SEGUNDA PARTE
NOS habíamos mudado. Nuestra nueva casa, dispuesta más o menos como la anterior, amueblada en forma idéntica, era más estrecha y menos confortable. No había cuarto de baño; un simple excusado sin agua corriente, con un lavatorio donde mi padre vaciaba todos los días el gran tacho instalado en el suelo. No había calefacción, en invierno el departamento estaba helado, a excepción del despacho donde mi madre encendía una salamandra; pero aun en verano, yo siempre trabajaba, estudiaba allí. El cuarto que yo compartía con mí hermana -Louise dormía en los altos- era demasiado exiguo para poder estar de día. En vez del espacioso vestíbulo donde me había gustado refugiarme, sólo existía un corredor. Cuando había salido de mi cama, no había un rincón que fuera mío; ni siquiera tenía un pupitre para guardar mis útiles. Mi madre solía recibir visitas en el escritorio; allí conversaba de noche con mi padre. Aprendí a hacer mis deberes, a estudiar mis lecciones entre el bullicio de las voces. Pero me resultaba penoso no poder aislarme nunca. Envidiábamos ardientemente mi hermana y yo a las chicas que tienen un cuarto propio; el nuestro era sólo un dormitorio.
Louise se ennovió con un plomero; un día la sorprendí en la cocina torpemente sentada sobre las rodillas de un hombre pelirrojo, ella tenía una piel blancuzca y él mejillas rubicundas; sin saber por qué me sentí triste; sin embargo, todos aprobaban su elección: aunque era obrero, su prometido era bien conceptuado. Nos dejó. Catherine, una joven campesina fresca y alegre con quien habíamos jugado en Meyrignac, la reemplazó; era casi una compañera, pero salía de noche con los bomberos del cuartel de enfrente: "la corría". Mi madre la regañó, luego la despidió y resolvió que se las arreglaría sola, pues los negocios de mi padre marchaban mal. La fábrica de calzado había quebrado. Gracias a la protección de un primo lejano e influyente, mi padre entró en la "publicidad financiera". Trabajó primeramente en el Gaulois, luego en diversos otros diarios; ese oficio reportaba poco y le aburría. Por compensación, iba de noche más a menudo que antes a jugar al bridge a casa de amigos o al café; durante el verano pasaba sus domingos en las carreras. Mamá se quedaba mucho sola. No se quejaba; pero odiaba trajinar y la pobreza le pesaba; adquirió una nerviosidad extrema. Poco a poco mi padre perdió su parejo buen humor. No se peleaban verdaderamente, pero gritaban muy fuerte por cosas insignificantes y a menudo se las tomaban contra mi hermana y contra mí.
Frente a las personas mayores continuábamos estrechamente ligadas; si una de las dos volcaba un tintero era nuestra culpa común, ambas reclamábamos la responsabilidad. Sin embargo, nuestras relaciones habían cambiado un poco desde que yo conocí a Zaza; no juraba más que por mi nueva amiga. Zaza se burlaba de todo el mundo; no ahorraba sus pullas a Poupette y la trataba de "chiquita"; yo la imitaba. Mi hermana se sintió tan desdichada que trató de apartarse de mí. Una tarde estábamos solas en el despacho y acabábamos de pelearnos cuando me dijo en tono dramático: "¡Tengo algo que confesarte!" Yo había abierto un libro de inglés sobre el secante rosado y empezaba a estudiar, volví apenas la cabeza: "Bueno -dijo mi hermana-, creo que no te quiero tanto como antes"; me explicó en voz pausada la nueva indiferencia de su corazón; yo escuchaba en silencio y las lágrimas rodaban sobre mis mejillas; dio un salto: "¡No es verdad! ¡No es verdad!", gritó abrazándome; nos abrazamos y sequé mis lágrimas. "Sabes -le dije-, no te creí en serio." Sin embargo, no había mentido del todo; empezaba a rebelarse contra su condición de menor y, como yo la descuidaba, me englobaba en su rebeldía. Estaba en la misma clase que mi prima Jeanne, a la que quería mucho, pero con la cual no compartía los gustos, y de la cual le obligaban a compartir las amigas; eran chiquilinas necias y presuntuosas, ella las aborrecía, y rabiaba de que las consideraran dignas de su amistad; no la escuchaban. En el curso Désir seguían considerando a Poupette como un reflejo, necesariamente imperfecto de su hermana mayor; a menudo se sentía humillada, por eso decían que era orgullosa y las señoritas, en buenas educadoras, cuidaban de humillarla más. Por el hecho de estar más adelantada, mi padre se ocupaba más de mí; sin compartir la devoción que yo sentía por él, mi hermana sufría de su parcialidad; un verano, en Meyrignac, para probar que tenía tan buena memoria como yo, aprendió la lista de todos los mariscales de Napoleón con sus nombres y sus títulos; la recitó de un tirón: nuestros padres sonrieron. En su exasperación cambió su manera de mirarme: buscaba mis fallas. Yo me irritaba que pretendiera, aun tímidamente, rivalizar conmigo, criticarme, huir de mí. Siempre habíamos reñido porque yo era brutal y ella lloraba fácilmente; lloraba menos, pero nuestras disputas se volvieron más serias: poníamos amor propio en ellas; cada una se empeñaba en tener la última palabra. Sin embargo, terminábamos siempre por reconciliarnos; necesitábamos la una de la otra. Juzgábamos de la misma manera a nuestras compañeras, a las señoritas, a los miembros de la familia; no nos ocultábamos nada; y jugar juntas nos daba siempre el mismo placer. Cuando nuestros padres salían de noche hacíamos nuestra fiesta; confeccionábamos un "soufflé" y lo comíamos en la cocina, desordenábamos el departamento lanzando grandes gritos. Ahora que dormíamos en el mismo cuarto, proseguíamos largamente en la cama nuestros juegos y nuestras conversaciones.
El año en que nos instalamos en la calle de Rennes empecé a tener sueños agitados. ¿Había digerido mal las revelaciones de Madeleine? Sólo un tabique separaba ahora mi cama de la de mis padres y solía oír roncar a mi padre; ¿fui sensible a esa promiscuidad? Tuve pesadillas. Un hombre saltaba sobre mi cama y clavaba su rodilla en mi estómago, me ahogaba; soñaba desesperadamente que me despertaba y de nuevo el peso de mi agresor me aplastaba. Hacia la misma época, levantarme se convirtió en un traumatismo tan doloroso que pensándolo de noche, antes de dormirme, mi garganta se anudaba, mis manos se humedecían. Cuando oía por la mañana la voz de mi madre deseaba caer enferma, a tal punto me horrorizaba arrancarme al sopor de las tinieblas. De día tenía vértigos; me anemiaba. Mamá y los médicos decían: "Es la formación." Yo aborrecía esa palabra y el sordo trabajo que se efectuaba en mi cuerpo. Envidiaba a "las muchachas grandes" su libertad; pero me repugnaba la idea de ver mi torso hincharse; había oído antes a las mujeres adultas orinar con un ruido de catarata; al pensar en los odres henchidos de agua que encerraban sus vientres yo sentía el mismo espanto que Gulliver el día en que las jóvenes gigantes le descubrieron sus senos.
Desde que había descubierto el misterio los libros prohibidos me asustaban menos que antes; a menudo dejaba deslizarse mi mirada sobre los pedazos de papel de diario colgados del w.c. Así leí un fragmento de novela por entregas en que el héroe posaba sobre los senos blancos de la heroína sus labios ardientes. Ese beso me quemó; a la vez macho, hembra y espectador yo lo daba, lo recibía y me llenaba con él los ojos. Seguramente si sentí una emoción tan fuerte era porque ya mi cuerpo se había despertado; pero mis sueños se cristalizaron alrededor de esa imagen; no sé cuántas veces la evoqué antes de dormirme. Inventé otras: me pregunto de dónde las sacaba. El hecho de que los esposos se acostaran apenas vestidos en una misma cama, no había bastado hasta entonces para sugerirme la posesión ni la caricia: supongo que las fui creando a partir de mi necesidad. Pues durante algún tiempo, fui la presa de deseos torturantes; me revolvía en mi cama, la garganta reseca, llamando un cuerpo de hombre contra mi cuerpo, manos de hombre sobre mi piel. Calculaba con desesperación: "¡Una no tiene derecho a casarse antes de los quince años!" Y aun así era una edad límite: tendría que esperar años antes de que terminara mi suplicio. Empezaba dulcemente en la tibieza de las sábanas y el hormigueo de mi sangre, mis fantasmas me hacían latir deliciosamente el corazón; casi creía que iban a materializarse; pero no, se desvanecían, ninguna mano, ninguna boca aplacaba mi carne irritada; mi camisón de madapolán se convertía en una túnica envenenada. Sólo el sueño me liberaba. Nunca asocié esos desórdenes con la idea de pecado: su brutalidad desbordaba mi complacencia y me sentía más bien víctima que culpable. No me preguntaba tampoco si las otras chicas conocían ese martirio. No tenía la costumbre de compararme.
Pasábamos una temporada en casa de amigos, en la humedad sofocante del mes de julio, cuando una mañana me desperté aterrada: mi camisón estaba manchado. Lo lavé; me vestí: de nuevo ensucié mi ropa. Había olvidado las imprecisas profecías de Madeleine y me preguntaba qué era esa ignominiosa enfermedad. Inquieta, sintiéndome vagamente culpable, tuve que recurrir a mi madre; me explicó que me había vuelto "una niña grande" y me envolvió en forma incómoda. Sentí un vivo alivio enterándome de que no era culpable de nada; y como cada vez que me ocurría algo importante, hasta sentí una especie de orgullo. Yo soportaba sin demasiada molestia que mi madre hablara en voz baja con sus amigas. En cambio, aquella noche cuando llegó papá, e hizo en broma algunas alusiones a mi estado, me consumí de vergüenza. Había imaginado que la cofradía femenina disimulaba cuidadosamente a los hombres su tara secreta. Frente a mi padre me creía un espíritu puro: me horrorizó que me considerara de pronto como un organismo. Me sentí caída para siempre.
Me desfiguré, mi nariz enrojeció; me salieron en la cara y en la nuca granos que me pellizcaba con nerviosidad. Mi madre, excedida de trabajo, me vestía con negligencia; mis vestidos informes acentuaban mi torpeza. Incómoda en mi pellejo, desarrollaba fobias: no soportaba, por ejemplo, beber en un vaso donde ya había bebido. Tuve tics; no paraba de encogerme de hombros, de mover mi nariz. "No pellizques tus granos, no muevas tu nariz", me repetía mi padre. Sin maldad, pero sin miramientos hacía, sobre mi color, mi acné, mi torpeza, observaciones que exasperaban mi malestar y mis manías.
El primo rico a quien papá debía su situación organizó una fiesta para sus hijos y sus amigos. Compuso una revista en verso. Mi hermana fue elegida como comadre. Con un vestido de tul azul, sembrado de estrellas, sus hermosos cabellos desparramados sobre su espalda, encarnaba la Bella de la Noche. Después de haber dialogado poéticamente con un Pierrot lunar, presentaba en coplas rimadas a los jóvenes invitados que desfilaban, disfrazados, sobre un estrado. Disfrazada de española yo debía pavonearme abanicándome, mientras ella cantaba con el aire de Funiculi-funicula:
Veo venir hacia nosotros a una linda persona
que mueve el cuello (bis)
Es la perfecta elegancia de Barcelona
el paso español (bis)
No oculta sus grandes ojos en su bolso,
está llena de audacia...
Todas las miradas clavadas en mí y sintiendo mis mejillas inflamadas, estaba en el suplicio. Poco después asistí a la boda de una prima del norte; pero si bien el día del casamiento de tía Lili mi imagen me había seducido, esta vez me abrumó. Mamá se dio cuenta solamente esa misma mañana en Arras de que mi vestido nuevo de espumilla beige pegado a mi pecho que ya no tenía nada de infantil, lo subrayaba con indecencia. Lo vendó tan bien que tuve durante todo el día la impresión de estar ocultando bajo mi blusa un defecto molesto. En el aburrimiento de la ceremonia y de un interminable banquete, yo tenía tristemente conciencia de lo que confirman las fotos: mal vestida, pesada, vacilaba entre la niña y la mujer.
Mis noches se habían vuelto tranquilas. En cambio, en forma indefinible, el mundo se turbó. Ese cambio no afectó a Zaza: era una persona y no un objeto. Pero había en la clase superior a la mía una alumna a la que yo miraba como a un lindo ídolo, rubia, sonriente y rosada: se llamaba Marguerite de Théricourt y su padre poseía una de las más grandes fortunas de Francia; una gobernanta la acompañaba al curso en un vasto automóvil negro conducido por un chofer: ya a los diez años con sus bucles impecables, sus vestidos cuidados, sus guantes que no se sacaba hasta el momento de entrar a clase, me parecía una princesita. Se convirtió en una bonita joven de largo pelo pálido y lacio, de ojos de porcelana, de sonrisa graciosa: yo era sensible a su soltura, a su reserva, a su voz pausada y cantante. Buena alumna, manifestándoles a las señoritas una extremada deferencia, éstas, halagadas por el esplendor de su fortuna, la adoraban. Me hablaba siempre con mucha amabilidad. Contaban que su madre era una mujer muy enferma: esto dotaba a Marguerite de una aureola romántica. A veces, yo me decía que si me invitara a su casa desfallecería de alegría, pero ni siquiera me atrevía a desearlo: vivía en esferas para mí tan lejanas como la corte de Inglaterra. Por otra parte, no deseaba tener intimidad con ella, sino solamente poder contemplarla de más cerca.
Cuando alcancé la pubertad mi sentimiento se acusó. Al final de la clase llamada sexta primera asistí al examen solemne que pasaban en el interior del instituto las alumnas de la clase superior y que tenía como recompensa un "diploma Adeline Désir". Marguerite llevaba un vestido de vestir, de espumilla gris, cuyas mangas dejaban ver en transparencia bonitos brazos redondos: esa púdica desnudez me impresionó. Yo era demasiado ignorante y demasiado respetuosa para esbozar el menor deseo; ni siquiera imaginaba que alguna mano pudiera profanar los blancos hombros; pero durante todo el tiempo que duraron los exámenes no aparté de ellos los ojos y algo desconocido me oprimía la garganta.
Mi cuerpo cambiaba; mi existencia también: el pasado se alejaba de mí. Ya nos habíamos mudado y Louise se había ido. Mirábamos, mi hermana y yo, viejas fotografías cuando un día reparé de pronto en que uno de esos días perdería Meyrignac. Abuelito era muy viejo, moriría; cuando la propiedad fuera de mi tío Gastón -que ya era el nudo propietario- no me sentiría más en casa; iría como una extraña, luego no iría más. Me quedé consternada. Mis padres repetían, y su ejemplo parecía confirmarlo, que la vida deshace las amistades de la infancia, ¿olvidaría acaso a Zaza? Nos preguntábamos con inquietud Poupette y yo si nuestro afecto resistiría a la edad. Las personas mayores no compartían nuestros juegos ni nuestros placeres. Yo no conocía a ninguna que pareciera divertirse mucho sobre la tierra: la vida no es alegre, la vida no es una novela, declaraban en coro.
La monotonía de la existencia adulta siempre me había apiadado; cuando me di cuenta de que, en un breve plazo, sería ése mi destino, la angustia se apoderó de mí. Una tarde, estaba ayudando a mamá a lavar los platos; ella los lavaba y yo los secaba; por la ventana veía la pared del cuartel de bomberos y otras cocinas donde, otras mujeres frotaban cacerolas o pelaban verduras. Cada día, el almuerzo, la comida; cada día lavar platos; esas horas infinitamente repetidas y que no llevan a ninguna parte: ¿viviría yo así? Una imagen se formó en mi cabeza con una claridad tan desoladora que aún hoy la recuerdo: una hilera de cuadrados grises se extendía hasta el horizonte, disminuidos según las leyes de la perspectiva, pero todos idénticos y chatos; eran los días y las semanas y los años. Yo, desde mi nacimiento, me había dormido cada noche un poco más rica que la víspera; me elevaba de escalón en escalón; pero si sólo encontraba allí arriba una árida meseta sin ninguna meta hacia la cual dirigirse, ¿para qué andar?
No, me dije mientras ordenaba en la alacena una pila de platos; la vida mía conducirá a alguna parte. Felizmente no estaba condenada a un destino de ama de casa. Mi padre no era feminista; admiraba la sabiduría de las novelas de Colette Yver donde la abogada, la doctora, terminan por sacrificar su carrera a la armonía del hogar; pero necesidad es ley: "Ustedes, hijitas, no se casarán", repetía a menudo. "No tienen dote, tendrán que trabajar." Yo prefería infinitamente la perspectiva de un oficio a la del matrimonio; ella autorizaba esperanzas. Había gente que había hecho cosas: yo las haría. No preveía bien cuáles. La astronomía, la arqueología, la paleontología, me habían reclamado por turno y yo continuaba acariciando vagamente el proyecto de escribir. Pero esos proyectos carecían de consistencia, yo no creía bastante en ellos para encarar con confianza el porvenir. Llevaba por anticipado el luto de mi pasado.
Esa negación a cortar el cordón umbilical se manifestó con fuerza cuando leí la novela de Luisa Alcott, Good wiwes, que era la continuación de Little Women. Un año o más había pasado desde que yo había dejado a Joe y a Laurie, sonriendo juntos al porvenir. En cuanto tuve entre mis manos el pequeño volumen en rústica de la colección Tauchnitz donde se terminaba su historia, lo abrí al azar: caí sobre una página que me informó brutalmente del casamiento de Laurie con una hermana menor de Joe, la rubia, vana y estúpida Amy. Arrojé el libro como si me hubiera quemado los dedos. Durante varios días permanecí abrumada por una desdicha que me había tocado en lo más vivo de mí misma: el hombre que yo amaba y del que me creía amada me había traicionado por una tonta. Aborrecí a Luisa Alcott. Más tarde descubrí que Joe le había negado su mano a Laurie. Después de un largo celibato, de errores, de pruebas, encontraba a un profesor mayor que ella dotado de las más altas cualidades; la comprendía, la consolaba, la aconsejaba, se casaban. Mucho mejor que el joven Laurie, ese hombre superior que venía de afuera a la historia de Joe, encarnaba al juez supremo por quien yo soñaba ser reconocida un día; no obstante su intrusión me disgustó. Antaño, leyendo Las Vacaciones de Madame de Segur, yo había deplorado que Sophie no se casara, con Paul, su amigo de infancia, sino con un joven desconocido dueño de un rastillo. La amistad, el amor eran a mis ojos cosas definitivas, eternas, y no una aventura precaria. Yo no quería que el porvenir me impusiera rupturas: tenía que involucrar a todo mi pasado.
Había perdido la seguridad de la infancia, en cambio no había ganado nada. La autoridad de mis padres no se había relajado y como mi espíritu crítico se despertaba, la soportaba cada vez más impacientemente. Visitas, almuerzos de familia, todas esas tareas que mis padres consideraban obligatorias, yo no les veía la utilidad. Las respuestas: "Esto se hace; esto no se hace", ya no me satisfacían. La solicitud de mi madre me pesaba. Tenía "sus ideas", no se ocupaba de justificarlas, por lo tanto sus decisiones me parecían a menudo arbitrarias. Discutimos violentamente a propósito de un misal que regalé a mi hermana el día de su comunión solemne; yo lo quería encuadernado en cuero rojizo, como el que tenían la mayoría de mis compañeras; mamá consideraba que bastaba una tapa, de tela azul; yo protesté que el dinero de mi alcancía me pertenecía; protestó que no se debe gastar veinte francos por un objeto que puede costar catorce. Mientras comprábamos pan en la panadería, a lo largo de la escalera y de vuelta a casa me opuse a ella. Tuve que ceder, indignada, prometiéndome no perdonarle nunca lo que consideraba un abuso de autoridad. Si me hubiera contrariado a menudo creo que me habría precipitado en la rebeldía. Pero en las cosas importantes, mis estudios, la elección de mis amigas, intervenía poco; respetaba mi trabajo y hasta mis ocios, sólo me pedía pequeños servicios: que moliera el café, que bajara el tacho de basura. Yo estaba habituada a la docilidad y creía que en cierto modo Dios la exigía de mí; el conflicto que me oponía a mi madre no estalló; pero yo tenía sordamente conciencia de ello. Su educación, su medio, la habían convencido de que para una mujer la maternidad es el más hermoso de los papeles: no podía representarlo si yo no representaba el mío, pero yo me negaba tan tercamente como a los cinco años a entrar en el juego de los adultos. En el curso Désir la víspera de nuestra comunión solemne se nos exhortaba a ir a arrojarnos a los pies de nuestras madres para pedirles el perdón de nuestras faltas; no solamente no lo hice sino que cuando le llegó el turno a mi hermana la disuadí de hacerlo. Mi madre se enojó. Adivinaba en mí reticencias que la fastidiaban y me retaba a menudo. Yo le guardaba rencor por mantenerme bajo su dependencia y afirmar sus derechos sobre mí. Además yo estaba celosa del lugar que ella ocupaba en el corazón de mi padre, pues mi pasión por él no había hecho más que crecer.
