2 De dioses griegos y reinas egipcias
El huracán Sylvia y la intensa y desesperante mañana habían causado a su paso estragos en mi apariencia. Pero, por fortuna, nada que no pudiese reparar a golpe de brocha. Antes de salir me retoqué en el baño. Polvos compactos de Mac para los brillos, ración extra de máscara de pestañas para mis inmensos ojos castaños y mi boca engalanada de un color frambuesa de Dior que tan bien me queda. No me hace falta nada más, pues en mi cutis terso, liso y libre de imperfecciones, domina el sublime sello genético de mi madre. Llevaba un vestido liso gris perla con escote, provocador pero nunca vulgar, que insinuaba más que enseñaba. Con falda de vuelo a la rodilla y ciñendo mi cintura un ancho cinturón color chocolate. Completaba mi estilismo con unos altos peep-toes al tono del vestido y un clutch de rafia en tono natural. Mi espesa melena castaña, suelta y lisa, estaba perfecta después del paso por mi peluquera de toda la vida el día anterior. Rocié mi escote y mi cuello con un toque del perfume que Mario deseaba que llevara en nuestras últimas citas: Le Secret de Givenchy. Un nombre muy apropiado para nuestra historia clandestina. Estaba arrebatadora y lo sabía. Mi piel resplandecía, mis ojos brillaban y yo destilaba deseo por todos los poros de mi piel. El día era distinto cuando sabía que iba a verle. ¡Toda mujer debería tener un amante como Mario en su vida! Oh, my God! Partí hacia mi cita con el corazón desbocado.
Quedamos en nuestra calle —ya era «nuestra» desde el primer encuentro—. Lo divisé a lo lejos, inconfundible, apoyado en su coche, con sus gafas oscuras Ray-Ban y ese aire suyo con un punto canalla. El corazón se me aceleró al instante, tal como me sucedió la primera vez que le vi. Nunca conseguía refrenar ese latigazo al verle. El traje azul de raya diplomática que se había puesto para la ocasión se ajustaba a su cuerpo fibroso y elegante, alegrando el día a las mujeres y a algún que otro de su mismo género, a juzgar por las miradas que percibí. Cuando llegué a su lado nos dimos un único beso en la mejilla, que se alargó más de lo necesario. Habíamos acordado no manifestar en público ningún gesto cariñoso, pues nunca sabías con quién podrías encontrarte y ambos estábamos casados. Ya habíamos vivido un par de situaciones peligrosas y no queríamos tentar al destino. Aspiré con lujuria el familiar aroma de su perfume: Eternity de Calvin Klein, que directamente me transportó a otra dimensión. Sus ojos, inmensos y azules, me miraron con aprobación y deseo y yo casi me desmayo allí mismo. Ningún otro hombre en mi vida había tenido ese poder de atracción, casi perversa, sobre mí. Era como si siempre fuera la primera vez.
—¡Estás preciosa, princesa! —me dijo mientras sonreía, dejando al descubierto su perfecta y blanca dentadura. Quería comerle allí mismo...
—¿Has almorzado? —me preguntó. Pero sin darme opción a contestar siguió con su monólogo—. Seguro que Lucifer no te ha dado un respiro. —Así se refería él a Sylvia—. Te voy a llevar a un sitio nuevo que he descubierto. Es perfecto, íntimo y con una comida que... —No dejé que acabara la frase y le posé un dedo en los labios. ¿Cómo podía pensar en ese momento en comida?
—Cielo, ¿qué te parece si hoy hacemos dieta? —le susurré con una voz felina que encerraba todo tipo de promesas. Nos miramos y estallamos en carcajadas.
—¡Buena idea, princesa! —me dijo mientras el motor de su deportivo negro rugía volando por las calles de Madrid. Aprovechábamos cada semáforo para besarnos, amparados por los cristales tintados, como sólo dos adolescentes o dos amantes furtivos, como nosotros, podrían hacerlo. Con premura e intensidad. O como yo solía decirle, como si el mundo fuera a acabar mañana. Con ganas inmensas de llegar a nuestro destino lejos de miradas indiscretas. Tras semanas sin verle, que a mí se me antojaban meses, le anhelaba con desesperación. Me sentía huérfana de sus besos y deseaba poner fin a ese ayuno impuesto y mortificador.
El mejor amigo de Mario era ingeniero y se conocían desde la infancia. Le habían destinado durante seis meses a Nueva York para iniciar un proyecto, pero llevaba ya cuatro años allí e incluso se había casado. No quiso vender su casa de Madrid, un magnífico ático cerca del Teatro Real con vistas impresionantes, y Mario se ofreció para cuidárselo con mimo. Cuando Andrés, que así se llamaba su amigo, venía en Navidades o en verano a ver a su familia, Mario se encargaba de contratar a una asistenta que limpiara y ventilara la casa, cambiara sábanas y toallas, le llenara la nevera de comida y cada habitación de flores frescas. A pesar de la distancia y de que, tal vez, no volviera a vivir en España nunca, Mario y Andrés permanecían en continua comunicación. Hablaban todas las semanas y se ponían al día de cualquier novedad en la vida de ambos. Andrés no era ni mucho menos ajeno a la relación que Mario mantenía conmigo y al uso que hacíamos de su vivienda. Lejos de criticar a su amigo o mostrar objeciones, le otorgaba vía libre para disponer de la casa a su libre albedrío.
