A la tarde siguiente, el tío y yo intercambiamos nuestras experiencias del día anterior en su antiguo piso. Resultó que él también había visto un par de cosas. Le dije:
—Bueno, es una pena que todo ese asunto del amor haya sido desacreditado, desmitificado. Durante largo tiempo, el mundo hizo promesas de amor a los jóvenes: «Todo saldrá bien.» Era un timo, una traición. Y ahora, naturalmente, las mujeres están furiosas y se han vuelto contra él. En cuanto a los hombres serios, también tienen que preguntarse: «Y nosotros, ¿qué demonios estamos haciendo aquí?» Comprendo que se entre en el mundo del amor; comprendo, quiero decir, que para la gente práctica, la justificación es el comercio: zapatos, vestidos, bolsos, joyas, pieles, peinados, cosméticos. Además, está la psiquiatría; hay tanto dinero en eso... Cualquier cosa menos el amor mismo, puesto que las naturalezas que podrían amar están demasiado desequilibradas para hacerlo. Las personas con «modelos de rol» o «autoimagenes» no llegan porque están fabricadas o construidas.
—Sí, si, si, sí—dijo el tío, sobre todo para hacerme callar—. Ahora deja que te cuente lo de ayer.
Yo había estado pensando en voz alta, como siempre, y hasta que él me interrumpió, no me había dado cuenta de su profunda inquietud. La acusaban hasta las puntas de sus cabellos, tanto como la mirada azul de sus ojos, intranquilos y sumamente dilatados en sus órbitas con forma de ocho. La inclinación de la parte superior de su cuerpo cuando me dijo: «Deja que te cuente lo de ayer», me hizo decir para mis adentros: «¡Ayayay!» Y la redondez de su cabeza tomó un aspecto diferente. Nunca antes se me había ocurrido que una cabeza tan redonda como ésa, estaba predestinada a rodar.
Era el comienzo de su crisis.
Empezó por contarme que había tenido una cita con el doctor. El lugar del encuentro fue el hospital donde el viejo Layamon trabajaba. El propósito era tener una reunión para decidir la estrategia. Iban a comer un bocadillo juntos y volver luego a Parrish Place en el Bentley del doctor.
—¿Qué hospital es ése?
—El viejo «Moisés Maimónides». Cuando era niño, ése era su nombre familiar65. Mis padres sufrieron allí sus últimas operaciones, así que me trae todos los malos recuerdos que puedas imaginar. Desde entonces, han hecho un montón de edificios nuevos. Antes había un jardín muy bonito, pero necesitaban el terreno para una clínica de drogadictos. En vez de ver a viejos sastres decentes, tenderos, «trabajadores de la aguja», ahora se ven zombis dispuestos a hacer cualquier cosa que se les ocurra, ¿por qué no?
—Desagradable escenario, ¿verdad?
—Uno de esos lugares donde todo te desborda. Las nuevas construcciones te hacen pensar: «No te preocupes, la medicina moderna se encarga de todo. Todo irá bien.» Así que rezo y espero y confío en que tengan razón. En medio está el edificio Maimónides original en evidente decadencia. Yo tenía que dirigirme al centro de mensajes. Más de la mitad de las puertas estaban cerradas por motivos de seguridad y había tantos desvíos subterráneos que cuando llegué, ya estaba rendido. Hice buscar al doctor como me había indicado y me senté a leer una revista. Finalmente, entró a paso de marcha. Ya sabes el modo que tiene de balancearse.
La observación era correcta. El doctor movía los hombros de un modo extraño, al ritmo de sus pasos y de su cabeza, rígidamente estirada hacia atrás. Había servido en el Pacífico y puede que allí pescara unos cuantos gestos de Douglas McArthur: en Guadalcanal había sido el Mayor Layamon. Así que entró balanceándose con su bata blanca. Le dijo a Benn que aún no había terminado sus rondas y que iba atrasado.
—Se disculpó —dijo Benn—. Yo le dije: está bien, puedo esperar. No me molesta. Hay bastantes revistas viejas aquí. «No, no», dijo él, «me gustaría que me acompañaras. Esto te interesará.» Tendría que ponerme una bata y pasar por médico.
—A lo que no te negaste.
—No encontré la forma de hacerlo. Me estaba tratando como a un miembro de su círculo, lo que suponía una especie de honor. Había hecho eso antes y a la gente le encantaba, sobre todo el disfrazarse de médico. Echando atrás unos cuarenta años, lo tomé por el tipo de humor violento de los estudiantes de medicina.
—Bueno, de vez en cuando un poco de malicia es buena para el alma.
—No empieces a teorizar conmigo, por Dios —dijo el tío con un extraño tono cortante—. Me ayudó a ponerme la bata blanca, me puso un estetoscopio en el bolsillo y dijo: «En realidad eres un médico de plantas.» Me imaginé tratando de encontrarle el pulso a un árbol.
El tío no se rió de su propio chiste. Tenía los ojos demasiado dilatados.
—Muy extraño —dijo—, pasar por médico. Me estaba arrastrando a aquello por maldad y tenía las visitas en la parte más antigua del Maimónides original, llena de horribles relaciones y de recuerdos especialmente desagradables de tu abuela, porque todos los pacientes de ayer eran ancianas.
—¿Sólo mujeres?
—Sólo ancianas. Las había reservado para mí. Todos los casos eran de caderas, operaciones de caderas, y no necesitaban más que una mirada, así que fue todo muy rápido, en dos tiempos, entrar y salir de la habitación, lo justo para bajar la sábana y echar un vistazo. Curiosamente, a las señoras no les importaba cómo las trataban. Ni una sola de esas viejas se alteró al verse expuesta. Ninguna cara cambió de expresión. Los médicos pueden hacer lo que quieran. De vez en cuando, Layamon decía: «Éste es el doctor Crader, mi socio.» A nadie le importaba. En el pasillo, estuvo tan parlanchín como siempre, Layamon boca motorizada, y creo que tiene la vista normal, pero los ojos no parecen estar coordinados. Entraba y salía de las habitaciones en tromba, apartando de un empujón las puertas y todo lo demás, arrancando las sábanas. Los cabellos de las señoras estaban teñidos y arreglados, llevaban mañanitas de encaje, llevaban carmín en los labios, otras estaban maquilladas y luego aparecían las cicatrices y los puntos y los muslos cortos y las espinillas tibias y brillantes, el monte de Venus y el vello escaso, todos esos montes pelados. Pero las viejas, como si estuviesen haciendo media o cosiendo botones, se veían tan complacidas. Entonces, ¿para qué tanto escándalo y todos los hombres que las amaron muriéndose por conseguirlas, locos de celos, con el deseo hundido en sus corazones como clavos de especias, llorando, suplicando, y las mujeres sufriendo también una agonía por decidir cuál sería el adecuado? Después de ver a unas seis o siete, empecé a sentir una especie de vértigo.
