8 Un mensaje de mamá

Arranqué el coche y esperé un rato a que el climatizador caldease el interior y, si era posible, mi ánimo. Odio el frío, la lluvia y el invierno. Transforman mi carácter y me vuelvo irascible y tormentosa. En ese momento suena mi teléfono y veo que es Constanza. ¡Por fin puedo hablar con ella!

—¡Hola, Constanza! ¿Todo bien?

—Bueno, depende de cómo se mire, mi querida Oli —me contesta con tono irónico y alegre. Sea lo que sea, al menos no es nada grave por el tono de voz dicharachero que imprime a nuestra conversación. Me quedo más tranquila.

—¿Cuál era la urgencia entonces? —le pregunto con ánimo de salir de dudas cuanto antes.

—¿Estás sentada? —me pregunta.

¡Ay madre! Mi amiga es temible siempre, pero cuando dice eso más.

—Sí, dispara ya, Constanza —la apremio.

—Alberto me ha llamado y quiere quedar conmigo para hablar —me dice.

Yo no respondo de inmediato, mi cerebro trata de procesar la información que acaba de recibir.

—¡¿Que quééé...?! —grito entre histérica e incrédula. «Seguro que he escuchado mal», pienso. Constanza me leyó la mente.

—Has oído bien, Oli —contesta divertida.

—¿Y se puede saber qué narices quiere hablar mi marido con mi amiga? —imprimí especial énfasis cuando pronuncié el adjetivo posesivo «mi».

—No me lo ha dicho. Hemos quedado hoy después de una reunión que tengo. Supongo que querrá hablar de ti.

—Pero ¿cómo se le ocurre? —pregunto escandalizada mientras siento que la furia de un huracán va cogiendo fuerza cinco en mi interior. Como siga así Saffir-Simpson tendrá que añadir una nueva categoría a mi capacidad de destrucción masiva.

—Me ha hecho prometer que no te diría nada. Y yo le he jurado y perjurado hasta por mis hijos que no lo haría —me dice.

Tardo en reaccionar, pero al fin lo hago.

—Pero, Constanza... ¿Qué hijos? Si tú no tienes...

—¡Por eso, Oli! —la escucho al otro lado de la línea reír divertida.

—¡Ay, Constanza! Estás como una cabra —la reprendo.

—Tranquila, Olivia. Se lo jurado por todo lo que me ha pedido. Por Dios, por Blancanieves, por mi salud, mis niños imaginarios y hasta por Santa Claus. Seguro que como es por una buena causa no seré condenada al fuego eterno. ¡Anda que si fuera Carmencita quien escuchara esto...! No me extraña que no nos haya nombrado nunca madrinas de ninguno de sus hijos. ¡La perniciosa de Constanza y la impía de Olivia! —La escucho reír a carcajadas. Está disfrutando con esto.

—Mide tus palabras con él, Constanza. ¿Qué vas a contarle?

—¡Ay, Oli! ¿Pues qué va a ser? Le diré que como no se ande con ojo y deje de ser como el agua: incoloro, inodoro e insípido, te largarás con el pedazo de cañón de tu amante.

—¡¡Constanza!! —le grito fuera de mí.

—¡Era broma, nena! Bueno, veo que hoy no las encajas con deportividad. En serio, Olivia, está claro que de mí no sacará información. Tu marido es tonto si piensa que lo va a lograr... —me dice ya en un tono más formal.

—O tal vez sea demasiado listo... —digo casi para mí misma. De todas mis amigas te elige a ti para hablar. No es casualidad. Y no olvides que es periodista. Está muy acostumbrado a sonsacar información de forma muy sutil a los personajes sin que estos se percaten. Es muy cuco y ladino cuando quiere.

Unos segundos de silencio al otro lado de la línea me incitan a pensar que Constanza está maquinando algo. Así es.

—A ver, Olivia, se me está ocurriendo algo. Ya sabes que mi maléfica mente no da tregua. Dame carta blanca para manejar la situación. ¿Confías en mí? —me pregunta.

—¡Qué pregunta más tonta viniendo de ti! ¡Pues claro! ¡Eres mi amiga! —Para mí eso lo explica todo.

—Pero antes debes responder a una cosa con franqueza —me pide.

—Dime.

—¿Tú quieres recuperar a Alberto?

—Quiero al Alberto que conocí y del que me enamoré. Deseo que vuelva él. No el sucedáneo descolorido que ahora vive en mi casa.

—Bien. Ya te llamaré mañana y te daré el parte informativo —me dice.

—Ten mucho cuidado, Constanza. Alberto es muy listo —la advierto.

—¡Y yo más, Oli! Y encima soy una sirena. No creo que él aguante sumergido tanto como yo. ¡Hasta mañana! —se despide.

—Hasta mañana.

Miro el reloj y veo que se me ha hecho muy tarde. ¡Menudo día de emociones y sorpresas! No creo que esta noche pueda conciliar el sueño. Me muero por saber qué ha tramado mi amiga y porque me informe. Oh, my God!

Camino de mi casa me sorprende una inesperada tormenta que, en cuestión de minutos, cubre Madrid de agua, truenos y oscuridad anticipada. El combinado perfecto para incubar una de mis morrocotudas jaquecas. ¡Lo que me faltaba!

Cuando al fin llego, después de verme atrapada en un monumental atasco, me encuentro a Blanca terminando de preparar la cena mientras los niños hacen los deberes. Me ofrezco a acercarla con el coche a la parada de autobús, pues está lloviendo a cántaros, pero ella se resiste vigorosamente. A lo único que accede es a que le deje un paraguas con el que resguardarse del chaparrón y antes de aceptarlo me promete con solemnidad que al día siguiente sin falta me lo devolverá. ¡Qué mujer! ¡Ni que le estuviera prestando un diamante de De Beers!

