2. La torre Inclinada
Las defensas mágicas que Elminster había colocado en toda la torre Inclinada habían empezado a debilitarse la noche en que fue destruido el templo de Lathander. Las galerías interiores de la torre, disimuladas para que pareciese que formaban parte de las paredes, a veces resultaban ser puertas abiertas y, durante el día que siguió a la batalla del valle de las Sombras, la gente pasaba por ellas sin que les ocurriese incidente alguno. Sin embargo, aquella noche un guardia se metió sin darse cuenta en una de las aberturas y murió cuando el hueco se cerró y quedó atrapado dentro.
Fuera de la torre, las antorchas de punzantes llamas azules y blancas ardían lentamente o resplandecían con una luz que cegaba a quien se atreviese a mirarla directamente. Y, dado que unas manos mortales e invisibles atravesaban las antorchas, todo intento de retirarlas desembocaba en un fracaso.
Las nieblas que envolvían los niveles superiores de la torre tenían como objetivo evitar la curiosidad de todo ojo misterioso pero también su naturaleza había cambiado. Ahora, las nieblas que se arremolinaban alrededor de la torre emitían un grito agudo, estridente y continuo. Habían tenido que cerrar las contraventanas de los niveles superiores y colocarles unas pesadas tablas para amortiguar el ruido.
Cyric, vestido completamente de negro, estaba entre los árboles del extremo más alejado de los establos de la torre e ignoraba el grito. A pesar de ser de noche, el ladrón veía al guardia que estaba ante la entrada nordeste de la torre, cerca de la cocina. Durante la última noche que pasó en casa de Mourngrym, el día en que Medianoche y Adon fueron detenidos, Cyric estudió detalladamente las defensas de la torre. El ladrón sobornó a un guardia descontento con oro y licor, y se enteró de todo lo que necesitaba saber sobre los secretos de la torre para llevar a cabo su plan.
En la entrada principal siempre había apostados seis guardias, y otros soldados patrullaban el perímetro de la torre. Debido a que la mayor parte del puente estaba en ruinas en el fondo del río, la seguridad en los puestos del puente Ashaba había sido reducida. El guardia que Cyric había sobornado estaba sólo en la orilla oeste del río pero, llegado el momento, estaría en el extremo más septentrional del puente, investigando una «pequeña perturbación» que Cyric había dejado en la imaginación del guardia.
Los únicos guardias que habían sido apostados cerca del cobertizo para los botes estaban dentro de la torre; de vez en cuando miraban fuera por las mirillas a fin de cerciorarse de que la quietud de la noche no ocultaba peligros. Los obreros que a veces se quedaban vagando en el astillero hasta bien entrada la noche, fueron conminados a irse a casa con sus familias, con objeto de que estuviesen bien descansados cuando acudiesen al día siguiente a la ejecución de los asesinos de Elminster.
Dentro de la torre, una buena parte de los hombres de Mourngrym fue enviada a los pisos superiores aquella noche para custodiar a su señor. Las defensas mágicas que protegían normalmente al señor del valle eran inestables. Peor todavía, el juicio había creado preocupación por el paradero de lord Bane. Mourngrym, temiendo que lord Black quisiera vengarse de él, estaba preocupado por el bienestar de su esposa y de su hijo.
Cyric estaba seguro de que en los sótanos de la torre, donde habían metido a Medianoche y a Adon en espera de su ejecución a la mañana siguiente, habría también unos cuantos guardias. Pero Cyric estaba preparado para asaltar la torre Inclinada. Iba armado con dos dagas, un hacha de mano, varios cabos de cuerda que él mismo había ennegrecido, un pequeño cilindro negro y la habilidad que sólo el adiestramiento en la Cofradía de los Ladrones de Zhentil Keep podía haber creado.
De pronto, la luz de las antorchas que se alineaban a lo largo de la torre se puso a brillar y una serie de resplandecientes destellos iluminaron las calles. Uno de los guardias lanzó una retahíla de juramentos. Cyric, con la espalda apretada contra el tronco de un árbol cercano, aguantó la respiración mientras esperaba que las luces disminuyesen de intensidad y se apagasen. Cuando las antorchas se encendieron se quedó a la vista del guardia de la parte posterior.
El guardia, un joven rubio que a Cyric le recordó a Adon, se frotó los ojos. Sin hacer ruido, Cyric echó a correr en busca de la protección de los establos. Se puso rígido cuando vislumbró un par de ojos en el establo, pero no aminoró el paso, sino que suspiró aliviado cuando vio que los grandes ojos blancos eran de un pony que se dirigía a la puerta.
—¡Eh, tú! —gritó una voz profunda y gastada por la edad—. ¡Vuelve aquí!
El pony se acercó a la puerta haciendo cabriolas y dentro del edificio resonaron las pisadas del mozo de cuadras. Cyric sacó una de las dagas, se inclinó a la izquierda y se agachó hasta quedarse en cuclillas, listo para saltar sobre el hombre y silenciarlo antes de que pudiese dar la alarma. Se oyó de pronto otra voz, cuando el guardia de la entrada posterior dobló la esquina.
—¡Manxtrum! Parece que se te ha desbocado uno —gritó el guardia—. ¡Será mejor que compres una rienda más fuerte con tu dinero!
El encargado de los establos pasó por delante del pony y se paró en la puerta, ajeno a la figura oscura que estaba agazapada en las sombras a sólo unos metros a su derecha. Cyric estaba de espaldas al guardia y no sabía si había sido descubierto. No se atrevía a darse media vuelta pero, como ninguno lanzó un grito de alarma, supuso que ni el guardia ni el mozo de cuadras lo habían visto.
—Ay, esta pequeña belleza es la que Mourngrym le prometió a tu hija la semana pasada —dijo Manxtrum—. ¿Quieres entrar y echar un vistazo?
Cyric apretó la daga con fuerza.
—Ahora no puedo —dijo el guardia—. Quizá después de mi turno.
