PRIMERA PARTE
NACÍ a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba sobre el Bulevar Raspail. En las fotos de familia tomadas el verano siguiente veo a unas jóvenes señoras con vestidos largos, con sombreros empenachados de plumas de avestruz, señores con ranchos de paja y panamás que le sonríen a un bebé: son mis padres, mi abuelo, tíos, tías y soy yo. Mi padre tenía treinta años, mi madre veintiuno, y yo era la primogénita. Doy vuelta una página del álbum; mamá tiene entre sus brazos un bebé que no soy yo; llevo una falda tableada, una boina, tengo dos años y medio y mi hermana acaba de nacer. Sentí celos, según parece, pero durante poco tiempo. Por lejos que me remonte en el tiempo encuentro el orgullo de ser la mayor: la primera. Disfrazada de Caperucita Roja, llevando en mi cesta una torta y un tarro de manteca, me sentía más interesante que un lactante clavado en su cuna. Tenía una hermanita: ese bebito no me tenía.
De mis primeros años sólo encuentro una impresión confusa: algo rojo y negro y cálido. El departamento era rojo, rojo el alfombrado, el comedor Enrique II, la seda acanalada que tapaba las puertas ventanas y en el escritorio de papá las cortinas de terciopelo; los muebles de ese antro sagrado eran de peral ennegrecido; yo me cobijaba en el nicho que se abría bajo el escritorio y me enroscaba en las tinieblas; estaba todo oscuro, hacía calor y el rojo de la moqueta gritaba dentro de mis ojos. Así pasó toda mi primera infancia. Yo miraba, palpaba, aprendía el mundo, al amparo.
Le debía a Louise la seguridad cotidiana. Ella me vestía por la mañana, me desvestía de noche y dormía en el mismo cuarto que yo. Joven, sin belleza, sin misterio, puesto que sólo existía -al menos yo lo creía- para velar sobre mi hermana y sobre mí, nunca elevaba la voz, nunca me reprendía sin motivo. Su mirada tranquila me protegía mientras yo jugaba en el Luxemburgo, mientras acunaba a mi muñeca Blondine bajada del cielo una noche de Navidad con el baúl que contenía su ajuar. Al caer la noche se sentaba junto a mí, me mostraba imágenes y me contaba cuentos. Su presencia me resultaba tan necesaria y me parecía tan natural como la del suelo bajo mis pies.
Mi madre, más lejana y más caprichosa, me inspiraba sentimientos amorosos; me instalaba sobre sus rodillas, en la dulzura perfumada de sus brazos, y cubría de besos su piel de mujer joven; a veces, de noche aparecía junto a mi cama, hermosa como una aparición, con su vestido vaporoso adornado con una flor malva o con su centelleante vestido de lentejuelas negras. Cuando estaba enojada me miraba con ira. Yo temía ese fulgor tempestuoso que desfiguraba su rostro; tenía necesidad de su sonrisa.
A mi padre lo veía poco. Se iba todas las mañanas "al Palacio", llevando bajo el brazo un portadocumentos lleno de cosas intocables llamadas expedientes. No usaba ni barba ni bigotes, sus ojos eran celestes y alegres. Cuando volvía al anochecer le traía a mamá violetas de Parma; se besaban y reían. Papá también reía conmigo, me hacía cantar: Era un auto gris... o Tenía una pierna de madera; me dejaba boquiabierta sacando de mi nariz monedas de un franco. Me divertía y me alegraba verlo ocuparse de mí; pero no tenía en mi vida un papel muy definido.
La principal función de Louise y de mamá era alimentarme; su tarea no era siempre fácil. Por mi boca el mundo entraba en mí más íntimamente que por mis ojos y mis manos. Yo no lo aceptaba entero. Las insulsas cremas de trigo verde, las sopas de avena, las pastas lechosas me arrancaban lágrimas; las grasas untuosas, el misterio blanduzco de los mariscos me sublevaban; sollozos, gritos, vómitos, mis repugnancias eran tan obstinadas que renunciaron a combatirlas. En cambio, aprovechaba apasionadamente del privilegio de la infancia para quien la belleza, el lujo, la felicidad, son cosas que se comen; ante las confiterías de la calle Vavin quedaba petrificada, fascinada por el brillo luminoso de las frutas abrillantadas, el tono más apagado de los bombones de fruta, la flora abigarrada de los caramelos ácidos; verde, rojo, naranja, violeta; yo codiciaba los colores por sí mismos tanto como el placer que me prometían. A menudo tenía la suerte de que mi admiración terminara en placer. Mamá mezclaba peladillas en un mortero, mezclaba el polvo granulado a una crema amarilla; el color rosado de los bombones se degradaba en matices exquisitos, hundía mi cuchara en una puesta de sol. Las noches en que mis padres recibían, los espejos de la sala multiplicaban las luces de una araña de caireles. Mamá se sentaba ante el piano de cola, una señora vestida de tul tocaba el violín y un primo el violoncelo. Yo hacía crujir entre mis dientes la cáscara de una fruta abrillantada, una pompa de luz estallaba contra mi paladar con un gusto de casis o de ananá: yo poseía todos los colores y todas las llamas, las bufandas de gasa, los diamantes, los encajes; yo poseía toda la fiesta. Los paraísos donde corren la leche y la miel nunca me han atraído pero envidiaba las casas de caramelo: si este universo en que vivimos fuera totalmente comestible, ¡qué fuerza tendríamos sobre él! Adulta, hubiera querido comer los almendros en flor, morder en las peladillas del poniente. Contra el cielo de Nueva York las luces de neón parecían golosinas gigantes y me sentí frustrada.
Comer no era solamente una exploración y una conquista sino el más serio de mis deberes. "Una cucharada para mamá, una para abuelita... si no comes no crecerás." Me ponían contra la pared del vestíbulo, trazaban al ras de mi cabeza una raya que confrontaban con otra más antigua: tenía dos o tres centímetros más, me felicitaban, yo me enorgullecía; a veces, sin embargo, me asustaba. El sol acariciaba el piso encerado y los muebles pintados de blanco. Yo miraba el sillón de mamá y pensaba: "Ya no podré sentarme sobre sus rodillas." De pronto el porvenir existía; me transformaría en otra, qué diría yo, y ya no sería yo. Presentí todos los rompimientos, los renunciamientos, los abandonos, y la sucesión de mis muertos. "Una cucharada para abuelito..." Sin embargo, comía y me enorgullecía de crecer; no deseaba ser siempre un bebé. Debo de haber vivido ese conflicto con intensidad para recordar tan minuciosamente el álbum donde Louise me leía la historia de Carlota. Una mañana Carlota encontraba sobre una silla junto a la cabecera de su cama un huevo de azúcar rosada, casi tan grande como ella: a mí también me fascinaba. Era el vientre y la cuna y, sin embargo, una podía comerlo. Como rechazaba cualquier otro alimento, Carlota se achicaba de día en día, se había vuelto minúscula: estaba a punto de ahogarse en una cacerola, la cocinera la tiraba por descuido en el tacho de la basura, una rata se la llevaba. La salvaban; asustada, arrepentida, Carlota comía tan glotonamente que se hinchaba como un odre: su madre llevaba a casa del médico a un monstruoso globo. Yo contemplaba con juiciosa apetencia las imágenes que ilustraban el régimen recetado por el doctor: una taza de chocolate, un huevo pasado por agua, una costillita dorada. Carlota recobraba sus dimensiones normales y yo emergía sana y salva de la aventura que me había reducido a feto y me había transformado en matrona.
Seguí creciendo y me sabía condenada al destierro: buscaba auxilio en mi imagen. Por la mañana, Louise enroscaba mi pelo alrededor de un palo y yo miraba con satisfacción en el espejo mi rostro encuadrado de largos rizos: las morenas de ojos claros no son, según me habían dicho, una especie común y yo ya había aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Me gustaba a mí misma y me gustaba gustar. Los amigos de mis padres alentaban mi vanidad: me alababan cortésmente, me mimaban. Yo me acariciaba contra las pieles, contra los vertidos sedosos de las mujeres; respetaba más a los hombres, sus bigotes, su olor a tabaco, sus voces graves, sus brazos que me levantaban del suelo. Me importaba particularmente interesarles: tonteaba, me agitaba, acechando la palabra que me arrancaría de mis limbos y me haría existir, de veras, en el mundo de ellos. Una noche ante un amigo de mi padre rechacé con terquedad un plato de ensalada cocida. Sobre una tarjeta postal enviada durante las vacaciones él preguntó con ingenio: "¿Siempre le gusta a Simone la ensalada cocida?" La letra escrita tenía a mis ojos aun más prestigio que la palabra: yo exultaba. Cuando nos encontramos con el señor Dardelle en el atrio de Notre Dame des Champs, yo esperé bromas deliciosas; intenté provocarlas: no hubo eco. Insistí; me hicieron callar. Descubrí con despecho lo efímero de la gloria.
Por lo general esas decepciones me eran evitadas. En casa el menor acontecimiento suscitaba vastos comentarios; escuchaban con gusto mis historias, repetían mis frases. Abuelos, tíos, tías, primos, una abundante familia me garantizaba mi importancia. Además todo un pueblo sobrenatural se inclinaba sobre mí con solicitud. En cuanto supe caminar mamá me llevó a la iglesia; me había mostrado de cera, de yeso, pintadas sobre las paredes, imágenes del niño Jesús, de tata Dios, de la Virgen, de los ángeles, uno de los cuales estaba como Louise, especialmente afectado a mi servicio. Mi cielo estaba estrellado de una constelación de ojos benévolos.
Sobre la tierra, la madre y la hermana de mamá se ocupaban activamente de mí. Abuela tenia mejillas rosadas, pelo blanco, aros de brillantes; chupaba pastillas de goma, duras y redondas como botones de botines, cuyos colores transparentes me encantaban; yo la quería porque era vieja; y quería a tía Lili porque era joven: vivía en casa de sus padres como una chica y me parecía más cercana que los demás adultos. Rojo, calvo, la barbilla cubierta de una espuma grisácea, abuelo me hacía saltar concienzudamente sobre la punta de su pie, pero su voz era tan rugosa que uno nunca sabía si bromeaba o si rezongaba. Yo almorzaba en casa de ellos todos los jueves; fiambres, blanqueta, isla flotante; abuela me colmaba. Después de almorzar, abuelo dormitaba en un sillón de tapicería, y yo jugaba debajo de la mesa a juegos que no hacen ruido. Él se iba. Entonces abuela sacaba del aparador el trompo metálico sobre el cual colocábamos, mientras giraba, redondeles de cartón multicolores; en el trasero de un hombrecito de plomo que ella llamaba "Don Cólico" encendía una cápsula blanca de la cual salía una serpentina oscura. Jugaba conmigo al dominó, a la batalla, al mahjong. Yo me ahogaba un poco en ese comedor más abarrotado que una trastienda de anticuario; en las paredes, ni un blanco; tapicerías, platos de loza, cuadros de colores borrosos; un pavo muerto yacía en medio de un montón de repollos; las mesas estaban cubiertas de terciopelo, de moletón, de macramé; las flores aprisionadas en maceteros de cobre me entristecían.
A veces tía Lili me llevaba a pasear; no sé por qué azar me llevó varias veces al concurso hípico. Una tarde, sentada a su lado en una tribuna de Issy-les-Moulineaux vi hamacarse en el cielo biplanos y monoplanos. Nos entendíamos bien. Uno de mis más lejanos y más agradables recuerdos es una temporada que pasé con ella en Chateauvillain, en la Haute Mame, en casa de una hermana de abuelita. Habiendo perdido mucho tiempo atrás a su hija y a su marido, la vieja tía Alice vegetaba sola y sorda en un gran edificio rodeado de un jardín. La pequeña ciudad con sus calles estrechas, sus casas bajas, parecía sacada de uno de mis libros de imágenes; los postigos cribados de tréboles y de corazones estaban sujetos a la pared por hierros que figuraban pequeños personajes; los llamadores eran manos; una puerta monumental se abría sobre un parque por el cual corrían gamos; las eglantinas se enroscaban a una torre de piedra. Las viejas solteronas de la aldea me agasajaban. La señorita Elise me daba pan de especias en forma de corazón. La señorita Marthe poseía un ratón mágico encerrado en una caja de vidrio; había que introducir por una ranura un cartón sobre el cual había una pregunta escrita; el ratón giraba y enderezaba su hocico hacia un fichero; la respuesta estaba impresa sobre una hoja de papel. Lo que más me maravillaba eran los huevos decorados con dibujos al carbón, que ponían las gallinas del doctor Masse; yo los recogía con mis propias manos, cosa que me permitió más tarde contestar a una amiguita escéptica: "Los recogí yo misma." En el jardín de tía Alice me gustaban los arbustos bien podados, el piadoso olor de las palmas, y, bajo una glorieta, un objeto tan deliciosamente equívoco como sería un reloj de carne: una roca, que era un mueble, una mesa de piedra. Una mañana hubo una tormenta, yo jugaba con tía Lili en el comedor cuando el rayo cayó sobre la casa; era un serio acontecimiento que me llenó de orgullo: cada vez que me ocurría algo tenía la impresión de ser alguien. Conocí un placer más sutil. Sobre la pared de las dependencias crecían clematitas; una mañana tía Alice me llamó con voz seca; una flor yacía en el suelo: me acusó de haberla cortado. Tocar las flores del jardín era un crimen cuya gravedad yo no ignoraba; pero yo no lo había cometido y protesté. Tía Alice no me creyó. Tía Lili me defendió fogosamente. Era la delegada de mis padres, mi único juez; tía Alice con su rostro manchado se parecía a las hadas malas que persiguen a los niños; yo asistía complacida al combate que las fuerzas del bien libraban en mi favor contra el error y la injusticia. En París, padres y abuelos tomaron mi partido con indignación y saboreé el triunfo de la virtud.
Protegida, regatoneada, divertida con la incesante novedad de las cosas, yo era una niñita muy alegre. Sin embargo, algo andaba mal, puesto que unas rabietas terribles me arrojaban al suelo, violeta y convulsionada. Tengo tres años y medio, almorzamos en la terraza asoleada de un gran hotel -era en Divonneles-Bains-; me dan una ciruela roja y empiezo a pelarla. "No", dice mamá, y caigo aullando sobre el cemento. Aúllo a lo largo del Bulevar Raspail porque Louise me arrancó de la plaza Boucicaut donde estaba jugando. En esos momentos ni la mirada tormentosa de mamá, ni la voz severa de Louise, ni las intervenciones extraordinarias de papá me alcanzaban. Aullaba tan fuerte, durante tanto tiempo, que en el Luxemburgo me tomaron varias veces por una niña mártir. "¡Pobrecita!", dijo una señora tendiéndome un caramelo. Le agradecí con un puntapié. Ése episodio fue muy comentado; una tía obesa y bigotuda que manejaba la pluma lo contó en La muñeca modelo. Yo compartía la reverencia que inspiraba a mis padres el papel impreso. A través del relato que me leyó Louise, me sentí un personaje; poco a poco, sin embargo, sentí un malestar. "La pobre Louise lloraba a menudo amargamente mirando sus ovejas", había escrito mi tía. Louise nunca lloraba, no poseía ovejas, me quería: ¿y cómo se puede comparar a una niña con unos corderos? Aquel día sospeché que la literatura sólo mantiene relaciones inciertas con la verdad.
A menudo me he interrogado sobre la razón y el sentido de mis rabietas. Creo que se explican en parte por una vitalidad fogosa y por un extremismo al cual nunca he renunciado del todo. Llevaba mis repugnancias hasta el vómito, mis deseos hasta la obsesión; un abismo separaba las cosas que me gustaban de las que no me gustaban. No podía aceptar con indiferencia la caída que me precipitaba de la plenitud al vacío, de la beatitud al horror; si la consideraba fatal, me resignaba; nunca me enojé contra un objeto. Pero me negaba a ceder a esa fuerza impalpable: las palabras; lo que me sublevaba es que una frase lanzada al descuido: "Debes hacerlo... no debes hacerlo", arruinara en un instante mis empresas y mis alegrías. Lo arbitrario de las órdenes y de las prohibiciones contra las que chocaba denunciaba su inconsistencia; ayer pelé un durazno: ¿por qué no esa ciruela?, ¿por qué dejar mis juegos justo en este minuto? En todas partes encontraba obligaciones, en ninguna parte su necesidad. En el corazón de la ley que me abrumaba con el implacable rigor de las piedras, yo entreveía una ausencia vertiginosa: me sumergía en ese abismo, la boca desgarrada por gritos. Aferrándome al suelo, pataleando, oponía mi peso de carne al aéreo poder que me tiranizaba; lo obligaba a materializarse; me encerraban en un cuarto oscuro entre escobas y plumeros; entonces podía golpear con los pies y las manos en muros verdaderos, en vez de debatirme contra inasibles voluntades. Yo sabía que esa lucha era vana; desde el momento en que mamá me había sacado de las manos la ciruela sangrienta, en que Louise había guardado en su bolsa mi pala y mis moldes, yo estaba vencida; pero no me rendía. Cumplía el trabajo de la derrota. Mis sobresaltos, las lágrimas que me cegaban, quebraban el tiempo, borraban el espacio, abolían a la vez el objeto de mi deseo y los obstáculos que me separaban de él. Me hundía en la noche de la impotencia; ya nada quedaba salvo mi presencia desnuda y ella explotaba en largos aullidos.
Los adultos no solamente contrariaban mi voluntad, sino que me sentía la presa de sus conciencias. Éstas solían representar el papel de un amable espejo; también tenían el poder de embrujarme; me transformaban en animal, en cosa. "¡Qué lindas pantorrillas tiene esta chica!", dijo una señora que se inclinó para palparme. Si hubiera podido decirme: "¡Esta señora es una tonta! Me considera como si fuera un perro", me habría salvado. Pero a los tres años no tenía ningún recurso contra esa voz melosa, esa sonrisa golosa, salvo la de arrojarme aullando contra la acera. Más adelante aprendí algunas defensas; pero mis exigencias aumentaron: bastaba para herirme que me trataran como a un bebé; limitada en mis conocimientos y en mis posibilidades, no por eso dejaba de considerarme una verdadera persona. En la plaza San Sulpicio, de la mano de mi tía que no sabía hablarme muy bien, me pregunté de pronto: "¿Cómo me ve?", y sentí un agudo sentimiento de superioridad: porque yo conocía mi interior y ella lo ignoraba: engañada por las apariencias, no sospechaba, viendo mi cuerpo inconcluso, que dentro de mí nada faltaba; me prometí no olvidar cuando fuera grande que a los cinco años uno es un individuo completo. Es lo que negaban los adultos cuando me demostraban condescendencia y me ofendían. Tenía susceptibilidades de inválido. Si abuelita hacía trampa en las cartas para hacerme ganar, si tía Lili me proponía una adivinanza demasiado fácil, entraba en trance. A menudo sospechaba que las personas mayores representaban comedias; las apreciaba demasiado para imaginar que se engañaran a sí mismas: suponía que las inventaban a propósito para burlarse de mí. Al final de una comida de cumpleaños abuelito quiso hacerme brindar: tuve un ataque. Un día que había corrido, Louise tomó un pañuelo para secar mí frente bañada de sudor: me debatí, huraña, su gesto me había parecido falso. En cuanto presentía, razonablemente o no, que abusaban de mi ingenuidad para manejarme, me encabritaba.
Mi violencia intimidaba. Me reñían, me castigaban un poco, era raro que me abofetearan. "Cuando la tocan, Simone se vuelve violeta", decía mamá. Uno de mis tíos, exasperado, se atrevió a hacerlo: me quedé tan estupefacta que mi rabieta cayó de golpe. Quizá hubieran logrado dominarme fácilmente, pero mis padres no tomaban mis iras a lo trágico. Papá, parodiando no sé a quién se divertía en repetir: "Esta chica es insociable." También decían, no sin cierto orgullo: "Simone es terca como una mula." Saqué ventaja. Tenía caprichos; desobedecía por el mero placer de no obedecer. En las fotos de familia, saco la lengua, vuelvo la espalda: a mi alrededor, ríen. Esas leves victorias me alentaron a no considerar como insalvables las reglas, los ritos, la rutina: ellas son la raíz de cierto optimismo que sobrevivió a todas las educaciones.
En cuanto a mis derrotas, no engendraban en mí ni humillación ni resentimiento; cuando, cansada de llantos y gritos terminaba por capitular, estaba demasiado agotada para rumiar mis penas: a menudo hasta había olvidado la razón de mi rabia. Avergonzada de un exceso para el cual ya no encontraba en mí justificación, sólo sentía remordimientos; se disipaban pronto porque no me costaba obtener mi perdón. Después de todo, mis furias compensaban lo arbitrario de las leyes que me esclavizaban; me evitaron hundirme en silenciosos rencores. Nunca discutí seriamente la autoridad. Las conductas de los adultos sólo me parecían sospechosas en la medida en que reflejaban el equívoco de mi condición infantil: era contra ella que me sublevaba. Pero aceptaba sin la menor reticencia los dogmas y los valores que me proponían.
Las dos categorías mayores sobre las cuales se ordenaba mi universo eran el Bien y el Mal. Yo moraba en la región del Bien, donde reinaban -indisolublemente unidas- la dicha y la virtud. Tenía la experiencia de dolores injustificados; solía golpearme, lastimarme; una erupción eczematosa me había desfigurado: un médico quemaba mis pústulas con nitrato de plata y yo gritaba. Pero esos accidentes se solucionaban pronto y no hacían tambalear mi credo: las alegrías y las penas de los hombres corresponden a sus méritos.
Viviendo en la intimidad del Bien, supe enseguida que comprendía matices y grados. Yo era una niña buena y cometía faltas; mi tía Alice rezaba mucho, seguramente se iría al cielo, pero se había mostrado injusta conmigo. Entre las personas que yo debía amar y respetar las había que sobre ciertos puntos mis padres criticaban. Ni siquiera abuelita y abuelito escapaban a sus críticas; seguían enemistados con unos primos que mamá veía a menudo y que me parecían muy simpáticos. La palabra enemistad, que evocaba ovillos inextricablemente embarullados, me disgustaba: ¿por qué se enemista la gente?, ¿cómo?; me parecía lamentable estar enemistado. Yo adoptaba totalmente la causa de mamá. "¿Adonde fueron ayer?", preguntaba tía Lili. "No se lo diré, mamá me lo ha prohibido." Ella cambiaba con mi madre una larga mirada. A veces hacían comentarios desfavorables: "¿Entonces, tu mamá siempre en la calle?" Su malevolencia los desprestigiaba sin rozar a mamá. Por otra parte no alteraba en nada el afecto que sentía por ellos. Me parecía natural, y en cierto sentido satisfactorio que esos personajes secundarios fuesen menos irreprochables que las divinidades supremas: Louise y mis padres tenían el monopolio de la infalibilidad.
Una espada de fuego separaba el Bien del Mal: nunca había visto a este último frente a frente. A veces la voz de mis padres se endurecía; esa indignación, esa ira, me permitían adivinar que aun entre las personas que los rodeaban había almas verdaderamente negras: no sabía cuáles e ignoraba sus crímenes. El Mal guarda sus distancias. Yo sólo imaginaba esos súcubos a través de figuras míticas: el diablo, el hada Carabosse, las hermanas de la Cenicienta; a falta de haberlos encontrado en carne y hueso los reducía a su pura esencia; el Malo pecaba como quema el fuego, sin excusa, sin recurso; el infierno era su lugar natural, la tortura su destino y me hubiera parecido sacrílego apiadarme por sus tormentos. A decir verdad los zapatos de hierro candente con que los enanos calzaban los pies de la madrastra de Blanca Nieve, las llamas donde ardía Lucifer, nunca evocaban en mí la imagen de una carne sufriente. Ogros, brujas, demonios, madrastras, y verdugos, esos seres sobrehumanos simbolizaban un poder abstracto y sus suplicios ilustraban abstractamente su justa derrota.
Cuando fui a Lyon con Louise y mi hermana abrigué la esperanza de afrontar al enemigo a rostro descubierto. Estábamos invitadas por unos primos lejanos que vivían en los alrededores de la ciudad, en una casa rodeada de un gran parque. Mamá me advirtió que los chicos Sirmione ya no tenían madre, que no siempre eran juiciosos y no recitaban bien sus oraciones; no debía preocuparme si se reían de mí cuando rezaba. Creí comprender que su padre, un viejo profesor de medicina, se burlaba de Dios. Me envolví en la blanca túnica de santa Blandine, arrojada a los leones: sufrí una decepción, pues nadie me atacó. El tío Sirmione decía al salir de casa: "Hasta luego; que Dios los bendiga." Por lo tanto no era un pagano. Mis primos -eran siete y tenían entre diez y veinte años- se conducían evidentemente de manera insólita; por las rejas del parque lanzaban piedras a los chicos de la calle, se peleaban, atormentaban a una huerfanita idiota que vivía con ellos; de noche para aterrorizarla sacaban del consultorio de su padre un esqueleto cubierto con una sábana. Aunque me desconcertaban, esas anomalías me parecían benignas; no descubrí en ellas la insondable negrura del mal. Jugué apaciblemente entre los macizos de hortensias y el reverso del mundo permaneció oculto para mí.
