Llegado a este punto quizá debería ofrecer algún dato que ilustrase qué era yo para Ravelstein y qué era Ravelstein para mí. Fue algo que nunca estuvo demasiado claro para ninguno de los dos, los interesados. Ravelstein no habría considerado útil hablar del tema. Decía que estaba más que satisfecho simplemente viendo que yo seguía al pie de la letra lo que él decía. Cuando se puso enfermo nos veíamos a diario y sosteníamos largas conversaciones telefónicas, como correspondía a unos grandes amigos, que es lo que éramos. Éramos íntimos amigos, ¿qué otra cosa se puede decir? En los cajones de mi escritorio encuentro carpetas con páginas y más páginas sobre Ravelstein. Pero parece como si estos datos sólo abordasen la cuestión. No son términos modernos aceptables cuando de amistad se trata, ni de ninguna otra forma superior de interdependencia. El hombre es un ser que siempre tiene algo que decir sobre todo aquello que está bajo el sol.
Ravelstein estaba siempre dispuesto a decirme lo que fuese. Ahora bien, ¿por qué se molestaba en comunicarme a mí todas aquellas cosas aquel hombretón judío de Dayton, Ohio? Pues porque era algo que necesitaba comunicar con urgencia. Ravelstein era VIH positivo y moriría como consecuencia de las complicaciones que comportaba aquel hecho. Su debilidad lo hacía pasto de una interminable caterva de infecciones. Pese a ello, porfiaba en explicarme una vez y otra qué era el amor —carencia, conciencia de esa privación, ansia de recuperar el todo—, y cómo se entremezclaban los tormentos de Eros con los placeres más extáticos.
Si el momento actual tiene algo de bueno es que me permite recordar que, en lo que a mí se refiere, yo estaba entonces en libertad de confesar a Ravelstein lo que no habría podido decir a nadie más, desvelarle mis debilidades, mis secretos más degradantes y vergonzosos y muchas cosas encubiertas que van minando las fuerzas de uno. No pocas veces él había juzgado mis confesiones endiabladamente divertidas. Lo que más le divertía eran los supuestos asesinatos. Tal vez porque yo, sin querer, les daba un sesgo cómico. Sea por la razón que fuere, para él eran hilarantes, por lo que me dijo:
—¿Has leído al doctor Theodore Reik, el famoso psicoanalista boche? Decía que un supuesto asesinato al día, del psiquiatra lejos mantenía.
Que yo fuera duro conmigo, sin embargo, él lo veía como un signo positivo. El conocimiento de uno mismo exige severidad y yo estaba siempre dispuesto a contender con aquel monstruo proteico —el yo—, lo que me dejaba entrever que, para mí, todavía existían esperanzas. Pero me habría gustado ir más lejos. Tenía la sensación de que uno no se deja conocer del todo a menos que encuentre la manera de comunicar ciertas cosas «incomunicables», la metafísica particular. La forma que yo tenía de enfocar esta cuestión era que uno, antes de nacer, no sabe nada de la vida en este mundo. El reto oculto consiste en captar este misterio, el mundo. Se viene de la nada, del no ser o del olvido primordial, y se irrumpe en una realidad articulada y plenamente desarrollada. No se ha visto nunca la vida. En el intervalo de luz entre la oscuridad, donde uno estaba esperando nacer, y la oscuridad de la muerte, que ha de recibirlo un día, tiene que captar lo que pueda de la realidad, que ya estaba en un estadio de desarrollo muy avanzado. Yo había esperado milenios para verla. Después, tras aprender a caminar —en la cocina—, me enviaron a la calle para que la inspeccionara más de cerca. Una de mis primeras impresiones fue altamente utilitaria: los postes de madera alineados en la calle. Tenían el color del castor, eran suaves y podridos. Los segmentos entrecruzados o los múltiples brazos sostenían multitud de alambres o cables en una interminable red de repetidores que caían, se remontaban, volvían a caer y a remontarse. En lugares fijos de aquel ascenso y descenso de cables se posaban los gorriones, arrancaban desde allí el vuelo y volvían al mismo punto para descansar. A lo largo de las aceras, ladrillos descoloridos revelaban con la puesta de sol su rojo original. En aquellos tiempos rara vez se veían coches. Lo que se veían eran cabriolés de alquiler, furgones cargados de hielo, los carros de la cerveza y los enormes caballos que tiraban de ellos. Yo conocía a la gente por su cara —roja, blanca, arrugada, manchada o lisa; sonriente o violenta o furibunda—, por sus ojos, bocas, narices, voces, pies y gestos. Cómo se inclinaban hasta el niño para hacerle una gracia o para preguntarle algo, o para importunarlo o atormentarlo con sus muestras de cariño.