—¡A esa hora las personas decentes tienen que estar durmiendo! —dijo Manxtrum, apuntando con un dedo al guardia como un padre enfadado.
—Entonces tú estarás completamente despierto —dijo el guardia, para luego ponerse a reír de su chiste. A continuación le sobrevino un repentino ataque de tos.
Manxtrum sacudió la cabeza y se llevó al pony dentro. Cyric, después de contar hasta veinte, miró por encima de su hombro y vio al guardia volver a toser. El hombre le daba la espalda. Cyric cambió ligeramente de posición y, con un hábil y rápido movimiento de muñeca, lanzó la daga.
Cuando la hoja le atravesó el cuello, el guardia rubio echó los brazos hacia atrás. Se desplomó de espaldas con un grito ahogado parecido a un gorjeo que cesó de golpe cuando dio contra el suelo.
Cyric esperó un momento, hasta cerciorarse de que no había señal alguna de que el grito del guardia hubiera sido oído. Al cabo de un momento, el ladrón avanzó hacia la entrada de servicio de la torre, cerca de donde estaba el hombre muerto.
Mientras daba la vuelta al cadáver y le sacaba la hoja del cuello, Cyric pensó con tristeza que había puesto fin a aquella fea tos. El ladrón cogió una tabla que había quedado allí sobrante de la protección de las contraventanas y la colocó cerca del guardia. Después de sacarse tres cabos de cuerda de la cintura, Cyric las puso horizontales en el suelo y colocó la tabla en el centro de las cuerdas. Luego llevó rodando el cadáver hasta la tabla, le ató las cuerdas alrededor de los tobillos, de la cintura y del pecho, y levantó al hombre muerto hasta ponerlo en su posición de guardia, visible desde los confines en sombras de la torre y desde los establos. La cabeza colgaba floja sobre el pecho del hombre y ocultaba así su garganta ensangrentada.
Cyric se metió en el pórtico que había antes de la puerta de servicio. Miró hacia atrás en dirección a los establos y vio la luz del interior del edificio, prueba de que sus actos no habían sido detectados. Se puso a mirar el techo para localizar el lugar de donde había sacado un enorme bloque de piedra unas horas antes. Nadie había tapado el hueco. Cyric trepó por la pared, se metió en la abertura y, después de estirar una pierna, le dio una patada a la puerta de madera.
Al cabo de un rato, oyó una voz ahogada llamar desde dentro.
—¿Segert?
Cyric frunció el entrecejo, volvió a estirar la pierna y dio otra patada a la puerta, en esta ocasión añadiendo una exagerada tos. Se aupó de nuevo en la abertura y vio que un hombre bajo con bigote gris aparecía en el pórtico desde el interior.
—¿Segert? —preguntó el guardia, para luego dirigirse hacia la figura inmóvil que estaba apoyada contra la pared fuera del pórtico.
Cyric tensó los músculos y se preparó para saltar sobre el guardia, pero se quedó paralizado cuando oyó a un segundo guardia acercarse desde el interior de la torre.
—¿Algún problema, Marcreg? —preguntó el segundo guardia en voz alta y temblorosa.
Cyric apenas veía el rostro del guardia en la puerta.
—Creo que no —contestó el guardia del bigote gris—. Es mejor que vuelvas a tu puesto. Continuaremos más tarde con tu adiestramiento.
—Sí, señor —dijo el otro, para luego marcharse sin rechistar.
Marcreg sacudió la cabeza y siguió caminando.
—Dime qué te pasa, Segert. No habrá permiso por enfermedad hasta que los prisioneros hayan sido ejecutados. Te he dicho que…
Cyric aflojó la presión de sus piernas ahora preparadas y dejó caer el cuerpo. El ladrón cayó con las piernas alrededor del cuello del guardia del bigote gris y apretó girando hasta que oyó crujido de huesos. Marcreg se desplomó contra la puerta, hasta casi cerrarla. En un momento de pánico Cyric soltó al guardia y se le quedó un pie trabado en el ángulo superior de la puerta. Ahogó un grito de dolor cuando la pesada puerta se cerró contra su pie, logró sacar éste de la bota y cayó junto al cadáver.
Cyric arrastró el cuerpo hasta apartarlo de la puerta, luego deslizó la bota por la jamba hasta la base y el ladrón cogió el último trozo de cuerda que llevaba encima, lo puso a un lado y dispuso el cuerpo de Marcreg como el del otro guardia. Después de colocar el cadáver de pie fuera de la puerta, Cyric entró en la torre.
El vestíbulo de la parte de servicio se extendía en dos direcciones, siguiendo la curva de la torre. Cyric sabía que iba a tener que buscar al guardia que había estado hablando con Marcreg. El joven no esperaría a su tutor toda la vida y al ver que el hombre no volvía, sin duda daría la voz de alarma.
Cyric oyó a su derecha un ruido metálico de cacharros y un juramento apenas susurrado. El ladrón siguió el ruido y llegó a la entrada de provisiones de la cocina. Sobre la puerta abierta habían clavado un signo que indicaba que era una entrada a salvo del caos mágico. Miró cautelosamente por una rendija. En la cocina en penumbra estaba el joven guardia. El tenue resplandor naranja revelaba los movimientos furtivos del guardia, que se estaba atracando de un manjar raro y exquisito, un tazón de chocolate previamente enfriado cubierto de cerezas y nata. Estaba de espaldas a la puerta.
Después de sacar una daga, Cyric avanzó hacia el guardia, pensando que le estaba resultando demasiado fácil cuando, demasiado tarde, advirtió que el joven observaba su sombra oscilante en la brillante superficie metálica del tazón.
El frío metal brilló a la débil luz, el guardia giró sobre sus talones y le arrojó el tazón, que fue a dar de lleno en el rostro de Cyric, pero el ladrón logró cogerlo al vuelo antes de que cayese al suelo e hiciera ruido. El joven guardia se volvió para echar a correr, pero la hoja de Cyric pasó zumbando por su cabeza. La daga no dio en el blanco y fue a estrellarse con un ruido sordo en la pared.