Una noche, sin embargo, creí que la tierra se había movido, bajo mis piel.
Mis padres habían venido a su vez. Una tarde Louise nos llevó a mi hermana y a mí a una kermesse donde nos divertimos mucho. Nos quedamos hasta el anochecer. Volvíamos conversando, riendo; yo mordisqueaba uno de esos objetos falsos que tanto me gustaban -un pájaro de caramelo- cuando mamá apareció en un recodo del camino. Llevaba la cabeza envuelta en una bufanda de muselina verde y tenía el labio superior hinchado: ¿qué horas de volver eran ésas? Era la mayor, era la "Señora", tenía derecho de reprender a Louise, pero no me gustaba su mueca, ni su voz; no me gustaba ver encenderse en los ojos pacientes de Louise algo que no era amistoso. Aquella noche -u otra noche pero en mi recuerdo los dos incidentes están estrechamente ligados- me encontraba en el jardín con Louise y otra persona que no identifico; estaba oscuro; en la fachada sombría brillaba una ventana iluminada y abierta; se veían dos siluetas y se oían voces agitadas: "El señor y la señora ya están riñendo", dijo Louise. Entonces el universo tambaleó. Imposible que papá y mamá fuesen enemigos, que Louise fuera la enemiga de ellos; cuando lo imposible ocurre, el cielo se mezcla con el infierno, las tinieblas se confunden con la luz. Me hundí en el Caos que precede a la Creación.
Esa pesadilla no duró: al día siguiente mis padres tenían su sonrisa y su voz de todos los días. El comentario de Louise me quedó en el corazón pero lo deseché: muchos pequeños hechos quedaban así amortajados en la bruma.
Esa aptitud para desechar acontecimientos que, sin embargo sentía con bastante fuerza como para no olvidarlos nunca, es uno de los rasgos que más me impresionan cuando rememoro mis primeros años. El mundo que me enseñaban se disponía armoniosamente alrededor de coordinaciones fijas y de categorías estancas. Las nociones neutras habían sido desterradas: no había término medio entre el traidor y el héroe, el renegado y el mártir; todo fruto no comestible era venenoso: me aseguraban que yo "quería" a todos los miembros de mi familia incluso a mis tías abuelas menos atractivas. En cuanto empecé a balbucear, mi experiencia desmintió ese esencialismo. Lo blanco era raramente completamente blanco; la negrura del mal se esfumaba: sólo percibía tonos grisáceos. Pero en cuanto trataba de asir los matices indecisos, tenía que emplear palabras y me encontraba arrojada en el universo de conceptos de aristas duras. Lo que veía con mis ojos, lo que sentía de veras, debía entrar bien o mal en esos marcos; los mitos y los clisés prevalecían sobre la verdad: incapaz de fijarla, la dejaba deslizarse en la insignificancia.
Puesto que me veía abocada a pensar sin el auxilio del lenguaje, suponía que éste cubría exactamente la realidad; estaba iniciada por los adultos a los que consideraba depositarios de lo absoluto. Señalando una cosa exprimían la sustancia como el jugo de una fruta. Entre la palabra y su objeto yo no concebía ninguna distancia donde pudiera deslizarse el error; así se explica que me haya sometido al Verbo sin crítica, sin examen y aun cuando las circunstancias me invitaban a dudar de él. Dos de mis primos Sirmione chupaban azúcar de manzana: "Es una purga", me dijeron en tono burlón; comprendí por el tono que se reían de mí; sin embargo, la palabra se incorporó a los palitos blancos; dejé de codiciarlos, pues me parecían un dudoso intermedio entre la golosina y el remedio.
Recuerdo, sin embargo, un caso en que la palabra no fue más fuerte que mi convencimiento. En el campo, durante el verano, solían llevarme a jugar a casa de un primito lejano; habitaba una hermosa casa, en medio de un gran parque, y yo me divertía bastante con él. "Es un pobre idiota", dijo una noche mi padre. Mucho mayor que yo, Cendri me parecía normal por el hecho de que me era familiar. No sé si me habían mostrado o descrito a idiotas: les prestaba una sonrisa babosa, ojos vacíos. Cuando volví a ver a Cendri traté en vano de pegar esa imagen sobre su rostro; quizá en el interior de sí mismo, sin tener la apariencia se parecía a los idiotas, pero me resistía a creerlo. Impulsada por el deseo de cerciorarme y también por un oscuro rencor contra mi padre que había insultado a mi compañero de juegos interrogué a mi abuela: "¿Es verdad que Cendri es idiota?", le pregunté. "Pero no", contestó con aire ofendido. Conocía bien a su nieto. ¿Era posible que papá se hubiera equivocado? Me quedé perpleja.
No quería mucho a Cendri y el accidente si bien me asombró me conmovió poco. No descubrí la negra magia de las palabras hasta que me mordieron en el corazón.
Mamá acababa de estrenar un vestido de color vistoso. Louise dijo a la criada de enfrente: "¿Ha visto cómo se ha empilchado la señora? ¡Es una verdadera excéntrica!" Otro día Louise conversaba en el hall de entrada con la hija de la portera; dos pisos más arriba, mamá sentada al piano cantaba: "Ah, dijo Louise, otra vez la señora que chilla como un hurón." Excéntrica. Chillar.
Esas palabras sonaban atrozmente a mis oídos; ¿en qué concernían a mamá que era linda, elegante, música? Y sin embargo Louise las había pronunciado, ¿cómo desarmarlas? Contra las demás personas yo sabía defenderme; pero ella era la justicia, la verdad, y mi respeto me prohibía juzgarla. No hubiera bastado negarle buen gusto; para neutralizar su malevolencia había que imputarla a un ataque de mal humor y por consiguiente admitir que no se entendía bien con mamá; ¡en ese caso una de ellas tenía culpas! No. Yo las quería a ambas sin falla. Me apliqué a vaciar de su sustancia las palabras de Louise: sonidos extraños habían salido de su boca por razones que me eran ajenas. No lo logré completamente. En adelante cuando mamá llevaba un vestido vistoso o cuando cantaba a voz en cuello, solía sentir una especie de malestar. Por otra parte, sabiendo que no había que tomar en cuenta todas las palabras que decía Luisa, ya no la escuchaba del todo con la misma docilidad que antes.
Pronta a esquivarme en cuanto mi seguridad me parecía amenazada, me apoyaba complacida en los problemas en los que no presentía peligro. El del nacimiento me inquietaba poco. Primero me dijeron que los padres compraban a sus hijos; este mundo era tan vasto y tan lleno de tantas maravillas desconocidas que muy bien podía haber una tienda de bebés. Poco a poco esa imagen se borró y me contenté con una solución vaga: "Dios crea a los chicos." Había sacado a la tierra del Caos, a Adán del barro, nada extraordinario que hiciera surgir un bebé en un moisés. El recurso a la voluntad divina tranquilizaba mí curiosidad: a grosso modo lo explicaba todo. En cuanto a los detalles, yo me decía que poco a poco los iría descubriendo. Lo que me intrigaba era el cuidado de mis padres por ocultarme ciertas conversaciones: cuando me oían llegar bajaban la voz o callaban. Había por lo tanto cosas que yo hubiera podido comprender y que no debía saber: ¿cuáles?, ¿por qué me las ocultaban? Mamá prohibía a Louise que me leyera uno de los cuentos de Madame de Segur: podía darme pesadillas. ¿Qué le ocurría a ese chico cubierto con pieles de animales que veía en las imágenes? En vano los interrogaba. "Osito" se me parecía como la encarnación misma del secreto.
Los grandes misterios de la religión eran demasiado lejanos y demasiado difíciles para sorprenderme. Pero el familiar milagro de Navidad me hizo reflexionar. Me pareció incongruente que el omnipotente niño Jesús se divirtiera en bajar por las chimeneas como un vulgar deshollinador. Agité largamente la cuestión en mi cabeza y terminé por confiarme a mis padres que me confesaron la verdad. Lo que me sorprendió fue el hecho de haber creído tan sólidamente en una cosa que no era verdad, que pudiera haber certidumbres falsas. No saqué de ello conclusiones prácticas. No me dije que mis padres me habían engañado, que podrían seguir engañándome. Sin duda, yo no les habría perdonado una mentira que me hubiera frustrado, o herido en mi carne; me habría sublevado y me habría vuelto desconfiada. Pero no me sentí más decepcionada que el espectador a quien el ilusionista explica una de sus pruebas; y hasta había sentido tal felicidad al descubrir junto a mi zapato a Blondine sentada sobre su baúl que más bien les estaba agradecida a mis padres por su superchería. Quizá también les habría guardado rencor si no me hubiera enterado de la verdad por boca de ellos: reconociendo que me habían engañado, me convencieron de su franqueza. Hoy me hablaban como a una persona mayor: orgullosa de mi nueva dignidad aceptaba que hubieran engañado a la bebita que ya no era; me pareció normal que siguieran mistificando a mi hermana menor. Yo había pasado del lado de los adultos y presumía que en adelante la verdad me estaba garantida.
Mis padres respondían con condescendencia a mis preguntas; mi ignorancia se disipaba en cuanto la formulaba. Había, sin embargo, una deficiencia de la que yo tenía conciencia: a los ojos de los adultos, las manchas negras alineadas en los libros se cambiaban en palabras; yo las miraba: para mí también eran visibles y no sabía verlas. Me habían hecho jugar desde temprano con letras. A los tres años repetía que la o se llama o; la s era una s como una mesa es una mesa; yo conocía más o menos el alfabeto, pero las páginas impresas seguían callándolo. Un día hubo un declic en mi cabeza. Mamá había abierto sobre la mesa de comedor el método Regimbeau; yo contemplaba la imagen de una vaca (vache) y las dos letras c h que se pronunciaban ch. Comprendí de pronto que no poseían un nombre a la manera de los objetos sino que representaban un sonido: comprendí lo que es un signo. Aprendí enseguida a leer. Sin embargo, mi pensamiento se detuvo en el camino. Yo veía en la imagen gráfica el exacto revés del sonido que le correspondía: emanaban juntos de la cosa que expresaban, de manera que su relación no tenía nada de arbitrario. La inteligencia del signo no implicó la de la convención. Por eso me resistí vivamente cuando abuelita quiso enseñarme las notas. Me indicaba con una aguja de tejer los redondeles inscriptos sobre una línea; esa línea, me explicó, indicaba tal tecla del piano. ¿Por qué? ¿Cómo? Yo no veía nada común entre el papel rayado y el teclado. Cuando pretendían imponerme deberes injustificados, me rebelaba; también recusaba las verdades que no reflejaban lo absoluto. Sólo quería ceder a la necesidad; las decisiones humanas dependían más o menos del capricho, no pesaban bastante para forzar mí adhesión. Durante días me resistí. Terminé por rendirme: un día supe el solfeo pero tuve la impresión de aprender reglas de juego, no de adquirir un conocimiento. En cambio entré sin dificultad en la aritmética, pues creía en las realidades de las cifras.
En el mes de octubre de 1913 -yo tenía cinco años y medio- decidieron hacerme entrar en un curso de nombre tentador: el curso Désir. La directora de las clases elementales, la señorita Fayet, me recibió en un despacho solemne de puertas acolchadas. Mientras hablaba con mamá me acariciaba el pelo. "No somos institutrices, sino educadoras", explicaba. Llevaba una blusa cerrada, una falda larga y me pareció muy untuosa: me gustaba lo que ofrecía alguna resistencia. Sin embargo, la víspera de mi primera clase me puse a saltar de alegría: "¡Mañana voy al curso!" "No siempre te divertirá", me dijo Louise. Por una vez se equivocaba, yo estaba segura de ello. La idea de entrar en posesión de una vida propia me embriagaba. Hasta entonces yo había crecido al margen de los adultos. En adelante tendría mi cartera, mis libros, mis cuadernos, mis deberes; mi semana y mis días se recortarían según mis propios horarios; entreveía un porvenir que en vez de separarme de mí misma, se depositaría en mi memoria: de año en año me enriquecería aunque seguiría siendo fielmente esa colegiala cuyo nacimiento celebraba en aquel instante.
No sufrí ninguna decepción. Todos los miércoles, todos los sábados, participaba durante una hora en una ceremonia sagrada cuya pompa transfiguraba toda mi semana. Las alumnas se sentaban alrededor de una mesa ovalada; tronando en una especie de cátedra la señorita Fayet presidía; desde lo alto de su cuadro, Adeline Désir, una jorobada que las altas esferas se ocupaban de hacer beatificar, nos vigilaba. Nuestras madres instaladas sobre unos sofás de lustrina negra, bordaban y tejían. Según habíamos sido más o menos juiciosas, nos otorgaban notas de conducta que al final de la clase declinábamos en alta voz. La señorita las escribía en su registro. Mamá me clasificaba siempre con diez; un nueve nos hubiera deshonrado. La señorita nos distribuía unos bonos que cambiábamos al final del trimestre por libros de canto dorado. Luego se plantaba en el marco de la puerta, posaba un beso sobre nuestras frentes, buenos consejos en nuestros corazones. Yo sabía leer, escribir, contar un poco: era la estrella del grado "Cero". Para las fiestas de Navidad me pusieron un vestido blanco ribeteado de un galón dorado e hice de niño Jesús: las otras chicas se arrodillaban ante mí.
Mamá supervisaba mis deberes y me hacía recitar cuidadosamente mis lecciones. Me gustaba aprender. La Historia Sagrada me parecía aun más divertida que los cuentos de Perrault, puesto que los prodigios que relataba habían ocurrido de verdad. Me encantaban también los mapas de mi atlas. Me conmovía la soledad de las islas, la osadía de los cabos, la fragilidad de esa lengua de tierra que une las penínsulas a los continentes; conocí de nuevo ese éxtasis geográfico cuando, adulta, vi desde el avión la Córcega y la Cerdeña inscribirse en el azul del mar, cuando vi a Calchis iluminada por un sol verdadero, la idea perfecta de un istmo estrangulado entre dos mares. Formas rigurosas, anécdotas firmemente talladas en el mármol de los siglos: el mundo era un álbum de imágenes de colores brillantes que yo hojeaba en un encantamiento.
Si tomé tanto gusto por el estudio es porque mi vida cotidiana ya no me llenaba. Yo vivía en París, en un decorado plantado por la mano del hombre y perfectamente domesticado; calles, casas, tranvías, faroles, utensilios: las cosas chatas como conceptos se reducían a sus funciones. El Luxemburgo con macizos intocables, césped prohibido, no era para mí un terreno de juego. Por momentos, un desgarrón dejaba entrever tras la tela pintada profundidades confusas. Los túneles del subterráneo huían al infinito hacia el corazón secreto de la tierra. En el Bulevar Montparnasse, sobre el emplazamiento que hoy ocupa La Coupole, se extendía un depósito de carbón "Juglar", de donde salían hombres con los rostros embadurnados, las cabezas cubiertas con bolsas de arpillera: entre los montones de coque y de antracita como entre el hollín de las chimeneas, rondaban en pleno día esas tinieblas que Dios había separado de la luz. Pero yo no tenía ninguna vinculación con ellos. En el universo regimentado en que yo estaba encerrada, pocas cosas me asombraban, pues ignoraba dónde empieza y dónde termina el poder del hombre. Los aviones, los dirigibles que a veces atravesaban el ciclo de París, deslumbraban mucho más a los adultos que a mí. En cuanto a las distracciones no me ofrecían muchas. Mis padres me llevaron a ver desfilar sobre los Champs Elysées a los soberanos ingleses: asistí a algunos corsos de Carnaval, y más adelante, al entierro de Gallieni. Seguí procesiones, visité iglesias. No iba casi nunca al circo, rara vez a los títeres. Tenía algunos juguetes que me divertían: sólo muy pocos me cautivaron. Me gustaba pegar mis ojos contra el estereoscopio que transformaba dos fotografías chatas en una escena de tres dimensiones, o ver girar en el kineoscopio una banda de imágenes inmóviles cuya rotación engendraba el galope de un caballo. Me dieron unas especies de álbumes que un golpecito bastaba para animar: la niñita petrificada sobre sus páginas se ponía a saltar, el boxeador a boxear. Juegos de sombras, proyecciones luminosas: lo que me interesaba en todos los espejismos ópticos, es que se componían y se recomponían bajo mis ojos. En conjunto, las magras riquezas de mi existencia de ciudadana no podían rivalizar con las que encerraban los libros.
Todo cambiaba cuando salía de la ciudad y me llevaban entre los animales y las plantas, en la naturaleza de innumerables recovecos.
Pasábamos el verano en el Limousin, con la familia de papá. Mi abuelo se había retirado cerca de Uzerche, en una propiedad comprada por su padre. Usaba patillas blancas, una gorra, la Legión de Honor, tarareaba durante todo el día. Me decía el nombre de los árboles, de las flores y de los pájaros. Los pavos reales se pavoneaban ante la casa cubierta de glicinas y de begonias; en la pajarera, yo admiraba a los cardenales de cabecita roja y a los faisanes dorados. Cortada por cascadas artificiales, florecida de nenúfares, la "laguna inglesa", donde nadaban peces de colores, encerraba en sus aguas una isla minúscula que dos puentes de troncos unían a la tierra. Cedros, velingtonias, hayas rojas, árboles enanos del Japón, sauces llorones, magnolias, araucarias, hojas persistentes y hojas caducas, macizos, zarzales, malezas: el parque rodeado de un cerco blanco no era grande, pero tan diverso que yo nunca terminaba de explorarlo. Lo abandonábamos en medio de las vacaciones para ir a casa de la hermana de papá que se había casado con un noble de los alrededores; tenían dos hijos. Venían a buscarnos con "el gran break" arrastrado por cuatro caballos. Después del almuerzo de familia nos instalábamos sobre los asientos de cuero azul, con olor a polvo y a sol. Mi tío nos escoltaba a caballo. Al cabo de veinte kilómetros llegábamos a La Grillére. El parque, más vasto y más salvaje que el de Meyrignac pero más monótono, rodeaba un castillo feo flanqueado de torrecillas y cubierto de pizarra. Tía Héléne me trataba con indiferencia. Tío Maurice, de bigotes, botas, un rebenque en la mano, tan pronto silencioso y tan pronto enojado, me asustaba un poco. Pero yo me sentía a gusto con Robert y Madeleine, que tenían cinco y tres años más que yo. En casa de mi tía como en casa de mi abuelo me dejaban correr libremente sobre el césped, y yo podía tocarlo todo. Cavando el suelo, amasando el barro, quebrando hojas y corolas, lustrando castañas, reventando bajo mi tacón vainas henchidas de viento, yo aprendía lo que no enseñan ni los libros ni la autoridad. Aprendía la flor y el trébol, la madreselva azucarada, el azul fluorescente de las Santa Rita, la mariposa, el bichito de Dios, la luciérnaga, el rocío, las telas de araña y los hilos de la Virgen; aprendí que el rojo del muérdago es más rojo que el del laurel cereza, que el otoño vuelve los duraznos dorados y cobrizos los follajes, que el sol sube y baja en el cielo sin que se pueda ver su movimiento. El derroche de colores, de olores, me exaltaba. En todas partes, en el agua verdosa de los estanques, en el oleaje de las praderas, bajo los helechos cortantes, en el hueco de los matorrales, se escondían tesoros que yo ardía por descubrir.
Desde que iba al colegio mi padre se interesaba por mis éxitos, mis progresos, y contaba un poco más en mi vida. Me parecía de una especie menos corriente que el resto de los hombres. En esa época de barbas y de patillas, su rostro liso de mímicas expresivas, asombraba: sus amigos decían que se parecía a Rigadin. Nadie a mi alrededor era tan divertido, tan interesante, tan brillante como él; nadie había leído tantos libros ni sabía de memoria tantos versos, ni discutía tan fogosamente. Apoyado en la chimenea hablaba mucho, con muchos gestos: lo escuchaban. En las reuniones de familia, era el centro: recitaba monólogos o El Mono, de Zamacois, y todo el mundo aplaudía. Su mayor originalidad era hacer teatro en sus horas de ocio; cuando lo veía en las fotografías, disfrazado de payaso, de camarero, de bailarina, de trágica, lo tomaba por una especie de mago; con vestido y delantal blanco, una cofia sobre la cabeza, abriendo sus ojos azules, me hizo llorar de risa en el papel de Rosalie, una cocinera idiota.
Todos los años mis padres pasaban tres semanas en Divonneles-Bains, con una compañía de aficionados que se presentaba en el escenario del Casino; distraían a los veraneantes y el director del gran hotel los albergaba gratis. En 1914 fuimos a esperarlos Louise, mi hermana y yo a Meyrignac. Encontramos a mi tío Gastón que era el hermano mayor de papá, a mi tía Marguerite cuya palidez y flacura me intimidaban, y a mi prima Jeanne, un año menor que yo. Vivían en París y nos veíamos a menudo. Mi hermana y Jeanne soportaban dócilmente mi tiranía. En Meyrignac yo las enganchaba a un carrito y me llevaban al trote a través de las avenidas del parque. Les daba lecciones, las arrastraba en fugas que luego detenía prudentemente en medio de la avenida. Una mañana, nos divertíamos en el depósito de leña en medio de la viruta fresca cuando oímos la sirena: la guerra había estallado. Yo había oído la palabra por vez primera en Lyon un año antes. En época de guerra, me habían dicho, la gente mata a otra gente, y yo me había preguntado: ¿adonde huiré? En el curso del año papá me había explicado que la guerra significaba la invasión de un país por extranjeros y empecé a temer a los innumerables japoneses que vendían entonces en las esquinas abanicos y faroles de papel. Pero no. Nuestros enemigos eran los alemanes de cascos puntiagudos que ya nos habían robado la Alsacia y la Lorena y cuya fealdad grotesca descubrí en los álbumes de Hansi.
Yo ya sabía que en una guerra sólo se matan entre soldados y también sabía bastante geografía para situar a la frontera muy lejos del Limousin. Nadie a mi alrededor parecía asustado y yo no me inquietaba. Papá y mamá llegaron de improviso polvorientos y conversadores; habían pasado cuarenta y ocho horas en el tren. Pincharon contra la puerta de la caballeriza una orden de requisición y los caballos de abuelito fueron llevados a Uzerche. La agitación general, los gruesos títulos del Courrier du Centre me estimulaban: siempre me alegraba cuando ocurría algo. Inventaba juegos apropiados a las circunstancias: encarnaba a Poincaré, mi prima a Jorge V, mi hermana al zar. Manteníamos "conferencias bajo los cedros y traspasábamos a los prusianos a sablazos.
En setiembre, en La Grillére, aprendí a cumplir mis deberes de francesa. Ayudé a mamá a fabricar vendas, tejí bufandas. Mi tía Héléne enganchaba el sulky e íbamos a la estación a distribuir manzanas a unos grandes hindúes de turbantes que nos daban puñados de pasas de uvas; llevábamos a los heridos pan con queso y con paté. Las mujeres de la aldea corrían a lo largo de los vagones con los brazos cargados de víveres. "Un recuerdo, un recuerdo", reclamaban: y los soldados les daban botones del capote, cartuchos vacíos. Un día una de ellas dio un vaso de vino a un soldado alemán. Hubo murmullos: "¿Qué hay? -dijo-, son hombres también." Los murmullos crecieron. Una santa ira iluminó los ojos distraídos de tía Héléne. Los alemanes eran criminales de nacimiento; suscitaban el odio más que la indignación: uno no se indigna contra Satanás. Pero los traidores, los espías, los malos franceses escandalizaban deliciosamente nuestros virtuosos corazones. Yo miré con prolijo horror a la que en adelante fue llamada "la alemana". Por fin el Mal se había encarnado.
Abracé apasionadamente la causa del Bien. Mi padre, eximido anteriormente por fenómenos cardíacos, fue "recuperado" y mandado a un batallón de zuavos. Fui con mamá a verlo a Villetaneuse, donde estaba en guarnición; se había dejado crecer el bigote y me impresionó bajo la visera la gravedad de su rostro. Tenía que mostrarme digna de él. Yo había probado enseguida mi patriotismo ejemplar pisoteando un bebé de celuloide "made in Germany" que por otra parte pertenecía a mi hermana. Les costó mucho impedirme que arrojara por la ventana unos portacuchillos de plata marcados con el mismo signo infamante. Planté banderas aliadas en todos los floreros. Jugué al soldado valiente, al niño heroico. Escribí con lápices de colores: "Viva Francia." Los adultos recompensaron mi servilismo. "Simone es terriblemente chauvinista", decían con un orgullo divertido. Yo soportaba la sonrisa y saboreaba el elogio. No sé quién le regaló a mamá una pieza de paño de oficial, azul horizonte: una costurera nos hizo a mi hermana y a mí abrigos que copiaban exactamente los capotes militares; "miren, hasta tienen una martingala", decía mi madre a sus amigas admirativas o asombradas. Ningún niño llevaba una vestimenta tan original, tan francesa como yo: me sentí elegida.