Aquel piso, por tanto, se había convertido en nuestro pequeño y particular universo cuando nos veíamos. Y esos instantes, deliciosos y únicos, sólo nos pertenecían a los dos. En ese minúsculo relámpago de tiempo no había cabida para nada ni para nadie más. El tiempo era escaso y limitado y debíamos aprovechar esos ratos igual que si no hubiera un mañana.
Mario era un hombre ahorrativo en palabras, si el tema a tratar eran los sentimientos. Jamás podría esperar de él nada romántico ni encantador. Las flores, los bombones, las notas cariñosas... eso no formaba parte de su personalidad. Todo había que imaginarlo a través de sus gestos, sus miradas, sus parcos y, a veces, dominantes mensajes. Intuía que debajo de su carácter introvertido, serio y huraño en ocasiones, latía un corazón, como en el resto de los mortales, pero yo no había conseguido llegar a él aún después de tanto tiempo. Lo que sentía por mí era un enigma que, tal vez, fuera preferible no esclarecer. Ocasionalmente mostraba su cara sentimental y era cercano, alegre y hasta cariñoso, pero al minuto siguiente se volvía frío, imperturbable y glacial. Bien distinto era cuando charlábamos de cualquier otro tema. Entonces disfrutabas con un Mario locuaz, charlatán, divertido y despreocupado. Aunque lamentablemente esos momentos eran muy escasos.
Sólo en la cama me hacía sentir única y deseada. Y eso no podía fingirlo. Noté su mirada oceánica y feroz, recorriéndome de norte a sur todo el trayecto y que para mí era el más potente y eficaz de los afrodisíacos. ¡Qué guapo era! Oh, my God! Aparcó el coche y apagó el motor. Antes siquiera de que pudiera descender del vehículo, se lanzó sobre mí como el cazador sobre su presa. Me besó como sólo él podía hacerlo, con destreza, invadiendo y conquistando mi boca, y mi cuerpo se rindió al segundo.
Ya dentro de la casa, fuimos despojándonos de la ropa, que quedó desperdigada por el largo pasillo. Abrí la puerta del dormitorio y me adentré en el paraíso. La habitación principal de la casa de Andrés estaba decorada exclusivamente en blanco y negro. Suelo y paredes en blanco que, junto con la cegadora luz que se filtraba a través de sus amplios ventanales, parecía aún más níveo. Alfombras y muebles en negro. Un enorme cuadro presidía todo con una escalera que se perdía más allá de las nubes y una sola frase «Stairway to heaven», que según me contó Mario era el título de una canción del grupo musical favorito de Andrés. Frente a la puerta, una enorme cama de matrimonio, cuyo alto colchón recubierto de sábanas de satén y edredón nórdico en color blanco invitaba a todo tipo de gratificantes experiencias. Sus labios detrás de mi oreja fueron el disparadero para que me diera la vuelta y fuera yo quien asaltara su boca con furia. Di un paso hacia atrás y me dejé caer sobre la mullida superficie de la cama. Le deseaba, le anticipaba, le necesitaba ya en mí y él, como siempre, se hacía de rogar con sus preámbulos. Unos preámbulos tan bien ejecutados que me hacían desear que no terminaran nunca pero a la vez anhelar que acabaran pronto. Eléctricos ramalazos de placer aceleraban mi respiración. Era toda piel, sensible y encendida. Abrí los ojos y allí estaban los suyos, tan azules e imponentes como siempre. Me mordió en el cuello con ganas mientras por fin sentí como toda su masculinidad invadía mi interior. Pausada y lentamente, como si de un tormento se tratara, comenzó a imprimir su propio ritmo, pero yo estaba deseosa y acelerada, así que la loba que hay en mí pasó a la acción. Me coloqué encima de él, calibrando al milímetro el alcance, el ritmo y los puntos de contacto que necesitaba y ansiaba hasta conseguir sentirme en la cima del mundo una y otra vez.
Las horas a su lado volaban, se me escapaban como agua entre los dedos y yo apuraba mi tiempo, mucho más limitado que el suyo, tratando de capturar cada momento vivido con él en mi memoria. Las sábanas, desparramadas por el suelo, tan sólo eran ya los restos de una batalla de la que tratábamos de recuperarnos, después de encontrarnos plenamente saciados el uno del otro. Mario voló al baño a darse una ducha rápida, siguiendo su ritual, mientras yo me vestía. Al contrario que él, yo deseaba mantener los vestigios del paso de su cuerpo por el mío hasta llegar a mi casa. Una pequeña temeridad, sin duda, y que Mario me reprochaba a menudo, aunque con la boca pequeña. En el fondo era todo un halago a su ego masculino.
La despedida siempre llegaba y nunca era fácil, al menos para mí. No sabía cuándo volvería a verle ni él me ofrecía explicaciones. Su problema era que después de estar conmigo se sumía en una especie de melancolía. Un desasosiego y una gran carga de culpabilidad le invadían por ser infiel, a pesar de disfrutar al máximo esos instantes conmigo. Yo le hacía vibrar e ilusionarse por un rato, pero después ambos volvíamos a nuestra cercana y doméstica realidad. Trataba de luchar contra esos demonios interiores, pero, en ocasiones, eran más fuertes que él. Incluso, a veces, me enviaba mensajes diciéndome que todo había terminado, aunque yo sabía que no era cierto.