Más ingrata se volvía su vida, más me cegaba la superioridad de mi padre; ésta no dependía ni de la fortuna ni del éxito, y me convencí de que las había despreciado deliberadamente; eso no me impedía compadecerlo: lo consideraba subvalorado, incomprendido, víctima de oscuros cataclismos. Por lo mismo le agradecía aun más sus accesos de alegría, todavía bastante frecuentes. Contaba viejas historias, se burlaba de todo, hacía juegos de palabras. Cuando se quedaba en casa nos leía a Víctor Hugo, a Rostand; hablaba de los escritores que le gustaban, de teatro, de los grandes acontecimientos pasados, de un montón de tenias elevados y yo me sentía transportada muy lejos de la gris mediocridad cotidiana. Yo no imaginaba que existiera un hombre tan inteligente como él. En todas las discusiones a las que yo asistía tenía la última palabra y cuando atacaba a los ausentes los aplastaba. Admiraba con fuego a ciertos grandes hombres; pero éstos pertenecían a esferas tan lejanas que me parecían míticos y además nunca eran irreprochables; el mismo exceso de su genio los condenaba al error: se hundían en el orgullo y su espíritu se falseaba. Era el caso de Víctor Hugo de quien mi padre declamaba los poemas con entusiasmo, pero cuya vanidad había terminado por perder; era el caso de Zola, de Anatole France, de muchos otros. Mi padre oponía a sus aberraciones una serena imparcialidad. Hasta la obra de aquellos a los que estimaba sin reserva tenía sus límites, mi padre hablaba con una voz viva, su pensamiento era inasible e infinito. La gente y las cosas comparecían ante él juzgaba soberanamente.
Desde el momento en que me aprobaba yo estaba segura de mí. Durante años sólo me había discernido elogios. Cuando entré en la edad ingrata lo decepcioné: apreciaba en las mujeres la elegancia, la belleza. No solamente no me ocultó su decepción sino que demostró más interés que antes por mi hermana que seguía siendo una chica bonita. Resplandecía de orgullo cuando ella se pavoneó disfrazada de Bella de la Noche. Solía participar en los espectáculos que su amigo M. Jeannot -gran celador del teatro cristiano- organizaba en los beneficios de los suburbios: hizo que Poupette trabajara con él. El rostro encuadrado de largas trenzas rubias, representó el papel de la niña en El Farmacéutico de Max Maurey. Le enseñó a recitar fábulas detallándolas y con efectos. Sin confesármelo, yo sufría por ese entendimiento y le guardaba un vago rencor a mi hermana.
Mi verdadera rival era mi madre. Yo soñaba con tener con mi padre relaciones personales; pero aun en las raras oportunidades en que estábamos los dos solos, hablábamos como si ella hubiera estado presente. Si en caso de conflicto yo hubiera recurrido a mi padre, él me habría contestado: "¡Debes hacer lo que te dice tu madre!" Sólo una vez busqué su complicidad. Nos había llevado a las carreras en Auteuil; el césped estaba negro de gente, hacía calor, no ocurría nada y yo me aburría; por fin largaron: la gente se precipitó sobre el cerco y sus espaldas me ocultaron la pista. Mi padre había alquilado para nosotros bancos plegadizos y quise subir sobre el mío. "No", dijo mamá que detestaba las muchedumbres y que se había puesto nerviosa cuando la gente empezó a atropellar. Insistí. "No y no", repitió. Cuando empezó a ocuparse de mi hermana me volví hacia mi padre y dije con rabia: "¡Mamá es ridícula! ¿Por qué no puedo subir sobre este banco?" Se encogió de hombros con aire molesto sin tomar partido.
Al menos ese gesto ambiguo me permitía suponer que en su fuero interno mi padre encontraba a mi madre demasiado imperiosa; me persuadí de que una silenciosa alianza existía entre él y yo. Perdí esa ilusión. Durante un almuerzo hablaron de un primo mayor, muy disipado, que consideraba a su madre tomo a una idiota: mi padre confesaba que en efecto lo era. Declaró, sin embargo, con vehemencia: "Un chico que juzga a su madre es un imbécil." Me puse roja y me levanté de la mesa pretextando un malestar: yo juzgaba a mi madre. Mi padre me había dado un doble golpe afirmando su superioridad y tratándome indirectamente de imbécil. Lo que más me enloquecía era que yo juzgaba esa misma frase que acababa de pronunciar: puesto que la tontería de mi tía saltaba a la vista ¿por qué su hijo no iba a reconocerlo? No está mal decirse la verdad y además a menudo uno no lo hace a propósito; en ese momento, por ejemplo, yo no podía impedirme pensar lo que pensaba: ¿estaba en falta? En un sentido no, y sin embargo las palabras de mi padre me impresionaban tanto que me sentía a la vez irreprochable y monstruosa. En adelante, y quizá a causa de ese incidente, yo ya no le concedería a mi padre una infalibilidad absoluta. Sin embargo, mis padres conservaron el poder de hacer de mi una culpable; yo aceptaba sus veredictos viéndome al mismo tiempo en otros ojos que los de ellos. La verdad de mi ser les pertenecía aún tanto como a mí; pero paradojalmente mi verdad en ellos podía ser sólo una mentira, podía ser falsa. Había un solo medio de prevenir esa extraña confusión: había que disimularles las apariencias engañosas. Yo tenía la costumbre de vigilar mi lenguaje; redoblaba mi prudencia. Di un paso más. Puesto que no lo confesaba todo ¿por qué no osar actos inconfesables? Aprendí la clandestinidad.
Mis lecturas eran controladas con el mismo rigor que antaño; aparte de la lectura especialmente destinada a la infancia o purgada para ella, no me ponían entre las manos sino un número muy limitado de obras elegidas; aun así mis padres censuraban a menudo algunos pasajes; hasta en L'Aiglon mi padre hacía cortes. Sin embargo, confiados en mi lealtad, no cerraban la biblioteca con llave; en La Grillére me dejaban llevar las colecciones encuadernadas de la Petite Illustration después de haberme indicado las piezas que eran "para mí"; durante las vacaciones yo siempre estaba a corto de lectura; cuando había terminado Prime rose o Los Bufones, miraba con codicia la masa de papel impreso que yacía sobre el césped al alcance de mi mano, de mis ojos. Hacía tiempo que me permitía benignas desobediencias; mi madre me prohibía que comiera entre las comidas; en el campo llevaba todas las tardes en mi delantal una docena de manzanas: nunca el menor malestar me había castigado de mis excesos. Desde mis conversaciones con Madeleine dudaba que Sacha Guitry, Flers y Caillavet, Capus, Tristan Bernard, fuesen mucho más nocivos. Me arriesgaba en terreno prohibido. Me atreví a leer Bernstein, Bataille: no me hicieron el menor daño. En París, fingiendo restringirme a las Noches de Musset, me instalé ante el grueso volumen que contenía sus obras completas, leí todo su teatro, Rolla, La Confesión de un hijo del siglo. En adelante cada vez que me encontraba sola en casa me servía libremente en la biblioteca. Pasé horas maravillosas, en el hueco del sillón de cuero, devorando la colección de novelas a 90 centavos que habían encantado la juventud de papá: Bourget, Alphonse Daudet, Marcel Prévost, Maupassant, los Goncourt. Ellos completaron mi educación sexual, pero sin mucha coherencia. El acto de amor duraba a veces toda una noche, a veces algunos minutos, tan pronto parecía insípido, tan pronto extraordinariamente voluptuoso; encerraba refinamientos y variaciones que me resultaban completamente herméticos. Las relaciones visiblemente sospechosas de Los Civilizados de Farrére con sus boys, de Claudina con su amiga Rezi, embarullaron aun más la cuestión. Sea por falta de talento, sea porque sabía a la vez demasiado y demasiado poco, ningún autor logró conmoverme como me había conmovido antaño el canónigo Schmidt. En conjunto no relacionaba esos relatos con mi propia experiencia: me daba cuenta de que evocaban una sociedad en gran parte anticuada; aparte de Claudina y la Señorita Dax de Farrére, las heroínas -muchachas tontas o superficiales mujeres de mundo- me interesaban poco, consideraba mediocres a los hombres. Ninguno de esos libros me proponía una imagen del amor ni una idea de mi destino que pudiera satisfacerme, no buscaba en ellos un presentimiento de mi porvenir; pero me daban lo que yo les pedía: me desterraban; gracias a ellos me liberaba de mi infancia, entraba en un mundo complicado, aventurero, imprevisto. Cuando mis padres salían de noche yo prolongaba hasta muy tarde las alegrías de la evasión; mientras mi hermana dormía, apoyada en mi almohada, yo leía; en cuanto oía girar la llave en la cerradura apagaba; por la mañana después de haber hecho mi cama, escondía el libro bajo el colchón esperando el momento de volver a ponerlo en su lugar. Era imposible que mamá sospechara esas maniobras; pero, por momentos, la sola idea de que las Semivírgenes o La mujer y el pelele yacían contra mi colchón elástico, me hacía estremecer de terror. Para mí, mi conducta no tenía nada reprehensible: me distraía, me instruía; mis padres deseaban mi bien: yo no los contrarrestaba pues mis lecturas no me hacían daño. Sin embargo, una vez hecho público mi acto se volvió criminal. Paradojalmente fue una lectura lícita que me precipitó en las angustias de la traición. Yo había explicado en clase Silos Mamer. Antes de salir a veranear mi madre me compró Adam Bede. Sentada bajo los álamos del "parque apaisajado" seguí durante algunos días con paciencia el desarrollo de una lenta historia un poco insípida. De pronto, a consecuencias de un paseo en el bosque, la heroína que no estaba casada se encontraba encinta. Mi corazón se puso a latir violentamente: ¡con tal que mamá no lea ese libro! Porque entonces sabría que yo sabía: yo no podía soportar esa idea. No temía una reprimenda. Era irreprochable. Pero tenía "un miedo pánico a lo que ocurriría en su cabeza. Quizá se creyera obligada a tener una conversación conmigo: esa perspectiva me espantaba porque por el silencio que ella siempre había guardado sobre esos problemas, yo inedia su repugnancia en abordarlos. Para mí la existencia de las madres solteras era un hecho objetivo que no me molestaba más que la de las antípodas; pero el hecho de que yo lo supiera se convertiría a través de la conciencia de mi madre, en un escándalo que nos mancharía a ambas.
Pese a mi ansiedad no busqué la solución más sencilla: ungir haber perdido mi libro en el bosque. Perder un objeto, aunque fuese un cepillo de dientes, desencadenaba en casa tales tempestades que el remedio me asustaba casi más que la enfermedad. Además si bien practicaba sin escrúpulo la restricción mental no hubiera tenido el coraje de decir ante mi madre semejante mentira positiva; mi rubor, mis vacilaciones me habrían traicionado. Tuve simplemente cuidado de que Adam Bede no cayera entre sus manos. No se le ocurrió leerlo y mi desazón se aplacó.
De esta manera, mis relaciones con mi familia se habían vuelto menos fáciles que antes. Mi hermana ya no me idolatraba sin reserva, mi padre me encontraba fea y no me lo perdonaba, mi madre desconfiaba del oscuro cambio que adivinaba en mí. Si hubieran leído en mi cabeza, mis padres me habrían condenado; en vez de protegerme como antaño su mirada me hacía peligrar. Ellos mismos habían bajado de su zócalo; no lo aproveché para recusar su juicio. Al contrario, me sentí doblemente atacada; ya no vivía en un lugar privilegiado y mi perfección estaba mellada; estaba insegura de mí misma y vulnerable. Mis relaciones con los demás tenían que estar modificadas.
Los dones de Zaza se afirmaban; tocaba el piano en forma bastante notable para su edad y empezaba a aprender el violín. Mientras mi letra era groseramente infantil, la suya me asombraba por su elegancia. Mi padre apreciaba como yo el estilo de sus cartas, la vivacidad de su conversación; se divertía en tratarla ceremoniosamente y ella se prestaba con gracia a ese juego; la edad ingrata no la desfiguraba; vestida, peinada sin rebuscamiento, tenía modales desenvueltos de señorita; no había perdido, sin embargo, su osadía varonil: durante las vacaciones galopaba a caballo a través de los bosques sin preocuparse de las ramas que la golpeaban. Hizo un viaje por Italia; a la vuelta me habló de los monumentos, de las estatuas, de los cuadros que le habían gustado; yo envidiaba los placeres que había saboreado en un país legendario y miraba ton respeto la cabeza morena que encerraba tan lindas imágenes. Su originalidad me deslumbraba. Importándome menos juzgar que conocer me interesaba en todo: Zaza elegía; Grecia le encantaba, los romanos la aburrían; insensible a las desdichas de la familia real, el destino de Napoleón le entusiasmaba. Admiraba a Racine, Comeille la irritaba; detestaba Horacio y ardía de simpatía por El Misántropo. Siempre la conocí burlona, entre los doce y los quince años hizo de la ironía un sistema; ponía en ridículo no sólo a la mayoría de la gente sino también las costumbres establecidas y las ideas hechas; su libro de cabecera era Las Máximas de La Rochefoucauld y repetía sin cesar que el interés es lo que maneja a los hombres. Yo no tenía ninguna idea general sobre la humanidad y su terco pesimismo me imponía. Muchas de sus opiniones eran subversivas; escandalizó al curso Désir defendiendo en una composición a Alcestes contra Filinto, y otra vez colocando a Napoleón por encima de Pasteur. Sus audacias irritaban a algunas profesoras; otras las atribuían a su juventud y se divertían: era la bestia negra de algunas y la favorita de las otras. Generalmente yo tenía calificaciones superiores a las suyas aun en francés donde ganaba por "el fondo"; pero suponía que ella desdeñaba el primer lugar; aunque con notas menos buenas que las mías sus trabajos escolares debían a su desenvoltura un no sé qué del que me privaba mi asiduidad. Se decía que tenía personalidad: era ese su supremo privilegio. La complacencia confusa que yo había sentido antaño por mí misma no me había dotado de contornos definidos; dentro de mí todo era blando, insignificante; en Zaza entreveía una presencia que surgía como una vertiente, robusta como un bloque de mármol, tan firmemente dibujada como un retrato de Durero. La comparaba a mi vacío interior y me despreciaba. Zaza me obligaba a esa confrontación, pues solía hacer paralelos entre su negligencia y mi fervor, sus defectos y mis perfecciones de las que le gustaba burlarse. Yo no estaba al amparo de sus sarcasmos.
"No tengo personalidad", me decía tristemente. Mi curiosidad se volcaba sobre todo; yo creía en lo absoluto de la verdad, en la necesidad de la ley moral; mis pensamientos se modelaban sobre su objeto, si a veces uno de ellos me sorprendía era porque reflejaba algo sorprendente. Yo prefería lo mejor a lo bueno, lo malo a lo peor, despreciaba lo que era despreciable. No veía ningún rastro de mi susceptibilidad. Me había querido sin límites: era informe como el infinito. La paradoja es que descubrí esa insuficiencia en el mismo momento en que advertí mi individualidad: mi pretensión a lo universal me había parecido hasta entonces algo que se daba por sentado, y ahora se convertía en un rasgo de carácter. "Simone se interesa por todo." Me encontraba limitada por mi rechazo de los límites. Conductas, ideas que se habían impuesto naturalmente a mí, traducían de hecho mi pasividad y mi defecto de sentido crítico. En lugar de seguir siendo la pura conciencia incrustada en el centro del todo, me encarnaba: fue una dolorosa decadencia. El rostro que de pronto me imputaban, no podía sino decepcionarme a mí que había vivido como Dios mismo, sin rostro. Por eso fui tan pronta en sumergirme en la humildad. Si hubiera sido solamente un individuo entre otros, cualquier diferencia en vez de confirmar mi soberanía corría el riesgo de convertirse en inferioridad. Mis padres habían dejado de ser para mí gerentes seguros; y quería tanto a Zaza que me parecía más real que yo: yo era su negativo; en vez de reivindicar mis propias particularidades, las soporté con despecho.
Un libro que leí alrededor de los trece años me proporcionó un mito en el que creí durante mucho tiempo. Era El Colegial de Atenas de André Laurie. Théagéne, colegial serio, aplicado, razonable, estaba subyugado por el hermoso Euphorion; ese joven aristócrata, elegante, delicado, refinado, artista, espiritual, impertinente, deslumbraba a sus compañeros y a sus profesores aunque le reprochaban a veces su abandono y su desenvoltura. Moría en la flor de la edad y Théagéne cincuenta años después contaba su historia. Yo identifiqué a Zaza con el hermoso efebo rubio y a mí misma con Théagéne: había seres dotados y seres meritorios y yo pertenecía irremediablemente a esa última categoría.
Mi modestia, sin embargo, era equívoca; los meritorios debían a los dotados admiración y abnegación. Pero en fin era Théagéne que al sobrevivir a su amigo hablaba de él: era la memoria y la conciencia, el sujeto esencial. Si me hubieran propuesto ser Zaza lo habría rechazado; prefería poseer el universo y no una cara. Conservaba la convicción de que sólo yo lograba descubrir la realidad sin deformarla ni disminuirla. Sólo cuando me comparaba con Zaza deploraba amargamente mi mediocridad.
Hasta cierto punto yo era víctima de un espejismo; me sentía desde adentro, la veía a ella desde afuera: la partida no era pareja. Me parecía extraordinario que no pudiera ni siquiera ver un durazno sin erizarse; mientras mi horror por las ostras era natural. Sin embargo, ninguna otra compañera me asombró. Zaza era verdaderamente bastante excepcional.
De los nueve chicos Mabille era la tercera, y la segunda de las mujeres; su madre no había tenido tiempo de empollarla; se había incorporado a la vida de sus hermanos, de sus primos, de los compañeros de éstos y había adquirido modales varoniles; desde temprano la habían considerado como a una chica grande y la habían cargado de las responsabilidades que incumben a los mayores. Casada a los veinticinco años con un católico practicante que además era su primo, la señora de Mabille ya estaba sólidamente instalada en su condición de matrona cuando nació Zaza, espécimen cumplido de la burguesía bien pensante seguía su camino con la seguridad de esas grandes señoras que autorizadas en su conocimiento de la etiqueta pueden infringirla si quieren; por eso toleraba en sus hijos anodinas impertinencias; la espontaneidad de Zaza, su naturalidad, reflejaba la orgullosa desenvoltura de su madre. Yo me había quedado estupefacta de que se atreviera en medio de una audición de piano a sacarle la lengua; era porque contaba con su complicidad: por encima de la cabeza del público ambas se reían de las convenciones. Si yo hubiera cometido semejante incongruencia mi madre la habría sentido con vergüenza: mí conformismo traducía su timidez.