No se necesita mucho para que un niño se convierta en mono; antes yo solía darme importancia pero me negaba a entrar en el juego de las comedias concertadas por los adultos; demasiado crecida ahora para hacerme acariciar, regalonear, mimar por ellos, tenía cada vez una necesidad más aguda de su aprobación. Me proponían un papel fácil de representar y de los más sentadores: me precipité en él. Vestida con mi capote azul horizonte hacía colectas sobre los grandes bulevares en la puerta de un hogar franco-belga que dirigía una amiga de mamá: "¡Para los niños belgas refugiados!" Las monedas llovían en mi cesto florido y las sonrisas de los transeúntes me aseguraban que yo era una adorable pequeña patriota. Sin embargo, una mujer de negro me interpeló: "¿Por qué los refugiados belgas? ¿Y los franceses?" Me quedé desconcertada. Los belgas eran nuestros heroicos aliados; pero en fin, si uno se jactaba de ser patriota debía preferir a los franceses; me sentí vencida en mi propio terreno. Tuve otras decepciones. Cuando al caer la tarde entré al Hogar me felicitaron con condescendencia. "Voy a poder pagar mi carbón", dijo la directora. Protesté: "El dinero es para los refugiados." Me costó admitir que sus intereses se confundían; yo había soñado con caridades más espectaculares. Además la señorita Février había prometido a una enfermera el total de lo recolectado y no confesó que retenía la mitad. "Doce francos es magnífico", me dijo cortésmente la enfermera. Yo había juntado veinticuatro. Estaba indignada. No me apreciaban en mi justo valor: además, me había creído una estrella y sólo había sido un accesorio: me habían estafado.
Sin embargo, conservé de aquella tarde un recuerdo bastante glorioso y perseveré. Me paseé por la basílica del Sacré-Coeur con otras niñas agitando un estandarte y cantando. Recitaba letanías y rosarios en sufragio de nuestros queridos "poilus". Repetía todos los slogans, observaba todas las consignas. En los subterráneos y en los tranvías se leía: "Callen, desconfíen, los oídos enemigos los escuchan." Se hablaba de espías que clavaban agujas en los muslos de las mujeres y de otros que distribuían a los chicos caramelos envenenados. Fui muy prudente. Al salir de la escuela la madre de una de mis compañeras me ofreció pastillas de goma; las rechacé: olía a perfume, tenía los labios pintados, llevaba en los dedos pesadas sortijas y para colmo se llamaba Madame Malin.* No creía verdaderamente que sus caramelos fueran mortíferos, pero me parecía meritorio ejercitarme en la suspicacia.
En una parte del curso Désir habían instalado un hospital. En los corredores un edificante olor a farmacia se mezclaba al olor de la cera. Bajo sus velos blancos manchados de rojo las enfermeras parecían santas y yo me sentía emocionada cuando sus labios tocaban mi frente. Una refugiada del Norte entró a mi clase; el éxodo la había golpeado seriamente, tenía tics y tartamudeaba; me hablaban mucho de los pequeños refugiados y yo quería contribuir a suavizar su desdicha. Se me ocurrió guardar en una caja todas las golosinas que me daban: cuando la hube llenado de pasteles ya agrios, de chocolates blanqueados, de ciruelas secas, mamá me ayudó a embalarlos y lo llevé a las enfermeras. Evitaron felicitarme demasiado ruidosamente pero corrieron sobre mi cabeza murmullos elogiosos.
La virtud se apoderaba de mí: basta de iras o de caprichos; me habían explicado que de mi obediencia y de mi piedad dependía que Dios salvara a Francia. Cuando el confesor del curso Désir me tomó entre sus manos me volví una niña modelo. Era joven, pálido, infinitamente suave. Me admitió en el catecismo y me inició en las dulzuras de la confesión. Me arrodillé frente a él en un confesionario y respondí concienzudamente a sus preguntas. Ya ni sé lo que le conté pero delante de mi hermana, que me lo repitió, felicitó a mamá por mi hermosa alma. Me enamoré de esa alma que imaginaba blanca y aureolada de rayos de luz como la hostia sobre el cáliz. Amontoné méritos. El padre Martin nos distribuyó a principios del Adviento imágenes que representaban a un niño Jesús: a cada buena acción perforábamos con un alfilerazo los contornos del dibujo trazado con tinta violeta. El día de Navidad debíamos depositar nuestras tarjetas en el pesebre que brillaba en el fondo de la gran capilla. Inventé toda clase de mortificaciones, de sacrificios, de conductas edificantes para que la mía estuviera cribada de agujeros. Esos alardes erizaban a Louise. Pero mamá y las señoritas me alentaban. Entré en una cofradía infantil, "Los ángeles de la Pasión", lo que me dio el derecho a llevar un escapulario y el deber de meditar sobre los siete dolores de la Virgen. Conforme a las recientes instrucciones de Pío X, preparé mi comunión privada; seguí un retiro espiritual. No comprendía muy bien por qué los fariseos cuyo nombre se parecía de manera impresionante al de los habitantes de París* se habían encarnizado contra Jesús, pero compadecí sus desdichas. Vestida de tul y tocada de encaje de Irlanda tragué mi primera hostia. En adelante mamá me llevó tres veces por semana a comulgar a Notre Dame des Champs. Me gustaba oír en la mañana gris el ruido de nuestros pasos sobre las lajas. Respirando el olor del incienso, la mirada enternecida por el vaho de los cirios, me resultaba dulce abismarme a los pies de la Cruz, soñando vagamente con la taza de chocolate que me esperaba en casa.
Esas piadosas complicidades aumentaron mi intimidad con mamá; tomó netamente el primer lugar en mi vida. Como sus hermanos habían sido movilizados, Louise volvió a casa de sus padres para trabajar la tierra. Rizada, relamida, presuntuosa, Raymonde, la nueva criada, sólo me inspiró desdén. Mamá ya no salía casi, recibía poco, se ocupaba enormemente de mi hermana y de mí: me asoció a su vida más estrechamente que a mi hermana menor; era como una hermana mayor y todos decían que me parecía mucho a ella; tenía la impresión de que me pertenecía en forma privilegiada.
Papá partió para el frente en octubre; veo los corredores del subterráneo y mamá que caminaba a mi lado, los ojos llorosos; tenía lindos ojos color avellana y dos lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas. Me emocioné mucho. Sin embargo, nunca tuve la impresión de que mi padre corriera peligro. Había visto heridos; sabía que había una relación entre la guerra y la muerte. Pero no concebía que esa gran aventura colectiva pudiera tocarme directamente. Y además, debí convencerme, sin duda, de que Dios protegería especialmente a mi padre: era incapaz de imaginar la desdicha.
Los acontecimientos confirmaron mi optimismo: a consecuencia de un ataque cardíaco mi padre fue evacuado al hospital de Coulommiers, luego afectado al Ministerio de la Guerra. Cambió de uniforme y se afeitó el bigote. Más o menos en esa misma época Louise volvió a casa. La vida reanudó su curso normal.
Me había transformado definitivamente en niña juiciosa. Los primeros tiempos había compuesto mi personaje; me había valido tantos elogios y me había proporcionado tan grandes satisfacciones que terminé por identificarme con él: se convirtió en mi sola verdad. Tenía la sangre menos ardiente que antes; el crecimiento, el sarampión, me habían anemiado: me daba baños de azufre, tomaba fortificantes; ya no molestaba a los adultos con mi turbulencia; por otra parte mis gustos coincidían con la vida que llevaba, por lo tanto, me contrariaban poco. En caso de conflicto ya era capaz de interrogar, de discutir. A menudo se limitaban a contestarme: "No se hace. Cuando he dicho no, es no." Ni aun así, me juzgaba oprimida. Me había convencido de que mis padres sólo deseaban mi bien. Y además era la voluntad de Dios que se expresaba por su boca: él me había creado, había muerto por mí, tenía derecho a una sumisión absoluta. Sentía sobre mis hombros el yugo tranquilizador de la necesidad.
Así abdiqué de la independencia que mi primera infancia había intentado salvaguardar. Durante varios años fui el dócil reflejo de mis padres. Es tiempo de decir, en la medida en que lo sé, quiénes eran.
Sobre la infancia de mi padre tengo pocos informes; mi bisabuelo, que era inspector de contribuciones en Argenton, debe de haber dejado a sus hijos una buena fortuna, puesto que el menor pudo vivir de sus rentas. El mayor, mi abuelo, heredó, entre otros bienes, una propiedad de doscientas hectáreas; se casó con una joven burguesa que pertenecía a una opulenta familia del Norte. Sin embargo, sea porque le gustaba o porque tenía tres hijos, entró en las oficinas de la ciudad de París: hizo una larga carrera de la que salió condecorado y jefe de servicio. Su tren de vida era más brillante que su situación. Mi padre pasó su infancia en un hermoso departamento del bulevar Saint Germain y conoció si no la opulencia al menos un confortable bienestar. Tenía una hermana mayor que él y un hermano mayor haragán, bullicioso, a menudo brutal, que lo zamarreaba. Endeble, enemigo de la violencia, se ingenió por compensar su debilidad física con la seducción: fue el favorito de su madre y de sus profesores. Sus gustos se oponían sistemáticamente a los de su hermano mayor; refractario a los deportes, a la gimnasia, se apasionó por la lectura y por el estudio. Mi abuela lo estimulaba: vivía a su sombra y lo único que le importaba era complacerla. Producto de una austera burguesía que creía firmemente en Dios, en el trabajo, en el deber, en el mérito, exigía que un colegial cumpliera perfectamente sus deberes de colegial: todos los años George ganaba en el colegio Stanislas el premio de excelencia. Durante las vacaciones reunía imperiosamente a los chicos de los chacareros y les daba clase: una foto nos lo muestra en el patio de Meyrignac rodeado de una decena de alumnos, varones y mujeres. Una criada de delantal y cofia blancos sostiene una bandeja cargada de vasos de naranjada. Su madre murió el año en que él cumplió trece años; no solamente sintió un dolor violento, sino que se sintió bruscamente abandonado a sí mismo. Para él mi abuela encarnaba la ley. Mi abuelo no era capaz de asumir ese papel. Por supuesto era bien pensante: odiaba a los comuneros y declamaba versos de Déroulede. Pero se sentía más consciente de sus derechos que convencido de sus deberes. A mitad camino entre el aristócrata y el burgués, entre el terrateniente y el funcionario, respetuoso de la religión sin practicarla, no se sentía ni sólidamente integrado a la sociedad, ni cargado de serias responsabilidades: profesaba un epicureismo de buen tono. Se dedicaba a un deporte casi tan distinguido como la esgrima, "la canne", y había obtenido el título de "prevoste" del que se mostraba muy orgulloso. No le gustaban ni las discusiones ni las preocupaciones y dejaba rienda suelta a sus hijos. Mi padre siguió brillando en las ramas que le interesaban: en latín, en literatura; pero ya no obtuvo el premio de excelencia, había dejado de esforzarse.
A cambio de ciertas compensaciones financieras, Meyrignac debía ser de mi tío Gastón: satisfecho de ese destino seguro, éste se entregó a la ociosidad. Su condición de hermano menor, su amor por su madre, sus éxitos escolares habían hecho que mi padre -cuyo porvenir no estaba garantido-, reivindicara su individualidad: se sabía dotado y quería sacar partido. Por su lado oratorio el oficio de abogado le gustaba, pues ya sabía expresarse muy bien. Se inscribió en la Facultad de Derecho. Pero me ha repetido a menudo que si las conveniencias no se lo hubieran vedado, habría entrado al Conservatorio. No era una frase: nada en su vida fue tan auténtico como su amor por el teatro. Estudiante, descubrió con júbilo la literatura que gustaba en su época: pasaba sus noches leyendo a Alphonse Daudet, Maupassant, Bourget, Marcel Prévost, Jules Lemaitre. Pero conocía alegrías aun mayores cuando se sentaba en su butaca de la Comedie Francaise o Des Varietés. Asistía a todos los espectáculos, estaba enamorado de todas las actrices, idolatraba a los grandes actores; para parecerse a ellos se afeitaba el rostro. En esa época, difícilmente se representaban comedias en los salones: tomó clases de dicción, estudió maquillaje y se afilió a compañías de aficionados.
La insólita vocación de mi padre se explica, creo, por su estatuto social. Su nombre, ciertas relaciones de familia, camaraderías de infancia, amistades de juventud, lo convencieron de que pertenecía a la aristocracia; adoptó sus valores. Apreciaba los gestos elegantes, los sentimientos nobles, la desenvoltura, el andar, el orgullo, la frivolidad, la ironía. Las serias virtudes apreciadas por la burguesía lo aburrían. Gracias a su buenísima memoria aprobó sus exámenes pero consagró sobre todo sus años de estudio a sus placeres: teatros, hipódromos, cafés, salones. Le importaba tan poco el triunfo burgués que una vez obtenidos sus primeros diplomas no se dio el trabajo de presentar una tesis; se inscribió en la corte de apelaciones y entró como secretario en el estudio de un abogado importante. Despreció los éxitos que se obtienen con el trabajo y el esfuerzo. Según él si uno era "bien nacido" poseía condiciones más allá de todo mérito: ingenio, talento, encanto, raza. Lo malo era que en el seno de esa casta a la que pretendía, no era nadie: tenía un nombre con partícula, pero oscuro, que no le abría ni los clubs ni los salones elegantes; le faltaban los medios para vivir como gran señor. A lo que podía ser en el mundo burgués -un abogado distinguido, un padre de familia, un ciudadano honorable-, concedía muy poco precio. Se embarcaba en la vida con las manos vacías y despreciaba los bienes que se adquieren. Para salvar esa indigencia sólo le quedaba un recurso: parecer.
Para parecer hacen falta testigos; mi padre no apreciaba ni la naturaleza ni la soledad: sólo se sentía bien en sociedad. Su oficio lo divertía en la medida en que un abogado cuando defiende se da en espectáculo. De muchacho era atildado como un dandy. Acostumbrado a seducir desde la infancia se hizo una fama de conversador brillante y de hombre encantador; pero sus éxitos lo dejaban insatisfecho; sólo lo elevaban a un rango mediocre en los salones donde contaban sobre todo la fortuna y los cuartos de nobleza; para recusar las jerarquías admitidas en su mundo, tenía que negarle importancia a éste, por lo tanto -puesto que a sus ojos las clases bajas no contaban-, situarse fuera del mundo. La literatura permite vengarse de la realidad esclavizándola a la ficción; pero si bien mi padre fue un lector apasionado, sabía que escribir exige repelentes virtudes, esfuerzo, paciencia; es una actividad solitaria donde el público no existe más que como esperanza. El teatro, en cambio, aportaba a sus problemas una solución privilegiada. El actor elude las angustias de la creación; le ofrecen, ya constituido, un universo imaginario donde hay un lugar reservado para él; se mueve en carne y hueso, frente a una audiencia de carne y hueso; reducida al papel de espejo ésta le devuelve dócilmente su imagen; en el escenario es soberano y existe de verdad: se siente verdaderamente soberano. A mi padre le gustaba particularmente disfrazarse: al ponerse la peluca y las patillas, se escamoteaba; así esquivaba cualquier confrontación. Ni señor, ni plebeyo: esa indeterminación se cambiaba en plasticidad; habiendo dejado de ser radicalmente, se volvió cualquiera: los sobrepasaba a todos.
Se comprende que nunca haya pensado en vencer los prejuicios de su medio y en abrazar la profesión de actor. Se daba al teatro porque no se resignaba a la modestia de su posición: no encaraba la posibilidad de decaer. Logró doblemente su objetivo. Al buscar un recurso contra una sociedad que sólo se abría a él con reticencia forzó las puertas. Gracias a sus talentos de aficionado tuvo acceso a círculos más elegantes y menos austeros que el medio en el cual había nacido; apreciaban a la gente de ingenio, a las mujeres bonitas, al placer. Actor y hombre de mundo, mi padre había encontrado su camino. Consagraba a la comedia y a la pantomima todos sus ocios. La misma víspera de su boda apareció en una escena. Apenas de regreso de su luna de miel hizo representar a mamá, cuya belleza compensaba la inexperiencia. He dicho que todos los años, en Divonneles-Bains participaban en espectáculos presentados por una compañía de aficionados. Iban a menudo al teatro. Mi padre recibía Comedia y estaba al corriente de todos los chismes de las bambalinas. Contó entre sus amigos íntimos a un actor del Odéon. Durante su permanencia en el hospital de Coulommiers, compuso y representó una revista en colaboración con otro enfermo, el joven cantante Gabriello, que luego invitó varias veces a casa. Más adelante cuando ya no dispuso de los medios necesarios para llevar una vida mundana, encontró todavía oportunidades de subir a las tablas, aunque fuera en las fiestas de beneficencia.
En esa terca pasión se resumía su singularidad. Por sus opiniones mi padre pertenecía a su época y a su clase. Consideraba utópica la idea de un restablecimiento de la monarquía; pero la República le desagradaba. Sin estar afiliado a la Action Francaise tenía amigos entre los "Camelots du roí" y admiraba a Maurras y a Daudet. Prohibía que se discutieran los principios del nacionalismo; si alguien mal encaminado pretendía discutirlos se negaba con una gran carcajada: su amor por la Patria se situaba más allá de los argumentos y de las palabras: "Es mi única religión", decía. Odiaba a los mestizos, se indignaba de que permitieran a los judíos mezclarse en el manejo del país, y estaba tan convencido de la culpabilidad de Dreyfus como mi madre de la existencia de Dios. Leía Le Matin y un día se enfureció porque uno de sus primos, Sirmione, había introducido en casa L'Oeuvre, "ese pasquín". Consideraba a Renán como a un gran espíritu, pero respetaba a la iglesia y sentía horror por las leyes Combes. Su moral privada se basaba sobre el culto a la familia; la mujer, como madre, era para él sagrada; exigía de las esposas fidelidad, de las jóvenes inocencia, pero consentía a los hombres grandes libertades, lo que lo llevaba a considerar con indulgencia las mujeres llamadas livianas. Como es clásico, el idealismo se aliaba en él a un escepticismo que rozaba el cinismo. Vibraba en Cyrano, apreciaba a Clément Vautel, se deleitaba con Capus, Donnay, Sacha Guitry, Flers y Caillavet. Nacionalista y paseandero, amaba la grandeza y la frivolidad.
De muy chiquita me había subyugado por su alegría y su labia; al crecer aprendí a admirarlo muy seriamente: me maravillé de su cultura, de su inteligencia, de su admirable sentido común. En casa su preeminencia era indiscutida; mi madre, ocho años más joven que él, la reconocía sin discutir: él la había iniciado a la vida y a los libros. "La mujer es lo que su marido hace de ella, es él quien debe formarla", decía él a menudo. Le leía en voz alta los Orígenes de la Francia contemporánea de Taine y el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de Gobineau. No mostraba pretensiones excesivas; por el contrario, se jactaba de conocer limitaciones. Trajo del frente argumentos de relatos que mi madre encontró interesantísimos y que él no se arriesgó a escribir por temor a la mediocridad. Con esa modestia, manifestaba una lucidez que lo autorizaba a verter, en cada caso particular, un juicio sin apelación.
A medida que yo crecía él se ocupaba más de mí. Vigilaba todo, especialmente mi ortografía; cuando le escribía me devolvía mis cartas corregidas. Durante las vacaciones me dictaba textos espinosos, generalmente elegidos en Víctor Hugo. Como yo leía mucho cometía pocas faltas y él decía con satisfacción que tenía ortografía natural. Para formar mi gusto literario, había constituido en un anotador de hule negro una breve antología: Un Evangelio de Copee, La marioneta de la Juanita de Banville, ¡Ay, si hubiera sabido! de Hégésippe Moreau, y algunos otros poemas. Me enseñó a recitarlos con el tono adecuado. Me leyó los clásicos en voz alta: Ruy Blas, Hernani, las piezas de Rostand, La historia de la literatura francesa de Lanson, y las comedias de Labiche. Yo le hacía muchas preguntas y él me contestaba con paciencia. No me intimidaba en el sentido de que nunca experimenté ante él el menor malestar: pero no trataba de salvar la distancia que lo separaba de mí; había cantidad de temas de los cuales ni siquiera se me ocurría hablarle; no era para él ni un cuerpo, ni un alma, sino un espíritu. Nuestras relaciones se situaban en una esfera límpida donde no podía producirse ningún choque. No se inclinaba hasta mí sino que me elevaba hasta él y yo tenía el orgullo de sentirme entonces una persona mayor. Cuando yo volvía a caer al nivel ordinario dependía de mamá; papá le había abandonado sin reservas el cuidado de velar sobre mi vida orgánica y de dirigir mi formación moral.
Mi madre había nacido en Verdun, en una piadosa y rica familia burguesa; su padre, un banquero, había sido educado con los jesuítas; su madre en un convento. Francoise tenía un hermano y una hermana menores que ella. Entregada en cuerpo y alma a su marido, abuelita sólo demostraba a sus hijos un afecto distante; abuelito prefería a Lili, su benjamina; mamá sufrió de esa frialdad. Medio pupila en el convento des Oiseaux encontró consuelos en la cálida estima con que la rodearon las monjas; se precipitó en el estudio y en la devoción; después de su diploma elemental perfeccionó su cultura bajo la dirección de la madre superiora. Otras decepciones entristecieron su adolescencia. Infancia y juventud le dejaron en el corazón un resentimiento que nunca se calmó del todo. A los veinte años, encerrada en sus corsés con ballenas, acostumbrada a reprimir sus impulsos y a hundir en el silencio secretos amargos, se sentía sola e incomprendida; a pesar de su belleza carecía de seguridad y de alegría. Sin entusiasmo fue a Houlgate a unirse con un joven desconocido. Se gustaron. Conquistada por la exuberancia de papá, fortalecida por los sentimientos que él le demostraba, mi madre floreció. En mis primeros recuerdos la veo joven, sonriente y alegre. Había también en ella algo íntegro e imperioso que después de su casamiento se liberó. Mi padre gozaba a sus ojos de un gran prestigio y ella pensaba que la mujer debe obedecer al hombre. Pero con Louise, con mi hermana y conmigo se mostraba autoritaria, a veces enfurecida. Si uno de sus íntimos la contrariaba o la ofendía, reaccionaba con ira y con violentos estallidos de franqueza. En sociedad, sin embargo, fue siempre tímida. Bruscamente trasplantada a un círculo muy distinto de su ambiente provincial, no se adaptó sin esfuerzos. Su juventud, su inexperiencia, su amor por mi padre la hacían vulnerable; temía las críticas y, para evitarlas, puso todo su cuidado en "obrar como todo el mundo". Su nuevo medio respetaba a medias la moral des Oiseaux. No quiso pasar por beata y renunció a juzgar según su propio código: tomó el partido de fiarse de las costumbres. El mejor amigo de papá vivía maritalmente, es decir en el pecado; eso no le impedía venir a menudo a casa: pero no recibían a su concubina. Mi madre nunca pensó en protestar -en un sentido ni en el otro- contra una inconsecuencia sancionada por las costumbres mundanas. Aceptó muchas otras concesiones; no rozaron sus principios; quizá hasta fue para compensar esas concesiones que preservó interiormente una rigurosa intransigencia. Aunque fue, sin lugar a dudas, una recién casada dichosa, apenas distinguía el vicio de la sexualidad: asoció siempre estrechamente la idea de carne a la de pecado. Como la costumbre la obligaba a disculpar ciertas libertades de los hombres, concentró sobre las mujeres su severidad; entre las "mujeres honestas" y las "locas" no concebía intermediario. Los temas "físicos" le repugnaban tanto que nunca los tocó conmigo; ni siquiera me advirtió de las sorpresas que me esperaban en el umbral de la pubertad. En todos los demás terrenos compartía las ideas de mi padre sin parecer encontrar dificultades en conciliarias con la religión.
Mi padre se asombraba de las paradojas del corazón humano, de las herencias biológicas, de la extrañeza de los sueños; nunca he visto a mi madre asombrarse de nada.
Tan penetrada de sus responsabilidades como papá estaba liberado de ellas, tomó a pecho su tarea de educadora. Pidió consejos a la cofradía de las "Madres cristianas" y conferenció a menudo con las señoritas. Ella misma me llevaba al curso, asistía a mis clases, revisaba mis deberes, me tomaba las lecciones; aprendió el inglés y empezó a estudiar el latín para seguirme. Dirigía mis lecturas, me llevaba a misa y a vísperas; recitábamos en común, ella, mi hermana y yo, nuestras oraciones, por la mañana y por la noche. En todo momento, hasta en el secreto de mi corazón, era mi testigo, y para mí no había ninguna diferencia entre su mirada y la de Dios. Ninguna de mis tías -ni siquiera tía Marguerite que había sido educada en el Sagrado Corazón- practicaba la religión con tanto fervor: comulgaba a menudo, rezaba asiduamente, leía numerosas obras piadosas. Su conducta se conformaba a sus creencias: pronta a sacrificarse, se dedicaba por entero a los suyos. Yo no la consideraba como a una santa porque la conocía demasiado y porque se enojaba demasiado fácilmente; su ejemplo me parecía aun más convincente; yo podía, por lo tanto debía, igualarme a ella en piedad y en virtud. El calor de su afecto rescataba sus momentos de enojo. Más implacable y más lejana no hubiera obrado tan profundamente en mí.
