13. La posada Cosecha Misteriosa
Mientras los héroes se despedían delante de la posada Luna Perezosa, Kelemvor no dejó de mirar a Medianoche. La maga besó al guerrero de ojos verdes por quinta y última vez y luego le apartó cariñosamente el pelo del rostro. Kelemvor fijó su mirada en los hermosos y oscuros ojos de la maga y se estremeció.
El guerrero pensó que no podía soportar la idea de volverla a perder, y dijo:
—Quizá sería preferible no separarnos. No me gusta pensar que tu vida puede estar en peligro.
La maga puso sus dedos en los labios de Kelemvor y esbozó una sonrisa cariñosa.
—Todos vamos a correr riesgos. Nuestra única posibilidad de salvación está en encontrar lo que hemos venido a buscar y marcharnos lo antes posible —le dijo a su enamorado—. Ya sabes que de esta forma podemos abarcar más y llevar a cabo nuestra misión con mayor celeridad.
Kelemvor levantó la mano y la puso sobre la de Medianoche.
—Sí —murmuró, y besó sus dedos—. Ten cuidado.
Medianoche hizo un comentario sarcástico y dio una palmada al guerrero en la mejilla. Kelemvor siguió mirando a la maga cuando ésta se apartó de él, le dijo adiós al clérigo y se alejó caminando.
Kelemvor se dirigió a Adon.
—Hasta la vista —le dijo al clérigo desfigurado, sin dejar de observar a Medianoche que se alejaba calle abajo—. ¿Adon?
No hubo respuesta. Kelemvor se volvió y vio al clérigo al otro lado de la calle, perdiéndose ya entre la multitud. El guerrero se encogió de hombros y se encaminó al puerto. Durante las horas siguientes, Kelemvor se limitó a estudiar la zona de los muelles, hasta que se hubo familiarizado con algunos de los mayores barcos mercantes atracados en aquellos momentos en Tantras.
A pesar de que detestaba la idea, Kelemvor pensaba que, si todo lo demás fallaba, les quedaba la alternativa de ofrecerse como tripulación en un barco mercante.
Por último, Kelemvor se dedicó a investigar también los almacenes, pero al cabo de una hora de cerrársele las puertas en las narices, el guerrero renunció a esta línea de investigación y se puso a caminar por el puerto en dirección sur y a observar las aguas del estrecho del Dragón. En el horizonte, se elevaba en el cielo una larga franja púrpura y azul que dio paso a un campo de un color azul intenso. En todas las demás ciudades cercanas, se estaba poniendo el sol.
—Un espectáculo extraño, ¿verdad? —comentó una voz detrás del guerrero.
Kelemvor se volvió y se encontró ante un hombre de ojos garzos vestido con un uniforme de brillantes colores. El hombre era unos años más joven que Kelemvor y llevaba una barba de un rubio tirando a moreno perfectamente cortada. Sus cejas eran una sola raya continua que le atravesaba el rostro y esbozaba una sonrisa peculiar.
—¿Extraño? No si lo comparo con otros que he visto recientemente —repuso Kelemvor—. En cierto modo, hay que reconocer que es muy hermoso.
—Esta luz eterna ha vuelto locas a muchas personas —dijo el hombre suspirando—. Para muchos es peor que la oscuridad más negra e infame que pueda haber visitado jamás a Faerun.
El guerrero sonrió al recordar los horrores con los que se había enfrentado en el desfiladero de las Sombras, de camino al valle de las Sombras.
—Si las colinas de la ciudad empezasen a elevarse para aplastar a sus habitantes entre ellas, entonces tendríais motivo de preocupación.
El hombre se echó a reír.
—Hablas con la convicción de un hombre que ha visto cosas tan espantosas como ésa.
—Eso y mucho más —replicó Kelemvor con una sombra de tristeza en su voz profunda.
—Es increíble. —El hombre de los ojos garzos tendió su mano al guerrero—. Me llamo Linal Alprin y soy el capitán del puerto de Tantras.
—Kelemvor Lyonsbane —dijo el guerrero, a su vez, y estrechó la mano que le tendía su interlocutor.
El capitán del puerto movió la cabeza y suspiró.
—Llevo en Tantras desde que los dioses llegaron a Faerun, pero en las últimas semanas he visto unas cosas que me habrían parecido imposibles hace un año.
Alprin y Kelemvor estuvieron todavía un rato en el muelle, intercambiando historias sobre el caos mágico y la inestabilidad de la naturaleza que cada uno había presenciado desde el día del Advenimiento. Al cabo de una hora aproximadamente, el capitán del puerto se volvió al guerrero y le preguntó si tenía algún plan para la noche.
—Bien, tenía previsto volver a la posada —le dijo Kelemvor al hombre de los ojos garzos.
—¡Ni hablar! —repuso Alprin con rapidez—. Tú vienes a mi casa a conocer a mi mujer y a compartir unas cuantas historias en nuestra modesta mesa. —El capitán del puerto hizo una pausa y sonrió—. Es decir, si tú quieres, claro.
—Me encantará —repuso Kelemvor—. Te lo agradezco.
Alprin recorrió con la mirada los muelles, ahora llenos de gente. Dos guardias y un puñado de marineros lo estaban mirando.
—En la avenida hay unas tiendas —se apresuró a decir, a la vez que señalaba hacia el sur—. Sigue la calle hasta que encuentres una que vende sombreros elegantes. Espérame allí, tengo que comprar un regalo para mi esposa de camino a casa.
Alprin dejó seguidamente al guerrero y desapareció entre la multitud. Kelemvor caminó por el muelle entre el gentío durante diez minutos, luego se metió en la avenida flanqueada de tiendas.
