UN RECUERDO QUE DEJO
A mis hijos y nietos
Cuando suceden muchas cosas a la vez, más de las que puedes soportar, puedes optar por suponer que no pasa nada en especial, que tu vida da vueltas y vueltas como el plato de un tocadiscos. Luego, un día descubres que lo que habías tomado por un tocadiscos, suave, plano y liso, era en realidad un remolino, un vórtice. Mi primera constatación de la acción oculta de días rutinarios se remonta a febrero de 1933. La fecha exacta no te importará. Me gusta pensar, no obstante, que tú, mi único hijo, querrás saber cómo esta acción oculta me atañe a mí. Cuando eras pequeño, te interesaba la historia de tu familia. En seguida comprenderás que no podía contarle a un niño pequeño lo que estoy a punto de contarte ahora. No se habla de muerte y de vórtices a un niño; al menos, no en estos días. En mi época, mis padres no titubeaban al hablar de la muerte y de los que agonizaban. De lo que rara vez hablaban era de sexo. Ahora es al revés.
Mi madre murió cuando yo era un adolescente. Te lo he contado muchas veces. Lo que no te dije es que yo sabía que se estaba muriendo, y que no me permitía pensar en ello. Ahí tienes tu tocadiscos.
Te he dicho que era el mes de febrero, y he añadido que la fecha exacta no te importaría mucho. Debo confesar que yo mismo evité precisarla.
El invierno de Chicago, acorazado de hielo gris, el cielo denso, el andar pesado.
Estaba en mi último año del colegio, un estudiante indiferente, más bien impopular, una figura del montón. En público, solamente me destacaba en salto de altura. Mi estado físico era lamentable, pero un curioso impulso o convulsión de última hora me lanzaba por encima del listón. Eso era todo lo que el colegio alcanzaba a ver.
Poco predispuesto para el estudio, tenía, sin embargo, avidez por la lectura. Era reservado en asuntos de familia. La verdad es que no me apetecía hablar de mi madre. Además, no había encontrado aún un lenguaje para la rareza de mis extraños intereses.
Pero déjame continuar con la historia de aquel significativo día de primeros de febrero.
Comenzó como un día escolar cualquiera en el invierno de Chicago: de una normalidad deprimente. La temperatura había bajado. En los cristales de las ventanas se habían formado unas figuras botánicas de escarcha, el viento levantaba la nieve a montones, el hielo era arenoso, y las calles, manzana tras manzana, estaban atenazadas por un cielo plomizo. Un desayuno de cereales, tostada y té. Tarde como siempre, me detuve un instante en el cuarto de mi madre enferma. Me agaché y le dije: «Soy Louie, voy al colegio». Parecía asentir con la cabeza. Tenía los párpados marrones; su tez era bastante más pálida. Salí deprisa, con mis libros sujetos por una correa que colgaba de mi hombro.
Cuando alcancé el bulevar que lindaba con el parque, dos hombres pequeños con rifles salieron precipitadamente de un portal. Apuntaron sus cañones hacia lo alto y dispararon. Varias palomas que se habían posado cerca del tejado se desplomaron. Los hombres recogieron sus cuerpos flácidos y corrieron adentro. Eran pequeños hombres morenos con camisas blancas que se agitaban al viento. Cazadores de la depresión con sus presas urbanas. Minutos antes, un coche-patrulla circulaba por allí a veinte kilómetros por hora. Los hombres esperaron hasta que se hubo alejado.
Esto no tenía nada que ver conmigo. Lo menciono simplemente porque sucedió. Evité pisar las salpicaduras de sangre y atravesé el parque.
A la derecha de la senda, bajo un helado ramaje de lilas, la capa de nieve se quebraba. Allí, en lo más oscuro de la noche, Stephanie y yo nos habíamos abrazado, mis manos bajo su abrigo de piel de mapache, bajo su jersey, bajo su falda; incontrolados besos de adolescentes. Su gorro de piel se había deslizado hacia atrás. Desabrochó su abrigo perfumado para tenerme más cerca.
Próximo al colegio, tuve que correr para entrar antes de la última campanada. Mi familia me había advertido: nada de problemas con los profesores, ninguna llamada de atención del director en un momento como éste. Me atuve a sus recomendaciones aunque aborrecía el estudio. Todo el dinero que podía obtener lo gastaba en la librería Hammersmark. Leí Manhattan Transfer, La enorme habitación y Retrato de un artista adolescente. Era socio del Cercle Frangais y del club de debate. El tema de conversación de esa tarde era Hitler y su nombramiento de Von Hindenburg para formar un nuevo gobierno. Pero ya no podía asistir a las reuniones; tenía un empleo por las tardes. Mi padre había insistido en ello.
Después de clase, camino de mi trabajo, me detuve en casa para prepararme un bocadillo de queso Wisconsin y para ver si mi madre estaba despierta. En sus últimos días de vida, había estado fuertemente sedada, y rara vez hablaba. El frasco alto y cuadrado en su mesilla contenía el rojo intenso del Nembutal. El color del líquido era siempre el mismo, como si no admitiese ninguna sombra. Ahora que no podía incorporarse, mi madre llevaba el pelo corto. Hacía su cara más enjuta, sus labios más lívidos. Su respiración era seca y áspera, entrecortada. La cortina estaba a medio subir. Tenía bordes blancos y flecos en el reborde inferior. La escarcha de la calle era de un gris oscuro. La nieve se apilaba a los pies de los árboles. Los troncos eran de un negro mineral. Resistiendo el invierno en sus armaduras de cocodrilo, acumulaban hollín.
Aunque estuviera despierta, mi madre no tenía aliento para hablar. A veces hacía gestos. Aparte de la enfermera, no había nadie en casa. Mi padre atendía a sus negocios, mi hermana tenía un trabajo en el centro de la ciudad, mis hermanos se pasaban el día de acá para allá. El mayor, Albert, era empleado de un abogado del Loop[6]. Mi hermano Len me consiguió un puesto en el tren de cercanías del ferrocarril noroeste, y durante una temporada vendí tabletas de chocolate y periódicos vespertinos. Pero cuando mi madre puso fin a esto, porque llegaba tarde a casa, me busqué otros empleos. En este momento estaba repartiendo flores para una tienda de North Avenue, llevando coronas y ramos en tranvía por toda la ciudad. El florista Behrens me pagaba cincuenta centavos la tarde; con propinas, podía reunir hasta un dólar. Me daba tiempo a preparar mis clases de trigonometría y también, bien entrada la noche, después de ver a Stephanie, me permitía leer mis libros. Me sentaba en la cocina cuando todos dormían. En un silencio profundo, mientras la nieve se amontonaba en las ventanas, se oía abajo la pala del conserje raspando el cemento y el ruido metálico de la portezuela de la caldera. Leía panfletos políticos y libros censurados que circulaban entre mis compañeros de clase. Leí Prufrock y Maulberley. Estudiaba, además, libros demasiado crípticos para poder compartirlos con otros.
Iba leyendo en los tranvías (llamados «trolebuses» en otros sitios). El leer me impedía mirar. En realidad, no había nada que mirar excepto la hilera interminable de escaparates, garajes, almacenes y estrechos chalés de ladrillos.
La ciudad se alzaba sobre una inmensa cuadrícula: ocho manzanas por milla, una avenida cada cuatro calles. Los días eran efímeros; las luces de los faroles, tenues. La nieve sucia que se acumulaba en las aceras era fuente de luz al atardecer. Llevaba mi billete en uno de los mitones, donde las monedas se mezclaban con las hilachas del forro del abrigo. Hoy me tocaba llevar lilas a una dirección en las afueras de la ciudad. Estaban envueltas en papel grueso sujeto con alfileres. Behrens me había dado instrucciones precisas. Era un hombre pálido, de cara delgada, y llevaba quevedos. Rodeado de flores, él carecía de color, como si esto fuese el precio que debía pagar por conservar su humanidad. No perdía el tiempo: «Con este tráfico el reparto te llevará una hora de ida y otra de vuelta, así que no vuelvas hoy. Tengo anotado el nombre de esta gente, pero asegúrate, de todas formas, de que se firme el recibo».
No podía explicar por qué sentía tal alivio al abandonar esa tienda, el húmedo olor a tierra cálida, los espesos musgos, los cactus espinosos, las cajas de cristal con orquídeas, gardenias y rosales. Prefería la monotonía del ladrillo de la calle, los adoquines, las barandillas de acero. Bajé las aletas de mi gorro de patinador y llevé el tosco paquete hasta la calle Robey. Cuando el tranvía se detuvo jadeando, había sitio para mí en un asiento largo, próximo a la puerta. Los pasajeros no se desabrochaban los abrigos. Tenían frío y permanecían circunspectos, embozados, tristes. Llevaba conmigo material de lectura: los restos de un libro, la cubierta desgajada, las páginas unidas por hilo y escamas de cola. Llevaba estas cincuenta o sesenta páginas en el bolsillo de mi zamarra corta. Con la mano libre, me era imposible abrir el libro mutilado. Además, en la línea de tranvías Broadway-Clark, la lectura era impensable. Debía proteger a las lilas de los pasajeros que se balanceaban cogidos de las correas o de los que empujaban para situarse en la parte delantera.
