Aquí podría alabarme —como hace siempre la gente— diciendo que no quería interferir en los asuntos del tío. Pero eso, simplemente, no es cierto. Las complicaciones eran formidables y yo no podría haber sido eficaz. Además, aunque hubiese sabido darle el consejo adecuado, él no lo habría seguido. Así que, más por mi propio bien que por el suyo, concerté una entrevista con Fishl, el hijo de Vilitzer.
Fishl compartía el despacho en el centro de la ciudad con otro personaje errático y aparecía en el listín como Vilitzer Asociados, Capital para la creación de empresas. En la opinión del tío Benn, que a mí me parecía correcta, Fishl hubiera hecho mejor dejando la ciudad cuando su padre rompió relaciones con él. No había acceso al viejo Vilitzer a través de su hijo; el padre no quería saber nada de él y no intentaba ocultarlo. Durante quince' años, más o menos, Fishl había vivido por su cuenta y se había montado unos cuantos fracasos pintorescos, alguno de ellos rozando el delito. No hacía mucho tiempo que había concebido una combinación estilo yoga y aventura comercial. Describiéndose a sí mismo como el representante local de un maharishi de la Costa Oeste, sacó un manual del inversionista y lo envió a un número importante de suscriptores. La idea general era jugar en el mercado desde una base espiritual. Reduciendo las oscilaciones de la conciencia, la meditación lo convertía a uno en un inversionista más capaz. Tuvo algún éxito hasta que se le ocurrió la idea de decir a sus clientes que consiguieran un gran número de tarjetas de crédito, unas quinientas, como mínimo. Cogiendo un crédito de mil dólares con cada tarjeta —a corto plazo— obtenían medio millón de dólares sin intereses o con intereses muy bajos. Con este capital, entraban en el mercado de opciones, y puesto que la meditación expulsaba los nervios, podrían hacer un montón de dinero, al menos mil por cada mil invertido. Por seguridad, se traficaba día a día evitando los riesgos de compromisos a largo plazo y en el término de un mes, tendrían medio millón de dólares propios. Los Bancos que se vieron afectados tomaron acción inmediata para bloquear esa fuga de fondos en efectivo, y sus abogados cayeron con dureza sobre el servicio de asesoramiento de Fishl en un caso que recibió amplia cobertura en la prensa. También entró en escena alguna agencia del Gobierno —tal vez el SEC—, y antes de que el asunto terminase, el viejo Vilitzer, que ya tenía bastantes problemas, había dicho a la prensa: «No es hijo mío.» Desmoralizado durante un tiempo por ese fracaso, Fishl estudió luego acupuntura china y con el tiempo abrió una consulta especial para realizar abortos por acupuntura. Otra vez fue demandado, en esa ocasión por una mujer que había dado a luz después de recibir el tratamiento. Siempre se puede esperar un pleito. Un jurado de Filadelfia acaba de conceder una gran suma por perjuicios a una señora que perdió sus poderes psíquicos después de pasar por el scanner. Después de largos años como médium, se vio obligada a cerrar el negocio. Digan lo que quieran de América, pero pocos países acogen más cálidamente la originalidad y nunca antes había sido ésta un fenómeno de masas.
Mi propósito específico era enterarme todo lo que pudiese sobre la relación del viejo Vilitzer con Amador Chetnik. Llamé a Fishl por teléfono y dijo que tendría mucho gusto en verme.
Mi amiga, Dita Schwartz, que tenía una cita con el médico, me llevó al centro en su furgoneta Dodge verde. Había dado unos cursos de ruso conmigo. Oficinista durante mucho tiempo, había aprendido ruso por sí misma y verdaderamente sabía mucho antes de ir a la Universidad. La gente independiente, compleja, decidida, imaginativa, siempre me produce el mayor placer. Pronto empezó un máster de artes en estudios eslavos. Esto le valió un trabajo en la sucursal urbana de la Universidad del Estado. Con un ligero margen sobre mí en años civiles, parece más joven, una mujer de apariencia madura, pálida, ojos negros, tiene un pelo que crece con fuerza india. Sus padres eran obreros de fábrica y ella tuvo una educación proletaria —otra raza que desaparece, el proletariado; adiós a los obreros59—. Dita me había echado el ojo, eso no podía negarse ni por un momento, aunque negarlo hubiese tenido sus ventajas, pues me acarreaba un cierto grado de incomodidad. Al mismo tiempo, no podía evitar que me agradara. Cuestión de autoestima. En ese aspecto, Treckie me había hecho algún daño. Pero la autoestima es una preocupación fastidiosa. Hay que hacer algo para limitar el número de personas cuya opinión nos afecta. A menos que se preocupen por nosotros, o que nos hayan hecho algún bien, o que supongan una promesa, ¿por qué tiene que importarnos su opinión?
Me concedí toda una hora con Fishl, suponiendo que él podía disponer de ese tiempo.
Él tenía todo el tiempo del mundo. La apariencia del vestíbulo del viejo edificio donde tenía el despacho me dijo que no era probable que estuviese muy ocupado. Ese local se remontaba a principios de siglo. El ascensor, con su rebuscada ornamentación, era lento y tuve mucho tiempo para la observación: en el primer piso, un taxidermista especializado en pájaros; en el segundo, un camisero de tiempos de Eduardo VII y un farmacéutico homeópata con frascos de fluido rosa y verde y potes llenos de hierbas medicinales; después, un economato de sana torio con planchas de waffles60, cafeteras eléctricas, cocteleras y palos de golf antiguos —masies, niblicks y clicks. El despacho de Fishl compartía un recodo del final del pasillo con un lavabo de caballeros.
Entre aquellos viejos objetos, Fishl era una persona al día. Rechoncho, afable, llevaba un traje con chaleco y mocasines. Su cabeza era ese tipo de calva cubierta de vello rubio. Para mi gusto, el pelo de atrás era más abundante de lo debido. Era de cara gorda con papada y un perfil imperial, algo romano. Tenía la cara un poco infantil, pero sus ojos azules, que me recordaron los de Benn, advertían que no se supusiera demasiado, que no se le juzgase por el entorno. Los ojos, haciendo juego con la papada, tenían bolsas, pero la mirada era penetrante. Advertía que no se hiciesen demasiadas presunciones. El hombre no era ningún blandengue. Demostró ser muy listo.
Mientras le inspeccionaba —para utilizar una expresión suya—, él estaba registrando datos sobre mí. Lo que observó fue: un miembro de la familia; treinta y cinco años; educación extranjera; capacidad de comunicación mediocre tirando a baja; dificultades de audición; nada estúpido, pero perturbado por preocupaciones singulares. El encuentro, en general, nos agradó a los dos. Yo no tenía ese revoltillo de tripas, esa sensación demasiado frecuente de que hay que escapar de alguien cuanto antes. Si verdaderamente hubiera sido el agudo ejecutivo por el que quería que le tomasen, yo habría salido de allí en quince minutos bajando por el obsoleto ascensor.
Desde el principio, trató de controlar la conversación haciendo las preguntas. Los buenos comunicadores comprenden lo importante que es eso y Fishl, como rápidamente percibí, era un comunicador adelantado. Era una de esas personas —un tipo cada vez más común— que explican lo que hacen mientras lo están haciendo, como Dale Carnegie o Norman Vincent Peale; la técnica es parte de su ideología. Para ellos, el método es tan embriagante como el mensaje. Pronto me di cuenta de que me tenía contestándole y traté de coger la iniciativa y mantenerle a raya con mis propias preguntas. ¿Cómo estaba la familia? La tía abuela Vilitzer había muerto hacía algunos años, pero Fishl se llevaba bien con sus hermanos. Ellos se habían beneficiado de sus peleas con el padre y hacían grandes negocios con el Ayuntamiento. Tenían una compañía de seguros y decidían muchas cuestiones de política municipal.
—¿Ninguno de ellos está en política? —le pregunté.
—No tienen talento en esa línea. Tampoco hay mucho futuro en eso para los blancos. Dentro de veinte años, los políticos negros lo dirigirán todo, así que se acabaron los dulces negocios de seguros con el Ayuntamiento. Lo que esta familia necesita es la diversificación. Trato de decirles que inviertan en los suburbios, que se libren de las propiedades que tienen por toda la ciudad.