Cyric cogió su hacha de mano, saltó sobre el guardia, lo golpeó con ella y, con fuerza, le clavó la rodilla en la espalda, y sonrió al oír el crujido causado por la rotura de un hueso. Las piernas del guardia se agitaron unos segundos, para luego inmovilizarse.
Cyric se levantó de encima del hombre muerto y miró a su alrededor hasta cerciorarse de que no había señal alguna de alboroto. Después de levantar varias sillas y limpiar el chocolate derramado, arrastró el cuerpo del guardia por un tramo de escaleras que bajaban hasta la despensa. Luego tomó la linterna y volvió a la entrada.
Cyric, siguiendo de memoria la disposición de la torre, recorrió el muro norte, atravesó una serie de habitaciones que se comunicaban entre sí y fue a parar cerca de la entrada suroeste que daba al cobertizo de las embarcaciones. Hasta aquel momento la información que le habían dado era correcta. Sólo había un guardia apostado en el extremo más alejado del vestíbulo. Sin embargo, fue presa de un momento de indecisión cuando vio a un guardia de más de dos metros de altura. Se trataba de Forester, el hombre que había estado a sus órdenes en el puente Ashaba.
Forester se volvió bruscamente, pero se relajó cuando vio que era Cyric quien surgía de las sombras.
—Me han enviado a relevarte —dijo Cyric sonriendo—. Te necesitan en los pisos de arriba.
—Pero si acabo de llegar —protestó Forester, acercándose a Cyric—. ¿Dónde has estado metido todo el día? Te he mandado un recado para que te reunieses conmigo en la posada la Calavera de los Tiempos…
Forester ni siquiera exhaló un suspiro cuando la daga de Cyric le atravesó el corazón.
Mientras arrastraba el cuerpo por el vestíbulo, Cyric pensó que todo estaba saliendo según el plan previsto. El ladrón tuvo que recordar que sólo habían pasado dos días desde la batalla. Aquel acontecimiento podía muy bien haberse producido en otra vida.
Una vez que escondió adecuadamente el cuerpo de Forester, Cyric volvió y se puso a buscar la entrada secreta que daba al sótano donde se hallaban las mazmorras. Siguiendo las instrucciones explícitas de su contacto, Cyric apretó el borde superior del vigésimo octavo panel de madera desde la puerta oeste. No ocurrió nada.
Cyric frunció el entrecejo, luego contó media docena de pasos, se puso en cuclillas y localizó una pequeña abertura en la pared, exactamente sobre las tablas del suelo. Después de introducir la daga en el hueco, fue moviendo suavemente la empuñadura y oyó el ruido revelador de algún mecanismo poniéndose en movimiento hacia atrás y hacia delante. Pero la puerta no se abrió.
Cyric tuvo la sensación de tener un gran peso sobre sus hombros. Se preguntó si el guardia que le había proporcionado la información no habría descuidado decirle que ambos medios de acceso debían ser accionados simultáneamente. Sacó otra daga, volvió a contar las tablas del suelo, luego lanzó la hoja al borde superior del panel de madera y tiró del mecanismo.
La empuñadura de la daga golpeó el panel. Se oyó un ligero chirrido al abrirse la puerta y entró aire fresco en el vestíbulo. Cyric recuperó la segunda daga y se introdujo en el oscuro pasadizo con el arma delante.
Según la información recibida por Cyric, la larga escalera de caracol conducía a la parte posterior de la mazmorra, donde estaban localizadas las celdas. La escalera secreta había sido instalada como medida de seguridad, por si el acceso principal a la mazmorra alguna vez se bloqueaba o se inutilizaba. Si hubiese un solo guardia y no tuviese ocasión de tocar los gongs de alarma, sí podría llegar por la escalera rápidamente a la planta baja y pedir ayuda.
Cyric bajó la escalera hasta llegar al rellano y a una segunda puerta. El ladrón sabía que sería descubierto apenas abriese la puerta y abandonase el rellano, pero no le preocupaba demasiado el único guardia apostado bajo el gong de alarma en el extremo opuesto de las celdas. Sin embargo, el pasillo daba un giro brusco después del puesto de guardia y se abría a un largo vestíbulo, donde había otros seis hombres que, aparentemente, estaban jugando a cartas. Juraban en voz tan alta que Cyric podía ya oír sus voces.
Se sacó el pequeño cilindro negro que llevaba en su fajín y, con la otra daga, retiró el casquete de metal de su extremo. Tocó el fajín con los dedos y notó la punta afilada de la Espina de Gaeus.
El entendido informante de Cyric se entretenía explorando una cabaña en ruinas de un alquimista y vendiendo sus hallazgos en el mercado negro. La Espina de Gaeus era un objeto muy raro, tal vez único, y Cyric sonrió ante la ironía de que aquello hubiese sido adquirido con el oro de Mourngrym.
Cyric dejó transcurrir un rato a fin de que se disipara toda emoción. Seguidamente respiró hondo, se puso el cilindro en los labios y abrió la puerta. El guardia estaba mirando en su dirección y se puso de pie al instante para luego lanzar un grito de alarma. El ladrón sopló con fuerza en el cañón de su arma y observó cómo un dardo diminuto se clavaba en la garganta del guardia.
Cayó herido al instante en un estado de estupor y se desplomó sobre un taburete, balanceando la cabeza hacia atrás y hacia delante. Cyric esperó a que el guardia volviese a mirarlo, luego indicó al hombre mediante un gesto que abandonase su puesto y se acercase a él. El guardia, después de levantarse con ademán majestuoso del taburete, obedeció.