Su ascendiente, en efecto, dependía en gran parte de nuestra intimidad. Mi padre me trataba como a una persona hecha y derecha; mi madre cuidaba a la niña que yo era. Me manifestaba más indulgencia que él: le parecía natural oírme decir tonterías mientras él se fastidiaba; a ella le divertían mis salidas, mis borroneos que a él no le parecían divertidos. Yo quería que me consideraran; pero necesitaba esencialmente ser aceptada en mi verdad con las deficiencias de mi edad; la ternura de mi madre me aseguraba una total justificación. Los elogios más halagadores eran los de mi padre; pero si me recriminaba porque yo había desordenado su despacho o si exclamaba:
"Estas chicas son estúpidas", yo tomaba a la ligera palabras a las cuales visiblemente daba poca importancia; en cambio cualquier reproche de mi madre, su ceño fruncido, ponía en juego mi seguridad: privada de su aprobación ya no me sentía con derecho a existir.
Si sus críticas me importaban tanto es porque esperaba su benevolencia. Cuando yo tenía siete u ocho años no me forzaba con ella, le hablaba con una gran libertad. Un recuerdo preciso me da esa certidumbre. Sufrí, después del sarampión, una ligera escoliosis; un médico trazó una línea a lo largo de mi columna vertebral como si mi espalda hubiera sido un pizarrón y me recetó gimnasia sueca. Tomé algunas lecciones privadas con un profesor alto y rubio. Una tarde mientras lo esperaba, me ejercitaba trepando en la barra; al llegar arriba sentí una extraña comezón entre los muslos; era agradable y decepcionante; volví a empezar; el fenómeno se repitió. "Es raro", le dije a mamá; y le describí lo que había sentido. Con aire indiferente habló de otra cosa y yo pensé haber dicho una de esas tonterías que no provocan respuesta.
Más adelante, sin embargo, mi actitud cambió. Cuando me interrogué uno o dos años más tarde sobre "los lazos de la sangre", a menudo evocados en los libros, y sobre "el fruto de sus entrañas" del Dios Te Salve María, no comuniqué mis sospechas a mi madre. Es posible que entretanto ella, haya opuesto a algunas de mis preguntas resistencias que he olvidado. Pero mi silencio partía de una consigna más general: ya guardaba reservas. Rara vez mi madre me castigaba y si bien tenía la mano pronta, sus bofetadas no dolían mucho. Sin embargo, sin por eso quererla menos que antes, yo me había puesto a temerla. Había una palabra que ella usaba a menudo y que nos paralizaba a mi hermana y a mí: "¡Es ridículo!" A menudo le oíamos pronunciar ese veredicto cuando criticaba, con papá, la conducta de un tercero; dirigida contra nosotros nos precipitaba de la cumbre familiar a los bajos fondos donde se arrastraba el resto del género humano. Incapaces de prever qué gesto, qué palabra podía desencadenarla, toda iniciativa implicaba para nosotras un peligro: la prudencia aconsejaba quedarse quietas. Recuerdo nuestra sorpresa cuando, habiendo pedido a mamá permiso para llevar nuestras muñecas al salir de vacaciones, ella contestó: "¿Por qué no?" Durante años habíamos refrenado ese deseo. Por cierto, la primera razón de mi timidez era mi preocupación por evitar su desprecio. Pero también cuando sus ojos brillaban con una luz tormentosa, o cuando simplemente su boca se fruncía, yo creo que temía tanto como mi propia decadencia el disgusto que le causaba. Si me hubiera pescado en una mentira yo habría sentido su escándalo más fuerte que mi vergüenza: la idea me resultaba tan intolerable que siempre decía la verdad. Evidentemente no me daba cuenta de que mi madre, apresurándose en condenar la diferencia y la novedad, prevenía el desasosiego que despertaba en ella cualquier duda: pero yo sentía que las palabras insólitas, los proyectos imprevistos turbaban su serenidad. Mi responsabilidad aumentaba mi dependencia.
Así vivíamos, ella y yo, en una especie de simbiosis y sin aplicarme en imitarla fui modelada por ella. Me inculcó el sentido del deber así como las consignas del olvido de sí, y de austeridad. A mi padre no le disgustaba ponerse en evidencia, pero aprendí de mi madre a pasar inadvertida, a cuidar mi lenguaje, a censurar mis deseos, a decir y a hacer exactamente lo que debía ser dicho y hecho. No reivindicaba nada y osaba muy poco.
El acuerdo que reinaba entre mis padres fortalecía el respeto que yo sentía por cada uno de ellos. Eso me permitió eludir una dificultad que hubiera podido ponerme en un serio aprieto: papá no iba a misa, sonreía cuando tía Marguerite comentaba los milagros de Lourdes: no creía. Ese escepticismo me impresionaba, a tal punto me sentía investida por la presencia de Dios: sin embargo, mi padre nunca se equivocaba: ¿cómo explicar que pudiera cegarse sobre la más evidente de las verdades? Mirando las cosas de frente era una terrible contradicción. No obstante, dado que mi madre, tan piadosa, parecía encontrarla natural, acepté tranquilamente la actitud de papá. La consecuencia fue que me acostumbré a considerar que mi vida intelectual -encarnada por mi padre- y mi vida espiritual -encarnada por mi madre- eran dos terrenos radicalmente heterogéneos, entre los cuales no podía producirse ninguna interferencia. La santidad pertenecía a otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas -cultura, negocios, política, usos y costumbres- nada tenían que ver con la religión. Así relegué a Dios fuera del mundo, lo que debía influir profundamente en mi futura evolución.
Mi situación familiar recordaba a la de mi padre: él se había encontrado en una situación falsa entre el escepticismo de mi abuelo y la seriedad burguesa de mi abuela. En mi caso también, el individualismo de papá y su ética profana contrastaban con la severa moral tradicional que me enseñaba mi madre. Ese desequilibrio que me creaba un conflicto explica en gran parte que me haya vuelto una intelectual.
Por el momento me sentía protegida y guiada a la vez sobre la tierra y en los caminos del cielo. Me felicitaba además de no estar entregada sin recurso a los adultos; no vivía sola mi condición de chica; tenía una semejante: mi hermana, cuyo papel cobró una importancia considerable alrededor de mis seis años.
La llamaban Poupette; tenía dos años y medio menos que yo. Decían que se parecía a papá. Rubia, de ojos celestes, en sus fotos de chica su mirada parece nublada de lágrimas. Su nacimiento había decepcionado porque toda la familia quería un varón; por supuesto, nadie le guardó rencor, pero acaso no sea indiferente que hayan suspirado alrededor de su cuna. Se esforzaban en tratarnos con una exacta justicia; nuestra ropa era idéntica, salíamos casi siempre juntas, teníamos una sola vida para las dos; no obstante, como mayor yo gozaba de ciertas ventajas. Tenía un cuarto que compartía con Louise y dormía en una cama grande, falsamente antigua, de madera esculpida y a la cabecera una reproducción de la Asunción, de Murillo. Para mi hermana instalaban una cama plegadiza en un corredor estrecho. Durante el servicio militar de papá, yo acompañaba a mamá cuando iba a verlo. Relegada a un lugar secundario, "la más chiquita" se sentía casi superflua. Yo era para mis padres una experiencia nueva: a mi hermana le costaba mucho más desconcertarlos y asombrarlos; a mí no me habían comparado con nadie, a ella sin cesar la comparaban conmigo. En el curso Désir las señoritas tenían la costumbre de dar a las mayores como ejemplo de las menores; hiciera lo que hiciere Poupette, la perspectiva que da el tiempo, las sublimaciones de la leyenda querían que yo lo hubiera logrado mejor que ella; ningún esfuerzo, ningún éxito le permitían nunca pasar ése "plafond". Víctima de una oscura maldición sufría, y a menudo de noche, sentada en su sillita, lloraba. Le reprochaban su carácter rezongón: era otra inferioridad. Hubiera podido aborrecerme; paradojalmente sólo se sentía bien en su pellejo cuando estaba junto a mí. Confortablemente instalada en mi papel de mayor, no me jactaba de ninguna otra superioridad salvo de la que me daba la edad; consideraba a Poupette muy despierta para la suya; la veía exactamente como era: una igual un poco menor que yo; me agradecía mi estima y respondía a ella con una absoluta devoción. Era mi homónimo, mi segundo, mi doble: no podíamos estar la una sin la otra.
Yo compadecía a los hijos únicos; las diversiones solitarias me parecían insulsas: apenas una manera de matar el tiempo. Entre dos un partido de pelota o de rayuela se convertía en una hazaña, una carrera detrás de un arco, en un concurso. Hasta para hacer calcomanías o para pintarrajear un catálogo, necesitaba una socia; rivalizando, colaborando, la obra de cada una encontraba en la otra su destino, escapaba a la gratuidad. Los juegos que más me gustaban eran aquellos en que yo encarnaba personajes: exigían una cómplice. No teníamos muchos juguetes; los más lindos -el tigre que daba un salto, el elefante que levantaba las patas- nuestros padres los guardaban bajo llave; en algunas oportunidades los hacían admirar a sus invitados. No me hacían falta. Me agradaba poseer objetos con los cuales se divertían las personas mayores; los prefería preciosos y no cotidianos. De todas maneras los accesorios -almacén, batería de cocina, panoplia de enfermera-sólo ofrecían a la imaginación un socorro muy leve. Para animar las historias que yo inventaba, una compañera me resultaba indispensable.
Un gran número de anécdotas y de situaciones que poníamos en escena eran banales y lo sabíamos: la presencia de los adultos no nos molestaba para vender sombreros o para desafiar las balas alemanas. Otros argumentos, los que preferíamos, reclamaban la clandestinidad. Eran, en apariencia, perfectamente inocentes; pero sublimando la aventura de nuestra infancia o anticipando el porvenir, halagaban en nosotros algo íntimo y secreto. Hablaré más adelante de los que desde mi punto de vista me parecen más significativos. En efecto, era sobre todo yo la que me expresaba a través de ellos puesto que los imponía a mi hermana, asignándole papeles que ella aceptaba dócilmente. A la hora en que el silencio, la sombra, el hastío de las casas burguesas invadían el vestíbulo, yo largaba mis fantasmas; los materializábamos con gran refuerzo de ademanes y de palabras, y a veces hechizándonos la una a la otra conseguíamos remontar de este mundo hasta que una voz imperiosa nos llamara a la realidad. Al día siguiente volvíamos a empezar. "Vamos a jugar a eso", decíamos. Llegaba el día en que el tema había sido demasiado manoseado y ya no nos inspiraba más; entonces elegíamos otro al que permanecíamos fieles durante algunas horas o algunas semanas.
Le debí a mi hermana el poder, jugando, aplacar muchos sueños; también me permitió salvar mi vida cotidiana del silencio: tomé junto a ella la costumbre de la comunicación. En su ausencia yo oscilaba entre dos extremos: la palabra era, o bien un ruido inútil que yo producía con mi boca, o, dirigiéndose a mis padres, un acto serio; cuando conversábamos, Poupette y yo, las palabras tenían un sentido y no pesaban demasiado. No conocí con ella los placeres del intercambio puesto que todo nos era común; pero, comentando en voz alta los incidentes y las emociones del día, multiplicábamos el precio.
Nuestros propósitos no tenían nada sospechoso; no obstante, por la importancia que mutuamente les concedíamos, creaban entre nosotras una connivencia que nos aislaba de los adultos: juntas, poseíamos nuestro jardín secreto.
Éste nos resultaba muy útil. Las tradiciones nos ataban a un cierto número de tareas fastidiosas, sobre todo alrededor de Año Nuevo: había que asistir en casa de tías lejanas, a comidas de familia que no terminaban nunca y visitar a solteronas mohosas. A menudo nos salvábamos del aburrimiento refugiándonos en los vestíbulos y jugando "a eso". En el verano, abuelito organizaba expediciones a los bosques de Chaville o de Meudon; para conjurar la languidez de esos paseos, no teníamos más recurso que nuestras charlas; hacíamos proyectos, deshollinábamos recuerdos; Poupette me hacía preguntas; yo le contaba episodios de la historia romana, de la historia de Francia, o relatos inventados por mí.
Lo que más apreciaba yo en nuestras relaciones era tener sobre ella un poder real. Los adultos me tenían a su merced.
Si les arrancaba alabanzas seguían siendo ellos los que decidían discernírmelas. Algunas de mis conductas afectaban directamente a mi madre pero sin ninguna relación con mis intenciones. Entre mi hermana y yo las cosas ocurrían de veras. Nos peleábamos, ella lloraba, yo me irritaba, nos lanzábamos el supremo insulto: "Eres tonta", y luego nos reconciliábamos. Sus lágrimas no eran fingidas y si reía de una broma era sin complacencia. Sólo ella me reconocía autoridad; los adultos me cedían a veces, ella me obedecía.
Uno de los lazos más sólidos que se establecieron entre nosotras fue el de maestra a alumna. Me gustaba tanto estudiar que encontraba apasionante enseñar. Dar clase a mis muñecas no podía de manera alguna satisfacerme: no se trataba de parodiar gestos, sino de transmitir auténticamente mi ciencia.
Enseñando a mi hermana lectura, escritura, cálculo, conocí desde los seis años el orgullo de la eficiencia. Me gustaba borronear sobre páginas en blanco frases o dibujos: pero sabía que estaba fabricando objetos falsos. Cuando cambié la ignorancia en saber, cuando imprimí verdades en un espíritu virgen, entonces creé algo real. No imitaba a los adultos: los igualaba y mi éxito desafiaba la opinión de ellos; satisfacía en mí aspiraciones más serias que la vanidad. Hasta entonces me había limitado a hacer fructificar los cuidados de que era objeto: ahora, a mi vez, yo servía. Escapaba a la pasividad de la infancia, entraba en el gran circuito humano donde, segur pensaba, cada uno es útil a todos. Desde que yo trabajaba seriamente el tiempo no huía, se inscribía en mí: confiando mis conocimientos a otra memoria los salvaba dos veces.
Gracias a mi hermana -mi cómplice, mi sujeto, mi criatura- yo afirmaba mi autonomía. Está claro que sólo le reconocía "la igualdad en la diferencia", lo que es una manera de pretender la preeminencia. Sin formulármelo del todo suponía que mis padres admitían esa jerarquía y que yo era su favorita. Mi cuarto daba sobre el corredor donde dormía mi hermana y a cuyo extremo se abría el escritorio; desde mi cama oía a mi padre conversar de noche con mi madre y ese apacible murmullo me mecía; una noche mi corazón casi se paró de latir; con una voz pausada, apenas curiosa, mamá interrogaba: "¿A cuál de las dos chicas prefieres?" Esperé que papá pronunciara mi nombre, pero durante un instante que me pareció infinito vaciló: "Simone es más reflexiva, pero Poupette es tan cariñosa..." Siguieron pesando el pro y el contra y diciendo lo que les pasaba por el corazón; finalmente se pusieron de acuerdo en querernos tanto a la una como a la otra; era conforme a lo que se lee en los libros: los padres quieren igual a todos sus hijos. No obstante sentí algún despecho. No hubiera soportado que uno de ellos prefiriera a mi hermana; si me resignaba a una repartición imparcial era porque estaba convencida de que sería en mi favor. Mayor, más sabia; más despierta que la menor, si mis padres sentían por nosotros la misma ternura, al menos debían considerarme más y sentirme más cerca de su madurez.
Consideraba una suerte insigne que el cielo me hubiera dado precisamente esos padres, esa hermana, esa vida. Sin duda alguna tenía muchas razones para felicitarme de mi suerte. Además estaba dotada de lo que se llama un carácter feliz; siempre encontré la realidad más alimenticia que los espejismos; las cosas que existían para mí, con más evidencia, eran las que yo poseía; el valor que les concedía me defendía contra las decepciones, las nostalgias, los lamentos; mis afectos eran más fuertes que mis codicias. Blondine estaba vieja, ajada, mal vestida; no la hubiera cedido por la más suntuosa de las muñecas que tronaban en los escaparates: el amor que sentía por ella la hacía única, irreemplazable. No habría cambiado por ningún paraíso el parque de Meyrignac, ni por ningún palacio nuestro departamento. La idea de que Louise, mi hermana, mis padres pudieran ser diferentes de lo que eran ni siquiera me rozaba. Yo misma no me imaginaba con otra cara, ni en otro pellejo: me sentía bien en el mío.
No hay mucha distancia entre la satisfacción y la suficiencia. Satisfecha del lugar que ocupaba en el mundo, lo creía privilegiado. Mis padres eran seres de excepción y yo consideraba nuestro hogar como ejemplar. A papá le gustaba burlarse, a mamá criticar; pocas personas obtenían la aprobación de ellos y en cambio no oía que nadie los denigrara: por lo tanto, su manera de vivir representaba la norma absoluta. Su superioridad decaía sobre mí. En el Luxemburgo nos prohibían jugar con chicas desconocidas: era, evidentemente, porque estábamos hechas de una tela más refinada. No teníamos derecho a beber, como cualquiera, en los vasos de metal encadenados a las fuentes; abuelita me había regalado una concha anacarada, de un modelo exclusivo, como nuestros capotes celeste cielo. Recuerdo un martes de Carnaval en que llevábamos bolsas llenas, no de confettis sino de pétalos de rosa. Mi madre se surtía en ciertas confiterías; las bombas de crema de las panaderías me parecían tan poco comestibles como si hubieran sido de yeso: la delicadeza de nuestros estómagos nos distinguía del vulgo. Mientras la mayoría de los chicos que me rodeaban recibían La Semaine de Suzette, yo estaba abonada a L'Étoile Noéliste que mamá consideraba de un nivel moral más elevado. No seguía mis estudios en un liceo, sino en un instituto privado, que manifestaba por una cantidad de detalles su originalidad; las clases, por ejemplo, estaban curiosamente numeradas: cero, primera, segunda, tercera-primera, tercera-segunda, cuarta-primera, etc. Estudiaba el catecismo en la capilla del curso, sin mezclarme al rebaño de los chicos de la parroquia. Pertenecía a una élite.
Sin embargo, en ese círculo elegido, ciertos amigos de mis padres se beneficiaban de una seria ventaja: eran ricos; como soldado de segunda clase, mi padre ganaba veinticinco centavos diarios y pasábamos las de Caín. A veces nos invitaban a mi hermana y a mí a fiestas de un lujo marcador; en inmensos departamentos, llenos de arañas, de rasos, de terciopelos, una multitud de niños englutían cremas heladas y acaramelados; asistíamos a una sesión de títeres o a las pruebas de un prestidigitador, formábamos rondas alrededor de un árbol de Navidad. Las otras chicas estaban vestidas de seda brillante, de encajes; nosotras llevábamos vestidos de lanita de colores apagados. Yo sentía un cierto malestar; pero al final del día, cansada, sudorosa, con el estómago repugnado, hacía recaer mi repugnancia contra las arañas, las alfombras, las sedas; me alegraba volver a casa. Toda mi educación me aseguraba que la virtud y la cultura cuentan más que la fortuna: mis gustos me llevaban a creerlo; por lo tanto aceptaba con serenidad la modestia de nuestra condición. Fiel a mi decisión de ser optimista, hasta me convencí de que era envidiable: vi, en nuestra mediocridad, un justo medio. A los mendigos, a los atorrantes, los consideraba como excluidos; pero los príncipes y los millonarios también estaban separados del mundo verdadero: su situación insólita los apartaba. En lo que a mí respectaba creía poder acceder a las más altas como a las más bajas esferas de la sociedad; en verdad en las primeras no me aceptaban y estaba radicalmente separada de las segundas.
Pocas cosas turbaban mi tranquilidad. Encaraba la vida como una aventura dichosa; contra la muerte, la fe me defendía: cerraría los ojos y en un santiamén las níveas manos de los ángeles me transportarían al cielo. En un libro de canto dorado leí un apólogo que me colmó de certidumbre; un gusanito que vivía en el fondo de un estanque se inquietaba; uno tras otro sus compañeros se perdían en la noche del firmamento acuático. ¿Él también desaparecería? De pronto se encontró del otro lado de las tinieblas: tenía alas, volaba, acariciado por el sol, entre flores maravillosas. La analogía me pareció irrefutable; un leve tapiz de cielo me separaba de los paraísos donde resplandecía la verdadera luz; de pronto me acostaba sobre la alfombra, los ojos cerrados, las manos juntas, y ordenaba a mi alma que se escapara. Era sólo un juego; si hubiera creído que era mi última hora habría gritado de terror. Al menos la idea de la muerte no me asustaba. Una noche, sin embargo, el vacío me estremeció. Leía; al borde del mar una sirena expiraba; por el amor de un hermoso príncipe había renunciado a su alma inmortal, se transformaba en espuma. Esa voz que en ella repetía sin tregua: "Aquí estoy", se había callado para siempre: me pareció que el universo entero se había hundido en el silencio. Pero no, Dios me prometía la eternidad: nunca dejaría de ver, de oír, de hablarme. No habría fin.
Había habido un comienzo: eso a veces me turbaba; los chicos nacían, pensé, de un fíat divino; pero contra toda ortodoxia, limitaba las capacidades del Todopoderoso. Esa presencia en mí que me afirmaba que yo era yo, no dependía de nadie, nunca nada la rozaba, imposible que alguien, aunque fuera Dios, la hubiera fabricado: se había limitado a proporcionarle una envoltura. En el espacio sobrenatural, flotaban, invisibles, impalpables, infinidad de almilas que esperaban para encarnarse. Yo había sido una de ellas y lo había olvidado todo; ellas rondaban entre el cielo y la tierra y no lo recordarían. Me daba cuenta con angustia de que esa ausencia de memoria equivalía a la nada; todo ocurría como si, antes de aparecer en mi cuna, yo no hubiera existido en absoluto. Había que llenar esa falla: yo captaría, al pasar, los fuegos fatuos cuya luz ilusoria no iluminaría nada, les prestaría mi mirada, disiparía su noche, y los chicos que nacieran mañana recordarían... Me perdía hasta el vértigo en esos sueños ociosos, negando vanamente el escandaloso divorcio de mi conciencia y del tiempo.
Al menos había emergido de las tinieblas; pero las cosas a mi alrededor permanecían en ellas. Me gustaban los cuentos que prestaban a una gran aguja ideas en forma de aguja, al aparador pensamientos de madera; pero eran cuentos; los objetos de corazón opaco pesaban sobre la tierra sin saberlo, sin poder murmurar: "Aquí estoy." He contado en otra oportunidad cómo, en Meyrignac, contemplaba estúpidamente una vieja chaqueta abandonada sobre el respaldo de una silla; trataba de decir en su lugar: "Soy una vieja chaqueta cansada"; era imposible y el pánico se apoderó de mí. En los siglos transcurridos en el silencio de los seres inanimados, yo presentía mi propia ausencia: presentía la verdad, falazmente conjurada, de mi muerte.
Mi mirada creaba luz; durante las vacaciones sobre todo yo me embriagaba de descubrimientos; pero por momentos una duda me corroía: lejos de revelarme el mundo, mi presencia lo desfiguraba. Por supuesto, no creía que mientras yo dormía las flores de la sala se fueran al baile, ni que en la vitrina se tejieran idilios entre los personajes de porcelana. Pero sospechaba que a veces el campo domesticado imitaba a esos bosques encantados que se disfrazaban en cuanto un intruso los viola; los espejismos nacen bajo sus pasos, se extravían, las abras y los cercos le escatiman sus secretos. Escondida detrás de un árbol yo trataba en vano de sorprender la soledad de la arboleda; un relato que se titulaba "Valentín, o el demonio de la curiosidad", me hizo gran impresión. Un hada madrina paseaba a Valentín en carroza; le decía que afuera había paisajes maravillosos, pero las cortinas cegaban los cristales y él no debía levantarlas; impulsado por su demonio, Valentín desobedecía; sólo veía tinieblas: la mirada había matado a su objeto. No me interesaba lo que venía después: mientras Valentín luchaba contra su demonio, yo me debatía ansiosamente contra la noche del no saber.
Agudas, a veces, mis inquietudes se disipaban pronto. Los adultos me garantizaban el mundo y yo raramente intentaba penetrarlo sin la ayuda de ellos. Prefería seguirlos en los universos imaginarios que habían creado para mí.