Presentía que, de alguna manera que yo no alcanzaba a comprender, Mario me necesitaba en su vida. En el fondo de mi ser, sabía que estaba cargado de razón cuando decía que aquella relación tenía fecha de caducidad. Pero no iba a ser yo quien diera el primer paso para ponerle fin. Nunca le hablaba de mis sentimientos hacia él. Sospechaba que si lo hacía, sería directamente el pasaporte al olvido. Se asustaría y huiría de mí como si del mismo diablo se tratara. Así que cedía a sus deseos y caprichos, permitiendo que él marcara los tiempos.
Ya estábamos vestidos. De pie, en medio de la habitación, con las sábanas revueltas como testigos mudos de aquella aventura, me abracé a él. Le miré, con esa mirada intensa que tanto le gustaba de mí. Era como descubrirle cada vez. No era necesario decir nada. Todo estaba ahí. Quería prolongar ese momento y advertí que Mario también porque me abrazó con más fuerza y me acarició el pelo con una dulzura inusual en él. ¿Qué le pasaba aquel día? No solía hacer eso. Normalmente evitaba cualquier gesto cálido al terminar. Tal vez por miedo, por inseguridad o por defensa. ¿Quién lo sabía? No quise quebrantar ese silencio ni el instante mágico que nos unía con preguntas inoportunas. Mario no me sacaría de dudas o respondería con evasivas. Pero hubiera dado cualquier cosa por secuestrar sus pensamientos.
—Gracias, princesa —me dijo en un susurro. La palabra princesa cobraba otro significado cuando él la pronunciaba.
Hicimos el recorrido hasta donde estaba mi coche en silencio, pero con las manos entrelazadas durante el camino. Le besé en la mejilla, tan sólo un roce dulce y fugaz, y descendí del vehículo sin decir nada. No habían pasado ni cinco minutos y ya le echaba de menos.
Cuando llegué a casa, Blanca estaba planchando la ropa. Los niños ya habían llegado del colegio y me recibieron con su alegría de siempre. Tan ajenos al dolor y a los problemas de los adultos. ¡Qué maravillosa sensación!
—¡Hola, Blanca! Ya estoy en casa —grité al entrar. Blanca salió a recibirme desde el cuarto de la plancha.
—¡Hola, seño! —Ella me llamaba así—. Los niños ya han merendado pero Junior está hoy muy revoltoso y no ha querido merendar.
—No te preocupes. Después cenará. Voy a darme una ducha, Blanca. Hoy he tenido un día duro.
—Sí, seño. Arriba está todo limpio y ordenado y he cambiado sus sábanas.
—Blanca, eres un sol. Muchas gracias.
Me quité los taconazos y subí las escaleras que conducían al segundo piso, descalza y canturreando. ¡Qué sensación tan placentera! Me desvestí y me dejé caer en la cama en ropa interior. Negra como le gustaba a Mario. Ya prácticamente toda era de ese color, pues como casi nunca sabía con anterioridad cuándo iba a verle, me la ponía para complacerle en caso de una cita imprevista. Cerré los ojos y reviví los momentos pasados con él horas atrás. Aún llevaba impregnado su olor en mi ropa y mi piel, como si de una marca de nacimiento se tratara, de la que no pudiera desprenderme. ¡Qué intenso y palpitante era todo con Mario! Nada había cambiado con el transitar del tiempo. La frescura y borrachera de los albores seguían ahí, perennes e inmutables.
Claro que... ¿sería igual si estuviésemos casados? Mi intuición y experiencia decían que no. La prueba era que los dos buscábamos una vía de escape a nuestros aburridos y maltrechos matrimonios. Las responsabilidades, la rutina, la desidia, los niños... resultaban una pesada carga con la que lidiar a diario sin apenas tiempo para la aventura y la pasión. Todo se desvanecía en los hábitos e inercias que, de forma mecánica, acometíamos diariamente. A veces me preguntaba cómo me había enredado en aquello, pero ya era tarde para posibles arrepentimientos.
—¡Buenas tardes, Blanca! —escuché la voz potente y varonil de Alberto. Llegaba pronto. Me apresuré a meterme en la ducha. Si me veía en mi sugerente ropa interior, correría peligro y precisamente en ese momento no estaba de humor para aguantar su hambrienta mirada sobre mí. En aquel instante sólo le pertenecía a Mario. La ducha me despejó y, supuestamente, me liberó del rastro de Mario sobre mi cuerpo, aunque yo le sentía por todas partes.
Fui al piso de abajo. Blanca se había marchado mientras me duchaba y los niños veían en la tele un documental de animalitos, que tanto gustaba a toda la familia. Alberto ya preparaba la cena, tan «cocinillas» como era. Me acerqué y le di un beso de refilón en los labios.
—¡Hola! ¡Qué pronto has venido hoy...! —le dije a modo de saludo. Mi tono debió de resultar casi acusador.
—¿Qué pasa? ¿Te molesta que llegue pronto para variar? —me dijo a la defensiva. Así era Alberto. Siempre buscando guerra.
