8

Ariel Wilde tenía un público devoto en los miembros de la junta directiva de la congregación de Jackson Wilde. Se sentían vinculados a ella por deferencia a su reciente viudedad, por veneración al hombre al que habían enterrado el día anterior y por su propio temor de que una empresa tan lucrativa pudiera estar a punto de irse a paseo tras la desaparición de su líder.

Ariel presidía la mesa de reuniones de la sala de juntas situada en el último piso del edificio de oficinas que albergaba la congregación de Wilde en Nashville.

Totalmente enlutada, parecía delgada y macilenta, incapaz de alzar hasta sus labios blanquecinos la taza de porcelana transparente llena de un té de hierbas casi incoloro. Parecía que sus ojos llorosos, que habían contribuido en gran parte a hacer de ella la santa patrona de los desamparados, se hundían en el interior de su cráneo. Estaban rodeados de sombras violetas de fatiga y desesperación.

Sólo Ariel sabía que aquellas muestras de dolor desaparecían con agua y jabón.

Volvió a colocar la taza sobre el plato. Aquel leve chasquido producido por el roce de porcelana era el único sonido en la sala. La iluminación indirecta, los oscuros paneles y las tupidas alfombras ayudaban a crear una atmósfera sosegada, similar a la de la funeraria donde Jackson Wilde estuvo de cuerpo presente durante dos días en el interior de un ataúd sellado. Aquellos que estaban sentados alrededor de la mesa de reuniones esperaban excitados y conteniendo la respiración a que hablara la viuda, sintiendo compasión por ella, pero al mismo tiempo tratando de ocultar sus preocupaciones personales.

—Caballeros, permítanme en primer lugar que les dé las gracias, individual y colectivamente, por el apoyo que nos han prestado a mí y a Josh durante estos días oscuros y problemáticos que han seguido a la muerte de Jackson. Ustedes son un tributo vivo para él. La manera en que han estado a mi lado es... bien... —Presa de la emoción, se frotó suavemente los ojos y dejó que las lagrimas hablaran por ellas mismas.

Recobrando su compostura, prosiguió:

—Cuando Jackson estaba al frente, esperaba que ustedes se entregaran al ciento por ciento a él y a la realización de la obra del Señor. En su ausencia, ustedes han mantenido esta tradición. Sé que hablo por él cuando digo lo orgullosa que me han hecho sentir.

Dedicó a cada uno de ellos una sonrisa gentil y luego tomó otro sorbo de té antes de entrar en materia.

—Desgraciadamente, ninguno de nosotros esperaba la trágica desaparición de Jackson. Nos cogió desprevenidos. ¿Quién hubiera podido predecir que un loco haría callar a uno de los mejores mensajeros de Dios?

Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de amenes.

—El Diablo espera que nos rindamos y nos retiremos a lamernos nuestras heridas. Espera que nos hundamos bajo el peso de nuestra pena. Cuando hizo callar a Jackson se imaginó que nos haría callar a todos. —Exartamente como lo había ensayado, hizo una pausa estratégica—. Pero el Diablo nos ha subestimado. No nos acobardaremos ni permaneceremos en silencio. El ministerio de Jackson Wilde continuará como hasta ahora.

Una docena de pechos cubiertos con chalecos oscuros se relajaron. La tensión que se escapó de ellos eran tan palpable como el chorro de vapor que sale de una tetera con agua hirviendo. El sudor se empezó a evaporar de las frentes arrugadas. Si no se oyeron los suspiros de alivio, por lo menos se percibieron.

Ariel apenas pudo contener una sonrisa de autosuficiencia. Ahora los tenía en la palma de la mano. Tal vez se consideraran hombres de Dios. Sin duda, algunos de ellos creían de verdad en su misión. Sin embargo, por encima de todo eran hombres, con las debilidades de los descendientes de Adán. Habían temido por su futuro. Creían firmemente que ella iba a anunciar la disolución de la congregación, y habían rezado pidiendo un rnilagro. Ella acababa de ofrecerles uno.

Por supuesto, siempre había por lo menos un escéptico.

—¿Cómo Ariel? —preguntó el dubitativo Thomas—. Quiero decir, ¿cómo podemos continuar sin Jackson? ¿Quién predicará?

