UN ROBO
A mi hijo, Daniel O. Bellow
Clara Velde, para comenzar por lo que había de llamativo en ella, tenía el pelo corto y rubio, cortado a la moda. Una cabeza de ese tamaño habría resultado deforme en una persona de carácter inerte; en Clara, por su fuerza personal, daba la impresión de una belleza ruda. Necesitaba aquella cabeza; una mente como la suya exigía espacio. Era de huesos grandes; sus hombros no eran anchos, sino altos. Sus ojos azules, excepcionalmente grandes, se acentuaban aún más cuando reflexionaba. La nariz era pequeña, una nariz heredada de sus ancestros del Mar del Norte. La boca era muy bella, pero se ensanchaba enormemente cuando sonreía, cuando lloraba. Su frente era poderosa. Cuando alcanzó la mediana edad, las arrugas de su ingenuo encanto se intensificaron; a partir de ahora serían permanentes. Bien mirado, todo en ella era llamativo, no sólo el tamaño y la forma de su cabeza. Había decidido hacía tiempo que para gente como ella no podía haber encubrimientos; no podía distraer energías en disfraces. Pues ella era así: una robusta mujer americana. Tenía muy buenas piernas, ¡quién sabe qué habría podido verse si las pioneras hubieran llevado faldas más cortas! Aunque compraba su ropa en las mejores tiendas y era entendida en cosméticos, su aire provinciano nunca la abandonó. Venía del quinto pino, esto no admitía dudas. ¿Su gente? Granjeros de Indiana e Illinois y comerciantes de pueblo muy religiosos. Clara fue criada según la Biblia: oraciones con el desayuno, bendiciones con cada comida, salmos aprendidos de memoria, los Evangelios, capítulo y versículo: religión de antaño. Su padre era dueño de una pequeña cadena de almacenes en el sur de Indiana. Los hijos fueron a buenos colegios. Clara había estudiado griego en Bloomington y literatura del Renacimiento y del siglo XVII en Wellesley. Un desengaño amoroso provocó un intento de suicidio. La familia decidió no traerla de vuelta a Indiana. Cuando amenazó con tomarse más somníferos, la dejaron ir a la Universidad de Columbia, y vivió en Nueva York bajo estricta vigilancia, un régimen impuesto por sus padres. Ella, no obstante, encontró la manera de hacer exactamente lo que le daba la gana. Temía las llamas del infierno, pero lo hacía de todas formas.
Después de un ciño en Columbia fue a trabajar para Reuters, luego enseñó en una escuela privada y más tarde escribió crónicas para periódicos británicos y australianos. A los cuarenta, había fundado su propia empresa, una agencia de noticias especializada en alta costura, que posteriormente vendió a un grupo editor internacional y se convirtió en una de sus directivos. En la sala de reuniones era conocida por algunos como «una buena empresaria»; por otros, como la «zarina» del periodismo de modas. Para entonces, era también la atenta madre de tres niñas pequeñas. La primera fue concebida con cierta dificultad (la asistencia profesional de ginecólogos lo hizo posible). El padre de estas niñas era el cuarto marido de Clara.
Tres de los cuatro maridos no habían sido más que eso, hombres que pertenecían a la categoría de maridos. Sólo uno, el tercero, había representado más. Era Spontini, el magnate del petróleo, un amigo del billonario terrorista de izquierdas Giangiacomo F., que murió víctima de sus propios explosivos en los años setenta. (Como era de esperar, algunos italianos alegaron que se había tratado de una maniobra del gobierno). Mike Spontini no era aficionado a la política, pero tampoco había nacido rico como Giangiacomo, cuyo modelo había sido Fidel Castro. Su apariencia, sus casas, castillos y yates lo habrían habilitado para un papel en La dolce vita. Miles de mujeres lo perseguían. Clara había ganado la lucha por casarse con él, pero perdió la lucha por retenerlo. Al darse cuenta de que quería librarse de ella, no se resistió a este hombre difícil y arbitrario, y renunció a todos sus derechos en la repartición de bienes, una no-repartición, en realidad. Él se llevó los estupendos regalos que le había hecho, hasta la última pulsera. Nada más formalizarse el divorcio, Mike fue bombardeado por dos infartos. Quedó hemipléjico y no podía articular palabra. Una italiana del tipo Sairey Gamp[1] lo cuidó en Venecia, donde Clara lo iba a visitar de vez en cuando. Su ex marido le daba un gruñido animal, una mirada feroz, y luego recobraba su aspecto imbécil. Prefería ser imbécil en el Gran Canal que marido en la Quinta Avenida. Los otros maridos (con uno se casó por la Iglesia, en traje de etiqueta; con los demás, en rutinarias diligencias de juzgado) eran… pues, francamente, sombras de marido. Velde era grande y apuesto, indolente, desafiantemente incompetente. No duraba más de seis meses en ningún trabajo. Para entonces, todo el mundo lo quería matar.
Su excusa para estar y no estar en el paro era que su verdadero talento consistía en las estrategias de campañas políticas. Las estrategias sacaban a relucir su mejor baza: captar la atención de los medios de comunicación para sus candidatos, que nunca en la vida ganaban en las primarias. Pero, a fin de cuentas, a él no le gustaba estar lejos de su casa, y una elección es un espectáculo itinerante. «Muy dulce», fue el resumen de Clara a Laura Wong, la diseñadora chino-americana que era su confidente. «Un padre cariñoso, siempre y cuando las niñas no lo molesten; lo que más hace Wilder es sentarse a leer libros de bolsillo: novelas de suspense, ciencia-ficción, biografías de músicos pop. Creo que piensa que todo irá bien mientras esté sentado sobre sus almohadones. Para él, inercia es lo mismo que estabilidad. Mientras, yo llevo la casa sola: hipoteca, mantenimiento, criadas, las au pair francesas o escandinavas, austriaca la última. Invento proyectos para las niñas, me ocupo del colegio, del dentista y del pediatra, sin contar los compañeros de juego, las salidas, los vestiditos de las muñecas, las tarjetas de San Valentín que hay que recortar y pegar. ¿Qué más…? Trabajar con sus temores ocultos, resolver sus peleas, estimular sus mentes, animarlas, secar lágrimas. Amarlas. Mientras, Wilder continúa leyendo a P. D. James, o a quien sea, hasta que estoy a punto de arrancarle el libro y tirarlo a la calle».
Una tarde de domingo hizo precisamente eso: abrió la ventana y le arrojó el libro de bolsillo a Park Avenue.
—¿Quedó atónito? —preguntó la señora Wong.
—En absoluto. Sabe muy bien lo provocativo que es. Lo que no reconoce es que yo tenga motivos para sentirme provocada. Después de todo, está ahí. ¿Qué más quiero? En medio del desorden, él es un enclave de calma. Es la solución a los desenfrenos y desgracias que he tenido en el juego del amor, del que dispone de la más completa información. Una mujer sexy que no sabía hacia dónde canalizar sus emociones, y que resultaba atractiva para hombres brillantes incapaces de satisfacer sus deseos.
—¿Y él, los satisface?
—Él es el supremo soberano, y no por otro motivo que su rendimiento sexual. Es su potencia de potro lo que le vuelve tan suficiente. No es de los que lo piensan mucho. Soy yo la que debo sacar las conclusiones. Una mujer sexy puede engañarse acerca de los encantos de una vida intelectual. Pero lo que acaba con cualquier razonamiento es el bulto masculino. Su apreciación del asunto es que yo perdí mi tiempo con coches Jaguar que no iban a ninguna parte. Suerte la mía que fui a dar con un auténtico Rolls-Royce. Pero se ha confundido de coche —dijo, mientras atravesaba la cocina con paso decidido para retirar la tetera del fuego. Tenía un andar enérgico; sus piernas, bellas aunque torpes, se desplazaban con tal rapidez que los talones parecían incapaces de seguirles el paso.
—Quizá un Lincoln Continental sería más acertado. En fin, a ninguna mujer le interesa que su habitación sea un garaje, y menos aún para un coche aburrido.
¿Qué pensaría de tales confidencias una dama civilizada como Laura Wong? El alzado pómulo chino con el ojo rasgado que asomaba justo por encima, el imperceptible peso del párpado tanto más blanco sobre la negrura de la pupila, y el brillo de aquel ojo, tan extraño en su aspecto y, sin embargo, tan familiar por lo que significaba… ¿Había algo más humano que el reconocimiento de esta significación tan familiar? Laura Wong era, no obstante, toda una mujer de Nueva York en su manera de entender las cosas. No confiaba en Clara en la misma medida en que Clara confiaba en ella. Pero ¿quién era capaz de sincerarse de esa forma?, ¿quién podía abrirse con tanta franqueza? Clara, en su torpeza, intentaba decir, intentaba hacer lo que los ojos brillantes de la señora Wong sugerían.
—Claro, los libros —respondió Laura—. No los puedes pasar por alto.
Ella también había visto a Wilder Velde pedalear en su bicicleta estática mientras la televisión sonaba a todo volumen.
—No entiende que algo falla, ya que lo que gano parece alcanzarnos. Pero tampoco gano tanto, con tres niñas en colegios privados. Así que hay que acudir al dinero de la familia, y esto supone implicar a mis padres, esos dulces viejecitos tan aferrados a la Biblia. No consigo hacerle entender que no puedo mantener a un marido en paro, y no hay ni un solo cazatalentos en Nueva York que quisiera hablar siquiera con Wilder después de echarle un vistazo a su currículum y a su lista de empleos. Tres meses aquí, cinco meses allá. Porque me está fastidiando, y por hacerme el favor, mis jefes están tratando de buscarle algo. Yo peso lo suficiente en la empresa para que se tomen la molestia. Si a Wilder le gustan tanto las elecciones, quizá debería presentarse para algún cargo. Después de todo, tiene aspecto de congresista, y qué me importa si luego arma un jaleo en la cámara de diputados. He conocido a congresistas, hasta me he casado con uno, y no creo que Wilder sea más bobo que ellos. Pero no reconoce que algo anda mal; tiene tanta confianza en sí mismo, que hasta puede tomarse un fraternal interés en los hombres de mi vida. Son como aspirantes fallidos frente al hombre que se llevó los laureles. Se enorgullece de atribuirse una conexión con los más famosos, y cuando me fui a Venecia a visitar al pobre Mike, él me acompañó.
—Así que no es celoso.
—Todo lo contrario. Las personas con quienes he intimado son para él como personajes de un libro de historia. ¡Suponte que Ricardo III o Metternich hubiera deslizado su mano sobre el trasero de tu mujer cuando era niña! A Wilder le encanta citar nombres, y cuando más disfruta es cuando cita los de aquéllos que le precedieron en su puesto de marido. Sobre todo, los que aparecen en la primera plana de los periódicos…
Laura Wong sabía muy bien que no era ella quien debía mencionar el nombre más significativo de todos, el nombre que poblaba todas las confidencias de Clara. El mencionarlo era decisión exclusiva de ella. Si era atinado, si podía reunir el coraje para encarar la más persistente de sus preocupaciones, si podía contar nuevamente con Laura para ser indulgente con ella… éstas eran decisiones que se debía confiar en que Clara adoptara diplomáticamente.
—… a quienes a veces graba cuando aparecen en entrevistas con la CBS o con el programa de MacNeil/Lehrer. Teddy Regler, siempre a la cabeza.
Sí, ese era el nombre. Mike Spontini significó mucho, pero había que situarlo en la categoría de marido. Según el criterio de Clara, Ithiel Regler figuraba muy por encima de cualquiera de los maridos. «En una escala del uno al diez, le solía contar a Laura, él era diez».
—Es diez —sugirió Laura.
—Sería no sólo absurdo, sino psicopatológico, hablar de Teddy en el presente… —replicó Clara.
Era una verdad a medias. A Wilder Velde se le medía por un listón por debajo del que Ithiel Regler jamás descendería. Era, y siempre sería, un absurdo hablar de insensatez o de temeridad. Clara era incapaz de apostar por lo seguro o lo prudente, y nunca se le hubiese ocurrido desvincularse de la influencia de Ithiel, ni aunque su ángel de la guarda le hubiese ofrecido esta posibilidad. Clara le habría replicado: «Más fácil sería reemplazar mi sentido del tacto con el de otra persona». Y así habría zanjado la cuestión.
Así que Velde, al grabarle los programas de Ithiel a su mujer, demostraba lo inexpugnable que se sentía en su puesto de marido definitivo; una posición que, tal como estaban dispuestas las cosas, no podía ser superada.
—Y me alegro de que piense así —dijo Clara—. Es mejor para todos. Ni siquiera se le ocurriría pensar que yo le pudiese ser infiel. Hay que admirarle eso. He aquí una pareja misteriosa por partida doble: ¿cuál de los dos es el más misterioso? Wilder, realmente disfruta de ver a Ithiel desenvolverse con tanto dominio y soltura ante las cámaras. Y mientras tanto, Laura, yo no siento remordimientos por serle infiel. Ni siquiera pienso en estas cosas, no están presentes en mi conciencia. Wilder y yo llevamos una vida sexual que ningún psicoterapeuta podría objetar. Tenemos tres hijas, soy una madre cariñosa, las educo concienzudamente. Pero cuando llega Ithiel a la ciudad y salimos a comer, siento que me derrito. Es capaz de enardecerme con sólo acariciarme la mejilla. Me excito cuando me habla. O hasta cuando lo veo en la televisión y escucho su voz. Él no lo sabe —al menos, eso pienso— y aun si lo supiese, Ithiel nunca intentaría dañar, dominar o explotar a nadie; no es ese tipo de persona. Tenemos esta conexión total y deliciosa, que es, también, un desastre. Incluso en el caso de una mujer que fue criada según la Biblia (que en la ciudad de Nueva York hoy en día es una influencia bastante remota), mi relación con Ithiel no podría ser juzgada como un pecado que mereciera la pena eterna. No son las ofensas sexuales las que te harán caer, porque, en estos días, nadie puede discernir entre lo que es y no es natural en el sexo. De todas formas, no sería la histeria de una mujer lo que la condenaría. Sería otra cosa…
—¿Qué cosa? —preguntó Laura.
Pero Clara calló y Laura se preguntó si no era a Teddy Regler a quien debería preguntársele qué consideraba ella un pecado mortal. Al fin y al cabo, él había conocido a Clara tan bien, durante tantos años, que quizá pudiera explicarlo.
Clara se dio el gusto de examinar meticulosamente a esta au pair austríaca. Tomó nota de cada detalle: vestido apropiado para una entrevista, pelo recién lavado, las uñas no muy largas ni pintadas de color vistoso. Ella misma se puso un atuendo de madre de familia respetable: un traje de color carey y una blusa blanca con adornos de encaje. De sus días de profesora, conservaba un tono magistral al formular sus preguntas («Ahora, Willie, coja el Catilina, de Cicerón, y dígame en qué tiempo verbal se emplea el verbo abutere en la primera oración»), pero era la armadura autoritaria que cubría a una blandengue. Esta jovencita austríaca causó buena impresión. El padre era funcionario de un banco vienés, y la chica era correcta, educada y dulce. Había que sacarse de la cabeza la idea de que Viena había sido un criadero de psicópatas y hitlerianos. Más bien debería recordarse el caso del doble suicidio de la bella y el príncipe heredero. Esta joven, de madre italiana, se llamaba Gina. Hablaba un correcto inglés, y probablemente no fingía cuando se declaraba capaz de hacerse cargo de tres niñas pequeñas. No parecía tender trampas para engañar, ni mostraba aversión alguna a tener que cuidar a niñas desafiantes, obstinadas y silenciosamente rebeldes, como era el caso de Lucy, la mayor de Clara, una gordita que precisaba atención. Una joven secretamente perversa le haría un daño irreparable a una niña como Lucy, le podía abrir heridas que nunca sanarían. Sus dos escuálidas hermanas pequeñas se mofaban de ella. Le lanzaban risitas burlonas que Lucy resistía como un soldado romano. Su cara se sonrojaba de tedio y de agravios.
La señorita extranjera se desenvolvió sin tropiezos, acertó con cada respuesta. ¿Por qué no iba a hacerlo, si las preguntas eran sencillas? Clara se daba cuenta de hasta qué punto sus opiniones «responsables» estaban alejadas de «las verdades de la vida» actuales y de la historia reciente: sus opiniones provenían de su infancia en un pueblo religioso y republicano, de la economía estricta de su madre que sacaba el dinero que le daba a Clara de un monedero que colgaba de su cuello. La vida de ese pueblo de Indiana era tan obsoleta como la del antiguo Egipto. Allí, la «gente decente» hacía grandes donaciones a los evangelistas de la televisión para que pudiesen comprar sus lujosas limusinas y mantener sus vicios estilo Miami. Así eran los queridos y ridículos padres de Clara, quienes de niña la habían agobiado, y por quienes ella sentía ahora un entrañable cariño. En Lucy, robusta, obstinada y silenciosa, veía a su propia gente, se veía a sí misma. Con estas premisas, se podía esperar mucho de ella. Pero ¿cómo formar a una niña como ésta en la ciudad de Nueva York?
—Veamos, Gina —¿la puedo llamar Gina?—, ¿cuál ha sido el propósito de su viaje a Nueva York?
—Perfeccionar mi inglés. Estoy matriculada en un curso de historia de la música en la Universidad de Columbia. Y también quiero conocer los Estados Unidos.
A una joven europea, educada y vulnerable, le habría convenido más un pueblo como Bemidji, Minnesota. ¿Tenía la menor idea de los peligros explosivos a los que se exponía una muchacha en un sitio como éste? Podía ser demolida por dentro. De joven (y no sólo entonces), Clara había realizado experimentos imprudentes. Con tantas relaciones azarosas, pudo haber sucedido cualquier cosa. De hecho, sucedieron muchas; y todo por el honor de correr riesgos. Esto la indujo a reexaminar a la señorita Wegman, a conjeturar qué podía hacerse con una cara como la suya, con ese pelo, esa figura, ese pecho, con el tesoro de las Mil y Una Noches sobre el que núbiles niñas (inocentes hasta cierto punto) se posaban. Tantas atracciones peligrosas, y ¡tanta ignorancia! Naturalmente, Clara decidió que haría todo lo posible (hasta cierto punto) para proteger a una joven que viviera bajo su techo. Todo lo posible suponía poner en práctica aquellos recursos al alcance de una mujer de mucha experiencia. Tenía, además, la firme convicción de que no se podía tomar en serio a una mujer madura sin experiencia. ¿Cómo era posible, pues, que una seria señora Wegman de Viena hubiera autorizado a esta Gina a pasar un año en Gogmagogsville[2]? La otra posible alternativa era que una Gina rebelde se hubiera aventurado sola, y todo, por el honor de correr riesgos.
Haciendo el papel de señora de la casa, Clara movía la cabeza al ritmo de sus ideas. La chica pudo haber interpretado esto como una señal de asentimiento: podía darse por empleada. Tendría un cuarto decente en este inmenso piso de Park Avenue, una paga razonable, los privilegios propios de la casa, dos noches libres por semana, dos tardes para sus clases de historia de la música, una parte de la mañana mientras las niñas estaban en el colegio. Sus amistades austríacas —jóvenes de buena conducta— serían bien recibidas en esta casa; sus amigos americanos deberían contar antes con el visto bueno de Clara. Hasta podía organizar, previo acuerdo, una pequeña reunión en casa. Se podía ser democrática manteniendo, a la vez, la disciplina.
Durante estos primeros meses, Clara vigiló de cerca a la nueva au pair. Luego pudo contar a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, incluso a su psiquiatra, el doctor Gladstone, la suerte que había tenido en dar con la señorita Wegman de Viena y sus encantadores modales. ¡Qué modelo ejemplar era! ¡Cómo calmaba a esas niñas tan nerviosas! «Como usted ha dicho, doctor, mis niñas se provocan tendencias histéricas la una a la otra».
No se podía pretender respuestas de estos doctores. Se les pagaba para que pusieran la oreja. Clara habló de este tema con Ithiel Regler, con quien se mantenía en estrecho contacto. Se hablaban mucho por teléfono, intercambiaban alguna que otra carta y, cuando Ithiel venía a Washington, se reunían para tomar una copa o, de vez en cuando, para cenar.
—Si piensas que este Gladstone te ayuda realmente… Supongo que algunos de estos tipos pueden ayudar —dijo Ithiel en tono neutral.
Él no se inmiscuía en la vida de los demás. Nunca trataba de decirte qué debías hacer, nunca daba consejos sobre asuntos de familia.
—Lo veo, más que nada, para aliviar mi corazón —respondió Clara—. Si tú y yo nos hubiésemos casado, no habría sido necesario. No estaría tan alterada. Pero aun así, hemos mantenido abiertas nuestra vías de comunicación hasta el día de hoy. Además, tú también has pasado por tu fase de terapia.
—Es cierto. Pero mi psiquiatra tenía todavía más flaquezas que yo.
—¿Es importante eso?
—Supongo que no. Pero el otro día se me ocurrió que nunca supo explicarme cómo ser Teddy Regler. Y nada me iría bien mientras no fuese Teddy Regler. No es que quiera ponderar demasiado al precioso Teddy, es que nunca podría ser otra persona.
Porque pensaba las cosas, Ithiel hablaba con seguridad, y a causa de esto daba la impresión de ser engreído. Pero era menos vanidoso de lo que la gente le achacaba. Si, en presencia de Clara, algún espíritu envidioso criticaba a Ithiel, ella, que hablaba de él como alguien que lo conocía bien, que realmente lo conocía (y no hacía misterio de esto), replicaba que Ithiel Regler hablaba de sus fallos con más franqueza que cualquier individuo que pretendiera denigrarlo.
En este punto de su conversación de psiquiatría, Clara hizo un gesto que le era familiar a Ithiel. Inclinó su pecho hacia él. «¡Dime!», dijo. Al hacer este movimiento, él reconocía a la niña provinciana que, en su total ignorancia, exigía que la instruyeran. Su boca se entreabría cuando él se aprestaba a contestar. Lo miraba y lo escuchaba con analítica concentración. «¡Dime!» era una de sus palabras clave.