El señor Mabille me gustaba a medias; era demasiado diferente de mi padre que además no simpatizaba con él. Tenía una barba larga, usaba lentes; comulgaba todos los domingos y consagraba gran parte de sus ocios a las obras sociales. Su pelo sedoso, sus virtudes cristianas lo afeminaban y lo rebajaban a mis ojos. Al principio de nuestra amistad, Zaza me contó que hacía llorar de risa a sus hijos leyendo en alta voz con mímicas El enfermo imaginario. Un poco más tarde ella lo escuchaba con deferencia interesada explicarnos en la gran galería del Louvre la belleza de un Coraggio cuando al salir de una proyección de Los Tres Mosqueteros él predecía que el cine mataría el Arte. Zaza evocaba ante mí con enternecimiento la noche en que sus padres, recién casados, habían escuchado de la mano, en el borde de un lago, la barcarola, Bella noche -oh noche de amor... Poco a poco se puso a hablar en otro tono. "¡Papá es tan serio!", me dijo un día con rencor. La mayor, Lili, se parecía al señor Mabille; metódica, detallista, categórica como él, brillaba en matemáticas: ambos se entendían maravillosamente. Zaza no quería a esa hermana mayor positiva y sermoneadora. La señora Mabille hacía gala de estimar mucho ese parangón, pero había entre ellas una sorda rivalidad y a menudo su hostilidad se transparentaba; la señora Mabille no ocultaba su predilección por Zaza: "Es mi retrato", decía con voz feliz. Por su parte Zaza prefería a su madre fervorosamente. Me contó que el señor Mabille había pedido varias veces en vano la mano de su prima; bonita, ardiente, vivaz. Guite Lariviére temía a ese severo ingeniero; sin embargo, llevaba en el país vasco una existencia retirada, y los partidos no afluían; a los veinticinco años, bajo la imperiosa presión de su madre, se resignó a decir sí. Zaza me confió también que la señora Mabille -a quien atribuía tesoros de encanto, de sensibilidad, de fantasía- había sufrido por la incomprensión de un marido aburrido como un libro de álgebra; no pensaba mucho más allá; hoy me doy cuenta de que sentía por su padre una repulsión física. Su madre le enseñó muy pronto y con una cruel crudeza las realidades sexuales: Zaza comprendió precozmente que la señora Mabille había aborrecido desde la primera noche y para siempre los deberes conyugales. Extendió a toda la familia de su padre la repugnancia que éste le inspiraba. En cambio, adoraba a su abuela materna que compartía su cama siempre que venía a París. El señor Lariviére había militado antaño en diarios y revistas provincianos junto a Luis Veuillot; había dejado detrás de sí algunos artículos y. una vasta biblioteca; contra su padre, contra las matemáticas, Zaza optó por la literatura; pero muerto su abuelo, careciendo la señora Lariviére y la señora Mabille de cultura, nadie podía dictarle a Zaza principios ni gustos: tuvo que pensar por sí sola. A decir verdad, su margen de originalidad era muy delgado; fundamentalmente, Zaza, como yo, expresaba su medio. Pero en el curso Désir y en nuestros hogares estábamos tan estrechamente sujetas a los prejuicios y a los lugares comunes que el menor impulso de sinceridad, la más mínima invención sorprendía.
Lo que más me impresionaba en Zaza era su cinismo. Caí de las nubes cuando, años más tarde, me dio las razones. Estaba lejos de compartir la alta opinión que yo tenía de ella. La señora Mabille tenía una progenitura demasiado numerosa, cumplía demasiados "deberes sociales" y obligaciones mundanas para conceder mucho de sí misma a ninguno de sus hijos; su paciencia, sus sonrisas, cubrían, según creo, una gran frialdad; de chiquita, Zaza se sintió más o menos descuidada; luego su madre le demostró un afecto particular pero muy medido: el amor apasionado que Zaza sentía por ella fue más celoso que feliz. No sé si en su rencor por su padre no entraba también despecho: no debió de serle indiferente la predilección del señor Mabille por Lili. De todos modos el tercer vástago de una familia de nueve hijos no puede sino considerarse un número entre otros; se beneficia de una solicitud colectiva que no lo alienta a creerse alguien. Ninguna de las chicas Mabille era apocada; colocaban demasiado arriba a su familia para sentir timidez ante los extraños; pero cuando Zaza, en vez de portarse como un miembro del clan, se sentía ella misma, se encontraba un montón de defectos: era fea, sin gracia, poco amable, mal querida. Compensaba con la ironía ese sentimiento de inferioridad. No lo noté entonces, pero nunca se rió de mis defectos: solamente de mis cualidades; nunca puso en evidencia sus dones ni sus éxitos, sólo se jactaba de sus debilidades. Durante las vacaciones de Pascuas, cuando teníamos catorce años, me escribió que no había tenido valor de estudiar sus deberes de física y que, sin embargo, la idea de fracasar en la próxima composición la desolaba: "Usted no puede comprenderme, porque si tuviera que aprender una composición, en vez de atormentarse por no saberla la aprendería." Me entristecí leyendo esas líneas que ponían en ridículo mis manías de buena alumna; pero su discreta agresividad también significaba que Zaza se reprochaba su indolencia. Si yo la crispaba era porque a la vez me daba la razón y me la quitaba; defendía sin alegría contra mis perfecciones a la chica desdichada que era ella ante sus propios ojos.
También había resentimiento en su desprecio por la humanidad. No se estimaba, pero el resto del mundo tampoco le parecía estimable. Buscaba en el cielo el amor que la tierra le negaba, era muy piadosa. Vivía en un medio más homogéneo que el mío, donde los valores religiosos eran afirmados unánimemente y con énfasis: el desmentido que la práctica infligía a la teoría cobraba un esplendor más escandaloso. Los Mabille daban dinero para beneficencia. Todos los años iban a Lourdes en la peregrinación nacional; los varones hacían de camilleros; las chicas lavaban los platos en las cocinas de los hospicios. La gente que los rodeaba hablaba mucho de Dios, de caridad, de ideal; pero Zaza advirtió pronto que toda esa gente sólo respetaba el dinero y las dignidades sociales. Esa hipocresía la sublevó; se protegió de ella con una resolución de cinismo. Nunca comprendí lo que había de desgarrado y de crujiente en lo que llamaban sus paradojas en el curso Désir.
Zaza tuteaba a sus demás amigas; en las Tullerías jugaba con cualquiera, tenía modales muy libres y hasta un poco atrevidos. Sin embargo, mis relaciones con ella eran bastante etiqueteras, ni abrazos, ni riñas; seguíamos diciéndonos de usted y nos hablábamos a distancia. Yo sabía que me quería mucho menos de lo que yo la quería; me prefería a nuestras otras compañeras, pero la vida escolar no contaba para ella tanto como para mí; muy ligada a su familia, a su medio, a su piano, a sus vacaciones, yo ignoraba el lugar que me concedía en su existencia; al principio no me había inquietado; ahora me interrogaba tenía conciencia de que mi fervor estudioso, mi docilidad la aburrían; ¿hasta qué punto me estimaba? No se trataba de recelarle mis sentimientos ni de tratar de conocer los suyos. Había logrado liberarme interiormente de los clisés con que los adultos abruman a la infancia: aceptaba mis emociones, mis sueños, mis deseos y hasta ciertas palabras. Pero no me imaginaba que se pudiera comunicar sinceramente con alguien. En los libros la gente se hace declaraciones de amor, de odio, pone su corazón en frases; en la vida uno nunca pronuncia palabras que pesan. Lo que "se dice" está tan bien regimentado como lo que "se hace". Nada más convencional que las cartas que cambiábamos. Zaza utilizaba los lugares comunes un poco más elegantemente que yo; pero ni la una ni la otra expresábamos nada de lo que nos importaba realmente. Nuestras madres leían nuestra correspondencia: esa censura no favorecía las libres efusiones. Pero aun en nuestra conversación respetábamos indefinibles conveniencias; teníamos un pudor exagerado, convencidas, ambas, de que nuestra íntima verdad no debía expresarse abiertamente. Por lo tanto, me encontré reducida a interpretar signos inciertos; el menor elogio de Zaza me llenaba de alegría; las sonrisas burlonas de las que era pródiga me destrozaban. La felicidad que me cabía nuestra amistad fue turbada durante esos años ingratos por el temor de disgustarle.
Un año, durante las vacaciones, su ironía me hizo sufrir enormemente. Yo había ido a admirar con mi familia las cataratas de Gimel; ante lo que tenían de pintoresco reaccioné con un entusiasmo obligado. Por supuesto, dado que mis cartas expresaban mi vida pública, callaban cuidadosamente las alegrías solitarias que me daba el campo; en cambio traté de describirle a Zaza esa excursión colectiva, sus bellezas, mi entusiasmo. La criatura de mi estilo subrayaba deplorablemente la insinceridad de mis emociones. En su respuesta Zaza insinuó maliciosamente que le había mandado por equivocación uno de mis deberes de vacaciones: lloré. Sentí que me reprochaba algo más grave que la torpe grandilocuencia de mis frases: yo arrastraba siempre conmigo mis harapos de buena alumna. En parte era verdad; pero era verdad también que yo quería a Zaza con una intensidad que no tenía nada que ver con las costumbres ni con las obligaciones. Yo no era exactamente el personaje que ella creía; pero no encontraba la manera de destruirlo para mostrar a Zaza mi corazón al desnudo: ese malentendido me desesperaba. En mi respuesta fingí bromear reprochando a Zaza su crueldad; ella sintió que me había herido, pues se disculpó a vuelta de correo: yo había sido víctima, me decía, de un ataque de mal humor. Me tranquilicé.
Zaza no sospechaba hasta qué punto yo la veneraba, ni cómo había dimitido de todo orgullo en su favor. En una venta de candad del curso Désir, un grafólogo examinó nuestras letras; la de Zaza le pareció denotar una precoz madurez, una sensibilidad, nana cultura, dones artísticos asombrosos; en la mía sólo vio infantilismo. Acepté ese veredicto: sí, yo era una alumna aplicada, una niña juiciosa, nada más. Zaza se indignó con; una vehemencia que me reconfortó. Protestando en una carta contra otro análisis igualmente desfavorable, que yo le había comunicado, esbozó mi retrato: "Un poco de reserva, un poco de sumisión del espíritu a las doctrinas y a las costumbres; agrego mucho corazón y una ceguera sin igual y muy indulgente para sus amigas."
No solíamos hablar tan explícitamente de nosotras. ¿Era culpa mía? El hecho es que Zaza hacía gentilmente alusión a mi reserva: ¿deseaba entre nosotras más abandono? El afecto que yo sentía por ella era fanático; el suyo para mí reticente; pero sin duda yo fui la responsable de nuestro exceso de discreción.
Sin embargo, ésta me pesaba. Brusca, cáustica, Zaza era sensible; un día había llegado al curso con el rostro descompuesto porque se había enterado de la muerte de un primo lejano. Mi culto por ella la habría emocionado: me resultó intolerable que no lo adivinara. Puesto que no encontraba ninguna palabra, inventé un gesto. Era correr grandes riesgos; mamá encontraría mi iniciativa ridícula: o la misma Zaza la acogería con sorpresa. Pero tenía tal necesidad de expresarme que por una vez pasé por encima de todo. Confié mi proyecto a mi madre que lo aprobó. Le regalaría a Zaza para su cumpleaños un bolso que haría con mis propias manos. Compré una seda roja y azul bordada de oro que me pareció el colmo del lujo; con un molde de la Moda Práctica la cosí sobre una armazón de espartería y la forré con raso cereza: envolví mi obra en papel de seda. Llegado el día aceché la llegada de Zaza; cuando le tendí mi regalo me miró con estupor, luego el rubor le subió a las mejillas y su rostro cambió; durante un rato quedamos la una frente a la otra, confusas, por nuestra emoción, incapaces de encontrar en nuestro repertorio una palabra, un gesto apropiados. Al día siguiente nuestras madres se encontraron. "Agradece a la señora de Beauvoir -dijo la señora Mabille con su voz afable-; toda la molestia ha sido de ella." Trataba de hacer entrar mi acto en el circuito de las cortesías de los adultos. Comprendí en ese instante que ya no la quería nada. Por otra parte fracasó. Algo había ocurrido que ya no podía ser borrado.
De todas maneras eso me alertó. Aun cuando Zaza se mostraba muy amistosa, aun cuando parecía estar a gusto conmigo, tenía miedo de importunarla. De esa secreta "personalidad" que la habitaba, sólo me revelaba migajas: me hacía una idea casi religiosa de su soledad consigo misma. Un día fui a buscar a la calle Varennes un libro que ella debía prestarme; no estaba en su casa; entonces me hicieron entrar en su cuarto: podía esperarla, no podía tardar. Miré la pared empapelada de azul, la Santa Ana de Vinci, el crucifijo; Zaza había dejado abierto sobre su escritorio uno de sus libros favoritos, los Ensayos de Montaigne; leí la página que acababa de abandonar, que reanudaría: ¿que leía en ella? Los signos impresos me parecían más indescifrables que en la época en que no sabía el alfabeto. Trataba de ver el cuarto con los ojos de Zaza, de insinuarme en ese monólogo que tenía lugar entre ella y ella: en vano. Podía tocar todos esos objetos donde su presencia estaba impresa; pero no me la entregaban, anunciándomela, me la ocultaban; hasta parecía que me desafiaban de poder acercarme a ella jamás. La existencia de Zaza me pareció tan herméticamente cerrada sobre sí misma que el menor lugar me era negado. Tomé mi libro, huí. Cuando la vi al día siguiente me pareció sorprendida: ¿por qué me había ido tan pronto? No supe explicarle. No me confesaba a mí misma con qué torturas afiebradas pagaba la dicha que me daba.
La mayoría de los varones que yo conocía me parecían sin gracia y tupidos; sin embargo, sabía que pertenecían a una categoría privilegiada. Estaba dispuesta a sufrir su prestigio en cuanto tenían un poco de encanto y de vivacidad. Mi primo Jacques nunca había perdido el suyo. Vivía solo con su hermana y una vieja sirvienta en la casa del Bulevar Montparnasse y venía a menudo a pasar la velada a casa. A los trece años ya tenía modales de muchacho mayor; la independencia de su vida, su autoridad en las discusiones hacían de él un adulto precoz y me parecía normal que me tratara como a una primita. Nos alegrábamos mucho mi hermana y yo cuando reconocíamos su campanillazo. Una noche llegó tan tarde que ya estábamos en la cama; nos precipitamos al escritorio en camisón. "¡Vamos!" -dijo mi madre-. ¡Son muy grandes para presentarse en esa facha!" Quedé asombrada. Miraba a Jacques como a una especie de hermano. Me ayudaba a hacer mis traducciones del latín, criticaba la elección de mis lecturas, me decía versos. Una noche en el balcón recitó La Tristeza de Olympio y recordé con el corazón estrujado que habíamos sido novios. Ahora no tenía verdaderas conversaciones sino con mi padre.
Estaba externo en el colegio Stanislas donde brillaba; entre los catorce y quince años se entusiasmó con un profesor de literatura que le enseñó a preferir Mallarmé a Rostand. Mi padre se encogió de hombros, luego se irritó. Como Jacques denigraba a Cyrano sin saber explicar las tallas, como recitaba con aire goloso versos oscuros sin hacerme sentir las bellezas, admití con mis padres que posaba. No obstante aun discutiendo sus gustos admiraba que los defendiera con tanta soberbia. Conocía una cantidad de poetas y de escritores de los que yo ignoraba todo; con él entraban en la casa rumores de un mundo que me estaba vedado: ¡cómo hubiera querido penetrar en él! Papá solía decir: "Simone tiene un cerebro de hombre. Simone es un hombre." Sin embargo, me trataban como a una mujer. Jacques y sus camaradas leían los verdaderos libros, estaban al corriente de los verdaderos problemas; vivían a cielo abierto: a mí me confinaban en una nursery. No me desesperaba. Confiaba en mi porvenir. Por el saber o el talento las mujeres se habían hecho un lugar en el universo de los hombres. Pero me impacientaba ese retardo que me imponían. Cuando llegaba a pasar delante del colegio Stanislas mi corazón se oprimía; evocaba el misterio que se celebraba detrás de esas paredes: una clase de varones, y me sentía en el exilio. Tenían como profesores hombres de brillante inteligencia que les descubrían el conocimiento en su intacto esplendor. Mis viejas maestras sólo me lo comunicaban expurgado, insulso, gastado. Me alimentaban con sucedáneos, me retenían en una jaula.
En efecto, yo ya no miraba a las señoritas como a las augustas sacerdotisas del Saber sino como a beatas irrisorias. Más o menos afiliadas a la orden de los jesuitas se peinaban con la raya en el costado mientras eran todavía novicias, con raya al medio cuando habían pronunciado sus votos. Creían tener que manifestar su devoción con la extravagancia de sus vestimentas; llevaban blusas de tafetán tornasolado, con mangas tic farol y ballenas hasta el cuello; sus faldas barrían el piso. Eran más ricas en virtudes que en diplomas. Consideraban notable que la señorita Dubois terminara una licencia de inglés; la señorita Billón, que tenía unos treinta años, había sido vista en la Sorbona, pasando el oral de su bachillerato, ruborizada y con guantes. Mi padre no ocultaba que esas piadosas mujeres le parecían un poco atrasadas. Le fastidiaba que me obligaran cuando contaba en una redacción un paseo o una fiesta, a terminar mi relato "agradeciendo a Dios ese lindo día". Apreciaba a Voltaire, a Beaumarchais, sabía de memoria a Víctor Hugo: no admitía que detuvieran la literatura francesa en el siglo XVII. Hasta llegó a proponerle a mamá que nos pusiera a mi hermana y a mí en el liceo. Rechacé impetuosamente esa sugestión. Habría perdido el gusto de vivir si me hubieran separado de Zaza. Mi madre me sostuvo. Sobre ese punto, yo estaba dividida. Quería quedarme en el curso Désir y, sin embargo, ya no me encontraba a gusto. Seguí trabajando con fuego, pero mi conducta se alteró. La directora de las clases, superiores, la señorita Lejeune, una mujer alta, seca y vivaz, de palabra fácil me imponía; pero me burlaba con Zaza y algunas compañeras de las ridiculeces de las otras profesoras. Las celadoras no lograban mantenernos tranquilas. Pasábamos las horas huecas que separaban las clases en un gran habitación llamada "la sala de estudio de los cursos". Conversábamos, ironizábamos, provocábamos a la celadora encargada de mantener el orden y que habíamos apodado "el espantapájaros de los gorriones". Mi hermana, exacerbada, había decidido volverse francamente insoportable. Con una amiga que ella había elegido, Anne-Marie Gendron, fundó El Eco del curso Désir; Zaza le prestó pasta para policopiar y de tanto en tanto yo colaboraba; redactábamos panfletos sangrientos. Ya no nos daban notas de conducta, pues las señoritas nos sermoneaban y se quejaban a nuestra madre. Ella se inquietaba un poco, pero como mi padre reía con nosotras, lo dejaba pasar. Nunca me rozó la idea de atribuirle una significación moral a esas travesuras. Las señoritas habían dejado de poseer las llaves del bien y del mal desde el momento en que yo había descubierto que eran tontas.
La tontería: antaño se la reprochábamos mi hermana y yo a los chicos que nos aburrían; ahora acusábamos a muchas personas mayores, en particular a las señoritas. Los sermones untuosos, las repeticiones solemnes, las grandes palabras, las afectaciones, eso era la tontería; era tonto conceder importancia a nimiedades, empecinarse en usos y costumbres, preferir los lugares comunes, los prejuicios a las evidencias. El colmo de la tontería era creer que nos tragábamos las virtuosas mentiras que nos endilgaban. La tontería nos hacía reír, era uno de los grandes temas de diversión; pero también tenía algo aterrador. Si ella ganaba habríamos perdido el derecho a pensar, a burlarnos, a experimentar verdaderos deseos, verdaderos placeres. Había que combatirla o renunciar a vivir.