—¿Qué clase de vértigo?
—¿Qué clase? Como si estuviese volando en un helicóptero sobre las Bandlands. Empecé a sufrir arritmia, mi corazón estaba fallando, lo que interpreté como un problema de motor, y el helicóptero estaba a punto de estrellarse. Tal vez ha llegado el momento de que me pongan un marcapasos.
—¿Qué estás diciendo? Acabas de casarte con una mujer joven, no necesitas un marcapasos. Sencillamente no eres lo suficientemente duro como para enfrentarte a lo que el doctor se enfrenta de un modo rutinario un año sí y otro también, y eso es, probablemente, lo que él intentaba que se te grabase, cómo paga por los lujos y servicios que las mujeres toman como algo que naturalmente les pertenece. De todos modos, hacerle eso a un recién casado es una pasada.
—Tal vez no cree que yo sea un auténtico recién casado; además, por mi edad, estoy más cerca de esas cosas decadentes con las caderas rotas que de mi mujer. Estuvo lanzándome miradas todo el rato desde el lado opuesto de las camas.
—Esos ojos suyos desequilibrados...
—En el pasillo me pareció que hablaba de un modo incoherente.
—¿Qué decía?
—Dijo: «De vez en cuando me toca una chica guapa. Como paciente, no me malinterpretes. No siempre son cascajos.»
—A la gente disciplinada le produce cierto alivio hacer patochadas algunas veces. Contigo se permite ceder al impulso.
—Me dieron mucha lástima las viejas y lo mal que se hubieran sentido de saber que yo estaba allí para reírnos de ellas, como era la intención del doctor con esa broma.
—Ni siquiera se fijarían en ti. Creo que tienen una especie de entendimiento con los médicos, algo parasexual. En cuanto a él, no creo que sepa lo que se propone, lo que le inquieta, una especie de erotomanía. Deberías decirle que consulte a un psiquiatra.
—¿Yo? Ni hablar.
—Eres demasiado respetuoso, tío. No deberías ser tan considerado, te lo digo de verdad. No quieres admitir que eres sui generis, un hombre entre un millón y que tienes el deber hacia tu condición excepcional de rehusar lo que los Layamon quieren imponerte.
—No, porque entonces yo tendría que pensar como ellos y no quiero ni rozar sus premisas.
—¿Porque les quitaste a una hija hermosa?
El tío estaba profundamente inquieto. Le dije:
—No tiñes que batallar con ellos, sólo proteger tus talentos especiales. Ellos no los entienden, no los distinguen.
—Contra ésos, no pueden hacer nada. No me gusta la gente que organiza una alharaca temperamental sobre sí misma.
—Está bien, tío. Dejemos esto por el momento. Así que le seguiste en las visitas.
—Sí, eso es lo correcto, le seguí. Él dirigía la marcha y yo la mantenía. Nunca antes me había dado cuenta de lo anchos que son sus hombros. Sólo por los hombros se podría identificar como padre de Matilda. No son gruesos, son como bidimensionales y muy elevados. ¿Trataste de pequeño de mirar alguna vez por encima de una verja que estuviese unos centímetros más alta que tú?
No pude contestarle. Estaba en un estado tan singular que no esperaba respuesta.
—Bien, está fuera de lugar, como tú dices, concederle tanta importancia a espaldas y hombros. Eso también es sui generis y de un género no muy de primera.
En eso tenía razón. En ese momento no sabía cuánta razón tenía o qué podía significar lo «correcto». Eso lo descubriría un poco más tarde. De puntillas, queriendo ver más allá de la verja, pero qué es lo que había que ver, ¿un campo de béisbol, una cantera de gravilla, un paisaje de Steinberg, una extraña colección de líquenes árticos?
—Sí, vistos por detrás, tienen la misma estructura.
Levantándose la manga de la chaqueta y moviendo la correa de su reloj en la parte posterior de su muñeca, el tío aplicó la punta de los dedos a su pulso. ¿Todavía la arritmia? Había un retraso cada tres pulsaciones y tendría que volver al doctor Geltman para hacerse un electrocardiograma. Le impacientaba no encontrarse bien y nunca se refugiaba tras una nube de enfermedades. Las medicinas, los tranquilizantes, los betabloqueadores interferían con su trabajo científico. La hipocondría le impacientaba. Detestaba oír hablar de psiconeurosis.
—Aun así —dijo—, para mí supuso un golpe muy duro notar aquella similaridad entre padre e hija, siendo Matilda tan hermosa y el padre todo lo contrario. Una persona que tenga esos hombros es muy singular.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo decir lo que quiero decir. Singular. Parece que lo que quiero decir es que es algo eterno.
—¿Algo como la somatología?
Dijo ásperamente:
—No. No es eso. No seamos tan eruditos. No estoy hablando de anatomía y carácter.
Traté de imaginar lo que quería decir con eso de «algo eterno» y pude comprender lo doloroso que debía ser para un hombre de ciencia estar sujeto a semejantes ideas o sugerencias mágicas. Era incapaz de vencerlas o de expulsarlas de su mente.
—Está bien, tío, han terminado las visitas y se comen un sandwich juntos. Te habla del asunto Vilitzer.
—Creo que debería enfrentarme al tío Harold.
—Primero te conmueve exhibiendo a esas pobres señoras...
—Todavía estoy conmovido.
—Ya lo veo. Pero dudo que sea deliberado. No es tan conscientemente diabólico. Es un hombre impulsivo, esencialmente ordinario. Percibe tu debilidad, no te entiende. Vamos a ver, ¿cómo se supone que trates a Vilitzer? ¿Qué es lo que espera que le digas?
—Tengo que decir que mi suegro cree que no recibí lo debido y que yo creo que el caso debe volverse a abrir.
Benn se evadió brevemente del asunto diciendo:
—Físicamente, el doctor es una persona extraña. Las partes no encajan. A lo mejor es por eso que sus modales son tan íntimos; la forma en que se apodera de uno y toca y examina y aprieta cuando estás comiendo con él en un reservado. Quiere saber por qué tú estás hecho de una manera distinta y, ¿no te parece que su color es extraño? Algunas veces tiene ese extraño tinte anaranjado que se observa en las lagartijas pequeñas, de la familia salamándridos. ¿O es que le encuentro defectos y no le devuelvo el golpe porque criticó mis dientes salidos?
—Él no cree en absoluto que tú puedas enfrentarte a Vilitzer.
—Trató de informarme sobre la política en esta ciudad. Casi todo lo que dijo era un lío.
—Y te lió.
—En dos minutos —dijo el tío—. Lo que quiere es que yo le diga personalmente al tío Harold que me resulta inaceptable la forma en que vendió la propiedad.
—Y que tú crees que debería resarcirte.