Fishl sostenía sus opiniones con firmeza. No había posibilidad de apelación. Deduje, sin embargo, que sus hermanos no aceptaban sus consejos. El timo de las tarjetas de crédito, el yoga, la acupuntura, habían reducido su credibilidad.
—¿Cómo está mi primo, Benn? Ahora que se ha casado, ¿todavía estáis tan unidos?
—Demasiado pronto para decirlo. Naturalmente, ahora está más unido a su mujer. Y, ¿cómo está tu padre?
—Como te habrás enterado, no le veo tanto como quisiera. Una lástima. Su corazón no está fuerte y está sometido a muchas presiones políticas. Es ahora cuando podría serle útil. ¿Sigues el panorama local?
—No tanto como tú. No podría.
—Es cierto, viniste a pensar seriamente en la Rusia zarista. San Petersburgo, 1913. Eso me dijiste una vez. Puedes estudiar eso aquí como en cualquiera otra parte.
Fishl me sonrió y por primera vez noté la maravilla de dientes que tenía: hermosos, el esmalte en perfectas condiciones, ni una mancha, ni un empaste.
—¿Qué presiones está recibiendo tu padre?
—Tiene enemigos poderosos. Al menos uno de ellos es un aniquilador.
—¿Dónde consigues la información? —dije—. ¿O es que está flotando por la ciudad, en la calle?
—La obtengo de amigos políticos suyos que me conocen desde la infancia. Algunos son tipos interesantes. Siempre tienen información interna. Todos ellos son unos bárbaros, naturalmente, pero también son terriblemente astutos. Además, cada vez tienen menos que perder porque están a punto de marcharse. Cuando se tiene una administración hostil en Washington, el Departamento de Justicia siempre investiga y procesa a los políticos locales. El Ayuntamiento está lleno de delincuentes que pronto serán procesados. Todo el mundo ha robado durante años. Los grandes jurados pueden elegir sus blancos.
—No estoy cambiando el tema —dije—; pero, ¿fuiste a la boda de Benn?
Fishl no hubiese dicho que no le habían invitado; habría sido un signo de debilidad social. «Desafortunadamente, no pude ir», fue lo que me dijo.
—Te lo pregunto porque estaba pensando si conocías al juez que casó a Matilda y a Benn.
—¿Fue un juez?
—El juez Amador Chetnik.
Su calma se volvió tan perfecta, se quedó tan callado, que comprendí que lo había tomado por sorpresa.
Le dije:
—¿Sin comentarios?
—Extraña elección la de los Layamon —dijo Fishl—. Chetnik era el juez en el caso de Benn, ¿verdad?
—Sí. Decidió a favor de tu padre, ¿no?
—¿Lo sabía Benn?
—Lo descubrió pronto. ¿Qué crees de eso?
—Creo que es una forma extraña de actuar. La boda de su única hija. El único vástago. Podían haber dejado de intrigar al menos quince minutos. He oído hablar de ese viejo Layamon. Dicen que tiene más ángulos que un libro de geometría.
—Creí que debía preguntarle a alguien que estuviese más enterado de cómo se hacen las cosas por aquí —le dije.
—Los secretos de Chetnik ya no son tan secretos ahora. Hay cincuenta personas en esta ciudad que podrían decirte cuántos problemas tiene. Su procesamiento aún no ha sido anunciado por el fiscal federal, pero pronto lo será y Chetnik irá a parar al ala judicial de la penitenciaría de Sandstone. Tenemos bastantes jueces en prisiones federales.
—Tu padre, ¿no puede protegerle?
—Ni siquiera lo intentaría. Verás, en realidad, es a papá a quien quieren pescar. Él debe haberse enterado de que los padres de la novia pidieron a Chetnik que uniese a su propio sobrino a esa mujer. El padre utilizó al juez para hacer una declaración. Así que ésta es la segunda vez que Chetnik tiene a tu tío en el puño.
Mi información había tenido un efecto poderoso sobre Fishl y tenía menos disfraces o reacciones preparadas de lo que yo hubiese imaginado. Excitándole, como yo acababa de hacerlo, se veían atisbos de un Fishl muy diferente.
—Debes contarme más, Kenneth. Esto puede ser muy importante —dijo.
—No puedo decirte mucho más. Y no creo que el juez tenga al tío Benn a su merced. Es difícil imaginar qué forma puede tomar el poder sobre un hombre como Benn. Se le puede manipular, sí. Pero, ¿se le puede engañar, engañar del modo en que esa gente lo entiende?
A Fishl le gustó, evidentemente, esa elevación de la perspectiva y tomó una línea distinta conmigo hablando con más cordialidad y naturalidad, de modo que empecé a entenderle mejor. En ese momento, había caído en desgracia alquilando un espacio en ese edificio medio abandonado, en el cuarto piso, cerca de un retrete centenario. Los dueños de ese valioso terreno probablemente estaban tratando con promotores. La posición de Fishl parecía débil. Parecía un gordito gracioso con pose de alto ejecutivo que hablaba de capital de riesgo, capital inicial. Tal como describía sus actividades, era eso lo que estaba haciendo en esos momentos. «Lo que estoy haciendo en este momento...» Por su descripción comprendí que admiraba y amaba el espíritu de empresa y que pensaba constantemente en aquellos que volvían la espalda a una carrera convencional —personalidades enérgicas, resueltas, imaginativas, audaces, que se arriesgaban, que se atrevían a entrar en las industrias biomédicas, aerospaciales o de comunicaciones. Yo estaba fascinado por la jerga empresarial que utilizaba. Era su gimnasia en la selva, su trampolín, su trapecio, su iglesia. Y parecía débil sólo si uno lo juzgaba por sus fracasos en los negocios. Ésos eran accidentales, transitorios.
—Yo no admito el fracaso —me dijo—. Los tipos enérgicos jamás lo admiten, sencillamente, no les importa.
Se veía a sí mismo listo, resistente, sólido y abnegado, destinado a ser presidente de la Organización de Empresarios en los buenos tiempos.
—Pero echemos un vistazo a Chetnik por un momento —dijo—. Con un salario de setenta de los grandes, ¿cómo es que tiene aquí un piso de cuatro habitaciones con un BMW para su mujer y un Mercedes para él? ¿Cómo se las arregla, además, para comprar una casa en Florida? ¿Quién le paga vacaciones gratuitas en Hawai y otros hermosos incentivos?
—¿No es tu padre?
—No. Mi padre compró a Chetnik cuando Amador era un joven abogado que llamaba a las puertas de las casas para conseguir un voto, antes de ser concejal de distrito. Lo compró y lo metió en los tribunales. Lo que además tienes que saber, es que hay tipos que van al edificio de los tribunales y empiezan a subir y a bajar en los ascensores. Esos tentadores conocen los horarios de los jueces del condado y esperan la oportunidad de decirles unas cuantas palabras a solas. Los despachos pueden tener micrófonos ocultos, por eso los cazan en el ascensor. Pues bien, esos tipos llevan ofertas especiales, como por ejemplo, grandes préstamos libres de interés que no hay que pagar. Tienen un olfato excepcional para la corrupción en potencia.
—¿Estás hablando de picapleitos?
—En absoluto. Son individuos serios, sólidos, influyentes. A menudo son socios principales de grandes despachos jurídicos. Quieren llevar los casos más importantes ante sus jueces favoritos, eso es todo. Un breve encuentro personal en los ascensores y se arregla el negocio.
—¿Es así como se hacen las cosas? Es muy atento por tu parte que compartas conmigo esta información.