Me instalaba en el vestíbulo, frente al armario normando y al reloj de madera esculpida que encerraba en su vientre dos pinas cobrizas y las tinieblas del tiempo; en la pared se abría la boca de un calorífero; a través del enrejado dorado respiraba un soplo nauseabundo que subía de los abismos. Ese abismo, el silencio cortado por el tic-tac del reloj, me intimidaban. Los libros me tranquilizaban: hablaban y no disimulaban nada; en mi ausencia, callaban; yo los abría y entonces decían exactamente lo que decían; si una palabra se me escapaba, mamá me la explicaba. De bruces sobre la alfombra roja leía a Madame de Segur, Zénaíde Fleuriot, los cuentos de Perrault, de Grimm, de Madame d'Aulnoy, del canónigo Schmidt, los álbumes de Tópffer, Bécassine, las aventuras de la familia Fenouillard, las del bombero Camember, Sans Famille, Jules Veme, Paul d'lvoi, André Laurie, y la serie de los "Libros rosa" editados por Larousse, que relataban las leyendas de todos los países del mundo y, durante la guerra, historias heroicas.
Sólo me daban libros infantiles elegidos con circunspección, que admitían las mismas verdades y los mismos valores que mis padres y mis institutrices; los buenos eran recompensados, los malos castigados; las desgracias sólo ocurrían a las personas ridículas y estúpidas. Me bastaba que esos principios esenciales fueran salvaguardados; generalmente no buscaba ninguna relación entre las fantasías de los libros y la realidad; me divertían, como reía en los títeres, a distancia; por eso, pese a los extraños segundos planos qué descubren ingeniosamente los adultos, las novelas de la condesa de Segur nunca me asombraron. La señora Bonbec, el general Dourakine, así como el señor Cryptogame, el barón de Crac, Bécassine, no tenían sino una existencia de fantoches. Un relato era un hermoso objeto que se bastaba a sí mismo, como un espectáculo de marionetas o una imagen; yo era sensible a la necesidad de esas construcciones que tienen un principio, un orden, un fin, donde las palabras y las frases brillan con su brillo propio, como los colores de un cuadro. A veces, sin embargo, el libro me hablaba más o menos confusamente del mundo que me rodeaba o de mí misma; entonces me hacía soñar o reflexionar, y a veces trastornaba mis certidumbres. Andersen me enseñaba la melancolía: en sus cuentos los objetos sufren, se quiebran, se consumen sin merecer su desdicha; la sirenita, antes de desaparecer, sufría a cada paso como si hubiera caminado sobre brasas candentes y, sin embargo, no había cometido ninguna falta: sus torturas y su muerte me trastornaron el corazón. Una novela que leí en Meyrignac que se llamaba El aventurero de las junglas también me trastornó. El autor narraba aventuras extravagantes con suficiente habilidad como para hacerme participar de ellas. El héroe tenía un amigo llamado Bob, corpulento, lleno de vida, abnegado, que ganó enseguida mi simpatía. Aprisionados juntos en una celda hindú, descubrían un corredor subterráneo por el cual un hombre podía deslizarse arrastrándose. Bob pasaba primero: de pronto pegó un grito atroz: había encontrado una serpiente pitón. Las manos húmedas, el corazón palpitante, asistí al drama: la serpiente lo devoraba. Esa historia me obsesionó durante mucho tiempo. Por supuesto la sola idea de ser tragado bastaba para helarme la sangre; pero me habría sentido menos conmovida si hubiera detestado a la víctima. La muerte atroz de Bob contradecía todas las reglas; cualquier cosa podía ocurrir.
Pese a su conformismo, los libros ampliaban mi horizonte; además, como buena neófita me encantaba el hechizo que transmiten los signos impresos en forma de relato; sentí el deseo de invertir esa magia. Sentada ante una mesita empecé a escribir frases que serpenteaban en mi cabeza: la hoja en blanco se cubría de manchas violáceas que contaban una historia. A mi alrededor el silencio del vestíbulo se volvía solemne: me parecía que oficiaba. Como no buscaba en la literatura un reflejo de la realidad, tampoco tuve la idea de transcribir mi experiencia o mis sueños; lo que me divertía era formar un objeto con palabras como lo había hecho antaño con los cubos; sólo los libros y no el mundo en su crudeza podían, proporcionarme modelos; copiaba. Mi primera obra llevaba por título Las desdichas de Margarita. Una heroica alsaciana, huérfana, por añadidura, atravesaba el Rhin con un montón de hermanos y hermanas para llegar a Francia. Supe con pena que el río no corría por donde yo necesitaba y mi novela abortó. Entonces plagié La familia Fenouillard que en casa nos gustaba mucho a todos: el señor, la señora Fenouillard y sus dos hijas, eran el negativo de nuestra propia familia. Mamá le leyó una noche a papá La Familia Cornichon con risas aprobadoras; él sonrió. Abuelito me regaló un volumen de tapas amarillas cuyas páginas eran vírgenes; tía Lili copió allí mi manuscrito con una letra clara de colegio de monjas: yo miraba con orgullo ese objeto que era casi verdadero y que me debía su existencia. Compuse otros dos o tres libros que tuvieron menos éxito. A veces me contentaba con inventar los títulos. En el campo jugaba a la librera; llamé Reina de azul a la hoja plateada del álamo, Flor de las nieves a la hoja barnizada de la magnolia, y organicé sabias exposiciones. No sabía muy bien si deseaba, de grande, escribir libros o venderlos, pero a mis ojos el mundo no contenía nada más precioso. Mi madre estaba abonada a una biblioteca circulante, calle Saint-Placide. Infranqueables barreras defendían los corredores tapizados de libros y que se perdían en el infinito como los túneles del subterráneo. Yo envidiaba a las solteronas de cuello emballenado que manipulaban a lo largo de su vida volúmenes vestidos de negro, cuyo título se destacaba sobre un rectángulo naranja o verde. Envueltas en el silencio, enmascaradas por la sombría monotonía de las tapas, todas las palabras estaban ahí esperando que las descifraran. Yo soñaba con encerrarme en esos caminos polvorientos y no salir nunca de ellos.
Una vez por año íbamos al Chátelet. El consejero municipal, Alphonse Deville, de quien mi padre había sido secretario en la época en que ambos ejercían la profesión de abogado, ponía a nuestra disposición el palco reservado para la Ciudad de París. Vi así, La carrera por la felicidad, La vuelta al mundo en ochenta días, y otras piezas fantásticas de gran espectáculo. Yo admiraba el telón rojo, las luces, los decorados, los ballets de las mujeres flores; pero las aventuras que se desarrollaban sobre la escena me interesaban poco. Los actores eran demasiado reales y no bastante. Los trajes más suntuosos brillaban menos que los rubíes de los cuentos. Yo aplaudía, y lanzaba exclamaciones, pero, en el fondo, prefería mi tranquila soledad con el papel impreso.
En cuanto al cine, mis padres lo consideraban una diversión vulgar. Consideraban a Carlitos Chaplin demasiado infantil aun para los niños. Sin embargo, como un amigo de papá nos procuró una invitación para una proyección privada, vimos una mañana en una sala de los bulevares El amigo Fritz; todo el mundo admitió que el film era encantador. Algunas semanas más tarde asistimos, en las mismas condiciones, al Rey de Camarga. El héroe, de novio con una dulce paisana rubia, paseaba a caballo al borde del mar; encontraba a una gitana desnuda, de ojos brillantes, que fustigaba su montura; durante un largo rato permanecía absorto; luego se encerraba con la hermosa morena en una casita en medio de los pantanos. Noté que mamá y abuelita cambiaban miradas aterradas; su inquietud terminó por alertarme y adiviné que esa historia no era para mí; pero no comprendí bien por qué. Mientras la rubia corría desesperadamente por el cangrejal y era devorada por él no comprendí que el más atroz de los pecados se consumaba. El orgulloso impudor de la gitana me había dejado de piedra. Había conocido en La leyenda dorada, en los cuentos del canónigo Schmidt, desnudeces más voluptuosas. No obstante no volvimos más al cine.
No lo lamenté; tenía mis libros, mis juegos y por doquier, a mi alrededor, objetos de contemplación más dignos de interés que esas imágenes chatas: hombres y mujeres de carne y hueso. Dotadas de conciencia, las personas, contrariamente a las cosas mudas, no me inquietaban; eran mis semejantes. A la hora en que las fachadas se vuelven transparentes aceché las ventanas iluminadas. No ocurría nada extraordinario; pero si un niño se sentaba ante una mesa y leía, me conmovía ver mi propia vida convertirse ante mis ojos en un espectáculo. Una mujer ponía la mesa, una pareja conversaba; representadas a distancia bajo la luz de las arañas y de las lámparas, las escenas familiares rivalizaban en brillo con las fantasías del Chátelet. No me sentía excluida de ellas; tenía la impresión de que a través de la diversidad de los decorados y de los actores, una historia única se desarrollaba. Indefinidamente repetida de edificio en edificio, de ciudad en ciudad, mi existencia participaba de la riqueza de sus innumerables reflejos; se abría así sobre el universo entero.
Por la tarde permanecía sentada largo rato en el balcón del comedor a la altura del follaje, que echaba su sombra sobre el Bulevar Raspail y seguía con los ojos a los transeúntes. Conocía demasiado poco las costumbres de los adultos para tratar de adivinar hacia qué citas se apresuraban, qué preocupaciones, qué esperanzas arrastraban. Pero sus rostros, sus siluetas, el ruido de sus voces me cautivaban. A decir verdad hoy me explico bastante mal esa dicha que me daban; pero cuando mis padres decidieron instalarse en un quinto piso, calle de Rennes, recuerdo mi desesperación: "¡Ya no veré a la gente que se pasea por la calle!" Me apartaban del mundo, me condenaban al exilio. En el campo me importaba poco estar relegada en una ermita: la naturaleza me colmaba; en París tenía hambre de presencias humanas; la verdad de una ciudad son sus habitantes: a falta de un lazo más íntimo, al menos necesitaba verlos. Ya empezaba a desear transgredir el círculo en que estaba confinada. Un andar, un gesto, una sonrisa me conmovían; hubiera querido correr tras el desconocido que doblaba la esquina y que no volvería a cruzar nunca más. En el Luxemburgo, una tarde, una muchacha alta, de traje sastre verde, hacía saltar a unos niños a la cuerda; tenía mejillas rosadas, una sonrisa deslumbrante y tierna. Esa noche le declaré a mi hermana: "¡Sé lo que es el amor!" Había entrevisto, en efecto, algo nuevo. Mi padre, mi madre, mi hermana: los que yo quería, eran míos. Presentí por primera vez que uno puede sentirse tocado en el propio corazón por un resplandor venido de otra parte.
Esos breves impulsos no me impedían sentirme sólidamente anclada sobre mi zócalo. Curiosa de los demás, no soñaba con una suerte distinta de la mía. En particular no deploraba ser mujer. Evitando, lo he dicho, perderme en vagos deseos, aceptaba alegremente lo que me era concedido. Por otra parte, no veía ninguna razón positiva para considerarme defraudada.
No tenía hermano: ninguna comparación me reveló que algunas licencias me eran negadas a causa de mi sexo; sólo imputaba a mi edad las privaciones que me infligían; sentí vivamente mi infancia, nunca mi femineidad. Los varones que yo conocía no tenían nada prestigioso. El más despierto era el pequeño Rene, excepcionalmente admitido a cursar sus primeros estudios en el curso Désir; yo obtenía mejores notas que él. Y mi alma no era menos preciosa a los ojos de Dios que la de los chicos varones: entonces ¿por qué envidiarlos?
Si consideraba a los adultos mi experiencia era ambigua. Desde ciertos puntos de vista, papá, abuelito, mis tíos me parecían superiores a sus mujeres. Pero en mi vida cotidiana, Louise, mamá, las señoritas, ocupaban los primeros papeles. Madame de Segur, Zénaide Fleuriot, tomaban como héroes a los niños y subordinaban a ellos las personas mayores: por lo tanto, las madres ocupaban en sus libros un lugar preponderante. Los padres eran ceros a la izquierda. Yo misma veía esencialmente a los adultos en sus relaciones con la infancia: desde ese punto de vista mi sexo me aseguraba la preeminencia. En mis juegos, mis reflexiones, mis proyectos, nunca me transformé en hombre; toda mi imaginación se empleaba en anticipar mi destino de mujer.
Yo acomodaba ese destino a mi manera. No sé por qué, pero el hecho es que los fenómenos orgánicos dejaron de interesarme muy pronto. En el campo yo ayudaba a Madeleíne a dar de comer a sus conejos, a sus gallinas, pero esas tareas me aburrían enseguida y era poco sensible a la dulzura de una piel o de una pluma. Nunca me gustaron los animales. Rojizos, arrugados, los bebés de ojos lechosos me importunaban. Cuando me disfrazaba de enfermera era para recoger heridos en los campos de batalla pero no los cuidaba. Un día, en Meyrignac, administré con una jeringa de goma un simulacro de lavativa a mi prima Jeanne cuya sonriente pasividad incitaba al sadismo: no tengo ningún otro recuerdo que se asemeje a éste. En mis juegos sólo admitía la maternidad a condición de negar los aspectos alimenticios. Despreciando a los demás chicos que se divierten con incoherencia, teníamos mi hermana y yo una manera particular de considerar a nuestras muñecas; sabían hablar y razonar, vivían dentro del mismo tiempo que nosotros, con el mismo ritmo, envejecían veinticuatro horas por día: eran nuestros dobles. En la realidad era más curiosa que metódica, más fervorosa que detallista, pero solía perseguir sueños esquizofrénicos de rigor y de economía; utilizaba a Blondine para saciar esa manía. Madre perfecta de una niñita modelo, dispensándole una educación ideal de la que ella sacaba el mayor provecho, recuperaba mi existencia cotidiana bajo la imagen de la necesidad. Aceptaba la discreta colaboración de mi hermana a la que ayudaba imperiosamente a educar a sus propios hijos. Pero no aceptaba que un hombre me frustrara de mis responsabilidades: nuestros maridos viajaban. En la vida, lo sabía, es totalmente distinto: una madre de familia está siempre flanqueada de un marido; mil tareas fastidiosas la abruman. Cuando evocaba mi porvenir, esas servidumbres me parecieron tan pesadas que renuncié a tener hijos propios; lo que me importaba era formar espíritus y almas: decidí ser profesora.
Sin embargo, la enseñanza, tal como la practicaban las señoritas, no daba al maestro un ascendiente definitivo sobre el alumno; era necesario que me perteneciera exclusivamente: planificaría sus menores detalles, eliminaría cualquier azar; combinando con una ingeniosa exactitud ocupaciones y distracciones explotaría cada instante sin desperdiciar ninguno. Sólo vi un medio de llevar a bien ese designio: me haría institutriz en una familia. Mis padres se escandalizaron. Yo no imaginaba que un preceptor pudiera ser un subalterno. Comprobando los progresos de mi hermana conocí la alegría soberana de haber cambiado el vacío en plenitud; no concebía que el porvenir pudiera proponerme empresa más alta que la de modelar a un ser humano. No cualquiera, por supuesto. Hoy me doy cuenta de que en mi futura creación como en mi muñeca Blondine, me proyectaba yo misma. Tal era el sentido de mi vocación: adulta, retomaría entre mis manos a mi infancia y haría de ella una obra maestra sin falla. Me soñaba como el absoluto: fundamento de mí misma y mi propia apoteosis.
Así en el presente y en el porvenir me jactaba de reinar sola sobre mi propia vida. Sin embargo, la religión, la historia, la mitología me sugerían otro papel. Imaginaba a menudo que era María Magdalena y que secaba con mis largos cabellos los pies de Cristo. La mayoría de las heroínas reales o legendarias -santa Blandine, Juana en la hoguera, Griselda, Genoveva de Brabante- no conseguían en este mundo o en el otro la gloria y la dicha sino a través de dolorosas pruebas infligidas por los hombres. Me gustaba jugar a la víctima. A veces exageraba esos triunfos: el verdugo era sólo un insignificante mediador entre el mártir y sus palmas. Mi hermana y yo hacíamos concursos de resistencia: nos pellizcábamos con la pinza del azúcar, nos lastimábamos con el asta de nuestras banderitas; había que morir sin abjurar; yo hacía trampas vergonzosas, pues expiraba a la primera herida y en cambio hasta que mi hermana no hubiera cedido yo sostenía que sobrevivía. Monja encerrada en una celda desafiaba a mi carcelero cantando himnos. La pasividad a la que me condenaba mi sexo la convertía en desafío. A menudo, sin embargo, empezaba por complacerme largamente: saboreaba las delicias de la desventura, de la humillación. Mi piedad me predisponía al masoquismo; postrada a los pies de un joven dios rubio, o, en la noche del confesionario ante el suave abate Martin, gozaba éxtasis exquisitos; las lágrimas corrían sobre mis mejillas, caía postrada en brazos de los ángeles. Llevaba esas emociones al paroxismo cuando, revistiendo la camisa ensangrentada de santa Blandine, me exponía a las garras de los leones y a las miradas de la muchedumbre. O bien inspirándome en Griselda o en Genoveva de Brabante, entraba en la piel de una esposa perseguida; mi hermana, obligada a encarnar a los Barba-Azul, me arrojaba cruelmente de su palacio, yo me perdía en la selva hasta el día en que estallaba mi inocencia. A veces, modificando ese libreto, me soñaba, culpable de una falta misteriosa, me estremecía de arrepentimiento a los pies de un hombre hermoso, puro y terrible. Vencido por mi remordimiento, mi abyección, mi amor, el justiciero posaba su mano sobre mi cabeza inclinada y yo me sentía desfallecer. Algunos de mis fantasmas no soportaban la luz; yo sólo los evocaba en secreto. Me sentí extraordinariamente conmovida por la suerte de ese rey cautivo que un tirano oriental utilizaba como estribo cuando subía a caballo; solía sustituirme temerosa, semidesnuda, a la esclava cuya espalda era desgarrada por una dura espuela.
Más o menos claramente, en efecto, la desnudez intervenía en esos encantamientos. La túnica desgarrada de santa Blandine revelaba la blancura de su carne; sólo su cabellera cubra a Genoveva de Brabante. Sólo había visto a los adultos herméticamente vestidos; a mí misma, aparte de mis baños -y Louise me friccionaba entonces con un vigor que me impedía cualquier complacencia-, me habían enseñado a no mirar mi cuerpo, a cambiar de ropa sin descubrirme. En mi universo la carne no tenía derecho a la existencia. Sin embargo, yo había conocido la dulzura de los brazos maternos; en el escote de algunas blusas nacía un surco oscuro que me molestaba y me atraía. No fui bastante ingeniosa para reeditar los placeres entrevistos en el curso de gimnasia; pero a veces un contacto suave contra mi piel, una mano que rozaba mi cuello me hacían estremecer. Demasiado ignorante para inventar la caricia, usaba rodeos. A través de la imagen de un hombre-estribo, operaba la metamorfosis del cuerpo en objeto. La realizaba en mí misma cuando caía postrada a los pies de un dueño soberano. Para absolverme posaba sobre mi cabeza su mano de justiciero: implorando mi perdón obtenía la voluptuosidad. Pero, cuando me abandonaba a esas exquisitas decadencias, no olvidaba nunca que se trataba de un juego. En la realidad no me sometía a nadie: era, y seguiría siendo siempre, mi propia dueña.
Hasta tenía tendencia a considerarme, al menos en el nivel de la infancia, como la única. De carácter sociable, frecuentaba con gusto a algunas de mis condiscípulas. Jugábamos al enano amarillo o a la lotería, nos prestábamos libros. Pero en conjunto no sentía la menor estima por ninguno de mis amiguitos, varones o mujeres. Quería que jugaran seriamente respetando las reglas y disputando ásperamente la victoria; mi hermana satisfacía esas exigencias; pero la habitual frivolidad de mis otros compañeros me impacientaba. Supongo que a mi vez debí excederlos a menudo. Hubo una época en que yo llegaba al curso Désir media hora antes de la clase; me mezclaba en el recreo con las medio-pupilas; al verme atravesar el patio una chica hizo con la mano un ademán expresivo: "¡Ya está de nuevo ésta! ¡Qué plomo!" Era fea, tonta y llevaba anteojos: me asombré un poco, pero no me sentí herida. Un día fuimos a las afueras a casa de unos amigos de mis padres cuyos chicos tenían un juego de croquet; en La Grillére era nuestro pasatiempo favorito; mientras tomábamos el té, mientras paseábamos, no dejé de hablar de eso. Ardía de impaciencia. Nuestros amigos se quejaron a mi hermana: "¡Qué pesada es con su croquet!" A la noche cuando me repitió esas palabras las oí con indiferencia. No podía sentirme herida por unos chicos que demostraban su inferioridad no gustándoles el croquet tan apasionadamente como me gustaba a mí, Empecinadas en nuestras preferencias, nuestras manías, nuestros principios y nuestros valores, nos entendíamos mi hermana y yo para reprochar a los otros chicos su tontería. La condescendencia de los adultos hace de la infancia una especie en que todos los individuos se equivalen: nada me irritaba tanto. En La Grillére, como yo comía avellanas, una solterona institutriz de Madeleine declaró doctamente: "Los chicos adoran las avellanas." Me burlé de ella con Poupette. Mis gustos no me eran dictados por mi edad; yo no era "un chico"; era yo.
Mi hermana se beneficiaba en su calidad de vasallo, de la soberanía que yo me atribuía: no me la disputaba. Yo pensaba que si hubiera tenido que compartirla, mi vida habría perdido todo sentido. En mi clase había dos mellizas que se entendían a las mil maravillas. Yo me preguntaba cómo puede una resignarse a vivir desdoblada; me parecía que ya no hubiera sido sino una media persona; y hasta tenía la impresión de que, repitiéndose idénticamente en otra persona, mi experiencia hubiera cesado de pertenecerme. Una melliza hubiera quitado a mi existencia lo que le daba precio: su gloriosa singularidad.
Durante mis ocho primeros años sólo conocí a un chico cuyo juicio contara: tuve la suerte de que no me desdeñara. Mi tía abuela bigotuda tomaba a menudo como héroes en La Poupée modele, a sus nietos Titite y Jacques; Titite tenía tres años más que yo, Jacques me llevaba seis meses. Habían perdido a su padre en un accidente de automóvil; su madre había vuelto a casarse y vivía en Cháteauvillain. Durante el verano de mis ocho años hicimos una estadía bastante larga en casa de mi tía Alice. Las dos casas eran casi contiguas. Yo asistía a las lecciones que una dulce muchacha rubia daba a mis primos; menos adelantada que ellos, me quedé deslumbrada por las brillantes redacciones de Jacques, por su saber, por su seguridad. Con su tez rosada, sus ojos dorados, su peló brillante como la corteza de una castaña, era un chico muy lindo. En el descanso del primer piso había una biblioteca en que él me elegía libros; sentados en los peldaños de la escalera leíamos el uno junto al otro, yo Los Viajes de Gulliver, y él una Astronomía popular. Cuando bajábamos al jardín él inventaba nuestros juegos. Había resuelto construir un avión al que había bautizado de antemano El viejo Carlos en honor de Guynemer; para proporcionarle materiales yo recogía todas las latas de conserva que encontraba en la talle.
El avión no fue ni siquiera esbozado pero el prestigio de Jacques no sufrió mella. En París vivía no en un inmueble corriente sino en una vieja casa del Bulevar Montparnasse donde fabricaban vitrales; abajo estaban las oficinas, arriba el departamento, más arriba los talleres y en las bohardillas las salas de exposición; era su establecimiento y él me hacía los honores con la autoridad de un joven patrón; me explicaba el arte del vitral y lo que lo distingue de un vulgar vidrio pintado; hablaba a los obreros en tono protector; yo escuchaba boquiabierta a ese chico que ya parecía gobernar a un equipo de adultos: me imponía. Trataba de igual a igual a las personas mayores y hasta me escandalizaba un poco cuando se impacientaba con la abuela. Por lo general despreciaba a las chicas y eso me hacía apreciar más su amistad. "Simone es una chica precoz", había declarado. La palabra me gustó mucho. Un día fabricó con sus manos un auténtico vitral cuyas listas azules, rojas, blancas estaban rodeadas de plomo; había escrito una dedicatoria en letras negras: "Para Simone." Nunca había recibido un regalo tan halagador. Decidimos que estábamos "casados por amor" y yo llamaba a Jacques "mi novio". Hicimos nuestro viaje de bodas en la calesita del Luxemburgo. Yo tomé en serio nuestro compromiso. Sin embargo, en su ausencia nunca pensaba en él. Cada vez que lo veía estaba contenta pero nunca lo echaba de menos.