Llegué a la calle Ainslie sosteniendo en alto el paquete con forma de cometa acolchada. El edificio que buscaba tenía un patio con vallas de hierro. El vestíbulo era el habitual: el suelo se hundía por el centro, había trozos de baldosas desprendidas, huecos llenos de suciedad, y un panel de bronce con buzones y telefonillos. Cuando pulsé el botón, no oí una voz, sino un zumbido, un chirrido y un castañeteo. Del frío del vestíbulo exterior pasé al sofocante calor del interior. En la segunda planta, una de las dos puertas del rellano estaba abierta. Chanclos y zapatos de goma se alineaban a lo largo de la pared. De golpe, me encontré inmerso en una muchedumbre de bebedores. Todas las luces de la casa estaban encendidas, aunque faltaba más de una hora para que anocheciera. Los abrigos estaban apilados sobre sillas y sofás. En esa época, todo el whisky que podía hallarse era de contrabando. La gente se apretaba a un lado para que yo pasara con las flores en alto. Yo era cuasi oficiad. «Dejad pasar al muchacho. Adelante, chaval».
El largo pasillo también estaba repleto de gente, pero el comedor se encontraba completamente vacío. Allí, una chica muerta yacía en un ataúd. Encima de ella, una lámpara con cuentas de cristal colgaba de un alambre retorcido que se perdía en el techo de escayola desconchado. Nunca me hubiera imaginado que me encontraría mirando dentro de un ataúd.
Se la veía tal como era, sin maquillaje de funeraria, una chica algo mayor que Stephanie, delgada y rubia, con el pelo lacio arreglado sobre sus hombros muertos. Despojada de toda ligereza, era un peso, hundido más que tumbado, que dependía totalmente del apoyo del rectángulo gris. Vi lo que parecían ser marcas de dedos en sus mejillas. Si había sido o no bella, no era de mi incumbencia.
Una mujer corpulenta (sin duda, la madre), vestida de negro, abrió la puerta pendular de la cocina y me descubrió de pie, al lado del cadáver. Pensé que estaba disgustada conmigo cuando me hizo un brusco ademán para que me acercara. Cuando me aproximé, se llevó los dos puños al pecho. Me ordenó que dejara las flores en la pila. Quitó los alfileres y arrancó el papel. Tenía brazos grandes, pantorrillas gruesas, un moño en el pelo y una nariz pequeña, fina y colorada. Era costumbre de Behrens atar los tallos de las lilas con finas varas verdes. De esa manera, no se estropeaban.
Encima del escurridero de la pila, en una fuente, había un jamón asado rodeado de rebanadas de pan, un frasco de mostaza francesa y espátulas para untar. Miré y miré y miré.
Me porté lo más discreta y cortésmente posible con la mujer. Bajé la vista para evitarle mi expresión de conmiseración. Pero ¿por qué iba a preocuparse ella por mi discreción? Yo no era más que un vulgar mensajero. Y si ella no se fijaba en mí, ¿para quién, entonces, me estaba portando bien? Lo único que la mujer quería era pagar la cuenta y despacharme. Llevó su monedero al pecho, como había hecho antes con sus puños.
—¿Qué le debo a Behrens?
—Me dijo que podía firmar aquí.
Sin embargo, ella no iba a prestarse a amabilidades.
—No —respondió—. No quiero que después me persigan las cuentas.
Me dio un billete de cinco dólares, añadió una propina de cincuenta centavos, y fui yo quien firmó el recibo, lo mejor posible, sobre los surcos esmaltados del escurridero. Doblé varias veces el billete y palpé por debajo de mi zamarra buscando el bolsillo del reloj, sintiéndome avergonzado de quitarle dinero en presencia de su hija muerta. El rostro de la mujer me infundía miedo, a pesar de que no era yo el objeto de su severidad. Dirigía la misma mirada a las paredes, a la puerta. Yo no pertenecía a este sitio; esta muerte no me atañía.
Al salir, miré nuevamente al ataúd como si quisiese desentrañar una nueva lectura de la cara sin adornos de la chica. Cuando llegué a la escalera, extraje las páginas del bolsillo de mi zamarra y, en el vestíbulo, busqué las frases que había leído la noche anterior. Sí, aquí estaban:
La naturaleza no puede tolerar la forma humana dentro de su sistema de leyes. Cuando se la deja a su cargo, el ser humano que tenemos ante nosotros se reduce a polvo. La nuestra es la forma más perfecta que pudiera hallarse en la tierra. El mundo visible nos sustenta hasta que la vida nos abandona y, entonces, debe destruirnos por completo. ¿Dónde, pues, está el mundo del que proviene la forma humana?
Si tragabas una porción de comida y luego morías, aquel bocado que te hubiera nutrido en la vida, aceleraría tu descomposición en la muerte.
Esto significaba que la naturaleza no hacía la vida, simplemente la albergaba.
En aquella época, leía muchos libros como éste. Pero el que había leído la noche anterior me marcó más que los demás. Tú, mi único hijo, conoces de sobra mi absorción en los mundos del más allá, o mi pasión por ellos. Solía aburrirte cuando te hablaba del espíritu o pneuma, del continuo del espíritu y la naturaleza. Eras demasiado educado, decentemente racional, como para tomarte en serio tales términos. Podría añadir, citando a un famoso erudito, que lo que es plausible no requiere pruebas. No pretendo profundizar en esto, pero habría una laguna en lo que tengo que contarte si prescindiera de este libro. Después de todo, esto es un relato, no un argumento.
En fin, volví a guardar las páginas en el bolsillo y luego no sabía muy bien qué hacer. A las cuatro de la tarde, sin más encargos que cumplir, no estaba con ánimos de volver a casa. De modo que anduve por la nieve hasta la calle Argyle, donde trabajaba mi cuñado dentista, pensando que podríamos volver juntos. Me preparé una excusa por aparecer en el consultorio de improviso: «Estaba repartiendo flores por North Side, vi una chica muerta, me di cuenta de lo cerca que estaba de aquí, y vine». ¿Por qué debía dar explicaciones de mi conducta inocente si verdaderamente era inocente? Tal vez porque siempre estaba pensando cosas ilícitas. Porque siempre se me acusaba. Porque me había montado una pequeña fábrica de engaños. Pero el examen de conciencia, que alguna vez me había fascinado, había terminado por cansarme.
El consultorio de mi cuñado estaba en una elevada segunda planta sin ascensor: PHILIP HADDIS, D.D.S. Tres ventanas en la esquina redondeada del edificio ofrecían una vista de la calle y, exactamente hacia el Este, una panorámica del lago con sus láminas quebradas de hielo flotante. La puerta del despacho estaba abierta. Cuando atravesé a ciegas la pequeña sala de espera (sin ventanas) y no encontré a Philip sobre su sillón reclinable de dentista, pensé que quizá se había metido en el laboratorio. Era aplicado en su trabajo y no tenía ayudante, lo que le suponía un gran ahorro.
Philip no era alto, pero era un hombre robusto y fuerte. Las mangas de la bata blanca se ceñían a sus gruesos antebrazos. Su fuerza contaba a la hora de arrancar muelas, y le remitían a muchos pacientes para extracciones.
Cuando no tenía nada que hacer, se sentaba él mismo en el sillón, hojeando la Racing Form, rodeado por el brazo doblado de la fresadora, la llama de gas y el agua que chapoteaba dando vueltas en la escupidera de cristal verde. El olor a cigarro era siempre denso. En medio del consultorio había un reloj en una campana de vidrio. Cuatro pesas doradas giraban en la base. Era un regalo de mi madre. La vista desde la ventana central estaba dividida por una cadena que no debía ser mucho menor que la que detuvo a la flota británica en la bahía de Hudson. Sostenía el peso del cartel de una farmacia: un mortero con su mazo, rodeado por bombillas de luz. El día se extinguía. El derroche de luz del mediodía se había agotado hacia las cuatro. Por un lado, la nieve amontonada tomaba una tonalidad azulada; por el otro, las tiendas iluminadas le transmitían su calor.
El laboratorio dental estaba en un lavabo. A veces, el despreocupado Philip meaba en la pila. Había una buena caminata hasta el retrete, en la otra punta del edificio, y el pasillo no consistía más que en dos paredes: un túnel de escayola y una alfombra con bordes de latón. Philip odiaba tener que ir hasta el final del corredor.
Tampoco había nadie en el laboratorio. Philip podía estar abajo, tomando café en la cafetería de la farmacia. También era probable que estuviese pasando el rato con Marchek, el médico con quien compartía el local. La puerta que comunicaba con el consultorio de Marchek nunca estaba cerrada con llave. Alguna vez me había sentado en su sillón giratorio con un libro de ginecología en las manos, deteniéndome en las ilustraciones en color, memorizando palabras en latín.
El cristal esmerilado de la puerta de Marchek estaba a oscuras. Pensé que no habría nadie, pero, cuando entré, descubrí a una mujer desnuda echada sobre la camilla. No estaba dormida, parecía descansar. Al percatarse de mi presencia, se movió, y luego, pausadamente, sin alterarse, tendió el brazo hacia su ropa que se amontonaba sobre la mesa del doctor Marchek. Cogió su combinación y se la puso sobre la barriga sin extenderla. ¿Estaba aturdida? ¿Drogada? No. Sencillamente se tomaba todo el tiempo del mundo, procedía con excitante lasitud. Unos alambres conectaban sus bellas muñecas a un aparato médico sobre un pedestal con ruedas.