Comprendí todo eso antes de los doce años —dijo Fishl—. Tu madre debió haberme consultado antes de demandar a papá por lo del Electronic Tower. Yo no era más que un estudiante cuando pasó todo aquello, pero ya entonces hubiese recomendado un abogado mejor. Sobre todo, la culpa la tuvo vuestro abogado. O era un incompetente o estaba llevando algo grande sin esperanzas de ganar. No culpo a Benn. Comprometido con la creatividad, con su sentido de la rectitud, era imposible que interpretase una situación que a uno le deja confundido aun después de toda una vida de experiencia. Parece que las capacidades de Benn siguen desarrollándose. Aprecio mucho al primo Benn. Antes le apreciaba aún más. A papá, Benn le resultaba sospechoso y algo de sus sospechas recayeron en mí. Benn y yo nos parecíamos demasiado para su gusto. Y sí que había un parecido. Benn y yo nos enfrentábamos a la misma cuestión: «¿Qué voy a hacer con mi creatividad?» ¿No te contó que en la Universidad él y yo tratamos de patentar un invento?
—No lo sabía.
—Sí. Era un cuadro de bicicleta de bambú, muy ligero y también plegable. Se plegaba y cabía en el baúl del coche. Muy ingenioso. No tuvimos la astucia necesaria para conseguir una patente. Claro que aquello era un reto momentáneo. Su destino era la botánica. Era demasiado introvertido para ser un tipo auténticamente moderno. Para él, inventar una bicicleta de bambú fue sólo un entretenimiento. Mi motivo era conseguir un tanto. No es que yo me orientase ciento por ciento al exterior. También me orientaba a mi interior, en secreto. Ése es el meollo del problema. Yo intuía que Benn era mejor que yo.
—¿Cómo te explicas eso? —le dije.
—No invirtió toda su vida en la ludia con sus padres. He conocido gente de ochenta años que aún guardan rencor por la forma en qué les enseñaron a no hacerse pis encima o porque el padre no los llevaba al béisbol. ¡Imagina una vida así de infantil! Una servidumbre semejante a papá y mamá! ¡Toda una vida de pis y caca! Nadie que se respete a sí mismo puede someterse a eso. Hay que separarse pacíficamente de los padres si se puede, y si no, decirles que no té jodan. Uno tiene que seguir su camino a los veinte, por lo menos. Yo soy un caso típico; a los cincuenta, aún le voy detrás a mi padre odiándole, amándole y suplicándole que deje volver al hijo pródigo. Hasta ahora, he intentado una docena de carreras pródigas a cuál más espectacular. Benn lo tuvo mejor. Sin pensárselo dos veces, subió a un nivel superior. Es un contemplativo nato.
—¡Te has dado cuenta!
—Pues claro, desde siempre. Puede que él amase a sus padres, pero nunca se le pasó por la cabeza hacer de su vida una ofrenda aceptable a papá y mamá. Maldiciéndolos al mismo tiempo, como lo hacen millones de americanos. Hasta se hace eso por los perros morbosos —una desgraciada infancia canina. No, Benn salió a un nivel superior sin mirar a derecha ni izquierda, como si saliese caminando por la ventana de un quincuagésimo piso sin hacerse daño. Lo salvó el hablar de la estética de la botánica, las bellezas de la vida de las plantas.
—Aún lo hace. Piensa escribir sobre este tema.
—Cuando se casó con Matilda Layamon, siguió esa estética hasta el plano humano —dijo ese sorprendente Fishl—. Es una mujer hermosa. Yo la veía de vez en cuando. Nunca salí con ella, no estaba a su altura. Sólo era un conocido agradable.
Dije:
—Es cierto que el tío es exigente con las mujeres. Se mezcló con mujeres de todas clases, pero no podía casarse con ninguna de ellas porque no se ajustaban a su esquema.
—¿En qué se basa?
—Eso no puedo decirlo, Fishl. No puede ser un esquema botánico, porque hay muchas plantas feas. Algunas son horribles. Y ni siquiera existe un acuerdo entre los pájaros y los insectos. Por ejemplo, parece que a los colibrís les encantan las flores rojas y también a las mariposas. Se supone que las avispas prefieren el marrón oscuro, mientras que las moscas prefieren el color de la piel o los marrones amarillentos. Así que cada especie tiene su propia idea de lo bello o de lo desagradable. Eso sin hablar de las preferencias en cuanto al perfume.
—Bien, coge a ese hombre especialmente desarrollado y complejo y haz que le una en matrimonio un juez que en una ocasión le privó de millones de dólares. Buen asunto para un drama. Tú vienes a mí porque él te preocupa. Yo también estoy preocupado por mi papá.
—Tendrás que decirme por qué te preocupas.
—Claro. Lo comprenderás en un minuto. ¿Has oído hablar de las ofertas de inmunidad? Ya veo que no. Pues bien, cuando un fiscal va a por alguien, puede ofrecer el privilegio de la inmunidad a testigos claves. La ley dice que un testigo que se niegue a declarar se le procesará por desacato y se le enviará a la cárcel. Ésta era la respuesta del Gobierno a la Cosa Nostra, pero la práctica se ha vuelto mucho, muchísimo más amplia. Aquí tienes a ese tipo, Amador Chetnik. El fiscal federal no está interesado realmente en Chetnik. Busca piezas mayores.
—Como Harlod Vilitzer.
—Eso es. Chetnik testifica contra papá y consigue una sentencia reducida. Pues bien, supón que Chetnik dice la verdad sobre el caso del Electronic Tower... acaba la oración tú mismo.
—El viejo Layamon puede volver a abrir el caso y hacer que el tío Benn recobre millones.
—Somos una familia inteligente. Este asunto es para ti materia extraña, pero cuando se te explica, descubres el meollo rápidamente.
—Los millones para Benn significan millones para Matilda. Por eso invitó a Chetnik a atar el nudo.
—Mira, tío, yo soy el infeliz Edgar a quien maldijo su padre, el viejo Gloucester. Es por eso que estoy en este cagadero de despacho mientras mis hermanos están en el cielo de los cerdos. ¡Atadle bien los brazos al alcornoque! ¡Sacadle los ojos y aplastádselos con los pies! Papá nunca ha sido un hombre precisamente bueno. Pero soy su hijo y espero salvarle. Reconciliarme con él. Detrás de todo esto está Donovan Stewart.
—¿Qué Stewart es ése?
—Demonios de académicos, no tienen ni puta idea de lo que pasa aquí. El gobernador Stewart, de nuestro propio Estado. En sus tiempos, era fiscal federal y cada uno de sus sucesores ha sido uno de los jóvenes de Su equipo original. Adivina tú mismo si Stewart tiene o no influencia en el actual incumbente.
—Fishl, ¿qué tiene Stewart contra el tío Harold que quiere meterle en la cárcel a los ochenta años?
—Nada personal. Es sólo una oportunidad para extender su control. Se llega como conquistador-reformador; se expulsa de su fortaleza a los políticos corruptos y entonces se sacan billones en beneficios, un par de cientos de franquicias en el aeropuerto, por ejemplo: se recaptan millones de votantes..., se construye un imperio. Mi padre y sus compinches están en retirada, han perdido el poder, ya no tienen posibilidad alguna de conservar la ciudad, así que la están desplumando y a base de bien.
—Volviendo a Chetnik, ¿qué saca él de eso? —le pregunté.
—Una sentencia reducida y, además, se puede quedar con lo que tiene y tal vez consiga un trato para salir pronto en libertad bajo palabra. A lo mejor hasta un pellizco de lo que Benn pueda recobrar de papá.
—Y, ¿tú crees que Layamon y Chetnik ya lo han planeado todo?
—No tengo clarividencia, Ken; todo lo que tengo es astucia. Además, quiero hacer todo lo humanamente posible por ese pobre tipo, mi anciano padre. Quiero demostrar que sólo quedo yo, el hijo rechazado, para defender a ese ogro rudo, que soy yo el abnegado, no los idiotas de mis hermanos.
—Y yo quiero mucho a mi tío Benn. Lo que no entiendo es por qué tuvo tu padre que tratar a Benn y a mamá como lo hizo.
—Estoy de acuerdo. Pero en cuanto un hombre descarta sus caracteres étnicos, tiene que patearlos y pisotearlos y acabar con ellos de una vez por todas. Harold Vilitzer es un sinvergüenza. No esperes que un hombre pecador tenga lapsos de niño escucha con sus parientes. La regla es: «No tengas compasión de nadie.» Ahora bien, ¿quiere Benn que mi padre le dé millones de dólares?
