5 Una noche en la ópera
Es tarde y me marcho directa a mi peluquera. La lluvia ha encrespado mi pelo y quiero estar divina para Mario esta noche. Cuando llego por fin a casa dispongo del tiempo justo para arreglarme y salir hacia el lugar de encuentro con Mario. Los niños están en casa con Blanca.
—¡Hola, ya estoy en casa! —Aunque los oigo, no salen a recibirme. Los encuentro viendo una película en el sofá los tres juntos. Blanca les ha preparado un bol de palomitas y mis hijos me dicen con señas que me calle para no interrumpirlos. Blanca se levanta y viene a saludarme.
—Hola, seño, ¿qué tal el día? —me pregunta cariñosa.
—Hola, Blanca. Bien, pero hoy corriendo de un sitio a otro. Un millón de gracias por quedarte con los niños. Voy a salir con unas amigas aprovechando que Alberto no está —le miento a modo de explicación.
—No se preocupe, seño. Ya sabe que me encantan los niños y Estela y Junior son adorables.
—¡Eres un sol, Blanca! —Y me acerco a ella para darle un abrazo—. Voy a arreglarme corriendo.
Subo las escaleras y entro en mi habitación. Por el camino he tenido tiempo de pensar en cómo me vestiría, teniendo en cuenta la sugerencia propuesta por Mario. ¿O era una orden? Ya no llovía, pero el cielo lucía plomizo y podría hacerlo en cualquier momento. Me di una ducha rápida, cambié mi conjunto de ropa interior por uno negro de encaje y me enfundé el vestido negro que me había comprado hacía unos días. Zapatos negros de tacón con medias, pues refrescaba un poco. El conjunto era elegante, pero demasiado sobrio. Busqué en el joyero un broche antiguo que había heredado de mi madre y me lo prendí en un punto estratégico. Este era alargado y salpicado en los extremos de pequeñas esmeraldas. En medio un impresionante pájaro de brillantes. ¡Perfecto! Ese simple accesorio había transformado mi look en un abrir y cerrar de ojos. Encima de mi vestido, mi recién adquirida gabardina frambuesa a juego con el color de mi barra de labios. Un clutch en plata vieja terminó por completar mi atuendo. Me miré en el espejo de cuerpo entero que hay en mi vestidor y la imagen que me devolvió me dejó fascinada. Estaba deslumbrante, pero el mérito no guardaba relación con mis prendas, mi lápiz de labios, ni mi melena recién peinada, sino con el efecto que ver a Mario provocaba en mí. Él ilumina mi interior y me convierte en una estrella que va salpicando rutilantes destellos de felicidad por doquier.
Me despedí de Blanca y besé a los niños.
—Blanca, tendré el móvil conectado todo el rato para lo que necesites... —le dije.
—Márchese, seño, y disfrute de la noche. No se preocupe por nada —me tranquilizó. Repito, esta mujer es un sol.
—¡Gracias, Blanca! —me despedí.
Salí rauda camino de la parada de taxis que hay a dos manzanas de mi casa. Cuando llegué al lugar de encuentro, Mario ya estaba esperándome. Me quedé parada a medio camino hipnotizada ante su imponente presencia. Oh, my God! No podía dejar de mirarle. Llevaba un traje gris marengo de corte impecable, camisa blanca y corbata de rombos en tonos azules y lilas. Es imposible que exista en este mundo, o en cualquier otro, un hombre más guapo que él. Como no reacciono, me llama.
—¡Oli, princesa! ¿Estás bien? —me pregunta sonriendo con un punto pícaro y malvado en su mirada.
—Mario, estás... Pareces sacado de un anuncio —le digo todavía atontada.
—¡Ja, ja, ja! No es para tanto, Oli. Tú sí que estás soberbia. Te sugerí que vinieras especialmente guapa, pero has superado mis expectativas. ¡Esa gabardina es... impactante! ¡Vamos! —me apremia mientras me da la mano tirando de mí con impaciencia.
Cuando subo a su coche, saca un pañuelo de seda en color marfil.
—Princesa, te voy a tapar los ojos para que no veas hacia dónde nos dirigimos. Quiero que sea una sorpresa hasta el final. —Y sin esperar mi respuesta ni mi permiso, me lo ata con delicadeza detrás de la cabeza. Es uno de los momentos más íntimos y excitantes vividos con él. Vamos charlando durante el trayecto, de todo y nada, riéndonos por tonterías, cogiéndonos la mano, y lo hacemos con naturalidad a pesar de que yo no veo nada de nada. Al principio intento intuir el camino, pero después lo dejo por imposible. Sólo al final del trayecto noto que estamos entrando en un parking. Cuando por fin aparca el coche y me quita la venda, confirmo que estamos en un aparcamiento público y que, además, conozco muy bien. He estado muchas veces aquí. Mi corazón brinca de alegría ante la posibilidad de que sea lo que estoy pensando.
—Mario, ¿me llevas donde creo que...? —empiezo a decir. Pero no me deja finalizar la frase.
—Sí, princesa. Creo que ya lo has adivinado, ¿no? —me contesta riéndose y yo no aguanto ni un minuto más tanta tensión contenida y le beso dulce y tímidamente, pues no quiero estropear mis labios perfectamente maquillados.
Salimos a la calle, yo cogida de su brazo, muy formal por si alguien nos ve, y nos encaminamos hacia el Teatro Real, donde en breve me deleitaré viendo Madame Butterfly de Giacomo Puccini. La ópera me apasiona y he estado aquí decenas de veces, con Alberto y con mis sirenas también. Estoy emocionada, tanto que estoy a punto de llorar. Aunque esta obra ya la he visto en dos o tres ocasiones, que yo recuerde, es una de mis favoritas y también una de las más representadas a nivel mundial.
—¿Cómo has conseguido entradas, Mario? ¡Y estas entradas! —le pregunto totalmente escandalizada. Estamos en el patio de butacas en el centro de la fila ocho.
—Hay cosas que es mejor no preguntar, princesa —se ríe, pero noto el orgullo de saber que me ha impresionado. No esperaba algo así. Me quito la gabardina lentamente con cierto toque de abandono muy ensayado, pues detecto que Mario me está mirando y dejo el móvil encendido, pero en silencio, por si Blanca me llama ante cualquier eventualidad. La mirada de Mario, perversamente azul, me atraviesa como un rayo láser. Lo hace con insolencia, recreándose y sé lo que está pensando. Disfrutamos de cada segundo de este juego de seducción entre ambos, endiabladamente libidinoso. Leo en su gesto un deseo urgente que comparto con él, pero que deberá aguardar hasta que finalice la obra.