Me siento un rato a terminar las tareas del colegio con los niños y después subo a mi habitación a cambiarme de ropa. Hace un rato he recibido un mensaje de Alberto en el que me informaba de que llegaría un poco más tarde porque le había surgido una reunión inesperada. «¿De verdad se ha creído que Constanza no iba a decirme nada? ¿Cómo puede ser tan iluso?». Un agudo pinchazo en la sien me avisa de que debo tomarme la famosa pastilla que logra frenar mi inminente migraña, antes de que esta me devore el sentido. Decido cenar temprano con los niños, pues ignoro el tiempo que se demorará Alberto en su charla con Constanza.

A las diez de la noche, ya con mis hijos durmiendo y Alberto aún sin aparecer, decido subir a mi dormitorio. Sin un solo ruido en la casa y con la habitación totalmente a oscuras, cierro los ojos en espera de que la pastilla y la quietud mitiguen el agudo dolor que machaca despiadadamente la parte izquierda de mi cabeza y que ha dejado parcialmente nublada la visión de uno de mis ojos. Como siga así, voy a tener que echar mano del contundente compuesto que me recetó para estos casos don Luis, mi médico de confianza, aun conociendo su aplanador efecto durante todo el día siguiente.

Después de la tirante conversación con Mario, no he hecho más que pensar en que de nada me sirvió romper la nota que me entregó en la boda de Luigi, al reencontrarnos cuatro años después. Yo estaba desencantada con el rumbo que tomaba mi matrimonio, la frialdad e indiferencia de mi marido y mi situación en el trabajo que, lejos de arreglarse, empeoraba día tras día. Era, por tanto, y en aquellos momentos, una presa fácil y vulnerable, dispuesta a entramparme en los ciento un mil encantos del arrollador Mario Salas. Él deseaba recuperarme a toda costa...y ¡vaya si lo hizo!

Mi mente de nuevo viaja en el tiempo a cuatro años atrás. Habían transcurrido unos quince días aproximadamente de la celebración de la boda de Luigi y mi fortuito reencuentro con Mario. No había vuelto a pensar en la nota que me había dado ni sentía la más mínima curiosidad por su contenido. Cuando tomo una decisión no le doy más vueltas al asunto. Es absurdo perder más el tiempo una vez pasada la página y no estaba por la labor de que nada perturbara mi calma.

Ese día había mantenido una fuerte discusión con Sylvia. Ya entonces se estaba convirtiendo en algo tan frecuente como respirar. Salía presurosa y con esa odiosa desazón que sólo ella era capaz de dejar anclada durante días en mi estado de ánimo. Como siempre que me sucedía, necesitaba caminar un rato para relajarme y, en especial, para no llegar a casa y descargar sobre mi familia toda la ira que iba acumulando. Hacía un día espléndido de verano, de los que a mí me gustan. Temperatura por encima de los treinta y cinco grados, sol radiante, bullicio en las calles y las terrazas llenas de gente tomando un aperitivo y bebiendo para no deshidratarse.

No habría caminado ni cien metros cuando alguien me tocó por detrás en la espalda. Al volverme vi que era Mario. No sé por qué razón, pero no me sorprendí de su, no por ello, inusual aparición. Quizá porque el último encuentro aún estaba muy fresco o a lo mejor porque inconscientemente esperaba y deseaba que, ante la falta de noticias mías, él insistiera. De cualquier forma puse en marcha de inmediato todos mis mecanismos de defensa. Con un hombre como él, cualquier resistencia es fútil.

—¡Hola, Olivia! ¿No leíste mi nota? —me preguntó a bocajarro, pero con suavidad.

—No. ¿Qué haces tú aquí? ¡Por Dios, Mario! Debería dejar de preguntarte siempre lo mismo... —le dije.

—Olivia, en la nota te decía que quería explicarte en persona las razones por las que no quise volver a verte.

—¡Venga ya, Mario!, eso fue hace mucho tiempo. Las explicaciones fueron necesarias en su momento. Ahora sobran, ¿no crees? —le contesté con tono cansado.

—No he querido llamarte al móvil, así que he probado a venir a buscarte a la oficina. Ni siquiera sabía si seguías trabajando aquí —me dijo señalando con la mano el edificio donde trabajaba.

—Pues ya ves que sí —le contesté con frialdad, pero sólo aparente.

—Perfecto. Pues ahora te lo explicaré en persona —me dijo tan campante—. Te invito a comer. Si después no quieres volver a verme, te prometo que nunca más sabrás de mí.

Permanecí callada. No quería escuchar sus cantos de sirena ni mirarle, porque si me entretenía un sólo segundo en sus ojos, me caería dentro de nuevo. Él me cogió de la barbilla con suavidad y la elevó hasta que mi mirada, inevitablemente, se topó con la suya. Ser tan guapo debería ser un delito castigado con cadena perpetua. Mi sentido común gritaba que «no» con toda la fuerza de la lógica, pero de mi boca brotaron palabras muy distintas.

—Está bien. Pero un breve almuerzo y tus explicaciones no cambiarán nada —protesté muy poco convencida.

Mario esbozó una sonrisa triunfal. Ya sabía que había ganado, incluso antes que yo misma.

—Ya veremos, princesa. Ya veremos...

Nos desplazamos en su coche hasta un restaurante en las afueras de Madrid. Conocía el sitio, pero no había estado desde hacía dos o tres años. Tienen una magnífica terraza en el exterior rodeada de árboles y plantas y yo preferí comer fuera, pues dentro de local tenían encendido a toda máquina el inevitable aire acondicionado que a mí tan mal me sienta. Aquel día no tenía demasiado apetito, así que Mario propuso algo ligero. Unos aperitivos y una ensalada que compartimos.

—Bueno, Oli, ¿cómo va todo desde la última vez que nos vimos? —me preguntó.