—Eso es, exactamente. Malditos canallas, ¿es que no dejarán nunca de pelearse por el dinero? Todo lo que yo quería era establecerme con una mujer afectuosa en un estilo de vida civilizado. Trabajar, poseer a Matilda...
—A la que amas.
—Respeto y amo. A. través del amor se penetra en la esencia del ser —dijo el tío.
Yo estaba acostumbrado a su modo de irse por la tangente, pero el salto que dio en esa última afirmación me sorprendió de forma considerable. Decía incoherencias. Ciertamente, no era él mismo y me hizo sentir que estaba como el Mikado, en que un puñado de varitas cae atropelladamente en todas direcciones para empezar el juego. Eso, pensé, está a punto de ocurrir.
—¿Puedes reconstruir tu conversación con el doctor?
—Debes figurarte que estás hablando con un tonto, Kenneth. Fue así: Yo dije: «Tal vez debería escribirle una carta al tío Harold.» El doctor dijo que eso no se hacía así. Nunca hay que poner las cosas por escrito; aquí los negocios no se hacen así. Entonces le dije: «Pero él no querrá verme.» «Bueno, ya encontraremos una manera.» «Me gustaría esperar a que su hijo Fishl lo sondee.» «Ésa no es una sugerencia buena, hijo. Te vas a Brasil en menos de una semana, y además, Fishl es un tonto rechazado por su padre. Como caído en desgracia.» «No se me ocurre cómo se puede desacreditar a una familia como los Vilitzer, famosa por los negocios sucios.» «Aun entre esos tipos existe un código, te sorprendería. Te concedo que es difícil tener mala reputación en esta ciudad. Nuestro sheriff, por ejemplo, que ha mantenido en su nómina a salteadores convictos y otro tipo de asesinos, se presenta a la reelección y aparece destacado en las encuestas, pero los abortos por acupuntura, simplemente, no tienen clase. El viejo Vilitzer es muy orgulloso.» Yo le dije: «Estoy dispuesto a fiarme de lo que me dices sobre estas cosas, doctor. Tú las entiendes y yo no. Aun así, estaría mejor dispuesto a cumplir mi parte si pudiese entender el plan. ¿No podrías darme un bosquejo más completo para que yo pueda saber en qué estoy metido?» «Bueno, tienes que entender con claridad lo esencial, que tu madre te dejó una propiedad que valía una buena cantidad de dinero y que lo que te dio Vilitzer fueron las sobras.» «¿Qué clase de presión piensas utilizar con él?» «La clase que él tendrá que atender. Su pandilla dirigió esta ciudad durante cincuenta años. Ahora están en retirada. Con más de ochenta años, ¿para qué necesita los cien millones, más o menos, que robó?» A eso le dije: «Yo tampoco los necesito. Ni siquiera puedo comprender qué puede hacerse con semejante cantidad de dinero. Ya tengo todo lo que necesito. Miro todas las revistas que llegan a la casa, a las que Jo está suscrita, y sencillamente no puedo comprender todo ese gasto. Como: "Sólo se vive una vez, vívala en Revillon, cebellina natural." O: "Cristal Waterford tallado a mano y objetos de plata esterlina en su tocador o en la mesa del comedor." Eso no ha estado nunca entre los objetivos personales de mi vida.» El doctor me dijo: «Escucha, hijo, las mujeres tienen que tener actividades adecuadas. Si no están engagées, ésa es una palabra que utilizaba mi hija hasta que yo mismo la cogí, se pueden meter en maquinaciones malas, y quiero decir, verdaderamente malas, traicionando a sus congéneres masculinos. Es mejor permitirles esas satisfacciones del ego.» Yo dije: «Sí, especialmente si se las educó de esa forma.» «A Matilda no se la educó, se educó ella misma. Si la mujer que ama tiene necesidades especiales, un hombre tiene que proporcionárselas si sabe lo que conviene. Eso es sencillamente elemental. Además, dale los comienzos que necesita y ella se encargará de hacer el resto te hará más feliz de lo que jamás soñaste. Quedarás completamente libre para trabajar y tontear todo lo que quieras con tus líquenes. Ella pasará todo el día en el distrito financiero. Luego vuelve a casa, la belleza y el amor entran con ella. ¿Qué más puedes pedir, coño? Se quitará la ropa de negocios y se pondrá la bata de cenar en casa, se perfumará.» Y mira, Kenneth, cuando llegó a esa parte, la vida de ensueño, empezó a golpear la mesa con los nudillos. Él hubiese dado cualquier cosa por ser el marido de una mujer así, y la mirada se le puso tan imprudente mientras aclaraba el asunto, que parecía lo que tu a veces llamas demoniaco. Acción. Esa es la parte demoniaca del asunto. ¡Levanta el culo! ¡Apodérate, agárrate bien a las cosas!
—Y bien, ¿qué clase de agarre estás planeando, tío?
—Por lógica, tengo que mantener el curso tomando en cuenta que es un matrimonio reciente y que la primera necesidad es complacer los deseos de la esposa.
—¿Hasta qué punto?
—Puedes comprender por ti mismo que no tengo una amplia gama de opciones, Kenneth. Sobre todo, tengo que demostrar buena voluntad.
—Lo que no veo es qué buena voluntad están demostrando los Layamon. Así que, ¿cuál es el plan del doctor?
—Vilitzer no quiere verme. Pero hay una audiencia pública de la junta de libertad bajo palabra y el tío Harold es uno de los miembros, así que probablemente asistirá. Le pregunté al doctor para qué está Vilitzer en la junta de libertad bajo palabra. Suponía que todos ellos eran viejos directores de prisiones, criminólogos o sheriffs retirados, asistentes sociales y gente de ese tipo. Parece que Vilitzer pidió el trabajo hace años para ayudar a sus compinches políticos a conseguir una pronta excarcelación, y algunas veces había convictos importantes en la cárcel como en el escándalo de las carreras de hace algún tiempo o en el negocio de la construcción, así que la conexión con la junta de libertad bajo palabra era importante y hasta lucrativa... ¿Qué iba yo a saber de esa clase de líos? El promedio de crecimiento de los líquenes árticos, una hora o dos de sol al día durante siglos, más de veinte años para llegar a una pulgada de diámetro; unos cincuenta años de intrigas para Vilitzer, mientras los organismos que yo estudio tienen un promedio de vida de cinco mil años. Bueno, el gobernador ha dejado que Vilitzer conserve su puesto en la junta, la audiencia pública es el próximo viernes en el edificio del Condado y me gustaría que me acompañaras.
—¿Te gustaría que yo te acompañara?
—¿Por qué te sorprende? A tu madre le gustaría y ella es parte en esto.
—Tienes pánico de enfrentarte a él tú solo. ¿Por qué tenemos que sufrirlo los dos?
—Míralo como quieras. Es verdad que no soy yo mismo completamente.
—Deberías llevar a Matilda. Puesto que es ella la que te ha metido en esto, es justo que se lleve parte de los tiros.