—La otra noche —dijo Ithiel— vi en la televisión un programa sobre malos tratos a menores, y, después de un rato, empecé a notar cuántas cosas agrupaban bajo este rótulo: casi todo, salvo vejación y homicidio. La mayoría de lo que mostraban eran castigos normales en mi época. Es decir, que hoy, yo podría ser una de esas pequeñas víctimas y mi padre correría el riesgo de ser arrestado por golpear a un menor. Cuando estaba en una de sus furias, mi padre se transformaba: era como licor de contrabando comparado con el alcohol que se compra en una tienda. A los niños, a todos nosotros, nos abofeteaba a dos manos, en ambas mejillas a la vez, y sin piedad. Y ya ves, hace falta que pasen cuarenta años para ver un programa en la televisión y enterarme de que yo también fui una víctima. Pero sucede que yo amaba a mi difunto padre. Las palizas no eran sino un simple incidente, un detalle de nuestra relación. Todavía lo amo. Te explicaré qué significa todo esto: yo no puedo aplicar mi caso a las condiciones actuales sin que se distorsione la realidad. Mi padre me pegaba con pasión. Cuando lo hacía, lo odiaba a muerte. Pero también lo amaba con pasión, y jamás se me ocurriría considerarme un niño maltratado. Sospecho que tu psiquiatra me alentaría a odiarlo, a no permitir que el odio se transformara en pasividad. Desde las alturas de sus supuestos teóricos, me estaría indicando cómo Teddy Regler debe ser Teddy Regler. El verdadero Teddy, sin embargo, rechaza este rencor contra un muerto con quien anhela reencontrarse en el reino de los muertos. Si esto hubiera de ocurrir, ha de ser porque nos amamos y porque lo deseamos fervientemente. Además, es necesario declarar una moratoria después de los cuarenta, incluso antes, si es posible. No se puede ser un niño mártir toda la vida. Esto es lo que le reprocho a la psiquiatría: que te alienta a detenerte en los abusos y mantenerte así en un estadio infantil. En estos días, el alma de todo nuestro país sufre de este mal. También puede haber causas políticas ocultas que expliquen este fenómeno. Presagios del destino de esta inmensa super-potencia…
Clara dijo: «¡Dime!», y se dispuso a escuchar como una joven provinciana. Este aspecto suyo nunca la abandonaría, gracias a Dios, pensó Ithiel; mientras Clara se hacía en secreto esta observación: «¡Qué bien hemos llegado a conocernos! ¡Si solamente hubiese sido así hace veinte años!»
No es que entonces ella hubiera sido incapaz de entenderlo. Siempre comprendió lo que Ithiel decía. Si no, no se habría molestado en hablar. ¿Para qué gastar saliva? Aunque también apreciaba el lado cómico de su papel de aldeana boquiabierta. «¡Caramba! ¡Síii! ¡Pero, claro! ¡Seré tonta!» Pero, entre tanto, la Clara cosmopolita se estaba forjando, almacenando ideas para sobrevivir en Gogmagogsville.
—Déjame decirte lo que a causa de mi asombro no podía expresar en los primeros tiempos… cuando estábamos tumbados desnudos en la cama, en Chelsea, y tus ideas vagaban por el mundo entero, pero siempre volvían a nosotros, en la cama. En la cama, que para mí estaba destinada al reposo, o al sexo, o a la lectura de una novela. Y volvían hacia mí, a quien nunca olvidabas, fueran donde fueran tus ideas.
Este Ithiel, de pelo muy negro entonces, canoso ahora, había engordado. Su cara se había redondeado debajo del mentón, un poco en forma de urna. Por lo demás, su apariencia física había cambiado muy poco. «La verdad es que no tenía muy buena opinión del mundo por aquel entonces. Creo que, entre los temas oscuros de los que yo hablaba, tú buscabas cabos que te remitieran a tu única preocupación: amor y felicidad. Ahora muchas veces siento la misma curiosidad por el amor y la felicidad que tú sentías entonces al escuchar mis ideas geniales».
En sus ratos libres, Ithiel había podido encontrar tiempo para pasar largos meses con Clara; en Washington, su base principal; en Nueva York, en Nantucket y en Monatauk. Después de tres años de convivencia, ella le había presionado hasta conseguir que le comprara una alianza. Clara admitía que, en esa época, era terriblemente obstinada y exigente (como si ahora no lo fuese). «Necesito, por lo menos, una declaración simbólica», le decía Clara, «y le atormentaba de tal manera, reprochándole que me hubiera llevado a rastras de un sitio a otro como si fuera su señorita de compañía, su furcia, que por fin conseguí su capitulación». Ithiel la llevó a la tienda Madison Hamilton, en el barrio de los joyeros, y le compró una esmeralda, una verdadera joya, asombrosamente traslúcida, de color perfecto, lo mejor en su categoría. Estos fueron algunos de los elogios que recibiría la sortija de Clara. Pagó mil doscientos dólares por ella, un precio considerable en los años sesenta, cuando se encontraba especialmente falto de dinero. Sin embargo, él era así: difícil de convencer, pero una vez decidido, desechaba los artículos más pobretones. «Saca de aquí toda esta mierda», murmuraba. El correcto señor Hamilton probablemente oyó esta palabra. Madison Hamilton era todo un caballero, digno y muy honrado, en una década en que cualidades como éstas aún existían: «Antes de que nuestros compatriotas americanos se hundieran en un estado de alucinación a fuerza de mentiras, se dejaran engatusar hasta la inanidad», decía Ithiel. Decía también, siempre hablando de este vendedor de joyas antiguas: «Creo que la extraña perorata que me dieron mis padres me ha predispuesto en favor de personajes en vía de extinción como Hamilton: americanos blancos y protestantes, de buenos modales… aunque por lo que sé, este Hamilton bien pudiera ser armenio».
Clara extendió su dedo anular, e Ithiel le colocó la sortija. Firmó el cheque, y cuando el señor Hamilton le pidió un documento de identidad, pudo presentar no sólo su permiso de conducir, sino además un pase del Pentágono. El carné causó una gran impresión. En aquella época, Ithiel volaba alto como niño prodigio en cuestiones de estrategia nuclear, y si hubiese sido menos original, habría llegado hasta la misma cima, hasta la mesa negociadora de Ginebra, cara a cara con los rusos. En la cúspide del poder se estimaba mucho su sagacidad. Era evidente, no había más que ver el tamaño y la serenidad de sus ojos oscuros, «los ojos de Hera, según mi gramática de Homero», decía Clara, «aunque Ithiel no es afeminado, ¡ni mucho menos!». Lo que Clara quería decir era que tenía un atractivo clásico.
«Esa tarde, en la tienda de Hamilton, yo llevaba una minifalda que ponía al descubierto mis rodillas. Mis rodillas se tuercen un poco hacia dentro, pero no soy patizamba. Y aunque fuera una deformidad, no me vino nada mal. A Ithiel lo volvía loco».
Años más tarde, Clara haría referencia a este hecho como «la insospechada utilidad de las anomalías». Lo anotó en un trozo de papel y dejó que circulara por la casa junto con otros apuntes, para poder contestar, si alguien le preguntaba qué quería decir, que lo había olvidado.
Aunque Ithiel podía llegar a mencionar la «teoría de los juegos» o «MAD[3]», nunca revelaba información secreta, y ella ni siquiera intentaba averiguar a qué se dedicaba en Washington. De vez en cuando aparecía su nombre en el New York Times como experto en seguridad internacional, y durante dos años fue consejero del presidente de una comisión del Senado. Ella no se entremetía en cuestiones políticas, no hacía preguntas. Cuanto más secretas eran sus actividades, más lo admiraba. El poder, el peligro, la discreción reforzaban su atractivo. Nada de insinuaciones groseras. Una mujer podía sentirse segura con un hombre como él.
Por una feliz casualidad, su pequeño apartamento de Chelsea estaba muy cerca de Penn Station. Cuando llegaba a la ciudad, él la telefoneaba y en breves minutos estaba allí, maletín en mano. A su llegada, tenía la costumbre de quitarse la corbata y meterla entre los documentos. Por su lado, Clara tenía la costumbre, después de colgar el teléfono, de sacar la sortija del cajón cerrado con llave, admirarla en su dedo, y besarla cuando el timbre sonaba.
No, Ithiel no hizo una gran carrera pública; no funcionaba bien en equipo, no tenía talento para cuestiones administrativas, era demasiado original en su modo de pensar, no había posibilidad alguna de que alcanzara un cargo ministerial. De todas maneras, tenía mucho éxito trabajando como agente independiente. No se pegaba a políticos con aspiraciones presidenciales: los más inteligentes fracasaban en sus intentos. «Además —decía Ithiel—, me gusta poder moverme a mi antojo». Viajar a otro continente cuando deseaba un cambio de aire. Aceptaba aquellas tareas que saciaban su espíritu emprendedor, este Teddy Regler que se movía entre bastidores: en el golfo Pérsico; con una empresa de whisky japonesa que buscaba abrir un mercado en Sudamérica; con la policía italiana tras las huellas de un terrorista. Ninguna de estas responsabilidades comprometía la reputación de hombre de confianza de la que disfrutaba en Washington. Declaraba ante comisiones investigadoras del Congreso como testigo experto.
En la época en que mantenían una relación íntima, Clara le había ayudado en más de una ocasión a entregar sus informes a tiempo. Por aquel entonces, Teddy y Clara formaban un brillante equipo que trabajaba las veinticuatro horas del día. Él sabía hasta dónde se podía contar con ella (una fiera para el trabajo), lo rápido que captaba ideas nuevas, lo diplomática que podía ser. Ella, por su parte, percibía la densidad de los razonamientos de Ithiel, el cúmulo de información que manejaba, la destreza con que escribía sus informes. A Clara le parecía que Ithiel aventajaba con mucho a cualquiera. Una vez, en el hotel Cristallo en Cortina d’Ampezzo, elaboraron un documento juntos, al ritmo del golpeteo de una pista de tenis situada debajo. Él debía leer por una línea de teléfono transatlántica las páginas que Clara le iba escribiendo a máquina. Mientras hablaba, le daba tiempo a que ella adelantara con la máquina de escribir. Podía confiar en que ella organizaría correctamente sus apuntes y que los redactaría en un estilo similar al suyo (no es que el estilo importe mucho en Washington). Clara trabajaba con todo, excepto con el material confidencial. Era capaz de llevar a cabo un impresionante volumen de trabajo —largos y embriagantes días ante la desvencijada Olivetti portátil— con tal de sentirse ligada a él.
Como le señaló a la señora Wong, Clara había descubierto, muchos años atrás, un libro entre las estanterías de la biblioteca de la Universidad de Columbia. El único título que atrajo su atención entre los miles que había: La pareja humana. En aquella época, la estudiante rubia y robusta preparaba material para un estudio. Sintiéndose (sin saberlo) tan volcánica que para dominarse trataba de contener su respiración, había logrado respirar de nuevo al contemplar esas letras doradas en el lomo del libro. Respiró hondo. No retiró el libro de la estantería, no quería leerlo. «Quería no leerlo».
Le describió este episodio a Laura Wong, que era demasiado educada como para limitarla, demasiado discreta como para orientar sus confidencias por cauces más convenientes. Había que escuchar todo lo que manaba de la enloquecida mente de Clara cuando estaba lanzada. La señora Wong medía estas revelaciones personales a la luz de su propia experiencia de la vida, como lo hubiera hecho cualquiera. Ella también había estado casada; durante cinco años había hecho de esposa americana. Hasta era posible que se hubiera enamorado. Nunca lo decía. Jamás se sabría.
«El título completo era La pareja humana en las novelas de Thomas Hardy. Hardy me encantaba, pero, en ese momento, lo único que me interesaba del libro era el título. Volví a recordar esto en Cortina. Ithiel y yo formábamos la Pareja Humana. Habíamos ido de picnic a un bosque detrás del Cristallo: llevábamos queso, pan, fiambres, encurtidos y vino. Me eché encima de Ithiel y le di de comer. Luego descubrí, cuando intenté hacerlo yo misma, lo imposible que es tragar cuando estás tumbada.
»En retrospectiva, me doy cuenta de que yo estaba muy electrizada. No es inconcebible que las ánimas que rondan la tierra se apoderen de meras jovencitas para hacer de ellas sus intérpretes demoníacos. Le comenté esta hipótesis hace poco a Ithiel (somos lo suficientemente adultos hoy en día como para conversar de estos temas), y me dijo que un compañero suyo, un disidente ruso, le estuvo hablando de algo llamado “supraliteratura”: mientras que la literatura trataba de la tragedia o comedia de vidas privadas, la supraliteratura abordaba el probable fin del mundo, trascendiendo la historia personal. En Cortina, yo creía que actuaba en función de mis propias emociones, pero eran emociones tan ardientes, tan devoradoras, que posiblemente pasaran a ser suprapersonales: una muchacha lozana y enamoradiza, expresando la tragedia o la comedia del fin del mundo. Una fiebre que usa el amor como su portador.
»Terminadas las vacaciones, nos fuimos a Milán. Por cierto, allí fue donde conocí a Spontini. Asistíamos a una elegante velada, y me dijo: “Permítanme que los lleve a su hotel”. Así que Ithiel y yo nos metimos en su Jaguar, y fuimos escoltados por una multitud de patrulleros, por delante y por detrás. Spontini se enorgullecía de su equipo de seguridad. Eran los días en los que las Brigadas Rojas secuestraban a los ricos. No era así de fácil ser rico, serlo tanto como para poder desembolsar un rescate. Mike dijo: “¿Quién sabe?, hasta mi viejo amigo Giangiacomo puede estar planeando mi secuestro. No me refiero a Giangiacomo en persona, sino a la organización a la que pertenece”». En ese mismo viaje, Ithiel y yo frecuentamos al mismísimo Giangiacomo, el revolucionario billonario. Era un hombre afable y atractivo, a pesar de sus ridículos atuendos imitación Fidel Castro; algo así como un niño del barrio de Queens vestido de cowboy. Llevaba puesto un birrete. Apoyada contra un rincón de su lujosa oficina había una ametralladora. Nos invitó a Ithiel y a mí a su castillo del siglo XVIII, estilo rococó, que estaba a unos ochenta kilómetros. Pudo haber sido el decorado para Las bodas de Fígaro de no existir una piscina con algas y una sauna en el fondo del jardín, en la ladera de la colina. Durante las comidas, el mayordomo se inclinaba para ofrecer una bandeja de trufas provenientes de la finca de Giangiacomo para acompañar la creme veloutée, pero no lo conseguía porque Giangiacomo hacía aspavientos con los brazos, arengando sobre la insurrección revolucionaria, el tema del libro que estaba escribiendo. Cuando Ithiel le señaló que semejantes opiniones no constaban en los escritos de Karl Marx, Giangiacomo replicó: “Nunca he leído a Marx, y, a estas alturas, no pienso hacerlo: es preciso actuar”. Por la tarde, nos condujo de vuelta a Milán a ochocientos kilómetros por hora. Mucha acción, te lo puedo asegurar. Recubrí mi esmeralda con la palma de la mano derecha, tal vez para protegerla en caso de accidente.
»Al día siguiente, cuando cogíamos el avión de vuelta a Estados Unidos, Giangiacomo vino al aeropuerto en traje de campaña, acompañado de un grupo de modelos, todas ellas con minifalda. Uno o dos años más tarde, Giangiacomo se mató al intentar dinamitar unos cables de alta tensión. Me dio mucha pena».
Cuando regresaron a Nueva York y a su apartamento de Chelsea en el sofocante mes de agosto, Clara le preparó a Ithiel una exquisita cena italiana de ternera al limón con alcaparras, igual de buena, si no mejor, que las de los restaurantes de Milán o las que servía el chef de Giangiacomo en esa monada de castillito. Clara trajinaba, desnuda y en zuecos, por la estrecha cocina. Para que quedara tierna, machacaba la carne con una sartén de hierro roja. En esos días llevaba el pelo largo. Estuviese vestida o desnuda, sus movimientos eran siempre enérgicos: la noción de lentitud le era ajena.
Estirado sobre la cama, Ithiel estudiaba sus peligrosos documentos (¡tanta información ultrasecreta!) mientras ella cocinaba y se oía la música. Con las persianas bajas y las luces encendidas, disfrutaban de una maravillosa intimidad. «Cuando era pequeña —recordaba Clara—, nos marchábamos de vacaciones a la costa de Jersey; durante la guerra, teníamos persianas negras en las ventanas a causa de los submarinos alemanes que se ocultaban en las proximidades, debajo del Atlántico. Eso sí, podíamos poner la radio a todo volumen». Le gustaba imaginar que ella escondía a Ithiel y sus documentos secretos, aunque las informaciones explosivas no preocupaban a Ithiel tanto como para alterar la serena expresión de su perfil: «se concentraba como Jascha Heifetz[4]». ¿Alguien lo espiaba? ¿Había individuos con lentes zoom o miras telescópicas sobre los tejados de Chelsea? Ithiel, sonriendo, desdeñaba estas suposiciones. No era lo suficientemente importante. «No soy rico como Spontini. En todo caso —dijo Ithiel—, estos tipos tenían sus aparatos enfocando a Clara, a una hija de Albión que ni siquiera tenía una hoja de parra».
En aquel entonces, Ithiel venía con frecuencia desde Washington a visitar a su hijo pequeño, que vivía con su madre en la Calle 10 Este. La ex mujer de Ithiel, que utilizaba ahora su nombre de soltera, Etta Wolfenstein, se esforzaba por resultarle simpática a Clara cuando le hablaba por teléfono. Etta tenía informantes en Washington que seguían la huella de Ithiel. A Ithiel, el cotilleo le era indiferente. «Yo no soy el presidente —decía—, para que anden circulando boletines sobre mis estados de ánimo o mis desplazamientos».
«No debí haberle reprochado que cenara con una mujer alguna que otra vez en Washington. Él necesitaba momentos tranquilos, normales. Yo generaba tanta energía en aquel entonces. Sobre todo a partir de la medianoche, mis horas favoritas para examinar mi psiquis: meditar sobre el amor, la muerte, el infierno, el castigo eterno, el precio que debería pagar por Ithiel en el día del juicio divino, el día que entornara mis ojos para siempre. Toda mi sensibilidad evangelista afloraba a partir de la una de la mañana; noches enteras de llanto, angustia e histeria. Le volví loco. Para poner punto final a esta situación, Ithiel debía casarse conmigo. A partir de ese momento, él no tenía más preocupaciones. Todo mi poder demoníaco estaría puesto a su servicio. Entre tanto, si lograba dormir algo a altas horas de la madrugada y tener el tiempo suficiente para afeitarse antes de su primera cita, bebía su café diciendo que se parecía a Lázaro con su mortaja. También era vanidoso con su físico. Quizá por eso elegí este tipo de penitencia: para hacer que le salieran ojeras. Una vez me contó que debía presentar el resumen de un proyecto ante unos directivos de la Fiat. Daba la impresión de haber pasado la noche entera en una orgía, tal era su incapacidad de construir una frase coherente».
Clara no tenía intención de contarle a Teddy que en Milán, cuando Mike Spontini la había invitado a sentarse delante con él, había descubierto la palma de su mano extendida sobre el asiento, y ella se había levantado inmediatamente colocando su bolso para que él lo sostuviera. En la penumbra, los dedos de Mike se cerraron sobre su muslo. Entonces ella apretó el encendedor del salpicadero del coche. Suponiendo lo que le sucedería cuando la resistencia estuviese al rojo vivo, desistió de su intento. Estas cosas no se cuentan al hombre con quien vives. Era, por otra parte, poca cosa para una persona inmersa en la política internacional.
En los relatos que oía la señora Wong (que tenía tanta sensibilidad americana, a pesar de su aire de distanciamiento oriental y el corte chino de su ropa), la franqueza de Clara pudo dar la impresión de que ella misma era extranjera. Clara iba más allá de la típica espontaneidad americana. La esmeralda la apaciguó por un tiempo, pero Ithiel no se decidía a dar un paso decisivo, y ella se puso aún más difícil. Le contó a Ithiel que había decidido que ambos serían enterrados en una misma tumba. «Prefiero hundirme en la tierra con el hombre que amé, a compartir la cama con alguien que me es indiferente. Sí, deberíamos yacer en el mismo ataúd. O dos ataúdes, con el último en morir encima del otro: O también podría ser de costado. Cogidos de la mano, si fuese posible». Otro tema frecuente de conversación era el nombre y el sexo de su hijo primogénito. Ella prefería un nombre del Antiguo Testamento: Zabulón o Gad, o Aser o Neftalí. Para una niña, le gustaba Micol, quizá, o Noemí. Él vetó el nombre de Micol porque ésta se había mofado de David cuando bailó desnudo la danza de la victoria, y luego Ithiel se negó por completo a tomar parte en la conversación. No quería hacer bonitos proyectos para el futuro. Estuvo huraño con ella cuando Clara le comentó que había un precioso cementerio en el estado de Indiana, con grandes castaños a su alrededor. Cuando Teddy se fue en viaje de negocios a Sudamérica, Clara supo a través de Etta Wolfenstein que se había llevado a una secretaria de Washington para asistirle, y (conociendo a Teddy) para todo lo demás. Para no ser menos, Clara tuvo una aventura con el joven Jean-Claude, recién llegado de París, quien, a la semana, estaba compartiendo su casa. Era muy apuesto, pero apenas se lavaba. Tenía la suciedad tan impregnada que Clara no conseguía restregársela del todo en la ducha. Tuvo que coger una habitación en el Plaza para lograr que se metiera en una bañera. Entonces pudo tolerar su olor por un tiempo. Él le imploró que lo ayudara a obtener un permiso de trabajo, y Clara lo llevó a Steinsalz, el abogado de Ithiel. Luego, Jean-Claude se negó a devolverle la llave de la casa, y ella tuvo que acudir nuevamente a Steinsalz. «Haga cambiar la cerradura, mi querida amiga», dijo Steinsalz, y le preguntó si debía presentarle los honorarios de esta consulta a Ithiel. Era amigo de Ithiel y lo admiraba.
—Pero Ithiel me dijo que usted nunca le cobraba por sus servicios.
Clara descubrió cuánto se divertían los neoyorquinos a costa de su ignorancia.