—¿Te refieres a nuestro casual encuentro en la boda o al de hace cuatro años? —le contesté irónica. Él se rió.

—Ah, la boda. Oye, ¡qué casualidad!, ¿no? —me dijo risueño—. ¿Sabes que te vi mucho antes de que te acercaras a la barra? Como para no verte, princesa. Estabas deslumbrante. Pero no tuve ocasión de acercarme a ti viendo que estabas acompañada de tu marido. Bueno... yo tampoco estaba solo.

—El novio es amigo de mi marido de la época de estudiantes. Un mujeriego impenitente. Lo lamento por tu prima —le dije. Le hizo gracia mi comentario y se rió abiertamente contagiándome a mí también.

Cuando nos quedamos callados, él me miró serio con esos ojos enormes, de larguísimas pestañas, casi femeninas, tan fabulosos que parecían sacados de las manos de algún dibujante.

—Cuando te vi... lo siento, Olivia. No debí dejarte sin explicaciones. Tuve miedo, eso es todo. Tan simple, tan humano y tan absurdo como eso. Mi matrimonio hacía aguas y yo sólo quería un... —Se quedó pensando en qué palabra utilizar para no herirme. Así que me adelanté y le ahorré una posible salida de tono.

—Entiendo perfectamente lo que buscabas, Mario —le dije. Me sonrió agradecido. Hizo una pausa y continuó.

—Pero de repente apareciste tú. Elegante, discreta, culta, divertida, preciosa... deseable por todos los poros de tu piel. No daba crédito. Era increíble y más teniendo en cuenta las circunstancias en las que nos conocimos. No es nada usual encontrar mujeres como tú, princesa. —Hizo una pequeña pausa y continuó, ahora más serio—. Entré en pánico, Olivia. Y además mi intención era reconducir mi relación con Laura. Quería que funcionara a toda costa. Por nosotros, por la niña...

—Mario, olvidas que somos adultos. Lo hubiera entendido —le dije irritada.

—Lo siento de veras, Olivia. Cuando te vi el otro día... supe dos cosas. Una, que quería volver a verte y otra, que te debía una explicación en persona.

—Bueno, llega un poco tarde, pero llega —le dije en tono recriminatorio—. Pero entiendo que ya no merece la pena seguir dándole vueltas a algo que ocurrió cuatro años atrás. Olvidemos el tema. Hablemos de este tiempo. Cuéntame novedades... —le pedí.

—No hay muchas, la verdad —me dijo un poco esquivo.

—Yo tuve otro hijo. Un niño precioso. Tiene dos años —comenté.

—¡Qué envidia! Laura se quedó embarazada, por accidente, poco después de lo nuestro, pero lo perdió. Creo que lo sentí yo más que ella. Me quedo con las ganas de un par de ellos más —se lamentó.

—Vaya, lo siento, Mario.

—¡No, tranquila! Fue hace tiempo y ella me advirtió entonces que no deseaba más hijos. Así que ya me he hecho a la idea.

Seguimos hablando durante una hora más, mientras picoteábamos nuestro frugal almuerzo, en medio de risas, confidencias y el inicio de algunas miradas entre nosotros que podrían provocar la explosión de una central térmica. Corría una brisa deliciosa que hacía aún más difícil el pensar en levantarse y marcharse. Exquisito almuerzo, paradisiaco lugar, magnífica compañía... pero ambos debíamos volver indefectiblemente a nuestras obligaciones. Apuramos hasta el último minuto.

Caminamos en silencio hasta llegar a su coche. Al abrirme la puerta del mismo para cederme el paso, me quedé parada frente a él. El beso era ineludible. Me apoyó contra el coche, con cierta dosis de impetuosidad, y me besó con furia. Un beso de los de acabarse el mundo, que me enloqueció y me excitó, como si aquellos cuatro años no hubieran existido, como si aquel verano fuera otro verano. Un beso profético, porque sin duda anunciaba con claridad el placer venidero. Un beso tóxico, deletéreo, porque Mario acababa de inocularme su potente veneno letal, sin posibilidad de obtener el antídoto. Un beso adictivo, porque una vez que lo saboreas ya nunca consigues saciarte. Un beso único, porque era de él.

—Quiero volver a verte —me dijo. Reconocí ese tono con el que había pronunciado la frase. Transmitiendo premura y exigencia. Tenía delante al Mario más impaciente por mí nunca visto. Más incluso que la primera vez, precisamente porque ya no era la primera vez.

—Y yo, pero... —le contesté apenas sin aliento y en tono vacilante. Él me atajó adivinando mis miedos.

—Esta vez no desapareceré, Olivia. Hay muchas páginas en blanco que quiero llenar contigo. Así que vamos a escribir ese libro imaginario juntos. ¿Qué te parece? —me preguntó con esa sonrisa irresistible, esa mirada de fábula, a dos centímetros de mí, mientras sentía que me derretía y no precisamente por el calor.

—Tentador —acerté a pronunciar.

—¿Cuándo, Olivia? —preguntó sin rodeos.

—Recógeme mañana a la salida del trabajo —le contesté escuetamente. Pero es que no hacía falta nada más. Él y yo hablábamos el mismo idioma. El nuestro.

Y de esta forma, igual que la primera vez, como un tornado, permití entrar de nuevo en mi vida a Mario. Esta vez con visos de perdurar más allá de una serie de escarceos físicos.

*

Cuando me desperté de golpe y acalorada, eran las tres de la mañana. La jaqueca como tal había desaparecido, pero en su lugar quedaba un molesto eco de lo que había sido el dolor, como una especie de resaca nebulosa y cierta angustia en el estómago. Alberto dormía a mi lado. Ignoraba a qué hora había llegado a casa después de su cita con Constanza, pues ni le escuché al llegar ni él me despertó al irse a dormir. Le di un codazo sin contemplaciones.