—Escucha atentamente —susurró Cyric poniendo una mano sobre el hombro del guardia—. Lord Mourngrym me ha enviado a buscar a uno de los prisioneros que van a ser ejecutados por la mañana, a la maga morena. Quiere interrogarla. Llévame hasta ella.
—Debería informar a mi capitán…
—No hay tiempo —se apresuró a replicar Cyric—. Habla en voz baja. No querrás despertar a tus otros prisioneros.
En muchas de las celdas había mercenarios que habían sido contratados para engrosar las filas de Bane en la batalla del valle de las Sombras y luego se habían rendido a los habitantes del valle una vez perdida la batalla. Cyric oyó una bota arrastrarse por el suelo y se puso rígido.
Un par de manos sucias salieron de los barrotes de hierro de una celda próxima y se asomó un rostro oscuro y sudoroso. El prisionero se rió brevemente, asintió con la cabeza a Cyric y le indicó mediante un gesto que se alejase.
—Vamos —dijo Cyric.
El guardia pasó por delante de veinte celdas más que se alineaban en el lado norte del pasillo. Un espantoso muro de piedra en la parte sur era la única vista permitida a los prisioneros. El guardia se detuvo finalmente delante de una habitación de almacenamiento adyacente a la última celda y abrió la cerradura de la puerta.
—Espera —dijo Cyric cuando el guardia puso la mano sobre la pesada puerta de madera—. Si alguien te pregunta, dile que mido más de un metro ochenta, tengo el pelo rojo y despeinado, la constitución de un luchador y un extraño acento extranjero.
—Es que eres así —murmuró el guardia sin emoción en la voz.
—Descríbeme —susurró Cyric, sin dejar de mirar al guardia.
El hombre del valle describió al ladrón exactamente como le había indicado el hombre de nariz aguileña. Satisfecho de que el efecto del dardo fuese tal como había prometido su informante, Cyric dio unas cuantas órdenes finales al guardia y observó cómo éste regresaba a su puesto.
El ladrón abrió la puerta con cuidado, pues temía que el ruido pudiese alertar a los otros guardias. Miró los confines de la negra habitación y vio el objeto de su búsqueda tumbado de lado en un rincón.
—¡Medianoche! —susurró Cyric, para luego entrar en la celda y empezar a desatar las cuerdas de la maga de pelo oscuro. Dejó la mordaza para lo último y le advirtió—: No levantes la voz.
Tan pronto como se vio sin mordaza, Medianoche respiró profundamente y luego miró a su compañero prisionero. El clérigo estaba sentado con las rodillas dobladas y la frente apoyada en ellas para esconder el rostro.
—¡Adon! —susurró Medianoche.
La maga se frotó los brazos y las piernas, en un intento de devolverles alguna sensación mediante aquel masaje.
—¿Puedes ponerte de pie? —preguntó Cyric en un susurro. Luego se levantó y se dirigió a la puerta—. Tenemos que salir de aquí inmediatamente.
—Tenemos que llevarnos a Adon —apremió Medianoche en un siseo, para luego arrastrarse hacia el clérigo.
—Todo lo que has soportado te ha nublado la mente —dijo Cyric—. Déjalo.
Medianoche puso sus manos en los hombros del clérigo y lo sacudió para despertarlo. Cuando Adon levantó la vista, aparecieron unos ojos vagos e inyectados en sangre, pero el joven clérigo no parecía ver a sus amigos. Se limitaba a mirar fijamente el muro que había detrás de Medianoche.
—No vale para nada —siseó Cyric—. Además, te ha traicionado con su silencio en el juicio.
El ladrón, nervioso, echó una ojeada al pasillo, pero ningún guardia había advertido todavía que la puerta estaba abierta.
—¡No! —declaró Medianoche, con una voz temblorosa quebrada por el dolor.
—El peligro aumenta a cada segundo que perdemos —dijo Cyric. Se apartó de la puerta, cogió a Medianoche por un brazo y trató de levantarla.
—Déjame —dijo Medianoche en un susurro, pero estaba demasiado débil para resistir al poco delicado apremio de Cyric.
—¡He venido a sacarte a ti! —siseó Cyric.
—¡Pues tendrás que llevarnos a los dos o empezaré a gritar tanto que hasta los dioses se enterarán de que estás aquí! —le advirtió Medianoche—. Está enfermo. ¿Acaso no lo ves? —La maga acarició el cabello despeinado de Adon.
—Sólo veo su cobardía —gruñó Cyric—. Eso y nada más. Pero si su vida, a pesar de lo que ha hecho, es tan importante para ti, supongo que no me queda más remedio que acceder.
Cyric se lanzó con toda la furia que pudo sobre las cuerdas que maniataban a Adon y Medianoche se echó hacia atrás dando un traspié. En el acto de cortar precipitadamente los últimos cabos de cuerda, la punta de la daga de Cyric hizo brotar unas cuantas gotas de sangre en las muñecas de Adon. Luego Cyric levantó al clérigo por su túnica hecha jirones.
El guardia drogado, apostado al final del pasillo, gesticuló estúpidamente cuando Cyric sacó a Adon a rastras de la habitación negra. Medianoche seguía con paso incierto al ladrón.
Cada paso suponía un esfuerzo para Medianoche y fue todavía peor cuando llegaron a la escalera oscura. Cyric consideró la idea de arrojar a Adon escaleras abajo, con la esperanza de que el clérigo se rompiese el cuello con la caída. Pero Medianoche lo seguía a corta distancia, como si presintiese las intenciones del ladrón.
—¿Dónde está Kel? —preguntó Medianoche respirando con dificultad mientras subían penosamente las escaleras.
Cyric titubeó mientras decidía qué mentira le convendría más.
—No ha querido venir conmigo. Ha dicho que no podía interferirse con la justicia.
—¡Justicia! —gritó Medianoche, atónita.
—Le he dicho que era un estúpido —añadió Cyric encogiéndose de hombros.
El ladrón esperó una respuesta por parte de Medianoche. Al no obtenerla supuso que la mentira había bastado para satisfacer a la maga, por lo menos de momento.