Todos se quedaron boquiabiertos, pasmados. Era obvio que todos dudaban de su capacidad. Ella sacudió ligeramente la cabeza y apartó su cabello rubio platino hacia sus hombros. Fue un gesto de decisión y suprema seguridad en sí misma.

—Yo... es decir nosotros... nosotros creíamos que necesitaríamos a otro predicador.

—Pues bien, todos se han equivocado —dijo ella dulcemente—. Por este motivo he convocado esta asamblea. Para exponer mis planes a todos a la vez y evitar tener que repetirlo.

Ella juntó las manos en el borde de la mesa. La fragilidad de los primeros momentos había sido reemplazada por una temblorosa vitalidad. La chispa de vida que despedían sus ojos, tan apagados momentos antes, se fue incrementando hasta convertirse en fuego.

—Nuestros seguidores tendrán curiosidad por conocer mis sentimientos respecto a la muerte de Jackson. Murió inesperada, violentamente. Eso nos proporciona un tema para al menos una docena de sermones. ¿Y quién podría predicar esos sermones mejor que su viuda?

Los miembros de la junta se miraron unos a otros, estupefactos y mudos.

—El hermano Williams escribió todos los sermones de Jackson. Ahora escribirá los míos —siguió, señalando con la cabeza al caballero sentado a su izquierda, aproximadamente en el centro de la mesa.

Él tosió incómodo, pero no dijo nada.

—Poco a poco dejaremos de poner el énfasis en el asesinato de Jackson y nos moveremos hacia otros campos. Empezaremos con el tema de la pornografía donde Jackson lo dejó, porque este tema ha llegado a identificarse con la congregación. Yo continuaré cantando. Josh seguirá tocando el piano. De vez en cuando podríamos invitar a otro predicador, pero si esas gentes sintonizaban el programa semana tras semana era para vernos a Jackson y a mí, ¿no es cierto? Él ya no está. Pero yo sí. Y si ustedes creen que él predicaba sobre el fuego del infierno y la condena eterna esperen a oírme a mí.

Los hombres se sentían incómodos por su franqueza, pero nadie se atrevió a reprocharle nada. Quería que desde aquel momento quedara claro que ella era indiscutiblemente la que mandaba. Al igual que la palabra de Jackson había sido ley, ahora lo era la suya.

—¿Hermano Raye?

Él se levantó de un salto.

—¿Sí, señora?

—Usted ha cancelado la cruzada de Cincinnati. ¿Por qué?

—Bien, esto, yo... yo supuse que con la..., después de que Jackson...

—No vuelva a tomar una decisión como ésta sin consultarme. Vuelva a incluirla en la agenda. Llevaremos a cabo la cruzada tal y como habíamos planeado.

—Pero sólo faltan dos semanas, Ariel. Usted necesita tiempo para...

—Inclúyala de nuevo en la agenda —repitió ella, con frialdad.

El hermano Raye echó una ojeada furtiva alrededor de la mesa buscando apoyo desesperadamente. Nadie se lo ofreció. Los demás desviaron la mirada. Miró a Josh, suplicante, pero éste se contemplaba las manos, girándolas hacia un lado y hacia el otro como si fueran apéndices extraños que hubieran brotado de sus brazos.

Por fin, el hermano Raye dijo:

—La volveré a incluir de inmediato en la agenda, Ariel. Si usted se ve capaz de hacerlo.

—Cuando lleguemos allí, seré capaz. Ahora, sin embargo, estoy extenuada. —Se puso en pie. Los demás siguieron su ejemplo y se levantaron lentamente, arrastrando los pies con los movimientos inseguros de los boxeadores que han caído y luchan por recuperar su ánimo—. Josh habla por mí y viceversa—añadió mientras se dirigía a la puerta—. Sin embargo, prefiero que todas las preguntas y los problemas se me planteen directamente a mi. Cuanto antes asuma las responsabilidades de Jackson, mejor. Si a alguien le supone un problema esto...

Y abrió la puerta e indicó con la cabeza que eran libres de marcharse si no querían acatar sus reglas. Nadie se movió. Apenas respiraron cuando los ojos de la mujer se clavaron en cada uno de ellos. Finalmente, Ariel interpretó aquel perplejo silencio como conformidad.

Su pálido semblante se iluminó con una sonrisa angelical.