Por lo tanto, alrededor de la edad de razón me veo como una niñita formal, dichosa y pasablemente arrogante. Dos o tres recuerdos desmienten ese retrato y me hacen suponer que hubiera bastado muy poca cosa para hacer tambalear mi seguridad. A los ocho años ya no era gallarda como en mi primera infancia sino enclenque y timorata. Durante las clases de gimnasia de que he hablado, estaba vestida con una fea malla estrecha y una de mis tías le había dicho a mamá: "Parece un monito." Al final del tratamiento el profesor me reunió con los alumnos de un curso colectivo: una banda de chicos y chicas acompañados por una gobernanta. Las chicas llevaban trajes de jersey celeste, de faldas cortas y graciosamente plegadas; sus trenzas lustrosas, sus voces, sus modales, todo en ellas era impecable. Sin embargo, corrían, saltaban, brincaban, reían con una libertad y una osadía que yo creía patrimonio de los villanos. De pronto me sentí torpe, cobarde, fea: un monito; sin duda alguna, así me veían esos hermosos chicos; me despreciaban; peor, me ignoraban. Yo contemplaba desamparada su triunfo y mi vacío.
Algunos meses más tarde, una amiga de mis padres, cuyos chicos me divertían a medias, me llevó a Villers-sur-Mer. Me separé por vez primera de mi hermana y me sentí mutilada. El mar me pareció chato; los baños me resultaron un suplicio: el agua me cortaba la respiración, tenía miedo. Una mañana en mi cama, sollocé. La señora Rollin me tomó con torpeza sobre sus rodillas y me preguntó la razón de mis lágrimas: me parecía que las dos representábamos una comedia, y no supe qué contestar: no, nadie me había defraudado, todo el mundo era bueno. La verdad era que separada de mi familia, privada de los afectos que me aseguraban mis méritos, de las consignas y de los puntos de referencia que definían mi lugar en el mundo, ya no sabía cómo situarme, ni lo que había venido a hacer sobre la tierra. Tenía necesidad de encontrarme dentro de los marcos cuyo rigor justificaba mi existencia. Me daba cuenta, pues temía los cambios. No tuve que sufrir ni lutos ni destierros y es una de las razones que me permitieron perseverar bastante tiempo en mis pueriles pretensiones.
Mi serenidad conoció, sin embargo, un eclipse durante el último año de la guerra.
Hizo mucho frío aquel invierno y faltó el carbón; en el departamento mal calentado, yo pegaba en vano contra el radiador mis dedos hinchados de sabañones. La era de las restricciones había comenzado. El pan era gris o demasiado blanco. En vez de chocolate tomábamos por la mañana sopas insulsas. Mi madre hacía tortillas sin huevos y postres con margarina, en los cuales la sacarina reemplazaba el azúcar; nos servía carne de frigorífico, bifes de caballo y tristes legumbres. Para economizar el vino tía Lili fabricaba una bebida fermentada, abominable, "la figuette". Las comidas habían perdido su antigua alegría. A menudo, de noche las sirenas aullaban; afuera, los faroles y las ventanas se apagaban; se oían pasos apresurados y la voz irritada del jefe de la zona, el señor Dardelle, que gritaba: "Luz." Dos o tres veces mi madre nos hizo bajar al sótano; pero como mi padre se quedaba obstinadamente en su cama, al final decidió no moverse. Algunos inquilinos de los pisos superiores venían a cobijarse en nuestro vestíbulo; allí instalaban sillones donde dormitaban. A veces, algunos amigos, retenidos por la sirena, prolongaban hasta horas insólitas un partido de bridge. A mí me gustaba ese desorden y detrás de las ventanas cerradas el silencio de la ciudad, luego su brusco despertar cuando el peligro había pasado. Lo malo es que mis abuelos que vivían en un quinto piso cerca del León de Belfort tomaban los alertas en serio; se precipitaban al sótano y a la mañana siguiente debíamos ir a cerciorarnos si estaban sanos y salvos. Después de las primeras bombas tiradas por "la gruesa Bertha", abuelo, convencido de la inminente llegada de los alemanes, mandó a su mujer y a su hija a la Charité-sur-Loire: él, llegado el día, huiría a pie hasta Longjumeau. Abuelita, agotada por el vigoroso enloquecimiento de su marido, cayó enferma. Para atenderla hubo que traerla de nuevo a París; pero como estaba imposibilitada de salir de su quinto piso, en caso de bombardeo, la instalaron en casa. Cuando llegó, acompañada por una enfermera, sus mejillas rojas, su mirada vacía me asustaron: no podía hablar y no me reconoció. Ocupó mi cuarto y acampamos, Louise, mi hermana y yo, en la sala. Tía Lili y abuelito almorzaban y comían en casa. Con su voz voluminosa éste profetizaba desastres o bien anunciaba de pronto que la fortuna acababa de caerle del cielo. En efecto, su catastrofismo iba unido a un optimismo extravagante. Banquero en Verdun, sus especulaciones habían desembocado en una quiebra en la que habían naufragado sus capitales y el de un gran número de gente. No por eso tenía menos confianza en su estrella y en su olfato. Por el momento dirigía una fábrica de calzado que gracias a los encargos del ejército marchaba bastante bien; esa modesta empresa no aplacaba su apetito: manejar negocios, ideas, dinero. Desgraciadamente para él ya no podía disponer de ningún fondo sin el consentimiento de su mujer y de sus hijos: trataba de obtener el apoyo de papá. Un día le trajo un pequeño lingote de oro, que un alquimista había sacado bajo sus ojos de un pedazo de plomo; ese secreto debía hacernos millonarios a todos con sólo darle un adelanto al inventor. Papá sonreía, abuelito se congestionaba, mi madre y tía Lili tomaban partido, todo el mundo gritaba. Ese género de escena se repetía a menudo. Extenuadas, Louise y mamá se excitaban enseguida; se decían cosas desagradables; hasta ocurría que mamá riñera con papá; nos reprendía a mi hermana y a mí y nos abofeteaba al azar de sus nervios. Yo ya no tenía cinco años. Había pasado el tiempo en que una disputa entre mis padres era como si se viniera el mundo abajo; ya no confundía tampoco la impaciencia y la injusticia. No obstante, cuando de noche a través de la puerta con vidrios que separaba el comedor de la sala, oía el odio borrascoso de la ira, me escondía entre mis sábanas con el corazón hecho trizas. Pensaba en el pasado como en un paraíso perdido. ¿Renacería? El mundo no me parecía un lugar seguro.
Lo que lo ensombrecía sobre todo era que mi imaginación maduraba. A través de los comunicados y las conversaciones que oía, la verdad de la guerra se evidenciaba: el frío, el barro, el miedo, la sangre que corre, el dolor, las agonías. Habíamos perdido en el frente amigos, primos. A pesar de las promesas del cielo, yo me estremecía de horror al pensar en la muerte que sobre la tierra separa para siempre a la gente que se quiere. A veces decían delante de mi hermana y de mí: "¡Tienen suerte de ser chicas! No se dan cuenta..." Yo protestaba en mis adentros: "¡Decididamente, los adultos no saben nada de nosotros!" Solía sentirme sumergida por algo tan amargo, tan definitivo, que estaba segura de que nadie podía conocer un desamparo mayor. ¿Por qué tantos sufrimientos?, me preguntaba. En La Grillére unos prisioneros alemanes y un joven belga eximido por obesidad, comían en la cocina junto a los trabajadores franceses: todos se entendían muy bien. Después de todo, los alemanes eran hombres; ellos también sangraban y morían. ¿Por qué? Me puse a rezar desesperadamente para que esa desgracia terminara. La paz me importaba más que la victoria. Al subir una escalera iba conversando con mamá; me decía que quizá la guerra terminaría pronto: "¡Si! -dije con fervor-, ¡que termine!, no importa cómo ¡pero que termine!" Mamá se paró de golpe y me miró con aire asustado: "¡No digas semejante cosa! ¡Francia debe vencer!" Me dio vergüenza no sólo haber dejado escapar una enormidad, sino hasta haberla concebido. Sin embargo, me costaba admitir que una idea pudiera ser culpable. Debajo de nuestro departamento frente al apacible Dome, donde el señor Dardelle jugaba al dominó, acababa de abrirse un café bullicioso, la Rotonde. Se veía entrar mujeres pintarrajeadas, de pelo corto, y hombres extrañamente vestidos. "Es una cueva de negros y de derrotistas", decía papá. Yo le pregunté qué era un derrotista. "Un mal francés que cree en la derrota de Francia", me contestó. No comprendí. Los pensamientos van y vienen a su antojo en nuestra cabeza, uno no cree a propósito lo que cree. En todo caso el acento ultrajado de mi padre, el rostro escandalizado de mi madre, me confirmaron que no hay que apresurarse a formular en voz alta todas las palabras inquietas que uno susurra en lo bajo.
Mi pacifismo vacilante no me impedía enorgullecerme del patriotismo de mis padres. Intimidadas por las bombas y por "la gran Bertha", la mayoría de las alumnas del instituto desertaron de París antes del final del año escolar. Me quedé sola en mi clase con una gran infeliz de doce años; nos sentábamos ante la gran mesa desierta frente a la señorita Gontran; ella se ocupaba sobre todo de mí. Esas clases solemnes, como cursos públicos, íntimas como lecciones privadas, me causaban un gran placer. Un día en que llegué con mamá y mi hermana a la calle Jacob encontramos el inmueble vacío; todo el mundo había bajado al sótano. La aventura nos hizo reír mucho. Decididamente con nuestro coraje y nuestra animación, demostrábamos que éramos gente aparte.
Abuelita se recobró, volvió a su casa. Durante las vacaciones y a principios del año escolar oí hablar mucho de dos traidores que habían tratado de vender Francia a Alemania: Malvy y Caillaux. No los fusilaron como hubieran debido pero sus maniobras fueron desbaratadas. El 11 de noviembre estaba estudiando en el piano bajo la vigilancia de mamá cuando sonaron las campanas del armisticio. Papá volvió a ponerse sus trajes de civil. El hermano de mamá murió apenas desmovilizado, de gripe española. Pero yo lo conocía poco y cuando mamá hubo secado sus lágrimas, la dicha, para mí al menos, resucitó.
En casa no se dejaba perder nada: ni un pedazo de pan, ni un piolín, ni una entrada regalada, ni ninguna ocasión de comer gratis. Mi hermana y yo usábamos nuestros vestidos hasta que no daban más y aun más allá. Mi madre no desperdiciaba nunca un segundo: mientras leía, tejía; cuando conversaba con mi padre o con amigos cosía, zurcía o bordaba; en los subterráneos y en los tranvías confeccionaba kilómetros de trencilla con la que adornaba nuestras enaguas. Por la noche hacía sus cuentas; hacía años que cada uno de los céntimos que habían pasado por sus manos había sido anotado en un gran libro negro. Yo pensaba que -no solamente en mi familia sino en todas partes- el tiempo, el dinero estaban tan estrechamente medidos, que había que administrarlos con la más rigurosa exactitud; esa idea me convenía puesto que yo deseaba un mundo sin caprichos. Jugábamos a menudo Poupette y yo a los exploradores perdidos en un desierto, a los náufragos arrojados en una isla; o bien en una ciudad sitiada resistíamos al hambre: desplegábamos tesoros de ingenio para sacar un máximo de provecho de los más ínfimos recursos; era uno de nuestros temas favoritos. Utilizarlo todo: yo pretendí aplicar en serio esa consigna. En las libretas donde anotaba de una semana a otra el programa de mis cursos, me puse a escribir en letra minúscula, sin dejar un espacio en blanco: las señoritas, asombradas, le preguntaron a mi madre si yo era avara. Renuncié bastante pronto a esa manía: hacer gratuitamente economías es contradictorio, no es divertido. Pero seguía convencida de que había que emplear por completo todas las cosas y uno mismo. En La Grillére había a menudo -antes o después de las comidas o a la salida de la misa- momentos vacíos; yo me agitaba: "¿Esta chica no puede quedarse sin hacer nada?", preguntó con impaciencia mi tío Maurice; mis padres rieron conmigo: condenaban la ociosidad. Yo no sólo la consideraba condenable sino que me aburría. Mi deber se confundía con mis placeres. Por eso mi existencia fue tan dichosa en aquella época: me bastaba seguir mi inclinación y todo el mundo estaba encantado conmigo.
El instituto Adeline Désir contaba pupilas, medio-pupilas, externas vigiladas, y otras que, como yo, se limitaban a seguir los cursos; dos veces por semana tenían lugar las clases de cultura general que duraban dos horas cada una; además yo aprendía inglés, piano, catecismo. Mis emociones de neófita no se habían aplacado: en el momento en que la señorita entraba, el tiempo se volvía sagrado. Nuestras profesoras no nos contaban nada palpitante; les recitábamos nuestras lecciones, corregían nuestros deberes; pero yo sólo les pedía que sancionaran públicamente mi existencia. Mis méritos estaban escritos sobre un registro que eternizaba la memoria. Cada vez necesitaba, si no sobrepasarme, al menos igualarme a mí misma: la partida se jugaba siempre de nuevo; perder me habría consternado, la victoria me exaltaba. Mi año estaba equilibrado por esos momentos deslumbrantes: cada día conducía a algún lado. Compadecía a las personas mayores, cuyas semanas iguales estaban apenas coloreadas por los domingos insulsos. Vivir sin esperar nada me parecía atroz.
Yo esperaba, era esperada. Respondía sin tregua a una exigencia que me evitaba preguntarme: ¿por qué estoy aquí? Sentada ante el escritorio de papá, traduciendo un texto inglés o copiando una composición, ocupaba mi lugar sobre la tierra y hacía lo que debía hacer. El arsenal de ceniceros, tinteros, cortapapeles, lápices, lapiceras, desparramados alrededor del papel secante rosa, participaba de esa necesidad: ella penetraba el mundo entero. Desde mi sillón estudioso yo oía la armonía de las esferas.
Sin embargo, no cumplía con la misma animación todas mis tareas. Mi conformismo no había matado en mí deseos y rechazos. Cuando en La Grillére tía Héléne servía un plato de zapallo, yo me levantaba de la mesa llorando, con tal de no comerlo: ni amenazas ni golpes me hubieran decidido a comer queso. Tenía terquedades más serias. No toleraba el aburrimiento: enseguida se convertía en angustia; por eso, ya lo he dicho, aborrecía la ociosidad; pero los trabajos que paralizaban mi cuerpo sin absorber mi espíritu, dejaban en mí el mismo vacío. Abuelita consiguió interesarme en la tapicería y en el bordado sobre tul: había que plegar la lana o el algodón al rigor de un modelo o de un cañamazo y esa consigna me acaparaba bastante; confeccioné una docena de cubreteteras y tapicé con una tapicería horrible una de las sillas de mi cuarto. Pero saboteaba los dobladillos, los remiendos, los zurcidos, los festones, el punto de cruz, el plumetí, el macramé. Para despertar mi amor propio la señorita Fayet me contó una anécdota; hablaban delante de un joven casadero de los méritos de una joven música, sabia, dotada de mil talentos. ¿Sabe coser?, preguntó. Pese a todo mi respeto, me pareció estúpido que pretendieran someterme a los caprichos de un joven desconocido. No me corregí. En todos los terrenos estaba ávida de instruirme, pero encontraba fastidioso obedecer. Cuando abría mis libros de inglés me parecía salir de viaje, los estudiaba con un fervor apasionado; pero nunca me aplicaba para adquirir un acento correcto. Descifrar una sonatina me divertía; aprenderla me repelía; hacía tan de prisa mis escalas y mis ejercicios, que en los concursos de piano siempre estaba entre las últimas. En solfeo sólo me interesaba la teoría; era desafinada para cantar y fracasaba lamentablemente en mis dictados musicales. Mi letra era tan deforme que trataron en vano de mejorarla con clases particulares. Si había que explicar el trazado de un río, los contornos de un país, mi torpeza descorazonaba la crítica. Ese rasgo debía perpetuarse. Nunca pude hacer medianamente bien ningún trabajo práctico.
Comprobaba con despecho mis deficiencias: me hubiera gustado destacarme en todo. Pero partían de razones demasiado profundas para que un efímero impulso de voluntad bastara para remediarlas. En cuanto supe reflexionar, descubrí en mí un poder infinito y límites irrisorios. Cuando yo dormía, el mundo desaparecía; necesitaba de mí para ser visto, conocido, comprendido; me sentía cargada de una misión que cumplía con orgullo; pero no suponía que mi cuerpo imperfecto tuviera que participar en ella. Sin duda, para hacer existir en su verdad un trozo musical, había que expresar sus matices y no asesinarlo; de todas maneras conseguiría bajo mis dedos su más alto grado de perfección; entonces ¿por qué encarnizarme? Desarrollar capacidades fatalmente limitadas y relativas, me parecía un esfuerzo demasiado modesto para mí que no tenía más que mirar, leer, razonar, para tocar el absoluto. Al traducir un texto inglés descubría total, único, el sentido universal, mientras la th en mi boca sólo era una modulación entre millones de otras; despreciaba ocuparme de ella. La urgencia de mi tarea me vedaba detenerme en esas futilezas: ¡tantas cosas me exigían! Había que despertar el pasado, iluminar los cinco continentes, bajar al centro de la tierra y girar alrededor de la luna. Cuando me obligaban a hacer ejercicios ociosos mi espíritu sentía hambre y me decía que estaba perdiendo un tiempo precioso. Me sentía frustrada y culpable: me daba prisa por terminar. Cualquier consigna se quebraba contra mi impaciencia.
También creo que consideraba desdeñable el trabajo del ejecutante porque me parecía que no producía más que apariencias. En el fondo pensaba que la verdad de una sonata estaba sobre el papel, inmutable, eterna como la de Macbeth en el libro impreso. Admiraba que se hiciera surgir en el mundo algo real y nuevo. No podía tratar de hacerlo sino en un solo terreno: la literatura. Dibujar, para mí, era copiar, y lo hacía tan mal que me aplicaba poco; reaccionaba al conjunto de un objeto sin prestar atención al detalle de mi percepción; no conseguía ni reproducir la flor más sencilla. En cambio, sabía emplear el idioma, y puesto que él expresaba la sustancia de las cosas, las iluminaba. Tenía una tendencia espontánea a contar todo lo que me pasaba: hablaba mucho, escribía con placer. Si relataba en una composición un episodio de mi vida, escapaba al olvido, interesaba a otras personas, estaba definitivamente salvado. También me gustaba inventar historias; en la medida en que se inspiraban en mi experiencia la justificaban; en un sentido no servían de nada pero eran únicas, irreemplazables, existían y me sentía orgullosa de haberlas sacado de la nada. Concedía siempre mucha atención a mis "composiciones francesas", a tal punto que hasta copié algunas de ellas en el "libro de oro".
En julio, la perspectiva de las vacaciones me permitía despedirme sin pena del curso Désir. Sin embargo, de vuelta a París, esperaba febrilmente la iniciación de las clases. Me sentaba en el sillón de cuero junto a la biblioteca de madera oscura, hacía crujir entre mis manos los libros nuevos, respiraba su olor, miraba las imágenes, los mapas, recorría una página de historia: hubiera querido, con una sola mirada, animar todos los personajes, todos los paisajes ocultos en la sombra de las hojas negras y blancas. El poder que tenía sobre ellos me embriagaba tanto como su sorda presencia.
Además de los estudios, la lectura continuaba siendo lo más importante de mi vida. Mamá sacaba ahora los libros de la biblioteca Cardinale, plaza Saint-Sulpice. Una mesa cubierta de revistas ocupaba el medio de la gran sala rodeada por corredores tapizados de libros: los clientes tenían derecho a recorrerlos. Sentí una de las alegrías más grandes de mi infancia el día en que mi madre me anunció que me regalaba un abono personal. Me planté ante el panel reservado a las "Obras para la juventud", donde se alineaban centenares de volúmenes: "¡Todo esto es mío!", me dije deslumbrada. La realidad sobrepasaba mis sueños más ambiciosos: ante mí se abría el paraíso hasta entonces desconocido de la abundancia. Me llevé un catálogo a casa; ayudada por mis padres, elegí entre los libros marcados con una jota, e hice una lista; cada semana vacilaba deliciosamente entre múltiples codicias. Además, mi madre solía llevarme a una pequeña librería cerca del curso, a comprar novelas inglesas: duraban mucho porque yo las descifraba lentamente. Me causaba un gran placer levantar, con la ayuda del diccionario, el velo opaco de las palabras: descripciones y relatos conservaban un poco de su misterio; eso me hacía encontrarles más encanto y profundidad que si los hubiera leído en francés.
Aquel año mi padre me regaló El abate Constantin en una hermosa edición ilustrada por Madeleine Lemaire. Un domingo me llevó a ver a la Comedie Francaise la pieza de la novela. Por primera vez era admitida en un teatro verdadero frecuentado por personas mayores; me senté con emoción en mi sillón rojo y escuché religiosamente a los actores; me decepcionaron un poco; el pelo teñido, el acento afectado de Cecile Sorel no convenían a la imagen que yo me había hecho de Madame Scott. Dos o tres años más tarde, llorando en Cyrano, sollozando en L'Aiglon, estremeciéndome en Britannicus, cedí cuerpo y alma a los sortilegios de la escena. Pero aquella tarde, lo que me encantó fue menos la representación que el hecho de estar a solas con mi padre; asistir sola con él a un espectáculo que él había elegido para mí, creaba entre nosotros tal complicidad, que durante algunas horas tuve la impresión embriagadora de que me pertenecía a mí sola.
Más o menos en aquella época mis sentimientos por mi padre se exaltaron. Estaba a menudo preocupado. Decía que Foch se había dejado manejar, que hubiera habido que ir hasta Berlín, hablaba mucho de los bolcheviques cuyo nombre se parecía peligrosamente al de los Boches que lo habían arruinado. Auguraba tan mal del porvenir, que no se atrevió a reabrir su estudio de abogado. Aceptó en la fábrica de su suegro un cargo de codirector. Ya había conocido decepciones: a causa de la quiebra de abuelito la dote de mamá nunca había sido pagada. Ahora con su carrera quebrada, con los rusos que constituían la mayor parte de su clientela, completamente desmoronados, se alineaba suspirando en la categoría de "los nuevos pobres". Conservaba, sin embargo, su buen carácter y le inquietaba más la suerte del mundo que apiadarse de sí mismo; me conmovía que un hombre superior como mi padre se acomodara con tal simplicidad a la mezquindad de su condición. Un día lo vi representar en beneficio de una obra de caridad La paz en su casa de Courteline. Representaba el papel de un escritor de folletines, abrumado por los problemas de dinero y excedido por los caprichos costosos de una mujer-niña; ésta no se parecía en nada a mamá; no obstante identifiqué a mi padre con el personaje que encarnaba; le prestaba una ironía desesperanzada que me emocionó casi hasta las lágrimas; había melancolía en su resignación, la silenciosa herida que yo adivinaba en él lo dotó de un nuevo prestigio. Lo quería con romanticismo.
En los lindos días de verano, solía llevarme después de comer a dar una vuelta por el Luxemburgo; tomábamos helados en una terraza de la plaza Médicis y atravesábamos de nuevo el jardín mientras un clarín anunciaba el cierre. Yo envidiaba a los habitantes del Senado, sus sueños nocturnos en los senderos desiertos. La rutina de mis días era tan rigurosa como el ritmo de Las temporadas: el menor cambio me, arrojaba en lo extraordinario. Caminar en la dulzura del crepúsculo a la hora en que generalmente mamá corría el cerrojo de la puerta de entrada era tan sorprendente, tan poético, como en el corazón del invierno un rosal en flor.
Hubo un anochecer totalmente insólito en que tomamos chocolate en la terraza de Prévost frente al edificio del Matir. Un noticiero luminoso anunciaba las peripecias del match que tenía lugar en Nueva York entre Carpentier y Dempsey. La esquina estaba negra de gente. Cuando Carpentier quedó k.o. hubo hombres y mujeres que se echaron a llorar; volví a casa muy orgullosa de haber asistido a ese gran acontecimiento. Pero no por eso me gustaban menos nuestras noches cotidianas en el despacho bien abrigado; mi padre nos leía El viaje del señor Perrichon, o bien cada cual leía por su cuenta. Yo miraba a mis padres, a mi hermana y sentía algo cálido en el corazón. "¡Nosotros cuatro!", me decía con felicidad. Y pensaba: "¡Qué dichosos somos!"
Una sola cosa, por momentos, me entristecía: un día, lo sabía muy bien, ese período de mi vida terminaría. Eso no parecía posible. Cuando uno ha querido a sus padres durante veinte años, ¿cómo puede, sin morir de dolor, dejarlos para seguir a un desconocido? ¿Y cómo es posible cuando uno ha vivido sin él durante veinte ponerse a querer del día a la mañana a un hombre que no tiene nada que ver con uno? Interrogué a papá: "Un marido es otra cosa", contestó; tuvo una sonrisita que no me aclaró nada. Siempre consideré con disgusto el casamiento. No veía en él una servidumbre pues mamá no tenía nada de oprimida; era la promiscuidad lo que me chocaba. "¡De noche en la cama, uno ni siquiera puede llorar tranquilamente si tiene ganas!", me decía aterrada. No sé si mi dicha solía estar cortada por ataques de tristeza, pero a menudo, de noche, lloraba por placer; obligarme a refrenar mis lágrimas hubiera sido negarme ese mínimo de libertad de la que tenía una necesidad imperiosa. Durante todo el día sentía miradas posadas sobre mí; quería a los que me rodeaban, pero cuando me acostaba de noche sentía un gran alivio ante la idea de vivir, por fin, algunos instantes sin testigos; entonces podía interrogarme, recordar, emocionarme, prestar oído a esos rumores tímidos que la presencia de los adultos sofoca. Me hubiera resultado odioso que me privaran de ese descanso. Tenía que escapar, al menos por unos instantes, de toda solicitud, y hablar en paz conmigo misma sin que nadie me interrumpiera.