Lo más correcto hubiese sido retirarme, pero era demasiado tarde para eso. Además, la mujer no parecía preocuparse por lo que yo fuera a hacer. No se llevó la combinación al pecho, ni siquiera juntó las piernas. Alcanzaba a ver hasta dónde se separaba el vello. Había olores agridulces, oscuros, salinos. Surtieron un efecto inmediato: me encontraba muy excitado. Había brillo en su frente y agotamiento en los ojos. Creí suponer lo que ella había estado haciendo, pero la habitación estaba en penumbras y preferí evitar todo pensamiento preciso. Era mejor la duda, el equívoco.
Recuerdo que Philip, con su típica parsimonia, había mencionado un «proyecto de investigación» que se estaba llevando a cabo en el consultorio contiguo. El doctor Marchek estaba midiendo las reacciones de las parejas en el acto sexual. «Invita a gente de la calle, les conecta unos cables y les hace creer que elabora gráficos. Lo hace sólo para divertirse. De científico, no tiene un pelo».
La mujer desnuda servía, entonces, de cobaya.
Me había propuesto hablar con Philip de la muchacha muerta en la calle Ainsle, pero el ataúd, la cocina, el jamón y las flores me resultaban tan lejanos ahora como los bloques de hielo del lago, como el frío fulminante del agua.
—¿De dónde has salido? —preguntó la mujer.
—Del cuarto de al lado, del consultorio del dentista.
—El médico estaba a punto de quitarme estos cables, y necesito soltarme. Tal vez tú puedas desenmarañarlos.
Si Marchek estaba en la habitación interior, no saldría ahora que había oído voces. Cuando la mujer alzó los dos brazos para que yo pudiese desabrocharle las hebillas, sus senos oscilaron, y cuando me incliné sobre ella, el olor de su cuerpo me hizo pensar en los papeles marrones de una bombonera cuando ya se han acabado los chocolates: un resabio dulce mezclado con el olor acre del cartón. Aunque hice un esfuerzo por impedirlo, me cruzó por la mente el pecho de mi madre, mutilado por cirugía de cáncer. Un tejido atravesado por cicatrices. Pensé también en los ojos cerrados de Stephanie cuando nos besábamos. Cualquier cosa con tal de desviar mi atención de esta mujer joven y desnuda. Mientras la desataba, se me ocurrió que, en lugar de estar desconectándola, me estaba enganchando yo. Estábamos solos en este cuarto que oscurecía, y yo estaba deseando que ella extendiera su mano por debajo de mi zamarra y me desabrochara el cinturón.
Pero cuando conseguí soltarle las manos, se quitó la gelatina de las muñecas y se dispuso a vestirse. Comenzó por el sostén, inclinando el cuerpo repetidas veces hasta lograr acomodar sus senos a las copas de la prenda. Cuando volvió los brazos a la espalda para engancharla, se inclinó decididamente hacia adelante, como un paseante que se agacha para esquivar una rama. Las células de mi cuerpo eran como abejas, más y más ebrias de miel sexual. (Supongo que esto modificará la imagen del abuelo Louie, el viejo a quien se recuerda como una cosa u otra, pero nunca como una colmena de abejas eróticas).
Pero no podía ignorar el comportamiento de la mujer, ni siquiera ahora. Era patente, no admitía dudas. Vi su cara de perfil, y a pesar de tener la cabeza gacha, su sonrisa era inequívoca. Para usar una expresión de los años treinta, me estaba probando. Ella sabía que yo estaba a punto de desmayarme. Abrochó cada pequeño botón con deliberada lentitud, y, aunque su blusa tenía al menos veinte de los dichosos botones, seguía desnuda de la cintura para abajo. A pesar de ser tan insignificantes (yo, un colegial; ella, una buscona), teníamos instrumentos de primer orden para interpretar. Y si llegáramos a dar un paso decisivo, fuera lo que fuese, nunca saldría de esta habitación. Sería algo entre los dos, y nadie más se enteraría. Sin embargo, Marchek, el seudo-experimentador, probablemente estuviera en el cuarto contiguo, esperando el momento propicio para salir. El respetable médico de cabecera estaría avergonzado, enfadado. Por otra parte, en cualquier momento podía volver mi cuñado Philip.
Cuando la mujer se bajó de la camilla de cuero, se cogió un pie con las manos y dijo que había sufrido un tirón. Apoyó el talón sobre una silla y se frotó la pantorrilla, refunfuñando mientras miraba a todos lados con ojos vidriosos. Después de ponerse la falda y ajustar las medias a su liguero, apretó los pies dentro de sus zapatillas y dio vueltas cojeando alrededor de una silla que sostenía con el brazo. Me dijo: «¿Me haces el favor de alcanzarme el abrigo? Échamelo encima de los hombros».
Ella también tenía un abrigo de piel de mapache. Mientras se lo alcanzaba del perchero, yo deseaba que fuera otra cosa. Pero el abrigo de Stephanie era más nuevo y pesaba el doble. Este, en cambio, tenía la piel reseca y el pelo ralo. La mujer se dirigió a la salida, encogiéndose para que yo le echara el abrigo sobre la espalda. El consultorio de Marchek tenía su propia salida al corredor.
En el descansillo, la mujer me pidió que la ayudase a bajar. Le dije que sí, que claro que la ayudaría, pero que antes quería comprobar por última vez si había vuelto mi cuñado. Mientras se anudaba la bufanda de lana bajo el mentón, las arrugas de sus ojos se extendieron en una sonrisa orientad.
Hubiese sido incorrecto marcharme sin cerciorarme de que Philip no había vuelto. Tenía la esperanza de que lo descubriría caminando por el pasillo con su andar rudo y despreocupado. Tú no te acuerdas de tu tío Philip, ¿verdad? Había jugado al rugby en el equipo universitario, y aún tenía cara de placaje, con sus antebrazos hinchados y compactos. (En Soldier Field, hoy sería físicamente insignificante; en su época, sin embargo, se le consideraba uno de los más fornidos).
Pero había una larga alfombra cubriendo el extenso túnel de escayola y nadie venía a rescatarme. Llegué hasta el consultorio dentad. Si encontrara al menos un paciente en el sillón y a Philip revisándole la boca, estaría pisando tierra firme, excusado por no afrontar el desafío de la mujer. Una alternativa era la de decirle que no podía acompañarla, que Philip me aguardaba para regresar juntos a Northwestern Side. En el consultorio vacío, analicé esta mentira, bajando la vista para no enfrentarme con el reloj y sus mudas pesas giratorias. Luego, escribí en un bloc: «Louie, de paso», y lo dejé sobre el asiento del sillón.
La mujer había deslizado sus brazos por las mangas del abrigo y apoyaba su trasero en el pasamanos. Se pasaba el espejo de su polvera de aquí para allá. Cuando aparecí, la cerró con un ruido seco y la dejó caer en el bolso.
—¿Le sigue doliendo?
—La parte inferior de la espalda también.
Bajamos muy despacio, apoyando ambos pies en cada peldaño. Me preguntaba cómo reaccionaría si la besara. Posiblemente se reiría de mí. Ya no estábamos protegidos por cuatro paredes, donde podía haber sucedido cualquier cosa. En la calle, el espacio era ilimitado. No tenía idea adonde iríamos a parar, hasta dónde podría aguantar yo. Aunque ella se confesaba dolorida, era yo quien se sentía enfermo. Me pidió que la sujetara con la mano la parte inferior de la espalda, y descubrí la asombrosa acción de sus caderas. Una vez, en una fiesta, había oído a una mujer de edad madura decirle a otra: «Yo sé cómo ponerlos al rojo vivo». A mí me bastaba sólo con oírlo.
No se precisa mucho arte con un chico de diecisiete años. La invitación a sujetarla con mi mano, a sentir la intrincada y erótica maquinaria de su espalda, me resultaba más que suficiente. Yo ya había visto a la mujer tumbada sobre la camilla de Marchek y también había sentido todo su peso cuando apoyó su femenina sustancia sobre mí. Además, ella conocía a fondo mis pensamientos. Ella era en lo que yo pensaba constantemente, y ¿cuántas veces coinciden el pensamiento y su objeto en circunstancias como éstas: sabiéndose descubierto el objeto? La mujer conocía mis expectativas. Ella, en carne y hueso, constituía estas expectativas. Yo no podía jurar que fuese una prostituta, una fulana. Podría ser una chica de una familia normal, aficionada al coqueteo, a actuar con ligereza, divirtiéndose a mi costa, haciéndome sudar la gota gorda.
—¿Adónde vamos?
—Si tienes que marcharte, puedo llegar sola. Voy aquí mismo, a la calle Winona, al otro lado de la calle Sheridan.
—No, no. La acompaño.
Me preguntó si seguía en el colegio, señalando con el dedo las páginas impresas en mi bolsillo.
Noté, al pasar por una frutería (un chico de mi edad vaciaba una caja de naranjas en el escaparate iluminado), que, aunque tenía la piel muy blanca, los ojos de la mujer eran orientales, negros.
—Tendrás unos diecisiete años —me dijo.
—Recién cumplidos.
Llevaba zapatillas, y apoyaba cada pie en la nieve con cuidado.
—¿Qué vas a ser? ¿Has escogido alguna carrera?