Mi insubordinación terminó por irritar a las señoritas y me lo hicieron saber. El instituto Adeline Désir ponía un cuidado especial en distinguirse de los establecimientos laicos donde adornan los espíritus sin formar las almas. En vez de distribuirnos a fin de año premios correspondientes a nuestros éxitos escolares -cosa que habría podido crear entre nosotras rivalidades profanas- nos discernían en el mes de marzo, bajo la presidencia de un obispo, nominaciones y medallas que recompensaban sobre todo nuestra dedicación, nuestra formalidad, y también nuestra antigüedad en la casa. La reunión tenía lugar en la sala Wagram con una enorme pompa. La más alta distinción era "la nominación de honor" concedida en cada clase a un puñado de elegidas que se destacaban en todo. Las otras sólo tenían derecho a menciones especiales. Ese año, cuando mi nombre hubo resonado solemnemente en el silencio, oí con sorpresa a la señorita Lejeune proclamar: "Nominaciones especiales de matemáticas, de historia y de geografía." Hubo entre mis compañeras un murmullo semiconsternado, semisatisfecho, pues no tenía solamente amigas. Me tragué con dignidad la afrenta. A la salida mi profesora de historia se acercó a mamá: la influencia de Zaza me era nefasta; no tenían que dejarnos sentar a la una junto a la otra durante los cursos. Pese a mis esfuerzos las lágrimas asomaron a mis ojos; eso alegró a la señorita Gontran que creyó que lloraba mi nominación de honor; yo me ahogaba de ira porque pretendían alejarme de Zaza. Pero mi angustia era más profunda. En ese triste corredor, presentía oscuramente que mi infancia tocaba a su fin. Los adultos me tenían todavía bajo su tutela, sin poder ya asegurarme la paz del corazón. Yo estaba separada de ellos por esa libertad de la que no sacaba ningún orgullo pero que soportaba solitariamente.
Yo ya no reinaba sobre el mundo; las fachadas de los edificios, las miradas indiferentes de los transeúntes me exilaban. Por eso mi amor por el campo cobró colores místicos. En cuanto llegaba a Meyrignac las murallas se derrumbaban, el horizonte retrocedía. Me perdía en el infinito sin dejar de ser yo misma. Sentía sobre mis párpados el calor del sol que brilla para todos y que allí, en ese instante, sólo me acariciaba a mí. El viento giraba alrededor de los álamos: venía de otra parte, de todos lados, atropellaba el espacio y yo giraba inmóvil, hasta los confines de la tierra. Cuando la luna se alzaba en el cielo, yo comulgaba con las lejanas ciudades, los desiertos, los mares, las aldeas que en el mismo momento se bañaban en su luz. Ya no era una conciencia vacante, una mirada abstracta sino el olor ondulante de los trigos negros, el olor íntimo de los brezos, el espeso calor del mediodía o el estremecimiento de los crepúsculos; pesaba mucho; y sin embargo, me evaporaba en el espacio, ya no tenía límites.
Mi experiencia humana era breve; por falta de una buena iluminación y de palabras apropiadas no lograba asirlo todo. La naturaleza me descubría, tangibles, cantidad de maneras de existir a las que nunca me había acercado. Admiraba el aislamiento soberbio del pino que dominaba el paisaje; me entristecía por la soledad en común, de las briznas de pasto. Aprendí las mañanas ingenuas y la melancolía crepuscular, los triunfos y las decadencias, los renacimientos, las agonías. Algo en mí un día coincidiría con el perfume de las madreselvas. Todas las noches iba a sentarme junto a los mismos matorrales y miraba las ondulaciones azuladas de las Monediéres; todas las noches el sol se ocultaba detrás de la misma colina; pero los rojos, los rosados, o carmines, los purpúreos, los violáceos, no se repetían nunca. En las praderas inmutables zumbaba desde el alba hasta la noche una vida siempre nueva. Frente al cielo cambiante la fidelidad se distinguía de la rutina, y envejecer no era necesariamente renegarse.
De nuevo era única y era exigida; mi mirada era necesaria para que el rojo del haya encontrara el azul del cedro y la plata de los álamos. Cuando me iba el paisaje se deshacía, ya no existía para nadie: no existía en absoluto.
Sin embargo, con mucho más fuerza que en París sentía a mi alrededor la presencia de Dios; en París los hombres y sus andamiajes me la ocultaban; aquí veía las hierbas y las nubes tal como él las había arrancado del caos y llevaban su marca. Más me pegaba a la tierra, más me acercaba a él y cada paseo era un acto de adoración. Su soberanía no me quitaba la mía. Conocía todas las cosas a su manera, es decir, absolutamente; pero me parecía que de cierta manera necesitaba mis ojos para que los árboles tuviesen colores. El ardor del sol, la frescura del rocío, ¿cómo puede sentirlos un puro espíritu sino a través de mi cuerpo? Había hecho esta tierra para los hombres, y los hombres para rendir testimonio de sus bellezas: la misión de que siempre me había sentido oscuramente encargada, él me la había dado. Lejos de destronarme aseguraba mi reino. Privada de mi presencia la creación se hundía en un oscuro sueño; al despertarla cumplía el más sagrado de mis deberes, mientras los adultos indiferentes traicionaban los designios de Dios. Cuando por la mañana cruzaba corriendo las tranqueras blancas para ir a hundirme en el bosque era él mismo que me llamaba. Me miraba con complacencia admirar ese mundo que él había creado para que yo lo viera.
Aun si el hambre me atenaceaba, aun si estaba cansada de leer y de rumiar, me costaba reintegrarme a mi esqueleto y entrar en el espacio cerrado, en el tiempo esclerótico de los adultos. Una noche me olvidé de la hora. Era en La Grillére. Había leído largo rato al borde de un estanque una historia de San Francisco de Asís; en el crepúsculo había cerrado el libro; acostada sobre el pasto miraba la luna; brillaba sobre la Ombría mojada por los primeros llantos de la noche: la dulzura de esa hora me sofocaba. Hubiera querido pescarla al vuelo y fijarla para siempre sobre el papel con palabras; habrá otras horas, me decía, y aprenderé a retenerlas. Permanecía clavada a la tierra, los ojos fijos en el cielo. Cuando empujé la puerta de la sala de billar mi familia acababa de comer. Fue un escándalo; hasta mi padre mantuvo bulliciosamente su papel. Como represalias mi madre decretó que al día siguiente no pondría los pies fuera del parque. No me atreví a desobedecer francamente. Pasé el día sentada en el césped, o bien recorriendo los senderos, con un libro en la mano y loca de rabia. Allá, las aguas del estanque se arrugaban, se aplacaban, la luz se exasperaba, se suavizaba, sin mí, sin ningún testigo; era intolerable. "Si lloviera, si hubiera una razón -me decía-, me resignaría." Pero encontraba intacta la rebeldía que antaño me convulsionaba; una palabra lanzada al azar bastaba para impedir una alegría, una plenitud; y esa frustración del mundo y de mí misma no servía para nadie, para nada. Felizmente esa penitencia no se repitió. En general, a condición de estar de vuelta a la hora de las comidas, disponía de mis días. Mis vacaciones me evitaron confundir las alegrías de la contemplación con el aburrimiento. En París, en los museos solía hacer trampa; al menos conocía la diferencia entre las admiraciones forzadas y las emociones sinceras. Aprendí también que para entrar en el secreto de las cosas primeramente hay que darse a ellas. Por lo general mi curiosidad era glotona; creía poseer en cuanto conocía y conocer con sólo sobrevolar. Pero para domesticar un rincón de campo rondaba día tras día por los senderos, permanecía largas horas inmóvil al pie de un árbol: entonces la menor vibración del aire, cada matiz del otoño me llegaba.
Me resignaba mal a volver a París. Salía al balcón; sólo veía techos; el cielo se reducía a un lugar geométrico, el aire ya no era ni perfume ni caricia, se confundía con el espacio desnudo. Los ruidos de la calle no me decían nada. Me quedaba ahí, el corazón vacío, los ojos llenos de lágrimas.
En París volvía a caer bajo la férula de los adultos. Seguía aceptando sin criticarla su versión del mundo. No es posible imaginar enseñanza más sectaria que la que recibí. Manuales escolares, libros, clases, conversaciones: todo convergía. Nunca me dejaron oír, ni de lejos, ni en sordina, otra versión de las cosas.
Aprendí la historia tan dócilmente como la geografía, sin sospechar que pudiera prestarse más a discusión. De chiquita me emocioné en el museo Grévin ante los mártires arrojados a los leones, ante la noble figura de María Antonieta. Los emperadores que habían perseguido a los cristianos, las tejedoras y los "sans culones" me parecían las más odiosas encarnaciones del Mal. El Bien era la Iglesia y Francia. Me enseñaron en el curso los papas y los concilios; pero me interesaba más el destino de mi país: su pasado, su presente, su porvenir alimentaban en casa numerosas conversaciones; papá se delectaba con los libros de Madelin, de Lenótre, de Funck-Brentano; me hicieron leer cantidad de novelas y relatos históricos y toda la colección de memorias expurgadas por la señora Carette. A los nueve años lloré sobre las desdichas de Luis XVII y admiré el heroísmo de los Chouans; pero pronto renuncié a la monarquía; me parecía absurdo que el poder dependiera de la herencia y cayera la mayoría de las veces en manos de imbéciles. Me habría parecido normal que el gobierno fuera confiado a los hombres más competentes. En nuestro país, lo sabía, no era desgraciadamente el caso. Una maldición nos condenaba a ser dirigidos por los crápulas; por eso Francia, superior en esencia a todas las demás naciones, no ocupaba en el mundo el lugar que le correspondía. Algunos amigos de papá sostenían contra él que no era Alemania sino Inglaterra nuestra enemiga hereditaria; pero sus disensiones nunca iban muy lejos. Se ponían de acuerdo para considerar la existencia de cualquier país extranjero como una irrisión y un peligro. Víctima del idealismo criminal de Wilson, amenazada en su porvenir por el realismo brutal de los alemanes y de los bolcheviques, Francia, a falta de una mano firme, corría a su pérdida. Por otra parte, la civilización entera iba a naufragar. Mi padre, que estaba comiéndose su capital, decretaba la ruina para toda la humanidad; mamá opinaba lo mismo. Había el peligro rojo, el peligro amarillo: desde los confines de la tierra y desde los bajos fondos de la sociedad una nueva barbarie no tardaría en arrasarnos; la revolución precipitaría al mundo en el caos. Mi padre profetizaba esas calamidades con una vehemencia apasionada que me consternaba; ese porvenir que describía con colores atroces era el mío; me gustaba la vida: no podía aceptar que se transformara mañana en un lamento sin esperanza. Un día en vez de dejar pasar sobre mi cabeza la catarata de palabras y de imágenes devastadoras inventé una respuesta: "De todas maneras, me dije, siempre serán hombres los que ganarán." Al oír a mi padre parecía que monstruos informes se disponían a hacer pedazos a la humanidad; pero no: en ambos campos se afrontaban los hombres. Después de todo, pensé, la mayoría ganará; los descontentos serán la minoría; si la felicidad cambia de manos no es una catástrofe. El Otro había dejado de pronto de parecerme el Mal absoluto; no veía a priori por qué preferir a sus intereses los que decían ser los míos. Respiré. La tierra no estaba en peligro.
La angustia me había estimulado; contra la desesperación había descubierto una salida porque la había buscado con desesperación. Pero mi seguridad y mis confortables ilusiones me hacían insensible a los problemas sociales. Estaba a cien leguas de discutir el orden establecido.
Decir que la propiedad me parecía un derecho sagrado es poco decir; como antes, entre la palabra y la cosa que designa, yo suponía entre el propietario y sus bienes una unión consustancial. Decir: mi dinero, mi hermana, mi nariz, era en los tres casos afirmar un lazo que ninguna voluntad podía destruir porque existía más allá de toda convención. Me contaron que para construir la línea de ferrocarril que iba a Uzerche, el Estado había expropiado a un buen número de campesinos y de terratenientes. Me escandalizó tanto como si hubiera mandado verter su propia sangre. Meyrignac pertenecía a mi abuelo tan absolutamente como su vida.
En cambio, no admitía que un hecho bruto, la riqueza, pudiera fundar ningún derecho ni conferir ningún mérito. El Evangelio predica la pobreza. Yo respetaba mucho más a Louise que a mía cantidad de señoras ricas. Me indignaba que mi prima Madeleine no quisiera saludar a los panaderos que venían en su carrito a traer el pan a La Grillére. "Ellos tienen que saludarme primero", declaraba. Yo creía en la igualdad abstracta de las personas humanas. En Meyrignac un verano leí un libro de historia que preconizaba el sufragio universal. Alcé la cabeza: "Pero es vergonzoso impedir que los pobres voten." Papá sonrió. Me explicó que una nación es un conjunto de bienes; a los que los poseen les corresponde normalmente administrarlos. Para concluir me citó la palabra de Guizot: "Enriqueceos." Su demostración me dejó perpleja. Papá no había logrado enriquecerse: ¿le hubiera parecido justo que lo privaran de sus derechos? Si yo protestaba era en nombre del sistema de valores que él mismo me había enseñado. Él no consideraba que la calidad de un hombre se midiera por su cuenta bancaria; solía burlarse de los "nuevos ricos". La élite se definía según él por la inteligencia, la cultura, una ortografía correcta, una buena educación, ideas sanas. No me costaba seguirlo cuando objetaba al sufragio universal la tontería y la ignorancia de la mayoría de los electores: sólo las personas ilustradas tendrían derecho a opinar. Me inclinaba ante esa lógica completada por una verdad empírica: las "luces" son el patrimonio de la burguesía. Ciertos individuos de capas inferiores logran proezas intelectuales, pero conservan algo "primario" y tienen generalmente el espíritu falseado. En cambio, todo hombre de buena familia posee un "no sé qué" que lo distingue del vulgo. No me chocaba demasiado que el mérito estuviera ligado al azar de un nacimiento puesto que la voluntad de Dios decidía la suerte de cada uno. En todo caso el hecho me parecía patente: moralmente, por lo tanto absolutamente, la clase a la cual yo pertenecía era mucho más importante que todo el resto de la sociedad. Cuando iba con mamá a visitar a los chacareros del abuelo, el olor de estiércol, la suciedad de los interiores por donde corrían las gallinas, la rusticidad de los muebles, me parecían reflejar la grosería de sus almas; los veía trabajar en los campos, embarrados, con olor de sudor y de tierra, y nunca contemplaban la armonía del paisaje, ignoraban las bellezas de las puestas de sol. No leían, no tenían ideales; papá decía, sin animosidad por otra parte, que eran "bestias". Cuando me leyó, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de Gobineau, adopté enseguida la idea de que su cerebro era diferente del nuestro.
Me gustaba tanto el campo que la vida de los campesinos me parecía feliz. Si hubiera entrevisto la de los obreros no habría podido evitar hacerme preguntas; pero lo ignoraba todo. Antes de su casamiento tía Lili, ociosa, se ocupaba de beneficencia; a veces fui con ella a llevar juguetes a chicos que había elegido; los pobres no me parecieron desdichados. Una cantidad de almas caritativas les hacían caridad y las hermanas de San Vicente de Paul se consagraban especialmente a su servicio. Entre ellos había descontentos: eran falsos pobres que se llenaban de pavo asado la noche de Navidad, o malos pobres que bebían. Algunos libros -Dickens, Sin familia de Héctor Malot- describían existencias duras; me parecía terrible la suerte de los mineros encerrados durante todo el día en galerías oscuras, a la merced de una exposición. Pero me aseguraron que los tiempos habían cambiado. Los obreros trabajaban mucho menos y ganaban mucho más; desde la creación de los sindicatos los verdaderos oprimidos eran los patronos. Los obreros, mucho más favorecidos que nosotros, no tenían necesidad de "aparentar" y podían comer pollo todos los domingos; en el mercado sus mujeres compraban los mejores trozos y usaban medias de seda. La dureza de sus oficios, la incomodidad de sus viviendas, estaban acostumbrados a eso; no sufrían como hubiéramos sufrido nosotros. Sus recriminaciones no tenían la excusa de la necesidad. Por otra parte, mi padre decía encogiéndose de hombros: "¡Nadie se muere de hambre!" No, si los obreros aborrecían a la burguesía era porque tenían conciencia de su superioridad. El comunismo, el socialismo, sólo se explicaban por la envidia. "Y la envidia, decía mi padre, es un sentimiento muy feo."
Una sola vez presentí la miseria. Louise vivía con su marido, el plomero, en su cuarto de la calle Madame, en el altillo; tuvo un bebé, fui con mamá a verla. Nunca había puesto los pies en una bohardilla. El triste corredor sobre el que daban una docena de puertas, todas iguales, me estrujó el corazón. El cuarto de Louise, minúsculo, contenía una cama de hierro, una cuna, una mesa y sobre ella un calentador; ella dormía, cocinaba, comía, vivía con un hombre entre esas cuatro paredes; a lo largo del corredor las familias se ahogaban, emparedadas en covachas idénticas; la promiscuidad en la cual yo vivía y la monotonía de mis días burgueses ya me oprimían. Entreví un universo donde el aire que se respiraba tenía gusto de hollín, donde jamás una luz horadaba la mugre: la existencia era una lenta agonía. Poco después Louise perdió a su chico. Sollocé durante horas: era la primera vez que me enfrentaba con la desgracia. Imaginaba a Louise en su cuarto sin alegría, privada de su chico, privada de todo: semejante desamparo debería hacer explotar la tierra. "¡Es demasiado injusto!", me decía. No pensaba solamente en el chico muerto sino en el zaguán del sexto piso. Terminé por secar mis lágrimas sin haber puesto a la sociedad en tela de juicio.
Me resultaba difícil pensar por mí misma, pues el sistema que me enseñaban era a la vez monolítico e incoherente. Si mis padres no hubieran estado de acuerdo yo habría podido oponer el uno al otro. Una doctrina única y rigurosa hubiera proporcionado a mi joven lógica sólidas presas. Pero alimentada a la vez por la moral de los Oiseaux y por el nacionalismo paterno, me hundía en las contradicciones. Ni mi madre ni las señoritas dudaban que el Papa fuera elegido por el Espíritu Santo; sin embargo, mi padre no admitía que se mezclara en los asuntos civiles y mi madre pensaba como él; León XIII al consagrar encíclicas a las "cuestiones sociales" había traicionado su misión; Pío XII que no se había inmiscuido era un santo. Yo tenía, por lo tanto, que digerir esa paradoja: el hombre elegido por Dios para representarlo sobre la tierra no debía ocuparse de las cosas terrenales. Francia era la hija mayor de la Iglesia; debía obediencia a su madre. No obstante, los valores nacionales pasaban antes que las virtudes católicas; cuando en San Sulpicio hicieron una colecta para "los chicos hambrientos de Europa Central" mi madre se indignó y se negó a dar "para los alemanes". En todas las circunstancias el patriotismo y la preocupación por el orden prevalecían sobre la caridad cristiana. Mentir es ofender a Dios; sin embargo, papá profesaba que habiendo hecho una" falsificación el coronel Henry se conducía como un gran hombre honesto. Matar era un crimen, pero no había que abolir la pena de muerte. Me enseñaron desde temprano las conciliaciones de la casuística, a separar radicalmente a Dios de César y a darle a cada uno lo que le es debido; sin embargo, seguía siendo desconcertante que César fuera siempre más importante que Dios. Mirando a la vez el mundo a través de los versículos de la Iglesia y de las columnas del Matin, la visión se nubla. No me quedaba otro recurso que refugiarme, cerrando los ojos, en la autoridad.