La única que vendía sombreros de categoría tenía un rótulo que decía: La Boutique Elegante de Mesina. Sin saber muy bien por qué, el guerrero se sentía extraño delante de las hileras de hermosos sombreros femeninos y las miradas extrañas que de vez en cuando le lanzaban las mujeres, reunidas en grupos cerca de la tienda para charlar, le hacían sentirse todavía más incómodo.
Kelemvor se fijó en un juglar de barba blanca que estaba en una tienda próxima y de vez en cuando miraba en dirección al guerrero. Cuando éste se disponía a ir al encuentro del hombre a indagar el motivo de su curiosidad, una hermosa mujer de pelo entrecano tropezó con él. Parecía asustada y un cardenal rojo cubría la mejilla derecha de su bonito rostro. Después de agarrarse al guerrero, le rogó:
—Ayúdame. ¡Se ha vuelto loco!
Antes de que Kelemvor tuviese tiempo de replicar, un joven, con los puños apretados, se acercó a la mujer.
—Es de mi propiedad —le gritó a Kelemvor—. ¡Sácale las manos de encima!
Mientras el guerrero observaba atentamente al hombre, notó que sus propios labios se abrían en una mueca de repugnancia. El hombre era bajo y delgado e iba vestido con una simple túnica de fieltro marrón. Por su aliento fétido y la forma en que se balanceaba, Kelemvor comprendió que también estaba muy ebrio.
—¡No te acerques! —dijo Kelemvor, a pesar de que en su cabeza una voz le gritaba: ¡La maldición! ¿Y si no ha desaparecido realmente? El guerrero hizo una mueca, apartó este pensamiento de su mente y decidió que aquél era un momento tan bueno como otro cualquiera para descubrirlo.
El hombrecito lleno de mugre guardó silencio unos segundos, paralizado por las palabras del guerrero.
—Tú eres quien no debe acercarse a ella —dijo finalmente—. Esta mujer es mía.
—Pues ella no parece opinar lo mismo —repuso Kelemvor, luego rodeó la cintura de la mujer y la empujó suavemente a un lado. A continuación desenvainó su espada. La hoja de acero meticulosamente abrillantado relució a la luz del sol—. Pero voy a decirte algo, yo lucharé por ella.
La mirada del hombre recorrió toda la longitud de la espada de Kelemvor, luego se elevó hasta los ojos del guerrero y se desplazó finalmente al rostro asustado de la mujer de pelo entrecano. El hombre ebrio agachó la cabeza, se dio media vuelta y se alejó. Cuando el hombrecito estuvo fuera de su vista, Kelemvor volvió a guardar la espada en su funda y miró a la mujer.
—Conozco a los de su calaña —murmuró el guerrero—. Ahora está asustado, pero volverá a por ti. —El guerrero sacó su bolsa de oro y, después de tomar la suave mano de la mujer, arrojó un puñado de monedas en la palma de su mano para luego cerrarle suavemente los dedos—. Compra un billete para el primer barco que se dirija al peñasco del Cuervo. Puedes mandar a alguien a por tus cosas.
Una lágrima brotó de los ojos de la mujer de pelo entrecano. Ella asintió con una inclinación de cabeza, le dio un beso al guerrero y se encaminó hacia el norte para no tardar en desaparecer entre la muchedumbre. Kelemvor sintió una satisfacción que no había conocido desde que era muchacho, desde antes de que la maldición de los Lyonsbane tomase posesión de su vida. El guerrero pensó que si la maldición vivía todavía en él, estaba dormida… por lo menos de momento.
Kelemvor descubrió de pronto que el juglar estaba junto a él, muy cerca.
—Es fácil intimidar al amor juvenil —dijo el juglar suspirando—. Sin embargo, has hecho una buena obra. No son muchos los que se tomarían interés por los problemas de un extraño.
—Las buenas acciones son la propia recompensa —dijo Kelemvor en voz baja antes de volverse hacia el juglar. Una larga y blanca barba adornaba el rostro del anciano y una masa confusa de innumerables arrugas rodeaban sus ojos.
—En Aguas Profundas hablan de una gran tragedia de amor juvenil y oscuro deseo —dijo el anciano sin dejar de mirar a Kelemvor a los ojos—. Algunos dicen que el final del cuento es terriblemente triste, otros consideran el final gloriosamente feliz. Si quieres, puedo cantártela.
El juglar empezó a rasguear su lira y abrió la boca para iniciar la balada. Sin embargo, antes de pronunciar una sola palabra o tocar una sola nota, el anciano se interrumpió de pronto y alargó su mano vacía.
El guerrero sonrió y puso una moneda de oro en la mano abierta.
—Canta, juglar.
—¡Kelemvor! —gritó una voz.
El guerrero miró a su izquierda y vio surgir a Alprin de entre el gentío. Cuando Kelemvor se volvió de nuevo hacia el juglar, comprobó que el anciano había desaparecido.
—Pareces turbado —observó Alprin cuando llegó a la altura de Kelemvor.
El guerrero frunció el entrecejo mientras buscaba al coplero entre la muchedumbre.
—Turbado, no, amigo mío. Sólo molesto. Quería escuchar la balada que me había prometido ese anciano. Ahora nunca la oiré.
Después de comprar un sombrero para la esposa de Alprin, Kelemvor y el capitán del puerto se encaminaron en dirección este, hacia el centro de la ciudad, para luego tomar una carretera tortuosa hacia el norte, donde la inclinación de las calles era cada vez más escarpada. No tardó en aparecer delante de los jinetes una casa sencilla de una sola planta. Alprin escondió el sombrero —una cofia de color rosado con un diseño de seda rosa— detrás de la espalda y entraron en la vivienda.
—¿Cómo está mi pobre y abandonada esposa hoy? —exclamó Alprin desde la puerta de la calle.