Las carreras no tenían ninguna utilidad para mí. Absolutamente ninguna. Había contables e ingenieros en las colas de los comedores de beneficencia. Con la crisis mundial, las profesiones resultaban inútiles. Eras libre, por tanto, de hacer algo extraordinario con tu vida. Le pude haber explicado, si no hubiese estado enfermo de excitación, que no recorría la ciudad en tranvía para hacerme con un dinerillo o para ayudar a la familia, sino para descifrar esta ciudad aburrida, deprimida, fea, interminable, podrida. Era incapaz de darme cuenta de ello entonces, pero ahora comprendo que mi propósito era el de averiguar el verdadero sentido de este lugar. Su poder era tremendo, pero también lo era, en potencia, el mío. Me negué terminantemente a creer ni por un momento que la gente aquí hacía lo que pensaba que hacía. Bajo la vida aparente de estas calles, estaba la vida real; bajo cada rostro, el rostro real; bajo cada voz y sus palabras, el tono verdadero y el mensaje real. Evidentemente, no podía explicar esto. En ese momento, explicarlo me superaba. Yo era un chico de voz aflautada; «voz de pito» me llamaba mi crítico y satírico hermano Albert. Tener altas aspiraciones en la adolescencia te exponía a esto.
Por el momento, una joven apetecible me tenía amarrado. No podía adivinar adonde me conducía, ni a qué distancia, ni con qué me sorprendería, ni las posibles consecuencias.
—¿Así que el dentista es tu hermano?
—Cuñado: el marido de mi hermana. Viven en casa. ¿Me preguntas cómo es? Es un buen tipo. Los viernes le gusta cerrar el consultorio temprano para ir a las carreras. Me lleva a ver combates de boxeo. Además, en la parte trasera de la farmacia, hay una mesa de póquer…
—Él no va por ahí con libros en el bolsillo.
—Pues no, es cierto. Él dice: «¿Para qué? Ya bastante hay que hacer, bastante que poner al día. Ni en un milenio lo conseguirías. ¿Para qué sacrificarte, entonces?» Mi hermana quiere que abra un consultorio en el Loop, pero eso le costaría demasiado esfuerzo. Supongo que él se mantiene por inercia. No está dispuesto a hacer más de lo que está haciendo ahora.
—Pues ¿qué es lo que lees? ¿De qué se trata?
No tenía la intención de discutir nada con ella. Era incapaz de ello. En ese preciso momento, lo que tenía en mente era algo bien distinto.
Pero supongamos que hubiese estado en condiciones de responder. Después de todo, uno tiene la responsabilidad de contestar a preguntas legítimas: «Verá, señorita, éste es el mundo visible. Vivimos en él, respiramos su aire, nos alimentamos de su sustancia. Cuando morimos, sin embargo, la materia se convierte en materia, y entonces somos aniquilados. Ahora bien, ¿a qué mundo pertenecemos realmente? ¿A este mundo de la materia o a otro mundo del que esta materia se conforma?»
Eran pocas las personas dispuestas a tratar estos temas. Hasta Stephanie se impacientaba: «Cuando mueres, se acabó. Te mueres y punto». A ella le gustaba pasarlo bien. Cuando yo no la llevaba al teatro Oriental, no se privaba de la compañía de otros chicos. Volvía con chistes picantes de vodevil. Creo que el teatro Oriental era parte de un circuito nacional de varietés. Allí actuaban Jimmy Savo, Lou Holtz y Sophie Tucker. A veces, yo le resultaba a Stephanie demasiado solemne. Cuando ella imitaba a Jimmy Savo cantando River, Stay Away from My Door, agachándose y juntando las rodillas, no lograba hacerme reír, y se quedaba decepcionada.
Podía pensarse que este libro, o fragmento de libro en mi bolsillo, era el talismán de un cuento de hadas capaz de abrirme las puertas de un castillo o de conducirme hasta las cimas de las montañas. Pero cuando la mujer me preguntó qué era, tenía la cabeza demasiado dispersa para contestar. No olvides, a todo esto, que yo seguía con la mano en la parte inferior de su espalda, tal como se me había indicado, atormentado por el engranaje sensual de sus movimientos. Estaba descubriendo lo que la señora de la fiesta había querido decir cuando comentaba: «Yo sé cómo ponerlos al rojo vivo». No es de extrañarse, entonces, que no estuviera en condiciones de hablar del Ego y la Voluntad, de los secretos de la sangre. En efecto, estaba persuadido de que existía un saber superior que era compartido por todos los seres humanos. ¿Qué otra cosa podía mantenernos unidos, sino esta fuerza oculta detrás de nuestra conciencia cotidiana? Pero ser coherente en este asunto era, en ese momento, imposible.
—¿No quieres decírmelo? —me preguntó.
—Lo compré por cinco centavos en una librería de viejo.
—¿Así gastas tu dinero?
Supuse que con esto me daba a entender que no lo gastaba en chicas.
—El dentista es un tipo tranquilo y bonachón —prosiguió—. ¿El qué te dice?
Traté de hacer memoria. ¿Qué decía Phil Haddis? Decía que una polla dura no tenía conciencia. En este instante era todo lo que se me ocurría. Philip se divertía hablando conmigo. Era su compinche. Así como Philip era indulgente, mi hermano Albert, tu difunto tío, era severo. Él podía haberme enseñado algo si hubiese confiado en mí. En aquella época estudiaba derecho en una escuela nocturna, y trabajaba para Rowland, el congresista timador. Albert era el recaudador de Rowland: no le habían contratado para resolver cuestiones de jurisprudencia, sino para hacer las colectas. Philip sospechaba que Albert estaba implicado en negocios fraudulentos; su atuendo era llamativo. Llevaba bombín (conocido, en aquellos días, como «calentador de Baltimore»), abrigo de pelo de camello, y zapatos puntiagudos como los de los mafiosos. Albert era desdeñoso. Me decía: «Tú no entiendes nada. Nunca entenderás un carajo».
Nos aproximábamos a la calle Winona. Cuando alcanzáramos el edificio en que vivía, ella prescindiría de mis servicios y se despediría de mí. Yo no vería más que el destello del cristal mientras me quedaba mirando cómo cerraba la puerta. Ya estaba revolviendo el bolso, buscando las llaves. Había retirado mi mano y me disponía a murmurar un «adiós» cuando me sorprendió con una inclinación oblicua de la cabeza, invitándome a pasar. Creo que yo esperaba, con un deseo impuro, que me dejara en la calle. La seguí por el vestíbulo de baldosas, a través de la puerta interior. En la escalera, los radiadores a carbón despedían un calor feroz y, tres plantas más arriba, el tragaluz oscilaba. El papel que revestía las paredes se había despegado y comenzaba a enrollarse. Contuve el aliento. No podía respirar este calor.
En otros tiempos, éste había sido un edificio lujoso, construido para banqueros, accionistas de bolsa y profesionales acomodados. Ahora estaba ocupado por inquilinos de paso. En el amplio salón exterior con ventanales estaban jugando a los dados. En el cuarto contiguo, la gente bebía o dormitaba en los viejos sofás. La mujer me condujo por lo que había sido un bar privado (aún quedaban algunos accesorios). La seguí después por la cocina. Hubiese ido a cualquier sitio sin rechistar. No había allí ninguna indicación de que aún se cocinaba: ni ollas ni fuentes. El linóleo estaba gastado, las fibras del tejido estaban levantadas como pelos. Me llevó por un pasillo más estrecho, paralelo al principal. Me explicó: «Tengo lo que había sido un cuarto de servicio. Las ventanas dan a un callejón, pero tiene cuarto de baño privado».
Y aquí estábamos: un espacio prácticamente vacío. Conque ¡así trabajaban las prostitutas!, suponiendo que, en efecto, fuera una prostituta: un suelo desnudo, un camastro estrecho, una silla al lado de la ventana, un armario ladeado contra la pared. Me detuve debajo de la lámpara mientras ella pasaba por detrás de mí, como si me inspeccionara. Luego me abrazó por la espalda, soltándome un ligero beso en la mejilla, más prometedor que efectivo. El polvo de su cara, ¿o era el lápiz de labios?, tenía una fragancia como de plátano verde. Nunca antes me había latido el corazón de esta manera.
—¿Qué te parece si voy al cuarto de baño a arreglarme mientras tú te desnudas y te acuestas en la cama? Pareces un chico educado, así que coloca tu ropa en la silla. No querrás dejarla tirada en el suelo.
Tiritando (éste parecía ser el único cuarto helado del edificio), empecé a quitarme la ropa, comenzando por las botas gastadas por el invierno. Colgué la zamarra en el respaldo de la silla. Metí los calcetines en las botas y me puse de puntillas al sentir la suciedad en la planta de los pies. Me quité todo, como si pretendiera disociar mi camisa, mi ropa interior, de lo que fuera a ocurrir, para que solamente mi cuerpo pudiera mancillarse. Era lo único que no podía exceptuarse. Cuando doblé la manta y me metí, estaba pensando que las camas de la cárcel de Bridewell serían como ésta. La almohada no tenía funda; mi cabeza se apoyaba en el cutí. Todo lo que alcanzaba a ver del exterior eran los cables que colgaban de los postes de luz, como líneas de un pentagrama (sólo que flojas), y los aislantes de vidrio que parecían notas musicales. La mujer no había hablado de dinero. Porque yo le gustaba. No podía creer mi suerte, una suerte con atisbos de desastre. Me acurruqué en este camastro metálico de la cárcel de Bridewell que no había sido diseñado para dos. Sentí que no podría aguantar si me hacía esperar mucho más. ¿Qué estaría haciendo allí dentro? ¿Se estaría desnudando, lavando, perfumando, cambiando de atuendo?