—Bien, me alegro mucho de que hayan decidido quedarse. Es lo que Jackson hubiera deseado y esperado de ustedes. Y, por descontado, también es la voluntad de Dios.

Mostró otra brillante sonrisa y luego extendió la mano hacia Josh. Sumiso, él se situó a su lado y colocó Ia mano de ella en el pliegue de su codo. Juntos salieron de la sala.

—Ha sido buena representación—dijo Josh mientras cruzaban la puerta de salida del edificio.

—¿Una representación? —Ariel se acomodó en el lujoso interior de la limusina que les esperaba junto a la acera.

—Vamos a casa —le dijo Josh al conductor antes de cerrar el cristal de separación. Se recostó sobre la mullida tapicería y miró por la ventanilla teñida, tratando de controlar su genio antes de dirigir la palabra a su madrastra.

Finalmente volvió la cabeza hacia ella.

—Podrías haberlo consultado primero conmigo.

—Pareces furioso, Josh. ¿Por que lo estás?

—No uses tus artimañas conmigo, Ariel. Y deja de pestañear como una maldita coqueta en una tarde de baile. Ese gesto inocente no te servirá conmigo. ¿Es que todavía no lo has aprendido?

Ella apretó los labios con aire resentido.

—Supongo que estás molesto porque no he discutido mis planes contigo antes de exponerlos a la junta.

—¿Has perdido por completo el sentido de la realidad, Ariel? —Estaba en verdad atónito y lo demostraba—¿Crees de verdad que tú y yo podemos continuar este ministerio?

—Sé que yo sí.

—Ah, ya veo. Y debido a tu gran corazón, también continuarás conmigo.

—No pongas en mi boca palabras que no he dicho.

—¿Por qué iba a hacerlo? —Josh explotó otra vez—. Parece que tienes todas las palabras que necesitas. ¿Pero sabes el significado de alguna de ellas?

A Ariel aquello le molestó, puesto que carecer de educación formal era una cuestión dolorosa para ella.

—¿No crees que soy capaz de mantener unida esta organización?

—No. Aunque creo que estás convencida de que puedes hacerlo. —Le dirigió una mirada inquisidora—. No dejas que nada te detenga, ¿verdad? Ni siquiera la muerte de mi padre.

Ariel fingió que no le importaba y movió la cabeza de hombro a hombro, como si quisiera aliviar la tensión del cuello.

—Mira, Josh: Jackson está muerto y no hay nadie que pueda hacer nada al respecto. Lo hemos enterrado.

—Con más lujo y ceremonia que si hubiera sido una coronación.

—Atrajo la atención de la prensa, ¿no?

—¿Por eso contratamos al coro y a la orquesta y utilizamos a aquellas jodidas palomas?

—¡El propio vicepresidente de Estados Unidos se encontraba allí! —gritó ella—. ¿Eres tan estúpido como para no darte cuenta de lo que eso significa?

—¿Para él? Aproximadamente un millón de votos.

—Y para nosotros, un minuto y medio en las noticias. Publicidad a nivel mundial, Josh. —La rabia de ella había alcanzado ahora su punto culminante—. ¿Es que tú o cualquiera de los tipos de aquella junta de directores sois lo suficiente estúpidos para creer que iba a desperdiciar aquella publicidad gratuita? ¿Creíais que sería tan tonta? Si es así, los tontos sois vosotros. Voy a exprimir la muerte de Jackson todo lo que pueda. Ha sido como un regalo. Yo no lo he pedido.

Josh volvió otra vez la cabeza hacia la viuda y murmuró:

—¿Ah, no?

—Qué?

Él no respondió.

—¡Josh!

Obstinado, él seguía de espaldas. Ella le pellizcó el brazo con fuerza.

—¡Maldita sea! —gritó él furioso, y se dio la vuelta.

—Explícame qué intentas decir.

—Sólo me preguntaba en voz alta si deseabas que muriera.

Ella le dirigió una mirada fría con sus ojos azules.

—Vaya, vaya. Últimamente te comportas como un detestable santurrón.

—Supongo que uno de nosotros debe guardar la compostura.

—También estás muy pagado de ti mismo. ¿Te crees que me quería deshacer de Jackson para así tenerte a ti? —preguntó ella desdeñosamente.