—Eso no va con la personalidad del tío Benn. No sería coherente.
—Podría volverse incoherente por su mujer.
—No, no se casó por dinero, sólo por belleza.
Ahora Fishl ya no se comportaba conmigo como el empresario del capital inicial. La información que le había proporcionado lo había cambiado por completo. Ni siquiera parecía el hombre cordial de papada que me había recibido en aquel despacho con olor a naftalina. Ni los ojos, ni la nariz, ni un solo detalle de su apariencia estaba igual. Pensé, uno ni siquiera empieza a conocer a una persona hasta que ha visto sus facciones transformadas por un desbordamiento emocional. Ante mí apareció un Fishl completamente distinto en cuanto vio que podía defender a su padre, salvarle de sus enemigos. Y yo me di cuenta del cambio, no pude evitar el pensamiento de que la evolución de mis poderes de receptividad se debía a la influencia del tío. Él había dicho, «otra persona dentro de mí... me dijo que le diese la moneda al trapero». Tal vez había otra persona así también dentro de Fishl. Ya no se habló más de «registrar los datos» ni hubo más jerga de negocios. Ahora estaba hablando con franqueza; muy curioso en un hombre que había elaborado tantas estafas fantásticas. Dijo:
—Tengo que pensar en lo que voy a hacer. Supongo que Layamon quiere que Benn vaya a ver a mi padre.
—O hacer que otra persona vaya a decirle que Benn está dispuesto a reabrir el caso. La regla de tu padre es no compadecerse de nadie. Supón que Benn decidiese actuar conforme a esa misma regla.
—Benn no debería prestarse a eso, no debería plegarse a adoptar motivaciones completamente nuevas a estas alturas de su vida.
—Considera su situación —dije.
—Lo haría si me explicases un poco más.
—Estoy aquí por mi cuenta —informé a Fishl—. Lo que él me dice es confidencial. No puedo decirte más de lo que te he dicho.
—Lo que tenemos que averiguar es qué le está ofreciendo el doctor Layamon a Chetnik. Chetnik va a ir a la cárcel. Puede conseguir una sentencia reducida delatando a papá. O puede mantener la boca cerrada y aceptar una cantidad de dinero. Lo necesitará cuando salga de la cárcel. Así que el precio por no involucrar a papá puede ser un tanto para Amador y un tanto para Benn. Dos, tres, o cuatro millones. Matilda podría comprarse un lugar en el mercado de valores.
—¿El mercado de valores? Y, ¿para qué lo quiere?
—Hace menos de una semana oí que entraba en una casa de agentes de bolsa. Fingal Brothers y Hockney.
—¿Entraba?
—A negociar, tal vez. Es un fondo de inversión. Necesitará algún adiestramiento. Hay una búsqueda desesperada de mujeres con talento. Estas empresas no están sujetas directamente a la presión de la acción afirmativa, por supuesto, pero les da prestigio tener a una maga de las finanzas en un cargo ejecutivo... ¿Es la primera vez que oyes hablar de esto? ¿Benn no te ha dicho nada?
—No, nada. Mucho de lo que te oigo decir es como las películas que uno ve cuando tiene fiebre. Una fantasía de la temperatura... ¿Por qué iba Matilda a necesitar tanto dinero para aprendiz de agente de bolsa?
—Compra un millón de dólares de sus acciones y ellos tienen que ascenderla rápidamente. Debes estar pensando cómo va eso a afectar a Benn.
—Bueno, su relación fundamental es con las plantas, como sabes. No hay razón para que nuestro mundo le afecte demasiado. Naturalmente, Benn no se casó por eso.
—Suena como si la señora lo hubiese adquirido a él —dijo Fishl.
—Las intenciones conscientes siempre predominan —le dije—. Y, ¿quién era él para que no lo adquiriesen? Eso cae en otra esfera de especulación. Sin embargo, no se puede saber lo que ocurre entre dos personas. Puede que hayan encontrado el uno en el otro más de lo que puede ver cualquier extrañó. ¿Has estado casado?
—Sí, bastantes veces —dijo Fishl—. Pero no me interesa hablar de eso ahora. ¿Dirías que el doctor Layamon tenía esto en mente hace tiempo? Después de todo, lo del Electronic Tower es un asunto importante. Vale la pena probar suerte con una cantidad así de dinero.
—Espera un momento, Fishl —dije—, Matilda es muy deseable, podría haberse casado fácilmente con un ric...
—Sí, claro, pero no tendría el mismo control. No lo discuto, Kenneth. Pero un profesor famoso siempre es una buena pieza para una mujer a quien no le gusta la compañía vulgar. Para la mayoría de las mujeres, el mejor marido es un agregado. Pruébalo en una conversación. Yo lo he hecho y los resultados son verdaderamente curiosos. Las mujeres ingenuas te dirán, me gusta un poco de esto y otro poco de aquello, un poco de Muhammad Alí por puro sexo, algo de Kissinger por astucia, Cary Grant por apostura, Jack Nicholson por entretenimiento, más algo de André Malraux o de algún judío por cerebro. La fantasía más común que existe. Desafortunadamente, tienen que limitar su caza a uno solo, y un profesor distraído no está tan mal si tiene prestigio y no es tan distraído que haya que revisarle la bragueta por la mañana antes de dejarle salir de casa. Ahora ella es la señora de Benno Crader y puede atraer a personas interesantes a su grupo. Probablemente hay más de una anfitriona en esta ciudad que la desairó de soltera y a ella le encantaría darle una buena lección. Pero, ¿qué sueldo tiene Benn? y, ¿qué libertad le va a proporcionar a su mujer ese sueldo? Su padre no les va a regalar nada, ésa es la fama que tiene, y piensa en lo emocionante que sería convertir a su yerno en un millonario, cosa que él mismo podría haber hecho si no hubiese sido tan imbécil. Cualquier individuo normal protege sus intereses. ¿Qué hay de distinguido en dejarse joder?
Me gustó de verdad lo que Fishl dijo sobre el marido compuesto de los sueños, cada hombre un plato en una mesa de delicias, un smorgasbord. Las ideas o intuiciones de Fishl eran mucho mejores que el estilo de conducta que había elegido. Hacían su conversación curiosamente amena. Pero cuando sugirió que le dejara encargarse del asunto, tuve mis reservas.
—¿Por qué no dejas este asunto en mis manos? —dijo—. Dame una o dos semanas para averiguar lo que piensa mi padre.
—¿Por qué me lo pides a mí? —contesté—. Yo estoy fuera del asunto.
—Podrías planteárselo a tu tío Benn. Dile: «No hagas nada por tu cuenta. Fishl se ha ofrecido a investigar.» O: «Fishl está de tu parte. Sabe cómo tratar a esos tipos. Déjale elaborar una campaña que respetará tus insólitas necesidades.»
—Me parece que el tío está cansado de que todo el mundo le diga que es un incompetente, que está indudablemente predestinado, programado por el destino para descarrilar. Por eso el matrimonio fue decisión suya. No lo consultó con nadie.
—Está bien, pero no es la única parte afectada —dijo el primo Fishl—. También está mi padre. Te concedo que papá fue tacaño con los Crader. Debió haberles dado medio millón a cada uno. Estuvo mal que les echase las sobras con desprecio. Tu madre se sintió insultada.
—El asunto salió por cientos de miles y la mayor parte fue a parar a los abogados.
Fishl dijo:
—Haz ver a Benn lo útil que puedo resultarle. De otro modo, está completamente en manos de su suegro.
Y en las de Matilda. Pero eso no puedo decírselo.
—Debes tener una influencia considerable.
—Puedo planteárselo. Estoy de acuerdo en que necesita que le guíe alguien más listo. Pero si pensase que estás orquestando algo complicado, saldría corriendo como un demonio.
—¿Qué significa complicado?
—Supongo que ésa es tu tendencia.
—Si te refieres a mis negocios, tengo que decirte que sólo he escuchado calumnias, chismes ignorantes y las típicas tergiversaciones. Eso es lo peor del periodismo. No es el chismorreo lo que ofende, es la manipulación estúpida de los hechos. Ahora mismo, lo que me preocupa es mi padre. Los malos van a por él. Y no querrás que tu tío caiga bajo la absoluta tutela de los Layamon.