De repente, salió. Había estado esperando, nada más. Seguía con el abrigo puesto. Ni siquiera se había quitado los guantes. Sin mirarme, caminó deprisa, casi corriendo, y abrió la ventana. La ventana se alzó rápidamente, dejando entrar una ráfaga de aire frío. Me levanté en la cama, pero ya era tarde. Cogió mi ropa del respaldo de la silla y la lanzó al callejón. Grité: «¿Qué hace?» Ella se resistía a torcer la vista. Salió corriendo, mientras se ataba la bufanda al cuello, y dejó la puerta abierta. Pude oír las pisadas de sus zapatillas que se alejaban por el pasillo a paso redoblado.
Comprenderás que no podía correr tras ella y exhibir mi desnudez ante la gente del edificio. Ella contaba con esto. Cuando entramos al cuarto, debió haber hecho una señal al hombre con quien trabajaba, y él se habría apostado en el callejón. Cuando corrí a la ventana, ya habían recogido mis pertenencias. Sólo alcancé a ver la espalda de un hombre, con un bulto bajo el brazo, que se alejaba por una travesía entre dos garajes. Pude haber cogido mis botas (me las había dejado), y saltado desde la ventana del primer piso, pero no podía perseguir al hombre muy lejos. En cuestión de minutos hubiese ido a parar a la calle Sheridan, desnudo y congelado.
Vi por la ventana a un borracho en paños menores que, tras haber sido golpeado, se tambaleaba y gritaba con la cabeza sangrando. Yo no tenía camisa; ni siquiera calzoncillos. Estaba tan desnudo como lo había estado la mujer en el consultorio del médico, despojado de todo: de los cinco dólares que había cobrado por las flores, de la zamarra que me había regalado mi madre el año pasado. Hasta del libro, el fragmento de un libro sin título, de autor desconocido. Esta era, tal vez, la pérdida más seria.
Ahora podía reflexionar por mi cuenta sobre el mundo al que realmente pertenecía, fuera éste u otro.
Bajé la ventana y fui a cerrar la puerta. El cuarto no parecía habitado, pero ¿qué sucedería si tuviera un inquilino? Podía entrar rabiando y darme una buena paliza. Por suerte, la puerta tenía cerrojo. Corrí el pestillo y recorrí la habitación buscando algo que ponerme. En el armario ladeado solamente había perchas de alambre, y en el cuarto de baño, una toalla de manos. Arranqué la sábana de la cama; si le hiciera un tajo, quizá podría pasármela por la cabeza como un poncho. Pero era demasiado ligera para serme útil en esta temperatura glacial. Arrimé la silla al armario y me subí al asiento. Detrás de la moldura, encontré un vestido de mujer y un peinador acolchado. En una bolsa de papel manila había una boina de punto marrón. Tenía que ponerme estas cosas. No había más remedio.
Calculaba que serían las cinco de la tarde. Philip no tenía un horario fijo. No se quedaba en el consultorio por si acaso aparecía alguien con dolor de muelas. Terminada la última consulta, cerraba el consultorio y se marchaba. No volvía necesariamente a casa; no le apetecía tanto regresar. Si yo pretendía alcanzarlo, tendría que correr. Con las botas, el vestido, la boina y el peinador, emprendí la retirada. En la planta baja, nadie me prestó la menor atención. Había mucha gente apiñada. Era probable, incluso, que la persona que me había arrebatado la ropa en el callejón hubiera regresado y estuviera allí presente. El calor de la escalera era ahora sofocante. El papel de las paredes olía a quemado y parecía a punto de arder. En la calle me sorprendió un viento polar; mi vestido y el peinador de satén no me valían de nada. De todas formas, yo estaba corriendo y no tenía tiempo de sentir el frío.
Philip me diría: «Y esta fulana, ¿quién era? ¿Dónde te la ligaste?» Philip era imperturbable, siempre manso; se entretenía conmigo. Anna lo acosaba con el ejemplo de mis hermanos: ellos trabajaban duro, ellos leían libros. Que Philip se divirtiera conmigo no era, en esta ocasión, para menos. Ya me lo imaginaba preguntándome: «¿Te la tiraste? Bueno, por lo menos te evitaste la gonorrea». Yo dependía de Philip en este momento, porque no tenía nada, ni siquiera los siete centavos para el tranvía. Sabía que él no me sermonearía. Se ocuparía de vestirme, me conseguiría un jersey de alguno de sus vecinos, o me acompañaría a la tienda del Ejército de Salvación, en Broadway, si todavía estaba abierta. Realizaría todo esto con su andar indolente. No aceleraba el paso ni siquiera cuando bailaba el fox-trot. Apretando su mejilla contra la de Anna, retardaba el ritmo de la música para que se ajustara al suyo. Su sonrisa era abierta y tranquila. Yo veía a Philip gordo pero fuerte, fuerte pero afable. Ronroneaba como un gato mientras deslizaba algún que otro comentario jocoso. Cuando estaba a punto de darte un golpe, daba un chasquido con la lengua.
Corrí a toda prisa por delante de la frutería, la tienda de delicatessen, la sastrería. Podía contar con la ayuda de Philip. Mi padre, sin embargo, era intolerante e impulsivo. Era un hombre apuesto, más bajo que mis hermanos, con músculos de mármol blanco (así me parecían a mí). Dictaba las normas. Si me hubiera visto en ese momento, habría montado en cólera. Es cierto que yo había actuado con insensatez. No había tenido en cuenta a mi madre agonizante, el suelo helado, el entierro próximo, la sepultura cavada, la bolsa de arena de Tierra Santa para esparcir sobre la mortaja. Si yo me hubiera presentado en casa con este inmundo vestido, mi padre, que ya tenía bastantes problemas, me hubiera golpeado, ciego de ira bíblica. Nunca pensé que él obrara con crueldad. Lo veía, más bien, como un derecho arcaico y eterno. Hasta Albert, que ya era un abogado del Loop, debía sufrir sus bofetadas. Los ojos se le hinchaban de indignación, pero las soportaba. A ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido considerar que mi padre fuese cruel. Nos habíamos pasado de la raya y se nos castigaba.
Las luces del consultorio de Philip estaban apagadas. Cuando subí la escalera a grandes zancadas, descubrí que la puerta de vidrio esmerilado estaba cerrada. Las ventanas de cristal ahumado aún no se usaban mucho. Solamente había vidrios de textura basta, como los que se utilizan en los aseos. Para colmo, Marchek, a quien hoy en día llamaríamos un voyeur, también se había marchado. Yo había estropeado su experimento. Probé los picaportes, pensando que quizá pudiera pasar la noche sobre la camilla de cuero donde la bella desnuda se había tendido. Desde el consultorio podía hacer unas llamadas. Aunque tenía unos pocos amigos, ninguno podía ayudarme. Yo no hubiese sabido cómo explicarles mi complicada situación. Pensarían que les estaba tomando el pelo, que les estaba gastando una broma pesada: «Soy Louie. Una puta me robó la ropa y estoy tirado en North Side sin dinero para el tranvía. Tengo puesto un vestido. Perdí las llaves. No puedo volver a casa».
Bajé corriendo la escalera para buscar a Philip en la farmacia. A veces jugaba unas manos de póquer en la trastienda, probando suerte antes de coger el tranvía. A Kiyar, el farmacéutico, lo conocía de vista. Él no me recordaba. ¿Por qué habría de recordarme? Me dijo:
—¿En qué puedo servirle, señorita?
¿Pensaba realmente que yo era una chica, o un vagabundo, o una de esas gitanas que te leen las manos apostadas en el exterior de las tiendas y que, en aquella época, estaban por toda la ciudad? Pero ni siquiera una gitana llevaría un peinador acolchado de satén azul en lugar de un abrigo.
—Quería saber si el dentista Phil Haddis está en la trastienda.
—¿Para qué quiere al doctor Haddis? ¿Le duele una muela o qué?
—Necesito verlo.
El farmacéutico era un hombrecito compacto. Su cabeza redonda y totalmente calva parecía extremadamente sensible, de una sensibilidad capaz de percibir hasta la más mínima perturbación. Pero por los cristales de sus gafas se transparentaba el brillo de una persona avezada. Kiyar daba la impresión de ser un hombre que, una vez decidido, no cambiaba de opinión. Curiosamente, tenía la boca pequeña y labios de bebé. Era un hombre curtido. Había conocido la calle. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuarenta años? Después de cuarenta años, estás de vuelta de todo y nadie te va a inquietar.
—¿Tenía hora con el doctor Haddis? ¿Es paciente suyo?
Sabía que se trataba de una relación personal. Yo no era un paciente del doctor.
—No. Pero si él supiera que estoy aquí, querría verme. ¿Puedo hablar con él un minuto?
—Pues no está.
Kiyar se había desplazado hasta colocarse detrás de la ventanilla del mostrador. No debía perderlo de vista. Si se marchaba, ¿qué haría yo? Le dije:
—Es importante, señor Kiyar.