—Estaría muchísimo mejor si su marido pasara más tiempo con ella —repuso una voz femenina.
Un momento después, hizo su aparición la dueña de la casa, una mujer algo fea con cabello negro y liso y tez cetrina. Lanzó un gritito cuando Alprin le mostró el sombrero.
—Para ti, amor mío —dijo el capitán del puerto, riéndose mientras descansaba el sombrero sobre la cabeza de su esposa. Luego le dio un beso.
—¿Quién es éste? —dijo con suspicacia la mujer, y señaló a Kelemvor.
Alprin se aclaró nerviosamente la garganta.
—Un invitado, cariño —dijo el capitán del puerto con aire inocente.
—Habrías debido avisarme —dijo, enojada. Luego una sonrisa iluminó su rostro y tendió la mano a Kelemvor—. Me llamo Moira. Puesto que eres amigo de mi marido, sé bienvenido a esta casa.
Una hora después, mientras tomaban la cena más delicada que el guerrero había degustado desde que se marchara de Arabel, Kelemvor les habló de los muchos espectáculos extraños que había presenciado en sus recientes correrías, si bien se guardó de mencionar muchas de las razones de sus viajes a través de Faerun.
—¡De cuánta locura has sido testigo! —dijo Alprin entusiasmado. Luego se volvió a su mujer y añadió—: Fíjate, Moira, tú y yo podríamos ser libres para viajar, para ver esos asombrosos espectáculos.
—¿Por qué no salís de viaje cuando os apetece? —preguntó el guerrero con la boca medio llena de pan.
Moira se levantó bruscamente y se puso a quitar la mesa. Alprin se puso serio.
—Kelemvor —empezó a decir en tono sombrío—, si te consigo un viaje seguro para ti y tus compañeros, ¿te marcharás de Tantras tan pronto como puedas?
—Ésa es mi intención… —le dijo el guerrero a su amigo—. Pero ¿por qué tienes tantas ganas de que me marche?
—Está desapareciendo gente —dijo Alprin en un susurro—, buena gente.
Moira dejó caer un vaso de metal que se estrelló ruidosamente contra el suelo. Alprin se agachó para ayudar a su esposa a recoger el agua derramada y ella le susurró al oído:
—¡Puede ser uno de ellos! ¡Ten cuidado con lo que dices!
—¿Qué clase de gente ha desaparecido? —preguntó Kelemvor, sin dejar entrever que había oído el comentario que le había susurrado Moira—. ¿Extranjeros, como yo?
Alprin sacudió la cabeza mientras depositaba un trapo mojado sobre un plato. Moira lo fulminó con la mirada, tomó el plato y se dirigió a la cocina.
—Si cuando hayas oído mi historia piensas que estoy loco, no te lo reprocharé —murmuró el capitán del puerto.
—Eso no lo pienso ni por asomo —replicó Kelemvor con evidente sorpresa en la voz.
—Un amigo mío, Manacom, desapareció —empezó Alprin—. Un día estaba aquí y al día siguiente había desaparecido. Ni los guardias ni el gobierno de la ciudad mencionan su nombre. Todo su expediente desapareció de los archivos de la ciudad.
»Yo traté de descubrir lo que le había ocurrido. Al cabo de unas horas, una banda de ladrones me atacó y me golpeó hasta dejarme medio muerto. Yo intenté defenderme, pero eran demasiados.
Alprin hizo una pausa y miró hacia la cocina, donde su esposa estaba fregando los platos.
—Moira tenía algunas pociones curativas que nos habían dado como regalo de bodas. De no ser por ellas, habría muerto.
—¿No podían curarte los clérigos de Torm? Dado que tienen a su dios cerca, deben de tener el poder de curar —observó Kelemvor.
—El poder, pero no el deseo —dijo Moira en un gruñido cuando regresó al comedor secándose las manos en el delantal.
—¿Quién crees tú que se llevó a tu amigo? —preguntó Kelemvor en tono calmoso y reconciliador.
Alprin meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero tengo mis sospechas. Sin embargo, será preferible que no te involucre en esto.
Kelemvor se echó a reír.
—Me has involucrado ya al empezar a contármelo. Yo creo que podrías terminar lo que has empezado. Por lo menos podrías decirme lo que tú crees que está pasando, aunque no me cuentes quién lo está haciendo.
Alprin suspiró y asintió con un movimiento de cabeza.
—Creo que alguien está induciendo a abandonar la ciudad por las buenas a quienes creen en algún dios que no sea Torm. He oído rumores de que algunos clérigos, como Manacom, se negaron a marcharse y fueron asesinados. Y quienquiera que se haya llevado a Manacom por la fuerza debe de pensar que yo sé demasiado, que voy a fisgonear por ahí hasta que descubra su conspiración.
El guerrero movió la cabeza.
—¿Por qué, entonces, no se limita, quienquiera que sea, a secuestrarte?
—Porque ello levantaría muchas sospechas —susurró Moira—. Alprin es muy conocido aquí. Su desaparición causaría mucha agitación y eso es lo último que quieren en estos momentos.
Alprin meneó la cabeza.
—Pero si tú y tus amigos vais metiendo las narices por ahí en busca de objetos religiosos, como me has explicado que vais a hacer, puedes estar seguro de que llamaréis su atención. —El capitán del puerto hizo una pausa y se enjugó el sudor de la frente—. No pude salvar a mi amigo, pero quizá pueda salvarte a ti, Kelemvor.
Kelemvor empezó a levantarse de la mesa, pero Moira le puso una mano sobre el brazo.
—Quédate —le dijo Moira a Kelemvor con voz firme—. Podemos haberte puesto en peligro al contarte todo esto. Lo mínimo que podemos hacer es ofrecerte nuestra casa para pasar la noche.