—Que le den una lección —dije—. Que descubra en lo que se ha metido por precipitarse al matrimonio sin consultarlo conmigo.
—Palabras rencorosas —dijo Fishl muy comprensivo—. No sientes lo que dices. El que habla no es el auténtico Kenneth.
Viniendo de él, con su gorda y pálida cara imperial, eso me produjo una curiosa impresión. ¿El auténtico Kenneth? ¿Existía un auténtico Fishl? Mientras le observaba cuidadosamente, la singularidad de ese gordito aparentemente cómico pareció desprenderse de él y desaparecer con un temblor. Doy mi impresión tal como me vino. Había otro Fishl sentado allí con su chaleco completamente abotonado y con los pies en los mocasines mansamente cruzados. Tal vez la sugerencia de un segundo Fishl.
—Creo que hoy te he traído una oportunidad —dije—. Puede que ahora encuentres un modo de arreglarte con tu viejo y demostrarle lo listo que puedes ser en cuanto a los fundamentos más profundos. De tonto, nada. Y cuánto te preocupas por él. Y, además, que le quieres como nadie.
—Bueno, no te detengas ahí. Termina lo que habías empezado a decir.
—Está bien, lo haré. Debes figurarte que está en decadencia. El toro salvaje que era, ya es viejo, así que está dispuesto a abrir su corazón al sentimiento. Pero tú mismo dijiste antes que su lema era: «No tengas compasión de nadie.» Lo que yo traduzco por: «Tiene un tipo de mentalidad moderna.» Más moderna tal vez que la de su hijo mayor. La reconciliación y los corazones unidos puede no ser lo que más le interese.
—Cuando le aborde, si es que puedo hacerlo, es posible que me mande a la mierda. Aun así, tanto si él lo quiere como si no, tengo el impulso de abordarle.
—Que tengas buena suerte —le dije, y me levanté—. Me están esperando. Nos mantendremos en contacto.
—Sobre todo, dile a tu tío que no vaya él mismo a ver a papá. Adviérteselo.
Mientras bajaba en el ascensor grande y lento, pasando al taxidermista con su exhibición de búhos y gatos monteses, pasando al herborista con sus frascos, me encontré insólitamente fértil en conceptos. Ese extraño Fishl del negocio de capital inicial había plantado en mi cabeza un buen número de sugerencias. Aunque se había burlado de mí por haberme instalado en el Mediooeste para estudiar la Rusia zarista en su última fase, no había duda de que era él mismo en su despacho destartalado, semejante al de un ruso de aquella época. Al menos en su evolución emocional, tenía el sabor de las esencias correspondientes al período de Rozanov, Meyerhold, el último Chéjov, Maldestam y Bely. Y aún más, esa metrópoli americana de las praderas era rica en semejanzas al San Petersburgo de 1913. Aquí también había una mezcla de barbarismo y gastada cultura humanista, concediendo que por estos lares, la última nunca había tenido muchas oportunidades de florecer. Hasta había una población de inmigrantes campesinos del este de Europa, cuya evolución se había detenido en el estadio de 1913, que hablaba dialectos del polaco y del ucraniano que ya no se hablan en el país de origen, aun cuando conducen Honda japonesas y llevan calzoncillos de J. C. Penney. Esas reflexiones eran estimulantes. Sexualmente, también existían paralelos. Por ejemplo, un primitivismo o animalismo cerebral; locos adoradores de la droga perseguían éxtasis visionarios que en una época sólo experimentaban los místicos; sadomasoquismo: el abuso violento infligido o soportado e identificado con el amor o el placer. Otra semejanza era la proliferación de una multitud de mundos falsos con reglas a las que la gente se comprometía con vehemencia. Podían arrastrarte porque parecían saber lo que hacían. Siempre estaban en trance profundo, pero aun así, hablaban con autoridad a favor de lo «real». Un hombre como el Ableukov de Bely, por ejemplo, bajo la influencia de un grupo de conspiradores, aceptó poner una bomba de relojería en la habitación de su padre. En realidad, no quería ser un parricida. Una aparente ética lógica le arrastró. Pero poco a poco se hizo evidente que la metafísica, que durante mucho tiempo había sostenido el orden ético, se había desmoronado. Para mí, esa semejanza con San Petersburgo era un estímulo. Había analogías intoxicantes. Especialmente edípicas.
Estuve esperando en la calle a que Dita apareciese en su furgoneta Dodge verde, una mujer guapa y bien hecha operando una máquina semejante a un camión. Tenía una constitución generosa. Estaba ligeramente avergonzada de esa abundancia y trataba de amortiguarla actuando con finura. En la esquina en que habíamos quedado, había una tienda de dulces de maíz y de las ollas de cobre salía una fragancia tibia y pegajosa. Las ollas eran grandes como timbales y daban a la calle una calidez agradable y un brillo de cobre. Encontrarse en un lugar lleno de gente también era agradable. Después de todo, mi verdadera ocupación era la comunión interior con la gran realidad humana. Era un campo con escasa competencia, así que muy pocos lo elegían. Yo lo hice por la convicción de que era la única empresa disponible que valía la pena. Como antes dije, a menos que uno haga de su vida un punto decisivo, no hay razón de existir. Sólo que uno no hace, sino que encuentra ese punto decisivo que es la necesidad más perentoria de la Humanidad, inconsciente, por supuesto, como lo son las necesidades más perentorias. Yo estaba empezando a admitir que yo mismo había hecho —o había intentado hacer— por los individuos humanos, lo que el tío Benn hacía por los ficobiontes algáceos de los líquenes. Mi encuentro con Fishl Vilitzer me había hecho descubrir aquello en el momento en que vi —o creí ver— al Fishl «oficialmente presentado» desprenderse con un temblor en la cara y desaparecer, dejando tras de él a un individuo completamente distinto, una criatura diferente al Fishl promotor de extraños negocios. Tengo que admitir que me produjo un gran placer experimentar algo así, o, por deferencia al principio de objetividad, imaginar que lo experimenté.
Hablando de forma más inmediata —desde mi propia persona— que puede reconocerse rápidamente como un hombre en la mitad de la treintena, flaco, de pelo largo, ligeramente saturnino, pero, en realidad, con motivaciones ingenuas, yo estaba defendiendo los intereses de mi tío, tal como Fishl —por tomar prestadas las palabras del himno canadiense— «montaba guardia» por su padre. Fishl se disponía a atacar y a superar las tácticas del doctor Layamon, del juez Amador Chetnik y —en una perspectiva más remota— hasta del gobernador Stewart que presuntamente controlaba los grandes jurados de este distrito federal. Fishl tenía la osadía de considerarse digno rival de esas estrellas, de esa hilera de criminales. Como autoproclamado ángel guardián de mi tío, yo también debía tratar de interpretar sus motivos y anticipar sus planes. Tendría que pedir consejo a Fishl, por supuesto. Era imposible que intentase vérmelas solo con aquellas personalidades duras, astutas, políticamente insidiosas; ni podía esperar ser más listo que esos ingenios tan intricados. Pensar en intentarlo sería vanidad. ¿Qué pretendía? ¿Cómo podía ganar? ¿Qué iba a ganarse? Sin embargo, a través de la propia insignificancia, uno puede penetrar —y no de un modo superficial— en los objetivos insignificantes de los demás. Imaginé esos objetivos —no tan completamente insignificantes, puesto que eran tan profusos y requerían tanta energía del ingenio— remolcados como diminutos cangrejos enredados en algas marinas. Todos y pero que todos— llevaban a remolque cantidades de esas algas.
Pues bien, Dita Schwartz se acercaba por el carril derecho en su furgoneta Dodge. El tráfico era muy denso y ella me hacía señales con el dedo a través del parabrisas. En vez de albergar pensamientos oscuros, hubiese hecho mejor comprándole una bolsita de dulces de maíz. Ella siempre hablaba con cariño de las golosinas. Sin embargo, como tantos tímidos, velaba por su peso y, de todos modos, ya había pasado la ocasión. Allí estaba, una presencia femenina en toda su plenitud. Al entrar en el Dodge, se sentía el calor de sus pechos antes de sentir la calefacción.