Dios se me apareció muy pronto. Llevaba la cabellera peinada con raya en medio. Supe que éramos parientes porque había hecho a Adán a imagen suya y le había infundido vida con un soplo. Mi hermano mayor se peinaba de la misma manera. Entre mi hermano mayor y yo había otro hermano. La mayor de todos era mi hermana. En fin..., éste era el mundo. Yo, antes, no lo había visto nunca. Su primer regalo fue regalarse. Los objetos se acumulaban para atraerme y ejercían sobre mí un imperativo magnético que estaba allí presente para eso. Era un privilegio tener permiso para saber: ver, tocar, oír. No me habría sido imposible describirle todo aquello a Ravelstein. Pero él me habría respondido, quitando hierro al asunto, que Rousseau ya había cubierto el mismo territorio en sus Confesiones o en sus Meditaciones de un paseante solitario. Yo no quería que se me anticipara nadie en estas mis primeras impresiones epistemológicas, ni que nadie les quitara hierro. Por algo había pasado setenta años y más viendo la realidad bajo estos mismos signos. Presentía también que había tenido que esperar miles de años para ver, oír, oler y tocar esos misteriosos fenómenos, aguardar turno para la vida antes de desaparecer de nuevo llegado el momento. Podría haber dicho a Ravelstein:
—Me había tocado el turno de vivir.
Pero Ravelstein estaba demasiado cerca de la muerte para hablarle en aquellos términos y tuve que abdicar de mi deseo de darme a conocer totalmente describiéndole mi metafísica íntima. Sólo un reducido número de espíritus selectos han encontrado la manera de expresar ese tipo de revelaciones en la música, la pintura o a través de la palabra.
Más penetraciones infantiles del mundo exterior: en la calle Roy, de Montreal, un caballo de carga resbala en el suelo helado. El ambiente está oscuro como boca de lobo. Un animal más pequeño se habría encontrado los pies, pero esa bestia de ancas enormes no puede hacer otra cosa que agitar los cascos en el aire. El perdieron de larga pelambre, con ojos asombrados y venas conspicuas, necesitaría un gigante para salvarlo, pero lo único que tiene a mano es una multitud de hombrecillos, apostados en la esquina, que emiten opiniones. Dicen al policía que menos mal que el caballo se ha caído en la calle Roy, peor sería tener que escribir en el informe el nombre de la calle Lagauchettierre. Después hay una extraña e interminable procesión de muchachas, escolares que desfilan de dos en dos con sus negros uniformes. Su cara es tan blanca que parecen tuberculosas. Las monjas que las vigilan llevan las manos metidas en las mangas para tenerlas calientes. Los charcos de esa calle sucia son hondos y sobre el agua hay espumarajos de hielo.
En los niños esta impresión —la realidad real— es tolerada por los adultos. Hasta una cierta edad no se puede hacer nada. En las familias acomodadas dura más tiempo, quizá. Pero Ravelstein podía haber argumentado que en esto había un peligro de autocomplacencia. O uno continúa viviendo entre epifanías o se las sacude de encima, y se dedica a negocios y otras actividades, adopta unos principios racionales y se centra en la sociedad o en la política. Entonces se desvanece esa sensación de venir de «otro lugar». Según la teoría platónica, todo lo que uno sabe proviene de una existencia anterior en otro lugar. En mi caso, Ravelstein opinaba que la precisión de la observación había ido mucho más allá de donde debía y que, por esto, ahora se cultivaba por su misma extraña razón de ser. La humanidad reclamaba primordialmente nuestra atención y yo hacía excesivas concesiones a mi «metafísica personal», creía él. Su severidad me hacía bien. A lo largo de mi vida no me había dado por cambiar, pero consideré excelente que una persona que me apreciaba me señalase mis faltas y defectos. No estaba en mi ánimo, sin embargo, extirpar mediante cirugía crítica la lente metafísica con la que había nacido.
Ésta es una de las trampas que nos tiende una sociedad liberal: nos mantiene aniñados. Es probable que Abe hubiera dicho:
—A ti te corresponde elegir. O continúas viéndolo todo como un niño o pasas a hacer otra cosa.
Así pues, una vez más, Ravelstein estaba recuperándose de una enfermedad más y aprendía, por la que parecía ser la décima vez, a tenerse en pie. Nikki aprendió a manejar el artefacto triangular y, tan pronto como Ravelstein se encontró mejor, Rosamund y yo seguíamos a Nikki tras la silla de ruedas guiada por éste. Ravelstein, con los ojos entrecerrados, tenía la cabeza caída hacia un lado. Empujado por Nikki, se paseaba sobre ruedas por su inmenso apartamento, destinado a espíritus más normales y más felices. Pero éste era su reino, con todas sus posesiones.
Rosamund, con lágrimas en los ojos, me preguntó si alguna vez volvería a ser el de antes.
—¿Vencerá el Guillain-Barré? Yo diría que las probabilidades están a su favor —dije—. El año pasado tuvo el herpes..., ese herpes lo que fuera. Peleó con él. Y salió vencedor.
—Pero ¿cuántas veces podrá?
—Todo está tal como tú lo dejaste —iba diciendo Nikki a Ravelstein.