—No quiero que ella tome el mando. Se enfrascaría en una discusión con Harold.
—Amenazándole. Probablemente —dije—. Entonces iré. Prométeme que no te meterás en sentimientos familiares, que no intentarás jugar con las emociones de la sangre.
—Antes que nada, pienso hablar estrictamente de negocios, y en segundo lugar, le pediré su punto de vista.
—Fishl cree que es un completo error que le abordes. Está muy preocupado. El viejo tiene complicaciones cardíacas peligrosas.
—Kenneth, ¿que tú y yo podamos hacer daño al tío Vilitzer? Es como si un par de ardillas pudiesen estropear fácilmente un emplazamiento de misiles.
—Nosotros sólo constituiremos la avanzadilla, tío, Fish cree que esto va en serio. Supongo que quiere que Vilitzer dure lo suficiente como para cambiar su testamento, un cambio en el testamento puede ser la alternativa. Pero veo que estás obligado a intentar acorralarle en la audiencia y no te dejaré ir solo.
Me sentía competitivo. Estaba tan preocupado por Benn como Fishl lo estaba por su padre. Y el tío no podría resistir a la presión de los Layamon. Su vitalidad parecía agotada y me preocupaba que pudiera derrumbarse. Había señales amenazadoras. Por ejemplo, me dio las gracias elaboradamente por prometerle que asistiría a la audiencia, asintiendo con la cabeza con una especie de formalidad de muñeca china.
—Sin ti no sería fácil.
—Sólo por curiosidad, tío, para tener una mejor idea de lo que ocurre, cuéntame qué pasó ayer durante el resto del día. Tomaste un almuerzo rápido en la cafetería del hospital...
—El doctor no acostumbra volver a casa desde el Maimónides. Generalmente juega en su club.
—Tal vez ni siquiera a él le gusta mucho ese hermoso hogar. Sale a operar antes del amanecer y no vuelve hasta la hora de cenar. ¿Adonde te llevó?
—Hay una joyería de lujo en el centro. Habían comprado cosas del nizam de Hiderabad o del akhoond de Swat. El doctor necesitaba un collar para el cumpleaños de Jo. Fuimos directamente al santuario interior de Klipstein, uno de sus amigotes del ejército. Un lugar de alta seguridad con monitores de televisión, espejos y botones, sólo Dios sabe cuántos sistemas de alarma para los rubíes, diamantes y obras de arte. Tal vez unos veinte budas en fila y multitudes de elefantes pintados y otros juguetes exóticos. El doctor pasó más de dos horas haciendo chistes, dando palmadas, jugando a boxear regateando, y luego compró cien mil dólares de pendientes de ópalo con derecho a devolución. Camino de casa, el doctor dijo que Jo pediría al día siguiente una tasación en Cartier; Klipstein sabía que lo haría. El tráfico estaba tan denso que tardamos una hora en llegar a Parrish Place. Aparecimos unos minutos antes de la cena, cuando las señoras ya estaban arregladas, pero Jo ordenó al doctor que se cambiase la camisa aun antes de abrir el regalo. Finalmente, los cuatro, en el mullido tapizado de butacas giratorias con espaldar en forma de barril, tomando ginebra con tónica, jerez y un Bloody Mary.
(Feliz aperitivo para los Layamon, pero no necesariamente para el tío.)
—¿Reaccionó de algún modo la señora Layamon ante los pendientes de ópalo?
—Reacción moderada. Es del tipo frío.
—Luego, ¿la cena?
—Ensalada de palmitos, el plato favorito del doctor, con pimientos. Escalopines al limón; vino, Sauvignon seco; postre, claffouti polaco con relleno de membrillo. Conversación dominada por el doctor sobre cómo se apropia el congreso de billones y también del poder para obligar al Presidente a gastarlos. Cada año tienen esa montaña de dólares de impuestos para gastar y pasan el dinero a sus industrias favoritas a cambio de fondos para campañas electorales. Cada dos años cuesta el doble ser candidato a un escaño en la Cámara de representantes. Jo Layamon come, bebe y habla en un estilo refinado. Matilda me hace guiños para animarme.
—Pero, ¿cómo sabe que estás triste?
—Nunca hemos hablado de eso.
—Y, ¿después?
—Después vemos televisión o vídeos. Anoche vimos primero al doctor Teller y al doctor Bethe como antagonistas de la Guerra de las Galaxias, despachándose como magos perversos, dos rostros antiguos disputando la cuestión final sobre la supervivencia de la raza humana y el destino de la Tierra, con intensas discusiones sobre los rayos láser o los rayos X producidos por las explosiones atómicas. Luego vimos La Cage aux Folies, un campamento de homosexuales y travestís chillones. Yo seguía viendo la máscara de Bethe, como rasgos humanos pintados en la suela de un zapato y a Teller como un Moisés atómico bajando del Sinaí con los mandamientos grabados en tablas de hidrógeno. Entonces Matilda, tratando de complacerme, puso a Clint Eastwood y a un asesino pervertido que cambiaba las cabezas de las mujeres que asesinaba. Me escabullí hacia el lavabo y después me puse a vagar por la casa, hice un recorrido por los gabinetes iluminados de cristal y por todo el Wedgwood, Quimpoer, la artesanía en cristal de Suecia. Le eché un vistazo a la azalea roja que tiene Jo en el gabinete. Ya sabes que no entro.
—Curiosa norma esa de que el cuartito sea sagrado para ella.
—Aun así, es una planta hermosa y me hace bien. La palabra original significa seca, tal vez porque el arbusto es quebradizo o tal vez porque crece mejor en suelo seco.
—Y tú te comunicas con ella mientras..., vaya cosa, cortejar flores de azalea cuando se tiene una flamante y estupenda esposa.
Los ojos, y él respondió sólo con ellos, estaban llenos —desbordados— de silenciosos comentarios. En el arte del disimulo, él nunca había pasado de la etapa elemental y al hablar conmigo no iba a asumir una habilidad que no tenía. Y entonces, como cabía esperar por nuestra relación, por nuestra franqueza habitual —por no mencionar la estrecha vigilancia que yo mantenía sobre él y el apoyo silencioso que le daba—, empezó al fin a abrirse. Un brillo de preocupación le rodeaba. Hasta los síntomas de su tensión eran brillantes.
—Supongo que tendré que hablarte de esta cosa. Esperaba arreglármelas solo.
—¿Por qué tendrías que hacerlo?
—Porque la gente lo hace, tiene que hacerlo. Además, es vergonzoso, por eso, porque es humillante hablar de eso. Por otro lado, no quiero cargar con eso hasta Río. Allí, solo, sería muy malo.
—¿Solo? —dije.
Él levantó la voz:
—No me acuses por lo de Matilda. Éste no es el momento de adjudicarte puntos porque no te notifiqué la boda.
