivir sin escribir: él sólo vivía para escribir.

No pensaba por supuesto llevar una existencia de rata de biblioteca; aborrecía las rutinas y las jerarquías, las carreras, los hogares, los derechos y los deberes, todo lo serio de la vida. No se resignaba a la idea de tener un oficio, colegas, superiores, reglas que observar y que imponer; nunca sería un padre de familia ni siquiera un hombre casado. Con el romanticismo de la época y de sus veintitrés años soñaba con grandes viajes: en Constantinopla fraternizaría con los hombreadores de bolsas; se emborracharía en los bajos fondos con los tratantes de blancas; daría la vuelta al globo y ni los parias de las Indias ni los popes del monte Atlas, ni los pescadores de Terranova tendrían secretos para él. No echaría raíces en ninguna parte, no se estorbaría con ninguna posesión; no para conservarse vanamente disponible sino para testimoniar sobre todo. Todas sus experiencias debían aprovechar a su obra y apartaba categóricamente las que hubieran podido disminuirla. Sobre ese punto discutimos mucho. Yo admiraba en teoría, al menos, los grandes desórdenes, las vidas peligrosas, los hombres perdidos, los excesos de alcohol, de droga, de pasión. Sartre sostenía que, cuando uno tiene algo que decir, todo despilfarro es criminal. La obra de arte, la obra literaria era a sus ojos un fin absoluto; llevaba en sí su razón de ser, la de su creador y acaso, no lo decía pero yo sospechaba que lo creía firmemente, la del universo entero. Las discusiones metafísicas lo hacían encogerse de hombros. Se interesaba por las cuestiones políticas y sociales, sentía simpatía por la posición de Nizan; pero su asunto propio era escribir, el resto vendría después. Por otra parte era entonces mucho más anarquista que revolucionario; le parecía detestable la sociedad tal como era, pero no detestaba detestarla; lo que llamaba su "estética de oposición" se acomodaba muy bien con la existencia de imbéciles y de canallas, y hasta la exigía: si no hubiera habido nada que destruir, que combatir, la literatura no habría sido gran cosa.

Con pocos matices de diferencia yo encontraba un gran parentesco entre su actitud y la mía. No había nada mundano en sus ambiciones. Reprobaba mi vocabulario espiritualista, pero él también buscaba una salvación en la literatura; los libros introducían en ese mundo deplorablemente contingente una necesidad que rebotaba sobre su autor; algunas cosas debían ser dichas por él y entonces estaría completamente justificado. Tenía bastante juventud para conmoverse sobre su destino cuando oía un aire de saxofón después de haber tomado tres martinis; pero si hubiera sido necesario habría aceptado conservar el anonimato: lo importante era el triunfo de sus ideas, no sus propios éxitos. Él no se decía nunca -como yo solía hacerlo- que era "alguien", que tenía "valor"; pero estimaba que verdades importantes -acaso hasta llegaba a pensar: La Verdad- se habían revelado a él y que su misión era imponerlas al mundo. Sobre unos carnets que me mostró, en sus conversaciones y hasta en sus trabajos escolares, afirmaba con pertinacia un conjunto de ideas cuya originalidad y coherencia asombraban a sus amigos. Había hecho una exposición sistemática sobre ellas contestando a una "Encuesta a los estudiantes de hoy" abierta por Les Nouvelles Littéraires. "Hemos recibido de J. P. Sartre páginas notables", escribió Roland Alix presentando su respuesta de la que imprimió largos pasajes; en efecto, toda una filosofía estaba indicada en ella y no tenía ninguna relación con la que nos enseñaban en la Sorbona:

"Es una paradoja del espíritu que el hombre, cuyo papel es crear lo necesario, no pueda elevarse por sí mismo hasta el nivel del ser, como esos adivinos que predicen el porvenir para los demás, no para ellos. Por eso en el fondo del ser humano como en el fondo de la naturaleza veo la tristeza y el hastío. No es que el hombre no se piense a sí mismo como un ser. Pone al contrario todo su esfuerzo en ello. De allí el Bien y el Mal, ideas del hombre trabajando sobre el hombre. Ideas vanas, idea vana también ese determinismo que intenta curiosamente hacer la síntesis de la existencia y del ser. Somos tan libres como se quiera, pero impotentes... para el resto, la voluntad de poder, la acción, la vida no son sino vanas ideologías. No hay en ninguna parte voluntad de poderío. Todo es débil: todas las cosas tienden a morir. La aventura sobre todo es una trampa, quiero decir esa creencia en conexiones necesarias, y que, sin embargo, existirían. El aventurero es un determinista inconsecuente que se supone libre." Comparando su generación con la que lo había precedido, Sartre terminaba: "Somos más desdichados pero más simpáticos."

Esta última frase me había hecho reír, pero conversando con Sartre entreví la riqueza de lo que llamaba su "teoría de la contingencia", donde ya se encontraban en germen sus ideas sobre el ser, la existencia, la necesidad, la libertad. Tuve la evidencia de que escribiría un día una obra filosófica que contaría. Pero no se facilitaba la tarea, pues no tenía la intención de componer según las reglas tradicionales, un tratado teórico. Le gustaba tanto Stendhal como Spinoza y se negaba a separar la filosofía de la literatura. A sus ojos la Contingencia no era una noción abstracta, sino una dimensión real del mundo: debía utilizar todos los recursos del arte para hacer sensible al corazón esa secreta "debilidad" que veía en el hombre y en las cosas. La tentativa era en esa época muy insólita; imposible inspirarse en ninguna moda, en ningún modelo: él pensamiento de Sartre me había impresionado por su madurez, pero me desconcertó la torpeza de los ensayos en que lo expresaba; para presentarla en su verdad singular recurría al mito. "Er el armenio" pedía su contribución a los dioses y a los titanes: bajo ese disfraz pasatista, sus ideas perdían su fuerza. El se daba cuenta de la torpeza, pero no se inquietaba; de todas maneras ningún éxito hubiera bastado para fundar su confianza inconsiderada en el porvenir. Él sabía lo que quería hacer y tenía la vida por delante: terminaría por hacerlo. Yo no dudaba ni un instante: su salud, su buen humor suplían todas las pruebas. Manifiestamente su certidumbre cubría una resolución tan radical que un día u otro, de una manera o de otra, daría sus frutos.