Las alfombras y las colgaduras, los accesorios Lalique, los cuadros, los libros y los discos compactos. Había vendido la colección de viejos discos de fonógrafo, muy numerosa y bien seleccionada, para estar al día de los avances tecnológicos. De Londres, de París, de Praga y de Moscú le llegaban catálogos de discos ofreciéndole las últimas grabaciones barrocas. Los teléfonos de lo que Nikki y yo llamábamos el «puesto de mando» estaban desconectados. Sólo se mantenía «operativo», como decía él, el aparato del dormitorio de Nikki. En aquella ciudad millonaria no podía haber otro apartamento como éste, con sus valiosísimas alfombras antiguas por todas partes y, en el fregadero de la cocina, aquella máquina de dimensiones comerciales que, entre silbidos, hacía cafés espressos. Pero Ravelstein ya no podía hacerla funcionar. Sobre la repisa de la chimenea Judit seguía asiendo por los negros cabellos la cabeza de Holofernes. Éste se había quedado con la boca abierta. Ella con los ojos vueltos al cielo. El pintor quería que se viera a Judit como una sencilla hija de Sión, una belleza casta y natural, a pesar de que acababa de cortar la cabeza de un hombre. ¿Qué debía de pensar Ravelstein al respecto? Eran pocas las indicaciones, en sus aposentos privados, de sus preferencias sexuales. No había razón, en ningún aspecto, para hacerlo sospechoso de irregularidades del tipo más común..., los ridículos revoloteos seductores de los gays de otros tiempos. No soportaba los mariposeos de los afeminados.
En aquellos recorridos en silla de ruedas a través de su apartamento se hacía terriblemente evidente lo que sentía. ¿Qué pasará con todo esto cuando yo me haya ido? No me puedo llevar nada a la tumba. Esos hermosos objetos que compré en el Japón, en Europa y en Nueva York, con tantísimas deliberaciones y discusiones con expertos y amigos... Sí, Ravelstein se hundía. Jamás habría imaginado, viéndolo en su silla de ruedas, arropado con una manta, la amplia espalda encorvada y su cabeza de melón caída a un lado, hasta qué punto era impresionante su físico, qué poco contaban sus peculiaridades, sus tics e idiosincrasias, sus recientes enfermedades. Hacía años, a raíz de una visita a la casa de campo que tengo en New Hampshire, Ravelstein me preguntó si abrigaba un sentimiento de propiedad sobre aquella casa de piedra rústica, los viejos arces y los nogales, los jardines. Mi sincera respuesta fue que, a pesar de que me gustaban bastante, no me sentía propietario de todas aquellas hectáreas ni de aquellas cosas. O sea que, en caso de ocurrir lo peor y de que una milicia armada local arremetiera contra mí y se me llevara por ser un alienígena judío, la ofensa iría dirigida sobre todo contra el judío, no contra el propietario. Y, en ese caso, mi inquietud se centraría en la Constitución americana, no en mis inversiones. Las estancias, las piedras, la vegetación no hacían mella alguna en mis órganos vitales. De perder todas aquellas cosas, podría vivir en otro lugar. Sin embargo, si se destruyera la Constitución, el fundamento legal de todo, volveríamos al caos primigenio, como él solía advertirme.
En aquella visita, Ravelstein vino a verme desde Hanover a través de la Interstate 91, poniendo en riesgo su vida al conducir un coche de alquiler. Se ponía muy nervioso al volante. No tenía la coordinación suficiente para ir seguro por las autopistas. No conectaba con el vehículo a no ser como pasajero, era demasiado nervioso para sentarse en el asiento del conductor. Tampoco le gustaba el campo.
Decía, repitiendo el parecer de Sócrates en Fedro, que un árbol, por hermoso que sea, no dice nunca nada y que la conversación sólo es posible en la ciudad, entre hombres. Porque a él le encantaba hablar, pensar mientras hablaba, reclinar el cuerpo para atrás y dejarse inundar por el flujo de las ideas. El instruía, examinaba, debatía, señalaba errores, celebraba los primeros principios, mezclaba el griego con la traducción simultánea y tartamudeaba locamente, riéndose a carcajadas mientras salpicaba sus exposiciones con chistes judíos.
En el campo nunca se sentía a sus anchas para tratar un tema. Miraba los bosques y los prados, pero mirar era lo único que podía hacer con ellos. Rousseau, tan amante de los campos y de los bosques, estaba en cierto modo en los pensamientos de Abe. Rousseau practicaba la botánica. Pero las plantas no eran el plato fuerte de Ravelstein. Podía comerse una ensalada, pero no veía qué interés podía tener meditar sobre ella.
Vino al campo a verme y la visita fue una concesión a mi inexplicable gusto por las lejanías y la soledad. ¿Por qué me enterraba en los bosques? Era muy evidente que él había examinado mis motivos desde más ángulos de los que a mí habrían podido ocurrírseme aunque hubiera reflexionado un eón sobre los mismos. También era posible que lo llenara de curiosidad mi esposa de entonces, Vela —eran los tiempos anteriores a Rosamund—, e intentara comprender por qué me había casado con aquella mujer. Y ahora esta consideración es para los lectores. El poseía una inteligencia auténtica, una mente activa y pertinaz, mientras que yo sólo era plenamente inteligente en ocasiones. Lo que él elaboraba después de pensar y como resultado de pensar se asentaba sobre unos cimientos de principios comprobados. ¿Cómo puedo expresarlo?... Si habláramos de pájaros, él era un águila, mientras que yo era una especie de papamoscas.