—A mí no. Pero tal vez tu propio programa de televisión. — Josh se inclinó hacia delante y murmuró— ¿Qué pasó durante aquel rato que no estuviste en mi habitación aquella noche, Ariel?

Un destello de alarma apareció en los ojos de la mujer.

—Acordamos que no lo mencionaríamos nunca.

—Por todo lo que la policía podría haber deducido de ahí.

—Precisamente —replicó él con suavidad.

—No valía la pena mencionarlo —dijo ella alegremente, quitándose una mota de polvo imaginaria de su vestido negro.

—Al principio yo también lo creí así. Ahora ya no estoy tan seguro. Quizá sí que valía la pena mencionarlo. Dijiste que ibas a tu habitación a buscar una partitura.

—¿Y qué?

—Que a pesar de lo que explicamos a la policía, ni estábamos ensayando ni necesitábamos ninguna partitura.

—La quería para más tarde.

—Volviste con las manos vacías.

—No la encontré.

—Estuviste un cuarto de hora fuera, más o menos.

—La busqué por todas partes e intenté no hacer ruido porque Jackson estaba dormido.

—O muerto. Tuviste tiempo suficiente para matarlo. Creo que a Cassidy le interesaría saber algo sobre ese cuarto de hora.

—No puedes decirlo sin implicarte a ti mismo.

Tratando de razonarlo, Josh continuó como si ella no lo hubiera interrumpido.

—En realidad tenías un motivo. Además, papá era un tirano, te estorbaba. Él llegó al estrellato, tú no. Ya no estabas satisfecha con ocupar el asiento trasero; querías ocupar el del conductor. Querías todo el ministerio para ti. Además de tu codicia, estabas harta de que se metiera constantemente con tu voz mediocre, con tu peso, con todo. Conque lo mataste y me usaste de coartada.

—Escúchame bien, gilipollas —respondió ella, volviendo a su lenguaje pre-Jackson Wilde—. Algunas veces lo odiaba tanto que lo habría matado. Fácilmente. Pero él era también lo mejor que jamás me había ocurrido. Si no hubiera sido por Jackson, yo aún estaría traficando con hachís para ganarme la vida, dejando que los palurdos me pellizcaran el culo y viviendo de las mezquinas propinas que repartían a cambio de vislumbrar un poco de escote. Yo sería solamente la hermana de un condenado a cadena perpetua en vez de ser una de las mujeres más apreciadas de Norteamérica, a la que el presidente envía tarjetas y flores.

»No, no lo maté. Pero por nada del mundo lloraré su muerte ni desperdiciaré las oportunidades que se me presenten. Y lucharé con uñas y dientes para conservar lo que tengo.

La limusina tomó el desvío que conducía a la casa. Jackson era lo suficientemente inteligente para saber que a la gente corriente le ofendía la riqueza llamativa, de modo que la casa era como la de un profesional acaudalado, pero no era un palacio. Josh la despreciaba. Si bien era amplia y cómoda, carecía de la elegancia señorial del hogar que su madre había creado para ellos. Ésta era la casa de Jackson de arriba abajo. Su sello estaba estampado en cada habitación. Josh odiaba cada minuto que pasaba bajo su techo.

Sin embargo, en aquel momento nada odiaba tanto como a sí mismo. Porque mientras despreciaba la actitud desenvuelta de Ariel respecto al asesinato de su padre, secretamente la admiraba. Hubiera deseado recuperarse de una forma tan fácil y sin remordimientos como ella. Le ofendía la insensibilidad de Ariel y su ambición sin límites, pero al mismo tiempo sentía celos.

—Sé que tenías planes para tu vida, Josh —dijo ella—. No encajaban con los de Jackson. Por supuesto, él se salió con la suya y tú aún estás resentido por eso.

—No sabes de qué coño estás hablando —respomdió él— Todo eso pasó mucho antes de que tú aparecieras.

—Pero os he oído hablar de eso, a ti y a Jackson. Tuvisteis auténticas batallas para decidir si te convertirías en concertista de piano o entrarías a formar parte de la congregación.

—No necesito que me recuerdes de qué iban aquellas peleas.

—¿Sabes, Josh? Tu padre tenía razón. Tú y yo hemos sacado tres discos de cantos evangélicos. Todos llegaron a disco de oro. Las copias del álbum de Navidad que grabamos la primavera pasada se venderán como churros después de toda esta publicidad. No tendremos que gastarnos ni un centavo en promoción. Se venderá solo en las tiendas.