—Desde que empezó su amistad con el francés, ¿ha notado que faltaba algo en su casa?
Clara parecía demorarse en reaccionar, pero sólo fingía. Había depositado la esmeralda en su caja fuerte (éste era, también, un sugestivo acto de enterramiento).
Clara replicó con firmeza:
—Jean-Claude no es ningún macarra.
A Steinsalz también le gustaba Clara, por su carácter apasionado. Por alguna razón sabía, además, que su familia tenía dinero, una fortuna en propiedades, y esto realzaba su estima por ella. Jean-Claude no era del gusto de Steinsalz. Le recomendó a Clara que remediara sus desavenencias con Ithiel. «El sexo no debe usarse por despecho», aconsejó. Clara no pudo evitar que su mirada se posara en el regazo del abogado donde, a causa de su obesidad, su sexo se destacaba por la presión de las carnes. Le hizo pensar en uno de esos objetos que aparecen cuando los amantes del arte raspan de rodillas el suelo de una iglesia. La figura de un caballero muerto hace siglos.
—¿Por qué, entonces, Ithiel me es infiel?
El primer nombre de Steinsalz era Bobby. Era un gran economista. Dirigía un bufete de un millón de dólares, y no le costaba un centavo. Subarrendaba un local de las oficinas de un ostentoso contable, y le pagaba asesorándole en asuntos legales.
—Teddy es un genio —dijo Steinsalz—. Si no hubiese preferido trabajar independientemente, habría podido escoger cualquier puesto en Washington. Valora su libertad, así que si le apetece visitar al señor Leakey en el cañón de Oldwin, simplemente hace sus maletas y se va. En estos días piensa tanto en trasladarse a Irán como yo en viajar a Coney Island. El sah disfruta de su conversación. Una vez lo mandó traer solamente para que le asesorara sobre Kissinger. Le digo todo esto, Clara, para que no sea demasiado exigente con Ithiel. Él le tiene mucho aprecio, pero se fastidia con facilidad. Si tuviera cierta consideración por sus necesidades, sé que él se lo agradecería mucho. Una buena sugerencia sería aflojarle un poco la cuerda. Permítame decirle que hay encargados de zoo que prestan más atención a los deseos de un murciélago frugívoro que la que prestamos cualquiera de nosotros a nuestro prójimo.
Clara le replicó:
—Los animales suelen venir en pareja. ¿Qué sucede si la hembra languidece de amor?
Fue ésta una buena conversación, y Clara recordaría al abogado con afecto.
—Todo el mundo puede opinar en materia de amor —dijo Steinsalz—, pero sólo los amantes tienen la última palabra.
Soltero y estudioso, Steinsalz vivía con su madre, de ochenta años, a quien había que conducir al cuarto de baño en silla de ruedas. Le divertía enumerar los hombres famosos que habían sido compañeros suyos en el colegio: Holz, el filósofo; Buchanan, el Nobel de física; Lashover, el cristalógrafo. «Y un servidor, cuyos recursos de apelación han hecho historia en la jurisprudencia».
Clara decía: «En cierto modo, le tenía mucho aprecio al viejo Steinsalz. Se parecía a un Papá Noel con un saco vacío que bajaba por tu chimenea para robarte la casa entera. Esta era una de las chanzas de Ithiel a propósito de Steinsalz y su apego a la propiedad. A su manera, un poco curiosa, Steinsalz era generoso».
Clara siguió las recomendaciones del abogado, y, a su regreso, hizo las paces con Ithiel. Sin embargo, al poco tiempo, volvieron a caer en los errores de siempre. «Yo era una maldita reincidente. Cuando Jean-Claude se marchó, me puse contenta. Meterme en la bañera con él en el Plaza fue una travesura, una especie de deporte privado. Dicen que el Rey Sol apestaba. Si eso es cierto, Jean-Claude pudo haber alcanzado la cima de Versalles. Pero mi familia tiene manía por la limpieza. Antes de subirte a su coche, mi abuela te obligaba a limpiar el polvo del asiento, y también debajo del felpudo, para que no se ensuciara su vestido de sarga».
Dicho sea de paso, Clara no guardó su sortija bajo llave por temor a que Jean-Claude se la robara, sino para que no se viera contaminada por su comportamiento deshonesto en la cama.
Pero cuando Ithiel volvió, su relación con Clara ya no era la de antes. Dos personajes extraños se habían interpuesto entre ellos, aun cuando Ithiel se mostró indiferente ante la mención de Jean-Claude. Celosa y dolida, Clara no pudo perdonar a la boba de Washington, de quien Etta Wolfenstein le había proporcionado un pormenorizado retrato. Esa chica era tonta pero tenía tetas muy grandes. Cuando Ithiel le habló de su misión ante Betancourt en Venezuela, Clara no se inmutó. Le importaba más una enamorada americana que un pez gordo de Sudamérica. «¡A que llevaste a tu pequeña asistente al palacio presidencial para que exhibiera su floreciente pecho!»
Sensatamente, Ithiel le dijo: «No seamos demasiado severos el uno con el otro», y Clara se arrepintió y asintió. Pero pronto montó una nueva carrera de obstáculos repleta de pruebas y reglas, y lo acosó en exceso. Cuando Ithiel se cortó el pelo, Clara le comentó: «No me gusta cómo te queda, pero, después de todo, no es a mí a quien intentas contentar». Le decía también: «Te estás engalanando más que de costumbre. Seguro que ni Jascha Heifetz se cuida tanto las manos». Clara cometió errores. A un hombre con ojos de dios griego no se le podía mandar al cuarto de baño a cortarse las uñas, aun cuando te causaran horror los trocitos de uña en la alfombra. Clara se olvidaba de que ella y él formaban la Pareja Humana.
Pero al mismo tiempo, dudaba de que Ithiel tuviese la misma noción que ella de lo que es «humano». Para sondearlo, se interesó más por la política, y le hizo hablar de África, China y Rusia. Lo que se desprendía de sus conversaciones era la insignificancia del factor humano. En su mente, Clara repetía y ensayaba nombres como Kremlin o Lubyanka (le sonaban a cosa viva), mientras Ithiel le hablaba de personas que no sabían explicarse por qué estaban encarceladas, devoradas por piojos y chinches, expuestas a la disentería y a la tuberculosis, y conducidas finalmente a estados de alucinación. Se puede tomar a esta gente, decía Clara, como ejemplo de que no somos nadie, de que los humanos somos reemplazables. Si se veía presionado, Ithiel era capaz de admitir que hasta en los Estados Unidos el status del individuo se estaba debilitando y probablemente entraba en fase terminal. Que los criminales gozasen de especial consideración era síntoma de esto. Ithiel asumía un aire distante cuando emitía estos juicios, como si fuese uno entre una docena de almas afines que escucharan testimonios en la tribuna de un jurado: «Sería bueno que nos declarasen inocentes, pero tampoco me asombraría demasiado si el veredicto fuese culpable». Clara concluyó que el estado moral de Ithiel corría peligro y que recaía en ella la tarea de salvarlo. La Pareja Humana también era una operación de rescate.
«Una terrible crisis amenazaba con destruirnos a los dos».
Por aquel entonces, su razonamiento no estaba lo suficientemente desarrollado como para llegar a una conclusión. Más adelante estaría en condiciones de exponerla: no se puede separar el amor del ser. Podías Ser, aun estando solo. Pero en ese caso, te amabas únicamente a ti mismo, los demás no eran sino fantasmas, y la política internacional, un teatro de sombras. Por tanto, ella, Clara, era con toda seguridad la única llave a la política que Ithiel podía encontrar. De lo contrario, mejor sería que se olvidase de asuntos tan grotescos como la teoría de los juegos, ideologías, tratados y todo lo demás. ¿Qué sentido tenía acumular tantos fantasmas?
Pero la situación entre ellos se deterioraba. Él no supo interpretar la postura de Clara, aunque, según ella, saltaba a la vista. Tuvieron agrias discusiones («fue un error no dejarlo dormir»), y al cabo de unos opresivos meses, Ithiel se aprestó a viajar al extranjero con otra de sus tantas amigas exóticas.
Clara se enteró, siempre a través de Etta Wolfenstein, de que Ithiel se estaba hospedando en un hotelucho de mala muerte en la Calle 40, al oeste de Broadway, donde sería complicado localizarlo. «Se está refugiando en la mugre», dijo Etta, revelándole que Ithiel había quedado en reunirse con su nueva compañera («¡menuda señorita se fue a buscar!») en el aeropuerto Kennedy la tarde siguiente.
Inmediatamente, Clara cogió un taxi en dirección al centro y se metió en el estrecho vestíbulo del hotel. Los azulejos sucios parecían sacados de unos aseos públicos. Plantó los dos puños sobre el mostrador, y dijo ser la esposa de Ithiel que venía, por indicación de su marido, a darle de baja del hotel y a retirar sus pertenencias. «Me creyeron. Cuando estás completamente quemada es cuando más sangre fría tienes. Ni siquiera me pidieron identificación, puesto que pagué en metálico y repartí propinas de cinco dólares. Cuando subí hasta su habitación, me asombré de que él fuera capaz de sentarse en una cama así; mucho menos de dormir entre esas sábanas roñosas. El depósito de cadáveres habría sido más agradable».
Seguidamente, Clara volvió a su casa con la maleta de Ithiel, la misma que habían llevado a Cortina, donde ella había sido tan feliz. Clara esperó a que llegara la noche. Ithiel apareció alrededor de las siete. La trató con frialdad, señal de que hervía.
—¿Hasta dónde piensas llegar con esta mala jugada?
—No me contaste que venías a Nueva York. Estabas a punto de escabullirte al extranjero.
—¿Desde cuándo tengo que fichar la hora de entrada y de salida, como si fuese un empleado?
Ella se enfrentó a él sin temores. En realidad, estaba desesperada. Le gritó los nombres del Antiguo Testamento de sus hijos no nacidos:
—¡Estás traicionando a Micol, a Noemí!
«En general, Ithiel era excepcionalmente sereno, salvo cuando estábamos haciendo el amor. Al principio —dijo Clara— mostraba una furia gélida. Hablaba como un ejecutivo elegantón. Le recordé que el destino de nuestras dos razas dependía de esos niños, que ellos suponían la fusión de dos tipos humanos superiores. No estoy en contra de otros tipos, pero éstos existirían de todas formas, y en número mayor aún. No soy racista».
—No puedo permitir que me des de baja en mi hotel y que te hagas con mi maleta. Nadie va a andar supervisándome. Y supongo que has registrado mis cosas.
—No haría una cosa así. Te estaba protegiendo. Estás cometiendo el error de tu vida.
En ese instante, Clara tenía la mirada perdida. Se veían los huesos de su cara, los huecos de las órbitas. Sus ojos, inflamados, habrían espantado a Ithiel si no hubiese estado tan empecinado en darle una lección. Era hora de fijar un límite, se decía a sí mismo.
—¡No volverás a ese asqueroso hotel! —le gritó Clara cuando vio que cogía su maleta.
—Tengo una reserva hecha en otro sitio.
—Teddy, quítate la chaqueta. No te vayas ahora, estoy mal. Te amo con toda mi alma.
Repitió estas palabras cuando él salió pegando un portazo.
«Si me ablandase ante sus arranques, sentaría un serio precedente».
El lujo de la habitación de Park Avenue no le sentaba bien a Ithiel: los apliques dorados, el tapizado a rayas, la espantosa pintura al fresco, la colcha doblada como en las fotografías de los folletos publicitarios, con las dos tabletas de chocolate de menta sobre la mesilla. El cuarto de baño estaba revestido de espejos, los grifos relucían, y él se sentía desfallecer. Llegó hasta la cama, pero se sentó en el borde, sin recostarse. Estaba escrito que esa noche no dormiría.
Sonó el teléfono. Era un sonido mezquino, desvaído. Etta dijo: «Clara se tragó un frasco entero de calmantes. Llamó para avisarme y mandé una ambulancia. Mejor que vayas a Bellevue; puede que haga falta tu presencia. ¿Estás solo?»
Se fue al hospital en seguida, apresurando el paso por pasillos grises, deteniéndose para preguntar el camino, hasta que se encontró en la sala de espera, al lado de una estrecha ventana horizontal. Vio unos cuerpos sobre unas camillas; ninguno se parecía a Clara. Al rato, un joven con alzacuello se le aproximó. Le dijo que era el pastor de Clara.
—No sabía que tuviera uno.
—Me viene a ver con frecuencia. Es de mi parroquia.
—¿Le han hecho un lavado de estómago?
—Ah, eso, pues sí. Pero se tomó una fuerte dosis, y su estado es incierto. ¿Es usted Ithiel Regler?
—En efecto.
El joven pastor no hizo más preguntas. No hubo ninguna discusión. Había que agradecerle su tacto, como también las noticias que obtuvo de las enfermeras. A la mañana siguiente se supo que la vida de Clara no corría peligro. Iban a trasladarla a la sala de mujeres.
Cuando estuvo en condiciones de hacerlo, Clara dejó dicho que no quería ver a Ithiel, que no tenía deseos de saber de su vida, nunca jamás. Después de pasar un día atormentándose en el hotel de Park Avenue, Ithiel canceló su viaje a Europa. Hizo caso omiso de las demostraciones compasivas de Etta Wolfenstein, ansiosa por saber de sus padecimientos, y regresó a Washington. El clérigo se empeñó en ir a despedirlo a Penn Station. Allí estaba el buen hombre, altísimo y con alzacuello. Tenía una calva incipiente. Había decidido no usar sombrero, y se llevaba las manos a la cabeza buscando mechas de pelo que ya no existían. Su solidaridad incomodaba a Ithiel. Le repetía continuamente que no debía sentirse culpable. Parecía estar diciendo: «Tú, con tus pecados y tu corazón duro; yo, con mi calvicie». No llegó a pronunciar esto, era más bien una insistencia muda en su semblante de hombre decente. Le dijo: «Ya está levantada. Recorre la sala conectando los tubos de suero cuando se desenganchan. Se muestra muy servicial con los enfermos desahuciados».
Siempre hay un remedio, puedes procurarte un consuelo cuando hace falta, dar con algún absceso mental. Hay infinidad de remedios prácticos si los buscas. Ithiel tenía demasiado amor propio para contentarse con explicaciones cómodas como: «el suicidio es un gesto de poder», «el suicidio es un castigo», «esas pobres criaturas nunca se lo proponen en serio», «es una tentativa de salvamento». Te puedes consolar con estas palabras, pero no tienen sentido. Hoy en día, no hay en el mundo un solo sitio civilizado donde una mujer te pueda decir: «te amo con toda el alma». Solamente esta chica de provincias se comportaba así. Si en el mundo ya no quedaba nada de mística sagrada, ella todavía no se había enterado. Ithiel, que se dirigía a Washington y a la cúpula del Capitolio, símbolos de una nación henchida de importancia mundial, asignaba más valor a Clara que a nadie en su país o en cualquier otro. Pensaba: «Opté por esto, y esto es lo que me merezco. Cuando entré en el Regency, sabía a qué me exponía».
Fue entonces cuando comenzaron los casamientos de Clara: primero, la boda por la Iglesia, con el vestido de novia de su abuela, los preparativos esmerados, los grabados de Tiffany, la porcelana de Limoges, la cristalería de Lalique. Papá y mamá habían juzgado que después de dos intentos de suicidio no debía repararse en ningún esfuerzo con tal de asegurarle una vida estable a su querida Clara. El marido número uno ejercía como psicopedagogo y elaboraba pruebas para escolares. Su apellido era de los buenos: Monserrat. En su papel con membrete, Clara hizo imprimir «Mme. de Monserrat». Pero como hubo de explicarle a Ithiel, «ese matrimonio era como un pavo del día de Acción de Gracias. Pasa un mes, la carne está reseca, pero sigues comiendo pechuga. Hace falta aderezarla cada vez con más salsa, hasta que ni el cuchillo más afilado de la ciudad es capaz de cortarla». Si había algo que Clara hacía a la perfección, era inventar comparaciones de este tipo. «Al poco tiempo estás comiendo fibra de ave».
Su segundo marido era un joven sureño, miembro del Congreso, que alguna vez llegó a presentarse como candidato presidencial en los comicios primarios. Vivieron en Virginia durante un año, y Clara vio a Ithiel algunas veces en Washington. En aquella época, no era muy amable con él.
—Francamente —le decía mientras comían—, no comprendo cómo pude haber deseado abrazarte. Te veo ahora y pienso: ¡Puaj!
—Es probable que tenga un elemento de puaj —dijo Ithiel, manteniendo perfectamente la compostura—. No le hace daño a nadie conocer su faceta repulsiva.
No había manera de alterarlo. En la mirada de Clara había en ese momento un destello de respeto.
«Estaba un poco chiflada», explicaría Clara más adelante.
En aquel entonces, ella y su marido sureño querían un hijo. Clara telefoneó a Ithiel para contarle las dificultades que atravesaban:
—Pensé que quizá me podrías complacer.
—Ni pensarlo. Sería grotesco.
—Un niño con clásicos ojos griegos. Fíjate, Teddy, estoy aquí sentada, y ¿a que no adivinas qué me estoy haciendo? ¿A que no sabes dónde tengo la mano, y qué estoy tocando?
—Yo ya hice mi aporte a la especie humana. ¿Para qué procrear más pecadores?
—¿Qué sugieres, entonces?
—Estos maridos funcionales no son la solución.
—No estaba previsto que las cosas se darían de este modo, ni para ti ni para mí. ¿Por qué tuviste tantas mujeres?
—A ti no te ha ido mal con los hombres. Cuestión de democracia, quizá. Hay tantas elecciones, tantos buenos partidos. Únete a tus iguales. ¿Por qué te vas a limitar?
—De acuerdo, pero resulta tan triste… ¿Por qué no puedo estar embarazada de ti? Alistair y yo no somos compatibles en ese sentido. ¿No me has perdonado aún lo de aquel día, cuando te dije que eras puaj? Era simple perversión por mi parte. Ithiel, si solamente estuvieras aquí ahora…
—Pero no pienso estar ahí.
—Todo sea por la procreación. Hay incluso madres de alquiler en nuestros días.
—Ya me veo a un bruto mensajero negro en motocicleta, con botas y casco, esperando con una caja tibia la llegada de un preservativo lleno de esperma. «Toma, Billy, llévale esto a la señora a toda prisa».
—No deberías burlarte. Acuérdate de aquel viejo estoico que fue sorprendido en flagrante delito por sus compañeros: «No os moféis, estoy plantando un Hombre». Pero no, yo sólo hablo así para impresionarte. No es en serio. Dime, y ahora en serio, ¿qué debo hacer?
—El hijo debería ser de Alistair.
Pero Clara se divorció de Alistair y se casó con Mike Spontini, a quien había amenazado en Milán con el encendedor de su coche. A Spontini realmente lo amaba, «aunque lo descubrí con otra mujer poco antes de nuestra boda».
—Él nunca debió casarse.
—Creí que una vez que hubiera comprendido mi valía, yo significaría mucho para él. Pero él no la veía. No quiero decir con esto que soy mejor que otras mujeres. No me considero superior. Además, estoy chiflada. Pero me mantengo en contacto con el yo de mi persona. Es tanto lo que podría hacer por un hombre que amo. ¿Cómo pudo Mike, en mi cama, con la puerta sin llave y conmigo en la casa, enrollarse con esa horrenda fulana, dime?
—Pues hay personas que deben poner fin, de una santa vez, al caos en sus vidas, y, cuando finalmente lo consiguen, están acabadas. Cuando se preparan a dar un nuevo salto, se dan cuenta de que tienen rotura de ligamentos. Todo se terminó.
Con Clara, Mike Spontini se había propuesto hacer las cosas bien. Se compró una casa bonita en Connecticut, con vista al mar. Nunca invertía mal, nunca perdía un centavo. Duplicó su dinero en Connecticut. El piso de la Quinta Avenida también fue un negocio rentable. En el campo, Clara descubrió la jardinería. Esperaba extraer de las flores y las hortalizas una magia benéfica, que el olor de la tierra calmara el alma volcánica de Mike, que apaciguara su fiebre. El casamiento duró tres años. Él pagó por sus culpas, luego entabló pleito de divorcio y liquidó todos sus bienes inmuebles. Fue necesaria una hemiplejia para detener al demente de Mike. La mitad izquierda de su cara estaba tan desfigurada, que se convirtió (en palabras de Clara) en comentario ineludible sobre el tren de vida que había llevado: «una estrategia desacertada». Pero la lealtad era el punto fuerte de Clara, y fue leal, incluso, con un ex marido paralítico. No se rompen todos los lazos afectivos cuando se comparten varios años de intimidad. Después de la hemiplejia, Clara le organizó una fiesta de cumpleaños en el hospital: envió una tarta a la habitación. El médico, sin embargo, le pidió que no asistiera.
Había que estar deprimido, quemado, abatido o agonizando para apreciar a Clara en toda su valía.
Podía extrañar, pues, que ella se convirtiese en una ejecutiva influyente y de altos ingresos. Podía mantener conversaciones mundanas, vestía con originalidad, conocía bien la decadencia, y de primera mano. Sin embargo, en cualquier momento podía poner a un lado su fama de «zarina» y convertirse en la cateta, la presa fácil de viajantes de comercio y timadores deseosos de llevársela al huerto. De pronto se traslucía en ella la muchacha de pueblo remoto, de la América primitiva, con escuelas de una sola aula, de sheriffs, de cenas servidas en fuente con tapa, una de esas poblaciones que la tecnología y el desarrollo urbano dejaron de lado. Su padre, recordemos, seguía siendo miembro de la parroquia de la iglesia, y su madre enviaba cheques a los evangelistas de la televisión. En una sofisticada sala de juntas, Clara podía mostrarse tosca como una mazorca de maíz, y en estas ocasiones, cuando abría la boca era imposible prever si haría un globo con su chicle. Pero cualquiera que intentara pasarse de listo con ella no sabía a qué se exponía.