Él sabía, sin embargo, que yo era capaz de entender sus principios, ni siquiera tenía necesidad de explicármelos. Si Ravelstein hubiera tenido una única ilusión habría sido pensar que yo aceptaba que me corrigiera. Por algo era un maestro. Su vocación era ésta: enseñar. Nosotros somos un pueblo de maestros. Hace milenios que los judíos enseñan y aprenden. Sin la enseñanza el judaísmo sería imposible. Ravelstein había sido alumno o, si se prefiere, discípulo de Davarr. Es muy posible que no hayan oído hablar de ese formidable filósofo. Dicen sus admiradores que fue un filósofo en el sentido clásico del término. Yo no soy juez en ese tipo de cosas. La filosofía es un trabajo duro. Mis intereses discurren por una dirección totalmente diferente. Pero dentro de mis límites mentales tengo un respeto por el difunto Davarr. Ravelstein hablaba tantísimo de él que al final me vi obligado a leer algunos de sus libros. Tenía que hacerlo si quería entender lo que Abe se traía entre manos. Solía encontrarme al difunto Davarr por la calle y costaba imaginar que aquella persona tan insignificante, triplemente abstraída, con sus leves anteojos como tapadera de sus exaltados juicios, fuera el demonio herético tan odiado por los académicos de todo el país, Estados Unidos, e incluso del extranjero. Como uno de los representantes principales de Davarr, Ravelstein también era objeto de sus odios. Pero a él no le importaba en absoluto ser el enemigo. Ravelstein era cualquier cosa menos pusilánime. A mí no me importaban mucho los profesores como gremio. No han tenido mucho que ofrecernos en el insoportable siglo que ahora termina. Eso pensaba yo o solía pensar.
Es grato recordar la semana que Ravelstein pasó en el campo. La tranquila Nueva Inglaterra en largos y estrechos paneles: sol, verdor, un lecho de amapolas de un rojo anaranjado junto al rojo y blanco de las peonías.
Atisbando a través de las persianas venecianas (separaba y ensanchaba las tablillas con dedos temblones), veía las flores —precisamente entonces florecían las azaleas— y le parecía todo muy bien, pero el drama de la estación no tenía verdadero interés para él. No podía compararse con el drama humano.
—¿Siempre es así tu mujer? —me preguntó.
—¿Siempre es cómo?
—«Cómo», así decía uno. Encerrada catorce horas al día con sus libros y papeles, Vela aislada en su campestre habitación-armario.
—Ya te entiendo. Pues, sí. Así es como procede con su física del caos.
—Sentada sin moverse..., incluso sin respirar. Nunca se la oye respirar. ¿Cómo se las apaña para no ahogarse?
—Está preparando su trabajo. Parece ser que va a asistir a un congreso y tiene que comentar las investigaciones de otra persona.
—Debe de atrapar el aire al vuelo..., a rachas. La he observado —dijo Ravelstein—, creo que no inspira, a no ser de una manera subterránea.
Por supuesto que exageraba. Los hechos, sin embargo, avalaban sus afirmaciones. Además, se las había ingeniado de manera que se me hiciese aceptable la manera que tenía de hablar de ella. Antes de que yo tuviera tiempo de coincidir o no con su enfoque, ya me había convencido. A lo que él apuntaba era a que yo no tenía por qué aceptar el comportamiento de Vela. Cuando íbamos al campo, ella se encerraba en su habitación. Entonces se creaban dos soledades. Así eran nuestros veranos en Nueva Inglaterra: bajo un mismo sol, en un mismo planeta, pero con dos existencias separadas.
Ravelstein vino a New Hampshire para estar conmigo muy poco tiempo y vio inmediatamente dónde me había metido. Detestaba el escenario rural, pero por mí dejó su vida en suspenso. No le gustaba haber abandonado el tablero de mando que tenía en la ciudad. Estar desconectado de sus informantes de Washington y París, de sus alumnos, de la gente que había formado, de la cuadrilla de hermanos, de los iniciados, de los pocos felices que lo rodeaban, le hacía sentir extremadamente incómodo.
—O sea que así es como pasas tus veranos —comentó.
Siempre que podía iba a París y se quedaba una semana o, mejor aún, un mes. París, lo admitía, ya no era lo que fue una vez. Pese a ello, a veces citaba aquella frase de Balzac que decía que nada de lo que ocurría en el mundo podía ser a menos que hubiera sido observado, juzgado y certificado por París. Con todo, habían pasado los viejos tiempos. Las zarinas y los reyes ya no iban a París en busca de poetas y filósofos. Cuando extranjeros como Ravelstein hablaban de Rousseau ante un público francés, la sala estaba atiborrada de gente. Daba la impresión de que Francia todavía sabía acoger a los genios. Pero eran muy pocos los intelectuales franceses que Abe Ravelstein habría calificado con buena nota. Le tenía sin cuidado el desatinado antiamericanismo. No le hacía ninguna falta el amor de los parisinos, no necesitaba halagos. En términos generales, prefería su perversidad a su civilización.