Alprin sonrió.
—En cualquier caso, no recuerdo la última vez que Moira y yo tuvimos la ocasión de contar historias con huéspedes hasta altas horas de la noche. Y, si te quedas, puedo darte el nombre de algunas personas dispuestas a sacaros de Tantras. Conozco personalmente a la mayoría de los capitanes que atracan en este puerto.
—Y quizá puedas convencer a mi marido de que compre pasajes también para nosotros dos —murmuró Moira al oído del guerrero.
Kelemvor suspiró y se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Muy bien. Me quedo.
Kelemvor durmió en un cuarto que había sido previsto para los niños, hasta que Moira supo que no podía tenerlos. Durmió a ratos y, unas cuantas horas después, el guerrero se despertó y descubrió que Alprin se había marchado ya al puerto. Moira preparó un copioso desayuno para el guerrero y ambos estuvieron charlando un rato. Sin embargo, Kelemvor no tardó en marcharse para volver a la posada Luna Perezosa. Allí encontró un mensaje de Medianoche. Su amada le contaba los escasos resultados del día anterior. Le hablaba también a Kelemvor de las extrañas y sospechosas actividades en los templos de la ciudad.
Kelemvor leyó la carta hasta el final y luego salió de la posada sin dejar un mensaje de respuesta. Los comentarios de Medianoche sobre los templos de Tantras coincidían con los temores del capitán del puerto sobre la conspiración. El guerrero sin embargo quería investigar un poco más antes de alarmar inútilmente a Medianoche, de modo que se fue en busca de información. Las últimas palabras del mensaje de Medianoche no dejaban de resonar en su mente.
«La posada Cosecha Misteriosa es peligrosa. Evítala a toda costa. Te lo explicaré luego…».
Kelemvor se dirigió al puerto y allí encontró a Alprin, el cual le contó que había llegado a un principio de acuerdo para que él y sus compañeros se marchasen de Tantras en una pequeña galera de Calaunt. El capitán era un tipo supersticioso, pero de confianza, y el barco sólo permanecería en el puerto unos días más. Como medida de seguridad, Alprin puso como condición que ningún miembro de la tripulación estuviese al corriente de los pasajeros adicionales hasta poco antes de que el barco zarpase.
Satisfecho con este arreglo, Kelemvor le pidió información sobre el mundo criminal de Tantras y la posada Cosecha Misteriosa.
—Los dos son una misma cosa —dijo Alprin mirando nerviosamente el puerto que los rodeaba—. La ciudad deja tranquila a esta posada particular porque algunos de sus espías obtienen la información allí. Es el peor agujero de la ciudad, un pozo apestoso de depravación y culto abyecto.
El guerrero se dio cuenta de que los temores de Medianoche con respecto a la Cosecha Misteriosa eran fundados. Sin embargo, Kelemvor se consideraba un profesional experto, un aventurero aguerrido. Sabía que la mejor forma de descubrir información sobre asuntos oscuros era hundirse en la inmundicia con los criminales, aunque ello significase llenarse de porquería hasta el cuello.
—¿Y con quién se puede contactar allí para obtener información? —susurró Kelemvor—. Alguien que conozca todos los bajos fondos de la ciudad.
Alprin escudriñó los rostros de más de una docena de personas que estaban dentro de un radio de acción de treinta metros. Nadie parecía estar mirándolos.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Alprin con suspicacia, a la vez que se pasaba una mano por su curtido rostro.
—Mis amigos y yo hemos venido aquí con un propósito del que no puedo hablarte por el momento —repuso Kelemvor—. Tengo que pedirte que confíes en mí. —El guerrero se apoyó en una barandilla de madera un momento, luego se inclinó sobre ella.
Alprin suspiró y movió la cabeza.
—Ahora me recuerdas a Manacom. —Alprin le dio la espalda al guerrero—. Escucha, creo que ya hablamos de ello anoche. Además, no deberíamos hablar de estas cosas en la calle. Es demasiado peligroso. Espera hasta la noche.
—¡No puedo esperar hasta la noche! —espetó Kelemvor, cada vez más furioso y con un tono de voz que estaba atrayendo miradas indiscretas. Apretó los puños, pero hizo un esfuerzo para relajar el cuerpo—. Lo siento, pero esta noche puede ser demasiado tarde para lo que debo hacer.
El capitán del puerto se volvió y se apoyó en la barandilla junto al guerrero.
—Esto no me gusta —murmuró Alprin con amargura—. Pero si estás decidido a ir a la Cosecha Misteriosa, tienes que preguntar por Sabinus. Es un contrabandista que tiene conexiones con el gobierno de la ciudad y también con los tormitas. Y, ahora, vete, ya he hablado demasiado. Si alguien sospechase que te he dicho…
—Nunca lo sabrán —dijo Kelemvor, luego sonrió y le dio una palmada en la espalda al capitán del puerto—. Has demostrado ser un amigo de verdad y cuentas con mi gratitud. Estoy en deuda contigo.
—Pues paga tu deuda marchándote de la ciudad vivito y coleando —dijo Alprin refunfuñando. Luego se alejó, sin dejar de estudiar a los transeúntes.
Kelemvor se marchó del puerto. Recorrió las calles con paso rápido y se detuvo sólo cuando, perdido, no le quedaba más remedio que informarse sobre el paradero de la posada Cosecha Misteriosa.
Una hora después, el guerrero estaba delante de un edificio negro y escarlata de una sola planta y movía la cabeza de un lado para otro. Comprendió por qué había llenado a Medianoche de agitación. Aquella posada olía a corrupción. Kelemvor contuvo un estremecimiento y entró.