—No conozco ese vestido. Estás para comerte, y luego lo haré. Guapa y elegante a rabiar, querida Olivia.
Yo le sonrío y pienso lo inmensamente feliz que soy en este instante, en este lugar y con este hombre. Y desearía detener el tiempo y morirme de amor y deseo, sin más. Las luces comienzan a apagarse y me dispongo a que la magia de este lugar me envuelva, tal como me sucede siempre que vengo. Mario y yo nos cogemos de la mano y el telón se levanta.
El primer acto había terminado. Mario tenía sed y propuso ir a la cafetería a beber algo. Las escaleras eran un trajín de ir y venir de personas. Casi todas iban a lo mismo que nosotros, otros al lavabo y luego había corrillos de gente que se quedaba hablando el tiempo que duraba el descanso. Por fin llegamos y a duras penas conseguimos que el camarero nos haga caso. Mario pide un vino y yo agua sin gas. Nos refugiamos en un rincón, un poco alejados de la gente, pues Mario conoce de sobra mi fobia a un grupo de más de tres personas juntas, y comentamos el primer acto. De repente, a mi espalda, una voz demasiado familiar retumba en mi cerebro, que se sitúa en estado de alerta máxima en cuestión de milésimas de segundos.
—¡Olivia, que sorpresa! ¿Pero tú qué haces aquí? —su inconfundible e irritante timbre de voz traspasa mis delicados oídos como cuchillas. Me doy la vuelta de inmediato y me encuentro de frente con la última persona que deseo ver y con el mismo aspecto esperpéntico al que me tiene acostumbrada. Su estilismo para la velada es un desvarío y no creo que desentonara en la función si se colara como extra. Viene acompañada por su inseparable amiga Luna, que se ha convertido en una prolongación de Sylvia en los últimos años y con la que comparte los mismos gustos estrafalarios.
—¡Hola, Sylvia! Pues disfrutando de la función, igual que tú imagino —le digo en un tono que no deja lugar a dudas de que su presencia me desagrada.
No estábamos en el trabajo, así que ella no tenía aquí ninguna autoridad sobre mí. Aun así, mi sentido de la educación me impide ser grosera o descortés. Pero ella no hace caso de mis palabras porque sus ojos están clavados en Mario. Sylvia me mira interrogante esperando que le presente a la belleza de hombre que llevo por acompañante.
—¡Oh, perdón! Te presento a mi primo Mario. Vive en el extranjero y pasa unos días aquí —improviso con todo el desparpajo del mundo. Suelto la mentira tan convencida que parece una verdad inamovible. Mario no mueve ni una pestaña cuando me escucha.
—Encantada, Mario —le saluda Sylvia y se acerca a él con intención de darle dos besos, pero mi primo postizo la frena en seco y muy caballerosamente le ofrece la mano. Educado y correcto, pero distante. Me rio por dentro por la reacción de Mario, que se ha dado cuenta de quién es, a pesar de ser la primera vez que la ve.
—¿Y cómo es que no has venido con tu marido? —me pregunta Sylvia. ¡Ah, ya sacó su mente retorcida y enferma! Cualquier día se atragantará con su propia lengua.
—Mi marido está en París, que es donde debería estar yo si me hubieras dado el día libre que te pedí. Lamentablemente se ha tenido que ir con su madre... —le suelto sin más—. Vamos, primito, que el segundo acto está a punto de comenzar... —le digo a Mario, cogiéndole del brazo y arrastrándole literalmente. No quiero alargar esta pesadilla ni un segundo más.
Con lo grande que es Madrid y me la tengo que encontrar aquí. ¡Señor! La escucho refunfuñar porque no ha conseguido que le sirvan su bebida. Sin rastro de vergüenza por parte de Sylvia, somos testigos de cómo agarra una copa medio llena de champán que alguien ha dejado en una mesa y se la bebe de un sorbo sin respirar. Siempre creo que no puede sorprenderme más, pero es obvio que me equivoco. Lo consigue una y otra vez. Hasta Mario, tan austero en expresividad, tuerce el gesto en una mueca que yo atisbo a interpretar entre asco y desconcierto, por lo absurdo y desatinado de la situación.
—¡Disfruta de la noche, Oli! —me dice, mientras coge otra copa abandonada que también termina bebiéndose apresuradamente.
—Siempre lo hago, Sylvia —le replico con voz cantarina y agitando la mano mientras le doy la espalda.
Camino pensando que lo mejor de la noche aún está por llegar. Si ella supiera... mataría por pasar un rato con un hombre como Mario. Pero no está hecha la miel para la boca del asno. Sonrío para mí misma. A veces yo también soy un poquito perversa y ¡me gusta!
Cuando llegamos a nuestros asientos, Mario comenta:
—Lucifer, imagino...
—¡Ja, ja, ja! Imaginas bien, cielo. Parece que me persigue. Te aviso, ni un sólo gesto que pueda delatar que somos algo más que primos. No sé dónde estará sentada, pero la conozco y me tendrá en su punto de mira con los prismáticos si hace falta —le digo en tono de advertencia y con el dedo índice en posición firme.
Mario se ríe con ganas. Le hace gracia la situación.
—No sé si seré capaz... —me dice entre carcajadas. Me gusta verle así. Es tan inusual. Pero está contento y relajado.
Consulto el móvil por si Blanca me ha llamado, pero no hay novedad en el palacio. Tampoco tengo mensajes de Alberto. «¡Qué raro! Bueno, eso es que se lo está pasando bien con mamuchi». El segundo acto va a comenzar.
La función toca a su fin y cuando el telón baja yo estoy hecha un mar de lágrimas. La escena final donde ella se apuñala con el cuchillo de su padre, que ya he visto en otras ocasiones, me deja siempre sin aliento. Estoy de pie, como el resto del público que abarrota el teatro, aplaudiendo con desesperación. Mario también aplaude, pero me está mirando a mí. Y su mirada es otra. Lo hace con asombro, descubriendo a otra Olivia, hasta entonces desconocida para él. Los aplausos se prolongan durante muchos minutos, mientras ya hay personas que van abandonando sus asientos, previsoras ante el atasco que se forma irremediablemente después. Mario y yo esperamos pacientes en nuestros asientos. No tenemos prisa y yo nunca he entendido ese tipo de gente que por sistema siempre se impacienta al salir. Sobre todo en los aviones. Me desesperan. Saco un pañuelo de papel de mi cartera y me limpio los ojos como puedo, después del destrozo que habrá dejado mi llanto en ellos.
—¡Ay, Mario! Ha sido maravilloso. ¡Gracias, gracias y gracias! —le digo emocionada. Él me mira encantado de hacerme feliz, pero contenido. Me coge de la mano con disimulo y la aprieta en un gesto cargado de cariño y complicidad como nunca antes. Rápidamente me la suelta, por si el diablo anda cerca.
Cuando vemos que el ambiente se despeja nos vamos andando camino del coche.
—Me alegra que te haya gustado. He disfrutado más viéndote a ti que con la función. ¿Tienes hambre, princesa? —me pregunta mientras me abre solícito y caballero la puerta del copiloto.
—¡Sí! ¡De ti, Mario! —le contesto sacando la leona que llevo dentro.
—Igual que yo. Y además he preparado algo de cena en casa. ¡Vamos, Oli! —me dice mientras pone en marcha el coche.
Cuando por fin llegamos a la casa, Mario enciende velas y las reparte por todos los rincones, creando un ambiente romántico y acogedor, y comienza a sacar pequeños platitos con comida que ha dejado preparados con antelación. Pone música de fondo y yo ya estoy flotando. El hambre me ataca con fuerza de repente y quiero saciarla con mi aperitivo favorito. Le arranco la corbata sin miramientos y le susurro al oído palabras que nunca escucharán ni otros oídos ni otros hombres. No hace falta más y no nos da tiempo ni a quitarnos la ropa.
Mario arranca con impaciencia tan sólo mi ropa interior mientras sus dedos, curiosos y hábiles, exploran bajo mi vestido en busca de esos rincones que únicamente él sabe encontrar y que provocan en mí quejidos de placer. Este asalto dura muy poco. Las ganas nos desbordan desde antes de la función y no queremos contenerlas ni un segundo más. No hay tiempo ni deseo de preliminares. Tenemos mucha noche por delante para recrearnos el uno en el otro, pero ahora sólo deseamos detonar, poniendo fin a este deseo que nos atenaza. Tremendamente acalorada y chorreando apetito por él, no puedo más que desembarazarme del ahora molesto vestido y dejarme llevar, mientras Mario me coge de las caderas y me traslada al baño, sentándome en el amplio espacio que hay sobre el mueble del lavabo. Mis piernas abrazan su cintura hasta que noto cómo invade mis defensas en una perfecta alianza. Con mi total contribución, mi total colaboración en el camino hacia la cumbre. Hasta que, pocos minutos después, ambos agotados, exprimidos y jadeantes permitimos que la entrega sea completa hasta tocar juntos el cielo.
Estamos en la cama, yo no llevo más que la camisa de Mario encima, y estoy reponiendo fuerzas con las delicias que ha preparado. Él bebe vino. A mí no me gusta y sólo tomo agua.
—Me ha encantado verte esta noche en la ópera, Oli. Irradiabas felicidad. Y yo estoy muy contento de tenerte aquí para mí esta noche —me dice mientras se lleva a la boca un trocito de queso. Es sexi hasta comiendo—. ¿Te quedarás a dormir?
—No creo que sea conveniente. ¿Qué pensaría Blanca? Mejor no levantar sospechas —le contesto. Dejo que el sentido común dirija mis decisiones, aunque si fuera por mí, lo haría.
—No importa lo que piense la mujer que limpia tu casa, Oli. Estas oportunidades son únicas y hay que aprovecharlas —intenta convencerme.
—No, Mario. Blanca podría comentar con mi marido que no fui a casa a dormir y, entonces, ¿cómo lo justificaría?
—Bueno, podrías decir que saliste con tus sirenas... —me sugiere no muy convencido.
—¿Y tú? ¿Cómo justificas tus salidas, Mario? —le pregunto cambiando de tercio. Sabía que le iba a molestar, pero me arriesgo. Se toma su tiempo para responder, mientras desvía la mirada hacia el amplio ventanal. Me contesta tranquilo y sosegado.
—Oli, mi mujer y yo vivimos juntos, pero a kilómetros de distancia. Nuestra hija es el único punto de unión entre nosotros desde hace tiempo... —Parece que mi pregunta no le ha incomodado y aprovecho para ahondar en el tema.
—¿Me estás diciendo que cada uno hace vidas separadas y que no os dais explicaciones?
—Pues sí, algo así. No lo hemos pactado, ni hablado; pero lo cierto es que a esto hemos llegado de una forma silenciosa. No me siento orgulloso de esta situación, pero es lo que hay. Lo hago por mi hija. Hasta que sea un poco más mayor y... —deja la frase sin acabar, pero no hace falta. Yo también soy madre. Esa faceta de él, tan paternal y apegado a su hija, me enternece y me confirma sin ningún género de dudas que ama, que siente, que se preocupa.
Comienzo a pensar que, tal vez, esa distancia que impone entre nosotros es sólo un escudo protector, con el que, supuestamente, se siente blindado ante posibles intrusiones sentimentales. Puede que consiga su objetivo, pero a cambio de un precio demasiado elevado, a mi juicio.
—Te comprendo, Mario. Mis hijos también lo son todo para mí —le digo pensativa. Me quedo mirando sus manos, masculinas, de dedos largos y delgados como los de un pianista y uñas muy cuidadas. Me llama la atención de inmediato: no luce su alianza de casado. Y siempre la llevaba. Al menos hasta ahora así había sido.
Me ha sorprendido la revelación sobre su matrimonio de la que me ha hecho partícipe. Y a la vez me inquieta. Tanto como la súbita desaparición de su anillo. No comentamos nada más sobre el tema. El momento que estamos viviendo es extraordinario. Tal vez no podamos volver a repetirlo y no merece la pena correr el riesgo de ensombrecer una noche tan increíble. ¡Pero flotan tantos interrogantes en el aire! Cuántas preguntas que me hubiese gustado formular, dudas que despejar, barreras que romper, enigmas que desvelar, océanos por los que navegar, deseos que cumplir... Conocer a Mario y sus cien mil recovecos.
Me doy cuenta de lo ignorante que soy respecto a él. Demasiadas lagunas y un sinfín de incertidumbres me esperan con Mario en cada esquina. Mi insondable y misterioso amante.
Decido que tampoco hoy voy a abordar el tema de mi cambio de trabajo. «Cualquier otro día, y en una situación más formal, le propondré una cita gastronómica, que no sexual, y delante de uno de los exquisitos menús servidos por Vanesa, se lo contaré».
La noche nos tiene hipnotizados. Siempre me han fascinado las noches estrelladas con luna llena, como esta. Llenas de magia, de misterio, de secretos y pasiones, que con las primeras luces del amanecer se despojan de su hechicero e irresistible aspecto y pierden de golpe todo rastro de romanticismo... a veces.
Nos abrazamos, mientras contemplamos desde la cama un Madrid bello y otoñal desde las alturas.
Me despierto a las tres de la mañana abrazada a Mario. ¡Nos hemos quedado dormidos! El pánico se apodera de mí y me vienen a la cabeza toda una serie de ideas y posibilidades sobre mis hijos, a cada cual más tenebrosa. Las descarto de inmediato y despierto a Mario:
—¡Mario, Mario... despierta! —Le zarandeo un poco porque está profundamente dormido. Abre los ojos por fin.
—¿Qué pasa, Oli? —me dice medio dormido.
—¡Pues que tendría que estar en casa y son las tres de la mañana! —le grito un poco histérica.
—Oli, ya da lo mismo. Te llevaré a casa a primera hora si quieres.
Me levanto en busca del móvil por si Blanca ha tenido algún percance con los niños. Pero todo está en orden. No hay llamadas ni mensajes. Tampoco noticias de Alberto. Me sereno mientras siento que mi respiración, hasta hace unos minutos agitada, se modera poco a poco.
Y de repente siento que Mario me abraza por detrás, me besa en el cuello y todos mis miedos se esfuman de inmediato. Tal es el poder de este hombre sobre mí.
—Vuelve a la cama, princesa... —me susurra al oído. Su tono es dulce pero instigador. Y sólo con escucharle me activo.
Cuando me desperté ya eran las ocho de la mañana y Mario no estaba a mi lado, pero oía ruido de actividad en la cocina y un aroma a café recién hecho que me empujó a saltar de la cama. Me cubro con su camisa, ya un poco arrugada pero con su inconfundible fragancia, y voy hacia allá derecha, guiada por el olor embriagador y estimulante del café. Le encuentro de frente, despojado de su ropa y sólo con su bóxer, trasteando despreocupadamente entre el menaje. El pelo despeinado y la mirada somnolienta no le restan ni un ápice de su feroz atractivo, sino más bien todo lo contrario. Lo transforman en alguien cercano y terrenal, accesible y humano. No me ha escuchado llegar y me deleito en su contemplación. Pasan unos minutos hasta que se da cuenta de que estoy con mirada risueña observándole desde el quicio de la puerta.
—¡Buenos días! ¿Cuánto tiempo llevas ahí, princesa? —me pregunta con cara de niño bueno.
—El suficiente para ver muchas cosas, Mario —le digo misteriosa.
—Ven a desayunar. Tengo hambre —me dice sin más, a modo de orden.
Mario en estado puro. Ha exprimido zumo de naranja natural y, junto al café, veo una selección de bollitos en miniatura que ha dispuesto, perfectamente colocados, en una bandeja de plata. «Imagino que los compraría ayer. ¿Ya contaba con que me quedara a dormir y por tanto, desayunaría con él? ¡Qué bandido!».
Saboreamos nuestro primer desayuno juntos, sin prisas, con silencios que confiesan, con miradas cómplices y delatoras y pensamientos que bullen en nuestra mente y que no nos atrevemos a verbalizar. Pero nada de eso nos incomoda. Muy al contrario. Suspendida en el ambiente con hilos invisibles, una dicha abrumadora e implacable nos asedia hasta dominarnos por completo.
Cuando terminamos, un solo cruce de miradas es la chispa que desencadena el incendio.
Llegué a mi casa a las diez y media. Blanca estaba levantada y vestida. Los niños aún dormían. Ya tenía todo dispuesto para el desayuno y estaba cocinando algo. «Esta mujer es tremenda. Si no existiera habría que inventarla», pensé.
—¡Hola! ¡Ya estoy en casa!
—¡Hola, seño...! —Blanca me recibió cariñosa—. ¿Qué tal lo ha pasado? —me preguntó. Pero sabía que la pregunta no encerraba nada más. Blanca es discreta y prudente. Su interés es sano, sin dobleces, sin ambages. Y yo le respondo como se merece.
—¡Muy bien, Blanca! Hacía mucho tiempo que no salía de noche con mi pandilla de amigas. Hemos cenado y luego hemos ido a bailar.
¡Madre mía! Me estaba convirtiendo, muy a mi pesar, en la reina de la mentira. Pero no podía confesar la verdad.
—Se lo merece, seño. Usted trabaja mucho y de vez en cuando hay que airear la mente y el cuerpo —me dice con tono afable y sincero.
—Blanca, ¿qué estás haciendo de comida? Huele que alimenta... —le digo mientras me dirijo a la cocina para saciar mi curiosidad.
—Bueno, seño, supuse que llegaría tarde y cansada, así que estoy haciendo una crema de verduras y un pescado al horno —me contesta. Y noto un cierto tono de orgullo en su voz.
Cocina de maravilla. Este tipo de detalles le honran. No tiene obligación de hacerlo y, por cariño e interés, realiza tareas que yo nunca le he encomendado. De ningún modo acepta que le pague un dinero extra cuando llega el final del mes, aunque se quede más tiempo del concertado, asuma funciones fuera de su ámbito establecido o cuide de mis hijos como ayer, así que intento compensarla con otro tipo de gratificaciones, cuyo rechazo por su parte sería una ofensa y descortesía hacia mi persona. Entradas para que asista al teatro con su marido, un perfume por Navidad, una fiesta sorpresa por su cumpleaños que le preparamos junto con sus hijos, días libres siempre que los necesite... y, por supuesto, toda mi admiración y cariño hacia ella.
Le doy las gracias mil veces por su ayuda y le obligo literalmente a marcharse a su casa. Hoy me espera un sábado tranquilo y familiar. Y ya que Alberto no está, aprovecharé para llevar al cine a los niños o a jugar unas partidas de bolos con ellos.
Tras comer el delicioso menú preparado por Blanca, los niños y yo decidimos dormir una pequeña siesta antes de salir.
Tras una divertida partida de bolos en la que mi hija Estela nos dio una pequeña paliza, nos fuimos a cenar hamburguesas con patatas a un restaurante de comida rápida cercano a nuestra casa. El guarreo fue monumental, y aunque yo soy muy estricta con el tema de la alimentación, a veces es bueno permitir que se salgan con la suya.
En medio de la cena, Alberto llamó para ver cómo iba todo. Los niños hablaron con él y, aunque le echaban de menos, no se lo dijeron tal vez porque la tarde estaba resultando tan entretenida que se habían olvidado por un ratito de que papá no estaba con ellos.
Ya en casa, y después de que mis hijos se dieran un baño y se pusieran el pijama, jugamos una divertida y larga partida de Monopoly que terminó por acabar con mis ya diezmadas fuerzas.
El domingo nos despertamos tarde y tras un copioso desayuno nos fuimos a dar un paseo por un parque cercano, no sin antes comprar la prensa y leerla en un banco mientras mis hijos se desfogaban un rato.
Alberto me envió un mensaje recordándome que, sobre las ocho de la noche, él y su «mamuchi» aterrizaban, y dejándome caer que le gustaría que fuese a recibirles con los niños. Aunque en un principio sopesé la posibilidad, la descarté casi inmediatamente. Con la excusa de que sería ya muy tarde para los niños, evité ir a recogerles. Lo cierto es que no me apetecía nada escuchar durante el trayecto el interminable y aburrido monólogo de mi suegra, relatándome todas las delicias vividas al lado de su adorado hijito. Así que a uno de mis cuñados le cayó el encargo de tan agradable tarea.
Estaba siendo un fin de semana intenso y raro. Cuando Alberto llegó a casa estaba cansado y poco hablador. ¡Mira que es difícil superar su nivel de respuesta en monosílabos! Apenas me comentó nada sobre el viaje y yo intuí que su dominante e insoportable madre no le había hecho muy agradable su estancia en París. ¡Y eso que sólo eran tres días! Un solo día más y aparecen en los periódicos, sección sucesos...
Mario desapareció el sábado y no he tenido noticias suyas desde entonces. Pero lo contrario me hubiera extrañado. Ya me he familiarizado con sus eclipses. Aunque nunca, ni siquiera al inicio de la relación, me alarmé ante sus temporales ausencias. Era un amante tipo «Guadiana» y lo asumí con naturalidad. Era cómodo para él y fácil para mí. Nunca me atreví a preguntarle si existieron otras amantes antes que yo. Le conozco un poco, al menos esa pequeña cuota de su oscura naturaleza que él reserva en exclusiva para mí, y sé que después de tanta novedad vivida el fin de semana, andará rumiando todo lo que ha sucedido. Lo cierto es que ha supuesto una alteración de nuestras costumbres. Y no puedo negar que ha resultado excitante y placentero, mucho más allá del plano físico.
Nuestra relación está tomando otro cariz. Se adivina hasta en el aire. Mario está cambiando su actitud hacia mí. Me demanda más tiempo, se muestra tierno, me envía bombones... Anda saltándose las normas peligrosamente. Y eso me invita a pensar en que sus sentimientos hacia mí han tomado otro sendero, sin contar con él. Un atajo con destino al corazón. Me estremezco con sólo pensarlo. ¿Se estará enamorando?
¿Y si en algún momento me plantease la disyuntiva de elegir entre él o mi marido? No creo que pudiera abandonar a Alberto. Yo le quiero, aunque de una forma distinta a la que amo a Mario. Mi marido me aporta seguridad, tranquilidad. Un amor sólido y reposado con un proyecto de vida en común. Una agradable travesía, sin piratas al abordaje, tormentas que esquivar, pero tampoco con tesoros por descubrir que no hayamos desenterrado ya, desde luego. Sin la más mínima sorpresa ni aventuras con las que vibrar. Un cuento con moraleja y un final que adivinas en las primeras líneas. Deliciosa y aburridamente previsible. ¿Pero cómo dejar atrás, deliberadamente, los años felices junto a él y el fruto de ello, nuestros hijos? No sería justa. En una mirada retrospectiva a todo mi pasado, debo confesar que Alberto nunca me ha hecho sentir la locura y el arrebato que vivo con mi amante. Ni tan siquiera al principio fue un amor pasional e impulsivo. Más bien templado, razonado y fruto de mis desamores vividos. Basado casi en la búsqueda, por mi parte, de una compatibilidad entre ambos que rozaba el paroxismo. Deseaba la perfección y entendí, a mi manera, que Alberto era el candidato ideal. Un hombre que con total seguridad no me daría sorpresas desagradables. No tenía vicios, le gustaban los niños, su trabajo, su familia... Era trabajador, inteligente y buena persona. Tenía la certeza de que Alberto nunca me dejaría por otra mujer. Con esas premisas era imposible fracasar, pensé en aquel momento. Visto ahora, con la perspectiva de los años y la experiencia, he entendido que el amor no se puede gobernar, reprimir ni dominar. Ni mucho menos elegir de quién te enamoras. Cuando pienso las circunstancias en que le conocí y el motivo que me hizo inclinarme por él...
Antes de conocer a Alberto yo había tenido varios novios, que pasaron por mi vida con más pena que gloria. Relaciones que yo iniciaba con mucha ilusión, pero que no llegaron a cuajar, en casi todos los casos por mis elevadas exigencias. Quería recibir lo mismo que yo entregaba y cuando eso no se producía, mi decepción era tal que no toleraba volver a ver al individuo en cuestión nunca más. Ni siquiera contemplaba la opción de mantenerlos como amigos. Simplemente mi interés y admiración por ellos caían en coma sin posibilidad de vuelta a la vida. Sin duda, fueron la base de un buen aprendizaje para saber con exactitud qué virtudes debía poseer el hombre que me acompañara en el apasionante viaje de la vida. Hasta que conocí a Rafa.
Nos presentó, de forma casual, un amigo común, mientras almorzábamos en un restaurante. Se sentó a nuestra mesa e iniciamos una conversación a tres bandas chispeante y divertida. Aprovechando un momento en que nos quedamos a solas, mi amigo me advirtió que Rafa era un conquistador avezado y curtido en mil batallas amorosas. Juerguista y calavera desde el mismo momento en que fue concebido. Ni por asomo mi amigo quería que me hiciera daño, obligándome casi a que no cruzara con él ni una mirada. Rafa era un seductor nato, siempre presto al asedio y ocupación de la plaza asediada en el menor tiempo posible, para pasar rápidamente a la caza y captura de la siguiente presa. Donde realmente disfrutaba era en ese intervalo en el que conocía a una mujer que le interesaba hasta que ella caía rendida en su lecho. Después de que eso ocurriera, su interés por ella desaparecía como por ensalmo. Era alto, culto, con una apabullante personalidad, delicado en sus formas, lisonjero y con dinero, tenía todos los ornamentos necesarios para volver loca a cualquier mujer, invirtiendo el mínimo esfuerzo. Y ahora que lo pienso, también poseía ese punto canalla que muchos años después encontraría irresistible en Mario. También era ocho años mayor que yo —mi tendencia a relacionarme sentimentalmente con hombres mayores que yo ha sido siempre una constante en mi vida—. Su experiencia y edad le otorgaban una clara ventaja sobre mí. Pero yo contaba con la advertencia de mi amigo y el hecho de que en aquel momento yo me entretenía con otro hombre.
Pasados unos días, Rafa me localizó en la oficina con la propuesta de un café sin compromiso. Muy segura de mí misma, acepté, no sin antes advertirle que yo no estaba libre ni disponible para él. Ese fue el comienzo de una relación puramente amistosa, que fue forjándose con tardes de cine, conciertos, exposiciones, visitas a museos y larguísimas horas de conversaciones, que nos parecían minutos, salpicados de risas, confidencias y secretos compartidos.
Transcurrieron de esa manera seis meses en los que ambos cada vez estábamos más a gusto juntos, y sin que hubiera habido ni un solo beso que pudiera desestabilizar o fracturar esa perfecta armonía. De esa manera llegó el verano y con él la distancia entre nosotros: un mes entero en que yo aproveché para recibir un curso de inglés en Irlanda. A los tres días de aterrizar en Dublín, Rafa me envió al hotel un enorme ramo de rosas rojas con una nota que suponía toda una declaración de intenciones: «Vuelve pronto. Te echo mucho de menos». El sentimiento era mutuo. No habíamos hablado de ello, pero era evidente que, además de compartir gustos y aficiones, existía una clara atracción física que, tal vez, ambos habíamos reprimido y evitado, por miedo a romper esa relación idílica que manteníamos.
El mes pasó y, con mi regreso a Madrid, todos los sentimientos acumulados y las palabras aguantadas se dieron cita, sin previo aviso, en un cálido e inesperado beso con el que fui recibida por Rafa en el aeropuerto. Lógicamente eso supuso el fin de una maravillosa amistad y el comienzo de un amor que marcaría sin remedio mis posteriores relaciones con los hombres. Aunque entonces yo aún no lo sabía.
Rafa y yo nos enamoramos perdidamente. Hasta mi amigo no daba crédito al cambio que se había obrado en él. Para Rafa todo era una novedad. La primera vez que una mujer se le había resistido tantísimo tiempo y la primera vez que se enamoraba. Tal vez lo uno condujo a lo otro. Pero yo iba a tener dos enemigos muy poderosos en mi contra para que esa relación pudiera prosperar. El primero era la natural e ineluctable tendencia de Rafa a la conquista, algo endémico en él, difícil de amputar de su promiscua personalidad. El otro, aún peor, su miedo atávico al compromiso.
Nuestra historia de amor duró un año, tras el cual Rafa me abandonó con la peregrina excusa de que estar enamorado le estresaba. Nunca me arrepentí de haber mantenido esa relación. Con él pasé el año más intenso de mi vida, hasta ese momento. Lo que sentimos fue real, de eso no me cabe la menor duda. Pero siendo honesta conmigo misma, sé que nunca hubiera podido frenar sus impulsos, ni transformar su condición de mujeriego. Rafa era un faldero. Mejor haberlo descubierto ahora que no más adelante, tal vez ya casados y con hijos. Él volvió a su vida de crápula y yo me encerré durante días en casa lamiéndome las heridas. Pero mi lado práctico, siempre tan presente en mí en todo tipo de situaciones, me impelió a dar por zanjado mi duelo al cabo de dos semanas. Yo era una mujer joven, inteligente y atractiva y Rafa no era el único hombre en el mundo, me dije. Tal como diría mi madre «A rey muerto, rey puesto». Con esa actitud por bandera y la ayuda incondicional de mi querida amiga Constanza, pude salir airosa y fortalecida del trance. Constanza tiró de agenda, una libreta compuesta por una inacabable lista de nombres masculinos a la carta, presentándome cada semana a un espécimen diferente y a cada cual más interesante.
Durante meses los hombres fueron, por primera vez, un juego para mí. Nada de compromisos ni ataduras. Sólo puro disfrute. Aprendí de golpe las reglas del juego masculino, tan severamente criticadas por mí antaño, y que ahora yo utilizaba en mi propio beneficio. Y debo reconocer que me gustó.
Y así fue como durante ese jaranero y sensual período de mi vida, conocí a mi futuro marido. Yo me había inscrito en unas conferencias sobre historia del arte y Alberto San Marcos era uno de los ponentes. Su intervención fue brillante, y como siempre hago en estos casos, me acerqué a darle la enhorabuena personalmente al finalizar. Desde el primer momento, Alberto se reveló como un hombre cabal, íntegro e inteligente. Pero también insulso. Poco risueño, parco en palabras y con claro rechazo a exteriorizar sus emociones.
Para mi sorpresa, ese mismo día me invitó a tomar un café. Acepté con reservas, pues, a priori, Alberto se alejaba bastante del prototipo de hombre que a mí me encandilaba. Físicamente era atractivo. Correcto, pero no llamativo. De ese tipo de hombres que, a medida que le tratas, te va gustando un poco más cada vez. Sintonizamos desde el primer momento y comprobé en mis múltiples conversaciones posteriores con él que nos guiábamos por la misma escala de valores, compartíamos idénticos intereses y luchábamos por los mismos sueños. Era agradable, niñero y detallista y con las ideas tan rabiosamente claras dentro de su cerebro que en pocas semanas no le tembló el pulso a la hora de confesarme que se había enamorado de mí y quería que nos casáramos. Lo cierto es que me impresionó. Después de conocer a cantamañanas, inmaduros, descerebrados y galanes de pacotilla, Alberto me pareció, simple y milagrosamente, un hombre de verdad.
Pronto me presentó formalmente a su familia, donde descubrí de inmediato que contaba con la total aprobación de mi suegro, que casi literalmente me adoptó como a una hija, pero también que tendría que luchar de por vida contra la intrigante, y hasta algo diabólica, de mi suegra. Alberto me fue ganando poco a poco, con pasos cortos pero seguros, hasta tenerme completamente apresada en su tela de araña. Me enamoré de él de una forma tranquila y serena, casi sin darme cuenta. Acostumbrado a conseguir sus objetivos a base de insistencia y testarudez, no cejó en su empeño hasta que le prometí que me casaría con él.
Tras mis frustrados noviazgos juveniles, el abandono de Rafa y mi entrega durante el último año y medio a relaciones pasajeras y una vida un tanto alocada, mi alma necesitaba urgentemente un lugar apacible donde reposar y Alberto me ofrecía todas las condiciones necesarias para vivir un amor sin sobresaltos. Me amaba de forma incondicional y estaba segura de que sería el mejor padre para mis hijos que pudiera imaginar. Yo también le quería, y mucho, pero esta vez mi cabeza inclinó la balanza más que el corazón. Acertar en este caso era una obligación por mi parte y Alberto era una apuesta segura.
«¿Y si fuera el momento de tomar yo las riendas? Tal vez debería dejar de ver una temporada a Mario y comprobar cuál es su reacción a la distancia. Ir espaciando las citas y tenerlas sólo bajo mi petición. Cambiar los roles», pensé. La idea me rondaba la cabeza desde hacía un tiempo y me conozco. Si no tomaba alguna decisión al respecto, entraría en un bucle del que no sería capaz de escapar. Tenía que llamar a Constanza y comentarlo con ella.
Le envié un mensaje de inmediato: «Constanza, necesito comer contigo y comentar un tema». Voy al grano, como es mi costumbre.
Me responde en segundos. «Claro, Oli. ¿Te viene bien el lunes? Tengo un hueco de tres a cuatro, luego tengo una reunión», me informa.
«¡Genial! Me paso por tu oficina y así no pierdes tiempo en desplazarte. Un beso y hasta el lunes», me despido.
¡Otra vez lunes! Y mis ánimos por los suelos. Las ganas de levantarme por la mañana y enfrentarme a Sylvia me suponen un esfuerzo cada vez mayor y mi hostilidad hacia ella va abriendo una brecha casi insalvable en nuestra malsana relación. Si echaba la vista atrás, no acertaba a ponerle fecha al momento en que todo se había torcido y se había ido transformando en la pesadilla que era ahora. ¿Cuál fue el detonante, si lo hubo? Poco importaba ya.
Es bien cierto que nunca ha sido ni será una mujer cercana, empática y de trato fácil. Pero de ahí a la persona amargada, egoísta y dañina en la que se ha transformado media un abismo. Ha convertido la mentira, la humillación y el desprecio en su filosofía de vida, mortificando a todo aquel que está en su radio de acción. Y disfruta con ello. No sería capaz de contabilizar la ingente cantidad de personas que han desfilado por esta empresa y han durado lo que dura un suspiro. Otras han aguantado un poco más por necesidad o por ser demasiado crédulas y pensar que su actitud era algo pasajero que con el paso del tiempo se suavizaría y se tornaría, al menos, en algo más llevadero. Ingenuas y bobaliconas, demasiado jóvenes aún y desprovistas de la experiencia que te otorgan los años para ni siquiera vislumbrar la genuina y malvada naturaleza de Sylvia.
Conmigo no siempre se comportó así. Al menos durante los primeros años guardó las formas. Desde el inicio me convertí, muy a su pesar, en alguien a quien necesitaba. Contradictorio, pero así era. Resolvía sus dudas, planificaba el trabajo, proponía estrategias para aumentar las ventas, apretaba las clavijas a los proveedores para que redujeran sus tarifas, concebía con ella las colecciones, me ocupaba de la contabilidad, pagaba las nóminas, organizaba las campañas de venta online, me ocupaba de las becarias, de sus amigas, de las clientas, de las relaciones con la prensa, me iba de viaje con ella si así lo requería... por no mencionar mi implicación personal que me llevaba desde a concertar sus citas médicas, hacerme pasar por ella o a actuar de improvisada psicoanalista en momentos delicados de su vida.
Mi puesto de trabajo no estaba catalogado en ninguna lista, ni mi categoría inventada aún, ni mi salario pagaba todas las funciones que, mucho más allá de mi deber y mi compromiso, yo desempeñaba con destreza y dedicación. Simplemente me involucraba en el proyecto y lo hacía con alegría, sin esperar nunca un extra ni palmaditas en la espalda. Siempre fui manifiestamente clara y sincera. Si algo no me gustaba, lo declaraba en voz alta y con palabras que no dejaban resquicio para las dudas u otras posibles interpretaciones. Y Sylvia aceptó esa parte de mí, que le enfurecía y admiraba a partes iguales. Con el paso del tiempo habíamos llegado a una especie de compromiso no escrito en el que yo toleraba sus delirios y ella escuchaba mis opiniones, tanto si las había solicitado como si no. Este peculiar acuerdo funcionó a duras penas durante una temporada y mientras la empresa se mantenía en un nivel de ventas que, muy lejos de ser boyante, nos permitía mantenernos a flote. Pero cuando la crisis empezó a golpear a este país, la empresa de Sylvia no fue inmune a sus devastadores efectos y entonces su carácter se tornó aún más insufrible.
Sylvia nos ha convocado a la reunión mensual, donde cada una de nosotras expondrá las tareas y cometidos a desarrollar durante los dos próximos meses, por departamentos. Aunque la finalidad de todos ellos es la misma: incrementar las ventas que han caído de forma dramática en los últimos tiempos. Voy por el pasillo con mi libreta, mis apuntes y mi bolígrafo y me encuentro con Sonia, la becaria, mirando al suelo con cara de asco.
—Sonia, ¿qué te pasa? —le pregunto intrigada.
—¡Mira, Olivia! —Y señala al suelo. Me encuentro con un rastro inequívoco de pis con el que Goliat ha regado el pasillo. Además de feo, el chucho tiene genes de cerdo. Y maleducado, pero eso no era culpa suya. Este perro hacía que mi rechazo hacia la especie canina se reafirmase día a día. Seguimos la senda que nos ha marcado intentando no pisar el líquido amarillento. El final nos lo indica un embriagador olor y unos excrementos justo en la entrada de la cocina.