París (ésta es una acotación importante) fue la ciudad donde Abe Ravelstein y Vela tuvieron su primer tropiezo. Él se encontraba en la ciudad cuando Vela y yo nos trasladamos en avión a allí para recoger un premio que se concedía a escritores extranjeros. Nos alojamos en el Pont Royal Hotel. Impaciente, lleno de entusiasmo, ansioso de verme, Ravelstein dio una voz desde la antecámara y, sin aguardar respuesta, irrumpió en la habitación. Dispuesto a abrazarme..., a mí o a Vela, el primero que se le pusiera a tiro. Pero ella estaba en combinación. Giró en redondo, echó a correr y se encerró de un portazo en el cuarto de baño. Abe y yo, felices de volver a vernos después de muchos meses, no nos paramos a pensar en Vela ni en la inconveniencia de Ravelstein al entrar como una tromba en nuestro cuarto. Lo mínimo que podría haber hecho era dar unos golpecitos en la puerta. Al fin y al cabo, aquél era el dormitorio de ella, como hubo de recordarme Vela.
Yo habría debido entender, al ver a Vela, pudibunda, huir corriendo, que Ravelstein se había hecho culpable de un ultraje. Pero yo no quería tener en cuenta el concepto que ella podía hacerse de la compostura. Después me diría que no perdonaría nunca a Ravelstein que hubiera entrado de aquella manera en su habitación. ¿Por qué se había precipitado en el cuarto sin avisar antes de que ella se vistiera?
—Pues..., porque es impetuoso —dije—. En un hombre como Ravelstein..., uno de sus encantos es que actúa movido por impulsos...
Pero aquello no aplacó a Vela. Cada palabra que yo pronunciaba para justificar a Ravelstein o para defenderlo engrosaba inmediatamente aquel cúmulo de cosas que alimentaban su sed de venganza y que después dispararía contra mí.
—Yo no he venido a París a ver a tus amigos —me dijo—, ni a que me sorprendan medio desnuda en mi cuarto.
—Enseñas más en la playa —le dije—, con eso que los minimalistas de la moda llaman traje de baño.
Vela también rebatió esta objeción.
—Es un contexto diferente. Además, una tiene derecho a prepararse. Tú me hablas en un tono de superioridad que no parece sino que quieres rebajarme, que me tienes por una ignorante. Quisiera recordarte que estoy a la misma altura en mi campo que tú en el tuyo.
—Por supuesto. O a más —dije.
Estoy acostumbrado a que me miren por encima del hombro los hombres de negocios, los abogados, los ingenieros, los personajillos de Washington, diversos científicos. Incluso sus secretarias, que tienen sus referentes en la televisión para establecer su escala de valores y que esconden sonrisas detrás de la mano y se aplauden una a otra con las manos en alto cuando aparezco..., incomprensible memez.
O sea que dejé que Vela se sintiera todo lo superior que le apeteciera, mientras que Ravelstein dijo que yo habría debido tener más orgullo y que era falso que yo fuera tan dócil como eso. Pero yo no me sentía inclinado a salirme de mi camino y doblegarme ante tantos críticos. Era plenamente consciente de la realidad y de mis defectos. No apartaba de mis pensamientos la idea de que la muerte estaba acercándose, de que puede presentarse en el momento más impensado.
De todos modos, yo habría debido prever que Vela haría una montaña de la «inconveniencia» de Ravelstein. Estaba preparada para cantarme las verdades con respecto a Abe, por lo que aquella irrupción de éste en la habitación del hotel le brindó la ocasión que estaba esperando.
—No quiero volver a verlo por aquí —dijo—. Lo que también te pido es que recuerdes que me prometiste llevarme a Chartres.
—Eso dije. Y por supuesto pienso llevarte..., quiero decir que iremos juntos.
—Podemos invitar a los Grielescu. Son viejos amigos nuestros. El profesor Grielescu vendrá seguro. Nanette no creo..., hace mucho tiempo que no hace desplazamientos tan largos. No quiere que la vean a la luz del día.
También yo lo había observado. La señora Grielescu había sido una mujer deslumbrante en sus tiempos, una de aquellas jeunes filies en fleur sobre las que se leía hace mucho tiempo. Grielescu era un famoso erudito, no exactamente un seguidor de Jung..., pero tampoco ajeno del todo a Jung. Era difícil clasificarlo.
Ravelstein, que no acusaba a nadie porque sí, decía que los estudiosos especializados en este tipo de cosas consideraban a Grielescu un Guardia de Hierro relacionado con el gobierno fascista de la Rumania anterior a la guerra. Había sido agregado cultural del servicio extranjero durante el régimen nazi de Bucarest.
—A ti no te gusta pensar en estas cosas, Chick —dijo Ravelstein—. Y estás casado con una mujer que te tiene atemorizado. Naturalmente, tú dirás que es una ignorante en materia de política.
—De política entiende muy poco...
—Naturalmente, ella cree que el científico debe estar por encima y más allá de la política. Pero son sus amigos. Hay que considerar los hechos como son.
—Tengo que admitir que Radu Grielescu marca las normas de conducta de los europeos del Este que se mueven en su círculo —dije.
—Te refieres a todas esas mierdas de la cortesía masculina, claro.