—¿Te espera alguien? —preguntó bruscamente un hombre feo y obeso cuando el guerrero entraba en la Cosecha Misteriosa.
—Las buenas noticias no se esperan nunca —dijo Kelemvor mascullando las palabras—. Limítate a decirle a Sabinus que está aquí el propietario del Anillo del Invierno, deseoso de aligerarse del exceso de equipaje.
El hombre obeso lanzó un bufido.
—¿No tienes nombre?
—Sabinus no necesita mi nombre. Sólo necesita saber lo que tengo en mi poder —dijo Kelemvor.
—Espera aquí —dijo el portero sin dejar de mirar al guerrero con suspicacia.
A continuación, el hombre cruzó una puerta de doble hoja que, al abrirse, inundó el vestíbulo de ruido de juego y de risas, que se desvaneció apenas aquélla volvió a cerrarse.
Al cabo de unos minutos, el portero volvió e indicó a Kelemvor que lo siguiera. Entraron en la taberna y el guerrero se quedó impresionado al oír y ver aquella decadencia desenfrenada. Había cinco barras con hombres y mujeres en parejas. Unas bailarinas procedentes de tierras lejanas danzaban sobre las barras y algunas saltaban de mesa en mesa; bromeaban con los hombres y les sacaban el dinero.
Los jugadores hacían apuestas que en ocasiones consistían en su propia vida, pero en la mayoría de los casos en las vidas de otros. Sobre una mesa había una mujer tumbada entre dos hombres que echaban los dados para ver quien la poseería aquella noche. En otra mesa, la escena aparecía invertida: un guapo y musculoso hombre rubio yacía entre dos mujeres que, sin dejar de sonreír, se jugaban su posesión.
Toda la sala olía a licor y a basura en putrefacción. Unos extraños animales corrían por el suelo inmundo. Kelemvor notó un roce de pelo de animal en su pierna. Se trataba de un animal de pelo enmarañado y afilados colmillos. Aquella extraña criatura que Kelemvor no había visto en toda su vida se alejó corriendo tragándose todo lo que encontraba por el suelo.
Kelemvor no tardó en ser conducido a la mesa de Sabinus y le sorprendió comprobar lo joven que era aquel hombre influyente. El contrabandista no debía de tener más de diecisiete años, llevaba el cabello corto, y su tez era tan roja como su pelo. A pesar de su apariencia joven, había en Sabinus un aire de misteriosa sabiduría; el mismo aire que rodeaba a los secretos viejos y rancios y a los antiguos y podridos objetos malditos. El pelirrojo contrabandista indicó a Kelemvor que se sentase. El guerrero se sentó y adoptó la conocida postura de muestra de confianza, es decir, las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba.
—Has despertado mi interés —dijo Sabinus—. Pero no se te ocurra hacerme perder el tiempo. El estrecho del Dragón está lleno de patanes como tú que estiran más la manga que el brazo.
—Jamás me atrevería a hacerte perder tu valioso tiempo —mintió Kelemvor—. Traigo algo de gran valor.
El contrabandista se agitó ligeramente en su silla.
—Eso me han dicho. El Anillo del Invierno no es un objeto que se pueda tomar a la ligera. Yo pensaba que se había perdido definitivamente.
—Lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones. Y ahora dejémonos de evasivas y vayamos al grano —dijo Kelemvor con voz tajante y moviendo las manos sobre la mesa.
Sabinus esbozó una enigmática sonrisa mostrando mucho los dientes.
—Bien. Al grano. Me gusta. —El contrabandista pelirrojo se balanceó en la silla, casi mareado a causa de la excitación que se había apoderado de él—. Si tienes el anillo, muéstramelo.
—¿Crees que iba a llevarlo encima? ¿Acaso me tomas por un imbécil?
—Eso depende, hay varios tipos de imbéciles —repuso el muchacho—. ¿No serás de la clase de imbécil que se atrevería a mentirme en un asunto de esta envergadura? El Anillo del Invierno supone poder. Con él se podría hacer que se abatiese sobre los Reinos una nueva era glaciar. Sólo los más fuertes, o los preparados para semejante desastre, tendrían la esperanza de sobrevivir. —Sabinus se pasó las manos por la cabeza.
Kelemvor entornó los ojos y se inclinó hacia el contrabandista. Dos guardias que estaban cerca se pusieron tensos y se dispusieron a sacar las dagas, pero Sabinus les indicó que se alejasen.
—Puedo indicarte con exactitud dónde está escondido el anillo. Puedo explicarte los peligros que implica su recuperación y cómo sortearlos —dijo Kelemvor al muchacho.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó Sabinus, cauteloso.
El guerrero pensó sarcásticamente que quería que le dijese dónde estaba la Tabla del Destino, pero que se conformaría con alguna pista sobre su paradero. Sin embargo, esto fue lo que contestó:
—Información. Necesito saber por qué los seguidores de Sune, de Ilmater y de todo dios que no sea Torm han sido expulsados de la ciudad… y por orden de quién.
—Es posible que pueda decírtelo —murmuró Sabinus—. Explícame algo más sobre el Anillo del Invierno. Tus palabras pueden refrescarme la memoria y soltarme la lengua. —El muchacho se inclinó hacia delante.
Kelemvor frunció el entrecejo. Recordó a la criatura de hielo que guardaba el anillo cuando vio el objeto por última vez y a todas las personas que aquel ser había asesinado. El guerrero de ojos verdes le contó a Sabinus todo lo que sabía.
Al otro lado de la sala, en un rincón oscuro del edificio sin ventanas, estaban sentados dos hombres que no dejaban de observar a Sabinus y a Kelemvor. Uno de ellos llevaba una visera negra con mirillas para los ojos. El otro era moreno y delgado y sentía algo extraño al ver que el guerrero estaba a punto de caer en su trampa.