Siempre dispuesta a reconocer su total ignorancia, decía, como tantas veces a Ithiel Regler: «¡Dime!» La niña campesina era además sentimental. Guardaba recuerdos, fotos de la familia, tarjetas de San Valentín adornadas con puntilla, y, con especial cariño, la sortija de Ithiel. La conservó a lo largo de sus cuatro matrimonios. Cuando la hizo tasar para el seguro, descubrió que había adquirido mucho valor. Se la aseguraron por quince mil dólares. Ithiel nunca había sido hábil con el dinero. Era un mal inversionista; no tenía suerte y era negligente. Veinte años atrás, en la Calle 47, Madison Hamilton había dado un raro patinazo al tasar su esmeralda. Pero Clara dio pruebas de negligencia también, puesto que la sortija desapareció cuando estaba embarazada de Patsy. Olvidada en el lavabo, quizá, o robada de un banco de madera del club de tenis. El extravío la afligía; su depresión aumentaba a medida que revisaba sus bolsos, los cajones, los pliegues del sofá, los gruesos felpudos, los frascos de píldoras.
Laura Wong recordaba lo apenada que había estado Clara: «Fue eso lo que te hizo volver al diván», dijo con dulzura oriental.
Clara había esperado librarse de Gladstone. Lo dijo sin rodeos: «Ahora que estoy embarazada por tercera vez, debería ser capaz de apañármelas sola. Cuando estoy triste, me ayuda más tomar una copa con Ithiel. Tengo ya bastantes médicos, más de los que cualquier mujer necesita. Gladstone me preguntará por qué Ithiel, como símbolo, sigue siendo tan importante en mi vida. ¿Y qué podré contestarle? Cuando la bolsa de tu aspiradora se llena de polvo, la sustituyes por otra. ¿Por qué no deshacerte también del polvo de los sentimientos? Sin embargo… hasta un técnico como Gladstone sabe que esto es imposible. Lo que pretende es anestesiar mis sentimientos. Yo estaba dispuesta a morir por amor. Pues bien, sigo con vida, tengo un marido, espero otro niño. Estoy, como dirían aquellas monadas que enseñan religión, situada. Si por fin logras situarte, ¿por qué llorar la pérdida de un anillo?
Clara se decidió, por fin, a telefonear a Ithiel para contarle lo de la esmeralda:
—Un lazo que nos unía tanto —dijo—. Y me siento culpable por molestarte con esto, justamente ahora que tu relación con Francine no marcha muy bien.
—Nunca marcharía tan mal que no pudiese darte unas palabras de consuelo —dijo Ithiel, tan atento como siempre.
Él nunca se dejaba acongojar por problemas personales. Era tremendamente organizado, como si tuviese que mantenerse a la altura de la clásica armonía de su semblante. Esos ojos parecían exigir una especial reserva que, quizá, él mismo se imponía. Ithiel podía ser duro consigo mismo. Se culpaba por lo de Clara y por sus propios fracasos matrimoniales, incluyendo el presente. Sin embargo, las elecciones que había hecho indicaban que él también era imprudente. Tenía una fuerte inclinación por la cortesía, las estructuras, el orden. A pesar de ello, se arriesgaba con las mujeres, apostaba fuerte, había algo de anarquista en él. En realidad, anarquistas eran ambos. De todas formas, su cariño por Clara resultó (para sorpresa propia) permanente. Su continuo y creciente respeto por ella se asomaba en el horizonte como una luna que tardaba horas en levantarse.
—Sumamos siete matrimonios entre los dos, y nos seguimos amando —decía Clara.
Diez años atrás, el hacer un comentario de este tipo habría implicado un riesgo, habría despertado una ráfaga de temor en él. Ahora, ella estaba segura de que él estaría de acuerdo, como de hecho lo estaba.
—Es cierto.
—¿Qué significa entonces para ti el anillo?
—Nada especial. No es aconsejable tratar de exprimirle hasta la última gota de significado. ¡Es increíble cómo la gente retuerce su lencería emocional! Yo, por lo pronto, no considero que me hayas hecho daño al perder ese anillo. ¿Lo tenías asegurado?
—Por supuesto.
—Pues entonces presenta una reclamación, que ya bastante cobran las compañías de seguros. Tus primas estarán por las nubes.
—Me siento realmente hecha polvo.
—Debe ser a causa de tu alma del siglo X. De poco te servirá el psiquiatra.
—Me ayuda, en cierto modo.
—¡Qué tíos! Si un ciempiés entrara en el despacho, saldría con una diminuta muleta para cada pata.
Al transmitir esta conversación a la señora Wong, Clara dijo: «Ahí tienes al anarquista que hay en Ithiel que pugna por salir. Me levanta tanto el ánimo charlar con él, aunque sólo sea cinco minutos».
La compañía de seguros le pagó quince mil dólares y, un año más tarde, la sortija perdida apareció.
En uno de sus fanáticos arranques de limpieza, la encontró debajo de la cama, sobre la ruedecilla, atrapada en la armazón. Seguramente había estado recostada en la cama, buscando a tientas un pañuelo en la mesilla, y el anillo debió haberse caído por un involuntario empujón del brazo. ¿Por qué motivo había estado buscando un pañuelo? Recuperada la sortija, ya no le apetecía hacer conjeturas. Se llevó el anillo a la cara y, al acariciarlo, sintió como si estuviese inhalando la esencia verde del hielo. No, el hielo era para el diamante. De todas maneras, esta esmeralda también era un hielo. En ella estaba congelada la promesa de Ithiel. Representaba, en todo caso, la forma permanente de la pasión que ella había abrigado por este hombre. La forma ardiente habría sido roja, como una pequeña protuberancia en el cuerpo, en los órganos sexuales. Eso es lo que se vería en un rubí. La forma gélida, en cambio, era este concentrado de verde traslúcido. Esta no era una de sus fantasías; era tan real como el verde del mar, como las montañas de cuyas entrañas se extraían estas joyas. Pensó en estos parajes (el Atlántico, los Andes) como si se tratase del interior de su propio cuerpo. A su manera sucinta, dijo: «En el fondo, puede que yo sea una mina…» Contaba con tres niñas pequeñas para probarlo.
A la compañía aseguradora no se le notificó nada. Clara se negaba a devolver el dinero. Además, no había dinero para devolver. Se lo había gastado en un piano, una alfombra, un nuevo juego de porcelana de Limoges, y quién sabe qué más. Era, por tanto, imposible contratar un nuevo seguro, pero poco importaba. Eufórica, le dijo a Ithiel por teléfono: «Increíble, ¿sabes adonde fue a parar la sortija? Justo debajo de mí. Mientras yo sufría a causa de ella, con bajar el brazo podía haberla enganchado con el dedo».
—¿Cuántos podríamos decir lo mismo? Estar echado en la cama y tener el remedio a nuestros sufrimientos al alcance de la mano.
—Pero no lo comprendes… —dijo Clara—. Creí que estarías contento.
—Lo estoy. Me parece estupendo. Es como si el recuperarla te alargara la vida diez años.
—Tendré que cuidarla más que nunca. Ya no la puedo asegurar… Me pregunto qué importancia puede tener un objeto como éste paira un hombre que tiene que pensar, entre otras cosas, en la Alianza Atlántica, la disuasión, las fuerzas nucleares… temas completamente incomprensibles para mí.
—Si las respuestas sólo estuviesen bajo tu cama —dijo Ithiel—. Pero no creas que soy incapaz de tomarme en serio una sortija, o que estoy tan inmerso en cuestiones de interés mundial o en «la decisiva correlación de fuerzas» de Lenin, que te tomo por una niña a quien se le deben consentir sus caprichos. Me gustas más que el presidente o que el consejero de seguridad nacional.
—Sí, comprendo. Y entiendo también por qué, humanamente hablando, prefieres tratar conmigo.
—Fíjate, si tú misma no hubieras hecho tu propia limpieza, la criada habría encontrado el anillo.
—A mi criada no se le ocurriría limpiar debajo de la cama jamás en la vida; por eso me tomé unos días libres. Tuve que hacer la limpieza esquivando a Wilder, que ha estado leyendo a John Le Carré. Sentado en medio de sus mujeres, como un indio sioux en su hamaca. Como Toro Sentado. A pesar de todo, normalmente es dulce. Aun cuando hace el papel de macho de la casa. Y estaría totalmente a la deriva si yo no estuviese… En fin.
—Si no estuvieses tripulando el barco —concluyó Ithiel.
Era, en efecto, una casa habitada por mujeres. Por eso, tal vez, Gina se sintió menos extranjera en Nueva York. Dijo que le encantaba la ciudad, que ofrecía una gran variedad de actividades pensadas específicamente para la mujer. Además, la gente que llega ya la conoce a través del cine y las revistas. Cuando John Kennedy anunció que era berlinés, todo Berlín pudo haber respondido: «¿Y qué? Todos nosotros somos neoyorquinos». Según Gina, no era posible sentirse extraño aquí.
—Eso es lo que tú crees, nena —fue la respuesta de Clara, aunque no dirigida a Gina, sino a la señora Wong—. Esperemos que nunca descubra los peligros que esta ciudad puede hacer correr a una joven. Pero cuando piensas en una niña tan bonita, en su encanto italiano, tan inocente (aunque la inocencia es algo difícil de probar), no puedes pretender que se olvide de ser una chica, simplemente porque vive en un sitio peligroso.
—¿La dejas viajar en el metro?
—¿Si la dejo? Cuando estas jovencitas salen a la calle, no hay manera de controlarlas. Todo lo que puedo hacer es rezar por su seguridad. Le dije que si pensaba llevar una falda corta, que se pusiera también un abrigo. Pero ¿de qué sirve un consejo si no se ha vivido en una chabola? Lo que toda mujer necesita hoy en día es alguna experiencia de chabola. En todo caso, es a mí a quien corresponde cuidarla, y debo suponer que es inocente y que no le gusta que unos depravados la manoseen en el metro a las horas punta.
—No debe de ser fácil hacer el papel de adulto responsable —subrayó Laura.
—Es la religión de antaño que llevo dentro. Velar por las almas —Clara no hablaba del todo en serio. Sin embargo, cuando evocaba su pasado, sus años de formación, se transformaba por un instante en la niña de frente ancha, de ojos grandes, de nariz más bien pequeña, a la que sus padres obligaban a memorizar largos pasajes de las Epístolas a los Gálatas y a los Corintios.
—Gina es ideal para tus niñas.
—Están muy a gusto con ella, y no hay ninguna tirantez con Lucy.
Para Clara, Lucy era lo principal. Últimamente la veía retraída, regordeta, tímida a la hora de hacer amigos, celosa, rebelde, ansiosa. Obstinada. Varias veces, Clara le propuso que se cortara el pelo, los tupidos rizos que delimitaban su cara.
—Esa niña tiene el pelo de Júpiter —dijo Clara en una de sus sesiones con Laura—. A veces pienso que debe tener la fuerza, en potencia, de un estibador.
—¿No le apetece llevar el pelo corto y arreglado, como el tuyo?
—No quiero provocar una tormenta por este asunto.
Por cierto, la niña era torpe (aunque prometía tener buenas piernas; ya era posible preverlo), y esta torpeza disimulaba una gran fuerza. Lucy se quejaba de que sus hermanas se aliaban contra ella. Clara tuvo que reconocer que tenía razón. Patsy y Selma tenían una figura grácil, haciendo que, por contraste, Lucy apareciese maciza y desgarbada ya antes de la edad ingrata. Como su madre, seguiría sintiéndose desgarbada, incluso superada esta etapa. Al igual que ella, continuaría siendo irascible, desafiante y quisquillosa. Cuando Clara consiguió que Lucy se abriera (los ojos, inmensos en su cara esbelta, debieron reposar sobre la niña hasta lograr vencer sus resistencias; «siempre puedes decirle a mamá lo que te pasa, lo que se está cociendo dentro de ti»), rompió a llorar, diciendo que sus compañeras del colegio la desdeñaban, se burlaban de ella.
—Cabronas —dijo Clara a la señora Wong—. Es increíble lo temprano que empiezan. Hasta Selma y Patsy, chicas cariñosas, están creciendo a costa de Lucy. La torpeza de Lucy —y ya sabes lo que la palabra «torpe» significa para una niña— hace de ellas unas señoritas. Y las hermanas pequeñas no son tontas, pero creo que Lucy es la más inteligente. Hay algo excepcional en ella. Lucy se comporta como una bruta. No es sólo el corte a la romana de su pelo. Es glotona y guarda rencores. ¡Por Dios, que los guarda! Es ahí donde interviene Gina, porque Gina tiene mucha clase, y la quiere. En la medida de lo posible (teniendo en cuenta mis responsabilidades profesionales y el cuidado de la casa), yo hago de madre de esas niñas. Además, asisto a las sesiones de los psicopedagogos (estuve casada con uno de esos personajes), y a las reuniones de madres. Quizá el haberlas mandado a los «mejores» colegios, haya sido un grave error. Hace falta sobreponerse a la influencia de los grandes accionistas de bolsa y a los abogados de la ciudad. Lo digo tal como lo veo…
Lo que no podía decir, porque la educación de Laura Wong había sido tan distinta de la suya (y, de las dos, era la suya propia la que parecía más extranjera), tenía que ver con el Evangelio según San Mateo, 16, 18: «las Puertas del Infierno no prevalecerán contra él», siendo él el amor, contra el que no puede cerrarse ninguna puerta. Era otro elemento de la religión primitiva que se le había inculcado a Clara y que formaba parte de su confusa vida interior. Explicarle esto a su confidente hubiera exigido demasiado esfuerzo, sobre todo sabiendo que, al fin y al cabo, la señora Wong permanecería en las sombras de la ignorancia. Por esto, Clara no podía explicarlo tal como lo veía.
—Hay mucha mujer en esa niña. Una mujer guapa y poderosa. Gina Wegman intuye lo mismo que yo.
Clara se sentía atraída por Gina, pero entablar una amistad con ella no sería prudente; se parecería demasiado a una adopción, y esto podría suscitar celos en sus hijas. Había que guardar las distancias: evitar la intimidad y evitar, sobre todo, las confidencias. No había ningún mal en complacerla de vez en cuando, siempre que fuera con fines educativos. Por ejemplo, pedirle a la aupair que te trajera unos papeles a tu despacho, y luego enseñarle las oficinas y ofrecerle un buen té. Clara autorizó a Gina a asistir a una reunión de trabajo dedicada a hombreras y a oír cómo debatían las ventajas de tal o cual gomaespuma, el grosor más adecuado, el interés que podía tener una línea más recta en la caída de las prendas, las nuevas tendencias en materia de tallas en los diseños Armani, Christian Lacroix, Sonia Rykiel. Llevó a la chica a una pasarela con la última moda italiana, temporada primavera, donde escuchó acaloradas discusiones a favor y en contra de las botas por encima de la rodilla, de las faldas de Gianni Versace llevadas encima de pololos abuñolados. Las maniquíes enseñaban prendas cortas de seda arrugada, o chaquetas que hábilmente imitaban la piel de ocelote, o capas simulando piel de nutria. Todo esto era el fruto de ingeniosos artesanos millonarios, de billonarios comisarios de la creación. Gina vino correctamente vestida; una chica mona, muy joven. Clara no sabía si el desfile la había impresionado. Pensó que era mejor minimizarlo todo: el decorado lujoso, la asistencia de las modelos italianas más cotizadas y la ampulosidad de los expertos, algo intimidados por la presencia de la impasible zarina.
—Pues ¿qué te puedo decir de todo esto? —se preguntaba Clara en presencia de su confidente Laura Wong—. Este resplandor es mi medio de vida. Hay mujeres agradables que se vuelven viejas y desencantadas, cínicas también, en este centelleante universo de abrigos de piel, sedas, cueros, productos de belleza, etcétera, que representa la industria de la moda. Pero de todo esto, lo único que cuenta para mí son mis responsabilidades familiares. Cómo proteger a mis hijas.
—Y querías dedicarle una atención a tu Gina —dijo la señora Wong.
—Me divierte esta frivolidad —contestó Clara—. Nos es necesaria. Pero ¡cuesta tanto!, y ¿quién se lleva qué prenda? Además, Laura, hay que metérselas por los ojos a las mujeres… Una cosa es que a una mujer bonita se le ponga un vestido bonito; estás sumando belleza con belleza. Pero si la operación se instrumenta solamente desde fuera, los efectos son curiosos. Y es así como suele suceder. Claro que siempre habrá gente descarada y desesperada que tenga un aspecto estupendo. Pero en la mayoría de los casos, el efecto de la decoración es nefasto. Es una variación de ese verso de Auden que tanto me gusta: «la voluntad de sufrir del insensato».
Cuando acabó de decir esto, Clara parecía crispada. Había hablado más de la cuenta, más de lo que la señora Wong estaba dispuesta a entender. Clara bien pudo haber añadido las palabras del capítulo 16 del Evangelio según San Mateo.
Su confidente chino-americana estaba acostumbrada a estos repentinos arranques. Clara no pretendía llamar la atención cuando hacía estos planteamientos sobre la moda; estaba pensando en voz alta y, generalmente, tenía a Ithiel Regler en mente, las mujeres que había seducido, las mujeres con quienes se había casado. Había entre ellas unas cuantas «fachendas». Ella entendía por esto, mujeres provocativas, horteras y frívolas, unas bobas impresentables, con quienes Ithiel nunca debió haber perdido su tiempo. Había estado casado tres veces y tenía dos hijos. ¡Qué desperdicio! ¿Por qué había habido siete matrimonios y cinco hijos? Incluso Mike Spontini, a pesar de su poder y sus atractivos, había resultado un desperdicio; un hombre del Mediterráneo, un marido italiano que volvía a su mujer cuando se le antojaba, es decir, cuando estaba harto de sus negocios y de sus golferías. Todos los demás habían sido maquetas de marido, imposibles de tomar en serio. No había manera de extraer resonancia masculina de ninguno de ellos.
¡Qué lástima!, pensó Laura Wong. Teddy Regler debió haberse casado con Clara. Mírese como se quiera —carencias, deseos, simpatías, emociones, cualquier cosa—, los dos perfiles (ésta era la manera en que se expresaba la Wong) eran prácticamente idénticos. Y, en este momento, las cosas marchaban muy mal para Ithiel. Justo después de que Gina se convirtiese en su au pair, Clara supo por la Wolfenstein, la primera esposa de Teddy (que tenía sus informadores en Washington), que la tercera señora Regler había alquilado una furgoneta de mudanzas, y una mañana, en cuanto Teddy partió rumbo a su trabajo, había vaciado la casa. Al regresar a su casa, Ithiel no encontró más que la cama matrimonial (desprovista de mantas y sábanas) y algunos inútiles artefactos de cocina. Francine, la tercera esposa, no tenía hijos de los que ocuparse. Había invertido su tiempo en recorrer los grandes almacenes. Era verdad que Teddy nunca permitió que ella se sintiera partícipe de su vida. Pero, aun así, el hombre quedó desconcertado, desolado; con depresiones primero, y luego enfermo. Estaba de luto por la muerte de su madre. Francine se mudó una semana después del entierro. Exactamente siete días.
Clara y Laura coincidieron en que Francine no podía soportar el luto de Ithiel. Ella carecía de tales emociones, las odiaba. «Hay personas que son sencillamente incapaces de comprender el dolor», fue la observación de Clara. Era probable, también, que hubiera habido otro hombre en el asunto, y habría resultado incómodo, después de pasar una tarde con este hombre, volver a un marido absorto en sus tribulaciones o necesitado de consuelo. «No me es difícil ponerme en el lugar de la mujer», dijo Laura. Su propio divorcio había resultado desagradable. Su marido, un dermatólogo llamado Odo Fenger, había sido uno de esos grandes bebés, rubicundo y gordezuelo, que a toda costa quería hacerla participar de sus emociones (los ojos azul-bebé tornándose azul-whisky), y así centuplicar la agonía de la separación. ¿Por qué, entonces, no enviar una furgoneta a la casa y mudarse directamente al futuro, entendiendo por el futuro nunca, jamás en la vida reencontrarse con la otra persona? «Esta Francine no estaba predispuesta a apoyarlo, porque el amor en ella había muerto. Cada época encara estas cosas a su manera. Como alguna vez dijiste, en el Renacimiento se usaba veneno. Cuando el amor muere, la otra persona se vuelve físicamente insoportable».
Clara no prestaba demasiada atención a lo que Laura decía. Su único comentario fue: «Supongo que algún progreso ha habido. Mejor mudarse que envenenar. Por lo menos así ambos continúan con vida».
A estas alturas, la señora Wong no quería maridos ni hijos. Se había alejado de todo eso. Pero respetaba a Clara Velde. Quizá su curiosidad era mayor que su respeto, y lo que más despertaba su curiosidad era la pareja Clara-Ithiel. Conservaba recortes de periódicos sobre Regler y, al igual que Wilder Velde, trataba de no perderse sus entrevistas televisivas.
Cuando Clara se enteró de lo de Francine y su furgoneta de mudanzas, cogió el primer vuelo que pudo a Washington. Gina quedaba al cargo de las niñas. Clara nunca se sintió tan tranquila como ahora que la responsable Gina las cuidaba. Como refuerzo estaba la señora Peralta, la mujer de la limpieza, que también se había convertido en amiga de la familia.
Clara encontró a Ithiel en un estado de penosa dignidad. Se mostró afectuoso con ella, pero reservado en cuanto a sus problemas. Le agradeció, algo formalmente, su visita y le dijo que prefería no hablar de su historia con Francine.
—Como quieras —dijo Clara—. Pero no tienes a nadie aquí; en Nueva York, sólo me tienes a mí. Te cuidaría si lo necesitaras.
—Me alegra que hayas venido. He estado de capa caída. Lo que he aprendido, sin embargo, es que cuando la gente se pone a hablar de sus problemas personales, se meten en una espirad imparable que sólo consigue atontar de aburrimiento a todos los demás. Estoy seguro que sabré sobreponerme.
—No lo dudo. Eres fuerte —dijo Clara, orgullosa de él—. Así que no hablaremos del asunto. Solamente añadiré que esta mujer no debía haber esperado hasta la muerte de tu madre. Podía haberlo hecho antes. No se espera el momento en que el hombre está con el ánimo por el suelo para abandonarlo.
—¿Qué te parece una buena cena? ¿Libanesa, china, italiana o francesa? Veo que tienes puesta la esmeralda.