—Hola, querido —dijo—. Habrás pasado frío. Debiste esperarme en el aparcamiento, o mejor, en la antesala del médico.
Decía ¡hola! de un modo amistosamente masculino, pero su aliento tenía sabor femenino y la mirada de sus ojos oscuros era totalmente de mujer. Eso se notaba porque su piel no era inequívocamente femenina. No tenía buen cutis, el suyo era como una trama mezclada, una capa de tejido de cicatriz producido por algún violento desorden de la adolescencia. Aun cuando helaba, tenía la cara pálida. Ella prefería aparentar que le resultaba indiferente, pero algunas veces sufría y se indignaba por su tez, un defecto.
Aquello le dolía. De todos modos, no está mal del todo que uno tenga su peor cualidad al descubierto y no escondida para tener que sacarla a viva fuerza. Son los defectos ocultos los que causan mayores problemas. (Estoy pensando en mi propia inferioridad sexual con respecto a mi padre, la cruz fálica que he tenido que llevar.) Dita era pálida porque su piel era demasiado densa para mostrar color. Una vez me pidió fotografías de Treckie. La única que tenía era una de esas de Instamatic, en la que Treckie, con los hombros desnudos, reía, dientes relucientes, ojos azules, tez sonrosada. Dita se concentró en la tez sonrosada. Sólo dijo:
—¿Qué nombre es ese de Treckie?
Le pregunté por su propio nombre. No, no era un diminutivo de Perdita, ni siquiera Edita; simplemente, Dita, por una de esas historias de amor que su proletaria madre estaba leyendo en la maternidad del hospital. En la época de esa conversación, Dita y yo éramos maestro y alumna con una relación amistosa. Ella estaba dispuesta a escuchar mis problemas y a soportar mis divagaciones y aberraciones, mis absurdos que, de hecho, la complacían. Yo habría sonado excéntrico a las personas de puntos de vista normales, pero Dita y yo habíamos leído tanto Gógol junto a fantasías de Dostoievski, Sologub y Andrei Bely que las presunciones exageradas y las ideas estrafalarias que la espantaban. Estaba acostumbrada a mi modo de tratar las cosas. Como dijo E. M. Forstér: «¿Cómo puedo saber lo que pienso hasta ver lo que digo?» Eso, que yo sepa, es cierto, pero a los ingleses les complace tanto un comienzo sorprendente que con frecuencia se quedan ahí. El siguiente requisito es llevar adelante el pensamiento, sacarlo de la categoría de las frases ingeniosas. A menudo Dita sabia con bastante anticipación a dónde quería yo llegar y me alcanzaba a mitad de camino. Me preguntó cómo me había ido con Fishl. Aunque no me había confiado a ella, había estado nervioso todo el camino durante el viaje al centro.
—¿Qué tal te ha ido con tu primo Vilitzer? —preguntó.
—Como va siempre con nosotros los híbridos y los bárbaros —respondí.
No era necesario que se lo explicase. Ella conocía mi opinión, a saber: que, en general, éste era un siglo de híbridos y que si uno no lo era, si afirmaba vivir de acuerdo al modelo clásico tradicional, mérito que algunos se atribuían, uno estaba fuera del siglo. (Veo que, de todos modos, lo estoy explicando.) Uno puede ser una persona estimable, pero vive «en otra parte» —pre 1914, hasta pre— siglo xviii. Eso puede ser agradable, cierto, pero significa que uno ha rehusado asistir a la era actual, que uno se ha excluido. (Esto puede parecer más divagación, pero esperen un momento.) Los judíos, en la medida en que han vivido aislados dentro de su antiguo código, lo habían hecho durante milenios, desde la época de los fósiles. Pero luego empezaron a entrar voluntariamente en la época actual y más tarde fueron introducidos por la fuerza en la historia moderna entrando a millones en carros de ganado, enterándose así —aquellos que tuvieron tiempo de enterarse— de que no existía para ellos la opción gentil de declararse libres de la civilización contemporánea. No puedo seguir ahora con este asunto, tengo otras prioridades urgentes. Pero puede admitirse como antecedente para explicar mi relato de la conversación con Fishl Vilitzer. Él y yo éramos bárbaros o híbridos de un tipo peculiarmente americano. Si uno se atreve a pensar en América, se siente también obligado a proveer un boceto histórico para autentificar o legitimar sus pensamientos. Así que es un momento de brillante intuición y un cuarto de hora de pedantería y de pesada elaboración, parloteo académico. De Locke a Freud, con paradas en estaciones locales como Bentham y Kierkegaard. Hay que compadecer a quien está metido en semejante lata explicativa. O bien —una mejor alternativa— uno puede aprender a apreciar el lado cómico del asunto.
No iba a hablar con Dita de los problemas del tío Benn. Éramos amigos, no había complicaciones amorosas, así que podíamos hablar sin peligro de cualquier tipo de cosas. Aun así, los problemas matrimoniales del tío Benn y sus tormentos sexuales eran materia confidencial. Tenía unas ganas enormes de hablar de ello con alguien y Dita hubiese sido ideal para eso; tenía una cabeza excelente. Pero ni siquiera podía hablar disfrazando el asunto porque ella caería rápidamente en la cuenta.
Le pregunté:
—¿A qué clase de médico estás viendo?
—Un dermatólogo —me dijo. Lo dijo a la ligera, así que no creí que tuviese algo serio en mente, por ejemplo, un intento de cambiar su apariencia para poder rivalizar con Treckie. Estaba tan liado con el tío Benn, con el enigma del Roanoke, con los grandes jurados y todo aquello, que tardé en comprender las señales que Dita me daba. Cuando mencionó al dermatólogo, mi único pensamiento fue: «No puede estar pensando en cirugía estética, es demasiado joven. Debe tener una erupción en algún lugar inmencionable.» Ahí dejé el asunto.
Cuando llegué a mi pequeño despacho de estudios eslávicos, encontré bajo la puerta un mensaje del tío: «En casa esta noche.» Ni siquiera me quité el abrigo. Sabía lo que quería decir por «casa» y me fui directamente a su piso, cercano al recinto universitario. En aquellos días no iba por allí con frecuencia por haberse entregado a Parrish Place con el fin idealista de establecer una relación con la familia de Matilda. El doctor Layamon no acostumbraba a regresar directamente a casa después del despacho. Jugaba a las cartas en su club con apuestas considerables. Matilda quería especialmente que Benn cultivase la relación con su madre para establecer con ella un vínculo personal. Eso no era tan sencillo como podía suponerse, puesto que Jo Layamon estaba con frecuencia en su gabinete de acceso prohibido e ignoraba la presencia de Benn cuando él aparecía en el campo de muebles que estaba más allá de su puerta. En cuanto a llamar a esa puerta holandesa, él era demasiado tímido para eso. Si echaba un vistazo de vez en cuando, era más para ver la azalea roja que estaba en el rincón opuesto, que para ver a la suegra en el escritorio.
De todos modos, le encontré en sus propias habitaciones, mucho más pequeñas y oscuras, rodeado de sus libros de botánica y de sus litografías de plantas enmarcadas con nombres en latín o de secciones cruzadas morfológicas que no se me parecían a nada. El tío no estaba en buena forma. No prosperaba, eso era evidente, no se veía bien. Me sirvió un vaso de Wild Turkey. No se ocupaba de la casa, así que el vaso se veía opaco. Un año atrás, lo hubiese sumergido en el fregadero con Calgón y hubiese buscado uno limpio. El cardiólogo le había vuelto a recetar Quinaglute para su arritmia, me dijo. Su respiración también era algo melancólica y como excelente «notador» —existe ese tipo de gente— él lo había notado, sin lugar a dudas, porque dijo:
—Hoy tengo la respiración un poco apretada.
—No serás infeliz, ¿no?
—No, verdaderamente, no.
—¿Los ajustes posteriores a la luna de miel?