Era la primera vez de mi vida que me sentía intelectualmente dominada por alguien. Mucho mayores que yo, Garric, Nodier, me habían impresionado: pero de lejos, vagamente, sin confrontarme con ellos. Todos los días, todo el día me medía con Sartre y en nuestras discusiones él era el más fuerte. En el Luxemburgo, una mañana, junto a la fuente Médicis, le expuse esa moral pluralista que me había fabricado para justificar a la gente que quería, pero a quienes no hubiera querido parecerme: la destrozó. A mí me gustaba porque me permitía tomar mi corazón como arbitro del bien y del mal; me debatí durante tres horas. Tuve que reconocer mi derrota; además, había advertido, en el curso de la conversación, que muchas de mis opiniones descansaban sobre parcialidades, mala fe o aturdimiento, que mis razonamientos cojeaban, que mis ideas eran confusas. "Ya no estoy segura de lo que pienso, ni siquiera de pensar", noté desazonada, desorientada. No ponía en ello ningún amor propio. Era mucho más curiosa que imperiosa, me gustaba más aprender que brillar. Pero, sin embargo, después de tantos años de arrogante soledad, era un serio acontecimiento descubrir que no era ni la única, ni la primera: una entre otros y de pronto insegura de sus verdaderas capacidades. Pues Sartre no era el único que me obligaba a la modestia: Nizan, Aron, Politzer, tenían sobre mí un avance considerable. Yo había preparado el concurso a lo rápido: su cultura era más sólida que la mía, estaban al corriente de un montón de novedades que yo ignoraba, estaban acostumbrados a discutir; a mí, sobre todo, me faltaba método y perspectiva; el universo intelectual era para mí un vasto cambalache por el que andaba a tientas; la búsqueda de ellos estaba orientada. Ya había entre ellos importantes divergencias; reprochaban a Aron su complacencia por el idealismo de Brunschvicg; pero todos habían sacado mucho más radicalmente que yo las consecuencias de la inexistencia de Dios y traído la filosofía desde el cielo, a la tierra. Lo que también me imponía es que tenían una idea bastante precisa de los libros que querían escribir. Yo había repetido que "diría todo"; era demasiado y demasiado poco. Descubrí con inquietud que la novela presenta mil problemas que yo no había sospechado.

Sin embargo, no me descorazoné; el porvenir me parecía de pronto más difícil de lo que había calculado, pero era también más real y más seguro; en vez de informes posibilidades, veía abrirse ante mí un campo claramente definido, con sus problemas, sus tareas, sus materiales, sus instrumentos, sus resistencias. Ya no me preguntaba: ¿qué hacer? Todo estaba por hacer; todo lo que antes yo había deseado hacer: combatir el error, encontrar la verdad, decirla iluminar al mundo, quizá también ayudar a cambiarlo. Necesitaría tiempo, esfuerzos para cumplir aunque sólo fuera una parte de las promesas que me había hecho: pero esto no me asustaba. Nada estaba ganado: todo era posible.

Y además acababa de tener una gran suerte: frente a ese porvenir, bruscamente ya no estaba sola. Hasta entonces los hombres que yo había querido -Jacques y en menor grado Herbaud- eran de otra especie que yo: desenvueltos, escurridizos, un poco incoherentes, marcados por una especie de gracia funesta: imposible comunicarse con ellos sin reserva. Sartre respondía exactamente al deseo de mis quince años: era ese doble en quien yo encontraba, llevadas a la incandescencia, todas mis manías. Con él siempre podría compartirlo todo. Cuando nos separamos a principios de agosto yo sabía que nunca más saldría de mi vida.

Pero antes de que ésta tomara su forma definitiva tenía que aclarar primero mis relaciones con Jacques.

¿Qué sentiría encontrándome de narices con mi pasado? Me lo preguntaba ansiosamente cuando al volver de Meyrignac a mediados de setiembre llamé a la puerta de la casa Laiguillon. Jacques salió de los escritorios de la planta baja, me dio la mano, me sonrió y me hizo subir al departamento. Sentada sobre el sofá rojo lo escuché hablar de su servicio militar, de África, de su aburrimiento. Yo estaba contenta, pero nada emocionada. "Qué fácilmente nos encontramos", le dije. Él se pasó la mano por el pelo. "¡Bien lo merecíamos!" Yo reconocía la penumbra de la galería, reconocía sus ademanes, su voz: lo reconocía demasiado. Escribí esa noche en mi cuaderno: "Nunca me casaré con él. Ya no lo quiero." Después de todo esa brutal liquidación no me sorprendía: "Es demasiado evidente que en los momentos en que más lo quería hubo siempre entre nosotros un desacuerdo profundo al que sólo me sobreponía renunciando a mí misma; o si no me rebelaba contra el amor." Yo me había mentido fingiendo esperar esa confrontación para comprometer mi porvenir: hacía ya semanas que estaban echados los dados.