—¡Alberto, Alberto! —le grité mientras le sacudía en espera de que reaccionase. Le costaba, pues su sueño suele ser muy profundo, pero al final lo hizo.

—Olivia, ¿qué ocurre? —me preguntó asustado incorporándose en la cama. Yo me levanté y busqué en uno de los cajones de mi mesilla de noche una libreta y un bolígrafo para apuntar, que siempre guardo ahí.

—Mi madre me ha dado un mensaje y debo apuntarlo antes de que se me olvide —le dije. Se le descompuso la cara.

—¡Por Dios, Olivia! Sabes el miedo que me dan estas cosas... y además las dos últimas veces... —dejó la frase sin terminar.

—¡Calla, que no me concentro! —le ordené—. Y no entiendo por qué te dan miedo. ¡Es mi madre! No el fantasma de Jack el Destripador.

Ya con el bolígrafo en la mano cerré los ojos e intenté recordar... «¡Lo tengo! ¡Es un número! Concretamente el 301».

A priori la cifra no me decía nada. En las anteriores ocasiones, tampoco el significado de sus breves y misteriosas misivas fueron, ni mucho menos, fáciles de descifrar. Pero ahora no estaba en el mejor momento para investigar en profundidad sobre los arcanos mensajes que mi madre tiene a bien entregarme mientras duermo. Estaba dolorida, con náuseas y mareada. Aquel número tenía una explicación y la encontraría. Pero no en ese momento.

Desde que falleció tan sólo en dos ocasiones anteriores mi madre me había enviado sus particulares misivas oníricas, que invariablemente encerraban un significado. Y en esas dos ocasiones me adelantó acontecimientos que aún no habían tenido lugar. Uno de ellos era feliz. El otro no. Por eso Alberto me miraba aún desencajado esperando la resolución del enigma. Nunca me asusté ni le otorgué la menor importancia a que mi madre diera señales de vida, una vez fallecida. A fin de cuentas yo era su única hija. Bueno, en realidad esto no es del todo cierto. Tuve un hermano mayor al que ni tan siquiera conocí y que falleció siendo apenas un niño de tuberculosis. Mi madre me tuvo a mí diez años más tarde, y estábamos muy unidas. Lo cierto es que en casi siete años tan sólo había sucedido dos veces, bueno, tres contando con la de aquel día y siempre en momentos de mi vida tremendamente especiales. No soy religiosa, ni creyente, pero es evidente que mi madre sigue a mi lado de una forma un tanto especial y poco común. Yo así lo percibo, aunque haya gente a la que le cueste entenderlo.

—¡No me mires así! Cuando sepa de qué se trata, te lo diré. Anda, vamos a dormir un poco más.

—De eso nada. Yo ya no puedo conciliar el sueño. Se me ocurren mejores formas de pasar el rato... —propuso malicioso.

Lo cierto es que esa fórmula es el mejor remedio para mis paralizantes migrañas. Me desprendí de la escasa ropa que habitualmente suelo utilizar para dormir y subí las escaleras, balanceando mis caderas, hacia la buhardilla. Sólo esperaba que Alberto me sorprendiera con una gran actuación.

—Pues venga... ¡ya estás tardando! —le apremié.

Un mensaje excesivamente madrugador me sorprendió mientras desayunaba. Era de Constanza: «¿Te llamo luego y hablamos?», me pregunta.

«Mejor te llamo yo un poco antes de llegar al trabajo», le respondo.

«De acuerdo. Que sea antes de las once pues tengo una reunión fuera de la oficina».

Y yo añado: «Perfecto. ¿Todo bien?» Quiero saber. «¡Qué me dé una pista!», pensé.

«Tu Albertito es raro, pero está claro que te quiere. Luego te cuento. Un beso».

«Un beso», escribo yo también.

Llego a la oficina y compruebo de nuevo que Sylvia sigue sin dar señales de vida. ¿Se habría producido al fin el milagro y la habrían secuestrado? Estaba por subir la noticia a nuestro perfil en Facebook... Miré la hora y verifiqué que debían de quedar unos quince minutos para que llegaran mis compañeras.

Tiempo más que suficiente para hablar con Constanza sin molestos testigos.

Me atendió al primer timbrazo como si me estuviera esperando.

—Hola, Oli; sí que estás ansiosa por saber... —me dijo en su habitual tono desenfadado.

—Confieso que sí, mi pequeña sirena. Y más teniendo en cuenta lo de anoche.

—¿Anoche? ¿Qué pasó anoche? —me preguntó intrigada.

—Madrugada de sexo inusual con Alberto. Aún ando descolocada.

—Cuenta, cuenta... —me pide con curiosidad.

—¡Ah, no! Te lo contaré, pero en otro momento. Ahora la que tienes que hablar eres tú, querida amiga —le digo. Ambas nos reímos con ganas.

—Está bien, Oli. Te diré que Alberto me sorprendió mucho. Esperaba que quisiera sonsacarme información clasificada, ya sabes... No lo hizo. Sólo me preguntó cómo podía recuperarte porque al fin ha entendido que está perdiéndote. —«¡Vaya! Qué perspicaz. Para lo inteligente que es, le ha costado un poquito», pienso para mí.

—Ya, pero ¿por qué no habla conmigo en vez de contigo sobre el tema? Sería lo lógico...

—Bueno, Oli, él sabe que tú y yo tenemos una conexión especial. Hablas más conmigo que con el resto de las chicas. Y por otra parte, Alberto me dijo que lo ha intentado, pero que tú te has cerrado en banda. Así que le di las claves de acceso.

—¿Qué claves? —le pregunto.

—¡Ay, Olivia! Pues las claves para recuperarte. ¡Qué va a ser!