Una vez en lo alto de la escalera, Cyric vio el pálido resplandor naranja de la antorcha del vestíbulo y se preguntó si debería avisar a Medianoche del peligro de las puertas que aparecían y desaparecían a capricho. Decidió no hacerlo y esperó que la pared apareciese cuando tratase de introducir a Adon a través de ella.
Después de empujar primero al clérigo por la abertura de la pared, Cyric se apresuró a pasar por el angosto pasadizo.
—Date prisa —siseó en la oscuridad.
Medianoche, medio a rastras, pasó por la abertura y siguió al ladrón dando traspiés.
En el extremo del pasillo, Cyric miró por una serie de mirillas para cerciorarse de que el astillero seguía desierto. Medianoche ayudó a sostener a Adon mientras Cyric abría la puerta con la llave que había cogido del cuerpo de Forester.
El astillero estaba tranquilo. Sólo el suave rumor de las olas del Ashaba y el crujido conspirador de las barcas de madera que rozaban el muelle ayudaban a encubrir los lentos pasos de los fugitivos que seguían a Cyric. Un montón de antorchas de luz azulada iluminaban el techo abovedado de madera del cobertizo de las embarcaciones y la serie impresionante de barcas atracadas en las proximidades.
Mientras se dirigía hacia un esquife de seis metros al extremo sur del patio, Cyric imaginó el cobertizo en llamas. El caos que crearía un hecho como éste era exactamente la distracción que necesitaban para ponerse a salvo. Con la destrucción de la flotilla de Mourngrym, se debería interrumpir la reparación del puente Ashaba y toda persecución de los fugitivos quedaría severamente limitada.
Sin embargo, y con gran pesar de Cyric, no tenían tiempo de llevar a cabo una operación tan complicada.
Se detuvo ante una barca y echó una rápida ojeada a su alrededor.
—Medianoche, ¿puedes evocar un hechizo? Es posible que necesitemos distraerlos.
Medianoche sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Primero tendría que estudiarlo y mi libro de hechizos se quedó en la torre de Elminster.
Cyric estaba a punto de hablar cuando oyó un ligero ruido de pisadas. Alguien estaba saltando de barca en barca, evitando cuidadosamente el muelle, donde sus pisadas lo delatarían.
—¿Qué te parece esta barca? —dijo Cyric, para luego hacer un ademán exagerado con la mano derecha, esperando desviar la atención del rápido movimiento de su mano izquierda, con la cual sacó una de las dagas. El ladrón giró en redondo para encararse al intruso.
Medianoche sujetó la mano de Cyric antes de que pudiese lanzar la daga. Una de las antorchas de la torre resplandeció y los héroes se encontraron mirando los apagados ojos verdes de Lhaeo, el escribano de Elminster. Medianoche pronunció su nombre entre dientes y el joven moreno saltó ágilmente al muelle desde la proa de una barca cercana. Llevaba un costal a la espalda y una elegante y amplia capa negra cubría sus hombros.
—¿Qué haces aquí? —siseó Cyric, en cuyos ojos brillaba la sospecha. El ladrón mantenía la daga apuntada hacia el escribano de Elminster.
—No es mi intención delataros, si eso es lo que piensas —susurró Lhaeo, para luego dejar con cuidado la bolsa de lona sobre el muelle—. ¿Os imagináis cómo se enfadará Elminster si, cuando vuelva a casa, lo primero que le dicen es que os han ejecutado por su muerte?
—Lhaeo, nosotros vimos morir a Elminster —dijo Medianoche agachando la cabeza—. Aquel espantoso agujero lo engulló.
Adon se estremeció ligeramente, pero no abrió la boca. Miraba la barca que se mecía suavemente en el agua.
Lhaeo se frotó la barbilla.
—No me lo creo —dijo el escribano, y se puso a abrir el costal—. A decir verdad, Elminster había desaparecido antes, muchas veces. Si se hubiese ido para siempre yo lo sabría… no sé cómo, pero lo sabría.
—Si no pretendes detenernos, ¿qué es lo que quieres? —gruñó Cyric en voz baja. Seguía apuntándole con la daga—. Tal vez no lo hayas notado, pero tenemos un poco de prisa.
Lhaeo frunció el entrecejo y apartó la daga de Cyric antes de acercarse a Medianoche.
—Estoy aquí para ayudaros. Es lo mínimo que puedo hacer después del juicio.
El escribano indicó a Medianoche mediante un gesto que mirase dentro del costal.
—Aquí está tu libro de hechizos y unas cuantas provisiones para el viaje.
Lhaeo metió la mano en la bolsa y sacó una hermosa esfera que brillaba con una luz ámbar. En la superficie de cristal había unas runas extrañas y tenía una base dorada, grabada con dibujos complicados cubiertos de un polvo de diamante fino y centelleante que no estaba la última vez que Medianoche vio la esfera en el estudio de Elminster.
—¿Te acuerdas de esto? —dijo Lhaeo, para luego tender la esfera a Medianoche. En el rostro del escribano apareció una ligera sonrisa.
Kelemvor estuvo la mayor parte de la noche en el patio exterior azotado por el viento. No podía ni pensar en conciliar el sueño. Además, el guerrero no estaba solo. Habían sido apostados unos cuantos guardias para vigilar el patio donde serían ejecutados Medianoche y Adon, y un pequeño grupo de ruidosos papanatas habían decidido velar toda la noche. A Kelemvor se le revolvía el estómago al ver a los hombres del valle reírse y hacer bromas de mal gusto sobre lo previsto para el amanecer. Aquella atmósfera festiva que impregnaba el ambiente cuando dos seres iban a morir, estaba espantosamente fuera de lugar.