Me sometía ciegamente a ella. Un conflicto había estallado entre la Action Francaise y la Democratié nouvelle; como tenían la ventaja del número los Camelots du roi atacaron a los partidarios de Marc Sangnier y les hicieron beber frascos de aceite de ricino. Esto divirtió mucho a papá y a sus amigos. Yo había aprendido en mi tierna infancia a reír de los sufrimientos de los malvados; sin preguntar más, admití, confiando en papá, que la broma era muy graciosa. Mientras caminaba con Zaza por la calle Saint Benoit hice alusión, riendo. El rostro de Zaza se endureció: "¡Es infame!", dijo en tono sublevado. No supe qué contestar. Avergonzada, me daba cuenta de que había copiado atolondradamente la actitud de papá pero que mi cabeza estaba vacía. Zaza expresaba también la opinión de su familia. Su padre había pertenecido al Sillón antes de que la Iglesia lo hubiera condenado; seguía pensando que los católicos tenían deberes sociales y rechazaba las teorías de Maurras; era una posición bastante coherente para que una chica de catorce años pudiera adoptarla conociéndola bien; la indignación de Zaza, su horror por la violencia eran sinceros. Yo había hablado como un loro y no encontraba en mí el menor eco. Sufrí por el desprecio de Zaza, pero lo que más me turbó fue la disensión que acababa de manifestarse entre ella y mi padre; yo no quería estar en contra de ninguno de los dos. Hablé de esto con papá; se encogió de hombros y dijo que Zaza era una chica; esa respuesta no me satisfizo. Por primera vez me veía obligada a tomar partido; pero no conocía nada y no decidí nada. La única conclusión que saqué de ese incidente era que se podía tener otra opinión que la de papá. Ni siquiera la verdad estaba garantizada.
Fue la Historia de las dos Restauraciones de Vaulabelle que me inclinó hacia el liberalismo; leí en dos veranos los siete volúmenes de la biblioteca de mi abuelo. Lloré por la derrota de Napoleón; odié la monarquía, el conservadorismo, el oscurantismo. Quería que la razón gobernara a los hombres y me entusiasmaba por la democracia que les garantizaba a todos, pensaba, iguales derechos y la libertad. Ahí me detuve.
Me interesaba mucho menos en las lejanas cuestiones políticas y sociales que en los problemas que me incumbían: la moral, mi vida interior, mis relaciones con Dios. Sobre eso empecé a reflexionar.
La naturaleza me hablaba de Dios. Pero decididamente me parecía completamente extraño al mundo en que se agitaban los hombres. Así como el Papa en el fondo del Vaticano no tenía que inquietarse de lo que pasaba en el mundo, Dios, en el infinito del cielo, no tenía que interesarse en los detalles de las aventuras terrenales. Hacía tiempo que yo había aprendido a distinguir su Ley de la autoridad profana. Mis insolencias en clase, mis lecturas clandestinas no le concernían. Cada año mi piedad al fortificarse se depuraba y yo desdeñaba lo insulso de la moral en favor de la mística. Oraba, meditaba, trataba de hacer sensible a mi corazón la piedad divina. Alrededor de los doce años inventé mortificaciones: encerrada en la letrina -mi único refugio- me restregaba con una piedra pómez hasta sangrar, me fustigaba con la cadenita de oro que llevaba al cuello. Mi fervor dio pocos frutos. En mis libros de piedad se hablaba mucho de progresos, de ascensión; las almas escalaban senderos empinados, salvaban obstáculos, por momentos atravesaban áridos desiertos y luego un rocío celestial las consolaba: era toda una aventura; en verdad mientras intelectualmente me elevaba día a día, hacia el saber, nunca tenía la impresión de haberme acercado a Dios. Anhelaba apariciones, éxtasis, que algo ocurriera dentro o fuera de mí: nada ocurría y mis ejercicios terminaban por parecerse a comedias. Me exhortaba a la paciencia contando con que un día me encontraría instalada en el corazón de la eternidad, maravillosamente desapegada de la tierra. Entre tanto vivía sin forzarme, pues mis esfuerzos se situaban sobre alturas espirituales cuya serenidad no podía ser turbada por trivialidades. Mi sistema sufrió un desmentido. Desde los siete años me confesaba dos veces por mes con el abate Martin; le contaba mis estados de ánimo; me acusaba de haber comulgado sin fervor, de haber orado distraídamente, de haber pensado poco en Dios; a esos etéreos desfallecimientos él contestaba con un sermón de estilo elevado. Un día, en vez de conformarse con esos ritos se puso a hablarme en un tono familiar: "Ha llegado a mis oídos que mi pequeña Simone ha cambiado... que es desobediente, turbulenta, que responde cuando la reprenden... En adelante habrá que cuidar esas cosas." Mis mejillas se encendieron; miré con horror al impostor que durante años yo había considerado como el representante de Dios: bruscamente acababa de levantarse la sotana, mostrando enaguas de beata; su sotana de sacerdote era sólo un disfraz; vestía a una comadre que se alimentaba de chismes. Me levanté del confesionario, la cabeza ardiente, decidida a no poner nunca más los pies en él: en adelante me hubiera parecido tan odioso arrodillarme ante el abate Martin como ante el espantapájaros para gorriones. Cuando veía en los corredores del instituto su falda negra, mi corazón palpitaba, huía: me inspiraba un malestar físico como si la superchería del abate me hubiera hecho cómplice de una obscenidad.
Supongo que se asombró mucho; pero sin duda se consideró ligado por el secreto profesional; no llegó a mis oídos que haya informado a nadie de mi deserción; no intentó explicarse conmigo. Del día a la mañana se estableció la ruptura.
Dios salió indemne de esa aventura; pero raspando. Si me apresuré en repudiar a mi director fue para conjurar la atroz sospecha que durante un instante entenebró el cielo: quizá Dios era mezquino y fastidioso como una vieja beata, ¡quizá Dios era tonto! Mientras el abate hablaba, una mano imbécil se había abatido sobre mi nuca, doblaba mi cabeza, pegaba mi cara al suelo; hasta mi muerte me obligaría a arrastrarme, cegada por el barro y la noche; había que decir adiós para siempre a la verdad, a la libertad, a toda alegría; vivir se volvía una calamidad y una vergüenza.
"Me desprendí de esa mano de plomo; concentré mi horror sobre el traidor que había usurpado el papel de mediador divino. Cuando salí de la capilla, Dios estaba reinstalado en su omnisciente majestad, yo había remendado el cielo. Erré bajo las bóvedas de San Sulpicio en busca de un confesor que no alterara con impuras palabras humanas los mensajes venidos de lo alto. Ensayé con un pelirrojo, luego uno moreno, al que conseguí interesar en mi alma. Me indicó temas de meditación y me prestó un Compendio de teología ascética y mística, pero en la gran iglesia desnuda no me sentía amparada como en la capilla del curso. Mi nuevo director no me había sido dado desde la infancia, yo lo había elegido, un poco al azar: no era un Padre, no podía abandonarme totalmente a él. Había juzgado y despreciado a un sacerdote: ya ningún sacerdote me parecería un Juez soberano. Nadie sobre la tierra encarnaba exactamente a Dios: yo estaba sola frente a Él. Y en el fondo del corazón me quedaba una inquietud: ¿quién era?, ¿qué quería exactamente?, ¿a qué bando pertenecía?
Mi padre no creía; los más grandes escritores, los mejores pensadores compartían su escepticismo; en conjunto, eran sobre todo las mujeres las que iban a la iglesia; empecé por considerar paradojal y turbador que la verdad fuera privilegio de ellas cuando los hombres, sin discusión posible, eran superiores. Al mismo tiempo pensé que no había mayor cataclismo que perder la fe y a menudo traté de asegurarme contra ese riesgo. Había profundizado bastante mi instrucción religiosa y había seguido cursos de apologética; a cualquier objeción dirigida contra las verdades reveladas, yo sabía oponer un argumento sutil: no conocía ninguno que las demostrara. La alegoría del reloj y del relojero no me convencía. Ignoraba demasiado" radicalmente el sufrimiento para sacar de él un argumento contra la Providencia; pero la armonía del mundo no me parecía evidente. Cristo y cantidad de santos habían manifestado sobre la tierra lo sobrenatural: yo me daba cuenta de que la Biblia, los Evangelios, los milagros, las visiones, sólo estaban garantizados por la autoridad de la Iglesia. "El mayor milagro de Lourdes, es Lourdes mismo", decía mi padre. Los hechos religiosos sólo eran convincentes para los convencidos. Hoy no dudaba que la Virgen hubiera aparecido ante Bernadette, vestida de celeste y blanco: quizá dudara mañana. Los creyentes admitían la existencia de ese círculo vicioso, puesto que profesaban que creer exige una gracia. Yo no suponía que Dios me hiciera la mala pasada de negármela; pero asimismo hubiera deseado aferrarme a una prueba irrefutable; no encontraba sino una: las voces de Juana de Arco. Juana pertenecía a la historia; mi padre la veneraba tanto como mi madre. Ni mentirosa ni iluminada ¿cómo recusar su testimonio? Toda su extraordinaria aventura lo confirmaba: las voces le habían hablado; era un hecho científico establecido y yo no comprendía cómo mi padre se las arreglaba para eludirlo.
Una noche en Meyrignac me asomé como tantas otras noches a mi ventana: un cálido olor a establo subía hacia el cielo; mi oración se elevó débilmente, luego cayó. Yo había pasado el día comiendo manzanas prohibidas y leyendo, en un Balzac prohibido, el extraño idilio de un hombre y de una pantera; antes de dormirme iba a contarme historias raras que me pondrían en un estado raro. "Son pecados", me dije. Imposible seguir haciendo trampa: la desobediencia sostenida y sistemática, la mentira, los sueños impuros, no eran conductas inocentes. Hundí mis manos en la frescura de la enredadera, escuché el glu-glu del agua y comprendí que nada me haría renunciar a las alegrías terrenales. "Ya no creo en Dios", me dije sin gran asombro. Era una evidencia: de haber creído en él no hubiera aceptado alegremente ofenderlo. Siempre había pensado que frente al precio de la eternidad este mundo no contaba; contaba puesto que yo lo quería y de pronto el que no pesaba en la balanza era Dios: para eso era necesario que su nombre sólo sufriera un espejismo. Desde hacía tiempo la idea que me hacía de él se había depurado, sublimado, hasta el punto que había perdido todo rostro, todo lazo concreto con la tierra, y poco a poco el ser mismo. Su perfección excluía su realidad. Por eso me sorprendí tan poco cuando comprendí su ausencia en el corazón y en el cielo. No lo negué para liberarme de un importuno: por el contrario, advertí que ya no intervenía en mi vida y comprendí que había dejado de existir para mí.
Debía llegar fatalmente a esa liquidación. Era demasiado extremista para vivir bajo la mirada de Dios diciéndole a la vez sí y no al mundo. Por otra parte me hubiera repugnado saltar con mala fe de lo profano a lo sagrado y afirmar a Dios viviendo sin él. No concebía transacciones con el cielo. Por poco que le negáramos era demasiado si Dios existía; por poco que le concediéramos era demasiado si no existía. Discutir con su conciencia, tironear sobre sus placeres, esos regateos me asqueaban. Por eso no traté de trampear. En cuanto la luz se hizo en mí, corté de un golpe.
El escepticismo paterno me había abierto el camino; no me arriesgaba sola en una aventura azarosa. Hasta sentía un gran alivio de sentirme liberada de mi infancia y de mi sexo, de acuerdo con los espíritus libres que admiraba. Las voces de Juana de Arco no me turbaron mucho: otros enigmas me intrigaron; pero la religión me había habituado a los misterios. Y me resultaba más fácil imaginar un mundo sin creador que un creador cargado con todas las contradicciones del mundo. Mi incredulidad nunca vaciló.
Sin embargo, la faz del universo cambió. Más de una vez en los días siguientes, sentada al pie del haya purpúrea o de los álamos, plateados, sentí angustiada el vacío del cielo. Antaño me sentía en el centro de un cuadro vivo cuyos colores y luces Dios mismo había elegido; todas las cosas tarareaban dulcemente su gloria. De pronto todo callaba. ¡Qué silencio! La tierra giraba en un espacio que ninguna mirada atravesaba, y perdida sobre su superficie inmensa, en medio del éter ciego, yo estaba sola. Sola: por primera vez comprendía el sentido terrible de esa palabra. Sola: sin testigo, sin interlocutor, sin recurso. Mi respiración en mi pecho, mi sangre en mis venas, y ese barullo en mi cabeza, no existían para nadie. Me levanté, corrí hacia el parque, me senté bajo el catalpa entre mamá y tía Marguerite, a tal punto necesitaba oír voces.
Hice otro descubrimiento. Una tarde, en París, comprendí que estaba condenada a la muerte. Estaba sola en el departamento y no refrené mí desesperación: grité, rasguñé la alfombra roja. Y cuando me levanté atontada me pregunté: "¿Cómo hacen las demás personas? ¿Cómo haré?" Me parecía imposible vivir toda mi vida con el corazón retorcido por el horror. Cuando el vencimiento se acerca, me decía, cuando uno ya tiene treinta, cuarenta años y piensa: "¿Será para mañana?" ¿Cómo se soporta? Más que la misma muerte temía ese espanto que pronto sería mío, y para siempre.
Felizmente durante el año escolar esas fulguraciones metafísicas se espaciaron: me faltaba tiempo y soledad. En cuanto a la práctica de mi vida, mi conversión no la modificó. Había dejado de creer al advertir que Dios no ejercía ninguna influencia sobre mis conductas: nada cambió en ellas cuando renuncié a él. Yo había imaginado que la necesidad de la ley moral emanaba de él; pero se había grabado tan profundamente en mí que permaneció intacta después de su supresión. Mi madre no debía su autoridad a un poder sobrenatural sino que mi respeto daba un carácter sagrado a sus decretos. Seguí sometiéndome a ellos. Ideas de deber, de mérito, tabús sexuales: todo fue conservado.
No encaré la posibilidad de abrirme a mi padre: lo hubiera hundido en un problema terrible. Por lo tanto, llevé sola mi secreto y lo encontré pesado: por primera vez en mi vida tenía la impresión de que el bien no coincidía con la verdad. No podía dejar de verme con los ojos de los demás -mi madre, Zaza, mis compañeras, las mismas señoritas- y con los ojos de esa otra que yo había sido. El año anterior había habido en la clase de filosofía una alumna mayor que nosotras de la que se susurraba que "no creía"; estudiaba bien, no mantenía conversaciones fuera de lugar, no la habían echado; pero yo sentía una especie de miedo cuando veía en los corredores su rostro aun más inquietante por la fijeza de un ojo de vidrio. Ahora me tocaba a mí sentirme una oveja descarriada. Lo que agravaba mi caso era que yo disimulaba: iba a misa, comulgaba. Tragaba la hostia con indiferencia y, sin embargo, sabía que según los creyentes cometía un sacrilegio. Ocultando mi crimen, lo multiplicaba, pero ¿cómo atreverme a confesarlo? Me hubieran señalado con el dedo, despedido del curso, hubiera perdido la amistad de Zaza, y en el corazón de mamá ¡qué escándalo! Estaba condenada a mentir. No era una mentira anodina: se extendía sobre mi vida entera y por momentos - sobre todo frente a Zaza de quien admiraba la rectitud- me pesaba como una tara. De nuevo era victima de una brujería que no lograba conjurar: no había hecho nada malo y me sentía culpable. Si los adultos hubieran decretado que yo era una hipócrita, una impía, una chica solapada y desnaturalizada, su veredicto me habría parecido a la vez horriblemente injusto y perfectamente fundado. Parecía que yo existía de dos maneras; entre lo que yo era para mí y lo que era para los demás no había ninguna relación.
Por momentos sufría tanto de sentirme marcada, maldita, separada, que deseaba volver a caer en el error. Tenía que devolverle al abate Roullin el Compendio de teología ascética y mística que me había prestado. Volví a San Sulpicio, me hinqué en el confesionario, dije haberme alejado desde hacía muchos meses de los sacramentos porque ya no creía. Viendo en mis manos el Compendio y midiendo de qué alturas había caído, el abate se asombró y con una brutalidad concertada preguntó: "¿Qué grave pecado ha cometido?" Protesté. No me creyó y me aconsejó que rezara mucho. Me resigné a vivir proscripta. Leí en esa época una novela en la que vi la imagen de mi exilio: El Molino sobre el Floss de George Eliot me hizo una impresión aun más profunda que antaño Little women. Lo leí en inglés, en Meyrignac, acostada sobre el musgo entre los castaños. Morena, amante de la naturaleza, de la lectura, de la vida, demasiado espontánea para observar las convenciones respetadas por su medio, pero sensible a la crítica de un hermano que adoraba, Maggie Tulliver estaba como yo dividida entre los otros y sí misma: me reconocí en ella. Su amistad con el jorobadito que le prestaba libros me emocionó tanto como la de Joe con Laurie: deseaba que se casaran... Pero también esta vez el amor terminaba con la infancia. Maggie se enamoraba del novio de una prima, Stephen, al que conquistaba involuntariamente. Comprometida por él se negaba a casarse por lealtad hacia Lucy; la aldea hubiera disculpado una perfidia sancionada por justas bodas: no le perdonaba a Maggie haber sacrificado las apariencias a la voz de su conciencia. Hasta su hermano estaba contra ella. Yo no concebía sino el amor-amistad; a mis ojos, libros prestados y discutidos juntos, creaban entre un muchacho y una chica lazos eternos: me costaba comprender la atracción que Maggie sentía por Stephen. No obstante, puesto que lo quería no debería haber renunciado a él. En el momento en que se retiraba al viejo molino, desconocida, calumniada, abandonada por todos, ardí de ternura hacia ella. Lloré su muerte durante horas. Los demás la condenaban porque valía más que ellos; yo me parecía y en adelante vi en mi aislamiento no una marca de infamia sino un signo de elección. No pensé morir por eso. A través de su heroína me identifiqué con el autor: un día una adolescente, otra yo misma, mojaría con sus lágrimas una novela en la que yo habría contado mi propia historia.
Había resuelto desde hacía tiempo consagrar mi vida a tareas intelectuales. Zaza me escandalizó declarando en tono provocativo: "Mandar nueve hijos al mundo como hizo mamá, vale tanto como escribir libros." Yo no veía una medida común entre esos dos destinos. Tener hijos que a su vez tendrían hijos era repetir al infinito el mismo aburrido retómelo; el sabio, el artista, el escritor, el pensador creaban otro mundo luminoso y alegre donde todo tenía su razón de ser. Allí quería yo pasar mis días: estaba decidida a tallarme un lugar. Cuando hube renunciado al cielo mis ambiciones terrenales se acusaron: tenía que surgir. Extendida en un prado contemplaba, justo a la altura de mi mirada, la sucesión de briznas de pasto, todas idénticas, cada una ahogada en la jungla minúscula que le ocultaba todas las demás. Esa repetición indefinida de la ignorancia, de la indiferencia, equivalía a la muerte. Alcé los ojos hacia el roble; dominaba el paisaje y no tenía semejante. Yo sería como él.
¿Por qué elegí escribir? De chica no tomaba en serio mis borroneos; mi verdadera preocupación era conocer; me divertía redactando mis composiciones, pero las señoritas me reprochaban mi estilo rebuscado; no me sentía "dotada". Sin embargo, cuando a los quince años escribí en el álbum de una amiga las predilecciones, los proyectos, que en principio debían definir mi personalidad frente a la pregunta: "¿Qué quiere hacer más tarde?", contesté de un tirón: "Ser una autora célebre." Respecto a mi músico preferido, a mi flor favorita, me había inventado gustos más o menos ficticios. Pero sobre ese punto no vacilé: codiciaba ese porvenir excluyendo a cualquier otro.
La primera razón era la admiración que me inspiraban los escritores; mi padre los ponía por encima de los sabios, de los eruditos, de los profesores. Yo también estaba convencida de su supremacía; aun si su nombre era ampliamente conocido, la obra de un especialista sólo se revelaba a un pequeño número de gente; los libros, todo el mundo los leía: llegaban a la imaginación, al corazón; conferían a su autor la gloria más universal y más íntima; como mujer esas glorias me parecían más accesibles que las demás; las más célebres de mis hermanas se habían hecho ilustres en la literatura.