—Y exactamente, Constanza... ¿Cuáles son esas claves? —pregunto un poco alarmada.

Confío plenamente en mi amiga, pero hay veces que esa efervescencia con la que vive la vida hace que ante un mismo problema cada una elija alternativas muy distintas para solucionarlo. Escucho sus risas al otro lado de la línea.

—Tranquila, Olivia. Sé que a veces piensas... bueno, todas pensáis que me falta un tornillo y que ando por el mundo con cierto atolondramiento. Pero, créeme, en las cosas importantes, actúo con cabeza —me dice.

Creo que ha notado mi intranquilidad y yo siento en este momento vergüenza por haber dudado medio segundo de mi amiga.

—Perdona, cielo... lo sé de sobra. En nadie más que en ti deposito todas mis dudas y mis secretos. Dime, Constanza, ¿te dio Alberto la sensación de saber algo de Mario?

—No —contesta rápida y rotunda—. Yo estaba muy alerta, con mis ocho sentidos a flor de piel y en ningún momento dejó entrever algo así.

—Los sentidos son cinco, Constanza —la corrijo a sabiendas de que me responderá con alguna de sus famosas frases.

—Lo sé. En el resto de los seres humanos tal vez sea así. En mi caso... —me dice riéndose y dejando la frase sin terminar.

—No sé, Constanza... tengo un presentimiento y no es bueno. Algo no me cuadra en todo este lío.

—Oli, tus pálpitos me suelen dar miedo. ¡Siempre aciertas!

—Es cierto, Constanza. Soy un poco bruja. Y para colmo mi madre me ha dejado un recadito de los suyos... —le anuncio.

—¡Uff, Olivia! Se te acumulan los misterios.

—Ya lo creo... —le respondo pensativa—. Tengo que dejarte, Constanza. Mis compañeras están a punto de llegar.

—No creas que voy a perdonarte nuestra charla pendiente de la noche especial con Alberto —comenta divertida.

—¡Ja, ja, ja! Haremos un trueque de información, querida. Tú me cuentas cómo vas con Leo y yo mi noche rara con Alberto... —le propongo.

—¡Hecho! ¡Qué buen plan! Te llamo para comer.

—Perfecto. Gracias por todo, Constanza.

—Un placer, mi querida amiga. Un beso.

—Otro. Adiós.

A media mañana mi compañera me pasa una llamada que ha atendido, pero que no sabe bien cómo resolver. Se trata de la representante de una conocida y famosa cantante de copla. Me comenta que van a realizar un espectacular reportaje en playas caribeñas para la revista más pija y de mayor tirada a nivel nacional. Y además será portada porque va a desnudar su alma contando todos los entresijos de su reciente separación, previo pago de una respetable cantidad de dinero por la exclusiva. Necesita para hoy mismo unos cuatro o cinco conjuntos de bañadores, pareos, gafas de sol y sombreros. Se lo ha pedido con anterioridad a otra firma, pero esta no ha podido —o querido, pienso yo— atender su petición, así que ha recurrido a nosotras.

De inmediato pienso que no podemos dejar pasar una oportunidad así. Portada de revista más cantante famosa... el binomio perfecto para vender nuestro producto. Mucho más efectivo que los créditos de la televisión, que pasan a toda pastilla y a nadie le da tiempo a leer. Si es que en verdad a alguien le interesa. Rebusco mentalmente en el stock de nuestro almacén, desechando de memoria los pingos y antiguallas que Sylvia se empeña en seguir conservando, y pienso que, afortunadamente, aún quedan cosas con cierto glamour que puedo rescatar y ofrecerle, teniendo en cuenta que es una tonadillera madurita y mal conservada, y no una top model de veinticinco años. Eso sí, lo quería ya. En esta misma mañana, pues el avión rumbo al Caribe despega por la tarde. Le digo que sí, sin pensármelo dos veces, y me comprometo a tenerlo todo preparado en menos de dos horas. Era casi misión imposible, pero con ayuda de Andrea, Irene y Rosa, podría conseguirlo.

Antes le pedí que por favor me pasase una lista por correo electrónico con las tallas, colores preferidos, estilo que le gusta y todos los datos necesarios para convertir mi búsqueda en algo rápido y efectivo, y no perderme entre las toneladas de las horripilantes y trasnochadas antigüedades que mi amada jefa va acumulando como si se tratara del tesoro de Tutankamón. Para entrar en ese almacén, además de valor, hay que tener alma de Indiana Jones.

Tal vez si nuestra querida directora de comunicación, Paz, se hubiese dejado caer por aquí en algún momento, podría habernos ayudado a disipar dudas, no por su más que dudoso gusto, sino porque al ser ella la que decidiera también recaería sobre ella la ira de Sylvia en caso de no acertar. Pero Paz, además de improductiva y roncera, es un alma libre que decide cuándo viene a trabajar, seamos condescendientes y llamemos así a su labor. No creí ni por un momento que le viésemos el pelo en ausencia de Sylvia. Conociendo lo estúpidamente selectiva que es Sylvia a la hora de que ciertas famosas se paseen por la prensa rosa con sus modelitos, sé que de haber estado ella en la oficina, se habría disculpado con la estilista diciéndole que no disponía de nada adecuado para la cantante, sólo por el mero hecho de que ese personaje en cuestión le caía mal y no lo consideraba a la altura de sus creaciones. En vez de ser práctica, y entender que lo realmente importante era la publicidad que ese reportaje nos iba a generar. Su exigua inteligencia y su nula visión comercial le impiden ver el beneficio económico que esa acción, los contactos, los posibles encargos, etc. nos podían reportar y que tanta falta nos hacía.