Esperó más explicaciones. Yo no tenía intención de comprometer a Philip, de exponerlo a habladurías. Kiyar no dijo nada. Estaría esperando que yo lo hiciera, que me explicara. Supongo que se regodeaba con su propia pasividad, con no dejar traslucir nada. Traté de conmoverlo:
—Estoy en un aprieto. Le dejé una nota al doctor Haddis esta tarde, pero cuando volví, ya no estaba.
Advertí mi error de inmediato. A los farmacéuticos los acosaban continuamente. Las píldoras, los frascos de medicina, los letreros luminosos y los anuncios medicinales atraían a gorrones y chiflados errantes. Todos alegaban estar atravesando un mal trance.
—Puede ir a Foster Avenue.
—¿A la comisaría?
A mí también se me había ocurrido esta posibilidad. Podía contarle al agente mis desventuras. Permanecería detenido hasta que verificaran mi declaración, y luego vendría alguien a sacarme. Lo más probable es que viniera Albert. Albert estaría encantado. «¡Fíjate, qué tío más cachondo!», me diría. Se divertiría con los policías a mi costa.
—Me congelaría antes de llegar a Foster Avenue —fue mi respuesta a Kiyar.
—Siempre puede contar con un coche-patrulla.
—Pues si Phil Haddis no está en el fondo, quizá esté rondando por el barrio. No suele regresar directamente a casa.
—A veces va al local de Johnny Conlon a ver combates de boxeo. Aún es temprano. ¿Por qué no mira a ver si está en la taberna aquí a la vuelta, en la calle Kenmore? Es un sótano con entrada lateral. Verá una luz en la valla. El que atiende en la mirilla se llama Moose.
Ni siquiera me ofreció diez centavos. Si le hubiera explicado que estaba en apuros, que Phil era mi cuñado, probablemente me habría dado para el tranvía. Pero yo no había confesado, y debía sufrir el consiguiente castigo.
Al salir, crucé los brazos sobre el peinador y empujé la puerta con los hombros. Era lo mismo que estar desnudo. Sentí un viento cortante en los pies y me puse a correr. Por suerte no estaba lejos. El tubo de hierro con la bombilla en la punta estaba en la mitad de la manzana. En cuanto vi la luz, crucé la calle. Estas tabernas clandestinas eran fáciles de localizar; de eso se trataba. Bajé cuatro o cinco escalones de cemento hasta la puerta. La rejilla de la mirilla se abrió antes de que yo pudiera llamar a la puerta, y en lugar de los ojos del portero me encontré con su dentadura.
—¿Moose?
—Sí. ¿Y usted?
—Me manda Kiyar.
—Pase.
Sentí como si me hundiera en una enorme y cálida tasca empedrada. No había mucho que mirar, prácticamente nada: una especie de barra, unas lámparas que colgaban del techo, las mesas de una heladería, y sillas con respaldo de alambre. Las ventanas del sótano estaban a la altura de los ojos, pero tenían los cristales pintados con alquitrán. De todos modos, no habría dónde posar la vista: un patio, un porche de madera, un tendedero, unos cables, un callejón en el fondo con ceniza amontonada.
—¿De dónde vienes, amiga? —preguntó Moose.
Pero Moose era un don nadie en este sitio. El camarero, el que realmente contaba, me llamó al mostrador.
—¿Qué sucede, cariño? ¿Traes un recado para alguien?
—No precisamente.
—¡Ya! Estabas tan desesperada por una copa que saltaste de la cama y saliste pitando. ¿No pudiste cambiarte?
—No, señor. Estoy buscando a una persona. ¿Está Phil Haddis, el dentista?
—Hay un solo cliente. ¿Es él?
No era Philip. El alma se me cayó a los pies.
—¿No estarás buscando a un borracho?
—No.
El borracho estaba sentado en un taburete alto, con los pies flacos colgando. Tenía los brazos extendidos hacia adelante y la cabeza inclinada sobre la barra. En el fondo había botellas, vasos y un barril de cerveza. Detrás del camarero, un aparador, descolgado de la pared de algún apartamento, sostenía un largo espejo ovalado. Serpentinas de papel colgaban de las tuberías.
—¿Conoce al dentista que estoy buscando?
—Puede que sí; puede que no —respondió el camarero.
Era un gigante zarrapastroso. La cara alargada en combinación con la barriga le conferían un cierto aire de canguro.
—Se está muy tranquilo a esta hora. La gente está cenando. Además, ésta es una cantina de barrio.
No era más que una tasca, y el camarero no era más que un griego grandote y aburrido. Yo mismo, Louie, no era sino un hombre en cueros vestido de mujer. Cuando se describen objetos de este modo tan elemental, poco o nada queda por añadir. El camarero, de quien dependía mi vida entera, estiró los brazos, apoyando las palmas de las manos sobre la barra. El sitio apestaba a levadura y alcohol. Me preguntó:
—¿Vives por aquí?
—No. A una hora de tranvía.
—¿Qué más?
—Humboldt Park es mi barrio.
—Entonces serás ucraniano, polaco, escandinavo o judío.
—Judío.
—Me conozco Chicago como la palma de la mano. No has salido de tu casa vestido así. Te hubieras congelado en menos de diez minutos. Lo digo por el peinador; no es para el invierno. Tampoco tienes cuerpo de mujer. Faltan las caderas. ¿Escondes un par de tetas? ¡A qué no! Pues entonces, ¿qué pasa? ¿Eres un travestido? Hay que reconocer que esta depresión tiene su mérito. Gracias a ella, se pueden ver cosas raras. Pero estoy seguro de que no eres una chica ni tienes un himen.
—Hasta ahí, va bien. Falta agregar que no tengo un centavo y que necesito dinero para el tranvía.
—¿Quién te timó? ¿Una mujer?
—Cuando me desnudé en su cuarto, cogió mi ropa y la tiró por la ventana.
—Dejándote en pelotas para que no pudieras perseguirla… Yo la hubiese agarrado y arrojado a la cama. ¡A qué ni siquiera te la cepillaste!
Ni siquiera, me repetí a mí mismo. ¿Por qué no la derribé en cuanto entramos en el cuarto, cuando aún llevaba el abrigo puesto? ¿Por qué no le arrebaté la ropa, como seguramente habría hecho él? Porque, en su caso, esta habilidad le era innata; mientras que, en el mío, no. Yo no había nacido para eso.
—Ahora entiendo: un equipo de profesionales te timó. Has hecho el primo. Yo tenía entendido que vosotros, los judíos, no os dedicabais a ir de putas. Pero cuando sales de tu casa y entras en el mundo, quieres acción, como cualquier otro. ¿De dónde desenterraste el vestido con esas rosas tan coquetas? Supongo que andabas dando vueltas con el culo al aire y tuviste la suerte de encontrar algo que ponerte. Y ella, ¿estaba buena?
Sus tetas, cuando había estado tendida, habían mantenido la forma; no colgaban a un costado. Las líneas del interior de sus piernas, los muslos que se frotaban el uno contra el otro, el vello negro y rizado: sí, yo diría que estaba buena.
Al igual que el farmacéutico, el camarero apreciaba la veta cómica del asunto: un adolescente en aprietos, un vestido sucio, el peinador de rayón o de satén. Era una suerte para mí que el bar estuviera vacío. Si hubiera habido clientes, el camarero ni siquiera me habría mirado: «En conclusión, te enrollaste con una puta y picaste el anzuelo».
Si vamos al caso, yo tampoco me compadecía de mí mismo. Reconocía que estaba escrito: un niñato judío, demasiado presumido para practicar los ritos ortodoxos, con las miras puestas en algún destino superior. En casa, de puertas adentro, las normas arcaicas; en la calle, las realidades de la vida. Le tocaba el turno a las realidades de la vida, y el efecto inmediato era el ridículo. Que me tiraran la ropa por la ventana fue la novatada que me gastó la mujer. El farmacéutico de la calva hipersensible era la ironía personificada. Y ahora, el camarero disfrutaba con mis desgracias antes de soltarme, tal vez, siete centavos para el billete. Después tendría que soportar una hora entera de oprobio en el tranvía. Mi madre, con quien posiblemente yo nunca volvería a hablar, solía decirme que tenía un rasgo de soberbia que bajaba por la curvatura de mi nariz, una línea ridícula que ella veía.
Yo no tenía manera de prever lo que iba a significar para mí su muerte.
El camarero, que me tenía a su merced, me estaba tomando el pelo. La boca de canguro del griego se curvaba en una mueca. Se llevó la mano a la cabeza y se rascó el cráneo bajo el pelo negro y tieso. Me habían contado que los griegos bebían vasos enteros de aceite de oliva para mantener la cabellera abundante.
—Ahora, cuéntame de nuevo lo del dentista.
—Vine a buscarlo, pero a esta hora debe estar a punto de llegar a casa.
Philip estaría en el tranvía que hacía el trayecto Broadway-Clark, leyendo la sección hípica del Evening American; un hombre de espaldas anchas y semblante inocente que comprobaba los resultados de las carreras. Anna se había encargado de vestirlo como un profesional, pero él dejaba que sus prendas —camisa, corbata y botones— se acomodaran a sus anchas. Los ajustados zapatos que ella le había escogido presionaban sus empeines. El sombrero de fieltro era lo único que llevaba con elegancia; por el resto de su atuendo, él no respondía.