»Esta congregación te ha hecho rico y famoso, Josh. Ha sido mil veces más lucrativa que si te hubieras quedado estancado tocando esas porquerías clásicas. Piénsalo. —El chófer rodeó el coche y abrió la puerta a Ariel— Me gustaría que te quedases en la congregación de Jackson Wilde por tu propio bien. Pero si decides marcharte, a mí no me importa en absoluto.

Ya con un pie en la acera, Ariel se volvió y añadió:

—Hay pianistas guapos a porrillo, Josh. Y amantes también.

Cuando entró en el hotel Fairmont, Cassidy estaba excitado, nervioso y empapado. Había tenido que aparcar a una manzana de allí y correr bajo una lluvia torrencial. De camino hacia el bar del vestíbulo se quitó la gabardina y sacudió el agua de lluvia, y luego se peinó con los dedos.

Estaba harto de tanta lluvia. Durante días Nueva Orleans había estado anegada. El tiempo no había sido mejor en Nashville la semana anterior, cuando asistió al funeral de Jackson Wilde.

—Café solo, por favor —dijo a la camarera que se acercó a atenderlo.

—¿Café normal o Nawlinsv? —preguntó ella arrastrando las palabras como hacían los nativos del lugar.

—Nueva Orleans. Sin leche. —También podría haberse inyectado la cafeína por vía intravenosa; últimamente no había dormido mucho, conque qué más daba. Miró el reloj. Todavía faltaban doce minutos para que Andre Philippi llegara a trabajar. Las fuentes de información de Cassidy le habían dicho que se podía ajustar el reloj basándose en la hora en que llegaría el encargado de noche.

Mientras lo esperaba, tomó unos sorbos de aquella infusión hirviendo que la camarera le había servido. Finalmente tenía una pista. Él, Glenn y el equipo de policías encargados de investigar el caso habían seguido cientos de informaciones con resultado nulo. Sin embargo, ahora tenía una pista verdadera.

O al menos pedía a Dios que así fuera. Necesitaba encontrar algo. Crowder se estaba impacientando. Se había resistido a dejar que Cassidy fuera a Nashville.

—Si eres incapaz de encontrar al asesino en tu propio territorio, ¿qué te hace pensar que lo encontrarás allí? No puedo justificar el gasto. Que el NOPD envíe a uno de sus hombres.

—El propio Glenn admite que no tiene buena mano con la gente. Especialmente en ese grupo, cantaría como una almeja. Él cree que yo debería ir. Déjeme ir, Tony. Tal vez consiga captar alguna vibración.

Esas palabras provocaron una mirada fulminante de Crowder.

—Las vibraciones de mi culo. ¿Y por qué no consultas a un vidente?

—Eso también lo he considerado —replicó Cassidy, con ironía.

Continuó dando la lata a Crowder hasta que lo agotó y éste le dio permiso para ir a Nashville.

—Sigo pensando que es una empresa inútil.

—Es posible que sí, pero aquí estoy perdiendo el tiempo.

—Acuérdate de que no puedes gastar mucho —gritó mientras Cassidy salía precipitadamente de la oficina.

Por desgracia, Crowder tenía razón. El viaje resultó ser una pérdida de tiempo total. Miles de personas asistieron al funeral del predicador, que tuvo lugar en un ambiente de carnaval. El acontecimiento atrajo a curiosos, a discípulos afligidos y a la prensa del mundo entero, todos compitiendo por vislumbrar una esquinita del ataúd que estaba cubierto por la bandera estadounidense y abarrotado de flores.

A Cassidy sus credenciales le sirvieron para ocupar un lugar cercano al círculo más íntimo de socios y hombres de confianza de Wilde. Si entre ellos había un asesino, él o ella disimulaba muy bien su traición, pues todos mostraban en su rostro la expresión desolada del que no ha podido subir al último bote salvavidas. Nadie parecía alborozado ni siquiera aliviado. Además, si alguien de la organización de Wilde se lo hubiera cargado, ¿qué motivación podía tener? Ellos se beneficiarían solamente mientras él predicara en la televisión, dirigiera sus cruzadas y recibiera los donativos de amor de lo uno y lo otro. Jackson Wilde era una empresa. En su organización, hasta el último mono tenía beneficios. La investigación de Glenn había revelado que Wilde recompensaba muy bien la lealtad.