Era muy piadosa; me confesaba dos veces por mes con el abate Martin, comulgaba tres veces por semana, leía todas las mañanas un capítulo de la Imitación; entre una y otra clase, me deslizaba en la capilla del instituto y rezaba largamente, la cabeza entre mis manos; a menudo durante el día elevaba mi alma a Dios. Ya ni me interesaba en el niño Jesús pero adoraba perdidamente a Cristo. Había leído, al margen del Evangelio, novelas turbadoras de las cuales era el héroe, y contemplaba con ojos de enamorada su hermoso rostro tierno y triste; seguía a través de las colinas cubiertas de olivares el brillo de su túnica blanca, mojaba con mis lágrimas sus pies desnudos, y él me sonreía como le había sonreído a María Magdalena. Cuando había besado largamente sus rodillas y llorado sobre su cuerpo ensangrentado, lo dejaba remontar al cielo. Él se fundía con el ser más misterioso al que yo debía la vida, y de cuyo esplendor, un día, yo podría gozar para la eternidad.
¡Cómo me reconfortaba saberlo allí! Me habían dicho que amaba a cada una de sus criaturas como si hubiera sido única; ni siquiera un instante su mirada me abandonaba y todos los demás quedaban excluidos de nuestro coloquio; yo los borraba, no había en el mundo más que Él y yo y me sentía necesaria a su gloria: mi existencia tenía un precio infinito. Él no dejaba escapar nada: más definitivamente que en los registros de las señoritas, mis actos, mis pensamientos, mis méritos se inscribían en él para la eternidad; mis debilidades también, evidentemente, pero tan bien lavadas por mi arrepentimiento y por su bondad, que brillaban tanto como mis virtudes. No se cansaba de admirarme en ese puro espejo sin comienzo y sin fin. Mi imagen, deslumbrante por la alegría que él suscitaba en el corazón de Dios, me consolaba de todas mis decepciones terrenales; me salvaba de la indiferencia, de la injusticia y de los malentendidos humanos. Pues Dios siempre tomaba mi partido; si había cometido algún error, en el instante en que le pedía perdón él soplaba sobre mi alma y ella recobraba todo su lustre; pero, por lo general, bajo su luz, las faltas que me imputaban se desvanecían; juzgándome, me justificaba. Era el lugar supremo donde yo siempre tenía razón. Lo quería con toda la pasión que ponía en vivir.
Cada año hacía un retiro; todo el día escuchaba las instrucciones de un predicador, asistía a los oficios, desgranaba rosarios, meditaba; almorzaba en el curso y, mientras comíamos, una celadora nos leía la vida de una santa. De noche, en casa, mi madre respetaba mi silencioso recogimiento. Yo anotaba en una libreta las efusiones de mi alma y mis resoluciones de santidad. Deseaba ardientemente acercarme a Dios pero no sabía cómo hacerlo. Mi conducta dejaba tan poco que desear que no podía mejorarla; además me preguntaba en qué medida ésta concernía a Dios. La mayoría de las faltas por las cuales mi madre nos reprendía a mi hermana o a mí eran torpezas o atolondramientos. Poupette fue severamente retada y castigada por haber perdido una corbata de piel. Un día en que pescando con mi tío Gastón en el "arroyo inglés" caí al agua, lo que me aterró, lo que más temí fueron las reprimendas aunque me fueron ahorradas. Esos errores no tenían nada que ver con el pecado y al evitarlos no me perfeccionaba. Lo que había de molesto era que Dios prohibía muchas cosas, pero no reclamaba nada positivo, sino algunas oraciones, algunas prácticas que no modificaban el curso de los días. Hasta me parecía raro cuando la gente volvía de comulgar, verla hundirse tan pronto en los quehaceres cotidianos; yo hacía lo mismo, pero sentía un malestar. En el fondo, los que creían, los que no creían, llevaban exactamente la misma existencia; me convencí cada vez más de que en el mundo profano no había lugar para la vida sobrenatural. Y sin embargo, era ella la que contaba: sólo ella. Una mañana tuve bruscamente la evidencia de que un cristiano convencido de la beatidad futura no hubiera tenido que conceder el menor precio a las cosas efímeras. ¿Cómo la mayoría de ellos aceptaba permanecer en el siglo? Más reflexionaba, más me asombraba. Resolví que en todo caso yo no los imitaría: entre el infinito y lo finito mi elección estaba hecha. "Entraré al convento", decidí.
Las actividades de las hermanas de caridad también me parecían demasiado fútiles; no había otra ocupación razonable que la de contemplar, a lo largo del tiempo, la gloria de Dios. Me haría carmelita. No confié mis proyectos: no los hubieran tomado en serio. Me contenté con declarar con aire entendido: "Yo, no me casaré nunca." Mi padre sonreía: "Ya veremos cuando tenga quince años." Interiormente yo le devolvía su sonrisa. Sabía que una lógica implacable me llevaba al claustro: ¿cómo preferir nada a todo?
Mi felicidad alcanzaba su apogeo durante los dos meses y medio que pasaba todos los años en el campo. Mi madre tenía mejor carácter que en París; mi padre se consagraba más a mí; yo disponía de mucho tiempo para leer y jugar con mi hermana. No echaba de menos el curso Désir: esa necesidad que el estudio confería a mi vida rebotaba sobre mis vacaciones. Mi tiempo ya no estaba reglamentado por exigencias precisas; pero su ausencia quedaba ampliamente compensada por la inmensidad de los horizontes que se abrían ante mi curiosidad. Yo los exploraba sin ayuda: la mediación de los adultos no se interponía entre el mundo y yo. La soledad, la libertad, que en el curso del año me eran dispensadas parsimoniosamente, en ese momento me embriagaban. Todas mis aspiraciones se conciliaban: mi fidelidad al pasado y mi gusto por la novedad, mi amor hacia mis padres y mis deseos de independencia.
Generalmente empezábamos por pasar algunas semanas en La Grillére. El castillo me parecía inmenso y antiguo; contaba apenas cincuenta años, pero ninguno de los objetos que entraron durante ese medio siglo, mueble o adorno, volvió a salir jamás. Ninguna mano se aventuraba a barrer las cenizas del tiempo: se respiraba el olor de las viejas vidas apagadas. Colgados de las paredes del vestíbulo de piso de mármol, una colección de cuernos de caza, de cobre, brillante, evocaba -falazmente, lo sé- los fastos de las antiguas cacerías. En "la sala de billar" que era nuestro lugar de estar, los zorros, los halcones, los milanos embalsamados perpetuaban esa tradición mortífera. No había billar en la habitación, sino una chimenea monumental, una biblioteca cuidadosamente cerrada con llave, una mesa cubierta de ejemplares del Chasseur Francais; fotografías amarillentas, penachos de plumas de pavo real, piedras, yesos, barómetros, relojes silenciosos, lámparas siempre apagadas, abrumaban las mesas. Salvo el comedor, las otras habitaciones se utilizaban raramente: una sala amortajada en naftalina, una salita, una sala de estudios, una especie de escritorio con los postigos siempre cerrados que servía de desván. En un cuartito con violento olor de cuero descansaban generaciones de botas y de botines. Dos escaleras accedían a los pisos superiores sobre cuyos corredores daban unos doce cuartos generalmente inhabitados, y llenos de cachivaches polvorientos. Yo compartía uno de ellos con mi hermana. Dormíamos en camas de columnas. Unas imágenes recortadas de l'Illustration y puestas bajo vidrio decoraban las paredes.
El lugar más lleno de vida de la casa era la cocina que ocupaba la mitad del sótano. Yo tomaba allí mi desayuno: café con leche, pan negro. Por la banderola se veían pasar gallinas, perros, a veces pies humanos. Me gustaba la madera masiva de la mesa, de los bancos, de los arcones. La cocina de hierro lanzaba llamas. Los cobres rutilaban: cacerolas de todos tamaños, ollas, espumaderas, bols; me divertía la alegría de las fuentes esmaltadas en colores infantiles, de la variedad de las tazas, de los vasos, de los platos, de las ensaladeras, de los tarros, de las jarras, de los botellones. De hierro, de barro, de porcelana, de aluminio, de estaño, cuántas ollas, sartenes, cazuelas, cazoletas, soperas, fuentes, coladores, tamices, cuchillas, molinetes, moldes, morteros. Del otro lado del corredor donde arrullaban las tórtolas estaba la lechería. Jarros y jarras barnizadas, tachos de madera lisa, panes de manteca, quesos blancos de carne lisa bajo las blancas muselinas: esa desnudez higiénica y ese olor a crío me harían huir. Pero me sentía a gusto en el cuarto donde las manzanas y las peras maduraban sobre repisas, y en las bodegas entre los toneles, las botellas, los jamones, los salchichones, los rosarios de cebollas y de hongos puestos a secar. En esos subterráneos se concentraba todo el lujo de La Grillére. El parque era tan rústico como el interior de la casa: ni un macizo de flores, ni una silla de jardín, ni un rincón donde fuera cómodo o agradable instalarse. Junto a la casa había un estanque donde a menudo las sirvientas lavaban la ropa golpeándola vigorosamente; un césped bajaba en barranca empinada hasta un edificio más antiguo que el castillo: la "casa de abajo", llena de arneses y de telas de araña. Tres o cuatro caballos relinchaban en las caballerizas cercanas.
Mi tío, mi tía, mis primos llevaban una existencia de acuerdo con ese marco. Tía Héléne a las seis de la mañana inspeccionaba sus armarios. Servida por una numerosa domesticidad, no acomodaba, cocinaba rara vez, no cosía ni leía nunca, y sin embargo se quejaba de no tener un minuto disponible: corría sin descanso del sótano al altillo. Mi tío bajaba alrededor de las nueve; lustraba sus polainas en la zapatería e iba a ensillar su caballo. Madeleine cuidaba sus animales. Robert dormía. Se almorzaba tarde. Antes de sentarse a la mesa tío Maurice aderezaba meticulosamente la ensalada y la revolvía con espátulas de madera. Al comienzo de la comida se discutía acaloradamente la calidad de los melones; al final comparaban el sabor de las diversas clases de peras. Entre tanto se comía mucho y se hablaba poco. Mi tía volvía a sus armarios y mi tío a sus establos haciendo silbar su rebenque. Madeleine iba a jugar croquet con Poupette y conmigo. En general, Robert no hacía nada; a veces se iba a pescar truchas; en setiembre cazaba un poco. Viejos preceptores, con míseros sueldos, habían intentado inculcarle algunos rudimentos de cálculo y de ortografía. Luego una vieja de piel amarillenta se consagró a Madeleine, menos reacia, y la única de toda la familia que leía. Se empachaba de novelas, soñaba con ser muy hermosa y muy amada, A la noche todo el mundo se reunía en la sala de billar; papá reclamaba luz. Mi tía protestaba: "¡Todavía hay luz de día!" Por fin se resignaba a poner sobre la mesa una lámpara de kerosene. Después de comer se le oía trotar por los corredores sombríos. Robert y mi tío, inmóviles en sus sillones, la mirada fija, esperaban en silencio la hora de acostarse. Excepcionalmente uno de ellos hojeaba durante algunos minutos Le Chasseur Francáis. Al día siguiente, el mismo día volvía a empezar, salvo el domingo en que después de haber atrancado las puertas, todo el mundo iba en cochecito a caballo a oír la misa a Saint-Germain-les-Belles. Mi tía no recibía nunca y no visitaba a nadie.
Yo me adaptaba muy bien a esas costumbres. Pasaba la mayor parte de mis días en la cancha de croquet con mi hermana y mi prima, y leía. A veces nos íbamos las tres a buscar hongos entre los árboles. Desdeñábamos los insulsos hongos de los prados, los filleuls, la barbe de capucin, las girolles; evitábamos con cuidado los bolets de Satán de cola roja y los falsos cépes que reconocíamos por su color opaco, la rigidez de su línea. Despreciábamos los cépes de edad madura cuya carne empezaba a ablandarse y a proliferar en barba verdosa. Sólo recogíamos los cépes jóvenes de cola enhiesta, cuya cabeza estaba cubierta de un hermoso terciopelo pardo o violáceo. Hurgando entre el musgo, apartando los helechos, golpeábamos con el pie los "vesses de loup" que al estallar lanzaban un polvo inmundo. A veces íbamos con Robert a pescar cangrejos; o bien para alimentar a los pavos reales de Madeleine, reventábamos con una pala los hormigueros y llevábamos en una carretilla cargamentos de huevos blancuzcos.
El "gran break" no salía más de la cochera. Para ir a Meyrignac andábamos durante una hora en un trencito que se detenía cada diez minutos; los baúles eran cargados sobre un carrito tirado por un asno, y a pie, a campo traviesa llegábamos a la propiedad: yo no imaginaba que existiera sobre la tierra, ningún lugar más agradable para vivir. En un sentido nuestros días eran austeros. Poupette y yo no teníamos ni croquet ni ningún juego al aire libre; mi madre no había aceptado que nuestro padre nos comprara bicicletas; no sabíamos nadar, y además la Vézere no quedaba muy cerca.
Cuando por casualidad se oía por la avenida pasar un automóvil, mamá y tía Marguerite se alejaban precipitadamente del parque para ir a embellecerse; nunca había chicos entre los visitantes. Pero yo no necesitaba distracciones. La lectura, el paseo, los juegos que inventaba con mi hermana me bastaban.
La primera de mis felicidades era, de mañanita, sorprender el despertar de las praderas; con un libro en la mano me alejaba de la casa dormida, empujaba la tranquera; imposible sentarse en el pasto cubierto de escarcha; caminaba por la avenida plantada de árboles elegidos que abuelito llamaba "el parque apaisajado"; caminaba a pasitos cortos y leí; sentía contra mi piel la frescura del aire entumecerse; la delgada capa de escarcha que velaba la tierra se derretía dulcemente; el roble púrpura, los cedros azules, los álamos plateados brillaban con un brillo tan nuevo como en la primera mañana del paraíso: y yo estaba sola para llevar la belleza del mundo y la gracia de Dios con un sueño de chocolate y de pan tostado en el hueco del estómago. Cuando las abejas zumbaban, cuando los postigos verdes se abrían en el perfume asoleado de las glicinas yo ya compartía con aquel día que para los demás empezaba apenas, un largo pasado secreto. Después de las efusiones familiares y del desayuno, me sentaba bajo el alero ante una mesa de hierro y hacía mis "deberes de vacaciones"; me gustaban esos momentos en que, falsamente ocupada por una tarea fácil, me abandonaba a los rumores del verano: el zumbido de las avispas, el cacareo de las gallinas, el llamado angustiado de los pavos reales, el murmullo del follaje; el perfume de los flox se mezclaba con los olores de caramelo y de chocolate que me llegaban por bocanadas de la cocina; sobre mi cuaderno bailaban redondeles de sol. Cada cosa y yo misma teníamos nuestro lugar justo, aquí, ahora, para siempre.
Abuelito bajaba a eso de mediodía, la barbilla recién afeitada entre sus patillas blancas. Leía L'Echo de París hasta el almuerzo. Le gustaban los alimentos fuertes: perdices con repollo, pasteles de pollo, pato con aceitunas, guiso de liebre, tartas, tortas, pasteles de almendras, milhojas, bizcochuelos. Mientras la fuente de música tocaba las Campanas de Comeville, él bromeaba con papá; durante toda la comida se arrancaban la palabra; reían, declamaban, cantaban, agotaban los recuerdos, anécdotas, citas, frases al caso, chistes del folklore familiar. Luego yo solía salir a pasear con mi hermana; rasguñándonos las piernas con los juncos, los brazos con las zarzas, explorábamos a kilómetros a la redonda, los bosques, los campos, los prados. Hacíamos grandes descubrimientos: estanques; una cascada; en medio de un boscaje, bloques de granito gris que escalábamos para ver a lo lejos la línea azul de Monédiéres. En camino probábamos las avellanas y las moras de los cercos; probábamos las manzanas de todos los manzanos; nos guardábamos muy bien de chupar la leche de los enuforbios y de tocar esas hermosas espigas que llevan altaneramente el nombre enigmático de "sello de Salomón". Aturdidas por el olor del rastrojo recién cortado, por el olor de la madreselva, por el olor del trigo negro en flor, nos acostábamos sobre el musgo o sobre el pasto y leíamos. A veces, también, yo pasaba la tarde sola en el parque apaisajado, y me embriagaba de lectura mirando alargarse las sombras y volar las mariposas.
Los días de lluvia nos quedábamos en casa. Pero si bien yo sufría por las prohibiciones que me infligían las voluntades humanas, no me disgustaban las que me imponían las cosas. Me sentía a gusto en el salón con sillones recubiertos de felpa verde, con los ventanales velados de muselina amarillenta; sobre el mármol de la chimenea, sobre las mesas y los arcones, una cantidad de cosas muertas acababan de morir; los pájaros embalsamados perdían sus plumas, las flores marchitas se deshojaban, las conchillas perdían su brillo. Yo me trepaba sobre un banco y hurgaba en la biblioteca; siempre descubría algún Fenimore Cooper, o alguna "Revista pintoresca" con las hojas salpicadas de herrumbre que yo todavía no conocía. Había un piano con varias teclas mudas y sonidos discordantes; mamá abría sobre el pupitre la partitura del Gran Mogol o la de Las bodas de Jeannette y cantaba los aires preferidos de abuelito: él repetía todos los refranes.
Los días lindos yo iba después de comer a dar una vuelta por el parque; respiraba bajo la Vía Láctea el olor patético de las magnolias, mientras acechaba las exhalaciones. Y luego con un candelero en la mano subía a acostarme. Tenía un cuarto mío: daba sobre el patio, frente al leñero, al lavadero, a la cochera que encerraba anticuadas como antiguas carrozas, una victoria y una berlina; su exigüidad me encantaba: una cama, una cómoda y sobre una especie de cofre la palangana y la jarra. Era una celda, justo a mi medida, como antes el nicho en que me acurrucaba bajo el escritorio de papá. Aunque la presencia de mi hermana fuera por lo general liviana, la soledad me exaltaba. Cuando estaba en humor de santidad aprovechaba para dormir sobre el piso. Pero, sobre todo, antes de acostarme, me demoraba largamente en la ventana y a menudo volvía a levantarme para espiar el soplo apacible de la noche. Me inclinaba, hundía mis manos en la frescura de un macizo de laureles-cerezas; el agua de la fuente corría haciendo glu-glu sobre una piedra verdosa; a veces una vaca golpeaba con su pezuña la puerta del establo; yo adivinaba el olor de paja y de heno. Monótona, testaruda como un corazón que late: una langosta estridulaba; contra el silencio infinito, bajo el infinito del cielo parecía que la tierra hiciera eco a esa voz que sin descanso susurraba en mí: aquí estoy; mi corazón oscilaba de su calor vivo a la luz helada de las estrellas. Allí arriba estaba Dios, me miraba acariciada por la brisa, embriagada de perfumes, esa fiesta en mi sangre me daba la eternidad.
Había una palabra que estaba a menudo en la boca de los adultos: es inconveniente. El contenido era un poco incierto. Yo, al principio, le había atribuido un sentido más o menos escatológico. En Las Vacaciones de Madame de Segur, uno de los personajes cantaba una historia de fantasmas, de pesadillas, de sábana manchada que me chocaba tanto como a mis padres; yo uní entonces la indecencia con las bajas funciones del cuerpo; luego aprendí que él participaba por entero en su grosería: había que ocultarlo; dejar ver su ropa interior o su piel salvo en algunas zonas bien definidas- era una incongruencia. Algunos detalles de vestimenta, algunas actitudes eran tan reprensibles como una exhibición indiscreta. Esas prohibiciones apuntaban particularmente a la especie femenina; una señora "como se debe" no debía ni escotarse abundantemente, ni llevar faldas cortas, ni teñirse el pelo, ni cortarlo, ni pintarse, ni echarse sobre un diván, ni abrazar a su marido en el subterráneo: si transgredía esas reglas estaba mal vista. La inconveniencia no se confundía totalmente con el pecado, pero suscitaba críticas más severas que el ridículo. Sentimos muy bien, mi hermana y yo, que bajo sus apariencias anodinas, algo importante se disimulaba y para protegernos contra ese misterio nos apresurábamos a burlarnos de él. En el Luxemburgo nos codeábamos al pasar entre las parejas de enamorados. La inconveniencia tenía en mi espíritu una relación, pero extremadamente vaga, con otro enigma: los libros prohibidos. A veces, antes de entregarme un libro, mamá pinchaba algunas hojas juntas; en La Guerra de los Mundos de Wells, encontré un capítulo condenado. Nunca quitaba los alfileres, pero a veces me preguntaba: ¿de qué se trata? Era extraño. Los adultos hablaban libremente ante mí; yo circulaba en el mundo sin encontrar obstáculos; sin embargo, en esa transparencia algo se ocultaba; ¿qué? ¿dónde?, en vano mi mirada hurgaba el horizonte buscando la manera de situar la zona oculta que ningún biombo ocultaba y que, sin embargo, permanecía invisible.
Un día, mientras estudiaba, sentada ante el escritorio de papá, advertí al alcance de mi mano una novela de tapa amarilla: Cosmopolis. Cansada, con la cabeza vacía, lo abrí con un gesto maquinal; no tenía intención de leerlo, pero me parecía que aun sin reunir las palabras en frases, una mirada lanzada al interior del volumen me revelaría su secreto. Mamá apareció detrás de mí: "¿Qué haces?", balbuceó. "¡No debes! -dijo ella-. Nunca debes tocar los libros que no son para ti." Su voz suplicaba y había en su rostro una inquietud más convincente que un reproche: entre las páginas de Cosmopolis un gran peligro me acechaba. Me confundí en promesas. Mi memoria ha ligado indisolublemente ese episodio a un incidente más antiguo: de chiquita, sentada en ese mismo sillón, había metido mi dedo en el agujero negro del enchufe; la sacudida me había hecho gritar de sorpresa y de dolor. ¿Mientras mi madre me hablaba habré mirado el círculo negro, en medio del redondel de porcelana, o sólo lo asocié más adelante? En todo caso, tenía la impresión de que un contacto con los Zola, los Bourget de la biblioteca, provocaría en mí un choque imprevisible y repentino. Y como ese riel del subte, que me fascinaba porque la mirada se deslizaba sobre su superficie lisa, sin percibir su energía mortífera, las viejas novelas de tapas fatigadas me intimidaban aun más porque nada señalaba su poder maléfico.
Durante el retiro que precedió a mi solemne primera comunión, el predicador, para ponernos en guardia contra las tentaciones de la curiosidad, nos contó una historia que exasperó la mía. Una niñita asombrosamente inteligente y precoz, pero educada por padres poco vigilantes, había ido un día a confiarse a él: había hecho tantas malas lecturas que había perdido la fe y la vida le horrorizaba. Él intentó devolverle la esperanza, pero ella estaba demasiado gravemente contaminada; poco después, se enteró de su suicidio. Mi primer impulso fue un ataque de admiración celosa por esa niña solamente un año mayor que yo que sabía tanto más que yo. Luego me hundí en la perplejidad. La fe era mi seguro contra el infierno: lo temía demasiado para cometer jamás un pecado mortal; pero si uno dejaba de creer todos los abismos se abrían; ¿una desdicha tan atroz podía ocurrir sin que uno la hubiera merecido? La pequeña suicida ni siquiera había pecado por desobediencia; solamente se había expuesto sin precaución a fuerzas oscuras que habían devastado su alma; ¿por qué Dios no la había socorrido? ¿Y cómo palabras enlazadas por los hombres pueden destruir evidencias sobrenaturales? Lo que menos comprendía era que el conocimiento condujera a la desesperación. El predicador no había dicho que los malos libros pintaban la vida bajo colores falsos: en ese caso, él hubiera barrido fácilmente sus mentiras; el drama de la niña que él no había logrado salvar es que había descubierto prematuramente el verdadero rostro de la realidad. De todos modos, me dije, yo también la veré un día frente a frente y no moriré por eso: la idea de que hay una edad en que la verdad mata repugnaba a mi racionalismo.