—Sí, más o menos. El hombre considerado, el único que es como se debe ser, el que recuerda los cumpleaños, la luna de miel y otros aniversarios conmovedores. Hay que besar la mano de las señoras, enviarles rosas, arrastrarse por el suelo, retirar las sillas, precipitarse a abrirles la puerta y dar órdenes al maitre d’h. En un marco así, la mujer espera que la mimen, le tengan deferencias, se enamoren de ella.
—¿Esos pelmazos que hacen de chevalier a votre servicél Naturalmente, no es más que un juego. Pero a las mujeres les embelesa.
El trayecto desde la estación de Montparnasse a Chartres fue muy corto. Ya que tenía que llevar a Vela a ver la catedral, prefería que fuera en un día de mercado en la temporada de las fresas. Pero a Vela en realidad no le interesaba Chartres salvo para que la llevaran allí. La arquitectura gótica y las vidrieras emplomadas le importaban un rábano. Lo único que quería era hacer su voluntad.
—Te pone un sinfín de condiciones, ¿verdad? —dijo Ravelstein—. ¿No te obligó a le trajeras todo el equipaje hasta aquí?
—Sí, es verdad. Llegué vía Londres.
—Y como ella no podía anular una cita previa que había concertado, tuvisteis que venir por separado. Y tú cargaste con sus vestidos de gala...
Eran cosas que no contribuían a que Ravelstein me admirase. Y quiso dejarlo perfectamente claro. El cuadro que había pintado de mi matrimonio distaba mucho de ser halagador. Los escritores no son buenos maridos. Reservan el Eros para el arte. O quizá es que son desatentos. En cuanto a Vela, todavía la juzgaba con mayor rigor.
—Tal vez no habría debido entrar de aquella manera en la habitación —eso lo admitía, pero añadió algo más—, aunque la verdad es que no había mucho que ver. En cualquier caso, a mí no me interesaba. No estaba precisamente desnuda. Llevaba una combinación y todo tipo de cosas debajo. O sea que, ¿a qué viene tanto revuelo?
—El protocolo —le expliqué.
—No, no. Nada de protocolo. Esto ni siquiera es protocolo —disintió Ravelstein.
Yo no acostumbro a tener problemas con las palabras. Lo que quería decir era que no estaba preparada para que la viera nadie. A menos de haber vivido con ella, nadie habría imaginado todo lo que hacía Vela por las mañanas con su cabello, sus mejillas, sus labios (especialmente el superior)..., las fases de los preparativos. Era preciso que todos vieran lo hermosa que era. Pero la suya era una belleza de escaparate y, por esto, exigía un nivel de preparación de West Point o de húsar Habsburgo. Me haré sospechoso de prejuicios, pero puedo asegurar que me he tropezado en la vida con cosas verdaderamente estrafalarias. Se da la circunstancia de que soy marido en serie y en este aspecto he tenido un problema de supervivencia.
Ravelstein dijo:
—Vela proviene de la región del Mar Negro, ¿verdad?
—¿Y eso qué tiene que ver, suponiendo que sea así?
—¿Del este del Danubio? ¿De los Cárpatos?
—No sitúo el sitio con exactitud.
—No tiene demasiada importancia —dijo Abe—. Una gran dama modelo Europa oriental. Ninguna francesa moderna habría montado ese número. La gente de la Europa oriental suele mirarse en Francia. En su país no hay vida, su país es un asco, por eso sólo quieren verse bajo una luz francesa. Es válido para gente como Cioran o incluso nuestro amigo..., tu amigo..., Grielescu. Tienen la esperanza de que así se volverán franceses. Pero tu mujer es todavía más peculiar...
Le paré los pies. Me habría hecho acreedor de deslealtad de haber admitido que, en efecto, Vela era una variedad muy curiosa del tipo de fenómeno que él describía. Yo la veía con ojos de amante. Aunque no del todo. También con ojos de naturalista. Era una mujer muy hermosa. Y debo admitir que ciertos rasgos de su rostro me recordaban a Giorgione. En un mapa pequeño podrían situarse los orígenes de Vela en Grecia o incluso en Egipto. Por supuesto que un intelecto de alto nivel es un fenómeno universal y Vela tenía un cerebro de primera división. Como mínimo la parte científica del mismo era merecedora de particular respeto. Ravelstein, en cambio, sostenía que entre los científicos eran escasos los ejemplos de grandes personalidades. Filósofos, pintores, estadistas, abogados de gran categoría sí los había. Pero grandes espíritus, hombres o mujeres, en el campo de las ciencias, eran extremadamente raros.
—Lo grande es su ciencia, no las personas.
Tengo que dejar París y volver a New Hampshire.
Unos pocos días en el campo me hicieron llegar a la conclusión de que la visita de Ravelstein era una prueba del afecto que me tenía. Los campos, los árboles, los estanques, las flores, los pájaros no le interesaban en absoluto: suponían un despilfarro de tiempo para un hombre superior como él. ¿Por qué había renunciado a su batería de teléfonos, a sus restaurantes y a todas las ventajas y alicientes eróticos de Nueva York o Chicago? Pues porque quería tener, en New Hampshire, una visión directa de lo que pasaba entre Vela y yo.
Le bastó un día.