París estaba todavía vacío y volví a ver a Jacques a menudo. Me contó su historia con Magda, de un modo novelesco. Por mi parte le hablé de mis nuevas relaciones: no pareció apreciarlas. ¿Estaba celoso? ¿Qué era yo para él? ¿Qué esperaba de mí? Yo no podía adivinarlo puesto que siempre, en su casa o en el Stryx, había terceros entre nosotros; salíamos con Riquet, con Olga. Me atormenté un poco. A distancia yo había colmado a Jacques de mi amor y si ahora me lo pidiera encontraría mis manos vacías. No me pedía nada, pero evocaba a veces su porvenir en un tono vagamente fatal.

Lo invité una noche con Riquet, Olga y mi hermana a inaugurar mi nuevo domicilio. Mi padre había financiado mi instalación y mi cuarto me gustaba mucho. Mi hermana me ayudó a disponer sobre una mesa botellas de coñac y de vermut, vasos, platos, golosinas. Olga llegó un poco tarde y sola, lo que nos decepcionó vivamente. No obstante, después de dos o tres vasos la conversación se animó; nos interrogamos sobre Jacques y sobre su porvenir: "Todo dependerá de su mujer", dijo Olga; suspiró: "Desgraciadamente no creo que esté hecha para él." "¿Quién?", pregunté. "Odile Riaucourt. ¿No sabía que se casa con la hermana de Lucien?" "No", dije con estupor. Me dio los detalles complacientemente. Jacques, a su regreso de Argelia, había pasado tres semanas en la propiedad de los Riaucourt; la chica se había enamorado de él y había declarado imperiosamente a sus padres que lo quería por marido: Jacques, tanteado por Lucien, aceptó. Él la conocía apenas y, salvo el hecho de tener una dote considerable, no tenía, según Olga, ninguna virtud particular. Comprendí por qué nunca veía a Jacques a solas: no se atrevía ni a callar, ni a hablar; y si aquella noche me había hecho la pera era para que Olga me pusiera al corriente. Fingí lo mejor posible la indiferencia. Pero en cuanto estuvimos solas, exhalamos, mi hermana y yo, nuestra consternación. Caminamos largamente por París, desoladas de ver al héroe de nuestra juventud transformado en un burgués calculador.

Cuando volví a casa de Jacques me habló un poco avergonzado de su novia y con importancia de sus nuevas responsabilidades. Una noche recibí de él una carta enigmática: él me había abierto el camino, me decía, y ahora se quedaba atrás, penando en el viento, sin poder seguirme: "Agrega que el viento unido al cansancio siempre arranca algunas lágrimas." Me emocioné, pero no contesté; no había nada que contestar. De todas maneras era una historia terminada.

¿Qué había significado para Jacques? ¿Y él mismo quién era? Me equivoqué cuando creía que su casamiento me descubría su verdad y que después de una crisis de romanticismo juvenil iba a convertirse tranquilamente en el burgués que era. Lo vi a veces con su mujer: sus relaciones eran agridulces. Nuestras relaciones quedaron cortadas, pero más adelante lo vi bastante a menudo en los bares de Montparnasse, solitario, el rostro hinchado, los ojos llorosos, visiblemente embebido de alcohol. Procreó cinco o seis chicos y se lanzó en una peligrosa especulación: transportó su material a la fábrica de un colega e hizo demoler la vieja fábrica Laiguillon para reemplazarla por un gran edificio de renta; desgraciadamente cuando hubieron echado abajo la casa no consiguió los capitales necesarios para la construcción del edificio; se enemistó con el padre de su mujer y con su propia madre que se habían negado a arriesgarse en esa aventura; él comió hasta su último centavo y tuvo que hipotecar, luego vender su material. Trabajó durante algunos meses en el negocio de su colega, pero pronto lo despidieron.

Aun si hubiera procedido con prudencia y tenido éxito, cabría preguntarse por qué Jacques quiso liquidar la Casa; no era ciertamente indiferente que no se fabricara en ella quincalla sino vitrales. Durante los años que siguieron a la exposición de 1925 las artes decorativas tomaron un gran impulso. Jacques se entusiasmó por la estética moderna y pensó que el vitral ofrecía inmensas posibilidades; abstractamente era verdad, pero en la práctica no tanto. En los muebles, la cristalería, las telas, los papeles de empapelar, se podía y hasta se debía inventar porque la clientela burguesa estaba ávida de novedad; pero Jacques tenía que satisfacer a humildes curas de aldea de gustos atrasados; o bien se arruinaba o bien perpetuaba en sus talleres la tradicional fealdad de los vitrales Laiguillon. No soportaba la fealdad. Prefirió lanzarse en negocios que no tenían nada que ver con el arte.

Sin dinero, sin trabajo, Jacques vivió algún tiempo a costillas de su mujer a quien el viejo Riaucourt pasaba una pensión; pero entre ellos las cosas marchaban muy mal; haragán, pródigo, farrista, bebedor, mentiroso -y paso muchas otras cosas-, Jacques era, sin duda, un marido detestable. Odile terminó por pedir una separación de cuerpos y por echarlo. Hacía veinte años que no lo veía cuando lo encontré por casualidad en el Bulevar Saint-Germain. A los cuarenta y cinco años representaba más de sesenta. Tenía el pelo completamente blanco, los ojos inyectados, pues el abuso de alcohol lo había vuelto casi ciego; ya no tenía mirada, ni sonrisa, ni carne, a tal punto que su rostro, reducido sólo a los huesos se parecía rasgo por rasgo al de su abuelo Flandin. Ganaba 25.000 francos por mes haciendo vagas escrituras en una estación de servicio al borde del Sena: sobre los papeles que me mostró estaba asimilado a un picapedrero. Estaba vestido como un atorrante, dormía en cuartos amueblados, se alimentaba apenas y bebía lo más posible. Poco después perdió su empleo y se encontró absolutamente sin recursos. Su madre, su hermano, cuando iba a pedirles de comer le reprochaban su falta de dignidad; sólo su hermana y algunos amigos lo socorrieron. Pero no era fácil ayudarlo; no levantaba un dedo para ayudarse a sí mismo y estaba gastado hasta la médula. Murió a los cuarenta y seis años de miseria fisiológica.