—No vengas a sonsacarme —dijo el tío—. ¿Si estoy arrepentido de haberme casado? La respuesta es un rotundo no. Hice algo excelente.
—No he dicho que no. Yo no me he casado nunca, pero he oído decir que al principio, cuando la gente aún se siente a la suya, se notan los cambios. No quiero que pienses que te estoy fastidiando o tomándote el pelo, tío. Sólo tengo la preocupación normal.
—Está bien, Kenneth. Conozco muy bien tus ideas sobre el amor, eso de que cada uno está en un sistema separado.
—¿El petit systéme ápart?
—Y que en cada pecho hay un glaciar que ha de ser derretido porque, de lo contrario, él amor no puede circular.
—No niego que hemos hablado de eso en esos términos. Son oscuros, sin duda. No tenía la intención de deprimirte, tío Benn.
—No pensé que la tuvieras.
—Y al preguntarte sobre los ajustes posteriores a la luna de miel, sólo estaba recordando lo que dijo Benjamín Franklin. Su consejo era: «Antes del matrimonio, mantén los ojos bien abiertos; después del matrimonio, mantenlos semicerrados.»
—¿Estás diciendo que tenerlos bien abiertos después es un grave error?
—Franklin es famoso por esta fórmula razonable, vulgar y mediocre para conseguir una vida apacible. ¿Por qué crees que pusieron su efigie en el billete de cien dólares? Sólo quería decir, tío, que pareces un poco deprimido.
—Unas cuantas noches de sueño interrumpido, eso es todo.
—¿Nuevas preocupaciones? ¿Verte llenando todo ese espacio vacío en el Roanoke? ¿O es el asunto del tío Vilitzer lo que te preocupa?
Al plantearle al tío tantas preguntas, reconocí una secuela de mi conversación anterior con Fishl Vilitzer, la táctica empresarial de conservar la iniciativa. No era verdaderamente correcto practicar eso con mi tío. Lo dejé toute de suite. El tío, no muy sincero, dijo que no estaba terriblemente preocupado por Vilitzer. Sin embargo, estaba ansioso por enterarse de mi entrevista con Fishl.
—Espero que no le hayas dado información sobre mí.
—Ninguna, excepto mencionar que Amador Chetnik había celebrado el matrimonio. Eso le hizo hablar de Chetnik. Chetnik está bajo investigación porque es demasiado rico para ser juez.
—Ya sabíamos lo de la investigación —dijo el tío con impaciencia.
—Para reducir su sentencia, puesto que nada le librará de la cárcel, puede estar dispuesto a decir a las autoridades lo que sabe del tío Harold. Es a Harold a quien quieren pescar.
—Sí, pero hasta ahora ha sobrevivido. Como dice mi suegro, la diferencia entre los hombres y los niños en política es saber robar.
—Mientras tuviesen intacta la maquinaria, los Vilitzer podían salirse con la suya en cualquier cosa. Pero ahora está muy estropeada. La única base segura para un demócrata en estos momentos es la Cámara de Diputados, que aún pertenece al partido. Y aun allí, se han acabado los días de gloria excepto para los presidentes de los grandes comités, los tipos con el poder, los hombres fuertes a los que ni siquiera el Comité de Ética puede tocar. Eso me han dicho personas que han de estar enteradas. Aquí, a nivel local, al tío Harold lo han sacado del poder mediante elecciones falsificadas y es por eso por lo que ya no puede protegerse a sí mismo. Es uno de esos viejos que lo controlaban todo desde los días de Franklin Delano Roosevelt61 y que ahora ni siquiera pueden retener el dinero que robaron.
—Suenas más a Fishl que a ti mismo, perdona que te lo diga. ¿Qué impresión tienes de Fishl? ¿Está chiflado?
—No más de lo que lo estamos la mayoría. El punto importante es que está decidido a proteger a su padre.
—Para ti eso sería el hecho más importante. Eso es lo que te gana el corazón. Yo esperaba lograr una mejor comprensión de todo el asunto. Me avergüenza confesar que ni siquiera sé lo que significa gerrimander62. Contra esa gente y esas cantidades de dinero, me siento débil y ridículo.
Qué bien entendía lo que me decía. Las personas como nosotros no forman parte de la empresa principal. La empresa principal es América misma y el aumento de sus poderes. La sumisión de esos poderes hace algo de uno. Hasta cuenta oponerse a ellos, si uno es un usuario de la cocaína, por ejemplo, uno se abstiene de la fuerza laboral, pero va de todos modos al mercado a por la droga, de manera que su resistencia a la sociedad de algún modo se compra y se paga. Pero, en qué parte del cuadro encajaba el tío Benn con su espalda rusa, su enorme cabeza, sus órbitas con el símbolo del infinito, la mirada de lemniscata azul? ¿Entendía lo que decía Paul Volcker sobre los tipos de interés? ¿O alguna cosa que tuviese que ver con la propulsión de un reactor? ¿O ingeniería eléctrica? Pero, si hasta los mismos espías que vendían secretos técnicos a los rusos estaban por delante del tío porque sabían leer anteproyectos. Si hubiese hecho algo en televisión, en fondos de inversiones, en publicidad, en música comercial, en hidráulicas, en química de las proteínas, ¡qué diferente hubiese sido la actitud de los Layamon! Pero no llegaba a ninguna parte con un anteproyecto, con un extracto de cuenta; entonces, ¿qué iban a hacer con él? Él había aparecido en los límites del mundo Layamon inducido por sus anhelos? "Anhelos que además pueden descomponerse en admiración por la belleza, deseo de vincularse a una mujer en el amor y la benevolencia y, finalmente, necesidades sexuales que, hablando con franqueza, pocas veces, si alguna, se encuentran libres de extravagancias, cuando no de francas perversiones.
Le sugerí al tío:
—¿Porqué no dices que no? No a todo. ¿Por qué no dices que no quieres mudarte al Roanoke y que no quieres hacerle una jugada al tío Harold? Simplemente, niégate.
—¿Cómo puedo hacer eso? Tengo una cierta obligación con Matilda; es tan hermosa, tan enérgica y todo eso. No puedo decirle que tiene que llevar la vida gris de esposa de un profesor. Eso, al final, también me perjudicaría a mí.
No podía razonar severamente con él ni tomar una postura inflexible porque mi propio apego a Treckie me comprometía y me dejaba expuesto al contraataque.
—¿Qué es lo que quiere Matilda que hagas con Vilitzer?
—No espera que negocie con él. Tendrá que hacerlo otra persona.
—¿Sólo esperan que digas que esa otra persona te representa?
—Bueno, Kenneth, el viejo no fue honesto con Hilda y conmigo.
—Tú no hubieses podido sacarle quince millones de dólares a esa propiedad.
—Me trató con desprecio —dijo el tío.
—¿Y qué? ¿Qué es el desprecio? Ahora es un viejo. En realidad, tú no quieres amenazarle, ¿no es cierto?
—Matilda dice que no sufrirá ningún daño. Ella no lo permitiría.
—Tío, a Fishl le gustaría que le dejases arreglar este asunto con su padre.
—No, no, Kenneth. Si es que se tiene que hacer, prefiero hacerlo yo mismo.
—Me parece que Fishl está preocupado por la salud de su padre.
—Tal vez. Pero, además, quiere aparecer ante su padre como salvador. Y no recuerdo ni una sola cosa en la que Fishl haya triunfado alguna vez. Matilda dice que estuvo metido en un lío tremendo con algo que llamó futuros de ganado63. Compraba a margen, a saber qué es eso, y hubo una tormenta y no pudieron llevarles pienso a los animales. Se murieron. Así que Vilitzer tuvo que poner medio millón de dólares para evitar que Fishl fuera a la cárcel. Hasta ahí llegó Harold.
—¿Por qué os casó Amador Chetnik? ¿Te habla de eso Matilda?
—No tiene nada de particular. Un amigo de la familia. Es alto, tiene la nariz grande, pero no es diferente de muchos otros. De todos modos, una boda es algo que se hace para complacer a los padres.
—¿Ella no se dio cuenta de que Chetnik era el juez que había fallado en contra tuya?