—Sabinus está interpretando muy bien su papel —dijo Cyric en tono despreocupado, echando el cuerpo atrás para ocultarse todavía más en las sombras.
—Esto no me gusta —dijo Durrock entre dientes—. Como tampoco me gustó viajar por el estrecho del Dragón metido en una caja de embalaje que más parecía un ataúd.
—Pero si ni siquiera tuviste que meterte en la caja hasta que divisamos Tantras —replicó Cyric—. ¿Tan supersticioso eres? ¿Crees realmente que por meterte en un ataúd vas a dar tu último suspiro al día siguiente? De ser así, Durrock, quizá deberíamos marcharnos antes de que pases por esa prueba.
—No —repuso el asesino desfigurado, y deslizó la mano hacia su cuchillo—. He fallado a mi dios. Debo darle cumplida satisfacción. Pero no quiero volver a ver aquella caja de embalaje. —«Y me gustaría verte muerto, ladrón», añadió para sus adentros.
Cyric sacudió la cabeza y se echó a reír.
—¿Cuántas veces tendré que explicártelo? Con tu cara, jamás habríamos conseguido entrar en la ciudad. Tienes una reputación, Durrock. Eres famoso, como suele ocurrir con los asesinos. La caja de embalaje y las conexiones de Sabinus en el puerto eran el único medio de que entrases en Tantras sin despertar sospechas.
Durrock apartó la mirada. A pesar de la interferencia de la visera, Cyric estaba seguro de que el hombre se había puesto serio.
—Mira, Sabinus se lo está llevando —observó Cyric mientras cogía su jarra y bebía un buen trago de negra y amarga cerveza—. Se dirigen abajo, a la arena. Será mejor que te des prisa. Apenas Kelemvor sospeche que ha sido traicionado, intentará escapar. —El ladrón posó la jarra de cerveza y sonrió—. Y Bane no estaría nada contento contigo si ello volviese a ocurrir…
—Con los dos —puntualizó Durrock al ladrón de nariz aguileña antes de levantarse.
—Que tengas suerte —dijo Cyric.
El asesino siguió a Kelemvor y a Sabinus hasta el extremo de la sala. Allí, el guerrero y el contrabandista cruzaron una puerta privada y bajaron una escalera de caracol que daba a un cuarto oscuro, un agujero sin luz que parecía absorber ávidamente el resplandor de la linterna de Sabinus. Una vez al pie de la escalera, se introdujeron en la oscuridad.
El guerrero estaba tenso, con los sentidos alerta.
—¿Guardas los documentos aquí abajo? —dijo Kelemvor en tono impaciente mientras trataba de distinguir con claridad algún objeto en la oscura habitación.
—¿En qué otro lugar podría guardarlos? —dijo el contrabandista riéndose—. De hecho, tengo un documento por aquí que contiene un sello y una firma que puede interesarte. Se trata de una orden de ejecución.
El borde de una larga y blanca plataforma surgió de la oscuridad delante de Kelemvor y del contrabandista y, de repente, se encendió una docena de antorchas, que dejaron al descubierto la trampa en la que había caído. El guerrero se dio cuenta de que el sótano de la taberna era una especie de arena, con una plataforma en el centro y gradas desde donde los espectadores podían contemplar el espectáculo. El guerrero vio que había ya reunidas casi cien personas.
—Cómo puedes imaginar, la orden es para tu ejecución —exclamó Sabinus, antes de correr hacia una puerta que había cerca de unos asientos a nivel del suelo.
Kelemvor se disponía a ir en su persecución cuando un brillante resplandor de luz llamó su atención. Levantó la vista y vio a un hombre con una visera negra de pie en lo alto de la escalera. La luz de las antorchas se reflejaba en la superficie de la visera.
—Durrock —murmuró Kelemvor.
Pero el guerrero reaccionó rápidamente de la sorpresa y, después de desenvainar la espada con gracia y habilidad, se colocó en una posición a la defensiva. El asesino empezó a bajar la escalera en silencio y blandiendo su espada negra con runas carmesíes incrustadas en ella.
El asesino iba vestido de cuero negro con franjas metálicas en tobillos, muslos, cintura y bíceps. Cuando Durrock llegó a la arena, levantó las manos y cruzó los brazos. Al tocarse las muñecas, se oyó un ruido agudo y las franjas de metal se abrieron convirtiéndose en afiladas cuchillas. Durrock se arrancó la visera del rostro y la arrojó al suelo.
Kelemvor, horrorizado ante las deformidades del rostro del asesino, dio un paso atrás. Los espectadores, que hasta aquel momento habían permanecido en silencio, empezaron a alborotarse y una lluvia de gritos y de insultos cayó sobre los dos hombres de la arena. El guerrero saltó al blanco cuadrilátero de unos nueve metros de lado y se quedó mirando a Durrock mientras éste subía a su vez a la plataforma. Poco rastro de humanidad quedaba en el rostro desfigurado del asesino.
Durrock se precipitó repentinamente hacia delante con la espada agitada en el aire. El asesino, moviéndose a la velocidad del rayo, bailaba alrededor de Kelemvor y arremetía contra él. Luego, antes de que Kelemvor tuviese ocasión de devolverle el ataque, el hombre desfigurado retrocedió.
«¡Por todos los dioses! —pensó Kelemvor—. ¿Dónde ha aprendido Durrock?» Kelemvor podía ser calificado como algo más que un buen espadachín, pero el asesino era un maestro.
El asesino retrocedió otro paso, se dio media vuelta y le dio a Kelemvor una patada en el estómago con todas sus fuerzas. El guerrero retrocedió ante el golpe y el cabello cayó hacia delante cubriéndole el rostro. Durrock volvió a girar sobre sí mismo, en esta ocasión arremetiendo también con la espada.