"¡Ah por qué no me he casado contigo!", me dijo apretándome las manos efusivamente el día en que nos encontramos. "¡Qué lástima! Pero mi madre me repetía sin cesar que los casamientos entre primos son malditos!" ¿Había pensado de veras en casarse conmigo? ¿Cuándo había cambiado de opinión? ¿Y por qué exactamente? ¿Por qué en vez de seguir soltero se había precipitado tan joven en un casamiento absurdamente razonable? No conseguí saberlo; quizá él tampoco lo sabía a tal punto su cerebro estaba nublado; tampoco traté de interrogarlo sobre la historia de su decadencia, pues la primera de sus preocupaciones era hacérmela olvidar; los días en que llevaba una camisa limpia y en que había comido me recordaba con gusto el glorioso pasado de la familia Laiguillon y hablaba como un gran burgués. Yo solía decirme que si hubiera triunfado no habría valido más que cualquier otro, pero esa severidad estaba fuera de lugar: no era por casualidad que había fracasado tan espectacularmente. No se había contentado con un fracaso mediocre; se le pudo reprochar muchas cosas, pero en todo caso nunca fue mezquino; había caído tan bajo que tenía que estar poseído por esa locura de destrucción que yo imputaba a su juventud. Se casó evidentemente para alivianar sus responsabilidades; creyó que sacrificando sus placeres y su libertad haría nacer en él un hombre nuevo, sólidamente convencido de sus deberes y de sus derechos, adaptado a sus oficinas y a su hogar; pero el voluntarismo no premia: siguió siendo el mismo, incapaz a la vez de encerrarse en el pellejo de un burgués y de evadirse de él. Trató de evadirse en los bares de su personaje de marido y de padre de familia; al mismo tiempo trató de elevarse en la escala de valores burgueses, pero no por un trabajo paciente: de un salto, y se lanzó con tal imprudencia que su secreto deseo parece haber sido el de romperse la cabeza. Sin duda alguna ese destino empezó a tejerse en el corazón del chico abandonado, asustado, que rondaba en dueño, a los siete años, entre las glorias y el polvo de la fábrica Laiguillon; y si en su juventud nos exhortó tan a menudo a "vivir como todo el mundo", era porque dudaba de poder lograrlo.

Mientras mi porvenir se decidía, Zaza por su parte luchaba por su felicidad. Su primera carta respiraba esperanza. La segunda era menos optimista. Después de haberme felicitado por mi éxito en la agregación, me escribía: "Me resulta particularmente duro en este momento estar lejos de usted. Necesitaría tanto hablarle con frases sueltas, sin nada preciso ni muy pensado, de lo que desde hace tres semanas es toda mi existencia. Con algunos momentos de alegría he conocido sobre todo hasta el viernes último, una terrible inquietud y muchas dificultades. Ese día recibí de Pradelle una carta un poco larga en la que dice más cosas, en la que más palabras me permiten aferrarme a testimonios indiscutibles para luchar contra una duda que no consigo desechar completamente. Acepto, relativamente el sufrir dificultades bastante pesadas, la imposibilidad de hablar de esto con mamá por el momento, la perspectiva de ver pasar mucho tiempo antes de que mis relaciones con P. se precisen y ni siquiera esto importa, a tal punto el presente me colma y me basta. Lo más duro son estas dudas, estas intermitencias, estos vacíos tan completos que a veces me pregunto si todo lo que ha ocurrido no es un sueño. Y cuando la alegría vuelve en su plenitud, me avergüenzo de haber tenido la cobardía de no creer en ella. Me resulta difícil por otra parte unir al P. de ahora con el de hace tres semanas, uno mal sus cartas a encuentros relativamente recientes en el que todavía éramos el uno para el otro tan lejanos, tan misteriosos; a veces me parece que es sólo un juego, que todo va a recaer súbitamente en lo real, en el silencio de hace tres semanas. ¿Cómo haré aunque sea para verlo sin sentir la tentación de huir, a ese muchacho al que he escrito tantas cosas, y tan fácilmente y ante el cual no me atrevería a abrir la boca ahora a tal punto su presencia, lo siento, me intimidaría? ¡Ah! ¡Simone, qué le estoy escribiendo, qué mal le hablo de todo esto! ¡Una sola cosa merecería ser dicha! Es que hay momentos maravillosos, en que todas esas dudas y esas dificultades se desprenden de mí como cosas vacías de sentido, en que sólo siento la alegría inalterable y profunda que por encima de esas miserias permanece en mí y me penetra entera. Entonces el pensamiento de su existencia basta para conmoverme hasta las lágrimas, y cuando pienso que es un poco por mí y para mí que existe, siento el corazón detenerse casi dolorosamente bajo el peso de una dicha demasiado grande. He aquí, Simone, lo que es de mí. De la vida que llevo no tengo coraje de hablarle esta noche. La gran alegría que irradio del interior da a veces mucho precio a cosas muy pequeñas, estos días. Pero estoy sobretodo cansada de haberme visto obligada a seguir, pese a una intensa vida interior y a una inmensa necesidad de soledad, los paseos a los alrededores, los tenis, los tés, las distracciones. La correspondencia es el único momento importante del día... Nunca la he querido más, mi querida Simone, y estoy cerca de usted con todo mi corazón."