—¡Oh, no! Sólo raro... —contesté sin apenas mirarle. Alberto es periodista, aunque también posee la licenciatura en Historia. Trabaja desde hace muchos años para una conocida y puntera agencia de marketing y comunicación. Y realiza colaboraciones con publicaciones y revistas. Su especialidad es la historia, pero realmente puede escribir sobre cualquier tema. Y de hecho lo hace. Es culto e ilustrado. Dotado de una notable inteligencia, intuitivo y perspicaz. Yo misma me preguntaba a veces cómo no se había dado cuenta de mi relación con Mario después de tantos años... Y amaba su profesión. A menudo viajaba por cuestiones de trabajo o porque tenía que entrevistar a algún personaje, pero en general evitaba el tener que dormir fuera de casa. Por encima de todo estaban sus hijos y no deseaba perderse ni un minuto de su existencia si ese era el peaje a pagar por ganar más dinero o situarse en una mejor posición jerárquica dentro de la empresa. Era un gran padre y los niños le adoraban.
Él sí me miró. Y de arriba abajo. Me había puesto un pantalón corto y una camiseta sin sujetador. No dijo nada pero sentí su mirada escrutadora mientras salía apresuradamente de la cocina con una excusa que ni recuerdo.
Aproveche para enviar un mensaje a Constanza, la única que conocía mi relación con Mario: «¡Hola, guapa! Hoy he visto a Mario». Adornaba el mensaje con unas notas musicales y unas nubecitas que describían de manera inequívoca mi exultante estado de ánimo. La respuesta no se hizo esperar: «Ja, ja, ja. Cuenta, cuenta, Oli...». Proseguí: «Ay, Constanza. Este hombre me vuelve loca en todos los sentidos. Y todo con él es tan, tan... no sé. Mis hormonas están enloquecidas. No entiendo como Alberto no se da cuenta».
«Sí, Oli querida, te entiendo. Yo estoy ahora entretenida con tres y mira... ¿Qué quieres que te diga? Es estupendo. Lo mejor de los tres y sin compromiso. Eso sí, un poco agotador, Jajaja. Sólo puedo decirte que disfrutes. Eso es lo que te llevarás a la tumba. Pero eso sí, ten claras tus prioridades y no subestimes a Alberto. Ya hablaremos. Me voy a ver a mi madre ahora. ¡Muac!». Constanza y ese punto ideal entre equilibrio y locura. La adoro. «Muac. Os pondré un correo para organizar Sirenada. Te quiero», respondí.
Constanza estaba a punto de cumplir los cuarenta y dos. Permanecía soltera por vocación y disfrutaba de su estado. Ya le habíamos conocido cientos de relaciones, unas más serias que otras, por supuesto, pero ella era alérgica a cualquier tipo de compromiso. Era una profesional reputada, ganaba mucho dinero y tenía dos casas. Una en Madrid y otra en una exclusiva y cara urbanización en la parte sur de la costa española. Ya sea por su indómito carácter independiente y peleón o quizá porque sabía a ciencia cierta que ella no me juzgaría nunca por ser infiel, era la única que estaba al tanto de mi secreto desde su gestación. Con todos los detalles, sin omitir, sin agregar, sin adulterar. Tal cual era. Me alentaba a seguir gozando de cada segundo y a aprovechar los ratos con él, pero, gran conocedora como era del género masculino, me aconsejaba no implicarme emocionalmente con Mario. Siempre me advertía severamente sobre ello: una diversión y nada más. Y lo más importante, aquella aventura podría concluir bruscamente en cualquier momento, como ya había sucedido tiempo atrás. Pero sus sabios consejos llegaban tarde.
Necesitaba hablar con el resto de mis sirenas. Ellas eran mi apoyo en esos momentos delicados que atravesaba en el trabajo. ¡Las echaba de menos! Así que encendí el ordenador dispuesta a preparar una Sirenada en condiciones. Así era como denominábamos a nuestras citas. El nombre nos lo puso Alberto a raíz de una foto que nos habíamos hecho en una fiesta de disfraces. Todas íbamos realmente guapas y cuando le mostré la fotografía no acertaba a describir qué le parecíamos. Después de varios segundos de titubeos por su parte dijo: «Qué guapas. ¡Parecéis sirenas!». Soltó la palabra sin mucho convencimiento, porque realmente sirenas era lo último que parecíamos. Natalia llevaba un divertido traje de bruja; Carmen de hippie; Carolina iba de payaso; Constanza de vampiresa, algo muy acorde con su carácter y su pasión por los hombres y yo de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó. ¡Mis aires románticos! Pero ese comentario fue decisivo y en la siguiente ocasión que tuvimos para vernos, Alberto comento: «¿Vas a quedar con las sirenas?». La palabra nos gustó a todas desde el principio y desde entonces las cinco dejamos de ser quienes éramos para convertirnos en sirenas y las citas de toda la vida entre amigas pasaron a llamarse, en nuestro caso, Sirenadas.
Hacía unas tres o cuatro semanas que no habíamos quedado las cinco juntas y ya empezaba a echarlas de menos. Aunque nos veíamos también por separado, cuando realmente disfrutábamos era cuando estábamos todas reunidas. Cualquier pretexto era bien recibido para organizar una Sirenada en forma de cena en algún restaurante cool, comida, baile, cine, cumpleaños o un desayuno a primerísima hora en Living in London o Mama Framboise.
Carolina es una experta en restaurantes, cafeterías, discotecas y sitios de moda. No hay ningún lugar o evento que escape a su conocimiento. Es la Guía del Ocio hecha mujer. Disfruta con la comida y alarga interminablemente la sobremesa. Es dulce, calmada y melosa. Siempre dispuesta a hacerte un favor, a escucharte y ayudarte en todo lo que esté en su mano. Destila serenidad y no pierde los nervios jamás. Su físico, de facciones dulces, cabello casi albino y ojos miel transmiten todas esas sensaciones. Carolina es funcionaria en una oficina de Correos muy próxima a su domicilio. Tiene un horario cómodo y un salario aceptable que le permite llevar la vida tranquila y hogareña que desea, junto a su marido, también funcionario. No es amiga de grandes lujos ni le otorga mayor importancia a las cuestiones materiales. Ella es feliz llegando a casa del trabajo y echándose una siestecita después de comer. Nada de grandes esfuerzos, ni hacer deporte. Como mucho un paseo hasta casa de sus padres o hermanos, que viven muy cerca, y a los que está muy unida. Tiene treinta y nueve años y, aunque adora a los niños, una negligencia médica en su juventud le ha dejado secuelas irreparables que le impiden ser madre. No habla mucho de ello y, cuando lo hace, su mirada se entristece. Pero no contempla la opción de adoptar a algún niño.
Abrí mi correo electrónico y en el asunto puse «Sirenada YA». Era mi forma de decirles a todas que había que ponerse en marcha para coordinar agendas e intentar buscar una fecha que nos encajara bien a las cinco. Además en esa próxima reunión, celebraríamos mi cumpleaños. Y no uno cualquiera, sino mi cuadragésima onomástica. Les conté por encima los últimos enfrentamientos y disputas con mi jefa, el comienzo de curso de mis hijos, algún que otro problema familiar y poco más. Hablar por e-mail no me gusta demasiado. Prefiero el contacto físico. Tener a la persona enfrente y dejar que sus ojos y sus gestos me hablen. Es mucho más revelador que cualquier mensaje o conversación telefónica.
Propuse un restaurante indio o mexicano, pues las últimas veces ya habíamos probado italiano, marroquí y asiático. Y les comenté que sábados y domingos tenía mucho más tiempo libre para dedicarles. No era fácil que todas coincidiéramos y solíamos tardar muchos días y muchos correos en concretar fecha. Cuando ya me ponía nerviosa, les enviaba un mensaje que decía más o menos algo del estilo de: «Ánimo, sirenas, que esto no es la cumbre del G-20». Rápidamente entendían el mensaje subliminal que les lanzaba y entonces se obraba el milagro y la fecha y el lugar aparecían como por arte de magia.
Revisé el resto de mis correos. La mayoría los descarté con rapidez. Había uno de mi amiga Alma, una antigua compañera de mi anterior trabajo en la financiera, con la que me unía un gran cariño, muchos recuerdos pasados y divertidas batallitas. Quería verme para comer y charlar de un tema que no quería comentarme por escrito. ¿Qué sería? Le dije que la siguiente semana podría quedar el miércoles o el jueves a comer y que me diera un toque. De repente sentí una presencia detrás de mí. Era Alberto.
—¡La cena está lista! ¡Vamos, chicos...! —gritó Alberto apremiando a los niños—. ¿Contestando e-mails? —me preguntó acercándose a mí y cotilleando mis mensajes. Como si no le conociera... Rápidamente cerré la ventana.
—Estaba organizando una Sirenada... —le dejé caer como si nada. No le gusta que salga con mis amigas, pero no le doy opción. Nunca se la he dado.
—¿Otra? Pero si hace una semana que os habéis visto —soltó en tono de reproche—. ¿Qué os tenéis que contar? Si estáis todo el día con el whatsapp...
—La última fue hace mes y medio, querido. En esta celebramos mi cumpleaños. Y no sé por qué estoy dándote explicaciones —dije dando por cerrada la inminente discusión. Estela y junior ya estaban sentados en la mesa de la cocina. Alberto había preparado unos magníficos espaguetis a la carbonara que yo devoré, pues no había comido nada en todo el día... de comida, claro.
Cenamos viendo las noticias, no en la cadena de televisión que yo hubiese deseado, sino en la tendenciosa que le gusta a Alberto donde siempre dicen lo que él desea escuchar. Me resigné pues sé que es una batalla perdida.
—Estela, termínatelo todo, por favor —le dije a mi hija mirando con reprobación su plato, que había dejado a la mitad. Está muy delgada aunque es atlética y musculosa. Practica gimnasia rítmica y baloncesto y tiene mucho desgaste. Por eso me obsesiona que coma bien.
—Mami, no puedo más. Me has puesto mucho y mi capacidad es limitada... —me dijo con esa forma de hablar que tiene ella que a veces te desconcierta. Estela es una niña muy inteligente y observadora. Nada en casa escapa a su conocimiento. Con una mirada sabe de qué humor estamos, si es el momento de pedir algo o si puede tensar la cuerda. Es cariñosa y zalamera y consigue lo que quiere y cuando quiere. La adoro y ella es consciente y lo explota hasta la saciedad.
Su padre le hizo un guiño y le permitió no terminar la cena, a cambio de que se bebiera un vaso de leche templada antes de irse a dormir. Estela accedió de mala gana y subió con Junior a dormir.
—¡Chicos, los dientes...! —grité desde abajo, sabiendo que muchas veces van derechos a la cama por pereza y se saltan el paso obligado por el cuarto de baño.
Alberto y yo nos quedamos recogiendo la cocina con el sonido de la televisión de fondo. No tenía ganas de hablar, así que aproveché para quitarme de en medio lo antes posible.
—Me subo a leer un rato, pero poco. Hoy estoy muy cansada y con agujetas. La presentación y la bruja me han dejado exhausta. —«Y la sesión de sexo desenfrenado con Mario», pienso. Y una sonrisilla traviesa acude a mi boca al recordar.
En aquel momento Alberto debe de caer en la cuenta, pues no me había hecho ninguna alusión al tema. Creo que no pregunta porque le aburre que siempre le cuente las mismas historias del trabajo. Es cierto que sólo le transmito mi malestar continuo, mi decepción y mi frustración en un trabajo en el que hace tiempo que ya no evoluciono ni personal ni profesionalmente. ¿Pero qué voy a hacer? Es lo que siento en estos momentos y él debería estar ahí para apoyarme. ¿Por qué tengo la sensación cada vez más intensa de que no lo hace?
—Es cierto, la presentación... ¿Cómo ha ido? —Noto su desinterés al segundo por el tono de voz que emplea. Me formula la pregunta sin mirarme siquiera, con los ojos clavados en un programa de esos raros que él y cuatro raros como él ven. En una cadena también rara, claro.
—Ya sabes, como siempre —contesté devolviéndole el mismo interés, mientras subía las escaleras—. Si no me encuentras despierta... ¡buenas noches, cariño!
—Descansa, Oli; te hace falta —oí que me decía cuando ya estaba arriba. «Sí, y no se te ocurra despertarme», pienso para mí.
Me deslicé en la cama dispuesta a leer el libro con el que estaba entonces: Dime quién soy de la escritora Julia Navarro. Una voluminosa obra de más de mil páginas que me tiene absolutamente cautivada. Había leído apenas diez minutos cuando noté la vibración del móvil en la mesilla de noche. Siempre me lo subo a la cama. Mi jefa tiene la insana costumbre de llamarme por la noche o enviarme mensajes con tareas, supuestamente urgentes para el día siguiente; o para que llegue antes a la oficina y atienda a alguna de sus visitas; o para pedirme que prepare una de mis famosas y exquisitas tartas de queso con las que tan bien queda delante de los demás. «Espero que no sea eso lo que pide. Estoy molida y no sé si tengo todos los ingredientes en la nevera...», pensé.
Miré el teléfono y vi que era un mensaje de Mario: «Te echo de menos. Mucho. Te invito mañana a comer. No acepto un no como respuesta. Buenas noches, princesa».
Estaba alucinando. «¡¡Pero si le he visto hoy!! ¿Qué mosca le ha picado? Verme dos días seguidos es algo inusual en él. No, inusual no. ¡Nunca había sucedido! Oh, my God!!», pensé. ¡¡Claro que quería comer con él!! Digamos que prefiero sus otras virtudes, pero nos gusta hablar y estar juntos en cualquier circunstancia. Le contesté al instante: «Claro, cielo. Donde siempre a las 14:30. Un beso de los de se acaba el mundo».
Había otro mensaje, que con la emoción del primero, no vi. Como era de esperar, era de Sylvia, alias Lucifer: «Oli, tendrás que llegar antes mañana. Prepara la sala de juntas para siete personas y compra dulce y salado para desayunar. Lo de siempre. Graba seis presentaciones de la marca y preparara seis regalitos, tres de hombre y tres de mujer. Y diles a las chicas que dejen la sala bonita con toda la colección expuesta por colores y con sus accesorios a juego. Si la mesa y las estanterías de cristal están sucias, las limpiáis». ¡¡Sí, mi sargento!! Ordeno y mando, así era ella.
¿Qué faltaba en aquel mensaje? ¡Oh, sí! Tal vez un «por favor» o un «gracias...». Pero esas palabras no existían en su vocabulario. Debió de faltar a clase el día que las enseñaban.
Olvidé a Sylvia y me concentré en Mario. Qué bien verle de nuevo. Todavía me acuerdo de la primera vez que nos vimos, cuando aún no nos conocíamos... Mis recuerdos viajaron hasta aquel día de agosto ocho años atrás cuando decidí acudir a la cita que iba a desordenar mi vida. Entonces, había decidido ponerme un vestido como había pensado el día anterior. Era mi mejor apuesta. Opté por uno blanco troquelado y de cuello bebé, sin mangas y con un cinturón estrecho. Unos altos zapatos destalonados, tricolor, con bolso al tono, completaban mi atuendo. Nada de collares, pulseras ni otros abalorios. Los odiaba. Mi lema era el acuñado por Coco Chanel: «Siempre quitar, nunca añadir». Y yo lo cumplía hasta sus últimas consecuencias. Sólo mis pendientes de brillantes y mi reloj Gucci. Mi melena al viento y mis labios frambuesa, como mejor me quedan, me hicieron partir garbosa y segura hacia la cita. Estaba loca por salir de allí y casi se me olvidaba que debía llevar un libro, tal como habíamos quedado para que me reconociera.
El día anterior había pensado en seleccionar uno de casa, ya que mi biblioteca particular es extensa y abarca todo tipo de temas, autores y épocas, fanática como soy de la lectura, pero con las prisas se me había olvidado. Así que tendría que seleccionar alguno de los que había en la oficina. Fui hasta el fondo atravesando el interminable pasillo hasta llegar al saloncito que utilizábamos para las comidas y desayunos. Justo enfrente del televisor había un enorme mueble de obra en color blanco donde guardábamos revistas, libros, manuales, presentaciones, dosieres... todo ello relacionado con la moda. Pero también había novelas, libros históricos, de política, biografías... Un sinfín de títulos que los anteriores dueños de la casa habían dejado abandonados y a nadie había interesado ordenar, limpiar y catalogar. Un poco de todo sin mucho orden ni concierto, pero que me serviría para la ocasión. No disponía de tiempo para elegir, pues ya llegaba tarde, así que atrapé lo primero que me quedaba a mano sin reparar en nada más.
Habíamos quedado al inicio de una callejuela que hacía esquina con una céntrica y concurrida calle madrileña. No tardé en encontrar el sitio y desde la acera de enfrente me quedé mirando, medio oculta por una farola, para ver si veía al individuo en cuestión. Jugaba con esa pequeña ventaja para salir por piernas en caso de que no me convenciera o me asaltaran las dudas de última hora. Por lo que veía desde mi posición, el local estaba concurrido y se había formado una pequeña fila de gente esperando mesa. Pasaban diez minutos de la hora establecida y no veía a ningún hombre solo, ni en la puerta del restaurante ni en los aledaños. Me estaba poniendo nerviosa. ¡Anda, que si me daban plantón! Decidí ir hacia el restaurante y esperar a que llegara. Rápidamente una mujer rubia y alta, con un impecable uniforme que se ceñía a su esbelta figura, se acercó a mí para preguntarme muy amablemente si iba a comer y cuántas personas seríamos. Le dije que seríamos dos, pero que mi acompañante se retrasaba.
—¿Su acompañante es un caballero? —me preguntó con una media sonrisa. Mi cara debió de reflejar la perplejidad ante esa pregunta. ¡¿Y a ella qué narices le importaba si era hombre, mujer o anfibio?!
Rápidamente añadió:
—¡Oh, lo siento! No quería ser impertinente. Es que tengo una mesa al fondo, muy íntima y coqueta que suelo reservar a las parejas. Están a punto de pagar la cuenta y dejarla libre. Era por si le apetecía... —me dijo en tono de disculpa. Me cayó bien al instante, por su amabilidad y profesionalidad.
—¡Oh! Al contrario, discúlpame tú a mí —balbuceé—. Claro, me encantaría un poco de intimidad porque es mi primera cita. Las palabras salieron de mi boca sin pensar. Pero a ella le debió de encantar esa personal confesión, de una mujer a otra, porque desplegó una sonrisa cómplice que me desarmó.
—¡Perfecto entonces! Deme unos minutos para cambiar el mantel y poner unas flores frescas. —me dijo mientras se alejaba.
Me dediqué a observar el local. Era pequeño pero decorado con un gusto exquisito. Manteles de lino a juego con las servilletas, flores frescas y velas en las mesas, lámparas chandelier con la iluminación justa, vajilla moderna de colores suaves, música clásica de fondo con el volumen justo para permitir que la gente conversara sin gritos y un trato exquisito por parte del personal. La parroquia muy variada: había desde grupos de amigos a ejecutivos, parejas... Se respiraba elegancia, tranquilidad y pulcritud. Ni una voz más alta que otra. Ciertamente era un sitio bien elegido.
De repente sentí que alguien se acercaba por detrás y me giré instintivamente topándome con los ojos más grandes y azules que jamás había visto. El resto no desmerecía en absoluto. Era alto, de pelo corto, liso y castaño claro, nariz recta, sonrisa perfecta y labios carnosos. Vestía traje y corbata, justo como me gustaban a mí los hombres. Y olía de maravilla. Nos miramos durante unos segundos sin saber qué decir y al final fue él quien tomó la palabra:
—¿Eres Cleopatra? —me preguntó con una media sonrisa.
—Sí. ¿Cómo lo sabes? —le dije. Él miró hacia mi libro y caí en la cuenta.
—¡Oh! Ya entiendo. Lo siento... ¡Qué tonta! —El corazón se me aceleró sin poderlo evitar.
—¡Qué libro más raro has escogido para que te reconociera! —me dijo mirándome con esos ojazos azules que me tenían hipnotizada—. ¿Es el que estás leyendo ahora?
Bajé la vista hacia el libro: Guía para sobrevivir en una isla. Me ruboricé. Madre mía, ¿no había podido escoger algo más acorde conmigo? Nos miramos y nos echamos a reír a carcajadas rompiendo el hielo inicial.
—Me llamo Mario y tú debes de ser Paloma, ¿no? —dijo. Me quedé mirándole con cara de interrogación.
—Me confesaste tu verdadero nombre el último día, antes de quedar. ¿No te acuerdas? —me dijo a modo de explicación. Su voz era muy masculina y seductora. Y cuando reía su atractivo se multiplicaba por diez.
—No, no me acordaba —mentí. Bueno, en algún momento le confesaría la verdad, pero no en ese.
La rubia perfecta se acercó a nosotros para indicarnos que nuestra mesa estaba lista, mirando a Mario admirativamente.