Y además siempre me había gustado la comunicación. En el álbum de mi amiga cité como diversiones favoritas: la lectura y la conversación. Yo era locuaz. Todo lo que me impresionaba en el curso del día lo contaba o al menos intentaba hacerlo. Le temía a la noche, al olvido; lo que había visto, sentido, amado, era un desgarramiento abandonarlo al silencio. Emocionada por un claro de luna, deseaba una pluma, papel y saber emplearlos. A los quince años me gustaban las correspondencias, los diarios íntimos -por ejemplo el diario de Eugénie de Guérin- que se esfuerzan por retener el tiempo. Había comprendido también que las novelas, los relatos, los cuentos, no son objetos extraños a la vida sino que la expresan a su manera.
Si antaño había deseado ser profesora era porque deseaba ser mi propia causa y mi propio fin; ahora pensaba que la literatura me permitiría realizar ese deseo. Me aseguraría una inmortalidad que compensaría la eternidad perdida: ya no habría Dios para quererme, pero yo estaría en millones de corazones. Escribiendo una obra alimentada por mi historia me crearía yo misma de nuevo y justificaría mi existencia. Al mismo tiempo serviría a la humanidad: ¿qué mejor regalo hacerle que libros? Me interesaba a la vez en mí y en los demás; aceptaba mi "encarnación", pero no quería renunciar a lo universal: ese proyecto lo conciliaba todo, halagaba todas las aspiraciones que se habían desarrollado en mí en el curso de esos quince años.
Yo siempre había dado mucha importancia al amor. Alrededor de los quince años en el semanario Noel, que recibí después de l'Etoile Noéliste, leí una edificante novelita titulada Ninon-Rose. La piadosa Ninon amaba a Andrés que la amaba; pero su prima Teresa, llorando, con su lindo cabello desparramado sobre su corazón le confiaba que se consumía por Andrés; después de un combate interior y de algunos ruegos, Ninon se sacrificaba; le negaba su mano a Andrés que despechado se casaba con Teresa. Ninon era recompensada: se casaba con otro muchacho muy meritorio llamado Bernardo. Esa historia me indignó. Un héroe de novela tenía derecho a equivocarse sobre la persona a quien quería o sobre sus propios sentimientos; a un amor falso o incompleto -como el de David Copperfield por su mujer-niña- podía suceder el verdadero amor: pero éste, desde el momento en que estallaba en un corazón, era irreemplazable; ninguna generosidad, ninguna abnegación autorizaba a rechazarlo. Zaza y yo nos quedamos impresionadísimas por una novela de Fogazzaro titulada Daniel Cortis. Daniel era un político importante y católico; la mujer que amaba y que lo amaba estaba casada; había entre ellos un entendimiento excepcional; sus corazones latían al unísono, todos sus pensamientos coincidían: estaban hechos el uno para el otro. Sin embargo, hasta una amistad platónica hubiera provocado chismes, arruinado la carrera de Daniel y comprometido la causa que él servía; jurándose fidelidad "hasta la muerte y más allá" se separaban para siempre. Esto me dejó desgarrada y furiosa. La carrera, la causa eran algo abstracto. Me parecía absurdo y criminal preferirlas a la felicidad, a la vida. Sin duda, mi amistad con Zaza era lo que me hacía conferirle tanto precio a la unión de dos seres; descubriendo juntos el mundo y ofreciéndoselo el uno al otro, tomaban posesión de él, pensaba, en forma privilegiada; al mismo tiempo cada uno encontraba la razón definitiva de su existencia en la necesidad que el otro tenía de él. Renunciar al amor me parecía tan insensato como desinteresarse de su salvación cuando se cree en la eternidad.
Yo no encaraba la posibilidad de dejar escapar ninguno de los bienes de este mundo. Cuando hube renunciado al claustro me puse a soñar con el amor por mi cuenta; pensaba sin repugnancia en el casamiento. La idea de la maternidad seguía resultándome extraña, me asombraba que Zaza se extasiara ante recién nacidos arrugados; pero ya no me parecía inconcebible vivir al lado de un hombre que uno había elegido. La casa paterna no era una prisión y si hubiera tenido que abandonarla inmediatamente el pánico se habría apoderado de mí; pero había dejado de considerar mi eventual partida como una atroz separación. Me ahogaba un poco en el círculo de familia. Por eso me impresionó mucho una película sacada del Redil de Bataille, a la cual el azar de una invitación me hizo asistir. La heroína se aburría entre sus hijos y un marido tan poco atrayente como el señor Mabille; una pesada cadena arrollada alrededor de sus muñecas simbolizaba su servidumbre. Un hermoso muchacho ardiente la arrancaba de su hogar. Con un vestido de brin, sin mangas, el pelo suelto, ella corría por las praderas de la mano de su enamorado; se lanzaban al rostro puñados de heno cuyo olor me parecía respirar, sus ojos reían: yo nunca había sentido, contemplado, imaginado semejantes delirios de alegría. No sé qué peripecias volvían a llevar al redil a una criatura herida que su marido acogía con bondad; arrepentida veía su pesada cadena de acero transformarse en una guirnalda de rosas. Ese prodigio me dejó escéptica. Me quedé deslumbrada por la revelación de las delicias desconocidas que no sabía nombrar pero que un día me colmarían: era la libertad y era el placer. La opaca esclavitud de los adultos me asustaba; nada imprevisto les ocurría; soportaban entre suspiros una existencia donde todo estaba decidido de antemano sin que nunca nadie decidiera nada. La heroína de Bataille había osado un acto y el sol había brillado. Durante mucho tiempo cuando imaginé los inciertos años de mi madurez, la imagen de una pareja corriendo por un prado me hizo estremecer de esperanza.
Durante el verano de mis quince años, al final del año escolar, fui dos o tres veces a remar al Bosque con Zaza y otras compañeras. Vi en un sendero a una pareja que caminaba ante mí; el muchacho apoyaba levemente su mano sobre el hombro de la mujer. Emocionada de pronto me dije que debía ser dulce avanzar a través de la vida con una mano tan afectuosa sobre su hombro que apenas se sentía el peso, tan presente que la soledad estaría conjurada para siempre. "Dos seres unidos": soñaba con esas palabras. Ni mi hermana muy cercana, ni Zaza demasiado lejana, me habían hecho presentir el verdadero sentido. Después, cuando leía en el escritorio solía alzar la cabeza y preguntarme: "¿Encontraré un hombre hecho para mí?" Mis lecturas no me habían proporcionado ningún modelo. Me había sentido bastante cerca de Hellé, la heroína de Marcel Tinayre. "Las mujeres como tú, Hellé, están hechas para ser las compañeras de los héroes", le decía su padre. Esa profecía me había impresionado, pero me pareció más bien repelente el apóstol pelirrojo y barbudo con el cual Hellé terminaba por casarse. No prestaba a mi futuro marido ningún rasgo definido. En cambio, tenía una idea formada sobre nuestras relaciones: sentiría por él una admiración apasionada. En ese terreno como en todos los demás tenía sed de necesidad. El elegido tendría que imponerse a mí como se había impuesto Zaza, por una especie de evidencia; si no me preguntaría ¿por qué él y no otro?, esa duda era incompatible con el verdadero amor. Me enamoraría el día en que un hombre me subyugara por su inteligencia, su cultura, su autoridad.
Sobre este punto Zaza no compartía mi opinión; para ella también el amor implicaba la estima y el entendimiento; pero si un hombre tiene sensibilidad e imaginación, si es un artista, un poeta, poco importa, decía, que sea poco instruido y hasta mediocremente inteligente. "¡Entonces uno no puede decirse todo!", objetaba yo. Un pintor, un músico no me hubiera comprendido por completo y una parte de él habría permanecido opaca para mí. Yo quería que entre marido y mujer todo estuviera en común; cada uno debía cumplir frente al otro, ese papel de testigo exacto que antes yo había atribuido a Dios. Eso excluía que uno quisiera a alguien diferente: yo sólo me casaría si encontraba más cumplido que yo a mi semejante, a mi doble.
¿Por qué reclamaba que fuera superior a mí? No creo que haya buscado en él un sucedáneo de mi padre; me importaba mi independencia; ejercería un oficio, escribiría, tendría una vida personal; no me imaginaba nunca como la compañera de un hombre: seríamos dos compañeros. Sin embargo, la idea que me hacía de nuestra pareja fue directamente influida por mis sentimientos hacia mi padre. Mi educación, mi cultura y la visión de la sociedad tal como era, todo me convencía de que las mujeres pertenecían a una casta inferior. Zaza lo dudaba porque prefería mucho más a su madre que al señor Mabille; en mi caso, al contrario, el prestigio paterno había fortalecido esa opinión: en parte sobre él yo fundaba mi exigencia. Miembro de una especie privilegiada, beneficiario desde el principio de un adelanto considerable; si en el absoluto un hombre no valía más que yo, yo consideraría que relativamente valía menos: para que lo reconociera como a un igual tendría que sobrepasarme.
Por otra parte, pensaba en mí desde adentro como alguien que está formándose, y tenía la ambición de progresar al infinito; al elegido lo veía de afuera como a una persona terminada; para que estuviera siempre a mi altura le garantizaba desde el principio perfecciones que para mí sólo existían como esperanza; era de antemano el modelo de lo que yo quería ser: por lo tanto me ganaba. Cuidaba por otra parte de no poner demasiada distancia entre nosotros. Yo no hubiera aceptado que sus pensamientos, sus trabajos me resultaran impenetrables: entonces habría sufrido por mis insuficiencias; el amor tenía que justificarme sin limitarme. La imagen que yo evocaba era la de un alpinismo en que mi compañero más ágil y robusto que yo me ayudaría a ir escalando cada tramo. Yo era más áspera que generosa, deseaba recibir y no dar; si hubiera tenido que remolcar a un zángano, me habría consumido de impaciencia. En ese caso el celibato era preferible al casamiento. La vida en común debía favorecer y no contrariar mi empresa fundamental: apropiarme del mundo. Ni inferior, ni diferente, ni injuriosamente superior, el hombre predestinado me garantizaría mi existencia sin quitarle su soberanía.
Durante dos o tres años ese esquema orientó mis sueños. Les concedía una cierta importancia. Un día interrogué a mi hermana con cierta ansiedad: ¿era definitivamente fea? ¿Tenía la posibilidad de ser una mujer bastante bonita como para que la quisieran? Acostumbrada a oír a papá declarar que yo era un hombre, Poupette no comprendió mi pregunta: me quería, Zaza me quería: ¿de qué me inquietaba? A decir verdad me atormentaba moderadamente. Mis estudios, la literatura, las cosas que dependían de mí seguían siendo el centro de mis preocupaciones. Me interesaba menos por mi destino de adulta que por mi porvenir inmediato.
A los quince años y medio fui a pasar las vacaciones del 14 de julio con mis padres a Cháteauvillain. Tía Alice había muerto; vivíamos en casa de tía Germaine, madre de Titite y de Jacques. Éste estaba en París dando el examen oral del bachillerato. Yo quería mucho a Titite; resplandecía de frescura; tenía lindos labios carnosos y bajo su piel se adivinaba el latido de su sangre. De novia con un amigo de infancia, un espléndido muchacho de largas pestañas, esperaba el casamiento con una impaciencia que no ocultaba; algunas tías susurraban que cuando estaba sola con su novio se portaba mal: muy mal. La noche de mi llegada fuimos las dos, después de comer, a dar una vuelta por el "Mail" que daba al jardín. Nos sentamos en silencio sobre un banco de piedra; no teníamos mucho que decirnos. Ella estuvo un rato rumiando, luego me miró con curiosidad: "¿Te bastan verdaderamente tus estudios? -me preguntó-. ¿Eres feliz así? ¿No deseas nunca otra cosa?" Sacudí la cabeza: "Me bastan", dije. Era verdad; en ese final de año escolar no veía más lejos que el próximo año escolar y el título de bachiller que tenía que obtener. Titite suspiró y volvió a caer en sus sueños de novia que yo juzgaba a priori un poco tontos a pesar de mi simpatía por ella. Jacques llegó al día siguiente, bachiller, y lleno de suficiencia. Me llevó a la cancha de tenis, me propuso que peloteáramos un poco, me venció, se excusó con desenvoltura de haberme utilizado como "punching-ball". Yo no le interesaba mucho, lo sabía. Lo había oído hablar con estima de las chicas que mientras preparaban su bachillerato jugaban al tenis, salían, bailaban, se vestían bien. Sin embargo, su desdén resbaló sobre mí: ni un instante deploré mi torpeza en el juego, ni el corte rudimentario de mi vestido de pongé rosado. Yo valía más que las estudiantes regimentadas que Jacques prefería, él mismo lo advertiría un día.
Yo salía de la edad ingrata; en vez de lamentar mi infancia me volvía hacia el porvenir; estaba lo bastante lejos como para no asustarme y ya me deslumbraba. Ese verano entre todos los veranos me embriagué de su esplendor. Me sentaba sobre un bloque de granito gris al borde del estanque que había descubierto en La Grillére un año antes. Un molino se miraba en el agua donde vagabundeaban las nubes. Yo leía Los paseos arqueológicos de Gastón Boissier y me decía que un día pasearía sobre el Palatino. Las nubes en el fondo del estanque se teñían de rosa; me levanté, pero no me decidla a irme; me apoyé contra el cerco de avellanos, la brisa de la tarde acariciaba los bonteros, me rozaba, me abofeteaba, y yo me abandonaba a su dulzura, a su violencia. Los avellanos murmuraban y yo comprendía su oráculo; yo era esperada: por mí misma. Chorreando de luz, el mundo acostado a mis pies como un gran animal familiar, yo sonreía a la adolescente que mañana moriría y resucitaría en mi gloria: ninguna vida, ningún instante de ninguna vida podría cumplir las promesas con que yo enloquecía mi crédulo corazón.
A fines de setiembre fui invitada con mi hermana a Meulan donde los padres de su mejor amiga tenían una casa. Anne-Marie Gendron pertenecía a una familia numerosa, con bastante fortuna y muy unida; no había nunca una pelea, nadie levantaba nunca la voz, sólo, sonrisas y atenciones: me encontraba en un paraíso cuyo recuerdo había perdido. Los muchachos nos pasearon en barco sobre el Sena: la mayor de las chicas, que tenía veinte años, nos llevó en taxi a Vernon. Seguimos la ruta sobre la cornisa que domina el río; fui sensible a los encantos del paisaje pero aun más a la gracia de Clotilde; me invitó aquella noche a ir a su cuarto y conversamos. Había terminado sus bachilleratos, leía un poco, estudiaba asiduamente el piano; me habló de su amor por la música, de la señora Swetchine, de su familia. Su escritorio estaba lleno de recuerdos: legajos de cartas, atados con cintas, anotadores -sin duda diarios íntimos-, programas de conciertos, fotografías, una acuarela que su madre había pintado y le había regalado el día en que cumplió dieciocho años. Me pareció extraordinariamente envidiable poseer un pasado propio casi tanto como tener una personalidad. Me prestó algunos libros; me trataba de igual a igual y me aconsejaba con una solicitud de hermana mayor. No vi más que a través de ella. No la admiraba como a Zaza y era demasiado etérea para inspirarme como Marguerite oscuros deseos. Pero la encontraba romántica; me mostraba una atrayente imagen de la joven que yo sería mañana. Nos acompañó a casa de nuestros padres; aun antes de que hubiera cerrado la puerta estalló una escena; ¡habíamos olvidado en Meulan un cepillo de dientes! Por contraste con los días serenos que yo acababa de vivir, la atmósfera agria en que volvía a hundirme me pareció de pronto irrespirable. Sollocé, la cabeza apoyada contra la cómoda del vestíbulo; mi hermana me imitó: "¡Qué agradable! ¡Apenas llegan se ponen a llorar!", decían mi padre y mi madre, indignados. Por primera vez me confesé hasta qué punto los gritos, las recriminaciones, la reprimendas que en general escuchaba en silencio me resultaban penosas de soportar. Todas las lágrimas que había retenido durante meses me sofocaban. No sé si mi madre adivinaba que interiormente empezaba a escaparme de ella, pero yo la irritaba y a menudo se enojaba conmigo; por eso buscaba en Clotilde a una hermana mayor consoladora. Fui a su casa bastante a menudo; me seducían sus bonitos vestidos, el decorado refinado de su cuarto, su gentileza, su independencia; cuando me llevaba a un concierto admiraba que tomara taxis -cosa que era a mis ojos el colmo de la magnificencia- y que marcara con decisión en el programa sus trozos preferidos. Esas relaciones asombraron a Zaza y aun más a las amigas de Clotilde; la costumbre quería que uno tuviera amigas de su edad más o menos. Un día tomé el té en casa de Clotilde, con Lili Mabille y otras "grandes"; me sentí fuera de lugar y lo chato de la conversación me defraudó. Además Clotilde era muy piadosa: no podía servirme de guía a mí que ya no creía. Presumo que por su parte me consideraba demasiado joven; fue espaciando nuestros encuentros y yo no insistí; al cabo de algunas semanas dejamos de vernos. Poco después hizo, con mucho sentimentalismo, un casamiento "arreglado".
Al principio del año escolar, abuelito cayó enfermo. Todas sus empresas habían fracasado. Su hijo había imaginado, años atrás, un modelo de latas de conservas que se abrían con una moneda; quiso explotar ese invento, pero le robaron la patente; intentó hacerle un pleito a su competidor y lo perdió. En sus conversaciones volvían a menudo palabras inquietantes: acreedores, pagarés, hipotecas. A veces cuando yo almorzaba en su casa llamaban a. la puerta: él ponía un dedo sobre sus labios y reteníamos nuestra respiración. En su rostro violáceo "su mirada se había petrificado. Una tarde en casa, cuando se levantó para irse se puso a farfullar: "¿Dónde está mi reparaguas?" Cuando volví a verlo estaba sentado en un sillón, inmóvil, los ojos cerrados; se desplazaba con dificultad y dormitaba todo el día. De tanto en tanto alzaba los párpados:
"Tengo una idea -le decía a abuelita-. Tengo una buena idea: vamos a ser ricos." Se paralizó por completo y no se levantó más de su gran cama de columnas retorcidas; su cuerpo se cubrió de llagas que desparramaban un olor atroz. Abuelita lo cuidaba y tejía durante todo el día ropa de niño. Abuelito siempre había sido predestinado a las catástrofes; abuelita aceptaba su suerte con tanta resignación y los dos eran tan viejos que su desdicha me impresionó apenas.
Yo estudiaba con más fervor que nunca. La inminencia de los exámenes, la esperanza de ser pronto una estudiante universitaria, me aguijoneaban. Fue un año fasto. Mi cara mejoraba, mi cuerpo ya no me estorbaba; mis secretos eran menos pesados. Mi amistad por Zaza dejó de ser un tormento. Yo tenía nuevamente confianza en mí misma, y además Zaza cambió, no me pregunté por qué pero de irónica se volvió soñadora.. Empezó a gustarle Musset, Lacordaire, Chopin. Seguía criticando el fariseísmo de su medio, pero sin condenar a toda la humanidad. Me ahorró sus sarcasmos.
En el curso Désir formábamos un grupo aparte. En el instituto sólo preparaban para latín y lenguas. El señor Mabille quería que su hija tuviera una formación científica; a mí me gustaba lo que se resistía: las matemáticas me gustaban. Hicieron venir a una repetidora que nos enseñó el álgebra, la trigonometría, la física. Joven, vivaz, competente, la señorita Chassin no perdía tiempo en discursos morales: trabajábamos sin tonterías. Nos quería mucho. Cuando Zaza se perdía demasiado rato en sus sueños le preguntaba gentilmente: "¿Dónde está Elizabeth?" Zaza se sobresaltaba, sonreía. Teníamos como condiscípulas a dos mellizas siempre enlutadas y casi mudas. La intimidad de esas clases me encantaba. En latín habíamos obtenido saltar un año y pasar directamente al curso superior: la competencia con las alumnas de sexto año me hacía jadear. Cuando me encontré, el año del bachillerato, con mis condiscípulas corrientes, y que me faltó lo picante de la novedad, el saber del abate Trécourt me pareció más bien débil; no evitaba siempre los contrasentidos; pero ese hombre gordo de tez paspada era más abierto, más jovial que las señoritas y sentíamos por él una simpatía que visiblemente nos retribuía. Como a nuestros padres les divertía que también nos presentáramos a latín-lenguas, empezamos en enero a aprender italiano y supimos descifrar muy pronto Cuore y Le mié priginne. Zaza estudiaba alemán; no obstante como mi profesora de inglés no pertenecía a la cofradía y me demostraba amistad, seguí sus cursos con placer. En cambio, soportábamos con impaciencia los patrióticos sermones de la señorita Gontran, nuestra profesora de historia; y la señorita Lejeune nos irritaba por la estrechez de sus parcialidades literarias. Para ampliar nuestros horizontes leíamos mucho y discutíamos entre nosotras. A menudo en clase defendíamos tercamente nuestros puntos de vista: no sé si la señorita Lejeune fue bastante perspicaz para adivinarme pero parecía desconfiar más de mí que de Zaza.