—Esperaba que la notaras. Ahora dime, Ithiel, ¿piensas dejar tu casa? ¿Francine te la vació por completo?
—Puedo acampar ahí hasta que entre algún dinero, y luego volveré a amueblar el salón.
—Alguien debería ocuparse de ti.
—Si de algo puedo prescindir, es de esta imagen de pobre de mí, en la peor de las miserias, y de una leal mujer que hace que mi corazón se llene de gratitud.
A Ithiel le satisfacía ser riguroso en las cuestiones del corazón. «Le gusta ver al hombre tal cual es», explicaría Clara.
—No te casarías con una mujer que te valorara —dijo Clara durante la cena—. Como Groucho Marx, que decía que se negaba a asociarse a un club que lo aceptara como socio.
—Déjame decirte —dijo Ithiel, y ella supo que, como era habitual en él, se había replegado a la periferia para retornar al meollo del asunto a través de uno de sus ángulos curiosos—. Cuando el presidente debe ingresar en el hospital Walter Reed para someterse a una operación, y los periódicos están cubiertos de gráficos de su vejiga y próstata (recuerdo ahora los horrendos dibujos del íleon de Eisenhower), entonces me alegra que no haya diagramas de mis órganos vitales en la prensa y que el gran público no esté contemplando mi ano. Por la misma razón, nunca fui proclive a la cháchara sobre mi psiquis. Es un alivio que Francine no me haya valorado. Habría tenido que compartir el resto de mi vida con ella. Tuve paciencia…
—Quieres decir que te resignaste.
—Fui afectuoso —insistió Ithiel.
—Tuviste que simularlo. Reconociste tu error y estabas dispuesto a pagar por él. A ella le importaban un rábano tus afectos.
—Le fui fiel.
—No; te fastidiaron. Te fuiste a trabajar al escondite de tu oficina, haciendo lo tuyo sobre Rusia o Irán. Te diviertes siguiéndole la huella a esos energúmenos de Libia o el Líbano. Y Francine, ¿qué hacía para divertirse?
—Supongo que cada mañana tenía que decidir adónde ir con su tarjeta de crédito. Le gustaban las subastas y las tiendas de muebles. Se compró un conjunto de piel de avestruz, con botas y bolso incluidos.
—¿Qué más hacía para divertirse?
Ithiel permaneció en silencio, haciendo correr las migas con la hoja de su cuchillo. La preciosa Francine no tenía idea del marido que tenía. Poco importaba lo que una mujer como esa hacía con su cuerpo. Clara no logró que Ithiel se inmutase con su sugestiva pregunta. Lo mismo daba que hablase con uno de esos minoicos exhumados por Evans o Schliemann o quien fuera, uno de aquellos personajes del cine mudo con ojos adargados por la cosmética. Si Clara era la Edad Media, Ithiel pertenecía a la Antigüedad. ¡Pensar que una pobre mujer como Francine pudiese quejarse de que él no la apreciara lo suficiente! Ithiel bien podría ser el Gibbon o el Tácito del Imperio americano. Esto nunca se le hubiera ocurrido a él, pero ella recordaba ahora cómo hablaba Ithiel de los ensayos biográficos que Keynes había trazado de Clemenceau, Lloyd George y Woodrow Wilson. Si se lo propusiera, podría hacer lo mismo él con personajes tales como Nixon, Johnson, Kennedy o Kissinger, con el Sah o De Gaulle. Algunas personalidades internacionales habían encontrado en Ithiel a un interlocutor valioso. A veces dejaba deslizar algún comentario o juicio como: «Ni los rusos ni los americanos están en condiciones de dirigir el mundo. Son incapaces de organizar el futuro». Cuando herede, pensaba Clara, crearé una fundación donde Ithiel pueda publicar sus opiniones.
—Si quieres, te puedo acompañar esta noche. Wilder se ha ido a Minnesota a ver a un político de tercera que quería una serie de discursos, y Gina está en casa con unos amigos.
—¿Doy la impresión de andar necesitado de primeros auxilios?
—Estás deprimido. No hay por qué avergonzarse.
Ithiel la condujo al aeropuerto. A esta hora, las carreteras estaban desiertas. Enfrente, las luces del aeropuerto centelleaban, y en los aviones, miles de pasajeros abrochados en sus asientos descendían, despegaban.
Clara le preguntó por el trabajo que estaba realizando: «No quiero saber para quién estás trabajando, sino el tema».
Le contestó que estaba preparando una encuesta de opinión con emigrados sobre el actual régimen soviético. Ithiel parecía aliviado por el nuevo rumbo de la conversación, aunque siempre se cuidó de hablar de política con ella. La política no era el dominio de Clara, y a él no le apetecía perder el tiempo hablando con gente que no entendía nada y que hacía preguntas ociosas. Pero esta noche parecía tener sus motivos sentimentales para explicar exactamente a qué se estaba dedicando.
—Algunos de los emigrados más listos dicen que los rusos no anunciaron la liberalización hasta que fueron aplastados los disidentes. A continuación, adoptaron sus ideas. Después de deshacerte de tus enemigos, estás dispuesto a abolir la pena capital: así lo expone Alexander Zinoviev. Y no fue solamente el KGB quien destruyó el movimiento disidente, sino todo el aparato del partido, y el partido contaba con el apoyo del pueblo soviético. Asfixiaron a la oposición, y ahora pretenden ser la oposición. Los mismos líderes soviéticos están criticando a la sociedad soviética. Cuando es preciso, toman el poder. Y Occidente queda encantado por las reformas.
—Así que nos van a embaucar de nuevo —dijo Clara.
Pero había otros asuntos más apremiantes que tratar camino del aeropuerto. Tenían tiempo de sobra. Ithiel condujo lentamente. El siguiente avión no partiría hasta las nueve. Clara se alegraba de que no tuvieran prisa.
—¿No te molesta que lleve puesto el anillo esta noche?
—¿Porque no es un momento oportuno para recordarme lo que pudo haber sido entre nosotros? No. Viniste a ver cómo estaba y cómo me podías ayudar.
—La próxima vez, Ithiel, si hay una próxima vez, ¿me dejarás hacer una evaluación de la mujer? Serás un gigante del análisis político… Supongo que no hará falta concluir esta frase. Además, no puedo decir que mi propio criterio haya sido intachable.
—Si me lo preguntaran, Clara, diría que el tuyo es un caso raro: una mujer que no se ha dejado corromper, que ha desarrollado su moral personal sin ayuda de nadie, elaborada por su propia energía solar y con sus propias premisas femeninas. Te enteras que he sufrido una desgracia y vienes en el primer avión. ¡Qué pocas personas cogen este vuelo de Washington por motivos sentimentales! La mayoría viene por negocios. Otros, para visitar la ciudad. Los menos, a ver los cuadros de la National Gallery, y un número considerable, para ligar. ¿Cuántos vienen guiados por el corazón?
Aparcó el coche para poder acompañarla hasta la entrada.
—Eres un encanto —dijo ella—. No nos perdamos de vista.
En el avión, Clara ajustó bien el cinturón de seguridad para controlar sus emociones, y abrió un ejemplar de Vogue, pero sólo para enterrar su cara en él. En este momento, ninguna revista tenía nada que decirle.
Cuando Clara regresó a Park Avenue, la esposa del encargado del edificio, una mujer latina, la esperaba. La señora Peralta también estaba allí. Clara le había encomendado que ayudara a Gina a recibir (vigilar) a sus amigos. El ascensorista estaba junto a las mujeres, formaban un pequeño grupo bajo la marquesina. Las aceras de Park Avenue son dos veces más anchas que las de cualquier otra avenida, con una elegante franja de flores de estación en medio. Apenas el portero le abrió la puerta del taxi a Clara, las mujeres se apresuraron a contarle la gran juerga de Gina.
Peralta.
—¿Y las niñas?
—Bueno, nos ocupamos de ellas. Las mantuvimos a resguardo de esas personas de East Harlem. Estamos aquí porque el señor Regler nos informa de la hora de su llegada.
—Le pedí que llamara —dijo Clara.
—Creo que Gina no contaba con tantos invitados. Amigos, y amigos de amigos de su compañero, supongo.
—¿Compañero? ¿Y quién podía ser? Es la primera noticia que tengo.
—Le pedí a Marta Elvia que viniera para que ella lo viera por sí misma —dijo Antonia Peralta. Marta Elvia, la esposa del encargado, tenía algún parentesco con Antonia.
Subieron al ascensor. Marta Elvia, que con su embarazo de ocho meses llenaba una buena parte del espacio, describía la turbamulta que había llegado. La casa parecía abierta a todos.
—Pero díganme, rápido, ¿quién es este compañero? —preguntó Clara.
Le contestaron que venía de las Antillas, hablaba francés; era moreno, muy guapo, «del tipo arrogante», agregó la señora Peralta.
—¿Y cuánto hace que viene a casa?
—Un par de semanas, apenas.
Cuando entró en el salón, la primera impresión de Clara fue: «Fíjate en lo que se puede hacer con este cuarto. No tiene por qué circunscribirse al uso que yo le asignaba». Clara había limitado el salón a los buenos modales.
La fiesta estaba acabando; solamente quedaban cuatro o cinco parejas. Tal como lo describió Clara, las jóvenes lucían un vestuario charro. «El salón parecía un coche de metro del West Side. Los muchachos tenían los músculos agarrotados, como si hicieran gimnasia. Hubo una época en que podía identificar el olor de la marihuana, pero estoy in albis por lo que respecta a las últimas drogas. El crack me supera por completo; no sé lo que es, mucho menos qué efectos produce o si tiene o no olor. El cuadro era como una alucinación para mí, ¡había que ver qué emperejilados estaban! El compañero de Gina, Frederic, era un negro apuesto que hablaba con atractivo acento francés. Gina intentaba comportarse como si no sucediera nada malo, aunque no lo conseguía del todo. Yo, sin embargo, no iba a armar un escándalo. En la parte trasera de la casa tenía a tres niñas durmiendo. En ocasiones como ésta, te vienen a la memoria tus libros de historia: como una pionera, enfrentada con un grupo de guerreros indios, se las arregló sin su marido. Así que me esforcé para que el tiempo transcurriera agradablemente, bajé la música, ventilé el humo, y al poco tiempo la fiesta se extinguió».
Mientras la señora Peralta hacía la limpieza, Clara mantuvo una pequeña conversación con Gina Wegman. Le dijo que se había imaginado algo más reducido, un puñado de gente conocida, no una muestra aleatoria de la población callejera.
—Frederic me preguntó si podía traer unos amigos.
En fin, Clara estaba dispuesta a creer que ésta no era más que una falsa noción europea de la vida social de Nueva York: jóvenes de distintas razas bailando despreocupadamente al ritmo del reggae. En Viena, como en otros sitios, la televisión proyectaba esta imagen de la vida americana: América como el lugar donde te sueltas.
—De todas formas, Gina, debo decirte que no puedo permitir esta clase de cosas, estas escenas propias de una sala X.
—Lo siento, señora Velde.
—¿Dónde conociste a Frederic?
—A través de unos amigos de Austria que trabajaban para las Naciones Unidas.
—¿Y él también trabaja ahí?
—No le pregunté.
—¿Y lo ves con frecuencia? No tienes que contestarme, me doy cuenta de que causó una fuerte impresión en ti. ¿Nunca le preguntaste qué hacía? ¿Estudia?
—Nunca tocamos ese tema.
A juzgar por su aspecto, Gina no trataba de ocultar nada. Clara sabía de sobra cómo eran estas situaciones. Ella también las había vivido. ¿Qué cosa más natural para una extranjera que querer exponerse a experiencias exóticas? ¿Qué sentido tenía, si no, abandonar la tierra de uno?
Clifford, un presidiario en Attica, nunca se olvidaba de enviarle a Clara una tarjeta de Navidad. No se habían visto en veinticinco años y las tarjetas eran lo único que los unía. Cuestión de generaciones. Clifford era un paleto. «Habrá que empeñarse en que esto no termine mal», fue lo que pensó Clara. «Pero también habrá que averiguar qué clase de persona es, en realidad, Gina: qué la hace funcionar, si hay algo en ella que hay que desvelar. Nunca la tomé por una fulana».
—Supongo que en Viena las cosas se hacen de otra manera —sugirió Clara—. Me refiero a esto de invitar a extraños a casa…
—No. Pero usted también tiene una buena amistad con la señora de color que trabaja aquí.
—La señora Peralta no es una extraña.
—Trae a sus hijos a la casa en el día de Acción de Gracias, y se sientan a la mesa con las niñas.
—Y ¿por qué no? —preguntó Clara—. Aunque sí, reconozco que esto puede resultar desconcertante para una persona recién llegada de Europa. Mi marido y yo no somos rasistas —(Clara nunca llegaría a corregir esta pronunciación)—. En todo caso, la señora Peralta es persona de nuestra confianza.
—¿En cambio, los amigos de Frederic podrían robar…?
—No he acusado a nadie, aunque tú tampoco podrías responder por ellos. Acabas de conocerlos. ¿Y no has notado los dispositivos de seguridad —las puertas, el sistema de alarma— que todos pudieron inspeccionar?
—Sí, los noté —contestó Gina en voz baja y tranquila—, aunque nunca pensé que hubieran sido puestos por mi causa.
Suya, no. Gina nunca consideró a Frederic desde esta perspectiva, y no iba a permitir que lo tomaran con desconfianza. Clara le daba a Gina una buena nota en lealtad. Diez sobre diez, calculó, y sintió que su simpatía por ella se reavivaba.
—No es un problema de color. Mi empresa retiró todas sus inversiones de la República Sudafricana.
No dijo esto con mucha convicción. A Clara, Sudáfrica le resultaba tan próximo como Xanadú. Clara notaba que la conversación se iba por las ramas y que las palabras empezaban a sonar a hueco. La chica había llegado a Nueva York para aprender del contacto con personas tales como Frederic, aunque de ese tipo de contacto no aprendería mucho. Este episodio era un simple incidente que no revestía mayor importancia. No era más que una excitante molestia. Se propuso discutir esto con Ithiel, y recabar su opinión acerca de una posible destitución.
—Bueno, me temo que tendré que poner un límite a la cantidad de invitados.
Gina asintió con la cabeza. Era lógico. No podía negarlo.
No la regañaría más. Había que ser a la vez firme y comprensiva con la chica. Si la despidiera, las niñas llorarían. «Y yo la echaría de menos», reconoció Clara. Así que se puso de pie (la manera en que Clara percibía esto era la de una maestra que pone fin a una entrevista penosa; comprendía cuánto había llegado a depender de estas posturas de señora de la casa). Cuando Gina se retiró a su cuarto, Clara inspeccionó la casa: el cenicero Jensen, el abrecartas de plata, los adornos sobre la repisa de la chimenea, y por enésima vez deseó contar con alguien con quien compartir el peso de sus responsabilidades. Wilder no era una gran ayuda en estos casos. Aunque le encargaran cincuenta discursos, no serían suficientes para solventar lo que había despilfarrado en acciones mineras tales como Homestake y Sunshine. Supuestamente, los metales preciosos eran una inversión segura, pero los réditos de sus inversiones seguras se encogían a diario.
Terminada la inspección, Clara habló con Antonia Peralta antes de que encendiera la ruidosa aspiradora. «¿Con qué frecuencia venía el joven de visita a la casa?» Antonia se hundió la mejilla con un dedo rígido para indicar que era necesaria una severa vigilancia. Lo que dio a entender era: «Cuente conmigo, señora Velde». Era evidente que pertenecía a una subcultura bastante avispada. Ella y Marta Elvia mantenían guardia en el puesto. En cuanto a la persona de Gina Wegman, Antonia Peralta se abstuvo de hacer comentarios. Pero no siempre estaba presente Antonia, tenía sus días de descanso. Y no había que olvidar que Antonia no limpiaba debajo de la cama. De ser así, habría encontrado el anillo perdido. Y, en ese caso, ¿lo habría devuelto? A su entender, Antonia era una mujer honrada, pero siempre podía existir algún recodo de su personalidad que nunca saliera a la luz. La compañía aseguradora había pagado, y si Antonia hubiera sustraído sigilosamente la esmeralda, Clara ni se habría percatado de ello. Pero no, las señoras latinas eran lo suficientemente honestas. Marta Elvia tenía triple certificado de garantía, y Antonia Peralta ni siquiera se había hecho con un pañuelo.
«En mi propia casa —explicaría Clara más tarde—, me niego a encerrar los objetos de valor. Una casa carente de la más elemental confianza no es una casa para mí. No puedo vivir con un manojo de llaves en la mano, como una francesa o una italiana. Conozco mujeres que no pueden pegar un ojo si sus joyas no están bajo llave. Yo, en cambio, no podría dormir si lo estuviesen».
Le dijo a Gina:
—Cuento contigo para que no haya disgustos.
Era preciso dejar esto claro, aun sabiendo que inevitablemente la ofendería.
Gina no se mostró altanera ni agresiva. Simplemente le preguntó:
—¿Quiere decir que no puedo invitar a Frederic a casa?
La reacción de Clara fue: «Mejor tenerlos aquí que allí». Trataba de imaginarse cómo sería la pocilga de Frederic. No era demasiado difícil. Después de todo, ella misma había sido joven en Nueva York. Gina le presentaba un anticipo de los problemas que afrontaría con sus propias niñas cuando crecieran. A menos que el mismo cielo fuera a decretar que Gogmagosville se había excedido lo suficiente y dispusiera su caída. «Ha llegado la hora de bajarle los humos y de que el Atlántico se la trague». No era una eventualidad con la que podía contar.
—De ninguna manera —respondió Clara—. Te pediré, sin embargo, que asumas la entera responsabilidad de la casa en ausencia de Antonia.
—¿No quiere a Frederic aquí cuando las chicas están conmigo?
—Exactamente.
—No les haría daño.
Clara no juzgó oportuno decir más.
Habló de esto con la señora Wong, en casa de quien se detuvo después del trabajo, tomándose un pequeño respiro antes de continuar el regreso a su casa. La señora Wong tenía un piso decorado con escaso gusto en Madison Avenue. Era de diseño escandinavo, sin otro toque oriental que unos grabados chinos enmarcados en madera clara. Sosteniendo su whisky con hielo con una servilleta de papel, Clara dijo:
—Odio tener que ser yo quien le imponga las reglas a la chica. La aprecio más de lo que quisiera.
—¿Tanto te identificas con ella?
—Por cierto que tiene mucho que aprender. Igual que yo. Y no me merecen mucho respeto aquellas mujeres que llegan a la madurez sin tropiezos. Pero el aprendizaje es duro a veces.
—Así te parece ahora.
—No; es que es una experiencia tan desgastadora para una jovencita…
—Estás pensando en tus tres hijas —dijo la señora Wong con bastante agudeza.
—Estoy pensando que, en efecto, tienen que pasar veinte años para comprender, quizá comprender, lo que se debía preservar.
Algo disconforme con su visita a Laura (¡qué conversación tan New York!), regresó a su casa andando, para enterarse allí, por medio de la señora Peralta, que Gina y Frederic se habían tirado a sus anchas sobre el sofá del salón. «¿Haciendo qué?» Pues sólo se besuqueaban, pero con las botas del muchacho encima de los almohadones de seda. Clara comprendió que Antonia podía sentirse ofendida por esto. El joven afrentaba a los Velde y a su tapicería fina, tumbándose de esa manera y comportándose con arrogancia. Y quizá ni siquiera se trataba de eso. Es posible que el joven no hubiera alcanzado siquiera ese grado de afrenta intencionada.
—¿Hablará con la chica?
—No lo creo, no —dijo Clara, aun a riesgo de pasar por una despreciable americana a los ojos de la señora Peralta; una de esas personas que se dejan pisotear en casa propia.
Clara explicó, sobre todo a sí misma: «Prefiero aguantarlo aquí que saber que Gina lo está haciendo en su pocilga». En cuanto acabó de decir esto, tuvo la plena certeza de que nada iba a impedir que Gina hiciera lo que fuera en ambos sitios. Clara pudo haberla reprendido: «Aprovechando al máximo tu estancia en Nueva York, con este comportamiento tan poco vienés. ¡A que no tienes muchachos encima de ti en el salón de tu madre!» «Hacer las Américas», pudo haber dicho también, pero se lo guardó para sí después de pensarlo bien, reflexionando en la privada quietud de un estado cercano al trance y humedeciendo la hendidura del labio superior con la punta de la lengua. ¿Por qué sería que su labio se secaba tanto en ese punto preciso? Las fantasías sexuales a menudo le producían este efecto. No envidiaba a Gina; la mujer que había confiado cuestiones tan íntimas a la señora Wong no tenía que envidiar a nadie. No; lo que sentía era curiosidad por esta chica llenita y atractiva. Tenía el presentimiento de que se trataba de una persona profunda. Pero ¿hasta qué punto profunda? era lo que Clara intentaba adivinar cuando se quedó inmóvil.
De modo que cerró los ojos por un instante, hundiendo la cabeza, cuando Marta Elvia, que algunas veces la aguardaba en el vestíbulo, apoyó su vientre hinchado contra ella para anunciarle que Frederic había llegado a la casa a la una de la tarde y había partido justo antes de la hora en que debía regresar la señora Velde.
(Vista de frente, la cara de Clara presentaba anomalías. Vista de perfil, uno se quedaría preguntándose qué maestro flamenco habría pintado su mejor retrato).
—Se lo agradezco, Marta Elvia. Tengo la situación controlada.
Clara no debió haber dado muestras de tanta seguridad, pues esa misma noche, mientras se arreglaba para la cena anual de su empresa, ante el largo espejo de su cuarto, supo de pronto que le habían robado la sortija. La guardaba en el cajón de arriba de la cómoda que no estaba cerrado con llave. La tenía en un platillo que Jean-Claude le había regalado años atrás. El joven francés, que ella imprudentemente había elegido como sustituto provisional de Ithiel, le puso por nombre vide-poches. Antes de meterse en la cama, podía vaciar sus bolsillos en él. Era un regalo para hombres; las mujeres no usaban esta clase de objetos; pero se trataba de uno de esos recuerdos inseparables —Clara conservaba también, en una caja, las tarjetas de San Valentín de sus años de estudiante—. Miró el platillo. El anillo no estaba. Sabía que no lo hallaría. La repentina certeza de que había desaparecido se apoderó de ella como la muerte, como si de golpe le hubieran succionado la vida.