Como en cualquier otro negocio, había disensiones ocasionales dentro de la organización. Conflictos de personalidades. Celos. Disputas y críticas en voz baja en sus filas. Pero aun así, si uno de los hombres de Wilde hubiera apretado el gatillo, en ese momento esa persona habría acabado con su fuente de ingresos. Eso carecía de sentido.

Quizás había sido un contribuyente resentido, alguien enemistado con Wilde. Cassidy disponía de un mandamiento judicial para revisar los registros de donaciones; Glenn encargó el trabajo a un par de hombres, pero resultó que había cientos de miles de personas y organizaciones que habían contribuido a la congregación a lo largo de los años.

Los únicos sospechosos válidos que asistieron al funeral eran Ariel y Joshua. Cassidy vigiló todos sus movimientos. Josh parecía tan sereno que resultaba catatónico. Contemplaba el ataúd sin pestañear. Era imposible adivinar si estaba conmocionado, indiferente o aburrido con todo aquel asunto.

La viuda mostraba una actitud piadosa y patética en proporciones iguales. A todos los que les dirigía la palabra les deseaba que Dios los bendijese. Les pedía que rezasen. Cassidy la definió como una mariposa con esqueleto de acero. Bajo su fachada angelical, aquella mujer era fría y dura, y probablemente capaz de cometer un asesinato. El problema residía en que las únicas pruebas que tenia contra ella eran circunstanciales. No podía probar su aventura con su hijastro y, en apariencia, adoraba a su esposo y lloraba su muerte.

Quizás el mejor sospechoso no había asistido al funeral. Después de la última entrevista que mantuvo con Claire Laurent, él y el detective Glenn discutieron largo y tendido acerca de ella. Sin embargo, lo único que pudieron sacar en limpio es que era una mentirosa.

En un principio había mentido en lo relativo a su grado de interés por Jackson Wilde. El descubrimiento de la carpeta lo probaba, pero no implicaba nada más. Había tratado de ocultar los aspectos desagradables de su pasado, pero eso sólo evidenciaba la enorme preocupación que sentía por su madre.

Y la cinta de vídeo de la ceremonia de la cruzada revelaba que había mentido al decir que no conocía a Wilde y que se había quedado en casa la noche en que fue asesinado. Pero no la colocaba en la suite del Fairmont con la víctima. No la relacionaba con el arma.

Cassidy y Glenn sabían que un jurado no la condenaría con tales pruebas circunstanciales.

Además, Glenn seguía sin creer demasiado que había sido ella.

—Es una zorra condescendiente y engreída, pero dudo que sea una asesina. Continúo diciendo que fueron la esposa y el hijo. Sabemos que estaban allí. Cosa que no podemos decir de ella.

Pero la prueba que el detective había descubierto aquella tarde podría ser la pista que les faltaba y que le haría cambiar de opinión acerca de la propietaria de Sedas de Francia.

—Ese imbécil del hotel ha mentido —le dijo a Cassidy.

—Eso parece. ¿Me dejas que me ocupe de él? —Sentía un deseo irrefrenable de hacerlo.

—Es tuyo. Si me acercara a ese gilipollas a lo mejor lo estrangularía. Jamás he confiado en un tipo con una flor en la solapa.

Cassidy no desperdició ni un segundo y se dirigió al hotel Fairmont a tiempo para interceptar a Andre Philippi.

Cassidy lo vio en el momento que se acercaba a paso ligero al mostrador de recepción. Tiró un par de billetes sobre la mesa para pagar el café, cogió la gabardina y atravesó el vestíbulo con paso largo y resuelto.

A Andre no le gustó verlo. Su rostro se contrajo con desagrado.

—¿Qué quiere, señor Cassidy? Estoy muy ocupado.

—Lo comprendo, pero yo también.

—Quizá podría llamar mañana y concertaríamos una entrevista.

—La siento, pero es muy importante que hablemos ahora. Le pido disculpas por la molestia, pero le prometo que no tardaré más de un minuto. ¿Tiene usted a mano un magnetófono?