Le respondí largamente tratando de reconfortarla y a la semana siguiente ella me escribía: "Apaciblemente feliz, ahora empiezo a serlo, mi querida, querida Simone, ¡y qué bueno es! Ahora tengo una certidumbre que ya nada puede quitarme, una certidumbre maravillosamente dulce que ha triunfado de los altos y de los bajos, y de todas mis rebeldías. Cuando recibí su carta... aún no había salido de la inquietud. No tenía bastante confianza para saber leer bien las cartas muy dulces, pero muy silenciosas también, que Pradelle me escribía y acababa, cediendo a un loco impulso de pesimismo, de mandarle una carta que él pudo calificar después sin exagerar, de 'un poco feroz'. La suya ha venido a devolverme la vida... Desde su carta me he quedado silenciosamente junto a usted, es con usted que leí la que recibí de Pradelle el sábado y que vino a completar mi alegría, a hacerla tan liviana, tan joven, que hace tres días se agrega a ella una alegría de chico de ocho años. Yo temía que mi injusta carta nublara de nuevo el horizonte; él contestó tan inteligentemente que al contrario, todo se ha vuelto fácil y maravilloso. No creo que se pueda regañar a la gente más deliciosamente, hacerle su proceso, absolverla, y convencerla con más alegría y gentileza de que todo es sencillo, qua todo es hermoso y que hay que creerlo."

Pero pronto otras dificultades más temibles surgieron. A fines de agosto recibí una carta que me desoló: "No me reproche este tan largo silencio... Usted sabe lo que es la vida en Laubardon. Tuve que ver a un montón de gente e ir a Lourdes a pasar cinco días. Volvimos el domingo y mañana Bébelle y yo tomamos el tren para ir a casa de los Bréville en Ariége. Yo me privaría con gusto, como puede imaginarlo, de todas estas distracciones; es tan fastidioso divertirse cuando uno no siente ninguna necesidad. Y tengo más sed de tranquilidad ahora que la vida sin dejar de ser maravillosa se anuncia por algún tiempo difícil. Los escrúpulos que terminaban por envenenar mi alegría me decidieron a hablar con mamá cuya actitud interrogadora, inquieta y hasta desconfiada me hacía sufrir demasiado. Pero como sólo podía decirle una semiverdad el resultado de mi confesión es que no puedo escribirle más a Pradelle, que mamá exige que no lo vea hasta nueva orden. Es duro, hasta es atroz. Cuando pienso lo que eran para mí esas cartas a las que estoy obligada a renunciar, cuando imagino ese largo año del que esperaba tanto y que va a estar disminuido de esos encuentros que hubieran sido maravillosos, una pena sofocante me oprime la garganta, y mi corazón se contrae hasta hacerme daño. Habrá que vivir completamente separados, ¡qué horror! Por mí me resigno pero por él me resulta mucho más difícil. La idea de que puede sufrir por mí culpa me subleva; hace tiempo que estoy habituada al sufrimiento y para mí me parece casi natural. Pero aceptarlo para él que no lo ha merecido, para él a quien quisiera tanto ver radiante de felicidad como lo era un día entre usted y yo sobre el lago del Bois de Boulogne... ¡Ah, cómo es de amargo! Sin embargo, me daría vergüenza quejarme. Cuando se ha recibido esa gran cosa que siento en mí inalterable, se puede soportar todo el resto. Lo esencial de mi alegría no está a merced de las circunstancias exteriores; para alcanzarla haría falta una dificultad que viniera directamente de él o de mí. Esto no es de temer, el acuerdo profundo es tan completo que es él el que habla cuando me escucha, yo la que hablo cuando lo escucho y ya no podemos pese a las separaciones aparentes estar verdaderamente desunidos. Y mi alegría dominando los más crueles pensamientos se eleva asimismo y se derrama sobre todas las cosas... Ayer después de haberle escrito a Pradelle la carta que me resultaba tan dura escribirle recibí de él unas líneas desbordantes de ese bello amor por la vida que hasta ahora era en él menos sensible que en usted. Pero no era del todo el canto pagano de la querida dama amoral. Me decía a propósito del noviazgo de su hermana todo lo que las palabras 'Coeli enarrant gloriara Dei' hacían brotar de entusiasmo por 'la glorificación límpida del universo', y por 'una vida reconciliada con toda la dulzura de las cosas terrenales'. ¡Ah!, renunciar voluntariamente a recibir páginas como las de ayer, cómo es de duro, Simone. Hay que creer verdaderamente en el valor del sufrimiento y desear llevar con Cristo la cruz para aceptarlo sin murmurar; seguramente yo no seré capaz. Pero dejemos esto. La vida a pesar de todo es espléndida, sería terriblemente ingrata si no me sintiera en este momento desbordante de gratitud. ¿Hay muchos seres en el mundo que tengan lo que usted tiene y lo que yo tengo, que conocerán jamás algo que se le parezca? ¿Y sería pagarlo demasiado caro sufrir por ese bien precioso no importa cuánto, todo lo que sea necesario, y durante todo el tiempo que sea necesario? Lili y su marido están aquí en este momento: creo que desde hace tres semanas no hay entre ellos otro tema de conversación que el problema de su departamento y el precio que les costará la instalación. Son una monada, no tengo nada que reprocharles. Pero qué alivio, tener ahora la certidumbre de que no habrá nada en común entre mi vida y la de ellos, de sentir que no poseyendo nada exteriormente soy mil veces más rica que ellos y que en fin, entre toda esa gente que me son más extraños que los guijarros de la ruta, al menos desde ciertos puntos de vista, ya nunca estaré sola." Sugerí una solución que me parecía imponerse: la señora Mabille se inquietaba de las indecisas relaciones de Zaza con Pradelle. Había que pedirle formalmente la mano de su hija. Recibí en respuesta la siguiente carta. "Ayer al volver de Ariége donde pasé diez días desde todo punto de vista extenuadores, encontré aquí su carta que esperaba. Desde que la he leído no he hecho sino contestarla, hablar despacito con usted, pese a las ocupaciones, al cansancio, todo lo exterior. Lo exterior es terrible. Durante los diez días que pasé con los Bréville, con Bébelle en mi cuarto, no estuve un minuto sola. Me sentía tan incapaz de soportar sobre mí la mirada de alguien mientras escribía ciertas cartas, que para hacerlo tuve que esperar que estuviera dormida y levantarme entre las dos y las cinco o las seis. Durante el día había que hacer grandes excursiones y contestar sin parecer nunca ausente a las atenciones, a las bromas amables de la gente que nos recibía. Las últimas páginas que él recibió de mí se resentían terriblemente de mi cansancio: leí su última carta en un estado tal de agotamiento, que según lo veo ahora comprendí bastante mal ciertos pasajes. Mi respuesta pudo hacerlo sufrir; no supe decirle todo lo que quería, todo lo que era necesario, todo esto me desespera un poco; y si hasta ahora no me reconocía el menor mérito, siento que los adquiero en estos días, a tal punto necesito voluntad para resistir el deseo de escribirle todo lo que pienso, todas esas cosas elocuentes y persuasivas con las cuales protesto en el fondo de mi corazón contra las acusaciones que él persiste en hacer contra sí mismo, contra el perdón que tiene la inconsciencia de pedirme.. Yo no quisiera, Simone, escribirle a P. por intermedio de usted, sería una hipocresía, peor a mis ojos que una infracción a las decisiones que ya no debo discutir. Pero vuelven a mi memoria algunos pasajes de sus últimas cartas a los que no he contestado y que continúan desgarrándome. 'Algunas de mis cartas deben de haberla decepcionado.' 'La sinceridad con la cual le he hablado ha debido fatigarla y darle una cierta tristeza.' Otras frases más que me hacen saltar. Usted, Simone, que sabe la alegría que debo a P., que cada una de las palabras que me ha dicho y escrito, lejos de decepcionarme, no han hecho sino ampliar y afirmar la admiración y el amor que tengo por él, usted que ve lo que yo era y lo que soy, lo que me faltaba y lo que me ha dado con tan admirable plenitud; ¡oh!, trate de hacerle comprender un poco que le debo toda la belleza de que desborda en este momento mi vida, que no hay una cosa en él que no sea para mí preciosa, que es una locura de su parte disculparse de lo que dice, o de las cartas de las que comprendo mejor la belleza y la dulzura profunda cada vez que las releo. Dígale, Simone, usted que me conoce tanto y que ha seguido tan bien este año todos los latidos de mi corazón, que no hay un ser en el mundo que me haya dado ni pueda darme jamás la felicidad sin mezcla, la alegría total que me viene de él y de la que no podré nunca, aun si dejo de decírselo, juzgarme sino indigna.