Se desprendió un puñado de cabello negro salpicado de hebras grises. Durrock lo pescó en el aire con unos reflejos rapidísimos.
—¡Podía haber sido tu cuello, canalla! —dijo el asesino levantando el mechón de pelo—. ¡Te convendría rendirte antes de que sea demasiado tarde!
Los espectadores se inquietaron.
—¡Veinte monedas de oro por ese monstruo deforme! —gritó uno de los espectadores.
—¡Cincuenta monedas de oro por esa horrible bestia que tiene una cicatriz por cara! —gritó una mujer, y unas fuertes risas estallaron en las gradas en sombras.
Enfurecido por las burlas, Durrock lanzó un grito y abatió la espada sobre el guerrero con un brutal movimiento por lo alto. Kelemvor frenó el golpe con su propia espada y una lluvia de chispas atravesaron las sombras que rodeaban la arena. Sin embargo, el ataque había hecho caer a Kelemvor de rodillas.
—¡Derrama un poco de sangre, monstruo! —gritó un espectador—. ¡Si no derramas un poco de sangre te encadenaremos a la puerta de la posada para que ahuyentes a los niños pequeños!
—¡Te mataré y luego iré en busca de tu maga! —dijo Durrock rechinando los dientes.
Luego se volvió y golpeó la frente de Kelemvor con la empuñadura de la espada. El guerrero se cayó hacia atrás y el asesino le dio una patada que abrió una sangrienta brecha en el pecho de Kelemvor.
El guerrero pensó en huir, pero sabía que la única forma de salir de la posada Cosecha Misteriosa con vida era matando primero a Durrock. El guerrero de los ojos verdes ignoró el lacerante dolor del pecho y levantó la espada en el aire. Luego se fue levantando y caminó en dirección al asesino. Su mirada siguió la trayectoria de la espada un instante, pero duró lo suficiente para que Kelemvor le diese una patada en el costado y agarrase su espada antes de que ésta cayese al suelo.
Se oyó un ruido escalofriante cuando la espada del guerrero penetró en la rodilla del asesino. La punta de la hoja se había introducido sólo un par de centímetros, pero ello fue más que suficiente para herirlo. Durrock desplazó todo el peso de su cuerpo a la pierna sana, se apartó del guerrero de un salto y cayó al suelo.
Los presentes observaron llenos de expectación cómo Kelemvor saltaba sobre el asesino tumbado en el suelo. La espada del guerrero se agitó en el aire, pero Durrock rodó por el suelo y atacó con su espada. Al inclinarse el guerrero para atacar a su vez, un chorro de sangre brotó de su hombro. Temiendo que el certero golpe de Durrock le hubiese roto una arteria, el guerrero se puso en cuclillas y se llevó una mano a la herida.
La pérdida del uso de una pierna apenas había restado agilidad a Durrock. El asesino clavó su espada en el suelo, se dio impulso con la pierna sana y, después de darse media vuelta para colocar ésta en la parte exterior, se dispuso a arremeter contra Kelemvor. Un segundo antes de que el asesino cayese sobre su enemigo, éste se alejó rodando de la cuchilla que sobresalía del tobillo de Durrock, destinada a abrir la garganta del guerrero.
Cuando Durrock estaba a punto de caer sobre Kelemvor, éste levantó la espada. La parte plana de una de las cuchillas del asesino dio de lleno en el rostro del guerrero, pero el hombre de ojos verdes centró todos sus esfuerzos en lanzar un solo y contundente golpe con la espada. Kelemvor notó a continuación cómo su arma atravesaba la piel y rompía huesos; había atravesado el pecho del asesino. El guerrero se desplomó en la lona blanca y Durrock cayó sobre él.
Cuando Kelemvor trató de moverse, la cuchilla del brazo izquierdo del asesino le arañó la frente. La espada del hombre de los ojos verdes estaba atrapada bajo el peso de Durrock, clavada en el cuerpo del hombre desfigurado. Kelemvor, presa del pánico, trató de liberar los brazos, vio la cuchilla moverse a unos milímetros de su rostro y levantó la mirada. El retorcido y desfigurado rostro de Durrock estaba a sólo unos centímetros del suyo. Cuando el asesino intentó hablar, aunque sin conseguirlo, empezó a brotar sangre de su boca. La cabeza de Durrock se desplomó hacia delante y Kelemvor comprendió que el asesino estaba muerto.
Se produjo una gran conmoción en las gradas, y el guerrero oyó a unos hombres precipitarse a la arena. Sacaron el cuerpo de encima de Kelemvor y éste, agotadas sus fuerzas, dejó caer la cabeza hacia atrás. Cuando abrió los ojos, se fijó en las gradas que había delante de él. No estaba preparado para la escena que apareció ante sus ojos.
Bajo una vacilante antorcha, estaba Cyric mirando trastornado el cuerpo ensangrentado del guerrero. Las miradas de los dos hombres se encontraron y una sonrisa maliciosa iluminó el rostro del ladrón de nariz aguileña. Alguien pasó por delante de Kelemvor en aquel momento y le tapó los ojos. Cuando el guerrero volvió a mirar hacia las gradas, el ladrón había desaparecido.
Un enano casi completamente calvo ayudó al guerrero a ponerse de pie. Mientras se levantaba torpemente, Kelemvor pensó que debería tratar de alcanzar a Cyric, pero el guerrero sabía que el ladrón, al igual que Sabinus, estaría ya muy lejos.
—¡Un verdadero campeón! —exclamó el enano después de atender a Kelemvor—. ¿Qué te gustaría? ¿Oro, mujeres, poder, secretos? Dímelo y será tuyo. Hacía años que no experimentábamos una emoción semejante.