Las chispas de ira dentro de Kelemvor se convirtieron en llamas de rabia cuando llegaron los obreros al patio y empezaron a montar un complejo escenario para las ejecuciones. Era evidente que en el momento de diseñar el escenario se había tenido en cuenta sobre todo a los espectadores. Se componía de dos plataformas circulares que se movían con engranajes opuestos y habían sido construidas para exhibir a las víctimas a todo aquel que quisiera verlas. Del centro de las plataformas sobresalían unas columnas, con unos ganchos de metal donde se atarían muñecas y tobillos. En cada columna, a media altura, había una abertura circular, bastante parecida al nudo de un árbol. Kelemvor se estremeció al comprender que las lanzas de los verdugos atravesarían los agujeros y los cuerpos de los condenados… sus antiguos aliados. Sería una muerte lenta y horrible.
—Sí —contestó Medianoche. Luego acarició la brillante esfera—. Se supone que el globo se rompe si entra algún poderoso objeto mágico dentro de su campo de acción.
Kelemvor no sabía muy bien lo que iba a hacer cuando llegase la hora de las ejecuciones. Consideraba que, de alguna forma, debía expiar por no haber ayudado a Medianoche en el juicio. Sin embargo, las pruebas ofrecidas; contra Medianoche y contra Adon en el juicio habían sido tan concluyentes que el guerrero ni siquiera tenía pleno convencimiento de que sus amigos fuesen realmente inocentes. Era posible que Medianoche hubiera perdido el control de la magia poderosa que ejercía y causado accidentalmente la muerte de Elminster. Kelemvor no sabía qué pensar.
—Esto tendría que ayudarte a encontrar las Tablas del Destino —dijo Lhaeo con voz suave. Luego metió la esfera de nuevo en el costal.
Con la franja de luz gris rojiza aparecida en la distancia, se vio en el horizonte la primera señal del alba. Kelemvor estaba entonces detrás de dos guardias que hacían esfuerzos para ahogar los bostezos.
La expresión de Medianoche y de Cyric era de perplejidad, pero Lhaeo siguió sonriendo.
—¡Los prisioneros! —gritó alguien desde la torre—. ¡Se han escapado!
—Elminster no me oculta casi nada. Me dijo incluso que la primera tabla está en Tantras.
—¡Kelemvor, vamos! —gritó un joven y obeso guardia mientras se encaminaba hacia la torre Inclinada—. ¡Necesitamos a todos los hombres!
—Tenemos que marcharnos —susurró Cyric al oído de Medianoche—. Podrás examinar los regalos de la bolsa más tarde. —El ladrón cogió a Adon y se encaminó a la barca.
Kelemvor, mientras seguía a los guardias hasta la entrada principal de la torre, pensó que los habitantes del valle seguían considerándolo uno de ellos; aun cuando la gente del lugar era contenida fuera, a él lo dejaron entrar sin vacilación. La puerta que daba a la mazmorra estaba abierta y Kelemvor y el guardia obeso se precipitaron hasta el rellano. Una vez allí, vio la congregación de hombres del valle en la habitación cavernosa. Kelemvor, después de abrirse paso entre el gentío, se detuvo bruscamente cuando vio los rostros solemnes de lord Mourngrym y de Thurbal.
—Una última cosa —susurró Lhaeo sacándose de la espalda otra bolsa más pequeña que entregó a la maga. Ella la abrió y vio un frasquito de metal—. Las nieblas del éxtasis. Es perfecto para incapacitar a un buen número de guardias sin causarles daño permanente.
El motivo de sus graves expresiones estaba encaramado a un pequeño taburete al principio del pasillo que recorría las celdas. Kelemvor estudió los ojos desorbitados y la expresión de total felicidad que iluminaba los rasgos del hombre muerto; luego bajó la vista y vio que del cuello del hombre sobresalía la empuñadura de la daga. La hoja había atravesado al hombre con tal fuerza que la punta había penetrado en el mortero de la pared que había detrás y había dejado al guardia muerto clavado en su puesto.
Cyric empujó a Adon dentro de la barca y empezó a desatar las amarras del esquife.
—¿Quién lo ha matado? —gruñó Kelemvor. Sus palabras rompieron el silencio del pasillo y todos se volvieron hacia él.
—¡Ibas a rescatarnos! —exclamó Medianoche con la respiración entrecortada. Adon levantó la vista del bote y, por un momento, pareció que fijaba su mirada en el escribano.
—Ha sido él mismo —contestó un guardia pelirrojo que se balanceaba hacia atrás y hacia delante sobre las plantas de los pies—. Cuando vine a relevarlo tenía esta marca en el cuello. Le pregunté qué le había ocurrido y él me contó de carrerilla una historia sobre un hombre alto, casi tanto como Forester, pelirrojo como yo, y con acento extranjero.
—¡Uy, ni se me había pasado por la imaginación! —susurró Lhaeo, y se volvió con fingida indignación.
El guardia dejó de balancearse y se volvió a Mourngrym. El señor del valle hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y el guardia prosiguió:
Medianoche cogió a Lhaeo por el hombro y le hizo dar media vuelta. El escribano miró a la maga a los ojos y su expresión era grave, casi dura.
—Me dijo que ese hombre llegó por la escalera posterior y se llevó a dos prisioneros a presencia de Mourngrym. —El guardia pelirrojo hizo una pequeña pausa, luego se puso a balancearse de nuevo—. Cuando terminó de contarme todo esto, desenvainó su espada, sonrió y se la clavó en la garganta. ¡Exactamente donde tenía la marca! Esto es exactamente lo que ha ocurrido. ¡Lo juro!
—¿Por qué? —quiso saber ella—. La gente de la ciudad te mataría si se enterara.
Los habitantes del valle permanecieron en silencio, pero se dieron cuenta de que los prisioneros estaban gritando en sus celdas. Una voz se destacaba sobre el resto.
Lhaeo se irguió y, cuando habló, lo hizo con una voz ligeramente más profunda.
—¡Yo lo he visto todo! —gritó un mercenario de cabello oscuro y sucísimo—. ¡Yo lo he visto todo!