—No lo dije para fastidiarte, tío. ¿Qué es lo que no puedes controlar? Hemos tenido cientos de conversaciones aquí mismo y ninguno de los dos traicionó jamás la confianza del otro.
Me refería a los libros, a la luz matizada de las cortinas, a las butacas de cuero que estaban desde la época de la tía Lena, el verdadero hábitat del tío, el que yo había elegido por encima de cualquier atractivo escenario de París porque suponía que aquí la vida humana estaba logrando progresos esenciales. Aquí podía esperarse la claridad auténtica.
Benn empezó diciendo que estaba convencido de que Matilde era, precisamente, la mujer para él. Al principio hablaba con lentitud, tanteando el camino, como si su trabajo fuese explicar cheques y balances constitucionales a un amigo de Praga. En octubre, cuando yo ya me había marchado a París y al África Oriental a ver a mis padres, él y Matilda habían decidido casarse durante la semana de Navidad. Para disponer de más tiempo, Benn había reducido su programa de enseñanza. Dictaba un sólo curso de morfología. Su adjunto podía suplirle cada vez que tuviera que marcharse. Matilda, que dijo amar el campo, le propuso que pasaran una semana en los Berkshires disfrutando los colores del otoño. Tenía amigos en alguna parte entre Barrington y Canaan, que estaban en Hawai y que le habían ofrecido su casa de verano para unas vacaciones de pre-luna de miel. Había muchos pueblecitos encantadores en ese opulento rincón de Massachusetts. Benn, por supuesto, conocía las hojas del revés y del derecho. Así que la pareja paseaba por las carreteras vecinales. Mañanas espléndidas, frescas, claras, tonificantes, azules, que olían a humo de leña; desayunos de panqueques con jarabe de arce; montones de manzanas maduras y heladas en los árboles abandonados. Algunas flores tardías que Benn identificó con eficacia cuidando de no parecer pedante, era la primera oportunidad de estar solos. A lo lejos, algunos tiros de los cazadores de ciervos. Para evitar el peligro, llevaban boinas rojas. Ningún problema en ese apartado. Los caminos de tierra estaban duros y secos. «Ese perfil clásico bajo la visera de una gorra de béisbol.» Pero después de unos cuantos días de arces y abedules «oyéndome hablar constantemente de ellos», se hizo necesaria otra diversión. Había un coche viejo en aquel lugar para ir de compras y para excursiones locales. No había televisión, había muy poco que hacer después de la cena y Matilda no estaba acostumbrada a irse a la cama a las nueve. El periódico local, que dejaban en el buzón vecinal, llevaba una cartelera de los cines de la ciudad. Una serie de viejos clásicos atrajo a Matilda.
—¿Por qué no vamos a ver Psicosis? —dijo—. La original de Hitchcock. Sólo he visto sus secuelas.
—La vi en los sesenta —dijo Benn—. Me produjo una impresión negativa. Comprendo que se ha convertido en algo importante, en un culto. Para llegar a eso no hace falta gran cosa.
La respuesta de Matilda para engatusarle fue:
—Sentado junto a mí, puede que te parezca mejor que hace veinte años.
Así que fueron al pase de las seis. Ya estaba oscuro, dijo Benn. Cada día era como una exposición de campos, vallas, caminos, bosques, pero que cerraba cada día más temprano. Escuchando al tío, debía de estar en mi ánimo más francés, con la cara larga, metiendo versos del lycée: Nous marchions comme des fiancés... La lune amicale aux insensés. Al menos uno de los prometidos estaba de mal humor, eso es absolutamente cierto; me estoy acercando a eso. Y no, a Benn, Psicosis no le pareció mejor. La segunda vez resultó mucho peor que la primera.
—Era una farsa. Me pareció odiosa. Detesto toda esa excitación sin objeto. Sólo reflejos condicionados que nos han producido por entrenamiento. Eso es lo que destaca en los videos que he estado viendo en casa de los Layamon. Faltan conexiones lógicas y las lagunas se llenan con ruidos, efectos sonoros. Uno tiene que renunciar a la coherencia. Té mantienen inquieto y te dan un asesinato tras otro. Llega un momento en que uno deja de preguntar: ¿Por qué están matando a ese tío?
De todos modos, su recuerdo de la película era exacto. Recordó el viejo hostal que parecía una funeraria, las pringosas antigüedades, el horrible terreno.
—Todas las malas ideas que tenemos, los pensamientos mutilados que todos pensamos, produciendo una vegetación que es como una araña. Saliendo de la tierra, en parte planta, en parte arácnido. Eso era lo que cubría el terreno bajo ese nefasto sol en torno a esa nefasta casa.
Entonces llegó aquella hermosa joven, la imagen de una dulce señorita, pero en realidad, ella también era una delincuente que huía de la justicia. Alquila una habitación en la que se desnuda y se mete en la ducha. Allí es apuñalada a través de la cortina; apuñalada, apuñalada, apuñalada, y la cámara fija en la sangre vital que se va por el sumidero. Sintiéndose helado —¿qué necesidad había de aire acondicionado a niveles de verano estando bien entrado el otoño?—, puso las manos bajo sus muslos para calentarlas. Matilda le ofreció una caja de palomitas de maíz. No, gracias, no le gustaba esa cosa, se le metía entre los dientes. Dijo que si hubiese estado más alerta, habría notado una niebla de problemas que se le estaba formando en la cabeza y eso le habría prevenido. Pero uno nunca sabe lo suficiente sobre sí mismo. Detestaba la película; Matilda estaba encantada. Había justo la luz suficiente en el cine como para mostrar su elegante perfil. Sin tener que mirar, ella le sacó el pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se limpió la sal y la mantequilla de los dedos.
A la muerte de la hermosa joven, siguió el asesinato del detective que la estaba siguiendo. Mientras el hombre, condenado por el destino, subía las escaleras, la cámara se concentraba en la espalda de una figura estática que esperaba en el descansillo. Esa persona, tan improbable como la casa misma, llevaba una larga falda victoriana y un chal de calicó oscuro sobre sus hombros. Esos hombros eran altos y rígidos, demasiado anchos para una mujer.
—¡Matilda! —La identificación fue instantánea. Esa persona que se veía por detrás, era Matilda. Aquello fue tan concluyente como rápido. Para Benn, siempre sería lo que había sido a primera vista.