Nos ligamos con algunas compañeras; nos reuníamos para jugar a las cartas y para conversar; en verano nos encontrábamos el sábado por la mañana en una cancha de tenis en la calle Boulard. Ninguna de entre ellas contó mucho ni para Zaza ni para mí. A decir verdad, las alumnas mayores del curso Désir carecían de seducción. Once años de asiduidad me habían valido una medalla de esmalte; mi padre aceptó sin entusiasmo asistir a la distribución de premios: a la noche se quejó de no haber visto más que chicas feas. Sin embargo, algunas de mis condiscípulas tenían rasgos agradables; pero para vestirnos nos endomingaban; la austeridad de los peinados, los colores violentos o almibarados de los rasos y de los tafetanes apagaban todos los rostros. Lo que debió impresionar sobre todo a mi padre fue el aire triste y oprimido de esas adolescentes. Yo estaba tan acostumbrada que cuando vi aparecer a una nueva recluta que reía con una risa verdaderamente alegre me quedé azorada; era campeona internacional de golf, había viajado mucho; su pelo corto, su blusa bien cortada, su ancha pollera tableada, su aspecto deportivo, su voz osada denotaban que había crecido muy lejos de Santo Tomás de Aquino; hablaba inglés perfectamente y sabía bastante latín tomo para presentarse a los quince años y medio a su primer bachillerato; Comeille y Racine la hacían bostezar. "La literatura me aburre", me dijo. Me escandalicé: "¡No diga eso!" "¿Por qué, si es verdad?" Su presencia refrescaba la fúnebre "sala de estudios" del curso. Había cosas que la aburrían, otras que le gustaban, en su vida había placeres, y se adivinaba que esperaba algo del porvenir. La tristeza que se desprendía de mis otras compañeras venía menos de su apariencia opaca que de su resignación. Terminados sus dos bachilleratos, seguirían algún curso de historia y de literatura, la escuela del Louvre, o la Cruz Roja, pintura sobre porcelana, repujado, encuadernación y se ocuparían de algunas obras de beneficencia. De tanto en tanto las llevarían a oír Carmen o a dar vueltas alrededor de la tumba de Napoleón para entrever a algún muchacho; con un poco de suerte se casarían con él. Así vivía la mayor de las Mabille; cocinaba y bailaba, era la secretaria de su padre y la costurera de sus hermanas. Su madre la arrastraba de entrevista en entrevista. Zaza me contó que una de sus tías profesaba la teoría del "flechazo sacramental": en el minuto en que los novios pronuncian ante el sacerdote el sí que los une, la gracia baja sobre ellos y se quieren. Esas costumbres indignaban a Zaza; un día declaró que no veía diferencia entre una mujer que se casaba por interés y una prostituta; le habían enseñado que una cristiana debía respetar su cuerpo: no lo respetaba si se entregaba sin amor por razones de conveniencia o de dinero. Su vehemencia me sorprendió; parecía que sentía en su propia carne la ignominia de ese tráfico. A mí no se me planteaba ese problema. Ganaría mi vida, sería libre. Pero en el medio de Zaza había que casarse o entrar al convento. "El celibato -decía- no es una vocación." Ella empezaba a temerle al porvenir: ¿era ésa la causa de sus insomnios? Dormía mal; a menudo se levantaba de noche y se hacía fricciones con agua de Colonia de pies a cabeza; por la mañana para animarse bebía mezclas de café y de vino blanco. Cuando me contaba esos excesos me daba cuenta de que muchas cosas de ella se me escapaban. Pero alentaba su resistencia y ella me lo agradecía; yo era su única aliada. Compartíamos repulsiones y un gran deseo de felicidad.
Pese a nuestras diferencias solíamos reaccionar en forma idéntica. Mi padre había recibido del actor amigo suyo dos entradas gratuitas para una "matinée" en el Odéon; nos las regaló; daban una pieza de Paul Fort, Carlos VI. Cuando estuve sentada en un palco a solas con Zaza, sin chaperon, me encanté. Se oyeron los tres golpes y asistimos a un drama negro; Carlos perdía la razón; al final del primer acto erraba sobre el escenario desorientado, monologando con incoherencia, me hundí en una angustia tan solitaria como su locura. Miré a Zaza: estaba pálida. "Si esto se repite nos vamos", le propuse. Aceptó. Cuando se alzó el telón, Carlos, en camisón, se debatía entre las manos de unos enmascarados vestidos de cogullas. Salimos. La acomodadora nos detuvo: "¿Por qué se van?" "Es demasiado atroz", dije. Se echó a reír: "Pero, chicas, no es cierto; es teatro." Lo sabíamos, pero no por eso habíamos dejado de entrever algo horrible.
Mi entendimiento con Zaza, su estima, me ayudaron a liberarme de los adultos y a verme con mis propios ojos. Un incidente, sin embargo, me recordó hasta qué punto yo dependía todavía de su juicio. Explotó, inesperado, cuando yo empezaba a instalarme en la facilidad.
Como todas las semanas, traduje con cuidado palabra por palabra la versión latina y la transcribí en dos columnas. Luego había que ponerla en "buen francés". Resultó que el texto estaba traducido en mi literatura latina con una elegancia que me pareció inigualable: en comparación todos los giros que acudían a mi espíritu me parecían de una afligente torpeza. Yo no había cometido ninguna falta de sentido, estaba segura de obtener una nota excelente, no calculé; pero el objeto, la frase, tenía sus exigencias, debía ser perfecta; me repugnaba sustituir al modelo ideal, proporcionado por el manual, mis torpes inventos. Terminé por copiar la página impresa.
Nunca nos dejaban solas con el abate Trécourt; sentada en una mesita junto a la ventana, una señorita nos vigilaba; antes que él nos devolviera nuestras traducciones ella anotaba las notas en un registro. Esa función le había tocado ese día a la señorita Dubois la licenciada, de la cual normalmente yo hubiera tenido que seguir los cursos de latín el ano anterior y que habíamos despreciado Zaza y yo por el abate: no me quería. La oí agitarse a mis espaldas; lanzaba exclamaciones en sordina, pero con furia. Terminó por redactar una nota que puso sobre el montón de deberes antes de entregárselos al abate. Él limpió sus lentes, leyó el mensaje y sonrió: "Sí -dijo con bonhomía-, este pasaje de Cicerón estaba traducido en el manual y muchas de ustedes lo advirtieron. He puesto las mejores notas a las alumnas que han conservado más originalidad." Pese a la indulgencia de su voz, el rostro enfurecido de la señorita Dubois, el silencio inquieto de mis condiscípulas, me llenaron de terror. Sea por costumbre, sea por distracción o por amistad, el abate me había calificado primera: obtuve 17. Por otra parte nadie tenía menos de 12. Me preguntó sin duda para explicar su parcialidad que explicara el texto palabra por palabra: afirmé mi voz y lo hice con seguridad. Me felicitó y la atmósfera se distendió. La señorita Dubois no se atrevió a reclamar que me hicieran leer en voz alta mi "buen francés"; Zaza, sentada a mi lado, ni lo miró: era de una escrupulosa honestidad y se negó a dudar de mí. Pero otras compañeras al salir de clase murmuraron y la señorita Dubois me llamó aparte: iba a comunicarle mi deslealtad a la señorita Lejeune. Así lo que yo había temido a menudo acababa finalmente de ocurrir: un acto, hecho con la inocencia de la clandestinidad, al revelarse me deshonraba. Todavía respetaba a la señorita Lejeune: la idea de que me despreciaría, me torturaba. Imposible remontar el tiempo y borrar mi acto: ¡estaba marcada para siempre! Yo lo había presentido: la verdad puede ser injusta. Durante toda la tarde y una parte de la noche me debatí contra la trampa en que había caído atolondradamente y que ya no me abandonaría. Por lo general eludía, huyendo, las dificultades, con la huida, el silencio, el olvido; rara vez tomaba iniciativas; pero esta vez decidí luchar. Para disipar las apariencias que me disfrazaban de culpable había que mentir: mentiría. Iría a ver a la señorita Lejeune en su despacho y le juraría llorando que no había copiado: se habían deslizado en mi versión involuntarias reminiscencias. Convencida de no haber hecho nada malo me defendí con el fervor de la franqueza. Pero daba un paso absurdo: inocente habría llevado mi deber como prueba; me contenté con dar mi palabra. La directora no me creyó, me lo dijo y agregó con impaciencia que el incidente estaba terminado. No me sermoneó, no me hizo ningún reproche: esa misma indiferencia y la sequedad de su voz me revelaron que no sentía el menor afecto por mí. Yo había temido que mi falta me destruyera en su espíritu; pero desde hacía tiempo no me quedaba nada que perder. Me tranquilicé. Me negaba tan categóricamente su estima que dejé de desearla.
Durante las semanas que precedieron al bachillerato conocí alegrías sin mezcla. Hacía lindo tiempo y mi madre me permitió que fuera a estudiar al Luxemburgo. Me instalaba en los jardines ingleses, al borde del césped o junto a la fuente Médicis. Llevaba todavía el pelo suelto, sobre la espalda y sujeto con una hebilla, pero mi prima Annie que a menudo me regalaba sus trajes viejos, me había dado ese verano una pollera blanca tableada, una blusa de cretona azul: bajo mi sombrero de paja me veía a mí misma como una señorita. Leía Faguet, Brunetiére, Jules Lemaitre, respiraba el olor del césped y me sentía tan libre como los estudiantes que atravesaban indolentemente los jardines. Atravesé la verja, anduve rondando bajo las arcadas del Odéon; sentía el mismo entusiasmo que a los diez años en los corredores de la biblioteca Cardinale. Había en el escaparate hileras de libros encuadernados, de canto dorado, cuyas páginas estaban cortadas; yo leía de pie durante dos o tres horas sin que nunca un vendedor, me molestara. Leí Anatole France, los Goncourt, Colette y todo lo que caía bajo mi mano. Me decía que mientras hubiera libros la felicidad me estaba garantizada.
Había conseguido permiso para acostarme bastante tarde; cuando papá se había ido al "Versailles" donde jugaba al bridge casi todas las noches, cuando mamá y mi hermana se habían acostado, yo me quedaba sola en el escritorio. Me asomaba a la ventana; el viento traía bocanadas de un olor a follaje; a lo lejos brillaban los vidrios. Yo descolgaba los prismáticos de papá, los sacaba de su estuche y, como antes, espiaba las vidas desconocidas. Poco me importaba la trivialidad del espectáculo; yo era -lo soy siempre- sensible al encanto de ese teatrito de sombras: un cuarto iluminado en el fondo de la noche. Mi mirada erraba de fachada en fachada y me decía emocionada por la tibieza de la noche: "Pronto viviré de veras."
Me dio un gran placer pasar mis exámenes. En los anfiteatros de la Sorbona codeaba a muchachos y a chicas que habían hecho sus estudios en cursos y colegios desconocidos, en liceos; me evadía del curso Désir, afrontaba la verdad del mundo. Mis profesoras me habían asegurado que había sido aprobada en el escrito, me presenté al oral con tanta confianza que me creía graciosa con mi vestido demasiado largo de "voile" azul. Ante los señores importantes reunidos a propósito para juzgar mis méritos recobré mi vanidad infantil. El examinador de letras en particular me halagó hablándome en un tono de conversación: me preguntó si era parienta de Roger de Beauvoir; yo repliqué que ese nombre era un seudónimo; me interrogó sobre Ronsard; mientras exponía mi saber admiraba la hermosa cabeza pensativa que se inclinaba hacia mí: por fin veía frente a frente a uno de esos hombres superiores cuyo sufragio codiciaba. En el examen de latín-lenguas, sin embargo, el examinador me recibió irónicamente: "¡Entonces, señorita, usted colecciona diplomas!" Desconcertada, me di cuenta bruscamente de que mi performance podía parecer irrisoria; pero no me amilané. Saqué la mención "bueno" y las señoritas satisfechas de poder escribir ese éxito en sus registros me agasajaron. Mis padres estaban encantados. Jacques, siempre perentorio, había decretado: "Hay que tener por lo menos la mención 'bueno' o ninguna mención." Me felicitó con calor. Zaza también pasó, pero durante ese período me preocupaba mucho menos de ella que de mi.
Clotilde y Marguerite me mandaron cartas afectuosas; mi madre me estropeó un poco mi placer trayéndomelas abiertas y recitándome el contenido con animación, pero era una costumbre tan sólidamente establecida que no protesté. Estábamos entonces en Válleme, en Normandía, en casa de unos primos muy "bien pensantes". No me gustaba esa propiedad demasiado peinada: ni senderos imprevistos, ni bosques; los prados estaban rodeados de alambre de púa; una tarde me deslicé bajo un cerco, me extendí sobre el pasto: una mujer se acercó y me preguntó si estaba enferma. Volví al parque, pero me ahogaba. Mi padre ausente, mamá y mis primos comulgaban en una misma devoción, profesaban los mismos principios sin que ninguna voz rompiera ese perfecto acuerdo; hablando con abandono delante de mí me imponían una complicidad que no me atrevía a recusar: tenía la impresión de que me violentaban. Fuimos en auto a Rouen; pasamos la tarde visitando iglesias; había muchas y cada una desencadenaba delirios extáticos. Ante los encajes de piedra de San Maclou el entusiasmo llegó al paroxismo: ¡qué trabajo!, ¡qué finura! Yo callaba. "¿Cómo, no te parece lindo?", me preguntaron escandalizados. No me parecía ni feo ni lindo; no sentía nada. Insistieron. Apreté los dientes; me negué a dejar introducir a la fuerza palabras en mi boca. Todas las miradas se clavaban, condenándome, sobre mis labios cerrados: la ira, el desamparo, me condujeron al borde del llanto. Mi primo terminó por explicar en tono conciliador que a mi edad uno tenía el espíritu de contradicción y mi suplicio tocó a su fin.
En el Limousin recobré la libertad que necesitaba. Cuando había pasado el día sola o con mi hermana, jugaba con gusto por la noche al mahjong en familia. Me inicié en la filosofía, leyendo La vida intelectual del padre Sertilanges, y La certidumbre moral de Ollé-Laprune, que me aburrieron mucho.
A mi padre nunca le había gustado la filosofía; a mi alrededor como alrededor de Zaza le desconfiaban. "¡Qué lástima, tú que razonas tan bien van a enseñarte a razonar mal!", le decía uno de sus tíos, sin embargo a Jacques le interesaba. En mí la novedad suscitaba siempre una esperanza. Esperé con impaciencia la iniciación de los cursos.
Psicología, lógica, moral, metafísica: el abate Trécourt liquidaba el programa a razón de cuatro horas semanales. Se limitaba a devolvernos nuestras disertaciones, a hacernos dictados, a hacernos recitar la lección aprendida en nuestro manual. A propósito de cada problema, el autor, el reverendo Padre Lahr, hacía un rápido inventario de los errores humanos y nos enseñaba la verdad según Santo Tomás. El abate no se complicaba tampoco con sutilezas. Para refutar el idealismo ponía la evidencia del tacto a las posibles ilusiones de la vista; golpeaba sobre la mesa declarando: "Lo que es, es." Las lecturas que nos indicaba carecían de sal; eran La atención de Ribot, La psicología de las masas de Gustave Lebon, Las ideas-fuerzas de Fouillée. Sin embargo, yo me apasionaba. Volvía a encontrar, tratados, por señores serios en los libros, los problemas que habían intrigado mi infancia; de pronto el mundo de los adultos no se deslizaba sin tropiezos: había un anverso, un revés, la duda entraba; forzando un poco, ¿qué quedaría? No se forzaba mucho, pero ya era bastante extraordinario, después de doce años de dogmatismo una disciplina que planteara interrogantes y que me los planteara a mí. Pues era yo, a la que siempre habían hablado de lugares comunes, la que de pronto se encontraba puesta en cuestión. ¿De dónde salía mi conciencia? ¿De dónde sacaba sus poderes? La estatua de Condillac me hizo soñar tan vertiginosamente como la vieja chaqueta de mis siete años. También vi, azorada, las coordinaciones del universo ponerse a vacilar; las especulaciones de Henri Poincaré sobre la relatividad del espacio y del tiempo, de la medida, me hundieron en infinitas meditaciones. Me conmovieron las páginas donde, evocaba el paso del hombre a través del universo ciego: ¡sólo un destello, pero un destello que es todo! La imagen me persiguió mucho tiempo, la de ese gran fuego ardiendo en las tinieblas.
Lo que sobre todo me atrajo en la filosofía fue que suponía que iba derecho a lo esencial. Nunca me habían gustado los detalles, veía el sentido global de las cosas más que sus singularidades y prefería comprender a ver; yo siempre había deseado conocerlo todo; la filosofía me permitiría alcanzar ese deseo, pues apuntaba a la totalidad de lo real; se instalaba enseguida en su corazón y me revelaba en vez de un decepcionante torbellino de hechos o de leyes empíricas un orden, una razón, una necesidad. Ciencias, literatura, todas las otras disciplinas me parecieron parientes pobres.
Día a día, sin embargo, no aprendíamos gran cosa. Pero escapábamos del hastío por la tenacidad que poníamos, Zaza y yo, en las discusiones. Hubo un debate particularmente agitado sobre el amor llamado platónico y sobre el otro que no se nombra. Una compañera había puesto a Tristán e Isolda entre los enamorados platónicos, Zaza se echó a reír: "¡Platónicos Tristán e Isolda! ¡Ah, no!", dijo con un aire de competencia que desconcertó a toda la clase. La conclusión del abate fue exhortarnos, al casamiento de razón: uno no se casa con un muchacho porque le queda bien la corbata. Dejamos pasar esa tontería. Pero no siempre éramos tan conciliadoras; cuando un tema nos interesaba discutíamos sin aflojar. Respetábamos muchas cosas; pensábamos que las palabras patria, deber, bien, mal, tenían un sentido; tratábamos simplemente de definirlas; no intentábamos destruir nada, pero nos gustaba razonar. Era lo suficiente para que nos acusaran de tener "mal fondo". La señorita Lejeune que asistía a todos los cursos declaró que nos aventurábamos en una pendiente peligrosa. El abate, a mediados de año, nos llamó aparte y nos suplicó que no nos "resecáramos"; si no terminaríamos por parecemos a las señoritas: eran santas mujeres pero más valía no marchar sobre sus huellas. Me conmovió su buena voluntad, me sorprendió su aberración. Le aseguré que no entraría en la cofradía. Me inspiraba un rechazo que extrañaba a Zaza; a través de sus burlas ella quería a nuestras profesoras y la escandalicé cuando le dije que me alejaría de ellas sin pena.
