11. Tantras
Bane estaba furioso. La noticia del secuestro del Reina de la Noche y la huida de Medianoche de la ciudad Valle del Barranco lo había puesto en tal estado de ánimo que se negó a hablar con nadie en todo el día. Ahora, sentado en sus aposentos de la ciudad Valle del Barranco, el dios caído murmuraba y maldecía a solas.
De pronto se abrieron las puertas de su aposento y entró la hechicera Tarana Lyr. La excéntrica rubia babeaba prácticamente de excitación.
—¿Por qué me molestas cuando he dado órdenes estrictas de que quería estar solo? —gritó Bane con los puños apretados.
La hechicera respiró hondo.
—Hay un hombre que desea veros, lord Bane. Está esperando fuera.
—¿Un hombre? —preguntó Bane colérico—. ¿No es un dios?
La rubia hechicera miró a lord Black con una expresión de perplejidad.
—¿Un dios, lord Bane?
El dios de la Lucha cerró los ojos en un intento de controlar su ira.
—La presencia de otro dios es lo único que habría justificado que interrumpieses mi meditación. No las súplicas de un mortal.
—Creo que a este mortal lo recibiréis —dijo Tarana suavemente. La hechicera se balanceaba de atrás adelante y de adelante atrás sobre los talones.
Bane se agarró a los brazos del trono e hizo una mueca antes de decir:
—No me fío de ti, maga, pero hazlo pasar.
Tarana Lyr atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.
—Te recibirá ahora —anunció con voz dulce desde la puerta.
Un hombre moreno y delgado entró en la estancia y la hechicera cerró suavemente la puerta detrás de él.
Bane dio un respingo y saltó del trono, consciente, repentina y alarmantemente de que Fzoul había vuelto a tomar posesión de su cuerpo.
—¡Tú! —gritó el sacerdote, furioso, y el recuerdo de Cyric lanzando una flecha al hombre pelirrojo en el puente Ashaba acudió a la mente que compartía con el dios de la Lucha. La cólera del sacerdote había hecho que la conciencia de lord Bane se retirase a lo más recóndito de su ser. Fzoul tendió la mano a la hechicera—. ¡Dame tu daga!
Cyric se quedó paralizado y en su frente apareció una fina película de sudor.
—Lord Bane, debéis escucharme…
Fzoul cogió el arma de manos de Tarana y avanzó hacia el ladrón.
—¡Nada de Bane, imbécil! Hoy será Fzoul Chembryl quien derrame tu sangre.
El ladrón de nariz aguileña se alejó del sacerdote pelirrojo retrocediendo. Pero no había mucho espacio para maniobrar en aquella habitación y un solo paso en falso podía significar la muerte. Cyric no podía arriesgarse a sacar un arma. Si mataba a la mutación de Bane, la explosión podía arrasar toda la ciudad portuaria de Valle del Barranco… o el dios caído podía escoger su cuerpo como avatar. Peor todavía, la rubia hechicera, sin dejar de sonreír, estaba canturreando y parecía estar preparándose para lanzar un hechizo.
El sacerdote pelirrojo hizo una finta a la izquierda, luego desplazó el cuerpo a la derecha y se abalanzó sobre Cyric. Ambos hombres cayeron al suelo. El ladrón se golpeó la cabeza en la caída y Fzoul dirigió la daga al ojo derecho de Cyric, pero luego se detuvo. Los ojos del sacerdote se volvieron rojos y Bane, sin dejar de mirar a los ojos de Cyric, desorbitados por el terror, se puso a sonreír.
—A veces la cólera de Fzoul me sorprende —dijo lord Black con mucha naturalidad mientras se apartaba del ladrón y devolvía la daga a la hechicera—. Tiene una capacidad para odiar superior a la mayoría de los dioses. Exceptuándome a mí, claro.
—No vale la pena enojarse, lord Bane —dijo Cyric mientras se ponía de pie.
Bane dio la espalda a Cyric y subió al trono.
—No esperaba verte, ladrón —observó el dios de la Lucha—. Mis asesinos me informaron de que estabas muerto. Claro que mis asesinos no son muy de fiar últimamente.
Cyric movió la cabeza y en su rostro apareció una expresión de perplejidad.
—¡Un momento! ¿Qué le ha pasado a Fzoul? —quiso saber Cyric, todavía aturdido.
Después de arrellanarse en el trono, el dios se echó a reír y se dio una palmada en la frente.
—El sacerdote se debate para liberarse… aquí. Hemos hecho un trato, ¿sabes? Él hace algunas cosas para mí y yo le dejo despotricar contra su suerte y maldecir al mundo. A veces pierde los estribos. —Lord Black hizo una corta pausa, luego sonrió—. Algún día será castigado.
Bane se puso a mirar a la pared y estuvo un momento escuchando los gritos de venganza de Fzoul. Cuando se volvió de nuevo al ladrón, la sonrisa de su rostro había desaparecido.
—Veo que llevas mis colores, Cyric.
Éste bajó la vista al uniforme zhentilés que había cogido de la Compañía de los Escorpiones.
—Supongo que sí —repuso Cyric con voz ausente.
—¿Por qué has venido aquí, ladrón? —preguntó gravemente el dios de la lucha—. Deberías saber que todo lo que puedes esperar de mis manos es una muerte lenta y dolorosa. Al fin y al cabo, estás aliado con unas fuerzas que buscan mi destrucción y la caída de mi imperio.
—Ya no es así, lord Bane —negó terminantemente Cyric—. He entrado en Valle del Barranco con una tropa de zhentileses compuesta de doscientos hombres, y todos leales a mi mando.
—Ah, ya veo. —Bane sonrió con disimulo—. Pretendes usurpar mi poder. ¿Debo abdicar ahora mismo, «lord» Cyric?
El ladrón de nariz aguileña permaneció completamente inmóvil, con los brazos en los costados, las manos abiertas y las palmas hacia el dios. La hechicera se acercó a Cyric y entornó los ojos para mirarlo. A continuación empezó a girar en torno al hombre y lo estudió desde todas los puntos estratégicos.
—No tengo intención de desafiaros —dijo Cyric, ignorando a la sonriente loca que seguía dando vueltas a su alrededor—. Deseo ofrecer mis servicios a tu causa.
Una singular carcajada brotó de los labios de lord Black. En su mente, Fzoul estaba gritando.
No puedes confiar en él, gritaba el sacerdote pelirrojo al dios de la Lucha. Nos traicionará. ¡Ese ladrón nos destruirá a ambos!
Bane farfulló una serie de amenazas de terrores imaginarios a fin de ahuyentar a la conciencia de Fzoul. Tu atrevimiento puede hacer que te ponga bajo su mando cuando ya no necesite de tu cuerpo, Fzoul, dijo sarcásticamente el dios caído a la mente de su mutación cuando aquélla se iba retirando.
El dios miró al mortal que estaba delante de él.
—Explícame por qué debo creerte —dijo Bane gruñendo, sin asomo de sonrisa en el rostro—. Tu amigo maldito, Kelemvor, ya ha jugado así conmigo. Hizo un pacto y luego renegó de su acuerdo apenas tuvo la oportunidad. ¿Qué garantía tengo yo de que tú no vas a hacer lo mismo?
Cyric dio un respingo cuando oyó el nombre del guerrero. Quizás, a pesar de todo lo que había ocurrido, sus antiguos aliados estaban todavía con vida. Se apresuró, sin embargo, a apartar de su mente a Medianoche y a Kelemvor y se concentró en la pregunta de lord Black. La respuesta era bastante obvia.
—Ninguna —contestó el ladrón con voz firme.
Bane levantó una ceja.
—Por lo menos eres sincero. —El dios de la Lucha hizo una pausa, luego se levantó—. Dame alguna prueba de que apoyas mi causa. Háblame de la maga.
Cyric se puso a contarle a lord Black más de lo que nunca hubiese pensado que contaría. Informó a Bane de casi todo lo que había ocurrido desde que conoció a Medianoche en la ciudad amurallada de Arabel hasta que se separó en el Ashaba.
—Estoy intrigado —dijo Bane, sin dejar de pasearse de arriba abajo delante del trono—. No sé por qué, pero creo que me estás diciendo la verdad.
—Y así es —le dijo Cyric al dios—. He superado muchas pruebas sin perder la vida para ofrecer mis servicios a tu causa. El ladrón sonrió y explicó seguidamente la complicada serie de engaños que lo habían mantenido con vida desde que Yarbro y Mikkel lo encontraron en la orilla del Ashaba hasta el presente. Tarana estaba junto al ladrón con los brazos cruzados sobre el pecho y se abrazaba fuertemente mientras Cyric relataba de forma natural todos aquellos incidentes de sangre y de violencia.
Cuando Cyric dio por terminada su sangrienta historia, Bane movió la cabeza.
—En las últimas semanas has traicionado todo aquello que antes apreciabas. ¿Qué puedo ofrecerte yo que tanto ansíes?
—Poder —espetó Cyric, con un énfasis algo excesivo—. El poder de hacer que un imperio se tambalee en un solo día.
Los labios de lord Black temblaron de satisfacción.
—Ladrón, tus palabras parecen más las de un rival que las de un aliado.
Cyric dio un paso en dirección al trono.
—Los Reinos son muy vastos, lord Black. Cuando los hayáis conquistado en su totalidad, estaréis sin duda en disposición de destinarme un pequeño reino. Al fin y al cabo, un verdadero dios no puede tomarse la molestia de atender las insignificantes operaciones cotidianas de todo un mundo. —El ladrón hizo una pausa y se acercó otro paso al dios de la Lucha—. Dadme un reino para gobernar.
Lord Black estaba atónito.
—Tienes un pico de oro, Cyric. A pesar de que ello resultaría divertido, quizá no debería desperdiciar tu talento matándote aquí mismo. —Bane indicó a la hechicera con un gesto que se acercase. Ella se había retirado a un rincón cerca de la puerta—. Que liberen a Durrock de sus tormentos y lo traigan aquí. Vamos a darle al ladrón una oportunidad para que se ahorque solito.
Después de hacer una reverencia, Tarana salió de la estancia.
Cuando ella se marchó, Bane se acercó al ladrón.
—Ahora que mi loca ayudante se ha marchado, dime, ¿hay algo sobre la maga que no me hayas dicho?
Un nombre acudió a la mente de Cyric. El verdadero nombre de Medianoche. Estuvo a punto de decirlo, pero lo pensó mejor. Con aquella información, lord Black podía apoderarse del alma de la maga en un instante y Cyric no estaba convencido de que ello fuese conveniente. Por lo menos, de momento.
—No —contestó Cyric mirando a los ojos del dios—. Nada.
La puerta de la habitación se abrió y Durrock, encadenado, fue llevado ante lord Black. Cyric retrocedió al ver el rostro desfigurado del asesino. Luego se dio cuenta de que las cicatrices de quemaduras eran muy antiguas. Sin embargo, algunas de las cicatrices de su cuerpo eran recientes.
—Hoy estoy de un humor indulgente, Durrock. Estoy seguro de que no durará mucho —dijo Bane al asesino, luego regresó al trono—. Tengo un trabajo para ti, asesino. Irás a Tantras con este ladrón y espiarás a sus antiguos aliados. Tú los conoces muy bien, puesto que los has escoltado hasta la ciudad de Valle del Barranco.
Durrock se puso rígido y agachó la cabeza. Antes de que el asesino se humillase, Cyric vio un intenso odio brillar en los ojos de Durrock.
—Como ya te he dicho con anterioridad —continuó Bane—, no quiero que la maga muera. El clérigo me es indiferente. En cuanto al guerrero, Kelemvor Lyonsbane, quiero que su cabeza esté adornando una de las entradas de este edificio lo antes posible. ¿He hablado con suficiente claridad? —preguntó Bane en un tono áspero y desabrido.
—Sí, lord Bane —contestó Durrock, con una voz que era más bien un gruñido.
—¿Tú tienes alguna pregunta? —dijo Bane cuando vio que Cyric no contestaba.
El ladrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, miró a Durrock y luego de nuevo a Bane.
—¿Qué hacemos si descubren el lugar donde está el… objeto del que hemos hablado? ¿Qué hacemos si tratan de llevárselo de Tantras?
Bane frunció el entrecejo y se agarró con fuerza al trono.
—En ese caso, Cyric, tendrán que morir todos.
Dos días habían transcurrido desde que los héroes abandonaron el puerto de Valle del Barranco en la galera secuestrada. Durante la noche, un punto brillante en el horizonte había indicado la localización de la ciudad adonde se dirigía el Reina de la Noche. Nadie se explicaba la causa de aquella luz misteriosa, pero a medida que el barco se acercaba a la ciudad, el brillo se fue intensificando.
Aparte de aquella luz extraña, el viaje por el estrecho del Dragón transcurrió sin incidentes, los esclavos se paseaban por turnos por cubierta y gozaban de la sensación del calor del sol en sus rostros. Adon, como siempre, seguía encerrado en sí mismo. Medianoche repartía su tiempo entre largas horas con su libro de hechizos y maravillosos y tiernos momentos de amor con Kelemvor.
Después de la huida de Valle del Barranco, el guerrero se mostraba relajado como Medianoche jamás lo había visto, si bien de vez en cuando le preocupaba que la maldición no hubiera desaparecido para siempre. A pesar de que la maga también se sentía feliz, se preguntaba inconscientemente si Kelemvor no sería más feliz volviendo a la vida aventurera, quizás incluso navegando con Bjorn y su tripulación. Asimismo, se preguntaba si el guerrero deseaba seguir aquel camino en lugar de ir a arriesgar su vida en Tantras. Esta pregunta no tardó en empezar a atormentar a Medianoche. Unas circunstancias parecidas habían roto el vínculo que unía a los enamorados en el valle de las Sombras y ella no quería que se repitiese la misma historia.
Finalmente, un día, horas después del desayuno y cuando estaban cerca de la borda, contemplando las olas que tenían delante y la oscura y abrupta línea de la costa a la que se acercaban a gran velocidad, decidió abordar la cuestión con Kelemvor.
—Voy a ir contigo —le dijo Kelemvor con toda sencillez—. No tengo otro destino que permanecer a tu lado. —Al cabo de un rato, miró a la maga con expresión grave—. Por tu parte, creo que tienes un gran destino, un camino que te han trazado los propios dioses.
—Pero Kelemvor, ¿acaso seguir mi camino y dejarte llevar por el cumplimiento de mi destino, no es otra maldición? —preguntó sombríamente Medianoche—. Vas a tener menos control sobre tu vida que antes.
El guerrero la tomó en sus brazos y la besó.
Antes de darse cuenta siquiera de lo que iba a decir, las siguientes palabras escaparon dulcemente de los labios de Medianoche:
—Te quiero.
—Y yo a ti —susurró Kelemvor, y volvió a besarla. Los enamorados permanecieron un momento el uno en brazos del otro—. No tardaremos mucho en llegar a tierra —dijo por fin el guerrero de los ojos verdes, y suspiró—. Debemos avisar a Adon. —Los enamorados, cogidos del brazo, se alejaron de la proa.
Diez minutos después, Medianoche y Kelemvor encontraron a Adon en el puente. Bjorn y Liane se reunieron con ellos. Se divisaba Tantras en la lejanía.
—No es tan grande como Valle del Barranco, pero no es muy diferente —dijo Bjorn a los héroes—. ¿Estáis seguros de que no preferís ir a Ciudad Viva?
—Tenemos un trabajo que hacer en Tantras —dijo Adon, cuyos ojos se fueron apagando mientras hablaba.
Una hora después, el Reina de la Noche entraba en el puerto de Tantras. El cabo de una rocosa estribación se adentraba en el estrecho del Dragón y formaba una elevada pared natural con una gran hendidura en su centro; el barco se dirigió hacia esta abertura situada en la parte sur de la pared. Unas grandes catapultas guardaban el puerto desde distintas posiciones situadas a lo largo de la parte interior. El puerto estaba a rebosar de barcos y los vigías indicaron al Reina de la Noche que izase su bandera.
—¡Parada inmediata! —ordenó Bjorn, luego se volvió a los héroes—. No tenemos ninguna bandera para izar, por consiguiente no podemos acercarnos más. Vosotros podéis coger uno de los botes de remos y llegar a la orilla. No se preocuparán de nosotros cuando vean que baja alguien y entonces daremos media vuelta.
—Me parece bien —dijo Kelemvor, y le dio una palmada en la espalda al capitán.
Cada uno de los héroes llevaba una bolsa de viaje bien provista y éstas estaban llenas de oro procedente de las arcas del barco zhentilés, deferencia de Bjorn y su tripulación. Los héroes bajaron por la escala de cuerda hasta uno de los botes. Mientras se instalaba en él, Medianoche parecía nerviosa y no dejaba de mirar hacia tierra. Kelemvor comprendió que recordaba sus muchos accidentes casi fatales en el Ashaba y le cubrió una mano con la suya.
—Yo remaré —dijo Adon en un tono que no dejaba lugar a réplica alguna, y dejó así a los enamorados tranquilos.
El clérigo soltó las amarras que sujetaban el bote y luego levantó la vista al Reina de la Noche, donde el capitán se despedía de ellos con la mano. Adon empezó a guiar el pequeño bote hacia Tantras.
—Si nos hubiésemos quedado con Bjorn, los tres habríamos podido empezar de nuevo —dijo Medianoche viendo cómo se alejaba la galera secuestrada.
—Lo dudo —repuso Kelemvor—. Dentro del reducido espacio de un barco, al cabo de una semana nos estaríamos peleando y, al cabo de un mes, habríamos llegado a las manos.
—¿Tan poca confianza tienes en nuestra relación? —preguntó Medianoche sinceramente sorprendida.
—En absoluto —contestó el guerrero, para luego pasarle un brazo por la cintura—. Pero ambos necesitamos algo de peligro en el aire y espacios abiertos por donde vagar, ¿no es así? Hace que la vida sea un poco más excitante.
Medianoche lanzó una corta, aguda y amarga carcajada.
—He hablado con los dioses y he visto cómo se destruían entre sí, he sido juzgada por el asesinato del mago más poderoso de los valles y sentenciada a muerte. Estuve a punto de ahogarme en el Ashaba y los soldados de un dios chalado me han perseguido como a un perro. Sea o no el destino, un poco de aburrimiento no me vendría nada mal en estos momentos.
Cuando el bote llegó a cien metros del puerto, los guardias señalaron a los héroes una pequeña bahía que había cerca del extremo norte del puerto. Una reducida delegación de hombres, que incluía dos soldados armados con espadas y arcos con el símbolo de Torm —un guantelete de metal— recibió a los héroes cuando éstos saltaron de la embarcación y la amarraron.
—Por favor, exponed el asunto que os ha traído aquí —les dijo el hombre de mediana edad que encabezaba la delegación y en cuyo rostro aparecía una expresión de aburrimiento.
Medianoche explicó todo lo que les había sucedido en la ciudad de Valle del Barranco. Omitió, sin embargo, el verdadero propósito de su viaje a Tantras.
—Si habéis hecho de lord Black un enemigo vuestro, todo Tantras es ahora vuestro aliado. Me llamo Faulkner —les dijo el hombre de mediana edad con sincera alegría.
Mientras se dirigían al muelle, Kelemvor se volvió a Faulkner y le preguntó:
—¿De dónde viene esa extraña luz que aparece en el cielo por la noche en estos contornos? ¡Empezamos a verla desde el barco cuando acabábamos de atravesar la mitad del estrecho del Dragón!
—¿Por la noche? —preguntó Faulkner, y lanzó un bufido—. La noche ya no cae sobre Tantras desde el día del Advenimiento, cuando acudió lord Torm, el dios de la Lealtad.
—¿No tenéis noche? Debe de ser bastante desconcertante —murmuró Kelemvor.
—Tantras es la ciudad de la eterna luz —añadió Faulkner, encogiéndose de hombros—. Nuestro dios nos marca las horas del día; pone lealtad en nuestros corazones y razón en nuestras mentes. No hay nada desconcertante en todo esto.
Medianoche advirtió que Adon estaba temblando ligeramente. Fuese miedo o rabia lo que se encerraba dentro del joven desfigurado, era evidente que las palabras de Faulkner lo habían trastornado. El clérigo se alejó de la delegación en silencio.
—Debéis excusar a Adon —les explicó Medianoche desesperada, en cuya voz era evidente el miedo de insultar a los soldados.
Uno de los miembros de la delegación empezó a seguir al clérigo.
—No hay que preocuparse —le dijo un soldado llamado Sian. Se trataba de un joven con cejas muy pobladas y cabello rizado y negro—. Está bastante claro que vuestro amigo era clérigo. ¿Desde cuándo ha perdido su sendero?
Mientras seguían lentamente los pasos de Adon por el muelle, Medianoche explicó cómo Adon había sido desfigurado a manos de los adoradores de Gond en Tilverton y cómo había perdido la fe en sí mismo y en la diosa de la Belleza, a quien había venerado la mayor parte de sus pocos años de vida.
Sian asintió.
—Son muchos los que han perdido la fe desde que los dioses viven en Faerun y no en las Esferas. Quizá tu amigo encuentre la paz que tanto necesita en esta ciudad justa y buena.
A través de la talega, Medianoche notaba la esfera de detección de Elminster apoyada contra su espalda.
—Me temo que no vamos a tener mucho tiempo para descansar —dijo en voz baja, para luego encaminarse con Kelemvor y la delegación al edificio principal del puerto de Tantras. Adon los esperaba allí con el guardia.
Durante las horas siguientes, los héroes compraron ropa nueva y se informaron sobre el trazado de la ciudad. Tantras, al igual que la mayoría de las ciudades, estaba protegida por una muralla. En su caso, la muralla rodeaba la gran ciudad portuaria y se extendía formando un tortuoso sendero hasta la orilla rocosa. Una serie de torres ocupaba la estribación norte, donde estaba localizada la ciudadela de Tantras. El templo de Torm —el foco de atención de la ciudad desde la llegada del propio dios— estaba situado en la zona norte de la ciudad y la mayoría de las calles que llevaban a él eran muy empinadas. En el extremo sur de la ciudad había un alto campanario, junto a un recinto militar, y marcaba los límites de los civiles. En la zona había varios templos abandonados, y un lugar sagrado dedicado a Mystra en el sur, cerca del campanario.
—Aparte de estos puntos destacados, Tantras no tiene nada de excepcional —concluyó Sian.
—Yo no diría tal cosa —observó Adon con cierta suspicacia en la voz—. Parece como si se estuviese preparando para la guerra.
Sian entornó los ojos y se quedó mirando al clérigo.
—Acabáis de llegar de Valle del Barranco, ¿no es así? Tenemos varios informes que confirman lo que nos habéis contado sobre el estado de la ciudad. Si Zhentil Keep y lord Bane están tratando de anexionar nuevos territorios y extender su maligno imperio, ¿qué te hace pensar que se conformarán con controlar la mitad del estrecho del Dragón?
—No era más que un comentario —replicó Adon fríamente—. Además, yo pensaba que contabais con la protección de vuestro Torm.
—La ciudad no fue construida con la idea de tener una divinidad viviendo aquí —explicó Sian—. La llegada de Torm es relativamente reciente. La presencia de un dios debería suponer un freno para el enemigo, pero, a pesar de ello, la población está preparada para luchar.
—He advertido varios campos de refugiados en la zona —observó Medianoche, a fin de cambiar de tema.
—El caos existente en los Reinos ha hecho que algunos de nuestros vecinos buscasen protección en nuestra ciudad —repuso Sian—. Otros se han ido al sur, al peñasco del Cuervo, o al norte, a Calaunt. Hlintar ha quedado prácticamente desierta desde que un huracán sobrenatural arrasó la ciudad y desenterró las tumbas de los miles de antiguos habitantes de la ciudad. Los esqueletos cobraron vida y ahora la muerte gobierna la ciudad.
Minutos después, los héroes estaban solos en una avenida paralela al puerto que luego se extendía hacia el sur, hacia los barrios comerciales. Los héroes pasaron por delante de un grupo de mimos y artistas ambulantes que representaron fragmentos de media docena de historias que iban desde la comedia atrevida e irreverente a la tragedia. Los héroes trataron de ignorar a los artistas, pero tuvieron que contribuir con unas cuantas monedas de oro para que éstos los dejasen seguir su camino.
Las calles estaban también atestadas de vendedores ambulantes que pregonaban sus mercancías a voz en grito. A juzgar por el aspecto de la mayoría de los vendedores, el caos de los Reinos estaba afectando a los negocios en sumo grado. Kelemvor se limitó a curiosear. Medianoche, sin embargo, encontró una nueva trenza para su pelo. Mientras, Adon se dirigió a un puesto de comidas al aire libre.
El clérigo estaba degustando una extraña combinación de pan, filetes de carne y una salsa roja y picante coronada de pimienta negra molida.
—Delicioso —le dijo el clérigo al dueño del establecimiento; luego pasó la escudilla de madera a Kelemvor, el cual también probó la comida.
—Hay una posada a unas manzanas de aquí que tenía el rótulo de habitaciones disponibles esta mañana —les dijo el dueño del establecimiento a los héroes—. Deberíais ir antes de que se ocupen las habitaciones.
El clérigo pagó la comida y agradeció al dueño la información. Luego los héroes partieron en busca de la posada. Después de haberse perdido tres veces en las tortuosas calles de la ciudad y de recibir unas indicaciones que sólo lograron adentrarlos más en el intrincado laberinto, los héroes encontraron la posada Luna Perezosa. Cuando entraron, un joven con traje rojo y ribetes dorados se presentó ante los héroes.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —preguntó el muchacho, con voz fría y profesional.
—Todavía no lo sabemos, pero esto debería cubrir los gastos de nuestra estancia —dijo Kelemvor, a la vez que metía unas monedas de oro en la mano del muchacho—. Necesitamos dos habitaciones. Por lo menos hasta finales de semana.
La arquitectura de la posada era simple, tenía una amplia taberna, una cocina y un almacén en la planta baja, y habitaciones de huéspedes en los dos pisos superiores. En un rincón, junto al muchacho, alguien había dejado un escudo con el símbolo de Torm.
El joven insistió en llevar las bolsas de viaje de los héroes, si bien tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio mientras conducía a Kelemvor, a Medianoche y a Adon a través de una escalera de caracol hasta el segundo piso de la posada. Una vez que se retiró el muchacho y echaron un vistazo a sus habitaciones, los héroes se encontraron en la taberna. Todavía no era la hora de cenar y, por consiguiente, había pocos clientes.
—Aquí estamos —dijo Kelemvor—. ¡Tantras! —El guerrero dejó escapar un profundo suspiro—. Medianoche, ¿cómo vamos a reconocer esa tabla? No, más importante todavía, ¿qué vamos a hacer cuando la hayamos encontrado?
—Si la encontramos —dijo Adon, pesimista, tamborileando con los dedos sobre la mesa sucia y grasienta.
—La encontraremos —afirmó Medianoche, para luego volverse y mirar al clérigo—. La esfera de detección que nos dio Lhaeo se romperá cuando esté cerca de un gran poder mágico, como esta Tabla del Destino que ha desaparecido. —La maga hizo una pausa y se volvió a Kelemvor—. En cuanto a su aspecto, el mensaje último que me transmitió Mystra en el castillo de Kilgrave contenía una imagen de las Tablas. Están hechas de arcilla y apenas tienen sesenta centímetros de altura. En su superficie hay unas runas de unos intensos colores azul y blanco. Irradian una magia de gran poder.
—Pero no se puede confiar en la magia —se lamentó Kelemvor, para luego indicar a la camarera que le llevase una cerveza—. ¿Quién puede decir si esa esfera va siquiera a funcionar? ¿Y dónde vamos a buscar? No podemos cubrir todos los centímetros cuadrados de la ciudad nosotros solos. Es demasiado grande. —El guerrero de ojos verdes frunció el entrecejo y apartó la mirada de sus amigos—. Además, debemos tener en cuenta que Bane no dejará de mandar a sus agentes en nuestra busca. Su gente puede incluso llevarse la tabla antes de que podamos encontrarla.
Medianoche se pasó las manos por el rostro y miró en dirección a la puerta abierta de la posada. La maravillosa luz del sol que brillaba en el exterior no había cambiado desde su llegada.
—Si es cierto lo que nos han dicho los hombres que nos han recibido en el puerto, podremos buscar a la luz del día y ello es un factor negativo para la mayoría de los agentes de Bane.
La camarera se acercó con la cerveza del guerrero y los héroes guardaron silencio hasta que la bonita muchacha se alejó. Sin embargo, apenas ella se alejó, Kelemvor dio un puñetazo en la mesa y clamó con decisión:
—No podemos empezar la búsqueda sin dormir un poco. ¿O quieres dejar abierta la posibilidad de que te cojan porque estás demasiado cansada para defenderte adecuadamente? Necesitamos un plan, mejor que andar buscando por la ciudad a la buena de Dios hasta encontrar la maldita tabla.
—¿Qué sugieres tú, entonces? —preguntó Medianoche, en cuyo tono sombrío se adivinaba su cansancio anímico.
El guerrero suspiró y cerró los ojos.
—En primer lugar, debemos separarnos —aseguró Kelemvor—. De esta forma podremos cubrir mucho más terreno.
La maga movió la cabeza.
—Contamos con un solo objeto capaz de localizar la Tabla. Si yo me llevo la esfera, ¿qué esperáis conseguir con vuestros propios medios?
Kelemvor ignoró el tono irritado de la voz de Medianoche y trató de sosegarse.
—Intenté que Bane me dijese dónde estaba escondida la Tabla del Destino. No me lo dijo directamente, pero comentó que había que «tener fe». En aquel momento no le di mayor importancia, pero podría ser una pista importante.
Adon tuvo una idea y sonrió.
—Los templos —dijo—. Bane podía haber estado jugando con la palabra «fe». Ello no es algo insólito para un dios en los tiempos que corren. —Adon se pasó la mano por la cicatriz—. Y Faulkner dijo que hay varios templos abandonados en la ciudad. La Tabla del Destino puede estar en uno de ellos.
—Bien, por lo menos tenemos por donde empezar —le dijo Medianoche a Adon, luego se volvió al guerrero—. En cuanto a tu otra pregunta, Kel, sólo hay una cosa que podamos hacer con la Tabla del Destino cuando la encontremos. Elminster explicó que hay Escaleras Celestiales, es decir, accesos a las Esferas, dispersas por Faerun. Sólo los dioses o los magos de la categoría de Elminster pueden verlas y tocarlas. Un mortal puede tropezar con una de esas escaleras y ni siquiera percatarse de que está ahí. —Medianoche hizo una pausa para cuidar lo que iba a añadir—. Yo he visto dos Escaleras Celestiales y creo que deberíamos llevar la Tabla del Destino a uno de esos accesos a las Esferas y entregársela a Helm. Pero, primero, uno de nosotros debe conseguir una audiencia con Torm. Él sabrá dónde se encuentra la escalera más próxima. —La maga volvió a hacer una pausa y puso una mano sobre el hombro de Adon—. Tú deberías encargarte de ello, dada tu experiencia como clérigo…
Adon se levantó de un salto y su silla se cayó por detrás de él.
—¡No lo haré! —gritó. Los pocos clientes de la taberna se volvieron a mirarlo—. ¡Yo no puedo hablar con un dios!
Unos murmullos se elevaron en la sala y Medianoche hizo de tripas corazón ante el aspecto de niño asustado que mostraba el clérigo.
—Tienes que hacerlo —dijo la maga de negro cabello—. Kelemvor tiene que buscar la forma más segura de que podamos salir rápidamente de Tantras… apenas hayamos encontrado la tabla.
El guerrero tomó su cerveza y bebió.
—Sí. Pongamos por caso que la Escalera Celestial está lejos de la ciudad. Si no es así, mejor que mejor, pero tenemos que estar preparados para cualquier eventualidad.
El clérigo se puso lívido y sus manos temblaron como las hojas. Sin embargo, cuando vio que los clientes de la taberna lo estaban observando, levantó la silla y volvió a sentarse a la mesa.
—Mi intención es la de devolver la Tabla del Destino a las Esferas —dijo Medianoche con una resolución que asustó a Kelemvor, si bien no podía decir la razón—. Es la única posibilidad que tenemos de poner fin a la locura que se ha extendido por Faerun. En cuanto a nuestros planes inmediatos, deberíamos empezar por buscar sin pérdida de tiempo y volver a encontrarnos aquí dentro de dos días.
—Hay una cosa que has pasado por alto —observó Adon en voz baja y temblorosa y cubriéndose el rostro con las manos.
—¿De qué se trata? —preguntó Medianoche.
—Hay dos Tablas del Destino —contestó Adon, preocupado.
—¿Qué pasará cuando te presentes ante el dios de los Guardianes con una sola y él quiera saber qué has hecho con la otra?
—Le explicaré la verdad —repuso Medianoche serena y llanamente—. No hay ninguna razón para que Helm quiera hacerme daño.
Adon lanzó una risita tensa y nerviosa.
—Es extraño —comentó el clérigo desfigurado—. Recuerdo a Mystra cuando trataba de hacer lo que tú estás proponiendo… antes de que Helm acabara con ella. —Adon se levantó y dejó a sus compañeros para ir a meditar sobre la cuestión a solas en su habitación.
También Medianoche y Kelemvor se levantaron de la mesa para volver a sus habitaciones. Los héroes habían llegado al pie de la escalera cuando un juglar con la barba blanca y un arpa entró en la posada Luna Perezosa y se dirigió al mostrador.
—Aquí no hacemos caridad —gruñó el posadero con un claro deje de suficiencia—. Si lo que estás buscando es alojamiento gratis, avisaré al asilo de los pobres.
Los héroes empezaron a subir las escaleras y el juglar los estuvo observando hasta que se perdieron de vista. Sólo entonces el hombre de barba blanca prestó atención al posadero.
—¡Tengo dinero y muy poca paciencia! —repuso el juglar, a la vez que abría la mano y mostraba un puñado de monedas de oro.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó el posadero, después de estirar la espalda cuanto pudo, en un tono cortés muy diferente al usado antes.
El juglar frunció profundamente el entrecejo.
—No necesito alojamiento. Necesito información. ¿Qué me puedes decir sobre la pareja que acaba de subir la escalera?
El posadero miró a su alrededor asegurándose que nadie estaba escuchando.
—Eso depende del valor que tenga para ti —susurró en un tono malicioso.
—Tiene muchísimo valor —dijo el juglar mientras agitaba el puñado de monedas y miraba hacia la escalera, donde se habían detenido los héroes. El juglar dejó de sonreír—. Más de lo que tú puedas llegar a imaginar.
Con los dedos cortando ávidamente el aire, el posadero sonrió.
—Yo tengo mucha imaginación.
—Cuéntamelo todo, entonces —dijo el juglar, muy meloso a la vez que tendía el oro al posadero—. Pues no queda tiempo y yo tengo mucho que aprender…