Wilder, vestido ya para la noche, leía una de sus novelas de suspense en un rincón, escondido detrás del piano de cola. Con paso decidido, Clara se dirigió a la cocina, donde las niñas cenaban. Bajo la influencia de Gina se comportaban muy bien en la mesa.
—¿Podemos hablar un momento?
Gina se levantó de inmediato y la siguió hasta el dormitorio principal. Una vez allí, Clara cerró ambas puertas e inclinó la cabeza hacia abajo, como si examinara los ojos de Gina.
—Bueno, Gina, ha ocurrido algo. Ha desaparecido mi anillo.
—¿Se refiere a la esmeralda que se había perdido y que luego apareció? ¡Ay, señora Velde, lo siento! Supongo que ya la habrá buscado. ¿Le ayudó el señor Velde?
—No se lo he contado todavía.
—Pues entonces busquémosla juntas.
—De acuerdo. Pero siempre la dejo en el mismo sitio, en este cuarto, en ese cajón de arriba, debajo de mis medias. Desde que la recuperé, he sido especialmente cuidadosa. Y me encantaría ponerme a cuatro patas para revisar a fondo la gruesa alfombra. Pero no puedo ponerme de rodillas con este vestido ajustado. Y tengo el pelo arreglado para salir.
Gina se puso en cuclillas para inspeccionar la alfombra al pie de la cómoda. Clara la observaba en silencio, mirándola por encima con los ojos dilatados y la boca severa. Dijo por fin:
—No servirá de nada.
Dejó que Gina efectuara este ritual inútil.
—¿Va a hacer la denuncia?
—No, no la haré.
Clara no era tan idiota como para contarle a la joven la historia del seguro.
—Quizá eso te haga sentir mejor, que no avise a la policía.
—Pienso, señora Velde, que debía haber guardado sus objetos valiosos bajo llave.
—¿En mi propia casa? No veo por qué.
—Sí, pero hay otras personas que tener en cuenta.
—Yo considero, Gina, que una mujer tiene derecho en su propio dormitorio… es ella misma la que debe decidir quién entra. Dejé muy claro cuáles eran las reglas de esta casa. Yo habría respondido por ti; ahora tú deberás responder por tu amigo.
Gina estaba aturdida. Las dos mujeres temblaban. «Con tres o cuatro trazos, pensó Clara, se puede dibujar el bosquejo de un ser humano, pero si tiene las órbitas vacías, no hay ingenio capaz de rellenarlas; ni con los ojos castaños de Gina ni con los azules míos».
—La comprendo —dijo Gina, con aire de haber sido humillada por una mujer con cuya generosidad ella había contado—. ¿Está segura de que la sortija no se ha vuelto a perder?
—¿Y tú, estás segura…? —respondió Clara—. Y trata de verlo desde mi punto de vista. Era el anillo de compromiso de un hombre que me amó. No se trata de un objeto que vale tantos dólares, se trata de un apoyo vital, querida.
Estuvo a punto de decirle que el sentido mismo de su existencia pasaba por esa sortija, pero no quería romper en llantos ni delatar su temor a perder la compostura por completo. En cambio, dijo:
—El anillo estaba aquí ayer. Y una persona que desconozco paseaba por la casa y, ¿por qué no?, entró en mi cuarto…
—¿Por qué no lo dice?
—Sería una tonta si no lo hiciera. Para ser demasiado buena en estas cuestiones tendría que ser idiota. Frederic estuvo aquí toda la tarde. ¿Tiene algún trabajo?
La joven no respondió.
—No puedes contestarme. Pero no crees que tu amigo sea un ladrón. No crees que sería capaz de ponerte en este aprieto. Y no trates de decirme que se le acusa por su raza.
—No trato. La gente es grosera con los haitianos.
—Mejor sería que fueras a hablarle. Si tiene la sortija, dile que debe devolverla. Tienes hasta mañana para entregarla. Marta Elvia se puede encargar de las niñas si sales esta noche. ¿Dónde vive?
—En la Calle 108.
—¿Y su teléfono? No puedes ir hasta allí sola de noche. Ni siquiera de día. Sola, no. ¿Dónde has dicho que vivía? Puedo pedirle al marido de Antonia que te lleve en taxi… Ahí viene Wilder por el pasillo; me tengo que ir.
—Esperaré al conserje aquí.
—Le daré instrucciones a Marta Elvia cuando salga. Tú no robarías, Gina. Y la señora Peralta ha estado aquí durante ocho años sin que faltara ni una cucharilla de café.
Más tarde, Clara se recriminaría: «¿Qué le hice a esa chica? ¿Cómo pude mandarla a Harlem, donde la podrían violar o matar? ¡Todo por mi maldito anillo! ¡Mandarla a la zona más podrida de la ciudad en el podrido corazón de la noche! Y yo hecha una furia, y todo (si se mira bien) por culpa de Ithiel, que hace veinte años huyó despavorido ante la perspectiva de casarse conmigo. Una persona razonable sabe cómo hacer frente a una pérdida, no permite que su vida entera gire en torno a un solo deseo, porque en el fondo de todo este asunto está la monstruosidad de esta única obsesión. Cuatro maridos y tres hijas no me han curado de Ithiel. Y a fin de cuentas, este juguete de amor que es la esmeralda, sentimentalismo puro, consigue que me descargue como una histérica con esta pobre austriaca. Es posible que ella piense que le echo en cara su romance con ese horrendo chulo que sólo la utilizó como medio para entrar en la casa y relacionarla ahora con este robo».
De todas maneras, Clara tenía convicciones inamovibles acerca de las responsabilidades domésticas y maternales. Ya había sido demasiado permisiva al tolerar que Gina trajera a Frederic al piso, infectando el ambiente de lujuria e implicando a la chica en un delito. Está muy bien que una joven de la burguesa ciudad de Viena tenga una aventura pasajera en los Estados Unidos, como el pobre hippie ruso, ese hijo de diplomático que se enamoró de Mick Jagger. «Dile adiós a Mick Jagger», dijo al abordar el avión. La ciudad se ha convertido en el centro, en el símbolo de la revuelta adolescente en todo el mundo.
En medio de la cena de empresarios, Clara fue presa de una de sus feroces jaquecas, y una cabeza tan llamativa como la suya, que cautivaba la mesa entera, afectó a todos los presentes cuando empezó a dolerle, así que todo el mundo se puso de pie cuando Clara se levantó y se marchó deprisa. Los Velde se fueron directamente a casa. Después de ingerir un puñado de píldoras blancas del botiquín, se dirigió de inmediato a la habitación de Gina. Para gran alivio suyo, encontró a la chica en la cama. Tenía la lámpara de la mesilla encendida, pero no leía, sino que estaba sentada, con las manos plegadas en actitud pensativa.
—¡Cuánto me alegra que no te fueras a Harlem!
—Pude localizar a Frederic por teléfono. Estaba con unos amigos nuestros de las Naciones Unidas.
—¿Y lo verás mañana…?
—No mencioné la sortija, pero estoy dispuesta a mudarme. Me dijo usted que tenía que devolverla o marcharme.
—¡Marcharte adonde…! —Gina la cogió por sorpresa. Clara se detuvo en los ojos castaños de la chica, en la excepcional fijeza de su mirada. El esfuerzo por contener las lágrimas se hacía insoportable.
—Pero si Frederic devuelve el anillo, te quedarás.
Mientras las pronunciaba, Clara reconoció avergonzada que sus palabras sonaban ridículas. Quien hablaba era la campesina que llevaba dentro. Era obvio que el muchacho negaría el robo, y si acaso lo admitiese, no devolvería el anillo. En este mismo instante podría estar alzándose con mil dólares. Estas gentes abandonan sus chabolas tropicales para ganarles en astucia a los neoyorquinos. Y lo consiguen, ahora que las reglas se están derrumbando, aquí como en otros sitios, y que nadie puede discernir nada con claridad. Lo que sí se mantiene en pie son los derechos de propiedad. Y el homicidio. Un anillo robado. Un cadáver por el cual responder. Estas eran situaciones reconocibles universalmente en el mundo entero, casi las únicas. ¿Dónde, pues, cabía el amor? El amor se hallaba en el fondo de las catacumbas, entendiendo por catacumbas las neurosis de mujeres como ella.
Como una criptoamante a la otra, le preguntó a Gina:
—¿Qué piensas hacer?
Gina le contestó sin resentimiento, sin la menor señal de reproche en su voz:
—No lo sé muy bien. Sólo he tenido dos horas para pensarlo. Conozco sitios donde puedo ir.
«Se instalará en casa del haitiano», fue la lógica conjetura de Clara. Aunque esto no podía decirse. Clara estaba aprendiendo a contenerse. No era cuestión de decirlo todo. «Descubre el silencio», se propuso a sí misma.
Al día siguiente, Clara volvió deprisa en taxi de su trabajo, y encontró a Marta Elvia cuidando a las niñas. Clara ya se había puesto en contacto con una agencia, otra joven aupair vendría al día siguiente. Era lo mejor que se podía hacer en tan poco tiempo. Lucy, como era de esperar, estaba afligida, y Clara debió apartarla para darle las explicaciones del caso:
—Gina se tuvo que ir inesperadamente. Era una emergencia. No quería irse. Cuando pueda, volverá. No es por culpa tuya.
Era imposible adivinar hasta qué punto estaba sacudida Lucy. Era una niña callada, estoica.
Clara había ensayado esto por teléfono con su psiquiatra, Gladstone.
—Con padres que trabajan —le explicó a Lucy—, estos imprevistos suceden.
—Pero papá no está trabajando ahora.
«¡No me digas!», pensó Clara. Wilder se estaba dedicando a hacer conjeturas sobre los resultados de las próximas primarias en New Hampshire.
Lo antes posible, Clara fue a ver al doctor Gladstone. Él estaba a punto de tomarse unas vacaciones y estaría de viaje durante tres semanas. Habían conversado sobre su ausencia en la sesión anterior. En la sala de espera, Clara repasó los apuntes que había preparado: ¿Dónde está Gina? ¿Cómo puedo averiguarlo, no perderla de vista? ¿Cómo protegerla?
Le admitió al doctor Gladstone que estaba al borde de la histeria a causa de la segunda desaparición, del robo. Descubría que había llegado a basar toda su estabilidad en la sortija. Tal dependencia era preocupante. Gladstone le preguntó cómo percibía esto, y qué papel jugaba Ithiel en el asunto. Clara le contestó:
—Los hombres que conozco no parecen reales. De hecho, no sé de ninguno que realmente sea alguien. Quizá existan, pero no he sido capaz de identificarlos. No pretendo suprimir de un plumazo a la mitad de nuestra especie. Y es posible que el deseo que he acumulado en el transcurso de tantos años haya afectado mi juicio. En fin, en lo que a mí respecta, Ithiel es la definición de un hombre. Además, soy su mejor amiga; él lo sabe y reacciona emocionalmente ante esto.
Sin quererlo, Clara terminaba por hablar como Gladstone. A sí misma, nunca se habría dicho «reacciona emocionalmente». Como las sesiones eran cortas, Clara adoptaba la jerga de su terapeuta, aun a riesgo de desvirtuar sus comentarios. La esperanza la condujo a este despacho, cualquier esfuerzo era bueno; pero cuando miraba, miraba con los ojos fijos en Gladstone, no lograba justificar la confianza que debía depositar en esa barba de samurái, en esos dientes que asomaban impúdicamente entre la pelambrera, en esas grandes gafas de diseño actual, la tantas veces infundada confianza que tenía en su ciencia. No obstante, instruir a un nuevo psiquiatra en los elementos esenciales de su caso exigiría casi un año. Estaba clavada con éste.
—Y estoy muy preocupada por Gina. ¿Cómo averiguar qué ha sido de ella? ¿Debería acudir a un investigador privado? ¿Puede sobrevivir una chica como ésta en East Harlem? Seguro que no.
—Un proyecto caro —dijo Gladstone—. ¿Tiene otras alternativas en mente?
—Wilder no hace nada. Él podría encargarse del caso. Seguirle la pista, por ejemplo; sacar alguna utilidad de esas novelas de suspense que lee. Pero no, está en tratos con un pobre infeliz que pretende entrar en la Casa Blanca.
—Volvamos al hurto, si de un hurto se trata.
—Tiene que serlo. Esta vez no lo perdí.
—De todas formas, le causaba ansiedad casi a diario. ¿Por qué ocupaba un lugar tan importante en su vida?
—¿Qué le dije la última vez que hablamos? Engañé a la compañía aseguradora y me quedé con el anillo y con el dinero. Un delito de guante blanco, si se quiere. Todas estas circunstancias aumentan el valor de mi esmeralda, aunque nunca me hubiera imaginado que el perderla me resultaría tan devastador.
—Me permito sugerir una coincidencia —dijo el doctor—. En este trance tan difícil para usted, yo me voy de vacaciones. Mi apoyo desaparece. Y me llamo Glaústone[5]. ¿Por esto le duele tanto el extravío?
Estupefacta, Clara le clavó una mirada que no pretendía complacer ni halagar.
—Puede que usted sea una piedra, pero no es ninguna joya.
Cuando regresó a su oficina, Clara telefoneó a Ithiel, su único consejero fiable, para discutir la situación.
—Me encantaría que tuvieras que venir a Nueva York —le dijo—. Antes, cuando necesitaba discutir un asunto urgente, acudía a Steinsalz.
—A mí también me pesa su muerte.
—Se interesaba tanto por las personas. Pero nunca les prestaba dinero. Te invitaba a cenar pero no te prestaba un centavo. Sin embargo, te escuchaba, eso sí.
—Da la casualidad —dijo Ithiel (cuando trataba de contenerse, su voz adquiría un tono grave y monocorde)— que el martes que viene tengo una comida de trabajo en Nueva York.
—¿Qué te parece entonces a las tres y media?
Su habitual punto de encuentro era la catedral de St. Patrick, próxima a la oficina de Clara, un sitio central y un abrigo en caso de mal tiempo. «Un verdadero cobijo para agentes secretos», decía Ithiel. Abandonaron la catedral y se dirigieron directamente a Helmsley Palace. A esta hora, siempre había mesa en un rincón apartado del bar.
—Esto corre por mi cuenta —dijo Clara—. Ahora déjame mirarte: tienes el aspecto, no sé si de un Grande de España o de un menonita.
Luego, con rapidez de ejecutiva, lo puso al tanto de la situación.
—¿Qué opinas de Frederic? ¿Ratero o ladrón profesional?
—Creo que improvisa —respondió Clara—. ¿Droga? Puede ser.
—Podrías averiguar sus antecedentes penales, si es que los tiene. Luego podrías pedir información sobre Gina en el consulado austríaco. Nada de llamar a sus padres en Viena.
—Sabía que sería un alivio conversar contigo. Ahora dime… sobre el anillo.
—Dalo por perdido. Trata de olvidarlo.
—Supongo que no me queda otro remedio. El anillo me dio tantas alegrías, y fíjate en el daño que ha causado. Nada parece encajar. Por ejemplo, este bar de lujo no va ni contigo ni conmigo. En mi fuero interno, tú y yo estamos tan desnudos como Adán y Eva. No quiero que me malinterpretes. No se trata de una insinuación erótica, es un símil, nada más.
Conversaciones como ésta, imbuidas de un atisbo de locura, tenían por efecto constreñir a Ithiel a la seriedad. Clara constataba cómo se empeñaba en resolver todos sus problemas, como un viandante que, desde el exterior, presiona su frente contra el cristal de la ventana para enterarse de lo que sucede dentro.
Tal como lo percibía ella, Ithiel contaba con que la Clara responsable se impondría sobre la Clara sentimental: sin duda, era capaz de sobreponerse. Sin embargo, la simpatía de Ithiel por el aspecto sentimental y subjetivo de Clara era enorme. Teniendo en cuenta que la vida de ella resultó más accidentada que la de él, Clara había salido mejor parada. Incluso en este momento, la vida de Clara era más coherente que la suya.
—Por unos cientos de dólares, pienso que podrías averiguar dónde está la chica. Contratar a un investigador es sencillo.
—¡Explícame! Entiendo por qué personas como el general Haig te llaman para que los asesores sobre los iraníes o los rusos. A propósito, Wilder comentó que estuviste estupendo en la televisión con Dobrynin la otra semana.
Cuando Ithiel sonreía, sus dientes eran tan perfectos que cabía la sospecha de una prótesis hollywoodiense, pero la dentadura le pertenecía.
—Dobrynin es un hombre muy inteligente, pero de una inteligencia taimada. Convence a los americanos de que los rusos son idénticos a ellos. A veces se comporta como si fuera el decano de los senadores en un quincuagésimo primer estado enteramente ruso. Tiene un leve acento, pero nuestros paisanos de los estados del sur también lo tienen. Le vendió esta teoría a Gorbachov, y ahora Gorbachov se la está vendiendo al conjunto de los Estados Unidos, que ansía dejarse convencer. O engañar, si prefieres.
—Igual que yo, en cierta manera, con lo de la Pareja Humana.
—Veo que sientes afecto por esa chica.
—Mucho. Sería fácil encasillarla como una niña bien con una predisposición al sexo de bajos fondos. Parecida a mí. Te equivocarías. Una pena que no la puedas conocer personalmente. Tu opinión me interesaría.
—Así que ¿no se te parece?
—¡Espero que no! —Clara hizo un gesto, como diciendo: «Quítate de la cabeza todo este entorno del Helmsley Palace y escúchame con atención»—. No te olvides de mis dos intentos de suicidio. Hay un ingrediente de locura en mi composición, en mi sentido de…
—De la vida…
—Escúchame. No te haces una idea del grado de esta locura, de cuánto territorio abarca. El territorio se extiende hasta incluir la muerte. Cuando estoy ebria de agitación —y la sensación es la de estar embriagada—, siento una pulsación mortífera dentro de mí, una pulsación que me incita a fundirme con la muerte. ¿Por qué esperar?, me dice. Cuando alcanzo ese nivel de intensidad, la existencia no es capaz de contenerme. Este es el horror del asunto: estoy expuesta a la seducción de la muerte. Ahora tú vas a recordarme que soy la madre de tres niñas.
—Efectivamente.
—No hay otra persona en el mundo a quien le contaría esto. Eres el único ser humano en quien puedo confiar plenamente. Y tú tampoco me escondes nada. Lo que no admitiste, lo adiviné.
—Sí que lo adivinaste, Clara.
—Pero nunca seremos marido y mujer. Ya sé, no tienes que decirme nada. Me amas, pero todo lo demás está contraindicado. Es una de esas malditas paradojas a las que hay que resignarse. Hasta puede haber un paralelo en tu campo, en la política. Tenemos el poder de destruirnos mutuamente, y quizá incluso el deseo, y nos mantenemos en permanente tensión, esperando. ¿No es esto una locura también? Tú podrías decírmelo, que eres el experto. Vas a escribir el libro de los libros sobre el tema.
—Ahora te estás burlando de mí.
—No te creas, Ithiel. Si hubiera de escribirse el libro de los libros sobre el tema, tú podrías ser la persona indicada, y no me estoy burlando. Sería divertido para mí. Imagínate a la gran odalisca, desnuda y bella. Y ahora imagínatela con gafas escribiendo libros en un cartapacio apoyado sobre sus rodillas.
Intercambiaron una breve sonrisa por encima de la mesa.
—Pero volvamos a Gina. Vas a conseguirme un investigador serio para que esté al tanto de Frederic y lo demás. No creo que Gina se me parezca, excepto en esto de asumir riesgos. Pero cuando le dije que el anillo era el regalo de un hombre que me amó, el dato hizo mella. Omití añadir que tuve que forzarte para que me lo dieras, no lo niegues, tuve que torcerte el brazo. Luego le conferí al anillo un valor sentimental. Después se me ocurrió que seguiste amándome porque no nos casamos. Y ahora el anillo… La chica se da cuenta del amor que representa.
Teddy, emocionado, apartó la vista. No estaba preparado todavía, quizá nunca lo estaría, para dar el paso decisivo. No, nunca serían marido y mujer. Cuando se pusieron de pie para salir, se despidieron con un beso de amigos.
—Me conseguirás un investigador de cierta categoría, ¿verdad? Que sea lo menos sórdido posible.
—Le diré que pase por tu oficina, así lo pones a prueba.
—Habrá que ocuparse un poco de ti también. Esta Francine te dejó algo maltrecho. Tienes el aspecto sombrío de cuando estás rodeado de problemas.
—¿Eso es lo que tú entiendes por menonita?
—Había unos cuantos menonitas en Indiana. Ya me he dado cuenta que hoy no tenías nada que hacer en Nueva York, aparte de nuestra cita.
En menos de diez días, Clara había conseguido la dirección de Gina, un cuarto piso sin ascensor en la Calle 128 Este, propiedad de F. Vigneron. Tenía también el número de teléfono. ¿La llamaría? No, no hablaría con ella aún. Puso en funcionamiento su criterio de ejecutiva, y decidió enviar un recado. En su mensaje puso que las niñas a menudo preguntaban por Gina. Lucy la echaba de menos: a pesar de todo, había sido una gran ayuda para ella. Gina le había hecho bien. Los progresos eran palpables. Ya comenzaba a dar pruebas de la gran mujer que se perfilaba en esta niña pequeña. Luego, en lo que se refería a ella, dijo que lamentaba la severidad que había manifestado en un asunto que no venía al caso discutir en detalle ahora. Sentía no haberle dejado a Gina otra alternativa que la de marcharse. Era un misterio que, habiendo otras opciones, ella hubiera elegido vivir en la periferia de la ciudad. Sin embargo, Gina no le debía ninguna explicación. Clara esperaba que Gina no pensara que debía alejarse de ella para siempre o que ella, Clara, era su enemiga. Clara era todo menos injusta, y reconocía que Gina era una mujer de honor.