Antes de que llegara la hora a la que esperaba a la estilista de la cantante de copla, ya teníamos todo organizado. Habíamos elegido cuatro conjuntos distintos compuestos de bañador o bikini, toalla de playa, pamela o sombrero borsalino, cesta de mimbre y gafas de sol. Negro, blanco y plateado son las apuestas más clásicas, pero siempre seguras y elegantes. El resto en colores fluorescentes, pero todo en tonos lisos para no recargar. Si hubiera sido Sylvia la que hubiese decidido, con total seguridad se habría inclinado por estampados imposibles, exceso de adornos, brillos y leopardos. Pero como no estaba, y recaía sobre nosotras esa responsabilidad, nuestra elección, consensuada por cierto, fue otra muy distinta.

A la estilista le sedujeron nuestras propuestas. Se fue encantada con todo perfectamente empaquetado y rauda hacia el aeropuerto.

Se nos hizo tarde a todas, así que apagamos los ordenadores y las luces y salimos con prisas. Yo, camino de mi cita semanal con Alma. Cada día que pasa deseo con más fuerza que los meses vuelen en el calendario y poder zanjar, por fin, una etapa laboral con más sombras que luces. ¡Ya queda menos trecho de túnel!

Lamentablemente para todas nosotras, Sylvia no fue secuestrada por ninguna guerrilla, ni conoció al amor de su vida en Colombia. Tampoco tuvimos la fortuna de que recibiera la picadura mortal de un alacrán. Aunque creo que el veneno que ella destila es más potente que el de todas las especies venenosas mundiales juntas. Como bien intuíamos, el no dar señales de vida durante todos los días que había estado fuera de España respondía a un maquiavélico plan tramado por ella. Quería tener motivos para, a su regreso, gritarnos, echarnos broncas sin sentido y justificar que había mucho trabajo sin hacer. ¡Vamos, que éramos una panda de vagas y poco profesionales! Para su sorpresa, todas habíamos hecho justo lo contrario. Incluso nos pusimos de acuerdo para quedarnos más tiempo en la oficina cada día y así sacar adelante todo el trabajo acumulado. Así que, muy a su pesar, no encontró ningún motivo de peso para dar rienda suelta a su infernal carácter y machacarnos una vez más.

Hasta que dos semanas más adelante dos ejemplares de la revista pija más importante del país mostraba en su portada a todo color a nuestra tonadillera entrada en añitos con uno de los conjuntos que le habíamos cedido para el reportaje. En el interior de la publicación, doce páginas mostraban en todo su esplendor a la cantante en las playas caribeñas ataviada con todos y cada uno de nuestros conjuntos y en los créditos el nombre de Sylvia Palacios sobresalía sin tener que buscarlo con lupa. Y ahí es donde encontró el filón que ansiaba para ensañarse con todas nosotras sin piedad. Tuvimos que escuchar de todo. Que cómo se nos había ocurrido, que esa pájara no era digna de llevar sus diseños, que degradaba la marca... y un sinfín de despropósitos producto de su estrecha e inoperante mente para los negocios. Al día siguiente de salir a la luz el amplio reportaje, el teléfono echaba humo, los correos con pedidos se nos acumulaban y las ventas on-line a través nuestra obsoleta página web consiguieron en un mes más pedidos que en un año entero. Con esos resultados a la vista y un pequeño informe que preparamos, callamos la maldita boca de Sylvia Palacios durante un tiempo.

Había transcurrido un mes y medio desde mi última cita con Mario, sin ninguna noticia por su parte. Por un lado me complacía el hecho de que hubiese respetado mi decisión. Por otro, tendía a pensar que tal vez la relación hubiese llegado a su final.

También en ese tiempo, Alberto me había desvelado su cara más amable y romántica. Recuperamos las salidas nocturnas, veladas cinéfilas, charlas, hobbies compartidos... aunque mi sensación era que todo parecía un poco forzado por su parte. Había pasado de ser casi invisible para él a tratar de complacerme en todo. Y tampoco era eso lo que quería. Lo que deseaba era que las cosas fluyeran de forma natural. No importaba si un día nos enfadábamos, o si yo quería salir una noche y él no, o si llegaban las vacaciones estivales y él deseaba montaña y yo playa... Riñas, reconciliaciones, desacuerdos, acercamientos... Todo eso forma parte de la vida cotidiana de una pareja y es sano y necesario que así ocurra. Pero que ocurra de manera espontánea. Cualquier sentimiento tiene cabida, excepto la indiferencia y el abandono.

Alberto trataba de recomponer en dos meses lo que se había fraguado en años, arrastrando sin remedio secuelas y cicatrices que nunca desaparecerían del todo. Ahora, después de una pertinaz insistencia por mi parte desde que nos casáramos, incluso se mostraba audaz e innovador en la intimidad, explorando nuevos territorios y proponiendo actividades y juegos que distaban mucho de su forma de ser habitual, tan conservador y previsible como era y como sé que es aún.

Es miércoles y he comenzado a disfrutar de mis vacaciones invernales, previa fuerte agarrada con Sylvia que, como siempre, desea hacer valer su presunto derecho de pernada sobre mí, pero no puede contra los irrenunciables derechos que tienen sus empleados. Son incontables los días de vacaciones que me adeuda y nunca encuentra el momento para que los disfrute o, en su defecto, me los retribuya económicamente en mi nómina. Se cree que con regalarme un bañador de hace cuatro temporadas y unas chancletas naranjas, que por cierto es el color que más detesto, el asunto queda zanjado. ¡Pues no! Así que ni corta ni perezosa, y con la bizarría que me otorga el saber que me restan tres suspiros en este chiringuito, que ella se empeña en llamar empresa, la abordé ayer mismo de frente y sin miramientos. Por supuesto su respuesta ante la hoja que le presenté con los días solicitados fue negativa. Pero lo que ella desconocía es que no era una petición. Ni tan siquiera buscaba su aprobación. Simplemente lo di por hecho y le hice saber que no me vería el pelo hasta el año siguiente. Ya sé que sólo será hasta el dos de enero (evitando, de paso, acudir al proceloso almuerzo navideño anual), pero decir «hasta el año que viene» me sabe a gloria. Me gritó y me amenazó de las mil nauseabundas formas que ella tan bien domina, delante de mis compañeras y de los dos informáticos que nos asisten y que ese día se reunían con Sylvia. Y yo, sin perder la calma ni los modales, me despedí de ella en la puerta deseándole felices fiestas y con una petición: que no se atreviera a molestarme en esos días porque mi teléfono y yo íbamos a estar fuera de cobertura.