Mi vida de colegiala terminaba, otra cosa iba a comenzar: ¿qué, exactamente? En los Anales leí una conferencia que me hizo pensar; una antigua alumna de Sévres evocaba sus recuerdos; describía jardines donde hermosas jóvenes ávidas de saber se paseaban a la luz de la luna; sus voces se unían al murmullo de las fuentes. Pero mi madre desconfiaba de Sévres y, bien pensado, no me tentaba encerrarme fuera de París, con mujeres. ¿Entonces qué decidir? Temía la parte arbitraria que encierra toda elección. Mi padre, que sufría de verse a los cincuenta años ante un porvenir incierto, deseaba ante todo para mí la seguridad; me destinaba a la administración que me aseguraría un sueldo fijo y una jubilación. Alguien le aconsejó la Escuela de chartes. Fui con mi madre a la Sorbona a consultar a una señorita. Recorrí corredores tapizados de libros sobre los cuales se abrían despachos llenos de ficheros. De niña había soñado vivir entre esa polvorienta sabiduría y me parecía hoy penetrar en el santuario de los santuarios. La señorita nos describió las bellezas pero también las dificultades de la carrera de bibliotecaria; la idea de aprender el sánscrito me espantó; la erudición no me tentaba. Lo que me hubiera gustado habría sido continuar mis estudios de filosofía. Había leído en una revista un artículo sobre una mujer filósofa que se llamaba señorita Zanta; había pasado su doctorado; estaba fotografiada en su escritorio, el rostro grave y reposado; vivía con una sobrina a la que había adoptado: así había logrado conciliar su vida cerebral con las exigencias de su sensibilidad femenina. ¡Cómo me hubiera gustado que escribieran un día sobre mí cosas tan halagadoras! Las mujeres que tenían un diploma o un doctorado de filosofía se contaban con los dedos de una mano: yo deseaba ser una de esas precursoras. Prácticamente la única carrera que esos diplomas me abrirían sería la enseñanza: no tenía nada en contra. Mi padre no se opuso a ese proyecto; pero se negaba a dejarme buscar lecciones: tendría un puesto en un liceo. ¿Por qué no? Esa solución satisfacía mi gusto de la prudencia. Mi madre informó tímidamente a las señoritas y sus rostros se congelaron. Habían empleado sus existencias en combatir el laicismo y no hacían ninguna diferencia entre un establecimiento de Estado y una casa de tolerancia. Además explicaron a mi madre que la filosofía corroía mortalmente las almas; en un año de Sorbona yo perdería mi fe y mis buenas costumbres. Mamá se inquietó. Como la licencia clásica ofrecía, según papá, más posibilidades, como quizá le permitieran a Zaza preparar algunos certificados, acepté sacrificar la filosofía a las letras. Pero mantuve mi decisión de enseñar en un liceo. ¡Qué escándalo! Once años de cuidados, de sermones, de adoctrinarme asiduamente: ¡y mordía la mano que me había alimentado! En las miradas de mis educadoras leía con indiferencia mi ingratitud, mi indignidad, mi traición: Satanás me había conquistado.
En julio pasé las matemáticas elementales y filosofía. La enseñanza del abate era tan débil que mi disertación, que él hubiera calificado con 16, me valió apenas un 11. Me desquité en ciencias. La noche del oral mi padre me llevó al teatro de Dix Heures donde oí a Dorin, Colline, Noél-Noél; me divertí mucho. ¡Qué feliz estaba de haber terminado con el curso Désir! Dos o tres días más tarde, sin embargo, estando sola en el departamento, sentí un extraño malestar; me quedé plantada en medio del cuarto casi tan perdida como si hubiera sido trasplantada a otro planeta: sin familia, sin amigas, sin lazos, sin esperanza. Mi corazón estaba muerto y el mundo vacío: ¿semejante vacío podría colmarse? Tuve miedo. Y después el tiempo volvió a correr.
Había un punto sobre el cual mi educación me había marcado profundamente: pese a mis lecturas seguía siendo una mojigata. Tenía dieciséis años cuando una tía nos llevó a mi hermana y a mí a la sala Pleyel a ver una película de viajes. Todos los asientos estaban ocupados y nos quedamos de pie en el pasillo. Sentí con sorpresa unas manos que me palpaban a través de mi abrigo de lana; creí que trataban de robarme mi cartera y la apreté bajo mi brazo; las manos siguieron triturándome absurdamente. No supe qué decir ni qué hacer: me quedé quieta. Terminada la película un hombre que llevaba un chambergo marrón me señaló riendo a un amigo que también se puso a reír. Se burlaban de mí: ¿por qué? No comprendí nada.
Poco después alguien -ya no sé quién- me pidió que fuera a comprar en una librería de objetos religiosos cerca de San Sulpicio algo para una kermesse. Un empleado rubio, tímido, vestido con un largo delantal negro me preguntó cortésmente lo que deseaba. Se dirigió hacia el fondo de la tienda y me hizo una seña para que lo siguiera; me acerqué: abrió su delantal descubriendo algo rosado; su rostro no expresaba nada y me quedé un instante azorada; luego volví la espalda y me fui. Su gesto disparatado me atormentó menos que en el escenario del Odéon los delirios del falso Carlos VI; pero me dejó la impresión de que inopinadamente podían ocurrir cosas raras. Cada vez que estaba sola en una tienda o en el andén del subterráneo, con un hombre desconocido, sentía una aprensión.
A principio de mi año de filosofía la señora Mabille convenció a mamá de que me hiciera tomar clases de baile. Una vez por semana me encontraba con Zaza en una sala donde chicas y muchachos se ejercitaban a moverse rítmicamente bajo la dirección de una señora madura. Yo llevaba esos días un vestido de jersey de seda azul dado por mi prima Annie, y qué se ajustaba más o menos a mi medida. Tenía prohibido todo maquillaje. En mi familia la única que se pintaba era mi prima Madeleine. A los dieciséis años había empezado a arreglarse con coquetería. Papá, mamá, tía Marguerite la señalaban con el dedo: "¡Madeleine, te has puesto polvos!" "Pero no, tía, se lo aseguro", contestaba ella. Yo reía con los adultos: el artificio era siempre "ridículo". Todas las mañanas volvía a la carga: "No digas Madeleine que no te has puesto polvos, se ve." Un día, tendría unos dieciocho o diecinueve años, contestó excedida: "¿Después de todo por qué no?" Había llegado a confesar: triunfaron. Pero su respuesta me hizo reflexionar. De todas maneras vivíamos muy lejos del estado natural. En mi familia afirmaban: "La pintura estropea el cutis." Pero solíamos decirnos mi hermana y yo viendo el mal cutis de mis tías que la prudencia convenía poco. Sin embargo, no intenté discutir. Llegaba por lo tanto a la clase de baile, mal entrazada, el pelo opaco, las mejillas y la nariz brillantes. No sabía hacer nada con mi cuerpo, ni siquiera nadar ni andar en bicicleta; me sentía tan torpe como el día en que me había exhibido disfrazada de española. Pero por otra razón empecé a aborrecer esas clases. Cuando mi compañero me oprimía entre sus brazos y me apretaba contra su pecho, sentía una impresión extraña que se parecía a un vértigo de estómago, pero que olvidaba menos fácilmente. De vuelta a casa me tiraba sobre el sillón de cuero, idiotizada por una languidez que no tenía nombre y que me daba ganas de llorar. Pretexté mis estudios para suspender esos cursos.
Zaza era más despierta que yo: "¡Cuando pienso que nuestras madres nos miran bailar con la mayor serenidad de espíritu, las inocentes!", me dijo una vez. Les decía a su hermana Lili y a sus primas mayores: "Vamos, no me cuenten que si bailáramos entre nosotras o con nuestros hermanos nos divertiría tanto." Creí que unía el placer del baile con ese otro, para mí muy vago, del flirt. A los doce años mi ignorancia había presentido el deseo, la caricia; a los diecisiete, teóricamente informada, ni siquiera sabía reconocer la turbación.
No sé si entraba o no mala fe en mi ingenuidad; en todo caso la sexualidad me asustaba. Una sola persona, Titite, me había hecho entrever que el amor físico puede ser vivido en forma natural y en la alegría; su cuerpo exuberante no conocía la vergüenza y cuando evocaba su boda el deseo que brillaba en sus ojos la embellecía. Tía Simone insinuaba que con su novio "había ido muy lejos"; mamá la defendía: ese debate me parecía ocioso; casados o no las caricias de esos dos hermosos jóvenes no me chocaban: se querían. Pero esa única experiencia no bastó para derrumbar los tabús erguidos a mi alrededor. No solamente yo nunca había -desde Villeirs- puesto los pies en una playa, en una piscina, en un gimnasio, a tal punto que la desnudez se confundía en mí con la indecencia; sino que en el ambiente en que vivía nunca la franqueza de una necesidad, nunca un acto violento desgarraba la red de convenciones y de rutinas. En los adultos desencarnados que sólo cambiaban palabras y gestos convencionales ¿cómo darle un lugar a la crudeza animal, del instinto, del placer? Durante mi año de filosofía, Marguerite de Théricourt fue a anunciarle a la señorita Lejeune su próximo casamiento: se casaba con un socio de su padre, rico, noble, mucho mayor que ella, que conocía desde la infancia. Todo el mundo la felicitó y ella resplandecía de cándida felicidad. La palabra "casamiento" explotó en mi cabeza y me quedé de pronto tan estupefacta como el día en que en plena clase una compañera se había puesto a ladrar. Esa señorita seria, con guantes, con sombrero, con sonrisas estudiadas ¿cómo transformarla en la imagen de un cuerpo tierno y rosado acostado entre los brazos de un hombre? No llegué hasta desnudar a Marguerite; pero bajo su largo camisón y la lluvia de sus cabellos desatados, su carne se ofrecía. Ese brusco impudor lindaba con la demencia. O la sexualidad era una breve crisis de locura; o Marguerite no coincidía con la joven bien educada que iba a todas partes escoltada por su gobernanta; las apariencias mentían, el mundo que me habían enseñado estaba completamente truncado, me incliné por esa hipótesis pero había creído demasiado tiempo en ese engaño: la ilusión resistía a la duda. La verdadera Marguerite llevaba obstinadamente guantes y sombrero. Cuando la evocaba semidesnuda, expuesta a la mirada de un hombre, me sentía arrastrada por un simún que pulverizaba todas las normas de la moral y del buen sentido.
A fines de julio salimos a veranear. Descubrí un aspecto nuevo de la vida sexual; ni tranquila alegría de los sentidos, ni turbador extravío, se me apareció como una picardía.
Mi tío Maurice, después de haberse alimentado exclusivamente de ensaladas durante dos o tres años, había muerto de un cáncer al estómago entre atroces sufrimientos. Mi tía y Madeleine lo habían llorado mucho. Pero cuando se hubieron consolado, la vida en La Grillére fue mucho más alegre que en el pasado. Roben pudo invitar libremente a sus amigos. Los hijos de los hidalgos limusinos acababan de descubrir el automóvil y se reunían a cincuenta kilómetros a la redonda para cazar y bailar. Aquel año Roben festejaba a una joven belleza de unos veinticinco años que pasaba sus vacaciones en la aldea vecina con la evidente intención de casarse con él; casi todos los días Yvonne venía a La Grillére; exhibía un guardarropa abigarrado, cabello opulento, una sonrisa tan inmutable que nunca pude decidir si era sorda o idiota. Una tarde en la sala liberada de sus fundas, su madre se sentó al piano e Yvonne, vestida de andaluza, jugando con el abanica y con las pupilas, ejecutó bailes españoles en medio de un círculo de muchachos burlones. A causa de este idilio los "parties" se multiplicaron en La Grillére y en los alrededores. Yo me divertía mucho. Los padres no se mezclaban: podíamos reír y agitarnos sin molestias. Farándulas, rondas, juego de sillas, el baile era un juego entre tantos otros y ya no me incomodaba. Hasta me gustó un poco uno de mis caballeros que terminaba su carrera de medicina. Una vez en un castillo vecino nos quedamos hasta la madrugada; hicimos sopa de cebolla en la cocina; fuimos en auto hasta el pie del monte Gargan que escalamos para ver la salida del sol; tomamos café con leche en una hostería; fue mi primera noche en vela. En mis cartas le conté a Zaza esas orgías y pareció un poco escandalizada de que a mí me dieran tanto placer y que mamá las tolerara. Ni mi virtud ni la de mi hermana corrieron nunca peligro; nos llamaban "las dos chicas"; visiblemente poco avivadas, el "sex appeal" no era nuestro fuerte. Sin embargo, las conversaciones bullían de alusiones y de sobrentendidos cuya picardía me chocaba. Madeleine me confió que durante esas veladas ocurrían muchas cosas en los matorrales y en los automóviles. Las chicas cuidaban de seguir siendo vírgenes. Yvonne había desdeñado esa precaución; los amigos de Roben que habían aprovechado de ella por turno advirtieron comedidamente a mi primo y el casamiento no se hizo. Las otras chicas conocían la regla del juego y la observaban; pero esa prudencia no les impedía agradables diversiones. Sin duda éstas no eran muy lícitas: las escrupulosas corrían a confesarse al día siguiente y se encontraban con el alma limpia. Yo hubiera querido comprender por qué mecanismo el contacto de dos bocas provoca la voluptuosidad. A menudo mirando los labios de un muchacho o de una chica me asombraba como antes ante el riel mortífero del subterráneo o ante un libro peligroso. La enseñanza de Madeleine era siempre barroca; me explicó que el placer dependía del gusto de cada uno: su amiga Niní exigía que su festejante le besara o le hiciera cosquillas en la planta del pie. Con curiosidad, con malestar, me preguntaba si mi propio cuerpo encerraba fuentes ocultas de las cuales surgirían un día imprevisibles emociones.
Yo no me habría prestado por nada del mundo a la más modesta experiencia. Las costumbres que me describía Madeleine me indignaban. El amor tal como yo lo concebía no interesaba al cuerpo; pero me negaba a que el cuerpo tratara de tranquilizarse fuera del amor. No llevaba la intransigencia hasta el extremo de Antonio Radier, redactor de la Revue Francaise, donde mi padre trabajaba, que había pintado en una novela el conmovedor retrato de una niña verdadera: había permitido que una vez un hombre le robara un beso y antes que confesar esa villanía a su novio renunciaba a él. Esa historia me pareció ridícula. Pero cuando una de mis compañeras, hija de un general, me contaba no sin melancolía que cada vez que salía, por lo menos uno de sus bailarines la besaba, la critiqué por aceptarlo. Me parecía triste, incongruente y en resumidas cuentas culpable dar sus labios a un indiferente. Una de las razones de mi mojigatería era sin duda ese rechazo mezclado con el temor que el macho inspira generalmente a las vírgenes; temía sobre todo mis propios sentidos y sus caprichos; el malestar experimentado durante el curso de baile me molestaba porque lo sentía a pesar de mí; no admitía que por un simple contacto, por una presión, un abrazo, un desconocido pudiera hacerme naufragar. Llegaría el día en que caería pasmada en brazos de un hombre: elegiría mi hora y mi decisión se justificaría por la violencia de un amor. A ese orgullo racionalista se agregaban mitos forjados por mi educación. Yo había amado esa hostia inmaculada: mi alma; en mi memoria flotaban imágenes de armiño manchado, de lirio profanado; si no estaba transfigurado por el fuego de la pasión, el placer ensuciaba. Por otra parte, yo era extremista: quería todo o nada. Si amaba sería para toda la vida y me daría entera con mi cuerpo, mi corazón, mi cabeza y mi pasado. Me negaba a picotear emociones, voluptuosidades ajenas a esa idea. A decir verdad no tuve oportunidad de probar la solidez de esos principios, pues ningún seductor trató de conmoverlos.
Mi conducta se conformaba con la moral en vigor en mi medio; pero yo no la aceptaba sin una importante reserva; pretendía someter a los hombres a la misma ley que las mujeres. Tía Germaine había deplorado con palabras veladas ante mis padres que Jacques fuera demasiado juicioso. Mi padre, la mayoría de los escritores, y en resumidas cuentas el consenso universal alentaban a los muchachos a conocer la vida. Llegado el momento se casarían con una joven de su medio; entretanto los aprobaban por divertirse con muchachas de condición humilde: plumitas, grisetas, costureritas, vendedoras. Esa costumbre me indignaba. Me habían repetido que las clases bajas no tienen moral: la inconducta de una lencera o de una florista me parecía tan natural que ni siquiera me escandalizaba; sentía simpatía por esas muchachas sin fortuna que los novelistas dotaban a menudo de las cualidades más conmovedoras. Sin embargo, desde el primer momento su amor estaba condenado: un día u otro, según sus caprichos o sus comodidades, su amante las plantaría por una señorita. Yo era demócrata y era romántica: me parecía indignante que por el solo hecho de ser un hombre y de tener dinero lo autorizaran a burlarse de un sentimiento. Por otra parte, me sublevaba en nombre de la blanca novia con quien me identificaba. No veía ninguna razón para reconocerle a mi compañero derechos que él no me concedía. Nuestro amor sólo sería necesario y total si él se conservaba para mí como yo me conservaba para él. Además era necesario que la vida sexual fuera en su esencia misma y para todo el mundo un asunto serio; de lo contrario yo hubiera tenido que revisar mi propia actitud y como era por el momento incapaz de cambiar eso, me habría arrojado en grandes perplejidades. Por lo tanto me empeñaba, contra la opinión pública, en exigir a ambos sexos una idéntica castidad.
A fines de setiembre pasé una semana en casa de una compañera. Zaza me había invitado algunas veces a Laubardon; las dificultades del viaje, mi edad demasiado tierna habían hecho abortar ese proyecto. Ahora tenía diecisiete años y mamá aceptó meterme en un tren que me conduciría directamente de París a Joigny donde mis anfitriones irían a buscarme. Era la primera vez que yo viajaba sola; me había levantado el pelo, llevaba un sombrerito de castor gris, estaba orgullosa de mi libertad y levemente inquieta: en las estaciones espiaba a los viajeros; no me habría gustado encontrarme encerrada en mi comportamiento sola con un extraño. Thérése me esperaba en el andén. Era una triste adolescente, huérfana de padre, que llevaba una existencia enlutada entre su madre y media docena de hermanas mayores. Piadosa y sentimental, había decorado su cuarto con ríos de muselinas blancas que habrían hecho sonreír a Zaza. Me envidiaba mi relativa libertad y creo que yo encarnaba para ella toda la alegría del mundo. Pasaba el verano en un gran castillo de ladrillos, bastante lindo, muy lúgubre, rodeado por bosques admirables. En el monte de árboles, en el flanco de las colinas cubiertas de viñas, descubrí un nuevo otoño: violeta, naranja, rojo, y todo manchado de oro. Mientras paseábamos hablábamos de la próxima iniciación de las clases. Thérése había conseguido que la dejaran seguir conmigo algunos cursos de literatura y de latín.
Yo me disponía a estudiar fuerte. A papá le habría gustado que yo acumulara las letras y el derecho "que siempre puede servir"; pero yo había recorrido en Meyrignac el Código Civil y esa lectura me había inspirado rechazo. En cambio, mi profesora de ciencias me impulsaba a intentar las matemáticas generales y la idea me agradaba: prepararía ese certificado en el instituto católico. En cuanto a las letras estaba decidido, por consejo del señor Mabille, que seguiríamos los cursos en el instituto dirigido en Neuilly por la señora Daniélou; así nuestras relaciones con la Sorbona estarían reducidas al mínimo. Mamá, había conversado con la señorita Lambert, principal colaboradora de la señora Daniélou: si yo seguía estudiando con empeño podría muy bien llegar hasta la agregación. Recibí una carta de Zaza: la señorita Lejeune le había escrito a su madre para prevenirla contra la atroz crudeza de los clásicos griegos y latinos; la señora Mabille había contestado que temía, para una imaginación joven, las trampas del romanticismo pero no del realismo. Robert Garric, nuestro futuro profesor de literatura, católico ferviente y de una espiritualidad por encima de toda sospecha, había afirmado al señor Mabille que uno puede estudiar sin condenarse. Así todos mis deseos se cumplían: esa vida que se abría yo la compartiría también con Zaza.
Una vida nueva; otra vida: yo estaba más emocionada que la víspera de mi entrada al curso Cero. Extendida sobre las hojas secas, la mirada aturdida por los colores apasionados de las viñas, me repetía las palabras austeras: licencia, agregación. Y todas las vallas, todos los muros se esfumaban. Yo adelantaba al aire libre a través de la verdad del mundo. El porvenir ya no era una esperanza, yo lo tocaba. Cuatro o cinco años de estudio y luego toda una existencia que yo moldearía con mis manos. Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando.