11

Cuando llamaron a la puerta de su oficina, el congresista Alister Petrie dejó caer la pluma y frunció el entrecejo. Había dado órdenes expresas de que no lo molestaran.

—Lo siento, congresista —se disculpó su secretaria precipitadamente cuando asomó la cabeza por la puerta—. Aquí hay alguien que quiere verlo. Sé que ha ordenado que no le pasen llamadas, pero he creído que estaría conforme en que hiciera una excepción.

Ella era por lo general tan reservada y prudente que su excitación atrajo de inmediato la atención de Petrie. Su rostro aparecía sonrojado y en sus ojos descoloridos había un destello insólito. Quienquiera que este martes por la tarde le estuviera haciendo una visita inesperada debía de ser alguien condenadamente importante.

Se puso en pie y se ajustó la corbata.

—Confío en su discreción, señorita Baines. Si se trata de alguien que he de ver, entonces hágalo pasar.

La secretaria salió. Alister casi se hizo pis en los pantalones cuando Yasmine apareció por la puerta abierta. Como un idiota, dirigió una mirada de culpabilidad hacia el marco de plata que contenía la fotografía de Belle y de sus hijos y que estaba situado en el lugar de honor de su escritorio.

Afortunadamente, la señorita Baines, que entró tambaleándose detrás de Yasmine, estaba demasiado emocionada por la presencia de la estrella para darse cuenta de aquella reacción de culpabilidad. Parloteaba acerca de lo asombrada que se había quedado cuando la famosa modelo... su favorita desde hacía años... había entrado en la oficina y le había pedido una entrevista con el congresista Petrie.

Alister, recuperado en parte de la impresión inicial, esbozó la sonrisa que le había ayudado a ganar su primer escaño en el Congreso.

—Es verdaderamente un gran honor para mí, señorita...

—Llámeme Yasmine, congresista Petrie. Verlo a usted también es un privilegio poco frecuente.

Sonaba como un saludo cordial, sin embargo para Alister era evidente su doble significado, sobre todo dado el énfasis que ella puso sobre las palabras poco frecuente y verlo. En los espectaculares ojos de la modelo había un destello malicioso cuando él dio la vuelta a su escritorio para acercarse a ella. Si su modo de moverse le pareció forzado a la señorita Baines, confiaba en que lo atribuyese al hecho de que le acababan de presentar a una estrella y no a que se tratase de una confrontación con una amante que estaba pensando en hacer de las suyas.

Yasmine llevaba un vestido blanco de un tejido suave y ajustado que se le ceñía al cuerpo. El escote en forma de V, donde el vestido se solapaba sobre su pecho, estaba lleno de cadenas de oro de diferentes modelos. Pulseras de diseño le rodeaban ambas muñecas. Esferas de oro tan grandes como pelotas de golf pendían de sus orejas. Una bufanda con estampado de leopardo, tan grande como un mantel, colgaba por encima de uno de sus hombros y se extendía hasta el borde de su vestido tanto por delante como por detrás.

Tenía un aspecto fabuloso y ella lo sabía. Tan fría y altiva como la sacerdotisa de un templo, permaneció en su terreno y dejó que él se acercara, lo cual hizo con la mano extendida, como un penitente. La muy zorra.

Le estrechó la mano. Con los tacones altos era unos pocos centímetros más alta que él. A él no le hacía ninguna gracia tener que levantar la vista, aunque sólo fuera un poco, para mirarla a los ojos.

—Me siento halagado al pensar que pueda tratarse de una visita social.

Ella se rió, sacudiendo su melena de ébano.

—La semana pasada oí uno de los discursos de su campaña electoral. Me gustó lo que dijo y decidí contribuir a su campaña. Necesitamos más hombres como usted en el Congreso.

—Gracias. Me he quedado... sin habla—tartamudeó él sonriendo cautivadoramente, pues su atónita secretaria aún seguía allí.

—¿Me permite? —Sin esperar que le dieran permiso, Yasmine se dirigió hacia un sofá de cuero marrón, regalo de Belle en su último cumpleaños.

—Por supuesto, Yasmine. Siéntese. Señorita Baines, ¿nos disculpa, por favor?

—Desde luego. ¿Le apetece beberalgo? ¿Café? ¿Té?

—No, gracias —respondió Yasmrne exhibiendo su brillante sonrisa—. Pero podría preguntar a mis acompañantes si les apetece algo—. Deslizó de su hombro la fina correa de su bolso de piel de reptil y lo dejó sobre su regazo.

—¿Acompañantes?—preguntó Alister convoz débil. «Dios mío, esto debe de ser una pesadilla.» ¿Cuántas personas sabían que ella estaba aquí? ¿Habría organizado un desfile por la avenida Pensilvama?

—Guardaespaldas, a juzgar por su aspecto —murmuró la señorita Baines—. Estoy segura de que, por ser quien es, tiene que hacerse acompañar a todas partes —añadió.

Yasmine se limitó a sonreír dulcemente, dejando que la mujer sacara sus propias y dramáticas conclusiones. La secretaría, con una sonrisa estúpida, retrocedió y cerró la puerta tras de sí.

Alister tenía los puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Mientras se aproximaba a Yasmine, sintió la tentación de pegarle unos cuantos puñetazos fuertes en su rostro perfecto.

—¿Qué carajo crees que estás haciendo? —Mantuvo bajo el volumen de su voz, pero su expresión feroz traducía fielmente la ira que lo embargaba.

Jamás usaba un lenguaje tan soez ante ella, excepto de forma juguetona en la cama. Pero en el barrio en el que ella había crecido, ése era el lenguaje cotidiano, por lo que aquello no la intimidó lo más mínimo. Saltó del sillón como un resorte, dejando caer su bolso al suelo. La bufanda se deslizó de su hombro y cayó también al suelo.

—¿Qué te pasa, cariño? —preguntó ella con sarcasmo—. ¿Acaso no te alegras de verme?

—Lo que quiero saber es si has perdido la cabeza. ¿Estás tratando de hundirme? ¿Quién te ha visto entrar aquí pavoneándote? ¡Dios mío! ¿Lo sabe la prensa? —Se pasó la mano por el rostro mientras una aterradora posibilidad tras otra desfilaba velozmente por su mente como en un infernal pase de diapositivas—. ¿Qué haces aquí?

—Quiero contribuir a tu campaña electoral. —Yasmine se desabrochó los puños de la camisa y antes de que él se diera cuenta de lo que iba a hacer, se despojó del corpiño de su vestido, haciéndolo resbalar por los hombros y dejándolo caer hasta la cintura, donde quedó bloqueado por su ancho cinturón. Sonreía al mismo tiempo que sacaba lentamente los brazos de las mangas. La ira de él se transformó en lujuria. Sus ojos se movieron hacia abajo para contemplar sus pechos cónicos y prominentes. Los pezones eran oscuros y puntiagudos y se le ofrecían de forma arrogante.

—Te he echado muchísimo de menos, cariño —canturreó ella mientras se subía lentamente la falda por los muslos.

El corazón le latía violentamente, los pulmones trabajaban a pleno rendimiento, tenía las palmas de las manos sudorosas y la sangre circulabá a toda prisa para concentrarse en las ingles. Alister seguía con la vista cómo subía lentamente el bajo de su vestido. Las medias le llegaban hasta la mitad del muslo, donde quedaban sujetas por los ganchos de un portaligas. Él gruñó involuntariamente cuando ella dejó al descubierto el pequeño triángulo que cubría de forma insuficiente su montículo y su denso pelo rizado.

—¡Joder! —murmuró él. El sudor le resbalaba por la frente y goteaba por su rostro—. Si entrara alguien...

—Nadie entrará. Ni siquiera el presidente conseguiría esquivar a Hans y a Franz, que están ahí fuera. Les dije que nadie, lo que se dice ni una jodida persona, debía atravesar esa puerta.

Mientras él permanecía en pie, inmovilizado, ella colocó sus pulgares bajo la banda elástica de su bragas y las empujó hacia abajo por las piernas. Después de quitárselas, las hizo girar sobre el dedo índice.

—Es mejor que te sientes, cariño. Estás un poco pálido.

Le dio un ligero empujón en el pecho y él cayó hacia atrás, aterrizando sobre el sófá de cuero —el regalo de su esposa—. Él no pensó en eso. No pensó en nada excepto en el deseo atronador de su polla. Él alargó las manos para cogerla.

—No tan deprisa. —Ella permaneció en pie delante de él, con los puños en las caderas, las piernas liger;i. mente separadas—. ¿Por qué no has venido a verme, asqueroso hijo de puta?

—Yasmine, sé razonable—jadeó él—. ¿Puedes imaginarte lo saturada que está mi agenda? ¡Estoy en plena campaña, por el amor de Dios!

—¿Con tu sonriente esposa a tu lado?

—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Dejarla en casa?

—¡Sí! —siseó ella, enfadada.

—¿Y eso no podría hacer que todos, especialmente ella, sospecharan algo? Piénsalo. —Intentó nuevamente cogerla y esta vez ella le permitió cruzar las manos sobre su trasero—. ¿Crees que esta separación ha sido fácil para mí? ¡Por el amor de Dios!, no estás bien de la cabeza por presentarte aquí, pero no te puedes imaginar lo que me alegro de verte.

—Al principio no parecías tan contento —le recordó ella—. Creí que te iba a dar un ataque.

—Estaba conmocionado, asombrado. Esto es terriblemente peligroso, pero... ¡Oh, Dios mío, estoy sintiendo tu olor! —Se inclinó hacia delante, hundió el rostro entre los muslos de ella y se acurrucó allí, sorbiendo, besándola con pasión a través del tejido delgado de su vestido—. ¡Qué lástima que no se pueda embotellar esto!

Yasmine le aprisionó la cabeza entre sus manos largas y esbeltas.

—Cariño, estaba hecha polvo. No podía comer. No podía dormir. Vivía pendiente de que sonara el teléfono.

—No podía arriesgarme a telefonearte. —Alister alzó la cabeza hacia sus pechos y se llevó uno de sus pezones a la boca.

—Sí —gimió ella—. Fuerte, cariño, chupa fuerte.

Cogió un pecho con cada mano y los estrujó concada mano miientras le chupaba el pezón hasta que le dolíeron las mandíbulas. Ella se sentó a horcajadas sobre las rodillas de él y hurgó entre sus ropas hasta que su pene palpitante quedó aprisionado entre sus manos acariciadoras.

El le metió las manos por debajo de la falda, agarró sus caderas y las atrajo hacia abajo con fuerza mientras la penetraba. Yasmine rompió los botones de la camisa con inciales bordadas de él y luego hundió sus largas uñas en el pecho del hombre, que profirió un gruñido que era a la vez una mezcla de placer y dolor, y restregó con fuerza la barbilla contra los pezones erectos de Yasmine, e hizo que ardieran al rozarlos con la barba imipiente.

Ella cabalgó sobre él con frenesí, estrujando y estirando como un puño cerrado y mojado, como una loca. A través de la niebla de la pasión, él oyó sonar el teléfono muy débilmente en la antesala y la respuesta amortiguada de la secretaria: .

—Oficina del congresista Petrie. Lo siento, pero el congresista está ocupado en estos momentos.

Alister casi se rió mientras Yasmme hacía rodar sus caderas hacia delante, luego hacia atrás, mientras metía a la fuerza su pecho dentro de la boca de él. «En estos momentos estoy ocupado follando como un loco con mi amante», pensó. ¿No haría eso que se tambalearan los cimientos de la capital? ¿No es verdad que sus votantes se quedarían asombrados? ¿No lo celebrarían sus enemigos con un día de campo?

Ella se corrió antes que él. Cerrando los brazos con fuerza alrededor de la cabeza de él, murmuró en su oído un canto erótico:

—Ohcariñoohpequeñoohdiosohsíohjoder—mientras un espasmo tras otro lo introducía más adentro y con más fuerza dentro de ella.

El orgasmo del hombre no fue tan vocal, pero sí igual de tempestuoso. Durante los sesenta segundos siguientes, ella se mantuvo abrazada fuertemente a él, con su cabeza descansando sobre su hombro.

Cuando ella se incorporó, su torso brillaba de sudor y realzaban el brillo las cadenas de oro que pendían de su cuello. Sus ojos atigrados todavía ardían. Estaba tan condenadamente hermosa que le quitaba el aliento... el que aún le quedaba.

—Te quiero, hijo de puta.

Él se rió entre dientes, haciendo una ligera mueca de dolor cuando salió de ella y se dio cuenta de que se había puesto perdido.

—Yo también te quiero.

Siempre consciente que entre él y su ruina sólo había una puerta, se preguntó preocupado cuánto tiempo habían estado allí dentro. Sin embargo, no podía hacer que se marchara precipitadamente sin hacerle algunas promesas tranquilizadoras.

—Si no te llamo, sólo es para protegerte. Tienes que creerme, Yasmine. Estoy constantemente rodeado de gente. Apenas puedo escaparme sin que alguien me siga al retrete. Cuando estoy aquí, trabajo día y noche. E incluso es más difícil aún verte en Nueva Orleans. Ella cogió el rostro de él entre sus manos y atrajo la boca del hombre hacia la suya para darle un beso lento y húmedo.

—Lo entiendo. De verdad que lo entiendo. Lo que pasa es que he estado muy sola sin ti. ¿Podemos pasar hoy la noche juntos?

El se sintió invadido por la indecisión. Podría ser sensato complacerla. Por otra parte, los riesgos de ser sorprendidos juntos en Washington eran tremendos.

—En serio que no puedo. Tengo programado un vuelo esta tarde a las cinco. Esta noche hay una función para recaudar fondos en Nueva Orleans y no puedo faltar.

—¿Qué vuelo tomas? Yo también iré. Podemos encontrarnos esta noche después de la función.

¡Maldita sea! La situación se estaba poniendo fea.

—No puedo, Yasmine. Se necesitan días para organizar nuestros encuentros, ya lo sabes. —Ella parecía enfadada, decepcionada y suspicaz. Rápidamente la atrajo hacia él y la besó otra vez—. Dios mío, ojalá pudiéramos. Esta semana, más adelante, iré a Nueva York. Dame unos dias para hacer los arreglos oportunos.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Ella se volvió a poner el vestido y se colocó la bufanda al hombro. La camisa de Alister estaba irremediableincnte arrugada; esperaba que no se notase debajo de la chaqueta. También tenía el regazo incómodamente pegajoso, pero eso no tenía arreglo.

Yasmine extrajo un cheque del bolso y lo dejó sobre su escritorio.

—Espero que este donativo no me traiga problemas —dijo.

—¿Problemas? —Se estaba arreglando la corbata. —Mmm. Uno ha regresado de la tumba para torturarme. ¿Te acuerdas que te conté que había enviado un donativo a Jackson Wilde con mi verdadero nombre?

—¿Sí? ¿Y qué? Dijiste que creías que valía la pena intentar sobornarlo.

—Pues no la valió. Perdí mil dólares que no podía permitirme perder. La carta que le envié de recordatorio me fue devuelta con un mensaje escrito a mano: «Un buen intento.» Nunca he sabido si fue el mismo Wilde o uno de sus lacayos el que escribió aquello, pero aparentemente no aceptaba sobornos.

—O tal vez no le ofreciste suficiente dinero.

—Es posible. De todos modos, Cassidy, el ayudante del fiscal, lo ha descubierto. Me telefoneó a Nueva York. Admití que sin demasiado entusiasmo intenté sobornar a Wilde para que nos dejara a Claire y a mí en paz. Me pidió que le enseñara la carta, pero yo la tiré en cuanto la leí.

»Pero esto es solamente la mitad de la historia. Sin yo saberlo, Claire también envió dinero a Wilde, y se puso como una fiera porque no le conté lo de mi donativo. Le di la vuelta a la tortilla y le recordé que ella tampoco me había dicho nada del suyo. Casi tuvimos una pelea por eso.

—¿Y qué problema hay ahora?

—El problema es que Cassidy no se cree nuestras explicaciones y le está dando demasiadas vueltas al asunto.

—Según los periódicos, trata de sacar un caso de la nada. No te preocupes de eso.

—No me preocupo. Todo quedará en agua de borrajas. —Yasrnine le dirigió una mirada de soslayo y le guiñó un ojo—. Además, tengo una coartada cojonudamente buena de la noche en que asesinaron al predicador, ¿te acuerdas?

—Claro. Estabas en Nueva York.

—No, estaba haciendo el sesenta y nueve contigo—Se puso a reír, abrió el cajón central de la mesa de Petrie y echó sus bragas dentro—. Una menudencia para que se acuerde de mí, señor congresista.

—No necesito nada para acordarme de ti. —No en vano era un político. Sabía cuándo tenía que echar leña al fuego y exactamente cuánta. Fingiendo sentir una necesidad acuciante, la atrajo hacia él. Se abrazaron y besaron una vez más. Él trató de ocultar con el beso su impaciencia y de ignorar la desesperación que se ocultaba en el de ella.

Por fin Yasmine se dispuso a marcharse. Entonces, cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta, volvió hacia atrás.

—Alister, si alguna vez me entero de que me estás mintiendo, me cagaré en todo.

—¿Mintiendo? —Él le cogió la mano y se la frotó contra la bragueta. En voz baja le dijo—: Hay cosas sobre las que un hombre no puede mentir.

Por una vez ella no aprovechó la ocasión para acariciarlo. Cuando él le soltó la mano, ella la dejó caer a un lado con indiferencia.

—Simplemente pensaba que debía avisarte de antemano, cariño —dijo ella—. No sólo me enfadaré. Me vengaré.

La voz de contralto, gutural, de Yasmrne tenía un tono bajo que le molestó. Antes de abrir la puerta, le dedico otra sonrisa cordial por guardar las apariencias ante la secretaria. Él y Yasmine se estrecharon las manos. Él le agradeció calurosamente la ayuda financiera, a pesar de que ni siquiera residía en su Estado. Ella se marchó flanqueada por dos enormes gorilas, enfundarlos como salchichas en trajes negros y baratos.

—Bueno, estoy asombrada—dijo la señorita Baiiies con exagerada efusión, apoyando la mano sobre su pecho huesudo—. ¿Se lo puede creer?

—No. No me lo puedo creer.

—Y es tan agradable. Parece que una persona tan famosa como ella tendría que ser orgullosa; sin embargo, es como una persona normal.

—Mmm. Bien, volvamos al trabajo, señorita Baines. Por favor, no me pase ninguna llamada a menos que sea la señora Petrie. .

—Oh, llamó mientras usted estaba con Yasmrne.

Le invadieron el pánico y las náuseas.

—Ahora mismo la llamaré.

—No hace falta. Sólo llamaba para confirmar la hora de su vuelo. Dijo que iría al aeropuerto a recogerlo.

—Oh, estupendo. —Se volvió hacia su despacho particular, pero retrocedió como si le asaltara un nuevo pensamiento—. ¿Le mencionó que Yasmine había venido a verme?

—No.

—Se lo diré esta noche. He oído a Belle hablar de esa modelo. Siempre dice que le gustaría estar tan delgada como ella. —Rió entre dientes y se pellizcó el lóbulo de la oreja de una manera que él sabía que parecía infantil y simpática—. A las mujeres les encanta estar tan esbeltas como las modelos. Jamás entenderé por qué. No es nada atractivo. Ah, a propósito, dejó un cheque de quinientos dólares. Cada centavo cuenta, por supuesto, pero no vale la pena armar un gran revuelo por ello. Probablemente se trate sólo de un gesto publicitario.

Entró y cerró la puerta, con la esperanza de haber causado en la señorita Baines la impresión adecuada, es decir que él había considerado la visita de Yasmine y eI donativo para la campaña sólo como un gesto aislado de una famosa caprichosa.

Una vez sentado tras su escritorio, abrió el cajón, sacó las bragas y estrujó el encaje en su puño. Aquel asunto había ido demasiado lejos. En algún momento se le había escapado de las manos. No necesitaba añadir toda esta mierda a las demás presiones. Era un problema que tenía que resolver a la mayor brevedad. Pero ¿cómo?

Yasmine ya le había causado más problemas que todas sus otras amantes juntas. Hasta ahora, la aventura extramatrimonial había valido la pena a pesar de los problemas adicionales. Si bien las amenazas veladas de ella no lo asustaban realmente, ¿quién podía predecir lo que podía hacer una mujer caprichosa como ella? Tenía que tomarse sus advertencias un poco en serio.

Si lo deseaba, Yasmine podía convertir su vida en un infierno. Ella tenía los contactos con la prensa y el perfil público elevado necesarios para hacer fracasar sus oportunidades de reelección. Podía destruir su familia. Maldita sea, a él le gustaban las cosas tal como estaban y quería que continuaran así.

—¡Joder! —musitó, mesándose los cabellos con los dedos. Esta vez no veía una salida. La única solución era poner fin a la aventura: Tendría que sacrificar un chocho de calidad, pues de otro modo, si todo se descubría debería renunciar a su estilo de vida y a su carrera. Mientras guardaba la ropa interior de Yasmine en el interior del bolsillo de su chaquea, para tirarla más tarde, tomó la decisión de decirle en la primera ocasión que su aventura se había acabado.