—¿Un magnetófono? —Andre lo miró con suspicacia—. Hay uno en mi oficina. ¿Por qué?

—¿Me permite utilizarlo?

Cassidy no esperó su conformidad. Se dirigió hacia la oficina de Andre, confiando en que el hombre lo seguiría, cosa que hizo, rápidamente. Al entrar en la oficina, Cassidy fue directo al aparato, lo puso en marcha e introdujo una cinta.

—Esto es del todo inadecuado, señor Cassidy. Si deseaba verme...

Andre enmudeció cuando por el magnetófono oyó sonar un teléfono. Pudo oír su propia voz que contestaba y luego el inicio de una conversación que empezaba con «Bonsoir, Andre».

Reconoció la voz de inmediato. Aparentemente también recordaba la conversación.

Mientras Cassidy lo miraba, pareció que el hombre se desvanecía en su impecable traje negro. Gotas de sudor empezaron a brotar de su frente reluciente. Sus labios apretados se fueron aflojando. Se recostó sobre su escritorio y se aferró a una de sus esquinas para evitar desplomarse.

—Mon Dieu —murmuró, mientras el magnetófono continuaba funcionando. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente—. Por favor, por favor, señor Cassidy, apáguelo.

No lo apagó, pero redujo el volumen. Esperaba una reacción, pero no tan drástica. Era obvio que ocultaba más de lo que él había creído en un principio. Sintió el impulso de agarrar al hombre por las solapas y sacudirlo hasta sacarle la información. Tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la calma.

—¿Por qué no me explica esto, Andre? Le doy la oportunidad de hacerlo.

Andre se humedeció los labios y jugueteó nervioso con las iniciales bordadas de su pañuelo. Si en aquel momento lo hubieran condenado a muerte, no habría tenido un aspecto más preocupado.

—¿Sabe ella que usted tiene esto?

El corazón de Cassidy empezó a latir con violencia. Estaba a punto de averiguar la identidad de la mujer que hablaba en la cinta. Philippi dio por sentado que ya sabía quién era. « ¡No lo estropees! » Cassidy se encogió de hombros, sin comprometerse.

—Es su voz, ¿verdad?

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, madre mía! —gimió Andre, y se encogió aún más—. Pobre Claire. Pobre Claire.

Claire había hablado con Yasmine a larga distancia durante casi una hora. Yasmine estaba deprimida. Claire sospechaba que había bebido un par de copas de más.

—Siempre tiene prisa —gimoteó Yasmine.

Por egoísmo, Claire hubiera preferido que Yasmine mantuviera su amor en secreto. Desde la noche en que se lo había contado, la mayoría de sus conversaciones versaba acerca de él y de la desgraciada aventura que tenían.

—Divide su tiempo entre su familia y tú, Yasmine. No lo tienes para ti sola. Ésta es sólo una de las consecuencias de estar liada con un hombre casado. Debes aceptarlo o terminar con la aventura.

—Lo acepto. Sólo que... bueno, al principio, el tiempo que pasábamos juntos parecía más relajado.

—Y ahora es flas-flas gracias señora.

Claire supuso que aquella observación malintencionada molestaría a su antojadiza amiga. Pero Yasmine se rió con una de sus carcajadas guturales que recordaban a los felinos de la selva.

—Qué va. La semana pasada me lo hizo estupendo...

—Entonces no comprendo de qué te lamentas.

Había un punto quejumbroso en la voz de Yasmine. Claire jamás la había visto llorar por nada, ni siquiera cuando la firma de cosméticos eligió a otra modelo para reemplazarla. Aquello fue el principio de los problemas financieros de Yasmine. Ella no sabía que Claire conocía sus dificultades actuales. Claire había pensado en discutir el tema con ella y ofrecerle ayuda en forma de préstamo, pero dado que conocía tan bien el temperamento y el orgullo de Yasmine, se abstuvo. Confiaba en que Yasmine acudiría a ella por voluntad propia antes de que su situación llegara a ser desesperada.

—A veces me pregunto si ésa es la única razón por la que me quiere —dijo Yasmine con una vocecita casi inaudible—. Ya sabes, me refiero a lo que hacemos en la cama.

Claire se dio cuenta de que era más sensato permanecer en silencio.