"Simone, si el paso de que usted habla pudiera, ser dado, todo sería más simple para este invierno. Pradelle tiene para no hacerlo razones que son tan valederas a mis ojos como a los suyos. En esas condiciones mamá, sin pedirme una ruptura total, me ha hecho prever tantas dificultades y restricciones en nuestras relaciones, que asustada por una lucha renovada sin cesar, he terminado por preferir lo peor. Su respuesta a la triste carta que tuve que escribirle me hizo sentir demasiado lo que sería para él ese sacrificio. Ahora ya no tengo valor de desearlo. Voy a tratar de arreglar las cosas, de obtener a fuerza de sumisión y de paciencia que mamá me haga, nos haga un poco de crédito, de apartar de ella la idea que tuvo de mandarme al extranjero. Todo esto, Simone, no es simple, todo esta es duro, me desespero por él. Dos veces me habló de fatalismo. Comprendo lo que quiere decirme de esta manera indirecta y a causa de él voy a hacer todo lo que esté en mi poder para mejorar su situación. Pero soportaré con ardor lo que sea necesario, encontrando una especia de alegría en sufrir a causa de él, considerando siempre que cualquiera sea el precio que la pague nunca comprare demasiado cara la felicidad en la cual ya he entrado, la alegría contra la cual ninguna cosa accidental tiene ningún poder... He llegado aquí, muerta de ganas de estar sola. Además de mi cuñado encontré a cinco de sus hermanos y hermanas; duermo con la mayor y con las mellizas en ese cuarto en que he estado tan bien con usted y con Stépha. Le he escrito estas líneas en menos de tres cuartos de hora, antes de ir con mi familia al mercado del pueblo; mañana todos los Du Moulin pasan el día aquí; pasado mañana Geneviéve de Bréville llega y habrá que bailar en casa de Mulot. Pero me quedo libre sin que nadie lo sospeche. Todas esas cosas son para mí como si no fueran. Mi vida es sonreír en silencio a la voz que no deja de hacerse oír en mí, es refugiarme con él, definitivamente..."