—¡Pero qué asco! —dice Sonia con todas sus ganas—. Voy a avisar a Sylvia para que vea lo que hace su perro.
Pero no hace falta. Sylvia acaba de hacer acto de presencia y nos pregunta:
—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis las dos ahí paradas como dos pavas? —grita con su irritante tono de voz.
—¡Pasa que tu perro ha hecho sus cositas por toda la oficina! —le contesta Sonia con tono firme y seguro. Yo me vuelvo a mirarla pues su respuesta me ha sorprendido. Las becarias suelen ser jovencitas recién salidas del cascarón y carecen de esa sabiduría y empaque que te dan los años. Esos años que te roban frescura pero te añaden sapiencia.
—Bueno y... ¿cuál es el problema, Sonia? —pregunta Sylvia—. Anda, ¡busca algo para recogerlo y límpialo! No podemos demorar más la reunión.
—Lo siento, Sylvia. Me da un asco terrible. De hecho, creo que voy a vomitar... —contesta Sonia con cierta sorna.
—¡Venga, Sonia, por Dios! ¡Sólo es una caca de perro! Supera tus miedos, querida —insiste Sylvia.
Aquello se ponía interesante...
—No tengo ninguna intención de superar mis miedos, ni de recoger las porquerías de tu perro. Límpialo tú misma y de paso, edúcale —responde Sonia con un aplomo impropio de su edad, dejando a Sylvia con la palabra en la boca.
Por supuesto no se atreve a pedírmelo a mí ni al resto de las chicas, que han escuchado la bronca a prudente distancia. Así que muy a su pesar le toca a ella la grata tarea mientras le susurra a su perro: «Pobre Goliat, nadie te quiere...». Tiene razón. Absolutamente nadie.
Una vez superado el primer escollo del día —tendrían que añadir un plus de peligrosidad en nuestra nómina— parece que por fin vamos a poder afrontar el segundo. «¡Esto parece una carrera de obstáculos!», pienso.
Estamos todas en torno a la mesa con un suculento desayuno. Nos hará falta pues presentimos que la mañana será movidita. Me siento entre Norma e Irene y las demás van ocupando su sitio. Goliat trastea nervioso, por debajo de la mesa, enredándose en las piernas de todas. ¡Qué animal tan pesado!
—Bueno, chicas; lo primero que hay que decidir es la fecha en la que realizaremos la venta especial de los restos de pasadas temporadas —empieza Sylvia.
—Antes de decidir la fecha tendremos que saber si hay suficiente mercancía que vender, digo yo —comenta Irene llevándose un trozo de ensaimada a la boca.
—Quedan cosas del año pasado, lo sacaremos todo —apunta Sylvia.
—Lo que queda de la temporada pasada es muy poco. Y el resto del stock es tremendamente antiguo. No podemos poner a la venta esos ripios de hace seis o siete temporadas a precio de colección nueva. Otra cosa es que los vendas a precio de ganga para ir aligerando el almacén —aporto mi comentario sabiendo que Sylvia no lo tendrá en cuenta.
—Olivia, no podemos tirar la marca por los suelos —me recrimina Sylvia. No sé qué entenderá ella con eso. Para mí lo importante es hacer hueco y vender esas antiguallas que no quiere nadie. Con marcar el precio de coste ya sería un triunfo. Pero dejo que continúe...
—Este año pondremos un gancho para que la gente se anime a comprar. Una parte de las ventas diremos que irá destinada a una ONG —dice Sylvia con entusiasmo.
Nos quedamos mudas. ¿Sylvia destinando parte de sus ganancias a una causa benéfica? Aquí hay gato encerrado con total seguridad. «¿Quién es esta mujer y que han hecho con la auténtica Sylvia?». Esperamos impacientes a que se manifieste en todo su esplendor y desvele el misterio. Y suelta la bomba...
—Obviamente no será verdad, pero a la gente le enternece saber que colabora a que un niñito tenga un techo o pueda comer. —Estaba claro. Conque eso era...
Mi capacidad para sorprenderme con esta mujer es ilimitada. No creo que se pueda ser más mezquina y miserable. ¿Cuántas ideas sórdidas es capaz de tejer en su alienado cerebro? Y lo que es aún peor, de llevarlas a cabo. Ni un rastro de decencia tiene cabida en ella.
Durante unos segundos se produce un silencio incómodo que ninguna osamos romper. Ella va posando su mirada en cada una de nosotras, desafiante y retadora. En ese mismo instante, Sonia se levanta y empieza a recoger sus cosas con parsimonia, sin prisa, tardando intencionadamente más de lo que debería. En su rostro se refleja hastío y decepción, a pesar del poquísimo tiempo que lleva entre nosotras.
—No hemos terminado, Sonia —le espeta Sylvia malhumorada y haciéndole una seña para que vuelva a sentarse.
—Tal vez tú no. Yo, desde luego, no pienso permanecer ni un segundo más en esta empresa. Hablaré con mi escuela y les pondré al corriente de cómo tratas a tu personal y a tus becarios. Lo que me habían contado era cierto... —no levanta la voz y parece calmada, aunque percibo la rabia contenida en su mirada y mucho desencanto.
Luego se dirige a nosotras.
—Perdonad que me marche de este modo. Sé que no son formas ni es mi manera habitual de proceder. Os llamo y comemos juntas para una despedida en condiciones.
La vemos caminar por el pasillo hacia el despacho que comparte con Andrea, recoger sus cosas y alejarse hacia la puerta. Todo tan rápido que me hace sospechar si tal vez la idea de abandonar se hubiera fraguado mucho antes y ya tuviera decidido el día de su marcha. Otra becaria que se nos va. Y era un milagro que hubiese durado tanto...
Sylvia contemplaba la escena desencajada, pero sin la menor intención de detenerla. Después de este episodio, da por concluida la reunión, dejando en el aire el resto de los temas a tratar, sin indicación ninguna para acometer las tareas previstas y sembrando de dudas la manera correcta de proceder en las siguientes semanas. Se marcha de viaje unos días... Se avecina un cataclismo. Lo sé con alarmante certeza. Igual que los vigías del Titanic veían como el iceberg se acercaba inexorablemente a la proa del insumergible navío.