Espantado de sí mismo, rígido ante la atrocidad que su mente había cometido —tal vez la segunda persona dentro de él—, vio lo que sabía que iba venir. Dentro de un instante, el asesino entraría en acción con un salto. Entonces se vería el bárbaro rostro de un hombre con pelo falso apilado en la cabeza, un maníaco. Asesinado, muerto antes de que pudiera sorprenderse, el policía caería de espaldas. Anticipando aquello, dijo Benn, ya había tratado de evadirse, no tanto del crimen —que al fin y al cabo era falso—, sino de la asociación con Matilda. Verla a ella en aquel travestido, aquello era una vileza. ¿Qué estaba tratando de conseguir con eso? ¿Quién estaba más loco? Benn dijo que si ése hubiese sido uno de los usuales asesinatos con el pensamiento que se nos pasan por la cabeza, bueno, la visión de un cuchillo de cocina en el fregadero puede desencadenar algo así. Del mismo modo en que las grandes alturas sugieren el suicidio. Podemos controlar fácilmente esos arranques. No hay intención de hacer daño, de hacerlo realmente. Pero fundir a Matilda con Tony Perkins en el papel de un psicópata, eso era una jugada mortal. Salía de una mayor profundidad y parecía paralizar a Benn.
—No podía desligarme de aquello —dijo—. No se trataba de esas bromas mentales pasajeras, de tontear, de jugar con el horror; era serio. —La mujer era su prometida. La boda estaba planeada, se estaban imprimiendo las invitaciones. Y esa visión en el cine le decía que no se casara con ella.
Lo peor de todo era que la asociación estaba fija en su mente, demasiado real para ser descartada.
—¿Que cómo me sentía? ¿Además de desgraciado? Recordé una prueba en el laboratorio de zoología, hace mucho tiempo. Se hizo con una hidra, sólo ese simple pólipo de agua dulce. Se sumergía un punto de papel en una débil solución ácida y se le ponía a la criatura. Entonces, los tentáculos próximos a la boca hacían todo lo posible por librarse del irritante. Mostraba el nivel elemental del sistema nervioso.
Lo que en parte le irritaba, era que una película mala, el cínico amaneramiento de Hitchcock ligado a la inversión sexual, le hiciese estallar de ese modo; que el mensaje de su corazón se disparase por aquella porquería de taquilla. ¿Qué le decía eso a un tipo sobre su corazón?, ¿que estaba activado por la basura? Algunas mañanas se sentía furioso por los estúpidos sueños que había tenido. Ésos lo delatan a uno cuando son especialmente idiotas. Sin embargo, soñar es involuntario, mientras que lo que había ocurrido, había ocurrido en plena conciencia, en un cine no lejos de Tanglewood donde acuden los amantes de la música desde Boston y Nueva York para asistir a hermosos conciertos, y él se había envenenado con esa ptomaína de Hollywood. Tal vez no debía culpar a la película por haberle deprimido. Era posible que se hubiese deprimido él mismo. No podía escapar a la sensación de haber cometido un crimen.
—Tengo que decirte esto de una vez —dijo.
—Comprendo por qué.
De vez en cuando, me había permitido imaginar que sus ojos, tan notables en forma y color, eran prototipos de la facultad original de la visión, del poder de mirar en sí mismo creado por la misma luz, como si exigiese que las criaturas viesen la luz. En ese momento, sus ojos estaban demasiado oscuros para llamarse azules y de ellos salía el dolor. Ciertamente, era dolor, y él no trataba de hacerlo pasar por la clase más loable de dolor. No había tenido la intención de hacerle daño a Matilda. No se puede reducir lo que te dicen los ojos de un hombre. No de una manera muy exacta. Benn estaba convencido de ser culpable de un crimen y de un modo como el de Ajax al volver en sí y darse cuenta de que había perdido la cabeza troceando a tantas ovejas. Tormentos y reconocimientos post-hipnóticos. Cuando un clarividente de las plantas, lo que siempre supuse que era Benn, vuelve su atención a los seres humanos... bueno, ¿qué se puede decir? Hace un tiempo, veía con dureza la vulgar máxima de Fuerbach: «Somos lo que comemos», y en su lugar sugería que Blake era más veraz al decir: «Como ve un hombre, así es.» El modo en que a uno le parece el mundo, clasifica su mente. Suponiendo que la imaginación tenga un poder plástico independiente, de alcance casi divino. Pero he aquí un caso de lo que ocurre cuando una visión corrupta impone un mundo. Y la cuestión era si Benn podía escudarse en la visión corrupta de Hitchcock. Pero no trataba de hacerlo. Hitchcock no era responsable de los hombros de Matilda, y Benn dijo:
—Fueron los hombros, especialmente. Fueron los hombros los que lo causaron.
El resto de la película no importaba, exceptuando lo que tardó en acabar. Lo intolerable fue que tardó mucho y que había que soportar todos los trucos y pasos a los que a uno le sometía el ingenioso Hitchcock, «la parte bum-bum», como dijo el tío. Finalmente, se veía a la madre del asesino loco en una mecedora, como la famosa Mrs. Whistler, sólo que estaba momificada, con las cuencas vacías y la calavera cubierta con pelo de fibra de coco. Bajo esa forma, la muerte no podía afectar demasiado. La muerte no estaba muerta, como John Donne dijo que lo estaría. No podía morir puesto que ni siquiera era real. Y entonces las luces se encendieron.
Mientras el tío Benn ayudaba a Tilda a ponerse el abrigo, volvió a enfrentarse con sus hombros, inocentes en sí mismos. ¿Lo eran? Ella se inclinó un poco y no metió los brazos en las mangas, llevaba el abrigo cruzado y se cogía el cuello bajo la barbilla sin sospechar el mal que le habían echado encima. Cuando contó todo eso, añadió que había evitado mirar su hermoso rostro pensativo de enormes ojos y frente baja. Ella estaba concentrada en la película, más probablemente, en la mejor forma de empezar una conversación sobre ella. De ninguna manera podía imaginar lo deprimido que él estaba. (La misericordia que permite que continúe el fluir de la vida. Si alguna vez se detuviese, ¿dónde estaríamos?)
—¿No te pareció la película mejor de lo que la recordabas? —le preguntó.
—No, no me lo pareció.
Se quedó atrás brevemente. Tenía por excusa la multitud que había en el pasillo.
—Estaba demasiado flojo para mover las piernas. Parecían habérseme dormido en el asiento. Estaban vacilantes, paralizadas. Me las pellizqué y me reanimé las pantorrillas a puntapiés.
En la calle, admitió a Matilda:
—Ese Hitchcock, por alguna razón, me deja hecho papilla.
Una de esas noches de otoño de Nueva Inglaterra, azuladas, color pizarra y, encima, domingo. Los domingos siempre le resultaban difíciles de superar. Encendió el coche y condujo por la Calle Principal que estaba brillantemente iluminada. Sólo al girar en una esquina descubrieron que las luces no funcionaban.
—No tenemos luces —dijo—. Será mejor que volvamos.
—¿Para qué? No hay ningún taller abierto ahora. Mira, puedes usar las intermitentes. Una vez lleguemos al camino de tierra, sólo son siete kilómetros.
Estaba demasiado decaído para discutir, así que siguieron con las intermitentes a diez kilómetros por hora. Pero antes de que pudiesen llegar al cruce, un potente sedán salió desde atrás a toda velocidad y les cortó el paso. Tuvieron que parar a un lado de la carretera. Un civil, no un policía, salió maldiciendo.