Quince días por delante sin ver a Lucifer. ¡Todo un sueño! Y antes de que quisiera darme cuenta, ya estaría a las órdenes de Arturo y con mi querida amiga Alma. Todo lo bueno se hace esperar, pero al final llega.

Tan sólo faltaban nueve días para que llegara la Navidad, ese tortuoso período del año que yo extirparía de un zarpazo del almanaque sin remordimientos. Aborrezco profundamente todo lo que signifique el preludio de esos días plagados de interminables y letárgicas veladas familiares por compromiso, almuerzos de empresa soportando al jefe, regalos de los que no deseo ser la destinataria, mensajes hipócritas cargados de buenos augurios, brillantes escaparates con luces multicolores anunciando, cuando aún no he guardado el bañador, el gordo de la Lotería, la llegada de Papá Noel y los turrones de Jijona. ¡Por Dios! ¿Dónde ha quedado el auténtico espíritu navideño? ¿A qué imaginario y oscuro territorio ha sido deportado sin posibilidad de repatriación? En su lugar una fiebre consumista nos hostiga e intimida desde cualquier lugar desde el que mires, instándonos a comprar sin necesidad, a comer sin hambre, a llenarnos la cabeza de estúpidas ilusiones haciéndonos creer que alcanzaremos la felicidad plena por adquirir un coche, una joya o un vestido de firma, en vez de centrarnos en lo que realmente importa. Una auténtica locura a la que todos nos vemos abocados en estos días sin posibilidad de escapatoria. Si de mí dependiera, desaparecería entre el quince de diciembre y el diez de enero. Sin importarme el destino, no así la compañía. Y encima soy yo quien debo pensar, comprar y envolver todos los regalos de mi familia política. ¡Qué pereza!

Mis hijos llevan días pidiéndonos los adornos y el árbol para decorar la casa. Y como de costumbre, yo me resisto con todas mi fuerzas hasta mi último aliento. La idea de bucear en el trastero, entre cajas, polvo y cachivaches varios me produce urticaria, así que dejo en manos de Alberto, año tras año, esa «deliciosa» tarea.

Lo único interesante de verdad es que ya hemos concretado fecha para nuestro próximo cónclave de sirenas. Hace unos días hicimos un hueco en nuestras atiborradas agendas para tomar un aperitivo rápido, en el que no hubo tiempo material para actualizar información. De paso, realizamos el sorteo anual para el regalo del «amigo invisible». A mí me ha tocado en suerte Carmen, así que tengo que pensar en qué comprarle antes del 19 de diciembre, que es la fecha elegida para nuestra cena. Siendo mala, se me ocurre un pijama de franela o una bata del pirineo, calentita y larga hasta los tobillos, muy acorde con ella y sus castos gustos. Pero mi norma es no regalar nunca nada que a mí no me encante. Así que he pensado en ser mala, pero mala de verdad. Ya me ronda un pensamiento por la cabeza. Quiero sorprenderla, aunque lo mismo sólo consigo que me lo lance a la cara. Me arriesgaré igualmente. Pero esta vez voy a ser muy rompedora.

Mientras que sigo dándole vueltas a las tiendas que visitaré en busca del pequeño tesoro que quiero hallar para mi querida sirena, un pequeño pitido me alerta de que tengo un mensaje. Al mirarlo veo que es de Mario.

«Olivia, me gustaría verte un día antes de las navidades. Tengo algo importante que contarte y quiero hacerlo en persona. Por favor, no me digas que no». No sabía qué contestarle. Dudé durante unos minutos y al final decidí decirle que sí. Por educación, por todos los años que llevábamos juntos, porque me picaba la curiosidad y, esencialmente, porque me daba la gana.

«Hola, Mario. Me parece bien. Yo tengo vacaciones desde hoy hasta el 31 de diciembre. Si tú puedes, mejor una mañana», escribí.

«¡Genial, Oli! Gracias. ¿Te parece bien este viernes? Déjame escoger el sitio a mí».

«Muy bien. Dejaré que me sorprendas... como siempre. Aparcaré el coche en el restaurante de Vanesa y tú me recoges allí sobre las diez».

La respuesta no se hizo esperar: «Perfecto. Nos vemos el viernes. Un beso».

Le respondí escuetamente: «Otro, Mario».

¿Qué me querría contar? Su mensaje decía que era importante. Pero a saber lo que para él se registraba dentro de esa categoría. Hasta ahora había respetado el período de alejamiento impuesto por mí. Le echaba de menos. Era absurdo negármelo a mí misma. Estaba tratando de olvidarle a marchas forzadas, centrándome en Alberto, que cada día estaba más cariñoso y animado. Pero la imagen de Mario se proyectaba como una sombra infinita que me escoltaba las veinticuatro horas del día. Pasase lo que pasase en el futuro, Mario ya había dejado en mí una huella indeleble para el resto de mi vida.

Sonó de nuevo el móvil con otro mensaje: «Un beso de los de se acaba el mundo, mi Oli». Oh, my God! Decidí no contestar nada a esta última frase. Iba a terminar de arreglarme y vestirme, pues ese día había quedado con Alberto para almorzar y ver una exposición sobre Dalí, que a ambos nos encanta.