—Sé que no es eso —se apresuró a añadir—. En nuestra relación hay mucho más que la parte física. Las malditas circunstancias me ponen negra, eso es todo.

—¿Qué ha pasado?

—El estaba en Washington esta semana por asuntos de negocios y me dijo que se las podía arreglar para incluir en su agenda dos días en Nueva York. Pero el trabajo se alargó más de lo previsto y tuvo que retrasarlo. Solamente pudimos estar juntos un día.

»Cuando se disponía a marcharse esta tarde, creí que me iba a morir, Claire. Hice lo que sé que no debía haber hecho. Le supliqué que no se marchara. Se enfadó. Ahora, ni siquiera puedo llamarlo y disculparme. Tengo que esperar a que me llame él.

Sentada en su mesa de dibujo, Claire apoyó la frente entre las manos y se dio un masaje en las sienes. Se sentía preocupada e irritada. Lo único que resultaría de aquella aventura amorosa sería un corazón destrozado.

Yasmine debería ser lo bastante lista para darse cuenta. Debería poner fin a aquella aventura y dejar de hacer el ridículo. Sin embargo, a ella no le gustaría oír ni ése ni cualquier otro consejo no solicitado.

—Lo siento, Yasmine —dijo Claire sinceramente—. Sé que todo esto te duele y me sabe mal. Deseo verte feliz. Ojalá pudiera hacer algo.

—Ya lo estás haciendo. Me estás escuchando. —Yasmine se sorbió las lágrimas—. Oye, ya es suficiente. Me encontré con Leon y acabamos el programa para las fotografías de la semana que viene. ¿Estás preparada para apuntarlo todo?

Claire cogió un bloc y un lápiz.

—Sí. Oh, espera —exclamó con impaciencia cuando sonó la otra línea del teléfono—. Tengo a alguien en la otra línea. Un segundo. —Oprimió el botón y dijo hola. Pocos segundos después volvió a comunicar con Yasmine—. Tengo que irme. Es mamá.

Yasmine sabía que era mejor no prolongar la conversación.

—Hasta mañana—dijo, y colgó el teléfono. Claire salió a toda prisa de la oficina y prefirió subir por las escaleras en lugar de esperar el ascensor. Se detuvo en el apartamento menos de un minuto y acto seguido bajó corriendo los dos pisos hasta la planta baja. Mientras corría por el oscuro almacén, introdujo los brazos en las mangas de un impermeable brillante de vinilo negro y se puso en la cabeza un sombrero que hacía juego.

Puesto que ya había quitado los cerrojos y desactivado el sistema de alarma, abrió la puerta de par en par, y se encontró entonces cara a cara con Cassidy.

Se resguardaba la cabeza del aguacero, que ya le había dejado los cabellos pegados a la cabeza. Llevaba el cuello de la gabardina subido y tenía los hombros hundidos hacia dentro. Estaba a punto de tocar el timbre.

Cuando se vieron, ambos se quedaron igual de sorprcn didos.

—¿Que quiere? —preguntó Claire.

—Necesito verla.

—Ahora no. —Ella activó de nuevo la alarma, empujó la puerta hasta cerrarla y echó la llave. Pasó junto a Cassidy y corrió bajo la lluvia hacia la parte trasera del edificio. De repente, la mano de Cassidy le inmovilizó la parte superior del brazo y la atrajo hacia él.

—Suélteme —gritó ella, luchando por liberar su brazo—. Tengo que marcharme.

—¿Adónde?

—A un recado.

—¿Ahora?

—Ahora.

—La llevaré en mi coche.

—¡No!

—¿Adónde va?

—Por favor, no me dé el rollo ahora. Déjeme ir y punto.

—Ni hablar de eso. No sin alguna clase de explicación.

Un relámpago iluminó brevemente las facciones fuertes del hombre y la resolución que había esculpida en ellas. No se conformaría con un no y estaban perdiendo tiempo.

—De acuerdo. Lléveme en su coche.

Todavía agarrándola firmemente del brazo, él le hizo dar media vuelta. Su coche estaba aparcado en una zona de carga, junto al bordillo. Tras dejarla en el asiento del acompañante, dio la vuelta al coche y entró. La lluvia le goteaba por la nariz y la barbilla cuando puso el motor en marcha.

—¿Hacia dónde?

—Al hotel Ponchartrain.