—Culo de mierda, polla podrida, maricón.
—Y, ¿quién demonios es usted? —dijo Benn.
—Le estoy arrestando como ciudadano para evitar que mate a alguien.
—Ese tío está borracho —dijo Matilda. Se inclinó sobre la ventanilla y dijo—: Usted sí que es un peligro, lleno de whisky, no pasaría una prueba de aliento.
—Haga callar a esa furcia —le dijo el hombre a Benn—. Le doy dos alternativas. Me siguen de regreso o le disparo a las ruedas.
Matilda volvió a retarlo.
—¿Dónde está su pistola?
—Será mejor que no llegue a verla.
Mientras volvían por la Calle Principal, la voz aguda de Matilda temblaba de rabia y dijo:
—No deberías permitir que un canalla como ése te hable así.
—No podía hacer nada.
—No tienes por qué aguantarle esas cosas a nadie.
—Lleva un arma.
—Tenías que haberle dado una patada en sus partes.
—Matilda, estás bajo la influencia de Hitchcock. Tú misma dijiste que estaba borracho, y parece un veterano de Vietnam. Además, es cierto que somos un peligro en la carretera con este montón de chatarra.
—Ceder ante amenazas es propio de una mentalidad de Holocausto.
—No voy a pelearme con ese futbolista66. Trataría de resistir si él intentase hacerte daño. En carreteras desconocidas, sin luces, podríamos caernos en una zanja. Tiene una estrella de ayudante de sheriff en el radiador.
—En nuestra ciudad, los ayudantes del sheriff son atracadores notorios.
Los policías de la ciudad permitieron que Benn utilizase su tarjeta Triple A para pagar la fianza y quedó señalada la vista para el día siguiente ante el juez de paz. Matilda trató de conseguir un taxi para volver a la casa. Era imposible encontrar uno en domingo. Benn dijo que sería más conveniente quedarse en el hostal, especialmente si aún tenía el comedor abierto. Evitar el viaje de ida y vuelta en el taxi y también la inconveniencia de cocinar. Aunque estaba disgustada con él, Matilda le dejó hacer. (Debo anotar aquí que no le gustaba cocinar.) Así que encontraron alojamiento en el hostal, que era agradable. Había un fuego encendido en el comedor.
—La cocina estaba bastante bien —dijo Benn—, pero no tenían el pastel indio caliente con helado, esa mezcla de harina de maíz, melaza y especias que tanto me gusta. Recordé el pastel indio del restaurante Durggin-Park de Boston. Me pasé hablando del pastel indio, me aferré al pastel indio. Y, gradualmente, Matilda me perdonó por actuar de un modo cobarde con el borracho que nos arrestó. Todo lo que puedo decirte es que di gracias a Dios por no haber vuelto a las profundidades del bosque esa noche.
—¿Qué había de malo en las profundidades del bosque?
—Yo estaba muy alterado, Kenneth. Tenía miedo, para serte franco.
—¿De qué? Creí que te gustaban los bosques.
—No soportaba pensar lo que podría pasar aquella noche. Algunas veces, la gente se pone violenta mientras duerme y hace cosas horribles. ¿Y si hubiese hecho algo horrible mientras estaba inconsciente?
—¿Contra ella?
—No me obligues a explicártelo.
—Por ejemplo, ¿aquello de lo que fueron acusados los Duncan de haber hecho al rey en Macbeth?
—Estaban borrachos. Todo lo que puedo decirte es que yo tenía miedo.
—No habrás pensado que ibas a estrangularla por culpa de esos hombros.
—Decidí que si volvíamos a esa casa tétrica, me tomaría una dosis doble de hidrato de cloro. Siempre llevo un poco para las malas noches. Quería estar seguro de que me quedaría dormido. Una vez que esas sugerencias se apoderan de uno, hay que jugar su juego. A uno lo patean como si fuera una pelota de fútbol.
—Todo nervios —dije.
—Tal vez. Por eso el hostal era agradable. Tenía una especie de alegría normal. Sabía que probablemente no tenía más consistencia que el anticuado papel de las paredes, pero me protegía. Había una cama doble. Antigua. De nogal. Entonces miré el edredón de parches de colores y pensé: «Parches de colores, éste no es escenario para un crimen.»
—Pudiste haberlo vencido. La respuesta que la farsa da a ese tipo de cosas es el novio fugitivo. Ya te he contado sobre el tipo chiflado de Gogol que salta por la ventana justo antes de la boda. Y a papá le gusta contar lo del pintor postexpresionista y la chica encantadora que vivía con él. Un día ella le dijo: «Es hora de discutir nuestra relación seriamente.» Él dijo: «Sí, claro, pero antes tengo que ir al retrete.» Entonces salió por la ventana del lavabo y corrió hasta la estación de L. I. Luego está el George Dandin de Moliére que debía haber huido.
El tío Benn no llevaba casado ni dos meses cuando tuvimos esa conversación. Le dije:
—Si no era el escenario para un crimen, ¿quién iba a cometerlo? ¿Estás seguro de que hubieses sido tú? Ella podía sentirse inspirada a asesinarte.
—Hazme un favor, Kenneth, no seas tan puntillosamente racional. No hay nada más irritante que una racionalidad fuera de lugar. Aquello era una sacudida. Estoy hablando de fenómenos afectivos y tú hablas del sentido común. Peor que inútil.
Estaba equivocado, pensé. Pero estaba demasiado agitado para discutir con él. Yo sólo decía que no estaba claro quién amenazaba a quién, cuál de los dos era más hostil.
Un par de psicópatas bajo un mismo edredón.
De todos modos, la cama y el papel campestre de las paredes y la vieja lámpara de gas reconvertida a la electricidad, el jarrón floreado y el aguamanil, le libraron de sus temores. No le hizo falta el hidrato de cloro. Cualquier daño que le hubiese hecho a Matilda le habría costado su propia vida y él se oponía al suicidio por principios. Todo lo que tenía que hacer era evitar sus hombros, así que se acostó sobre su lado izquierdo toda la noche y durmió profundamente. Por la mañana —¡qué estupendo!—, el sol brilló y Benn y Matilda estuvieron en excelentes relaciones. Ella no tenía cepillo de dientes, él no tenía navaja de afeitar, pero el café era de primera.
A las nueve y media comparecieron ante el juez de paz que era un prototipo de Nueva Inglaterra —ojos azules, seco, pómulos esculpidos en ladrillos rojos, pelo fino marcado con peine—. Llevaba la ferretería, y la audiencia tuvo lugar en su pequeño despacho. Aceptó las explicaciones de Benn sobre las luces. Decente con los forasteros.
—Será mejor que reparen esas luces.
—Lo haremos inmediatamente.
—El hombre que nos arrestó era muy amenazador —dijo Matilda—. Dijo que tenía una pistola.