Anna le preparaba la cena después del trabajo. Cuando Philip llegara a casa, mi padre le preguntaría: «¿Dónde está Louie?», y le contestarían: «Está repartiendo flores». Pero mi padre se inquietaba cuando se hacía de noche y no habíamos vuelto. Si tardábamos en regresar, no se acostaba, se quedaba esperando, trotando más que caminando, de una punta del piso a la otra. Cuando intentabas escabullirte por la puerta, te cogía y te retorcía el cuello. Era un hombre de baja estatura, pulcro, delgado; un caballero. Pero también era impulsivo. Conocía la vida; no ignoraba sus vicios: había vivido en Odesa y durante más tiempo en San Petersburgo. Aun así, no tenía paciencia. El incidente más nimio era suficiente para ponerlo hecho una furia. Si me viera con este vestido, en seguida perdería la cabeza. Yo perdí mi cabeza cuando la mujer me enseñó el coño con sus capas de color rosa, cuando levantó el brazo para que le desconectara los cables, cuando sentí la fragancia y el calor de su cuerpo en el rostro.
—¿Qué hace tu familia? ¿A qué se dedica tu padre? —preguntó el camarero.
—Vende leña para hornos de panadería. Le llega por tren del norte de Michigan. También de Birnamwood, Wisconsin. Tiene un almacén en la calle Lake, al este de Halsted.
Me esforcé en proporcionar datos exactos. No podía arriesgarme a que me tomara por mentiroso.
—Conozco ese sitio. Ese barrio está lleno de putas y de burdeles. ¿Crees que podrás contarle a tu padre lo que te pasó: que una furcia ligó contigo y te robó la ropa?
Esta pregunta tuvo por efecto contraer la expresión de mi cara y enturbiar mis oídos. Sentí que la tasca se volvía pequeña y distante como un juguete, sólo que no me divertía.
—¿Cómo es tu padre en el trato? ¿Estricto?
—Duro —le contesté.
—¿Reparte tortazos a los hijos? Esta vez no te salvas. ¿Qué llevas bajo el vestido? ¿Un pololo?
Negué con la cabeza.
—¿Tienes el culo al aire? ¡Ahora ya sabes qué sienten las mujeres!
Los grandes músculos del griego eran trigueños. No desearías que te atenazara la cabeza con los brazos. Era el tipo de individuo que contrataba la Mafia. Los hombres de Capone estaban al mando. Los clientes serían como muñecos de celuloide para el griego. Se parecía a uno de esos canguros boxeadores de las películas que daban brincos en el cuadrilátero. Así y todo, se divertía haciéndose el tonto. Arqueaba los labios como las caras sonrientes de una viñeta cómica.
—¿Qué hacías en North Side?
—Repartía flores.
—Curras después del colegio como un buen niño, pero con un coño en la cabeza. Tienes mucho que aprender, chavalín. Bueno, basta ya de esto. Moosey, coge esta linterna y ve a la trastienda a ver si le consigues un jersey, o algo parecido, a este desdichado. No me sorprendería nada que el viejo conserje se hubiese llevado todo. Si hay ratas, sacude bien la ropa para quitarle la mierda. Así, el chico estará más presentable cuando coja el tranvía.
Seguí a Moose hasta la mitad más calurosa de la tasca. Su linterna adumbraba unos cubos de madera con candado y unos cajones de ropa sucia a los que se montaban unas máquinas de escurrir con manivela. «Vacía algunas de estas cajas de cartón. Trapos, más que nada. Desparrámalos; te será más fácil».
Vacié dos cajas grandes. Moose pasó la linterna por encima del montón.
—Como te dije, no hay nada.
—Aquí hay una camisa de franela.
Quería marcharme de este sitio. El tufo a arpillera era insufrible. Era la única prenda que podía ponerme. Un jersey y unos pantalones me hubieran venido bien. Volvimos al bar. Mientras me ponía la camisa con asco (provengo de una familia melindrosa cuyo fetiche es la limpieza), el camarero dijo:
—Hagamos un trato: llévate a este borracho a su casa. Ya es hora de que se marche, ¿no crees, Moosey? Todas las noches se coge una curda. Si lo llevas a su casa, te daremos cincuenta centavos.
—De acuerdo, aunque todo depende de dónde viva. Si está lejos, me congelaré antes de llegar.
—Muy cerca. Winona, al oeste de Sheridan. Muy cerca. Te explicaré cómo llegar. Este tío es el que paga las nóminas del ayuntamiento. No tiene un empleo concreto; trabaja para un concejal. Es alcohólico, y tiene dos hijas que mantener. Cuando no está con la merluza, les prepara la cena. Creo que ellas cuidan más de él que él de ellas.
—Antes que nada, me haré cargo de su dinero —dijo el camarero—. No quisiera que estafaran a mi compañero. No lo digo por ti; es un detalle para con el cliente.
Moose se puso a vaciar los bolsillos del hombre: el billetero, llaves, unos cigarrillos arrugados, un inmundo pañuelo de cabeza rojo, una caja de cerillas, billetes y monedas. Fueron alineando las cosas sobre la barra.
Cuando pienso en el pasado, revivo un bagaje de sensaciones que se va cristalizando y que, quizá, se distorsione al entremezclar lo que vale la pena mencionar con lo que tal vez no lo valga. Así, veo al camarero reuniendo los objetos con su manaza como si fueran ganancias, la baza de una mano de póquer. Y luego pienso que si este gigante de canguro hubiera llevado al borracho a hombros, habría llegado a su casa en menos tiempo del que yo tardaría en cargarlo hasta la esquina. Sin embargo, las palabras exactas del camarero fueron: «Te he conseguido una bonita acompañante, Jim».
Moose condujo al hombre de un lado a otro para cerciorarse de que las piernas le funcionaban. Sus ojos hinchados tan pronto se abrían, como se cerraban de nuevo. Moose me daba las instrucciones:
—Se llama McKern. Esquina suroeste de Winona y Sheridan, el segundo edificio del lado sur de la calle. Segunda planta.
—Se te pagará cuando regreses —dijo el camarero.
La helada era ahora tan inclemente que la nieve, al pisarla, sonaba como una plancha metálica. Aunque McKern estaba algo más espabilado por efecto del frío glacial de la calle, no podía andar deprisa. Como yo tenía que sujetarlo, me puse sus guantes. Él podía meter las manos en los bolsillos de su abrigo. Traté de colocarme detrás de él para protegerme del viento. No funcionó. McKern no estaba en condiciones de caminar solo. Tuve que sostenerlo. En lugar de una mujer apetecible, tenía a un borracho en brazos. Comprenderás que yo sufría esta ignominia mientras mi madre se rendía a la muerte. A esta hora, los vecinos de arriba bajaban a casa, y llegaban parientes, ocupando la cocina y el comedor: un velatorio. Debí haber estado allí presente, y no en el distante North Side. Cuando hubiera cobrado el dinero, faltaría aún una hora de viaje en un tranvía que se paraba cuatro veces por milla. Al llegar al final del trayecto, prácticamente arrastraba al borracho. Con la espalda, mantuve la puerta principal abierta mientras que, con los brazos, empujaba al hombre hacia el oscuro vestíbulo.
Las hijas le estaban esperando, y bajaron en seguida. Sostuvieron la puerta interior mientras yo subí la escalera cargando en brazos a su padre, como un bombero. Lo deposité en la cama. Las hijas estaban acostumbradas. Lo desvistieron, dejándolo en calzoncillos largos, y luego se quedaron en silencio, cada una a un lado del cuarto. Así eran, para ellas, las cosas. Tomaban estas insondables rarezas con calma, como suelen hacerlo los chicos. Lo tapé con su abrigo de invierno.
En estas circunstancias, McKern no me inspiraba lástima. Creo que puedo explicar el motivo: sin duda, él había caído redondo en muchas ocasiones, y caería redondo otra vez, docenas de veces, antes de morir. La ebriedad era un fenómeno habitual y familiar. Por tanto, era tolerado. Un borracho contaba con tolerancia y con apoyo; de hecho, dependía de ellos. En cambio, si tus problemas no eran ni habituales ni familiares, no contabas con nada. Había un acuerdo tácito sobre la ebriedad, establecido en parte por los mismos borrachos. La premisa era que la conciencia es terrible. La forma inferior y empobrecida es, tal vez, la peor. El cuerpo y la sangre son débiles, susceptibles a la conmoción humana. Aquí mis descendientes reconocerán la voz del abuelo Louie echando un sermón sobre la conciencia superior, interrumpiendo el relato que les había prometido. Le pediréis que retome el hilo de la historia, como es vuestro legítimo derecho.
A continuación, me habló la mayor de las niñas:
—Un tipo nos llamó por teléfono para avisarnos de que un hombre traía a casa a papá, y que nos ayudaría a preparar la cena si papá no podía cocinar.
—¿Ah, sí? Pues…
—Sólo que usted no es un hombre; lleva puesto un vestido.
—Así parece, ¿verdad? No os preocupéis. Os acompañaré hasta la cocina.
—¿Es usted una señora?
—¡Qué dices! ¿Tú qué crees? Pues bien, soy una mujer.
—Puede cenar con nosotras.
—Entonces, enseñadme la cocina.