Son las ocho de la mañana del viernes y he dormido poco; estoy demasiado intranquila debido a mi cita con Mario. Me he desvelado sobre las tres de la mañana y, al darme cuenta de que sería del todo imposible volver a caer en brazos de Morfeo, he subido descalza a mi buhardilla, con el menor ruido posible, para tratar de descifrar el mensaje de mi madre. Aunque ya llevo semanas dándole vueltas y aún no he aclarado el misterio. He aislado cada uno de los números de forma personalizada tratando de encontrar la respuesta. El tres podría significar muchas cosas. Es el día que falleció mi madre, el número de hijos que siempre he querido tener, el tercer mes del año y por tanto en el que comienza la primavera, el día del cumpleaños de Alberto... y se me ocurren un millón de posibilidades más. Unas con cierta lógica, con sentido, y otras realmente absurdas, pero que en el fondo podrían resultar igual de válidas. Lo mismo sucede con los dos dígitos restantes, el cero y el uno. Pueden tener cien mil interpretaciones. Si analizo la cifra de forma global, el 301 no me dice absolutamente nada. No contemplo ni por asomo la idea de un significado cabalístico, esotérico ni de dudosa o rocambolesca naturaleza. No, viniendo de mi madre. Esta vez, la autora de mis días me lo ha puesto harto complicado. Pero es importante. Lo sé. No es una corazonada ni una intuición, sino la certidumbre indiscutible de que esa cifra tiene un nexo de relación conmigo y tengo que averiguar de qué se trata.

Cuando regreso a mi dormitorio, Alberto ya está casi dispuesto para salir al trabajo. Me mira con curiosidad.

—¿Cuánto tiempo llevas arriba?

—Desde las tres. No podía dormir. He estado intentando resolver el misterio... ya sabes... —le digo poniendo los ojos en blanco y encogiéndome de hombros.

—¿Algo nuevo? —me pregunta.

—Nada. Me estoy volviendo loca. Creo que voy a dejar pasar unos días, tal vez hasta después de Reyes, y volver a retomarlo con otros ojos. Seguro que estaré más fresca que ahora y tal vez descubra pistas que ahora soy incapaz de interpretar.

—Tienes razón. —Alberto se toma una ligera pausa antes de continuar—. ¿Qué haces hoy? —me pregunta despreocupadamente mientras se anuda con pericia el nudo de la corbata.

—Voy a ver una exposición temporal sobre Yves Saint Laurent —improviso a toda pastilla. Menos mal que me acuerdo de que aún permanece abierta al público.

—Qué interesante. ¿Sola? —me pregunta a través del espejo.

—Sí —le contesto. «Qué raro está», pienso para mí—. Tal vez después vaya a mirar los regalitos de tu familia. No quiero dejarlo para última hora —le digo.

—Buena idea, Oli —me contesta aparentemente satisfecho.

Se acerca a mí, deshace el nudo de mi bata de satén mientras sus manos exploran mi cuerpo y me da un beso largo y extremadamente sensual. «Podría acostumbrarme a este nuevo Alberto en cuestión de segundos», pienso.

—No pasaría nada si llegase un poco tarde a la oficina —propone con cara de niño travieso. Pienso a toda velocidad. Debían de ser casi las ocho y media y había quedado con Mario a las diez. Aún debía ducharme, arreglarme y conducir hasta el lugar del encuentro. Y además, casi con total seguridad, encontraría atasco. No disponía de tiempo suficiente.

—No, cariño. No lo hagas. Tenemos el fin de semana por delante... —le digo haciendo un mohín coqueto y seductor con los labios, que, al parecer, le convence.

—Lo tomo al pie de la letra —me dice sonriendo—. Entonces... ¡nos vemos luego!

Le veo bajar las escaleras.

—¡Alberto! —lo llamo cuando ya está abajo.

—Dime, Oli.

—¿Has cambiado de colonia? —le pregunto.

Mientras me besaba había notado un aroma distinto al habitual pero a la vez extrañamente familiar. Y es raro, porque Alberto es hombre de ideas fijas. Lleva la misma fragancia desde que le conozco. Tras unos segundos de silencio, responde:

—Sí, ¿lo has notado? Fue un obsequio de mis compañeros por mi último cumpleaños. Dejé el frasco guardado en mi baño a la espera de agotar el mío habitual. Estaba un poco reacio a probar uno nuevo, pero... ¡qué narices! Ya era hora de un cambio. Es Eternity de Calvin Klein. ¿Te gusta, Oli?

Tuve que agarrarme al pasamanos de la escalera para no desmayarme.

—Me, me... encanta, sí. Me encanta, Alberto. Huele muy bien —le digo tartamudeando. «Espero que no se haya notado mucho», me digo.

—Me alegro. No sé por qué, pero sabía que te gustaría. ¡Hasta luego! —me grita contento. ¡Madre mía! Era curioso, pero en Alberto olía de forma distinta a como se percibía en Mario. Ahora recuerdo haber leído en algún sitio que cada piel se compone de distintas sustancias, únicas en cada individuo, que al entrar en contacto con un perfume desprende un aroma diferente en cada ser humano, adquiriendo así una identidad propia, aun siendo exactamente la misma fragancia.

Cuando oigo que cierra la puerta, me siento en las escaleras desplomada. Sólo caben dos posibilidades. O es puramente fortuito o sabe algo. ¿Las casualidades existen? Categóricamente, sí. Podría mencionar media docena de ellas ahora mismo, y algunas verdaderamente increíbles. Pero no podía obviar que era misteriosamente sospechoso. ¿Miles de marcas de fragancias masculinas en el mercado y de repente le regalan exactamente la misma que usa mi amante? Otro enigma que esclarecer... o tal vez mejor relegar al olvido.