Me irrité contra Pradelle, ¿por qué rechazaba la solución que yo había propuesto? Le escribí. Su hermana, me contestó, acababa de comprometerse; su hermano mayor -casado desde hacía tiempo, del cual no hablaba nunca- iba a irse a Togo; si le anunciaba a su madre que él también premeditaba alejarse, le daría un golpe fatal. ¿Y Zaza?, le pregunté, cuando volvió a París a fines de setiembre. ¿No comprendía acaso que se agotaba en esas luchas? Contestó que ella aprobaba su actitud y por más que me encarnicé no aflojó.

Zaza me pareció muy abatida; había adelgazado y perdido sus colores; tenía frecuentes dolores de cabeza. La señora Mabille le permitía, provisoriamente, recibir a Pradelle, pero en diciembre se iría a Berlín y pasaría todo el año: ella encaraba ese destierro con terror. Hice una nueva sugestión: que Pradelle a expensas de su madre se explicara con la señora Mabille. Zaza sacudió la cabeza. La señora Mabille no aceptaría sus razones; las conocía y sólo las veía como pretextos. Según ella, Pradelle no estaba decidido a casarse con Zaza; si no, habría aceptado hacer las diligencias oficiales; a ninguna madre se le quiebra el corazón porque su hijo se comprometa, ¡esa historia no se tenía en pie! Sobre ese punto, yo estaba de acuerdo con ella; de todos modos no se casarían hasta de aquí a dos años; el caso de la señora Pradelle no me parecía trágico: "No quiero que sufra por mi culpa", me decía Zaza. Su grandeza de alma me exasperaba. Ella comprendía mi indignación, comprendía los escrúpulos de Pradelle, y la prudencia de la señora Mabille; comprendía a toda esa gente que no se comprendía entre sí y cuyos malentendidos recaían sobre ella.

"Un año, no es un drama", decía Pradelle fastidiado. Esa actitud juiciosa en vez de reconfortar a Zaza ponía su confianza a prueba; para aceptar sin demasiada angustia una larga separación, hubiera necesitado poseer esa certidumbre que a menudo había invocado en sus cartas, pero en verdad le faltaba dolorosamente. Mi previsión se justificaba: Pradelle no era fácil de querer, sobre todo para un corazón tan violento como el de Zaza. Con una sinceridad que se parecía al narcisismo, se quejaba a ella de carecer de pasión, lógicamente ella tenía que sacar en conclusión que la quería blandamente. Su conducta no la tranquilizaba; él tenía respecto a su familia delicadezas abusivas y no parecía inquietarse de que la hicieran sufrir.

Sólo se habían visto brevemente; ella esperaba con impaciencia la tarde que habían decidido pasar juntos cuando por la mañana recibió unas líneas; acababa de perder a un tío y no consideraba que ese luto fuera compatible con la alegría, que se prometía sacar de ese encuentro; se disculpaba. Al día siguiente Zaza vino a tomar una copa a casa con mi hermana y Stépha y no logró forzarse en sonreír. Aquella noche me envió dos líneas: "No escribo para disculparme de haber estado siniestra pese al vermut y a su reconfortante recibimiento. Usted debió comprender, yo estaba todavía abrumada por la esquela de la víspera. Cayó muy mal. Si Pradelle hubiera podido comprender con qué estado de ánimo esperaba ese encuentro pienso que no lo habría postergado. Pero está bien que no lo haya sabido, me gusta mucho lo que ha hecho y no me ha venido mal ver hasta dónde puede llegar todavía mi descorazonamiento cuando me quedo absolutamente sola para resistir a mis amargas reflexiones y a las lúgubres advertencias que mamá cree necesario hacerme. Lo más triste es no poder comunicarme con él: no me atreví a mandarle unas líneas a su domicilio. Si usted hubiera estado sola le habría escrito algunas líneas con su ilegible letra en el sobre. Hágame el favor de mandarle enseguida una carta para decirle lo que creo ya sabe, que estoy muy cerca de él en la pena como en la alegría, pero sobre todo que puede escribirme a casa cuanto quiera. Haría bien en no abstenerse, pues si no es posible que lo vea pronto, necesitaré por lo ráenos terriblemente unas palabras de él. Por otra parte no tiene que temer en este momento mi alegría. Aun si le hablara de nosotros lo haría bastante gravemente. Suponiendo que su existencia me libere quedan en la existencia bastantes cosas tristes de las que se puede hablar cuando uno está de luto. Aunque sólo fuera de Poussiére. He releído ese libro anoche, me emocionó menos que al principio de las vacaciones. Sí, Judy es magnífica y atrayente; a pesar de eso está inconclusa y muy miserable. Que su gusto por su propia vida y las cosas creadas la salve de la dureza de la existencia, lo admito. Pero su alegría no se mantendría frente a la muerte y no es una solución suficiente vivir como si en definitiva no existiera eso. Me avergoncé al dejarla, de haberme quejado un momento, yo, que siento encima de todas las dificultades y las tristezas que pueden disimularla a veces, y la alegría difícil de saborear y a menudo inaccesible para mi debilidad, pero para la cual al menos ninguna persona de este mundo es necesaria y ni siquiera depende completamente de mí. Esta alegría no disminuye nada. Aquellos a quienes quiero no tienen que inquietarse, no me evado de ellos. Y me siento en este momento atada a la tierra y aun a mi propia vida en este momento como no lo había estado nunca."