Por otra parte, la edad no era lo único que contaba: tía Lili sólo tenía derecho a los libros "para señoritas"; mamá había arrancado de manos de Louise Claudina en la escuela y a la noche había comentado el incidente con papá: "¡Felizmente que no comprendió!" El casamiento era el antídoto que permitía absorber sin peligro los frutos del árbol de la Ciencia: no me explicaba por qué. Nunca se me ocurrió tratar esos problemas con mis compañeras. Una alumna había sido despedida del curso por haber tenido "malas "conversaciones", y yo me decía virtuosamente que si hubiera querido hacerme su cómplice no habría prestado mi oído.
Mi prima Madeleine, sin embargo, leía cualquier cosa. Papá se había indignado al verla a los doce años sumida en Los Tres Mosqueteros: tía Héléne se había encogido distraídamente de hombros. Indigestada de novelas "encima de su edad", Madeleine no parecía por eso pensar en el suicidio. En 1919, mis padres, que habían encontrado en la calle de Rennes un departamento menos costoso que el del Bulevar Montparnasse, nos dejaron a mi hermana y a mí en La Grillére hasta la primera semana de octubre, para mudarse tranquilamente. De la mañana a la noche estábamos solas con Madeleine. Un día, sin premeditación, entre dos partidas de croquet le pregunté de qué trataban los libros prohibidos; no tenía la intención de hacerme revelar el contenido: solamente quería comprender por qué razones estaban prohibidos.
Habíamos dejado nuestros palos, nos habíamos sentado las tres sobre el césped, en el borde de la cancha donde estaban plantados los arcos. Madeleine vaciló, se echó a reír y se puso a hablar. Nos mostró su perro y nos hizo notar dos bolas entre sus piernas. "Y bien, dijo, los hombres también las tienen." En un volumen intitulado Novelas y Relatos había leído una historia melodramática: una marquesa celosa de su marido le había hecho cortar "las bolas" mientras éste dormía. Él moría. Esa lección de anatomía me pareció ociosa y sin darme cuenta de que había iniciado una "mala conversación" insté a Madeleine: ¿qué más había? Entonces me explicó lo que querían decir las palabras amante y querida: si mamá y tío Maurice se quisieran ella sería su querida, él su amante. No precisó bien el sentido de la palabra querer, a tal punto que su hipótesis incongruente me desconcertó sin instruirme. Sus palabras sólo empezaron a interesarme cuando me informó de la manera en que nacen los hijos; el recurso de la voluntad divina ya no me satisfacía porque sabía que aparte de los milagros, Dios opera siempre a través de causalidades naturales: lo que ocurre en la tierra exige una explicación terrestre. Madeleine confirmó mis sospechas: los bebés se forman en las entrañas de su madre; algunos días antes abriendo una coneja, la cocinera había encontrado en su interior seis conejitos. Cuando una mujer espera un chico se dice que está encinta y su vientre se hincha. Madeleine no nos dio más detalles. Continuó diciéndome que de aquí a uno o dos años ciertas cosas ocurrirían en mi cuerpo; tendría "pérdidas blancas" y después sangraría todos los meses y tendría que llevar entre las piernas unas especies de vendas. Le pregunté si eso se llamaba "pérdidas rojas", y mi hermana se inquietó por saber cómo se las arreglaba una con esos vendajes: ¿cómo se hacía para orinar? La pregunta exasperó a Madeleine: dijo que éramos unas tontas, se encogió de hombros y se fue a darles de comer a sus gallinas. Quizá midió nuestra puerilidad y nos consideró indignas de una iniciación más completa. Me quedé confundida de asombro: había imaginado que los secretos guardados por los adultos tenían mucho más importancia. Por otra parte, el tono confidencial y burlón de Madeleine coincidía mal con la barroca insignificancia de sus revelaciones; algo andaba mal, yo no sabia qué. Ella no había tocado el problema de la concepción que yo medité los días siguientes; habiendo comprendido que la causa y el efecto son necesariamente homogéneos, no podía admitir que la ceremonia del casamiento hiciera surgir en el vientre de la mujer un cuerpo de carne; debía ocurrir entre los padres algo orgánico. Las costumbres de los animales hubieran podido abrirme los ojos: yo había visto a Criquette, la pequeña foxterrier de Madeleine pegada a un gran perro de policía, y Madeleine llorando trataba de separarlos: "¡Tendrá cachorros demasiado grandes: Criquette va a morirse!" Pero yo no asociaba esos juegos -ni tampoco el de las aves y de las moscas- con las relaciones humanas. Las expresiones "lazos de la sangre", "hijos de la misma sangre", "reconozco mi sangre", me sugirieron que el día de la boda y una vez por todas se hacía una transfusión de un poco de sangre del marido en las venas de las mujer; era una operación solemne, a la cual asistían el sacerdote y algunos testigos elegidos.
Aunque decepcionante, el parloteo de Madeleine debe de habernos agitado mucho, porque nos entregamos mi hermana y yo a grandes orgías verbales. Cariñosa, poco moralizadora, tía Héléne con su aire de estar siempre ausente, no nos intimidaba. Nos pusimos a tener delante de ella un montón de conversaciones "inconvenientes". En la sala de muebles enfundados, tía Héléne solía sentarse al piano para cantar con nosotras canciones de 1900; tenía toda una colección; elegimos las más sospechosas y las tarareamos con complacencia. "Tus senos blancos son mejores para mi boca golosa -que las fresas de los bosques- y la leche que bebo en ellos." Ese comienzo de romanza nos intrigaba mucho: ¿había que entenderlo literalmente? ¿Ocurre que el hombre beba la leche de la mujer?, ¿es un rito amoroso?, en todo caso esa copla era sin lugar a duda "inconveniente". La escribíamos con el dedo en los vidrios empañados, la recitábamos en alta voz en las narices de tía Héléne a quien abrumábamos de preguntas disparatadas dándole a entender que ya no nos tragábamos las mentiras. Pienso que nuestra exuberancia desordenada estaba en verdad dirigida; no estábamos acostumbradas a la clandestinidad, queríamos advertir a los adultos que habíamos adivinado sus secretos; pero nos tallaba audacia y hasta teníamos necesidad de aturdimos; nuestra franqueza tomó la forma de la provocación. Alcanzamos nuestros fines. De regreso a París, mi hermana, menos inhibida que yo, se atrevió a interrogar a mamá; le preguntó si los chicos salían por el ombligo. "¿A qué viene esa pregunta? -dijo mi madre con cierta sequedad-. ¡Si saben todo!" Evidentemente tía Héléne la había puesto al corriente. Aliviadas de haber dado ese primer paso nos arriesgamos más adelante; mi madre nos dio a entender que los recién nacidos salían por el ano y sin dolor. Hablaba con aire desenvuelto; pero nunca más toqué con ella esos problemas y ella no dijo una sola palabra.
No recuerdo haber rumiado los fenómenos del embarazo y del parto, ni haberlos integrado a mi porvenir; era refractaria al casamiento y a la maternidad, no me sentí sin duda involucrada. Esa iniciación abortada me turbó por otros aspectos. Dejaba en suspenso muchos enigmas. ¿Qué relación había entre ese asunto tan serio, el nacimiento de un chico, y las cosas inconvenientes? Si no la había ¿por qué el tono de Madeleine, las reticencias de mamá lo hacían suponer? Sólo porque la habíamos instigado mi madre había hablado, someramente, sin explicarnos el casamiento. Los hechos fisiológicos dependen de la ciencia como la rotación de la tierra. ¿Qué podía impedirle informarnos con la misma simplicidad? Por otra parte, si los libros prohibidos sólo contenían, como lo había sugerido mi prima, indecencias divertidas, ¿de dónde sacaban su veneno? Yo no me hacía explícitamente esas preguntas, pero me atormentaban. Era preciso que el cuerpo fuera en sí un objeto peligroso para, que toda alusión austera o frívola, a su existencia, pareciera peligrosa.
Presumiendo que detrás del silencio de los adultos algo se ocultaba no los acusé de andar con vueltas sin motivo. Sobre la naturaleza de sus secretos, sin embargo, había perdido mis ilusiones: no tenían acceso a esferas ocultas donde la luz era más deslumbrante, el horizonte más vasto que en mi propio mundo. Mi decepción reducía el universo y los hombres a su cotidiana trivialidad. No me di cuenta enseguida, pero el prestigio de las personas mayores se encontró considerablemente disminuido.
Me habían enseñado cuan vana es la vanidad y fútil la futileza; me habría dado vergüenza darle demasiado importancia a la vestimenta y mirarme largamente en los espejos; sin embargo, cuando las circunstancias me autorizaban miraba mi reflejo complacientemente. A pesar de mi timidez aspiraba como antaño a ser una estrella. El día de mi comunión solemne me fascinó; familiarizada desde tiempo atrás con la santa mesa gocé sin escrúpulos de los atractivos profanos de la fiesta. Mi vestido, prestado por una prima, no era nada notable; pero en lugar de la clásica cofia de tul, llevábamos en el curso Désir una corona de rosas; ese detalle indicaba que yo no pertenecía al rebaño vulgar de los chicos de las parroquias. El abate Martin administraba la hostia a una "élite" cuidadosamente elegida. Fui además elegida para renovar en nombre de mis compañeras los votos solemnes por los cuales habíamos renunciado el día de nuestro bautismo a Satanás, a sus pompas y a sus obras. Mi tía Marguerite dio en mi honor un gran almuerzo que presidí; a la tarde hubo un té en casa y expuse sobre el piano de cola los regalos que había recibido. Me felicitaban y yo me sentía bonita. A la noche me desprendí con pena de mis ropas; para consolarme me convertí durante un instante al casamiento: llegaría el día en que en la blancura de los rasos, en el esplendor de los cirios y de los órganos me convertiría de nuevo en una reina.
Al año siguiente llené con gran placer el papel más modesto de dama de honor. Tía Lili se casó.. La ceremonia fue sin fasto; pero mi arreglo me encantó.. Me gustaba la caricia sedosa de mi vestido de fular azul; una cinta de terciopelo negro retenía mis rizos y llevaba una capelina de paja tostada con amapolas y centauras. Mi compañero era un apuesto muchacho de diecinueve años que me hablaba como a una persona mayor: estaba convencida de que me encontraba encantadora.
Empecé a interesarme en mi futura imagen. Además de los libros serios y de los relatos de aventuras que sacaba de la biblioteca circulante, leía también las novelas de la Biblothéque de ma filie que habían distraído la adolescencia de mi madre y que ocupaban todo un estante de mi armario; en La Grillére tenía derecho a las Veillées des Chaumiéres y a los volúmenes de la colección Stella con que se delectaba Madeleine; Delly, Guy Chantepleure, La Novena de Colette, Mi tío y mi cura: esos virtuosos idilios me divertían a medias; las heroínas me parecían tontas, sus amores insulsos. Pero hubo un libro en que creí reconocer mi rostro y mi destino: Little women de Luisa Alcott. Las chicas March eran protestantes, su padre era un pastor y su madre les había dado como libro de cabecera, no La Imitación de Cristo, sino The pilgrim's progress: ese retroceso subrayaba aun más los rasgos que teníamos en común. Me emocionó ver a Meg y a Joe ponerse unos pobres vestidos de poplin color avellana para ir a una fiesta donde todas las demás chicas estaban vestidas de seda; les enseñaban como a mí que la cultura y la moral son más importantes que la riqueza; su modesto hogar tenía como el mío un no sé que excepcional. Me identifiqué apasionadamente con Joe, la intelectual. Brusca, angulosa, Joe se trepaba, para leer, a la copa de los árboles; era mucho más varonil y más osada que yo; pero yo compartía su horror por la costura y los cuidados de la casa, su amor por los libros. Escribía: para imitarla reanudé con mi pasado y compuse dos o tres relatos. No sé si soñaba con resucitar mi antigua amistad con Jacques o si, más vagamente, deseaba que se borrara la frontera que me cerraba el mundo de los varones, pero las relaciones de Joe y de Laurie me llegaron al corazón. Más tarde, yo no lo dudaba, se casarían; por lo tanto, era posible que la madurez cumpliera las promesas de la infancia en vez de renegarla: esa idea me colmaba de esperanza. Pero lo que sobre todo me encantaba era la parcialidad decidida que Louise Alcott manifestaba por Joe. Yo aborrecía, ya lo he dicho, que la condescendencia de las personas mayores nivelara la especie infantil. Las cualidades y los defectos que los autores prestaban a sus jóvenes héroes, parecían generalmente accidentes sin consecuencia: al crecer todos serían personas de bien; por otra parte, sólo se distinguían los unos de los otros por su moralidad: nunca por su inteligencia; habríase dicho que desde ese punto de vista la edad los igualaba a todos. Por el contrario, Joe se destacaba sobre sus hermanas más virtuosas o más bonitas por su fervor de conocimiento, por el vigor de sus pensamientos; su superioridad, tan evidente como la de algunos adultos, le garantizaba un destino insólito; estaba marcada. Me sentí autorizada, yo también, a considerar mi gusto por los libros, mis éxitos escolares, como la prueba de un valor que mi porvenir confirmaría. Me convertí a mis propios ojos en un personaje de novela. Como toda intriga novelesca exige obstáculos y fracasos, los inventé. Una tarde jugaba al croquet con Poupette, Jeanne y Madeleine. Llevábamos delantales de tela color crudo, festoneados de rojo y bordados con cerezas. Los macizos de laurel brillaban al sol, la tierra olía bien. De pronto me inmovilicé: estaba viviendo el primer capítulo de un libro del que era la heroína, ésta salía apenas de la infancia, pero íbamos a crecer; más bonitas, más graciosas, más dulces que yo, mi hermana y mis primas gustarían más, resolví; ellas encontrarían marido, yo no. No sentiría ninguna amargura; sería justo que las prefirieran; pero algo ocurriría que me exaltaría más allá de toda preferencia; ignoraba bajo qué forma y por quién, pero sería reconocida. Imaginaba que ya una mirada abrazaba la cancha de croquet y las cuatro chiquillas de delantal color crudo; se detenía sobre mí y una voz murmuraba: "Ésta no es como las otras." Era bien irrisorio compararme con tanta pompa con una hermana y dos primas que carecían de toda pretensión. Pero a través de ellas yo apuntaba a todas mis semejantes. Afirmaba que sería, que era, fuera de serie.
Por otra parte me entregaba raramente a esas reivindicaciones orgullosas: la estima que me concedían me dispensaba de hacerlo. Y si a veces me consideraba excepcional ya no llegaba nunca hasta creerme única. En adelante mi suficiencia estaba atemperada por los sentimientos que otra me inspiraba. Había tenido la suerte de encontrar la amistad.
El día en que entré en cuarta primera -estaba por cumplir diez años-, el banco contiguo al mío estaba ocupado por una nueva alumna. Mientras esperábamos a la señorita, a la salida de la clase, conversamos. Se llamaba Elizabeth Mabille, tenía mi edad. Sus estudios comenzados en familia habían sido interrumpidos por un accidente grave: estaba asando papas en el campo cuando su vestido empezó a arder; con el muslo quemado al tercer grado, había pasado noches enteras aullando; pasó un año acostada; bajo la pollera plegada la piel estaba todavía ampollada. Nunca me había ocurrido nada tan importante; Elizabeth me pareció enseguida un personaje. La manera en que se dirigía a las profesoras me asombró; su naturalidad contrastaba con la voz estereotipada de las demás alumnas. Durante la semana siguiente terminó de seducirme: imitaba maravillosamente a la señorita Bodet; todo lo que decía era interesante o divertido.
Pese a las lagunas debidas a su ociosidad forzada, Elizabeth no tardó en colocarse entre las primeras de la clase; en las composiciones yo le ganaba raspando. Nuestra emulación agradó a nuestras institutrices: alentaron nuestra amistad. En los actos recreativos que tenían lugar cada año en vísperas de Navidad, nos hicieron representar un sainete a las dos juntas. Vestidas de rosa, el rostro encuadrado de largos rizos, yo encarnaba a Madame de Sevigné, en su infancia; Elizabeth representaba el papel de un primo turbulento; su traje varonil le sentaba y encantó al auditorio por su vivacidad y su soltura. Los ensayos, nuestra complicidad entre las candilejas, apretaron aun más nuestros lazos; en adelante nos llamaron: "las dos inseparables".
Mi padre y mi madre se interrogaron largamente sobre las diferentes ramas de la familia Mábille de que habían oído hablar; sacaron en conclusión que tenían con los padres de Elizabeth vagas relaciones comunes. Su padre era un ingeniero de ferrocarriles, que ocupaba un cargo muy alto; su madre, cuyo nombre de soltera era Lariviére, pertenecía a una dinastía de católicos militantes; tenía nueve hijos y se ocupaba activamente de las obras de Santo Tomás de Aquino. A veces aparecía en la calle Jacob. Era una hermosa cuarentona, morena, de ojos ardientes, de sonrisa insistente, que llevaba alrededor del cuello una cinta de terciopelo cerrada por una joya antigua. Atemperaba con una cuidadosa amabilidad su soltura de soberana. Conquistó a mamá, llamándola "joven señora" y diciéndole que parecía mi hermana mayor. Elizabeth y yo quedamos autorizadas a ir a jugar la una a casa de la otra.
La primera vez mi hermana me acompañó a la calle Varennes y ambas quedamos espantadas. Elizabeth -llamada Zaza en la intimidad- tenía una hermana mayor, un hermano mayor, seis hermanos y hermanas menores que ella, una seguidilla de primos y de amigos. Corrían, saltaban, se peleaban, se trepaban sobre las mesas, tiraban los muebles gritando. Al final de la tarde la señora Mábille entraba a la sala, levantaba una silla, enjugaba sonriendo una frente sudorosa; me asombraba su indiferencia ante los chichones, las manchas, los platos rotos: nunca se enojaba. A mí no me gustaban mucho esos juegos desordenados y a menudo Zaza se cansaba también. Nos refugiábamos en el despacho del señor Mábille y, lejos del tumulto, conversábamos. Era un placer nuevo. Mis padres me hablaban y yo les hablaba, pero no conversábamos juntos; entre mi hermana y yo no había la distancia indispensable para los intercambios. Con Zaza tenía conversaciones verdaderas, como de noche papá con mamá. Conversábamos de nuestros estudios, de nuestras lecturas, de nuestras compañeras, de nuestras profesoras, de lo que conocíamos del mundo: no de nosotras mismas. Nunca nuestras conversaciones tomaban un cariz confidencial. No nos permitíamos ninguna familiaridad. Nos decíamos "usted" ceremoniosamente y salvo por correspondencia nunca nos dábamos un beso.
Zaza amaba como yo los libros y el estudio; además estaba dotada de una cantidad de talentos que a mí me faltaban. A veces cuando yo llegaba a la calle de Varennes, la encontraba ocupada cocinando bizcochuelos o caramelos; pinchaba en una aguja de tejer cascos de naranja, dátiles, ciruelas, y las metía en una cacerola donde hervía un almíbar con olor a vinagre caliente: sus frutas disfrazadas tenían tan buen aspecto como el de las confiterías. Policopiaba ella misma en una decena de ejemplares, una Crónica familiar, que redactaba todas las semanas para sus abuelas, tíos, tías, ausentes de París; yo admiraba tanto como la vivacidad de sus relatos, su habilidad para fabricar un objeto que se parecía a un diario verdadero. Tomó conmigo algunas lecciones de piano, pero no tardó en pasar a una división superior. Enclenque, con piernas flacuchas, lograba, sin embargo, hacer mil proezas con su cuerpo; en los primeros días de primavera la señora Mabille nos llevó a las dos a un suburbio florido, creo que era en Nanterre. Zaza hizo toda clase de saltos y vueltas de camero sobre el pasto; se trepaba a los árboles, se colgaba a las ramas por los pies. En todas sus conductas demostraba una soltura que me deslumbraba. A los diez años circulaba sola por las calles; en el curso Désir nunca adoptó mis modales rebuscados; les hablaba a las señoritas en tono cortés, pero desenvuelto, casi de igual a igual. Un año se permitió, en el curso de una audición de piano, una audacia que rozó el escándalo. La sala de actos estaba llena. En las primeras filas las alumnas con sus mejores vestidos, onduladas, rizadas, con moños en el pelo, esperaban el momento de exhibir sus talentos. Detrás de ellas estaban sentadas las maestras y las celadoras, con blusas de seda, guantes blancos. En el fondo los padres y sus invitados. Zaza, vestida de tafetán azul, tocó un trozo que su madre consideraba demasiado difícil para ella y que por lo general asesinaba; esta vez lo ejecutó sin una falla, y lanzando a la señora Mabille una mirada triunfante le sacó la lengua. Las chicas se estremecieron bajo sus rizos y la reprobación petrificó el rostro de las señoritas. Cuando Zaza bajó del estrado su madre la besó tan alegremente que nadie se atrevió a reprenderla. A mis ojos ese hecho la aureolaba de gloria. Sometida a leyes, a deberes, a prejuicios, me gustaba, sin embargo, lo que era nuevo, sincero, espontáneo. La vivacidad y la independencia de Zaza me subyugaban.
No me di cuenta enseguida del lugar que esa amistad ocupaba en mi vida; no era más sutil que en mi primera infancia para encontrar un nombre para lo que ocurría en mí. Me habían enseñado a confundir lo que debe ser con lo que es: no examinaba lo que se ocultaba bajo la convención de las palabras. Se daba por sentado que sentía un tierno afecto por toda mi familia, incluso por mis primos más lejanos. A mis padres, a mi hermana, los quería: esa palabra lo cubría todo. Los matices de mis sentimientos, sus fluctuaciones, no tenían derecho a existir. Zaza era mi mejor amiga: no había nada más que decir. En un corazón bien ordenado, la amistad ocupa un lugar honorable, pero no tiene ni el brillo del misterioso Amor, ni la dignidad sagrada de las ternuras filiales. Yo no ponía en tela de juicio esa jerarquía.
Ese año, como los demás años, el mes de octubre me trajo la alegre fiebre de la iniciación de las clases. Los libros nuevos crujían entre los dedos, olían bien: sentada en el sillón de cuero, me embriagaba con promesas de porvenir.
Ninguna promesa se cumplió. Reencontré en los jardines del Luxemburgo el olor y los tonos rojizos del otoño: ya no me conmovían; el celeste del cielo se había empañado. Las clases me aburrieron, aprendía mis lecciones, hacía mis deberes sin alegría, y empujaba con indiferencia la puerta del curso Désir. Era mi pasado que resucitaba y, sin embargo, no lo reconocía: había perdido todo su colorido; mis días ya no tenían gusto. Todo me era dado y mis manos permanecían vacías. Caminaba por el Bulevar Raspail junto a mamá y me preguntaba de pronto con angustia: "¿Qué ocurre? ¿Es esto mi vida? ¿No es más que esto? ¿Esto seguirá siempre así?" Ante la idea de enhebrar a vista perdida, semanas, meses, años que ninguna espera, ninguna promesa iluminaría, mi respiración se detuvo: parecía que sin prevenir, el mundo había muerto. Tampoco sabía cómo nombrar ese desamparo.
Durante diez o quince días me arrastré de hora en hora, de un día al siguiente, las piernas flojas. Una tarde me estaba desvistiendo en el vestuario del instituto, cuando apareció Zaza. Nos pusimos a hablar, a contar, a comentar; las palabras se precipitaban sobre mis labios y en mi pecho giraban mil soles; en un deslumbramiento de alegría me dije: "¡Es ella lo que me faltaba!" Era tan radical mi ignorancia de las verdaderas aventuras del corazón que no había pensado en decirme: "Sufro por su ausencia." Necesitaba su presencia para comprender la necesidad que tenia de ella. Fue una evidencia fulgurante. Bruscamente convenciones, rutinas, clisés, volaron hechos añicos, y me sentí sumergida por una emoción que no estaba prevista en ningún código. Me dejé levantar por esa alegría que me inundaba violenta y fresca como el agua de las vertientes, desnuda como un hermoso granito. Pocos días más tarde llegué al curso antes de hora y miré con una especie de estupor el asiento de Zaza: "¿Si no se sentara nunca más en él, si muriera, qué sería de mí?" Y de nuevo una evidencia me golpeó: "Ya no puedo vivir sin ella." Era un poco aterrador: ella iba, venía, lejos de mí y toda mi dicha, mi existencia misma descansaban entre sus manos. Imaginé que la señorita Gontran iba a entrar barriendo el piso con su larga falda y nos diría: "Orad, hijas mías: vuestra compañerita, Elizabeth Mabille, ha vuelto al seno del Señor anoche." Y bueno, me dije, moriré de golpe. Me deslizaré de mi asiento y caeré al suelo, expirante. Esa solución me tranquilizó. No creía en serio que una gracia divina me quitaría la vida; pero tampoco temía realmente la muerte de Zaza. Había llegado hasta a confesarme la dependencia en que me sumía mi afecto por ella: no me atrevía a afrontar todas las consecuencias.
No pretendía que Zaza sintiera por mí un sentimiento tan definitivo: me bastaba ser su compañera preferida. La admiración que sentía por ella no me disminuía a mis propios ojos. El amor no es la envidia. No concebía nada mejor en el mundo que ser yo misma y querer a Zaza.