Si le hubieran exigido mayores precisiones acerca de Gina, habría añadido: cara suave, pecho suave, mirada castaña de señorita burguesa, pero firme a la hora de las decisiones. Diez sobre diez, ¡qué duda cabía!
Pero en la nota que envió a Gina, el tono era el de una señora, madre de familia, que hacía gala de imparcialidad. Pasaba a desearle buena suerte para concluir diciendo: «Deberías haber dispuesto de un plazo tras la notificación, y por tanto, creo justo que se redondee el pago del mes. Como no estoy del todo segura de tus señas, le dejaré un sobre a Marta Elvia. Doscientos dólares en metálico».
Si Frederic Vigneron husmeara algo de esto, mandaría a Gina por el dinero.
Gottschalk, el detective, cumplió su tarea concienzudamente: era lo mejor que podía decirse de él. No era un lince, por cierto, pero había que reconocer que obtuvo la información solicitada por Clara. Del inmueble de East Harlem, concluyó: «Evidentemente, el ayuntamiento no puede dedicarse a clausurar todos los garitos que debiera porque habría demasiados vagabundos durmiendo en la terminal de West Side. Pero no me gustaría que una sobrina mía viviera en un sitio así».
Una vez que había hecho todo lo posible, proseguía con su vida: por la mañana se duchaba y se echaba talco, se ponía la ropa interior y las medias, elegía una falda y una blusa para ese día, se maquillaba para el trabajo, cogía el periódico y, si Wilder se quedaba durmiendo (como solía hacer), molía el café, y mientras el agua goteaba, hojeaba profesionalmente el Times. Clara supervisaba los temas femeninos para un grupo de revistas que pertenecía a una sociedad editora. Era un trabajo tan exigente, le decía con frecuencia a la señora Wong, que casi le impedía llevar una vida propia. Cuando uno se encontraba tan alto en la jerarquía de poder, se le podía disculpar no tener vida propia, «una opción —decía Clara— que muchos estarían encantados de elegir».
Nadie vino por el dinero. Marta Elvia tenía órdenes de no entregárselo a nadie sino a Gina. Después de un período de viva curiosidad, Clara cesó de hacer preguntas. Gottschalk no hacía más que enviar, a ratos perdidos, una nota con el mensaje: «Statu quo inalterado». Prosiguiendo con la vena latina de Gottschalk, Clara se figuró que Gina había encontrado un modus vivendi con su joven haitiano. Las semanas, una tras otra, apaciguaron a Clara. Se dice que uno espera cuando tiene algo preciso que esperar. En este lapso, no parecía que algo fuera a ocurrir.
—Y cuando peor estoy es cuando mi vida deja de ser singular, cuando podría ser la vida de cualquier persona —le confesó a Laura Wong.
Pero al volver una tarde a su casa después de una sesión con Gladstone (las cosas andaban tan mal que nuevamente lo consultaba con regularidad), entró en su cuarto para un breve descanso antes de que llegaran sus niñas de la clase de ballet. Tiró sus zapatos al suelo, y estaba a punto de desplomarse sobre la cama, la boca floja de fatiga, sintiendo que cedía a un terrible malestar, cuando descubrió la sortija sobre la mesilla. La habían puesto sobre un pañuelo, un objeto nuevo de una buena tienda. Se puso el anillo y se abalanzó sobre el teléfono, marcando ansiosamente el número de Marta Elvia.
—Marta Elvia, ¿ha estado alguien aquí esta tarde? ¿Vino alguna persona a entregarme un artículo?
Quince años en los Estados Unidos y la buena mujer seguía chapurreando el inglés.
—Escúcheme bien, ¿vino Gina hoy? ¿Alguien la hizo pasar al piso…? ¿No? Pero me consta que alguien ha entrado, y Gina devolvió las llaves cuando se fue. ¡Claro que pudo haber hecho un duplicado —ella o su compañero—! ¡Claro que debí cambiar la cerradura! No, no falta nada. Al contrario, la persona devolvió algo. Me allegro de no haber cambiado la cerradura.
A Marta Elvia le preocupaba que una persona extraña a la casa hubiera podido entrar. Se suponía que la seguridad del edificio era a toda prueba. Inmediatamente mandaría a su marido a averiguar si habían forzado alguna puerta.
—¡No, no! —exclamó Clara—. No hubo intrusión. ¡Qué idea tan descabellada!
En este momento, sus propias ideas no eran menos descabelladas. Telefoneó a Gina a East Harlem, pero la atendió un contestador automático con la voz de Frederic; su empalagoso acento francés le resultaba chocante. (De todas formas, Clara tenía aversión por estos artefactos, y su desagrado se extendía hasta incluir el sonido de la señal acústica, en este caso, el chillido de un cerdo). «Mensaje de la señora de Wilder Velde para la señorita Wegman». En la medida en que las buenas maneras de Gina pudieran imponerse a Frederic, Clara estaba dispuesta a revisar su opinión, aun la que tenía de él. (En su escala de diez, lo ascendería de menos de cero a uno).
En seguida llamó a Gottschalk y dejó un mensaje para que la llamara. Luego intentó hablar con Laura Wong y, finalmente, con Wilder en New Hampshire. Era época de elecciones primarias en ese estado; su candidato iba a la zaga, y no se podía pretender que Wilder estuviera en su hotel. Ithiel estaba en Centroamérica. No tenía con quién compartir la noticia de la recuperación. Las luces más potentes estaban en el cuarto de baño. Clara las encendió, apoyándose contra el lavabo para examinar la piedra y el engaste, cerciorándose de que no faltara ninguno de los diamantes pequeños. Como la señora Peralta había estado ese mismo día, marcó su número: tenía la imperiosa necesidad de hablar con alguien, y esta vez lo consiguió.
—¿Entró alguien en el piso hoy?
—Solamente el muchacho de los repartos, por el ascensor de servicio.
Durante esta insatisfactoria conversación, Clara pudo contemplar su imagen en el espejo del pasillo: una mujer huesuda, rubia, ni bella ni joven, delgada, la cara alargada, las mejillas hundidas, y la mano que llevaba el anillo, apretada bajo el brazo que sostenía el teléfono. Los grandes ojos le dolían, era evidente. Si estaba alegre, ¿por qué, entonces, aparecía tan apagada? ¿Creía, acaso, que la recuperación del anillo la haría rejuvenecer?
Lo que sí creía —y era más que una creencia por la carga triunfal que contenía— era que Gina Wegman había entrado en su cuarto, y había colocado el anillo sobre la mesilla.
¿Y qué había hecho Gina para conseguir la sortija? ¿Una promesa, un sacrificio, un pago a cambio de ella? Quizá sus padres le giraron dinero desde Viena. ¿Y si el único propósito de Gina en estos cuatro meses hubiera sido el de devolverla? ¿Y si se había visto obligada a permanecer en East Harlem sólo por este motivo? A Clara se le antojó que si Gina le había quitado el anillo a Frederic y se había escapado, el dejar un recado en el contestador habría sido un grave error. Frederic podía haber atado cabos y salido, revólver en mano, en busca de ella. Incluso había un detective privado en esta trama cada vez más complicada. Sólo que Gottschalk no era ningún Philip Marlowe. Así y todo, era un detective. Tenía licencia para llevar armas. Y así, su mente daba rienda suelta a un melodrama de elucubraciones psicopatológicas, repleto de sangre derramada, o de cuadros infantiles pintados en rojo, o de manchas de sangre que gente ingenua confundía con un cuadro infantil. La fantasía (o deseo) de que Gottschalk matara a Frederic en un tiroteo era tan grotesca que la ayudó a calmarse.
Cuando al día siguiente recibió a Gottschalk en su oficina, llevaba puesta la sortija y se la enseñó.
—Es un objeto de gran valor —dijo él—; espero que no utilice el transporte público para ir a su trabajo.
Clara hizo una mueca de desdén. Tenía a su disposición un chófer de la empresa. El hombre no parecía darse cuenta del cargo que ocupaba, aunque luego añadió:
—Hay empresarios de la más alta jerarquía que insisten en coger el metro. Conozco a una mujer de Wall Street que viaja disfrazada de vagabunda para disuadir toda agresión.
—Estoy convencida de que Gina Wegman entró ayer en mi casa y dejó la esmeralda al lado de mi cama.
—Tuvo que ser ella.
La observación personal de Gottschalk consistió en comentar que la señora Velde parecía haber pasado la noche anterior sin dormir.
—Pero pudo haber sido el hombre —prosiguió Clara—. ¿Cuál es su opinión profesional sobre este sujeto?
—Ratero. No tiene pasta de delincuente callejero.
—Ella no se casó con él, ¿verdad?
—Puedo verificarlo. Mi opinión es que no.
—Lo que sí podría averiguarme es si Gina sigue viviendo en la Calle 128. Si se apoderó del anillo y me lo devolvió, este hombre es capaz de hacerle daño.
—Vea, señora, lo han metido entre rejas bastantes veces, pero siempre por tonterías. Nunca intentaría algo gordo.
Frederic había sido uno de aquellos afortunados que alcanzaron la costa de Florida en patera hace unos años; de eso, Clara no tenía dudas.
—Robó su sortija, y después no supo cómo deshacerse de ella.
—Debo averiguar dónde está viviendo esa chica —dijo Clara—. Tengo que verla. Necesito dar con ella. Le pagaré un plus, razonable, se entiende.
—¿Se la mando a su casa?
—Eso podría resultar violento para ella, para mis niñas, la señora Peralta y mi marido. Dígale que quiero reunirme con ella. Pregúntele si recibió mi recado.
—Déjeme estudiar el asunto.
—Pero que sea pronto. No quiero que esto se alargue más de la cuenta.
—Prioridad absoluta —dijo Gottschalk.
Clara esperaba que su lujosa suite lo dejara impresionado, y se felicitaba ahora de haber pagado las cuentas puntualmente. Era preciso congraciarse con él, procurar ser, en todos los aspectos, una clienta interesante. En cuanto a Gottschalk, era exactamente lo que le había pedido a Ithiel: sordidez en su mínima expresión. Poca cosa más.
—Quisiera un informe para el viernes.
Esa tarde, Clara se encontró con la señora Wong. Instigada por su deseo de hablar, con el gesto de una joven recién comprometida, extendió la mano y dijo:
—Este es el anillo. Pensé que había ido a parar al cubo de la basura para siempre. De seguir así, se convertirá en el talismán de un cuento de hadas. Me hace pensar en esas películas trucadas que veíamos de niñas. Se veía primero un edificio dinamitado que se derrumbaba. Después, se rebobinaba la película a cámara lenta, y todo volvía, intacto, a su lugar inicial.
—¿Por efecto de un anillo mágico? —preguntó la señora Wong.
Se le ocurrió a Clara que Laura también era una dama misteriosa. A pesar de su apariencia exótica, era perfectamente convencional en lo que decía. Aunque tuvieras el corazón emocionado, ella te seguiría mascullando como si nada sucediera. Si vinieras a contarle que te matarías, ¿qué haría ella? Probablemente nada. No obstante, era preciso hablar.
—No estoy segura de si me encuentro en estado pre-dinamita o pos-dinamita. Quiero pensar que no tengo el aspecto de estar demolida…
—En absoluto.
—Y sin embargo, tengo la sensación de que algo se ha desmoronado. Ha habido cambios a mi alrededor. Gina, por ejemplo, era una chica que empleé para cuidar a las niñas. Apenas hablábamos. Yo no aprobaba su idilio caribeño, ni sus escarceos en materia de sexo. Un ejemplo más de ir a la deriva entre culturas en decadencia. Fíjate, estoy hablando como Ithiel, aunque la verdad es que no le hago mucho caso a su teoría sobre la cultura en ruinas: estoy empezando a entenderlo, en cambio, como un comportamiento de vida desprovisto del impulso del alma. Elementos esenciales de la persona que se extravían o que se expulsan; no me pidas precisiones; no te las puedo dar. Siempre se me escapan. Pero lo que empezaba a contarte es cómo he llegado a querer a esa chica. Así como captó a Lucy e intuyó sus necesidades, así también comprendió en un instante el significado de esa sortija. Y, habiendo decidido devolvérmela, se marchó de casa. Para irse a vivir a East Harlem, desgraciadamente.
—Si su familia de Viena supiera…
—Pienso hacer algo por ella. Esa chica vale mucho. Estoy decidida a hacer algo. Tendré que pensarlo bien. No pretendo que me describa los pormenores de lo que tuvo que pasar, ni pienso preguntárselos. Hay ciertas cosas que no me gustaría que me preguntaran a mí.
Clara pensaba en Clifford de Attica. En general, mantenía estos recuerdos a raya, pero, si era necesario, podía rememorar una asombrosa cantidad de cosas.
—¿Tienes alguna idea…?
—De ella, aún no, hasta que no le haya hablado. Sin embargo, como resultado de este episodio, he sacado diferentes conclusiones sobre mí misma. El perder y recuperar esta sortija en dos ocasiones es una señal, un mensaje. Me obliga a reflexionar. Por ejemplo, cuando Francine llegó en su furgoneta a vaciar la casa de Ithiel (esa mujer tiene tanta humanidad como un desatascador de lavabo), Ithiel no acudió a mí. No vino a decirme: «Eres infeliz con Wilder. Y juntos sumamos siete matrimonios. ¿No crees, pues, que tú y yo deberíamos…?»
—Clara, ¡tú no harías eso! —exclamó Laura. Por una vez, su voz sonó auténtica. A Clara le llamó la atención la diferencia.
—Pude haberlo hecho. Hasta ahora, mi vida no ha sido más que un cambio tras otro. Hay un cambio agradable, un cambio lucrativo, y está la dinámica de… no sé de qué. De poder, quizá. ¿Es que no puede haber una tregua? ¿La dinámica nunca te dará un respiro? Pensé que Ithiel podría suponer un oasis de paz para mí. O yo para él. Pero era una idea muy boba. Tengo una personalidad anti-reposo. Llevo la incoherencia incorporada a mi persona.
—¿Así que la sortija simbolizaba tu esperanza de reconquistar a Teddy Regler?
—Teddy, la excepción que confirma la regla. Una excepción que nunca cesa de confirmarse. Probablemente existan otros hombres, pero nunca di con ellos.
—¿Y tú crees que…?
—¿Que algún día conseguirá su objetivo? No lo sé. El tampoco. Según él, un historiador de carrera jamás podrá llevar a cabo semejante tarea, sólo sería capaz de hacerlo un ser singular dotado de un ojo singular, un genio de la observación política: así lo dice él. Y quizá algún día se lo proponga en serio, y realizará una síntesis de este siglo, la síntesis de las síntesis. En cuanto a mí, tengo a mis tres niñas, con Wilder como posible cuarto hijo. Él es el más infantil de todos. Lo que quisiera en este momento es una vida tranquila.
—¿El oasis de paz?
—No, eso no podrá ser. Pero pretendo, a cambio, una vida tranquila. El oasis pude haberlo encontrado en Ithiel. Tendré que contentarme con lo que pueda lograr: noches de paz. Que reine un ambiente de convento; cuando las niñas se han ido a la cama, que yo pueda desconectar los teléfonos y dedicarme a la lectura de Yeats o alguien así. No hay que pretender demasiado; me conformaría con librarme de mis fantasmas; son como pacientes que entran y salen de un psiquiátrico. En una palabra, asumir mi personalidad anti-reposo.
—Así que durante todos estos años nunca perdiste la esperanza de que Teddy Regler y tú…
—¿Llegáramos a compartir nuestras vidas…?
Algo la hizo dudar. Como siempre ocurría en situaciones problemáticas, la mirada de Clara se desplazó a un lado, buscando una salida, y su boca de campesina se abrió, sin emitir palabra alguna.
En Madison Avenue, andando hacia el centro, Clara refunfuñaba en su voz de contralto: «Esto es absolutamente inadmisible. ¡Es el colmo! Lo que quería era que le dijese que Ithiel y yo habíamos acabado para poder avanzar en sus pretensiones sobre él. Cada uno es libre de imaginar lo que quiera, y tanto le hablé de Ithiel, que terminó resultando irresistible para ella. ¿Cuánto hará que esta lagartona sueña con adueñarse de él? ¡Ni hablar!» Clara estaba indignada, pero no podía contener la risa. «Así como elijo amigos, elijo amantes, maridos, banqueros, contables, psiquiatras y sacerdotes. Acabo de perder a mi principal confidente. Pero debo largarla poco a poco, porque si hago un corte brusco, ella tendrá el medio para hacerme daño con Wilder. Tampoco hay que olvidarse de la compañía aseguradora, la verdadera propietaria de esta sortija. Además, Laura es una excelente profesional, y no podemos prescindir aún de sus diseños».
Entre tanto, Clara tenía sus miras en una acción generosa, excepcional.
Al día siguiente, por la línea telefónica personal de su despacho, Clara mantuvo una conversación preliminar de este asunto con Ithiel, que acababa de volver de Centro-américa. Evidentemente, no podía revelarle su plan. Comenzó por describirle la devolución de su sortija, las extrañas circunstancias que la rodearon.
—En este preciso instante, la estoy mirando. Cuando me la pongo, me siento no tanto como una núbil jovenzuela, sino más bien como un alma contemplativa.
Clara creía ver a Ithiel esforzándose en asimilar este último progreso, intentando encuadrar la Clara contemplativa en la Clara que una vez le hundió sus largas uñas en el antebrazo, dejando cicatrices que bien pudo haber enseñado al general Haig o a Henry Kissinger para darle más énfasis al tema de la violencia. Tenía sentido del humor el bueno de Ithiel. Disfrutaba relatando cómo, estando una vez en los aseos de la Casa Blanca, descubrió al señor Armand Hammer en el urinario contiguo, y cómo intercambiaron opiniones sobre las posibles intenciones soviéticas en un abrir y cerrar de cremalleras.
O imaginaba a Ithiel recordando a la Clara apasionada, o a la Clara que pretendía que fueran enterrados uno al lado del otro o, incluso, en una misma tumba. Ithiel se divertía mucho con esto últimamente.
Desde su oficina de Nueva York, Clara seguía hablando. Hasta ahora, Ithiel no había abierto la boca salvo para felicitarla por la recuperación de este símbolo capital, la esmeralda de Madison Hamilton.
—Esta Gina es una joven muy especial —le señaló a Ithiel—. Se podría esperar semejante comportamiento de una siciliana o de una española, y ni siquiera de las contemporáneas; más bien de uno de esos personajes románticos de Stendhal, una de esas mujeres singulares, o una joven del Renacimiento italiano en alguna crónica veneciana en que se inspiraron los isabelinos.
—No es lo que uno espera de la Viena de Kurt Waldheim —acotó Ithiel.
—Exactamente. Y una joven de estas cualidades no debería seguir cuidando niños en Nueva York-Gogmagogsville.
Ahora bien, lo que iba a proponerte es que se fuera a vivir a Washington.
—¿Y quieres que le encuentre un trabajo?
—Eso no sería fácil. Tiene un visado de estudiante, pero no un permiso de trabajo. Tengo que sacarla de este sitio.
—Rescatarla del haitiano. Entiendo. Pero quizá no quiera que la rescaten.
—Voy a tantear el terreno. Mi presentimiento es que el episodio haitiano terminó y que Gina está preparada a retomar sus estudios superiores…
—Y ahí es donde intervengo yo, ¿verdad?
—No lo tomes a broma. Hablo en serio. Te acuerdas de lo que me dijiste no hace mucho a propósito de mi lógica moral, elaborada a través de mis propias premisas femeninas, producto de mi propia energía. Pues bien, tú no eres de los que hablan a la ligera sobre asuntos de importancia.
Esa descripción que Ithiel había hecho de ella la había encaminado, afirmado, concentrado, alentado y orientado. No iba a permitir ahora que se retractara en lo más mínimo.
—Hablo por lo que he visto. Años de observación me respaldan. ¿Ella quiere venir a Washington?
—Pues no he tenido oportunidad de preguntarle. Pero… para que me entiendas, he llegado a encariñarme con esa chica. He estudiado detenidamente cada aspecto de lo que probablemente sucedió, y he llegado a la conclusión de que ese tipo robó el anillo porque su relación con ella llegaba a su fin. Gina estaba a punto de romper con él. Así que la implicó en el robo, y ella se marchó con él solamente para recuperar la esmeralda.
—¿Qué es lo que te hace pensar esto… esta fantasía que te has montado, que ella hubiera perdido interés en él, y que él actuara con tanta astucia, y que ella tuviera tal sentido del honor, de la responsabilidad? Toda esta descripción se parece más a ti que a cualquier otra persona.
—Pero lo que estoy diciendo —insistió Clara— es que Gina no es una persona cualquiera, y yo la quiero.
—Y deseas que nos conozcamos. Ella caerá bajo mi égida y se enamorará de mí. Y así, tú y yo nos multiplicaremos a través de ella. Nos mimaremos el uno al otro, y tú tendrás el consuelo de verme en buenas manos, echando tu bendición sobre los dos.
—Teddy, te estás burlando de mí —protestó Clara, aunque sabía muy bien que no se estaba burlando, y que su interpretación no era tan desacertada.
—Nunca seremos capaces de sacarnos de apuros el uno al otro; nuestros respectivos apuros son demasiado grandes. Y esto no tiene nada de excepcional. Sabemos a qué atenernos. Sólo unos pocos inconformistas continúan batallando. Me refiero a ti. Quiero pensar que estoy a gusto con lo que es real. Tu concepto de lo real es diferente. Quizá sea más profundo que el mío. Ahora bien, si tu señorita tiene sus motivos para mudarse a Washington, estaré encantado de complacerte y reunirme a conversar con ella. Pero el tipo de programas ideales para tus niñitas —jardín de infancia, fiestas, maestras aplicadas—, no resultan adecuados para el resto.
—¡Ay, Teddy, me tomas por una idiota!
Después de la conversación, Clara sacó su cuaderno de apuntes para tratar de resumir el razonamiento de Ithiel: las ideas que nos hacemos de las motivaciones de los demás son tan limitadas, nuestra comprensión del universo y sus fuerzas es tan falsa, que cuanto más indagamos, más daño nos hacemos. Sabía perfectamente que este apunte, al igual que todos los demás, desaparecería. Si más adelante se preguntara, «¿en qué pensaba después de mi charla con Teddy?», no encontraría el papel en ningún sitio.