Pese a esa conclusión optimista, pese al asentimiento crispado que concedía a la decisión de Pradelle, Zaza dejaba asomar su amargura; para oponer a las "cosas creadas" la alegría sobrenatural era necesario que en este mundo ya no esperara poder descansar definitivamente sobre ningún ser. Le mandé unas líneas a Pradelle que le escribió enseguida; ella me agradeció: "Gracias a usted el sábado se esfumaron los fantasmas que me atormentaban." Pero los fantasmas no la dejaron mucho tiempo en paz y frente a ellos estaba muy sola. La misma inquietud que me causaba su felicidad nos apartaba a la una de la otra, pues yo me irritaba contra Pradelle y ella me acusaba de desconocerlo; había elegido el renunciamiento y se alejaba cuando yo la exhortaba a defenderse. Por otra parte su madre me había cerrado su puerta y se ingeniaba para retenerla en casa. Tuvimos, sin embargo, en mi casa una larga conversación en la que le hablé de mi propia vida; al día siguiente me escribió para decirme con efusividad cuánto se había alegrado. Pero, agregaba, "por razones de familia que sería muy largo explicarle, no podré verla hasta de aquí a un tiempo. Espere un poco".

Pradelle por otra parte le había anunciado que su hermano acababa de embarcarse y que durante una semana el cuidado de consolar a su madre lo ocuparía por completo. También esta vez fingía parecerle natural que él no vacilara en sacrificarla; pero yo estaba segura de que nuevas dudas la devoraban; y deploré que durante ocho días ninguna voz pudiera contrarrestar las "lúgubres advertencias" prodigadas por la señora Mabille.

Diez días más tarde la encontré por casualidad en el bar Poccardi; yo había ido a leer a la Nationale, ella hacía compras en el barrio: la acompañé. Ante mi gran asombro desbordaba de alegría. Había reflexionado mucho durante el curso de esa semana solitaria y poco a poco todo se había ordenado en su cabeza y en su corazón; ya ni siquiera su partida a Berlín la asustaba. Tendría ratos de ocio, trataría de escribir la novela en la que pensaba desde hacía tiempo, leería mucho: nunca había tenido tal sed de lectura. Acababa de redescubrir a Stendhal con admiración. Su familia lo aborrecía tan categóricamente que no había conseguido hasta entonces sobreponerse por completo a esa prevención, pero releyéndolo esos últimos días lo había comprendido por fin y amado sin reticencias. Sentía la necesidad de revisar un gran número de sus juicios: tenía la impresión de que una seria evolución acababa de producirse en ella. Me habló con un calor, una exuberancia casi insólitos; había algo forzado en su optimismo. Sin embargo, me alegré: había vuelto a cobrar nuevas fuerzas y me parecía que estaba acercándose mucho a mí. Me despedí con el corazón henchido de esperanzas.

Cuatro días después recibí unas líneas de la señora Mabille: Zaza estaba muy enferma; tenía una fiebre altísima y atroces dolores de cabeza. El médico la había hecho transportar a una clínica de Saint-Cloud; tenía necesidad de soledad y calma absolutas; no debía recibir a ninguna visita: si la fiebre no caía, estaba perdida.

Vi a Pradelle. Me contó lo que él sabía. Al día siguiente de mi encuentro con Zaza la señora Pradelle estaba sola en su departamento cuando llamaron a la puerta; abrió y se encontró ante una joven bien vestida, pero que no llevaba sombrero: en esa época era muy incorrecto. "¿Usted es la madre de Jean Pradelle? -preguntó-. ¿Puedo hablarle?" Se presentó y la señora Pradelle la hizo entrar. Zaza miraba a su alrededor; tenía una cara blanca y pómulos inflamados. "¿Jean no está aquí? ¿Por qué? ¿Ya está en el cielo?" La señora Pradelle asustada le dijo que ya iba a volver. "¿Usted me odia, señora?", preguntó Zaza. La otra protestó. "¿Entonces por qué no quiere que nos casemos?" La señora Pradelle trató de calmarla lo mejor posible; ya se había aplacado cuando poco más tarde llegó Pradelle, pero su frente y sus manos ardían. "Voy a acompañarla a su casa", dijo él. Tomaron un taxi y mientras iban a la calle de Berri ella preguntó con tono de reproche: "¿No quiere darme un beso? ¿Por qué no me ha besado nunca?" Él la besó.

La señora Mabille la metió en la cama y llamó al médico; se explicó con Pradelle: no quería la desgracia de su hija, no se oponía a ese casamiento. La señora Pradelle tampoco se oponía: no quería la desgracia de nadie. Todo iba a arreglarse pero Zaza tenía cuarenta grados de fiebre y deliraba.

Durante cuatro días en la clínica de Saint Cloud reclamó "mi violín, Pradelle, Simone y champaña". La fiebre no cayó. Su madre pasó la última noche junto a ella. Zaza la reconoció y supo que moría. "No se entristezca, mamá querida, dijo; en todas las familias hay una oveja negra: yo soy la oveja negra,"

Cuando volví a verla en la capilla de la clínica, estaba acostada en medio de un cantero de cirios y flores. Llevaba un largo camisón de tela burda. Su pelo había crecido, caía en mechas lacias alrededor de un rostro amarillento y tan delgado que apenas reconocí sus rasgos. Las manos con largas uñas pálidas alrededor del crucifijo parecían friables como las de una momia muy antigua. La señora Mabille sollozaba: "No hemos sido sino instrumentos entre las manos de Dios", le dijo el señor Mabille.

Los médicos hablaron de meningitis, de encefalitis, no se supo nada preciso. ¿Se trataba de una enfermedad contagiosa, de un accidente? ¿O Zaza había sucumbido a un exceso de fatiga y de angustia? A menudo de noche se me ha aparecido, muy amarilla bajo una capelina rosada, mirándome con reproche. Juntas habíamos luchado contra el destino fangoso que nos acechaba y he pensado durante mucho tiempo que había pagado mi libertad con su muerte.