Las seguí por un pasillo atiborrado de cajas de conservas enlatadas, galletas, sardinas y gaseosas. Cuando pasé por el baño, me escabullí un instante para orinar. La puerta no tenía ni gancho, ni pasador. El interruptor, una cuerda que colgaba del techo, se había roto. Una diminuta lamparilla estaba enchufada en el rodapié. Di gracias al cielo de que alumbrara poco. Alcé la tapa del retrete mientras me levantaba el vestido, y cuando había empezado, oí a una de las niñas a mis espaldas. Volví la cabeza y vi que era la más pequeña de las hermanas. Di media vuelta (todo me estaba saliendo mal hoy), y le dije: «¡No entres aquí!» Pero se deslizó por detrás de mí y se sentó en el borde de la bañera. Me dirigió una sonrisa de complicidad. Comenzaba a echar su segunda dentición. Hoy, todas las mujeres me estaban acosando con burlas procaces; hasta las niñas tenían miradas deshonestas. Interrumpí lo que estaba haciendo, solté el vestido y le dije:
—¿De qué te ríes?
—Si fueras una chica, te habrías sentado.
La pequeña quería dar a entender que sabía muy bien lo que había visto. Se llevó los dedos a la boca. Le di la espalda y me dirigí hacia la cocina.
Allí, la mayor estaba sosteniendo una sartén de hierro con las dos manos. Unas chuletas de cerdo estaban alineadas sobre un papel de cocina. Al lado, un frasco de manteca Masón. Yo era más o menos competente en la cocinilla, que en este caso brillaba de mugre vieja. Como me daba asco levantarlas con el dedo, pinché las chuletas con un tenedor y las metí en la grasa chisporroteante. La carne me daba náuseas. Pensé: «Ahora sí que estoy metido hasta el cuello». El borracho en la cama, el baño en penumbras, el brillo deslumbrador de la cocinilla, el chisporroteo de la grasa que me quemaba las manos. La mayor me dijo:
—Hay mucha comida para usted. Papá no cenará esta noche.
—No, para mí no. No tengo hambre.
Todo lo que me enseñaron a aborrecer estaba asomando de golpe, atragantándome, revolviéndome las tripas.
Las niñas se sentaron a la mesa, un rectángulo esmaltado. Platos y vasos gruesos, una bolsa de papel encerado con pan blanco de molde, una botella de leche, una barra de mantequilla, la grasa al fuego que enturbiaba la habitación. Las chicas se sentaron bajo el humo, cortando la carne. Les alcancé la sal y la pimenta. Comían sin conversar. Cumplida mi tarea (o deber), no había nada que me retuviera. Les dije: «Tengo que marcharme».
Eché un vistazo a McKern, que se había quitado el abrigo y los calzoncillos. Su cara curtida, la nariz corta y afilada, las señales de vida en la garganta, el ángulo recto del cuello, el vello negro de la barriga, el cilindro corto entre las piernas que acababa en una espiral de piel, el brillo blanco de las espinillas, la trágica expresión de los pies. Había unas monedas apiladas sobre la mesilla. Cogí algunas para pagarme el tranvía, pero no tenía bolsillo en que guardarlas. Abrí el armario del pasillo, palpando entre la ropa, buscando un abrigo y pantalones que pudiera llevarme prestados. Todo lo que me llevara, Philip lo podía entregar al camarero griego al día siguiente. Retiré una gabardina y unos pantalones de una percha. Por tercera vez me puse el traje de un extraño. Este no es el momento oportuno de mencionar las rayas y los cuadros o de hacer observaciones exquisitas. Desesperado, me di a la fuga. En el rellano, me puse los pantalones por encima del vestido, y, mientras bajaba precipitadamente la escalera, me coloqué la gabardina, ajusté el cinturón y metí un puñado de monedas en el bolsillo.
Aun así, volví al callejón para ver si las luces de la ventana de la mujer estaban encendidas, y también para buscar las páginas. Tal vez el ladrón o el chulo las había tirado, o quizá se le cayeron cuando arrebató la zamarra. La ventana estaba a oscuras. No encontré nada en el suelo. Es posible que en esta disparatada obsesión quieras ver una obsesiva dependencia de las palabras, del material impreso. Pero no olvides, no había redentores en la calle, ni guías, ni confesores, ni visionarios, ni consuelo, ni compañía. Debías sacar enseñanza de lo que pudieras. Bajo la cúpula de la Biblioteca Central se leían en letras de mosaico unas palabras de Milton, un mensaje conmovedor, pero de escasa utilidad, que, en todo caso, complicaba las cosas. Decía: UN BUEN LIBRO ES LA PRECIADA SANGRE DE VIDA DE UN ESPÍRITU MAGISTRAL.
Esta es la dura verdad y hay que decirla. No olvides que éste es el Nuevo Mundo, y ésta, una de sus ciudades misteriosas. Debí haberme apresurado a coger el tranvía. En cambio, estaba en un oscuro callejón buscando páginas que, seguramente, habría soplado el viento.
Regresé a Broadway (que, como indica su nombre, era muy ancha) y esperé en una isleta. Poco después, llegó con gran estrépito el tranvía rojo sacudiendo sus vagones; una pieza de tecnología de la Edad de Hierro, con sus asientos de mimbre reforzados y planchas de latón. La hora punta había pasado hacía tiempo. Me senté al lado de la ventanilla, en dirección a casa, con destellos de ideas en la mente como rastros de balas que se pierden en la lejana oscuridad. Como en Londres durante la guerra. ¿Qué excusa alegaría en casa? No alegaría ninguna. Nunca lo hacía. Se daba por descontado que yo mentía. Aunque creía en el honor, mentía a menudo. ¿Puede concebirse una vida sin mentiras? Era más fácil mentir que explicar lo que me había sucedido. Mi padre tenía sus suposiciones, y yo las mías. No teníamos premisas en común.
Le debía cinco dólares a Behrens. Pero sabía dónde escondía mi madre sus ahorros. Porque revisé todos los libros, y encontré el dinero en su mahzor, el libro de oraciones para las fiestas sagradas, los días preceptivos. Hasta ahora, yo no le había sacado nada. Hasta esta última recaída, ella esperaba comprarse un billete para Europa para ver a su madre y a su hermana. Cuando muriera, yo le entregaría el dinero a mi padre, excepto diez dólares: cinco para el florista, y el resto para comprarme Vida eterna y El mundo como Voluntad e Idea, de Von Hügel.
Cuando yo llegara a casa, los vecinos y parientes se habrían marchado. Mi padre estaría al acecho. La entrada del porche trasero siempre estaba cerrada con llave por la noche, pero no solíamos echar el pestillo en la puerta de la cocina. Yo podría saltar la valla de madera entre la escalera y el porche. Lo hacía a menudo. Una vez que hubiera apoyado el pie sobre el picaporte podía pasar por encima de la valla y caer en el porche sin hacer ruido. Luego, podía mirar por la ventana de la cocina, esperando a que mi padre guardián se retirara de allí para entrar sigilosamente en casa. El cuarto que compartíamos los tres hermanos estaba al lado de la cocina. Mañana podía ponerme un abrigo de invierno de mi hermano Len que él ya no usaba. Sabía en qué armario estaba. Si me sorprendiera mi padre, me daría unas duras bofetadas en los hombros, en la coronilla, en la cara. Pero si mi madre hubiera muerto esta noche, no me golpearía.
Fue entonces cuando el acompasado, tranquilizador y letárgico tocadiscos se convirtió en un remolino, un vórtice que se oscurecía en su interior. Yo sólo había tenido las páginas anónimas en el bolsillo de mi zamarra perdida para interpretar ese vórtice. Me decían que la verdad del universo estaba inscrita en nuestros mismos huesos. Que el esqueleto humano era, en sí, un jeroglífico. Que todo lo que hubiéramos conocido alguna vez en la tierra se nos mostraba en los primeros días de la muerte. Que nuestra experiencia del mundo era deseada por el cosmos, y que dependía de ella para su propia renovación.
No creo que aquellas páginas, de no haberlas extraviado, me hubieran persuadido para siempre, ni que hubieran cambiado el rumbo de mi vida.
Escribo este relato, o declaración, inducido por una extraña urgencia que proviene de la tierra misma.
¡Fallarle a mi madre! Sé que esto significará poco o nada para ti, mi único hijo, al leer este documento.
Conozco el poder de la apatía en estos días malos y tortuosos.
En el tranvía, en dirección a casa, me preparaba para lo que me esperaba a mi llegada. Pero todos mis preparativos se derrumbaron por completo. Me bajé en la parada de North Avenue, evitando verme reflejado en los cristales de los escaparates. Cuando ocurría una muerte, los espejos se cubrían inmediatamente. No sé qué significa esta piadosa superstición. ¿Se verá el alma del difunto en estos cristales reflectantes, o es esta costumbre una admonición a la vanidad de los vivos?
Corrí a casa y me acerqué por la parte trasera. No hice ruido al pisar la escalera del fondo. Con los dedos me aferré al borde superior de la valla, apoyé el pie en el picaporte de porcelana blanca y crucé al otro lado, al porche, sin hacer ruido. No seguí el plan que había ideado para escabullirme de mi padre. Había gente sentada a la mesa de la cocina. Entré directamente. Mi padre se levantó de su silla y se dirigió con paso decidido hacia mí. Tenía el puño preparado. Me quité la boina de lana, y cuando me pegó en la cabeza, el golpe me llenó de gratitud. Si ya hubiera muerto mi madre, me habría abrazado.
Bueno, todos se han ido ahora, y yo me voy preparando. No he dejado una gran herencia, y por eso he escrito este recuerdo, una especie de añadidura a mi legado.