—Me he fijado —me dijo—, y he visto que te tiene amarrado a la pata de la mesa —dijo—. ¿No hacéis nada juntos? ¿No salís nunca de excursión?
—No, ¡figúrate!
—¿Y a nadar?
—Alguna que otra vez ella se zambulle en el estanque del vecino.
—¿Y barbacoas, comidas campestres, visitas a los amigos, fiestas?
—Son cosas que no le pirran.
—Ella no puede hablar contigo de lo que más le interesa...
Su rostro, enorme, me abrumaba y, reteniendo el aliento, me llevó a considerarlo todo, en silencio, desde su punto de vista: ¿por qué someterse al tormento de unas tensiones diarias que no tenían trazas de terminar nunca?
Todo lo que necesitaba Vela, como decía a menudo, era permanecer sentada en un rincón tranquilo con un bloc de notas y hacer sus diagramas, las rodillas levantadas, sin respirar, inmóvil. Pero es que en aquellos momentos, además, dirigía corrientes negativas hacia mí. La belleza de aquel rincón de New Hampshire, con sus grandes arces y sus nogales de siglos de antigüedad..., la vincapervinca y los musgos en los rincones umbríos significaban..., bien, para Vela significaban muy poco. Ella estaba sumida en grandes abstracciones.
—¿Qué lugar ocupas tú en todo esto? —dijo Ravelstein—. Quizá seas todo lo que un hombre puede conseguir de ella... Así pues, la pregunta fascinante es si ella se concentra en su ciencia o en su trabajo de bruja, puesto que eso es lo que parece dada tu ignorancia.
A mí aquélla me pareció una buena manera de plantear el caso.
—La pauta normal que ella sigue —dije— consiste en hacer el equipaje cada equis semanas, incluyendo en él los vestidos de fiesta, puesto que también hay reuniones sociales, no todo es duro trabajo científico. Sale de estampida en su Jaguar blanco y asiste a congreso tras congreso a lo largo de la costa oeste.
—¿No dirías que, dejando aparte el matiz de desprecio que esto comporta para ti, no sientes un cierto alivio cada vez que se va?
Ravelstein podía ser comprensivo conmigo, pero a menudo especulaba con mis paradójicas extravagancias.
—¿Qué sacas tú de este sitio? —dijo—. Éste debería ser tu retiro, un lugar verde y tranquilo para pensar y trabajar. O por lo menos para avanzar tus proyectos...
En general, yo era abierto con él y hasta me sentía dispuesto a incitar sus críticas. Se interesaba sinceramente en la vida de sus amigos, en su carácter, en su intimidad más profunda..., en sus necesidades o manías sexuales. A veces me sorprendía por la objetividad de sus observaciones. No trataba de imponerse sacando a relucir tus imperfecciones. Yo, en cierta manera, agradecía que me sometiera a observación y, por eso, le hablaba abiertamente de mis peculiaridades.
Puedo ofrecer una conversación como muestra.
—Te concedo que éste es un lugar hermoso y tranquilo —dijo Ravelstein—, pero ¿puedes explicar en qué te beneficia la naturaleza..., a ti, un judío de tipo urbano? Tú no eres un trascendentalista puesto al día.
—No, no es mi campo.
—Y para tus vecinos del campo eres una bestia que mejor si se hubiera ahogado con el Diluvio.
—Sí, ni más ni menos. Pero no me preocupa encajar en la comunidad ni agregarme a ella. Lo que me atrajo del lugar fue la quietud que tengo a mi alrededor...
—Ya lo hablamos en otra ocasión...
—Sí, porque es importante.
—La vida se escapa a toda marcha. Los días vuelan más rápidos que una lanzadera. O que una piedra lanzada al aire —dijo como un padre indulgente—. Con una aceleración de caída de nueve metros setenta y cinco centímetros por segundo, metáfora de la horrísona velocidad con que se aproxima la muerte. A ti te gustaría que el tiempo fuera tan lento como en la infancia..., cada día toda una vida.
—Sí, pero para conseguirlo necesitas algunas reservas de quietud en tu espíritu.
—Como ha dicho un ruso —dijo Ravelstein—. No sé cuál, pero tú siempre te refieres a los rusos, Chick, cuando tratas de explicar en profundidad lo que te traes entre manos. Pero es que además llevas años debatiendo el problema de organizar tu vida..., es decir, tu vida privada. Y esto ha hecho que te conviertas en el propietario de esta casa y de estos arces de trescientos años de antigüedad, por no hablar además de la alfombra verde de los prados y de las paredes de piedra. La política liberal de nuestro país permite la intimidad y la libertad, que la vida personal no se perturbe. Pero tus días se aceleran, vuelan raudos..., y tu esposa está decidida a boicotear tu proyecto de tranquila realización. Tiene que haber una expresión rusa especial para esta..., eeeh, eeeh..., constelación. Comprendo que te sedujera. Es una mujer con mucha clase cuando está de buenas y tiene una figura sexy...