El juez de paz dijo que el señor Dams era un hombre muy respetable y también ayudante del sheriff. Caso sobreseído. Sin multa. Arreglen las luces.
—Ese hombre estaba borracho —dijo Matilda.
Benn dio las gracias al juez de paz.
—Me preguntó a qué me dedicaba. Le dije que era profesor de botánica. Me devolvió el carnet de conducir.
Matilda dijo:
—Obsceno y abusivo. ¿Tiene licencia para llevar esa pistola? ¿No hay una ley estricta sobre tenencia de armas en ese estado?
—Me pregunté si no sería mejor que me encerrase —me dijo Benn—. No le contestó a Matilda, apenas le echó una mirada. Si me detenía, ni me iba a importarme demasiado. Tal vez evitaría un crimen. Además, envidié a ese hombre y me hubiese gustado estar en sus zapatos. ¡Qué despacho más agradable! Paredes de madera con sol. Iglesia blanca con campanario. Arces. Claro que entendí: no habría jueces de paz judíos en ese viejo pueblo de Berkshire, como no podía ser yo un hojalatero irlandés ni un gitano húngaro. Más fácil sería ser un cardenal judío en París.
—¿Qué demonios estaba haciendo Matilda, tío? —Ni idea. Puede que fuese lo grotesco del caso. Una pareja de altos vuelos como aquélla agradeciendo a un ferretero palurdo que les dejase libres. Mejor pagar una multa con un silencio desdeñoso. O tal vez se estaba comportando virilmente por mí, puesto que yo era demasiado apocado67 para presentar batalla por mí mismo. Luego añadió unas cuantas palabras sobre su apariencia, enormes ojos lilas, la fuerza del pelo que crecía denso desde su frente baja, la frente más estrecha que nunca, oscurecida y con líneas cortantes. Me pregunté por qué tenían que ser tan importantes las características físicas y llegué a la conclusión de que la belleza física era el fundamento que lo sostenía todo. Ante el juez de paz, ella se puso hecha una furia. No pregunté si sus dientes parecían afilados. Él ya me había hablado de los dientes. No pregunté nada porque el ánimo del tío estaba más disperso que nunca. La confesión no le proporcionó alivio alguno. Proyectó un foco más delator sobre su monstruosidad y yo sentí una gran compasión por él. Otro hombre más duro podía haberse reído del asunto. El tío, después de darme acceso a su secreto, sólo se sintió peor. Tal vez sea preferible estar completamente loco a tener un entendimiento parcial.
Puedo comprender por qué el tío siguió adelante con el matrimonio. No podía rendirse a un ataque cerebral. Tenía una estructura que mantener, un interés fundado en la estabilidad. Había que vencer el absurdo. Además, sus pensamientos desbocados habían agraviado a la mujer y él era muy sensible en ese sentido. Se había sentido mal haciéndose pasar por médico ante las pacientes femeninas cuando el padre de Matilda les bajaba las sábanas. No era ético quedarse mirando sus pobres partes calvas. Una vez que uno entra en la vida erótica estilo moderno, uno se acelera hasta que las partículas más pequeñas se desintegran.
Lo que me parecía claro era que el hecho de que él me explicase sin pausa: «Ella es una belleza. El rostro clásico. Una auténtica belleza», hasta que se me salió por los ojos (como dicen en Francia, ca commence á sortir par les yeux, es más expresivo que salirse por los oídos), era una justificación de su matrimonio que parecía cada vez más una inmolación presidida por el padre Layamon y el juez Amador Chetnik. Porque, como comprenderán, a él le habían prevenido. Prácticamente, desde lo alto —aunque Alfred Hitchcock y Tony Perkins fueran los agentes efectivos—, le habían dicho: «No te cases con ella. No es la mujer de tu vida.» Ahora, esos enormes ojos suyos dedicados a la ciencia, por así decirlo, estaban enloquecidos —sólo un poco— por el pecado y el castigo. Comprendí que no debía hacer nada que le irritase. Mi teorización era irritante, así que mejor que no le teorizara. Teorizar equivalía a decirle: «Te lo dije, te lo buscaste.» (En la forma más burda, Hamlet diciéndole a Horacio por qué no le importaba que a Rosencrantz y a Guildenstem les cortaran la cabeza: «Y bueno, amigo, bien cortejaron ellos ese empleo.») No, yo no podía hacerle eso al pobre Benn. De todos modos, cabía la certeza de que él mismo se encargaría de administrarse sus propios tormentos.
—¿Crees que Matilda tiene alguna idea...?
—¿Si se da cuenta del parecido con su padre? Sonaba exactamente como él cuando dijo que debía haberle dado a ese borracho una patada en sus partes.
—No, no me refiero a la vista posterior de sus hombros.
El tío dijo:
—Siempre supuse que las mujeres se juzgan hasta un grado doloroso. Los puntos buenos les proporcionan satisfacciones y los malos, angustia, generalmente mayor que la satisfacción por un amplio margen. Así que debe darse cuenta. Puedes estar seguro de que una mujer conoce sus medidas.
—También los hombres saben sus medidas.
—Cierto, en parte —dijo—. Dieciséis y medio, con manga treinta y cinco.
No era eso en lo que estaba pensando precisamente, pero me callé.
¿Y qué, si Matilda no era la mujer de su vida? Probablemente él tampoco era el hombre de la suya. Hay gente que aconseja no meter el corazón en el asunto. No debería aparecer, no es digno de fiar. En algunos casos, el corazón se jubila antes de tiempo. Un filósofo de la Universidad me sorprendió una vez diciendo: «Tu corazón también puede ser un sofista.» Eso me dejó perplejo por un tiempo, pero creo que ahora he aprehendido la idea por completo. No es un criterio de fiar. Todo el mundo se hace lenguas sobre el corazón, claro, pero a todo el mundo le resulta más habitual la ausencia del amor que su presencia y tanto se acostumbra al sentimiento de vacío, que lo convierte en normal. No se echa de menos el fundamento del sentimiento hasta que uno empieza a buscar su propio ser y no puede encontrar apoyo en los afectos por un ser.
—Saldrá bien, tío —dije—. Un hombre como tú no puede estar en todo. La botánica te absorbió. Entonces sufriste ataques terribles por el lado sexual de la cosa. Anhelaste el amor de una mujer, pero no tenías la preparación necesaria. Nadie la tiene. Diste en el clavo cuando dijiste a aquel entrevistador que con todo lo que es la radiación, son más los que mueren de desamor, pero contra eso, nadie se organiza. Y no se puede llamar al hombre de Roto-Rooter68. Bueno, llámame a cualquier hora del día o de la noche. No se me ocurre cómo puedo ayudarte, pero siempre estoy disponible.
—Bueno, gracias a Dios por eso.
—Has sido valiente al decirme lo que pasa. No puede haberte resultado fácil.