—No podía permitir que te causasen daño alguno. No podía tolerar semejante parodia de justicia, señora. —El escribano tomó la mano de Medianoche y se la besó—. Elminster confió en ti para ayudarlo en el templo. Tienes que ser digna de esta confianza.
Mourngrym se apartó del hombre muerto y se encaminó a la celda del prisionero.
Cyric los miró furioso.
—¡Cubridlo! —ordenó Thurbal haciendo un gesto con su bastón de empuñadura de dragón. A continuación siguió a su señor a la celda. Kelemvor los seguía de cerca.
—Medianoche, si no te das prisa, soy capaz de dejarte aquí con él en manos de Mourngrym.
—¿Qué has visto? —preguntó Mourngrym.
—Tiene razón —dijo Lhaeo en tono gentil—. Tienes que marcharte.
—¡No tan deprisa! —espetó el prisionero, cuyas manos colgaban de los barrotes—. ¿Yo qué gano con eso?
Medianoche saltó a la barca. Lhaeo ayudó a Cyric a soltar las últimas amarras y luego apartó la embarcación del muelle con un empujón. Lhaeo permaneció un momento en el embarcadero y les dio el último adiós con un movimiento de la mano antes de desaparecer en la oscuridad.
Mourngrym agarró la mano del prisionero y tiró de ella con todas sus fuerzas. El prisionero dio un grito cuando se golpeó el rostro contra los oxidados barrotes de hierro, pero Mourngrym desenvainó su espada con un rápido movimiento y la dejó suspendida sobre la muñeca del hombre.
Cyric, de espaldas a Medianoche, tomó los remos en el centro de la barca. Mientras remaba, el ladrón no tenía más remedio que mirar los vagos ojos del aterrorizado clérigo que tenía delante y que parecía evitar las furiosas miradas de Cyric. Utilizando el método de remo mano sobre mano que había aprendido durante años de viajes, Cyric empezó a poner la barca en movimiento pero, ante su gran sorpresa, muy lentamente.
—Ganarás conservar tu mano —vociferó Mourngrym en una especie de gruñido. Un guardia asió la otra mano del prisionero antes de que éste pudiese arañar el rostro de Mourngrym—. ¡Habla inmediatamente o te haré pedazos, empezando por esta mano!
—¿Qué pasa? —exclamó furioso el ladrón mientras miraba el agua—. ¿Acaso estamos enganchados a algo? —Cuando metió una mano en la fría agua del Ashaba, Cyric se percató de lo que ocurría. A pesar de que se desplazaban agua abajo para alejarse del valle de las Sombras, la corriente fluía en sentido inverso y le obligaba a remar en contra.
El prisionero no pudo por menos que lanzar una mirada de odio al rostro enrojecido del gobernante del valle de las Sombras y no tardó en contar todo lo que había presenciado aquella noche.
Cyric lanzó una maldición y golpeó un remo contra el agua. Una ola penetró en la barca y empapó a Adon y a Medianoche. La maga gritó sorprendida, pero el clérigo no se movió, ajeno a la túnica mojada que colgaba de sus hombros hundidos.
—Cyric —dijo Kelemvor, para luego agachar la cabeza—. ¡Tiene que haber sido Cyric!
Cyric miró a Adon y volvió a maldecir.
En lo alto de la escalera se oyó un grito ronco.
—Este zoquete solo sirve de lastre —dijo con desprecio, para luego echar agua a los ojos de Adon—. En este viaje solo servirá para que sea más penoso remar.
—¡Aquí hay más cuerpos! ¡Forester está muerto!
El ladrón de nariz aguileña empezó a remar de nuevo y Medianoche, con su capa, secó el rostro de Adon.
—Ven conmigo —ordenó Mourngrym a Kelemvor.
—Adon, sé que me oyes —susurró la maga—. Sigo estando a tu lado. No dejaré que te hagan daño.
Subieron corriendo la angosta escalera, cruzaron el vestíbulo y entraron en el salón de audiencias donde se había celebrado el juicio. En medio de la habitación había un guardia bajo y calvo, con la espada desenvainada como si esperase complicaciones de un momento a otro. Las regordetas manos del guardia no dejaron de temblar mientras conducía al señor del valle y al guerrero por unas estrechas escaleras que daban a la parte posterior del pequeño escenario. De la pared posterior colgaban unas cortinas que llevaban el escudo de armas de Mourngrym. En la parte inferior de la cortina roja había una mancha. El cuerpo de Forester había sido dejado en el espacio que había detrás del trono de Mourngrym.
Como Adon no contestó, Medianoche frunció el entrecejo y siguió secando el rostro del clérigo. Advirtió las lágrimas saladas mezcladas con las frías gotas del agua del Ashaba.
—La sirvienta Calíope ha advertido la mancha —murmuró en voz baja el guardia calvo.
El señor del valle sacudió, furioso, la cabeza.
—¡Registrad la torre! —ordenó Mourngrym agitando las manos—. Quiero saber quién más… ha muerto.
Al cabo de una hora, se habían reconstruido los movimientos de Cyric y se había descubierto la desaparición de la barca. Mourngrym sospechaba del guardia del puente. Se habían encontrado los cuerpos de Segert y de Marcreg cerca de su puesto. El guardia fue llevado a la mazmorra para ser interrogado.
—Parece obra de tu amigo —dijo Mourngrym; mientras se agachaba sobre el cuerpo de Segert, dejó al descubierto la herida del cuello para dar más énfasis a sus palabras.
—No era amigo mío —contestó Kelemvor, a la vez que examinaba las heridas del cadáver—. Y, sí, parece obra de Cyric.
Se oyeron gritos procedentes de la cocina y Kelemvor acompañó al señor del valle de vuelta a la torre y a la cocina. Encontraron al cocinero señalando la escalera que daba a la despensa. El cuerpo del guardia en fase de adiestramiento colgaba de un gancho y se balanceaba junto a una serie de trozos de carne. Manchas de chocolate y de cereza cubrían todavía el rostro ceniciento del muchacho.