—Secretos —susurró débilmente.
—¡Acompáñame, entonces! —vociferó el enano—. Te curaremos las heridas y te contaremos todo lo que quieras saber.
Veinte minutos después, Kelemvor había descubierto que la espada de Durrock no lo había herido gravemente y, cuando se marchó de la posada, había dejado de perder sangre. Se detuvo en un establo cercano y compró un caballo, pues estaba demasiado débil para ir caminando hasta el puerto y luego a la posada Luna Perezosa.
Mientras el guerrero se dirigía a los muelles, trató de que su ira no interfiriese en la tarea que tenía por delante. En la Cosecha Misteriosa le habían contado a Kelemvor que un oficial municipal de nombre Dunn Acaudalado estaba vinculado a las desapariciones que Alprin había mencionado. También Acaudalado era el encargado de recuperar todos los objetos religiosos que no hubieran sido almacenados o que no hubieran desaparecido de los distintos templos abandonados. Muchos de estos objetos habían sido guardados bajo llave en una cripta que estaba «bajo la mano de Torm».
Si la Tabla del Destino había sido escondida en uno de los templos de Tantras, era posible que Acaudalado se hubiese apoderado del objeto y, ajeno a su poder, lo hubiese guardado. Habría que interrogar a aquel hombre y registrar la cripta, pero Kelemvor quería primero solucionar otro asunto: Cyric.
El guerrero llegó a la conclusión de que el ladrón debía de haberse puesto del lado de lord Black, pero Kelemvor no iba a dejar que el ladrón volviese junto a su señor. Cyric debía de estar regresando al barco que lo había traído a Tantras. El guerrero decidió con amargura que iba a encontrar el barco, coger a Cyric y sacarle los planes de lord Black antes de arrancarle la cabeza.
Una vez en el puerto, Kelemvor buscó a Alprin para que lo ayudase a encontrar el barco espía zhentilés, pero el capitán del puerto no estaba en ninguna parte. El guerrero hizo unas cuantas averiguaciones y se enteró de que Alprin había recibido un mensaje que lo había trastornado de tal forma que había abandonado su puesto como alma que lleva el diablo.
El guerrero se alejó en silencio, mientras se preguntaba qué podía haber ocurrido que fuera capaz de asustar tanto al capitán del puerto.
—Alprin —dijo en voz alta cuando comprendió lo que debía de haber ocurrido—. ¡Su esposa!
Kelemvor salió del puerto, montó en su caballo y galopó hasta la casa de los Alprin. El edificio estaba en llamas cuando Kelemvor llegó, pero pudo todavía acercarse lo suficiente para mirar por una ventana abierta. Alprin yacía en el suelo, con una mancha de sangre en la cabeza. Moira yacía a su lado. La mano del hombre muerto rodeaba el cuerpo de su esposa en una parodia de la ternura que habían compartido en vida. Había un mensaje en la pared, detrás de los cuerpos.
Te he traicionado. Ésta es mi penitencia.
En la calle se estaba formando un grupo de personas asustadas que reclamaban la presencia de una brigada con baldes para apagar el fuego antes de que éste se propagase hasta sus casas y sus tiendas. Kelemvor se tapó la boca con las manos y se alejó del edificio en llamas. En medio de su dolor, el guerrero olvidó por el momento todo proyecto de buscar a Cyric.
Terriblemente conmovido y con lágrimas en los ojos, el guerrero regresó a la posada Luna Perezosa y garabateó una nota de tres palabras para Medianoche. Kelemvor comprendió que había pocas esperanzas de encontrar el barco espía zhentilés. Cyric había escapado. De momento. Así que el guerrero se centró en el nombre que le habían proporcionado en la Cosecha Misteriosa y, con el deseo de vengar la muerte de Alprin ardiendo en su mente, fue en busca de Dunn Acaudalado.
Kelemvor se pasó muchas horas estudiando la ciudadela de Tantras y los edificios adyacentes. Las pistas que tenía lo llevaron primero a la ciudadela, el centro del gobierno de Tantras. Luego al templo de Torm. Allí se acababan las pistas y Kelemvor era consciente de que no debía cometer la temeridad de irrumpir en el vigilado lugar de culto en busca de un asesino.
Cuando Kelemvor regresó a la posada Luna Perezosa, encontró a Medianoche esperándole en la habitación. La inquietud y la zozobra no la dejaban en paz.
—¡Me he pasado la mitad de la noche en los muelles, buscándote! —exclamó Medianoche, luego abrazó al guerrero y se besaron—. ¿Qué significa esa nota? —susurró Medianoche mientras se apartaba del guerrero y se enjugaba las lágrimas de los ojos.
—Exactamente lo que dice. Cyric está vivo y ha tratado de matarme. Lo he visto y no me cabe duda de que volverá a atentar contra mi vida… o contra la tuya —dijo Kelemvor, y se puso a pasear a grandes zancadas por la habitación—. ¿Está Adon en su dormitorio? Deberíamos marcharnos de la posada y ocultarnos durante un tiempo. Hay una barriada cerca del puerto donde pasaremos más inadvertidos.
—Adon no ha regresado aún —repuso Medianoche.
Kelemvor se puso lívido.
—¿Está aún en el templo?
—Sí. ¿Por qué? —preguntó la maga en voz baja.
Kelemvor se dirigió a la puerta e indicó a Medianoche que lo siguiera.
—Tenemos que encontrarlo. Adon corre un gran peligro estando entre los tormitas. ¡Te lo explicaré por el camino!
Medianoche asintió y siguió al guerrero, después de tomarse un instante para coger la talega que contenía su libro de hechizos.