Efectivamente, el lugar era ideal. Una mesa apartada del resto, donde podríamos hablar con calma. Ambos comimos un pescado deliciosamente preparado junto con una ensalada, mientras charlábamos de todo un poco. Desde el inicio fue fácil entablar conversación con él. Mario era ingeniero informático y tenía una pequeña participación en la empresa donde trabajaba. No tenía horario y viajaba con frecuencia. Estaba casado y tenía una hija de la misma edad que la mía. Era guapo, muy guapo. Le deseé desde el primer instante en que le vi y creo que él también a mí.
Hablamos de mi trabajo, de los niños, de mi amor desmesurado por la lectura y los viajes y de su pasión por la fotografía y el golf. No ahondamos en temas más profundos, pues no era lo idóneo para la primera cita. Ya sabía por Paloma que su matrimonio había vivido momentos mejores, pues se lo había confesado en el chat.
—Eres muy guapa —me dijo de sopetón sin que viniera a cuento—. Me recuerdas a una princesa europea, pero no te sabría decir el nombre.
—¡Ah, pues gracias! —dije casi tartamudeando. Oh, my God! Aproveché la ocasión que se me presentaba—. Tengo que confesarte una cosa. No sé si te enfadarás... Verás... yo no soy Paloma... —dije al fin. No quería mantener aquella mentira y él había sido honesto desde el principio. Le conté la historia al completo, dispuesta a que se levantara y me dejara ahí plantada. Me lo tendría merecido...
—Bueno, ¿sabes qué? —contestó después de unos segundos de silencio—. No sé cómo es Paloma, pero me encanta que hayas venido tú en su lugar. Las cosas siempre pasan por algún motivo —me dijo muy tranquilo.
Sonrió clavando su intensa mirada en mí. Aquello era demasiado. ¿Qué iba a hacer ahora? Y él, ¿qué querría hacer? ¿Cuál se suponía que era el siguiente paso? Pedimos los cafés. Había una lista interminable de ellos. Mario pidió un café del mar y yo, menos arriesgada, un simple capuccino que me supo a gloria y que puso la guinda a un almuerzo que yo hubiera deseado prolongar.
El tiempo tocaba a su fin. La rubia perfecta nos trajo la cuenta, y aunque intenté pagar a medias, Mario no lo permitió.
—La próxima vez pagas tú. Así me aseguro de que te veré de nuevo —me dijo con sonrisa picarona. ¡Dios, qué guapo era¡!Y quería verme de nuevo!
—Regresen cuando quieran. Les tendré reservada su mesa. —¡La rubia perfecta y profesional al ataque!
—¿Hacia dónde vas? ¿Quieres que te acerque a algún sitio? —se ofreció solícito cuando ya estábamos en la calle.
—Gracias, Mario, no hace falta. Cogeré el tren, que me relaja, y así voy pensando en mis cosas.
—¿Me das tu número de móvil? —preguntó con soltura y decisión.
—Sí, toma nota —dije al instante—, pero, por favor, sé...
—Tranquila, Olivia; soy discreto, yo también estoy casado. Si es a eso a lo que te refieres.
Claro que era a eso. ¿Me había leído el pensamiento o qué?
—Te llamaré pronto. Me gustáis tú y tu compañía. ¡Qué extraño y extraordinario encontrar a alguien como tú en la red...! —dijo enigmático, clavándome su profunda y bellísima mirada.
—Lo he pasado bien. Hasta pronto —le dije. ¡Uff, qué sosa! ¿Pero qué más podía decir sin resultar ansiosa o desesperada? Aquel hombre me bloqueaba y me dejaba sin aliento. Nos dimos un beso en la mejilla y nos despedimos.
—¡Hasta muy pronto, princesa! —dijo en alusión al comentario del restaurante. Desde entonces, ya nunca dejaría de llamarme así.
Ya en el tren no podía dejar de pensar en él. Me parecía increíble que entre toda la fauna que circulaba por internet hubiera encontrado una alhaja así. Bueno, en realidad el hallazgo no era mérito mío, pero tanto igual daba ya. Era guapo, inteligente, discreto y quería verme de nuevo. ¡Madre mía! No sabía cómo iba a gestionar todas las emociones que sentía en aquel momento. Pensé que quizá lo mejor era no enredarme más con aquello. No creía que fuera buena idea. Esas cosas nunca salían bien. Pero es que esos ojos, esa boca, ese cuerpo... ¿cómo ignorarlos? Realmente había que estar loca para no querer verle de nuevo. El pitido de un mensaje en mi móvil me hizo escapar de golpe de mis ensoñaciones. Era de Mario: «Me quedé con ganas de probar tu boca, princesa». Oh, my God!
¿Y qué le contestaba yo a eso? «Pues yo igual. Querría besarte como si el mundo se fuera a acabar mañana», le contesté, recordando esa boca perfecta que me hubiera gustado devorar. ¡A la porra! ¡Era lo que sentía! Estaba descontrolada y me gustaba ese estado.
Otro pitido, otro mensaje: «Pronto lo solucionaremos». En sólo tres palabras prometía el paraíso. Y yo deseaba ardientemente aterrizar en él. Volví de mis recuerdos, apagué el móvil y cerré el libro. Tenía que dormir para afrontar todo lo que se me venía encima al día siguiente. Oh, my God!