—Ven conmigo. Tenemos que hablar —dijo Mourngrym, pero Kelemvor permaneció junto a la puerta mirando el cadáver del joven. El señor del valle puso gentilmente una mano sobre el hombro del guerrero y le obligó a alejarse. Luego Mourngrym llevó a Kelemvor a su despacho privado.
Los dos hombres subieron un tramo de escalera. En el primer rellano, el señor del valle abrió una puerta de roble e hizo entrar a Kelemvor. La cámara era pequeña pero acogedora; había unos cuantos muebles de madera oscura diseminados por la habitación y unos tapices de brillantes colores cubrían las paredes. Una sola y pequeña abertura dejaba entrar la débil luz matinal.
El señor del valle se dejó caer en una silla y empezó a retorcerse las manos.
—Necesito a alguien para encontrarlos, Kelemvor. Alguien leal a la causa del valle de las Sombras, que es la libertad, la justicia y el honor, y alguien que sepa cómo encontrar a los carniceros que le han hecho esto a mis hombres. —Mourngrym dejó de hablar pero siguió retorciéndose las manos.
Kelemvor estaba demasiado trastornado para contestar. Medianoche, Cyric y Adon se habían estado burlando de él desde el principio. Era lo único que podía explicar que se hubieran marchado del valle sin él. Quizás, a fin de cuentas, eran unos asesinos.
—Tu comportamiento en la causa del valle fue ejemplar —dijo Mourngrym al cabo de un rato—. Eres un buen hombre, Kel. Supongo que te sientes defraudado. —El señor del valle dejó de retorcerse las manos y se puso en pie.
—Sí, es posible —dijo Kelemvor, luego se pasó las manos por el cabello. El guerrero estaba sentado en una silla de respaldo alto enfrente del señor del valle.
—Has pasado mucho tiempo con ellos —dijo Mourngrym poniéndose junto al guerrero—. Sabes cómo piensan. Tal vez tengas una idea de adónde pueden haberse dirigido.
—Es posible —murmuró Kelemvor.
Mourngrym se detuvo y puso una mano sobre el hombro de Kelemvor.
—Quiero que vayas en busca de los criminales y los traigas al valle de las Sombras. Te daré una docena de hombres y un guía que conozca el bosque.
—¿El bosque? Pero si se han ido en barca —dijo Kelemvor, en cuyo rostro se leía la confusión.
—Nos llevan una delantera considerable. La única forma de superar esta ventaja es ir por tierra —explicó Mourngrym con un suspiro—. ¿Lo harás?
Kelemvor apartó bruscamente la mano del señor del valle que tenía apoyada en su hombro y se levantó. Pero antes de que pudiese abrir la boca para hablar, se abrió de repente la puerta de la cámara y Lhaeo irrumpió en la habitación.
—¡Lord Mourngrym, perdonadme! —exclamó el escribano para luego ponerse de rodillas ante el gobernante del valle—. ¡No lo sabía! ¡Yo creía en su inocencia! ¡Pero han derramado sangre inocente y han manchado mis manos con ella!
—Cálmate —dijo Mourngrym. Se inclinó y puso sus manos sobre los hombros de Lhaeo—. Cuéntanoslo todo.
El leal escribano de Elminster suspiró y miró a Mourngrym a los ojos.
—Como dije en el juicio, yo pensaba que Elminster seguía aún con vida. He ido…, he ido a la torre con la idea de ayudar a escapar a la maga y al clérigo antes de que fuesen ejecutados… Pero Cyric ya lo había hecho. —Lhaeo inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos—. Los he dejado marchar. No. Los he ayudado a marcharse. Le he dado a Medianoche su libro de hechizos… y algunas otras cosas.
Mourngrym frunció el entrecejo y se volvió hacia Kelemvor. El guerrero permanecía en silencio dominando al escribano con su altura y con el rostro desprovisto de emoción.
—Habría debido comprender que el guardia de dentro de la torre estaba muerto —dijo Lhaeo, repentinamente enfadado—. Alguien habría debido de vernos y dar la alarma. Ni por un momento se me ocurrió que… —El escribano se estremeció y miró a Kelemvor—. Jamás podré perdonarme por lo que ha ocurrido.
Mourngrym trataba de mantener la calma, pero la ira recorría sus rasgos como un ejército en retirada.
—Los mataron antes de que tú llegases. No debes culparte por ello.
Lhaeo tragó saliva y volvió a inclinar la cabeza.
—Debéis detenerme.
Mourngrym dio un paso atrás.
—Considérate bajo arresto domiciliario —dijo Mourngrym de forma terminante—. No salgas de la torre de Elminster a menos que sea para procurarte comida y bebida. Es mi última palabra.
El escribano se incorporó e hizo una reverencia a su señor. Luego se volvió para marcharse.
—Otra cosa —le preguntó Mourngrym antes de que Lhaeo saliese—. ¿Sabes adónde se dirigían los criminales?
El escribano se volvió. Kelemvor vio que estaba lívido y que la ira nublaba sus ojos.
—Sí —contestó Lhaeo a través de unos dientes parcialmente apretados—. Se dirigían a Tantras.
Mourngrym asintió con la cabeza, pero Kelemvor levantó una mano.
—Espera, Lhaeo. Antes has dicho que pensabas que Elminster estaba todavía con vida. ¿Ya no lo crees así? ¿Crees que Medianoche y Adon lo… asesinaron?
El escribano tensó los hombros y se irguió. Cuando habló, su voz era apenas un murmullo.
—Después de lo que han hecho en la torre, creo que son unos asesinos desalmados. Peor todavía, se han burlado de personas buenas, como Elminster. Como tú, Kelemvor. ¡Deben ser puestos en manos de la justicia!