—Una recién casada, Kenneth. ¿Un engaño en menos de un mes? Tengo que aceptar su palabra.
Estuve a punto de decir que, en algunos casos, el engaño no cesa nunca y si una boda es una convención, también lo son palabras como cierto y falso, pero no era el momento adecuado para intercambiar sofismas con mi tío. Él no se encontraba bien, estaba cargando con fardos pesados y desacostumbrados. El esfuerzo interior que le observaba, me preocupaba mucho.
El tío dijo:
—Matilda y el doctor creen que deberían restituirme. Nunca había escuchado esa expresión, debe ser lenguaje del centro, supongo. Desde Parrish Place, todo parece distinto. Y cada vez que me acerco a una ventana, veo ese maldito rascacielos. Mi antigua vida yace bajo él: la cocina de mi madre, la biblioteca de mi padre, los árboles de moras. Es como uno de esos pueblos sumergidos del valle TVS donde uno tendría que ser un hombre rana para volver a visitar su infancia.
—Nunca he entrado en el Electronic Tower. Tal vez deberíamos ir a echar un vistazo sólo para desmitificar el sitio. Creo que el próximo día de sol deberíamos ir al observatorio.
—Más vale que le digas a Fishl que no actúa en mi nombre. No es más que un jipi decrépito que aún intenta irrumpir en el mundo de los negocios. Debió haberlo logrado hace veinte años.
Dije:
—Ésa no es la parte principal de Fishl. Es sólo un subcontinente, por así decirlo. En lo fundamental, Fishl es sensato.
A eso añadí algunas reflexiones privadas:
La primera era que Benn y yo no teníamos a nadie más que a Fishl a quien recurrir. Tenía un par de ojos astutos, pero su localización (cara gorda, papada imperial, calvicie lanuda) no resultaba ciento por ciento fiable. Concedo eso de inmediato o, como dicen algunas veces en mi tierra natal, tout de go. Sin embargo, uno no puede juzgar por particulares. Esos particulares surgían de una sola fuente. Si no se podía encontrar la fuente, uno no tenía más que un surtido de labios, narices, orejas, líneas del pelo, cráneos, etc., disjecta membra. Bueno, creí tener un indicio de la fuente en el caso de Fishl, y él era fundamentalmente predecible y digno de confianza. Mucho más digno de confianza que los Layamon. Conjeturé que en cuanto el doctor se enteró de la conexión Vilitzer, cayó en un estado de inspiración conspirativa. Podía hacer rica a Matilda sin que le costase un centavo y ese tonto botánico Crader, en lugar de un mal partido, sería el marido grand prix que los Layamon, virtualmente, habían desesperado de encontrar. Ni la mayor computadora matrimonial del mundo habría podido encontrar un hombre tan ideal. Tenía ventajas incalculables, una de las cuales era su falta de cabeza para los dólares. Además, quedaría en deuda con sus suegros por sus millones. Y el resto se le podía dejar a Matilda. Ella trabajaría las posibilidades y ataría todos los cabos sueltos.
Con toda probabilidad, era así como los Layamon veían a Benn que para mí era un hombre entre un millón, un caso auténticamente especial. No parecían saber exactamente quién era él. ¿Lo sabía él mismo? En parte, sí. Y no me gustaba pensar que una persona así, teniendo la magia o los dones mánticos, tuviese que consentir en ser ridículo en la vida real. Eso encajaba demasiado bien en los postulados de los pragmáticos, esos tipos insolentes que se ven a si mismos como los únicos intérpretes auténticos de la realidad y a los que los despistados «casos especiales» consienten el asesinato. Ahora bien, esos casos especiales no tienen por qué ser tan despistados. Si me lo preguntan, ellos mismos son perversos, demasiado dóciles bajo la degradación. En este sentido, siempre recuerdo un comentario marginal de W. H. Auden: «Los problemas son atractivos cuando uno no está atado.» ¿Qué quiso decir por «no estar atado»? ¿No comprometido por necesidades reales? ¿Desligarse de la propia vocación? Someterse a la basura porque hay tanta en primer plano? ¡Ay, tanto hilo humano enrollándose en las más triviales cánillas! Si uno consigue evitar la distracción durante el tiempo necesario para pensar en ello, se empiezan a sentir sensaciones de angustia profunda y eso es justo lo que el tío le dijo al periodista que le entrevistó sobre los peligros de la radiactividad de Three Mile Island y Chernobil, algo así como: «Las penas del corazón matan a muchos hombres.» Y es una suposición segura que hay más muertos por desamor que por radiación atómica. Sin embargo, no hay movimiento de masas contra el desamor y no se hacen manifestaciones contra eso en las calles.
Sin embargo, lo que más rabia me daba era que el tío se dejase utilizar contra Vilitzer. Éste, sin ninguna duda, era un cacique poderoso. Su objetivo primordial era amasar una enorme fortuna personal y al infierno con todo lo demás. Personalmente, yo no tenía nada contra él, pero si la lógica de la adquisición dictaba que también fuese destronado, entonces, había que dejar que eso ocurriera. Es perfectamente razonable que aquellos que toman la espada perezcan por la espada. Ídem aquéllos que toman el pene o cualquier otra cosa. Donde uno ha trazado la línea, Debe prepararse a caer por una ley que toda persona reconoce como justa e irrefutable. Esa ley debía aplicarse a Vilitzer, ¿por qué no? Lo que en realidad me disgustaba era que hiciesen del tío su agente. Podía comprender que como una de las consecuencias de su situación, las complicaciones amor y matrimonio —o si lo prefieren, sensualidad, carnalidad, carma del erotismo— le habían metido en dificultades. Nunca estuve completamente seguro de que el tío fuese empujado por una fuerza sexual abrumadora o de si estaba cobrando o pagando sus derechos. La pobre Della Bedell había sido una demandante.
¿Qué tengo que hacer con mi sexualidad? El tío, por otro lado, podía haberse estado sometiendo a extorsión. (Uno tiene que sacar partido como hacen todos los hombres.) Y nunca estaré completamente seguro, aunque el tío me contó, con el tiempo, cómo eran en realidad sus relaciones con Matilda. Como antes dije, el viejo me contó todo cuanto se le ocurrió.
Pensé que era corrupto por parte del tío acceder a presionar a Vilitzer. En la demanda original, él sólo había sido demandante de modo nominal. Por razones profesionales, estaba en Assam y no le había importado mucho cómo saliese el caso. Eran los Layamon los que le decían que era vergonzoso dejarse timar.
—No puedes dejar que ese hombre» te convierta en un primo, aun cuando sea un pariente de sangre —dijo el doctor.
Aun así, bajo todo eso, yo sentía de un modo inevitable que había hecho lo correcto emigrando a América. Lo que había dicho a mis padres: «La acción está allí», resultó cierto. No podía decir que no estuviese sacando beneficios. Aun en esos momentos, con el tío en medio de una crisis que se desarrollaba rápidamente, en una situación falsa, sentado ante mí con uno de esos trajes nuevos que habían encargado para él, confinado por la voluntad de ellos, por la voluntad de los Layamon, por así decirlo, en su ropa, aún era una persona de insólita resonancia, aún era una figura, superior, posiblemente uno de esos Ciudadanos de la Eternidad, un ser misterioso, un misterio que el, tal vez proyectaba sobre las plantas. Sí, botánica. La botánica era la gran cosa. Sin embargo, tenía un rival, la sexualidad femenina. No podía desentenderse de las mujeres. Cuando viajaba alrededor del mundo, su camuflaje profesional eran las raíces, las hojas, los tallos y las flores, pero, realmente, había una fuerza rival de gran potencia. Parte de su Eros se había desligado de las plantas pasándose a las chicas. ¡Y qué chicas! ¡Un ave fénix que corre tras los incendiarios!, fue mi sorprendente y espontáneo pensamiento. Carbonizado, reencarnado de las cenizas. Y, después de todo, cada retorno del deseo es un forma de reencarnación. Ya que cuando el deseo parte ningún hombre puede tener la certeza de que alguna vez regresara. Es como el poema de Yeats: «He muerto muchas veces, muchas veces he vuelto a renacer.»