A continuación, era necesario organizar una cita con Gina Wegman, y esto resultó complicado. Nunca se había imaginado hasta qué punto. Llamó repetidas veces a Gottschalk, que decía estar en contacto con ella, aunque no la había visto aún. Había obtenido su nuevo número de teléfono correspondiente a un barrio del centro, donde había logrado localizarla alguna que otra vez.
—¿Le dijo que yo quería reunirme con ella? —preguntó Clara, pensando: «La vergüenza es lo que la retiene; la pobre chica está avergonzada».
—Dijo estar tremendamente ocupada. Tengo entendido que piensa regresar a su casa.
—¿A Austria?
—Habla un inglés correcto, pero el mensaje no es nítido.
Con malicia, Clara murmuró que si se limpiara las gafas vería mejor. Además, para incrementar su importancia y sus facturas, Gottschalk le estaba ocultando información, o fingía tener más información de la que en realidad disponía.
—Si me facilitara su número, podría intentar llamarla directamente —dijo ella—. Dígame, ¿el muchacho vive con ella en este barrio del centro?
—Lo dudo. Creo que se está quedando con amigos o parientes, y que volverá a Viena muy pronto. Le daré su número, pero antes de llamarla, le pido que me dé unas horas para obtener una información suplementaria.
—Muy bien —respondió Clara, y en cuanto Gottschalk colgó el teléfono, marcó el número de Gina. Dio con ella en seguida. Así de fácil.
—Ay, señora Velde, estaba a punto de llamarla —dijo Gina—. Estoy un poco molesta por este señor Gottschalk. Es un detective, y me preocupaba que pensara que se trataba de un asunto policial.
—No es un policía, es un investigador estrictamente privado. Necesitaba hacer averiguaciones. Yo nunca te hubiese amenazado. Quería saber dónde estabas. Ese hombre es un cretino. No te preocupes por él. ¿Es cierto, Gina, que te vuelves a Viena?
—Esta noche, en Lufthansa, con escala en Munich.
—¿Sin verme? ¡Imposible! Estarás muy enfadada conmigo… Pero yo no siento enfado contra ti, todo lo contrario. Tenemos que vernos antes de tu partida. Estarás muy apurada con todos los preparativos de última hora.
Horrorizada ante la perspectiva de perderla, con el corazón latiendo de golpe y la garganta atenazada por la emoción, Clara apenas pudo preguntar:
—¿No podrías hacerme un hueco, Gina? Queda tanto por resolver, tantas cosas entre nosotras. ¿Por qué tanta prisa?
—A mí también me gustaría mucho verla. La prisa es por mi compromiso y mi boda.
Clara se dijo, frenética: «Está embarazada».
—¿Te casas con Frederic? —sondeó Clara.
Era una pregunta cargada de tensión, casi una plegaria: «No permitas que haga esa locura». Gina tardaba en contestar; parecía pensativa. Por fin, respondió:
—No me iría a Viena si fuera así. Mi novio trabaja en el banco de mi padre.
Lo que ahora se planteaba era si Gina debía o no dar explicaciones. Según Clara, las explicaciones eran necesarias. Aunque al principio parecía titubear, Gina accedió a reunirse con ella. Sí, se iban a encontrar.
—Unos amigos me han organizado una fiesta de despedida, en Madison Avenue. ¿Podemos encontrarnos media hora antes?… A su manera, fue usted muy buena —le oyó decir Clara.
—¿Qué te parece en Westbury, entonces? A las cuatro.
«Buena a mi manera… ¿qué quiso decir? Piensa que estuve brusca con ella». Pero estas cuestiones secundarias se podrían tratar más adelante. Inmediatamente, Clara debía cancelar su cita con el doctor Gladstone. Como de todas maneras debía pagarle sus honorarios, pensó con rabia, él dispondrá de una hora para rumiar profundos pensamientos analíticos, lucubrar sobre problemas de identidad. ¿Es que no había nadie que realmente fuera alguien? ¡Cómo iba a saberlo un hombre como Gladstone! «Fontaneros» llamaba Ithiel a Gladstone y sus secuaces. Ithiel había abandonado su tratamiento porque ningún psicoanalista supo explicarle lo que implicaba el ser Ithiel Regler. Esto sonaba presuntuoso, pero, en realidad, era la única postura razonable. Era la pura verdad. Ella era de la misma opinión.
Que Clara se mostrara tan firme y decidida resultaba sorprendente, dado que se encontraba en un estado febril, tratando de esclarecer un torbellino de emociones confusas. En el taxi, uno entre decenas de miles que enfilaban con desesperante lentitud hacia el centro, Clara reposó su largo cuello en el respaldo trasero para aliviarlo del peso de la cabeza y para contener el caos, sembrado de pánico, de sus pensamientos. Estos atascos de Madison Avenue, estas multitudes tan innecesarias, estos vehículos superfluos que transportaban a ociosos compradores o a ancianos que no tenían nada mejor que hacer que escaparse de su reclusión o incordiar a los demás. Clara estaba agobiada por los continuos frenazos. Se imaginaba a sí misma destruyendo motores de automóviles, arrancando con formidable fuerza los semáforos de la acera. De los treinta minutos que podía dedicarle Gina, cinco ya estaban perdidos. A dos manzanas de Westbury, Clara no pudo aguantar más, y descendió del taxi para completar el resto del trayecto marchando a buen paso, las rodillas frotándose una contra la otra como siempre sucedía cuando tenía prisa.
Franqueó la puerta giratoria, y allí, en la sala, estaba Gina Wegman levantándose del sillón. ¡Qué chica tan guapa bajo su sombrero redondo de paja negra y lustrosa, con un velo que le cubría hasta la curvatura de la nariz! Por cierto que no se levantó para mostrarse arrepentida, con ese vestido que acentuaba las curvas de su pecho y de sus nalgas. Por otro lado, tampoco se mostró provocativa. Vivaz, sí, y resplandeciente, también. Se dirigió a Clara con muestras de cariño, y cuando se besaron, Clara pudo imaginarse en parte lo que un hombre apasionado podría sentir por una mujer como esa.
Mientras echaba la culpa de su retraso al tráfico de las horas punta, Clara se reprochaba por el vestido que se había puesto ese día; esas grandes flores eran un error, una falta de gusto: arrojaría el vestido a su armario de desaciertos.
Se sentaron en el bar. Uno de esos cargantes camareros neoyorquinos se les arrimó. Clara no perdió el tiempo. Pidió un Campari, y mientras el hombre tomaba nota de las copas, le indicó: «Tráigalas y no nos interrumpa, que tenemos mucho de que hablar». Luego se inclinó hacia Gina. Dos cabezas de bonita cabellera, cada una con su diseño particular. La chica se levantó el velo.
—Ahora, Gina… dime.
—Esa sortija luce magnífica en su dedo. Me alegra que la haya traído.
Ya no era la au pair que no hablaba si no le hablaban; se comportó como una persona diferente, de igual a igual, y más aún. Había hecho muy bien en venir a América.
—¿Cómo entraste en la casa?
—¿Dónde la encontró? —preguntó Gina.
—¿Qué quieres decir? —la sorpresa hizo que Clara volviera a adoptar la voz simplona de campesina; el tono era de desafío y de sospecha—. Estaba sobre mi mesilla.
—Ah, muy bien entonces —comentó Gina.
—Me siento muy mal por haberte impuesto esta difícil tarea. Prácticamente imposible. La otra alternativa consistía en poner el caso en manos de la policía. Supongo que ya sabrás que Frederic tiene antecedentes penales, ningún delito serio, pero estuvo preso en Rikers Island y en la cárcel de Bronx. Una investigación policial habría ocasionado problemas, te habría causado disgustos, y yo no estaba dispuesta a hacerlo.
Apoyó la mano sobre sus piernas y se sorprendió al palpar sus prominentes músculos.
La chica no se mostró avergonzada por la mención de Rikers Island. Debía haberse propuesto no sentir vergüenza.
Clara nunca llegaría a entender su relación con Frederic. Gina se limitó a reconocer que su amigo se había llevado el anillo.
—Me dijo que estaba dando vueltas por el piso…
«¡Qué horror, un hombre de estas características, impúdico y cleptomaníaco, suelto en mi casa!»
—Vio el anillo, y se lo puso en el bolsillo, sin pensarlo. Le dije que era el regalo de una persona que usted amó y que la amó a usted.
¡Ciertamente, ella sabía lo que era el amor!
—Me sentía responsable, ya que había sido yo quien le había llevado a casa.
—Lo habrás desconcertado.
—Dijo que los que viven en Park Avenue no entendían nada. Que no querían problemas y dependían de sistemas de seguridad para protegerse. Una vez superados los dispositivos de seguridad del vestíbulo quedaban tan indefensos como corderos. Suerte si no morían asesinados. No tenían la menor idea de cómo defenderse.
La mirada de Clara era luminosa y seria. La nariz respingada añadía sobriedad a su expresión.
—En eso estoy de acuerdo con él. En mi propia casa no veía por qué debía proteger mis objetos valiosos. Pero puede estar en lo cierto en cuanto a Park Avenue. Es un tipo de gente que no piensa, aunque no lo admita. Menos mal que no entró alguien más peligroso que Frederic. Es posible que los haitianos sean más alegres que otros que viven en Harlem o el Bronx.
—¿Usted siente que pertenece a la clase de gente de Park Avenue?
—Sí —respondió Clara. Sus ojos se dilataron enormemente, mientras pensaba con horror: «¡Dios mío, qué les espera a mis hijas!»—. Supongo que debería estar agradecida de que el hombre solamente robara.
—No tenemos tiempo para hablar de estas cosas —dijo Gina.
Estos minutos en el bar parecían discurrir de acuerdo con un plan preestablecido por Gina. Frederic no era tema de discusión. De pronto, Clara sintió el impulso de mostrarse dura con Gina. Gina era como aquella pecadora del Libro de los Proverbios que come y bebe, y luego limpia todo rastro de lujuria con la servilleta. Pero su lógica no se sostenía. «¿Quién podía imaginarse de qué forma esta chica había sido atrapada por ese individuo y cómo había logrado quitarle el anillo, o qué debió hacer para conseguirlo? Se lo debo a ella. Además, con las niñas fue intachable. Ahora bien, ¿qué es lo que tengo ante mí? Creo intuir algo de orgullo en Gina. Esta joven de la burguesía vienesa supo estar a la altura de lo que Nueva York le proponía. Esto permite entrever una cierta autoestima. Lo de la pecadora no viene al caso. No nos pongamos tan bíblicos. La tarjeta navideña de rigor me sigue llegando de Attica. Antes de casarse con este hombre del banco de papito, la chica podía permitirse alguna emoción, y Gogmagogsville es el sitio ideal para eso». Gladstone pudo haber señalado que los pensamientos de Clara estaban adquiriendo un matiz de hostilidad, envidia de juventud, quizá. Ella no opinaba lo mismo. Nadie, pero nadie, puede resistir las tentaciones modernas. (Intenta imprimir tu propio papel moneda y verás cuánto obtienes por él). Seguía pensando que su afecto por la joven no estaba descaminado.
—¿Estás segura de que quieres regresar? ¿No considerarías quedarte?
—¿Y por qué me voy a quedar?
—Simplemente me lo preguntaba. Si buscas una nueva experiencia de América, la podrías encontrar en Washington D.C.
—¿Y qué haría yo allí?
—Un trabajo serio. Y no te asustes por lo de «serio»; no tendría nada de aburrido. Yo hice un trabajo similar en Cortina d’Ampezzo años atrás, y resultó ser uno de los mejores veranos de mi vida. Este amigo mío de Washington para quien trabajé, se convertirá sin duda en una de las eminencias de la historia política americana. Es, quizá, la única persona con talento para poner toda la historia de este siglo en perspectiva. Si lo conocieras, convendrías conmigo en que es un hombre fascinante…
En este punto, Clara se detuvo. Sin advertirlo, se había metido en una encrucijada. Se imponía una pausa, y en un silencio de muchos niveles, analizó en qué consistía su entusiasmo por esta joven austríaca, una chica bonita, como también sensata (quizá) en líneas generales. ¿Deseaba entregársela a Ithiel? Quería recompensarla. Hasta ahí, muy bien. Y quería encontrarle una mujer apropiada a Ithiel. Era escandalosa su elección de esposas. «O mi elección de maridos, si vamos al caso». Hasta ahí, bien también. ¿Pero qué me dices de Frederic? ¿Qué habría hecho la joven como para vetar la sola mención de la conexión haitiana? ¿Y por qué motivos se debía reducir esta conversación a veinte minutos? ¿Por qué Gina no la había invitado a la despedida? ¿Quiénes estarían presentes? A continuación, Clara se planteó una serie de conjeturas: los padres de Gina habían venido a América para llevarla de vuelta. Habían negociado con Frederic un acuerdo, y una de las condiciones secundarias consistía en que Frederic cediera el anillo. Clara bien podía imaginarse esta hipótesis. La joven tenía varios motivos para querer alejarla de sus amigos o, probablemente, de sus padres. La impetuosa Clara, con su tosca candidez, pudo haber revelado el romance, con pelos y señales, a los acaudalados padres tan imbuidos de cultura de la Mittel-Europa (cultura de porquería, pudo haber dicho Ithiel). Pues bien, que disfruten de su reunión en paz. Pero Clara no tenía la intención de mandar a Gina a Washington toda envuelta en papel de regalo. (En todo caso, el regalo entregado a esta joven con lazo incluido, sería Ithiel). «¡De ninguna manera! —decidió Clara—. Seré tan burda como ella me acusa de ser. No tengo ninguna intención de organizar una boda que me amargará durante el resto de mis días». Clara puso fin a su juego de casamentera, que había empezado en un arrebato de blanda beatitud. Sí, Gina era una chica fuera de lo común, su opinión al respecto no había variado, pero que Teddy Regler fuera el candidato, ni pensarlo.
—¿Lo conocí alguna vez? —preguntó Gina.
—No.
«Ni lo conocerás jamás».
—¿Quisiera hacerme un favor? —preguntó Gina en tono serio.
—Sí, en la medida de lo posible.
—Es usted una mujer generosa, excepcionalmente generosa. No puedo marcharme a Washington, si no, me habría encantado. Lo siento, pero debo despedirme pronto. Realmente lo siento. No tenemos tiempo de hablarlo, pero usted significa mucho para mí.
«Mira qué bien —pensaba Clara—, la gente para quien tú representas mucho no tiene tiempo para hablarte».
—Déjame decirte algo brevemente, ya que no hay tiempo que perder. Estaba pensando en las etapas que atraviesa una mujer como yo. Primera etapa: todos somos buenos, básicamente buenos, si los tratas bien, te tratan bien; es la fase bebé. Segunda etapa: todos son brutos, bárbaros, violadores, bandidos, mentirosos, asesinos y monstruos. Tercera etapa: el cinismo también es inadmisible, y comienzas a construirte un juicio más sabio basado en pistas mínimas o en algunas determinadas instancias. No sé si más o menos me sigues… Ahora bien, antes de irte, vas a saciar mi curiosidad en por lo menos un punto: quiero saber cómo recuperaste mi sortija. Si te costó dinero, quiero devolverte hasta el último centavo. Insisto. Me dices cuánto es y a quién se lo debo entregar. ¿Cómo entraste en el piso? Nadie te vio. ¿Tenías una llave?
—No me hable de dinero; no me debe nada. Lo que sí tengo que contarle es cómo llegó la sortija hasta su mesilla. Fui al colegio de Lucy y se lo di.
—¡Le diste una esmeralda a Lucy! ¡A una niña pequeña!
—Me aseguré de llegar antes de que la nueva chica viniera a buscarla, y le expliqué a Lucy qué debía hacer: «Esta es la sortija de tu madre, hay que ponerla en su mesilla, y aquí tienes un bonito pañuelo de Madeira para que lo coloques debajo».
—¿Qué más dijiste?
—No había mucho más que decirle. Ella sabía que se había perdido el anillo. Pues ahora había vuelto a aparecer. Lo cubrí con el pañuelo y lo puse en su cartera.
—¿Y entendió?
—Se parece mucho a usted.
—¿Cómo es eso? ¡Dime!
—Es de su tipo. Usted me lo hizo notar en varias ocasiones. Y con el paso del tiempo empecé a pensar que tenía usted razón.
—Podías confiar en que ella cumpliría la misión sin delatar una sola palabra. Vamos, yo estaba loca de alegría cuando apareció la sortija sobre el pañuelo. ¿De dónde salió? ¡Quién pudo haber sido! Hasta llegué a preguntarme si no se habría contratado a un ladrón para entrar y dejarla ahí. Ni una palabra dijo la niña. Miraba al frente sin pestañear, como un centinela romano. ¿Le pediste que no hablara?
—Bueno, sí. Era mejor así. ¿A usted nunca se le ocurrió preguntarle?
—No se me pasó por la cabeza. Ni una sola vez. Mi propia hija, ¡capaz de eso!
—Le pedí a Lucy que volviera a bajar a la calle para contarme cómo le había ido. Les seguí el paso camino de casa, a ella y a la joven, que no me conoce. Y a los quince minutos, Lucy se encontró conmigo a la vuelta de la esquina y me dijo que había colocado el anillo en el sitio indicado… Está usted contenta, ¿no es cierto?
—Estoy perpleja. Estoy emocionada. Francamente, Gina, no creo que tú y yo nos volvamos a encontrar…
La chica no discrepó, y Clara prosiguió:
—Así que te diré lo que pienso. Tú no estabas dispuesta a hablar de tus experiencias en Nueva York, en Harlem: supongo que con eso querías mostrarte consecuente con tu criterio. Tu vida privada es cosa tuya, pero la palabra que yo empleaba para referirme a tu actitud era «vanidad», el orgullo de una joven europea en Nueva York que se mete en un lío y que se empecina en salir sola de él. Pero esto va mucho más allá.
Las lágrimas brotaban de los ojos de Clara mientras cogía la mano de Gina.
—Entiendo cómo arreglaste todo a través de mi propia hija. Le encomendaste algo trascendente, y ella demostró estar a la altura. Lo más asombroso para mí es que ella no dijera nada, sólo miró. Ese grado de observación y de autodominio en una niña de diez años… ¿te das cuenta de lo que siento al descubrir esto?
Gina se estaba poniendo de pie, pero se volvió a sentar por un instante.
—Creo que dio con la palabra adecuada, adecuada para las dos. Cuando vine para que me entrevistara, la vanidad era patente, se le notaba por encima de la ropa. Me preguntaba si todas las amas de casa americanas eran así. Pero usted no es un ama de casa americana. Tiene usted mucha autoridad, señora Velde, como si dirigiera el tráfico. «Gire a la izquierda, vaya a la derecha, haga esto, haga lo otro». Tiene ideas muy definidas.
—¿Quisquillosa, quizá? ¿Te ofendí por esto?
—Si con eso quiere decir mandona, la respuesta es no. No me ofendió una vez que la llegué a conocer mejor. Era usted estricta de acuerdo con su criterio. Decidí que usted era una persona íntegra, y las órdenes que me daba, me las daba con motivo.
—Ay, espera un minuto, yo no veo que existan personas íntegras. En épocas más felices, estoy segura que existían. Pero ¿ahora? Justamente ahí está el problema. Miras a tu alrededor buscando algo a qué aferrarte, y ¿dónde está?
—Lo veo en usted —dijo Gina mientras se levantaba y cogía su bolso—. Quizá no esté dispuesta a creerlo porque está desilusionada y confundida. ¿Quiénes son las personas perdidas? Esta es la cuestión más difícil de establecer, incluso cuando se trata de uno mismo. El día del desfile de modas comimos juntas, y usted me hizo un comentario como «nadie es alguien». Fue sólo un susurro, hablando de su psiquiatra. Pero cuando hace un momento empezó a hablar de este señor de Washington, no planteaba el problema de nadie-alguien. Y cuando le robaron la sortija, no estaba afligida por la pérdida de una joya. La gente que está perdida es la que pierde «objetos valiosos». Usted solamente perdió este anillo.
Gina apoyó su dedo sobre la piedra.
Qué insólito descubrir a dos personas, una de ellas joven, manteniendo una conversación tan abstracta. Es posible que el vivir en Nueva York haya forzado a una chica como Gina a reflexionar.
—Adiós, Gina.
—Adiós, señora Velde.
Mientras Clara se levantaba, Gina deslizó un brazo sobre sus hombros. Se abrazaron.
—Con tanto caos —dijo Gina—, no entiendo cómo consigue usted mantenerse en pie. Pero lo consigue. Creo que sabe bastante bien quién es usted.
Gina se marchó deprisa.
Minutos atrás (que pudieron haber sido horas), Clara había albergado sentimientos mezquinos contra la joven. Había tenido, incluso, la intención de hacerle pasar un mal rato, de acompañarla hasta su cóctel de despedida, hacerse invitar, hablar con sus padres, avergonzarla frente a sus amigos. Eso fue antes de comprender lo que Gina había hecho, la manera en que había devuelto la sortija. Pero cuando salió por la puerta giratoria y puso el pie en la acera, se echó a llorar con pasión. Bajaba por Madison Avenue llorando, no como una vecina del barrio, sino como uno de esos desgraciados sin hogar que se comportan de forma grotesca en público, uno de esos infelices escapados de un psiquiátrico. Se desbordaba en lágrimas. Con la mano que tenía la sortija, se llevó un pañuelo a la cara, mientras se apresuraba dando grandes trancos desgarbados, como si hubiera estado andando sobre el agua del puerto de Nueva York. Esa era la sensación: que lo que pisaba no era una acera, sino agua, y por más que se esforzara en dar zancadas, no parecía avanzar. «Debí haber creído a Ithiel —pensaba Clara— cuando en Washington me hizo la descripción de mi persona. Él posee sentido de la grandeza, de la verdadera grandeza. Él no es de los que adulan; es realista y dice la verdad. Ahora empiezo a comprender quién es el verdadero ser que llevo en mi interior. Es posible que entre un millón de personas no haya ninguna que sepa a quién tiene dentro. Mi hija, tal vez, sea una de las excepciones».