Al principio Ravelstein había tenido buen cuidado de no ofender a Vela. En honor a nuestra amistad, quería proceder con tiento en lo que a ella respectaba y, por esto, se mostraba amable y especialmente atento cuando ella hablaba. Era deferente con ella. Lo hacía como un virtuoso, como un Itzhak Perlman que interpretase canciones de cuna para una niña pequeña. Pero había que situar aparte sus opiniones más hondas. Cuando irrumpió en la habitación del hotel de París todavía estaba protegido por la entente cordiale que mantenía con Vela. El nunca se mentía con respecto a lo que observaba. Las notas mentales que tomaba eran exactas.
Pero él y yo nos habíamos hecho amigos —estábamos profundamente unidos— y, de no habernos entendido de manera mutua y espontánea, esa amistad no habría sido posible. En aquella ocasión reclinó en el respaldo de la silla su cabeza calva, manifiestamente calva. Las dimensiones de su cara, que era grande, pálida, surcada de pliegues, me hizo pensar en la fuerza de los músculos del cuello y de los hombros que sustentaban la cabeza, puesto que sus piernas tenían el músculo mínimo, el justo necesario para servir a sus propósitos o hacer su voluntad.
—Habría sido muy fácil establecer una buena conexión. Pero tú necesitas un reto extremo. O sea que te ves abocado a tratar de complacer a una mujer. Aunque ella se niega a que la complazcan..., o a que la complazcas tú, en todo caso.
—Menos mal que tienes una vocación —prosiguió—. O sea que ésta es una cosa secundaria. No se trata de un caso auténtico de esclavitud sexual o de psicopatología. De Servidumbre Humana, sí.
Aunque para ti sea sólo marginal. Puede tratarse simplemente de que te diviertas y te distraigas entre la inocencia verde y pura de las Montañas Blancas con esos vicios menores..., las torturas sexuales.
—Desde el día en que te lanzaste sobre nosotros en París dice que tú y yo nos entendemos.
Aquello lo frenó en seco. En medio del silencio contemplé cómo aquella «información» inesperada era procesada por un aparato —y lo digo en serio— de gran potencia. Que Ravelstein poseía una inteligencia inmensa es algo que no puede discutirse. Él estaba en la cumbre de una escuela. Eran muchos los centenares de personas de aquí y de Inglaterra, Francia e Italia que lo veían de ese modo. Había interpretado a Rousseau para los franceses, a Maquiavelo para los italianos, etcétera.
Después de una pausa, dijo:
—¡Ah! Cuando dice que nos entendemos, ¿quiere decir lo que me figuro que quiere decir? ¿Eso después de tantos años de matrimonio? ¿Cuántos años hace que estáis casados?
—Doce años enteros —le dije.
—¡Doce! ¡Qué lamentable! —dijo Ravelstein—. Es como si tú mismo te hubieras condenado a ir a la cárcel. Y hasta eres un marido fiel. Has cumplido día tras día, uno tras otro, sin permisos por buena conducta y sin solicitar la libertad condicional.
—He estado muy ocupado con un trabajo absorbente —dije—. Por la mañana ella se viste y se pinta, y después comprueba en tres espejos con luces diferentes cómo le queda el peinado, cómo lleva la cara y cómo está su figura: el espejo del vestidor, el del cuarto de baño y el del lavabo de los invitados. Después sale por la puerta principal dando un portazo. Yo me quedo que no sé si me duele la cabeza o el corazón. Pero esto me concentra las ideas.
—Ya no sabe qué ponerse —dijo Ravelstein—. Todas esas materias extrañas..., ¿qué era aquello que llevaba el año pasado? ¿Piel de avestruz? Y finalmente te acusa de que tienes una relación sexual corrupta conmigo. ¿Y tú qué le dijiste?
—Me reí a gusto. Le dije que ni siquiera sabía cómo se hacía el acto y que, a mi edad, no me apetecía aprenderlo. Parecía una broma. Aunque ella no me creyó...
—No podía —dijo Ravelstein—. Le había costado demasiado inventar una acusación tan lamentable como aquélla. Su ámbito mental es extremadamente limitado por ese lado..., aunque me han dicho que es muy buena en física del caos.
Aquella información debía haberle llegado por vía telefónica. La vieja expresión «tiene más conexiones que una centralita telefónica» ahora estaba sepultada debajo de los montones de datos que acumula la expansión desorbitada de la tecnología de las comunicaciones.
Ravelstein había averiguado algunos datos sobre Vela a través de los amigos que tenía en todas partes y se disponía a decirme mucho más de lo que yo quería oír. O sea que me taparía los oídos con las manos y cerraría con fuerza los párpados. Pero a esta edad uno ya no puede conservar la inocencia. Las nueve décimas partes de la inocencia de hoy en día son poca cosa más que indiferencia ante el vicio, actitud que no se ve afectada por todo lo que uno pueda leer, oír o ver. El amor al escándalo hace ingeniosas a las personas. Vela era ingeniosa en la ciencia e inocente en su conducta.
Uno no podía, como amigo íntimo de Ravelstein, dejar de enterarse de muchísimas más cosas de las que a uno le apetecía saber. Pero ahondando a una cierta profundidad, hay zonas de la psique que pertenecen aún a la Edad Media. O incluso a la época de las pirámides o al Ur de los caldeos. Ravelstein me habló de las relaciones que Vela tenía con personas de las que no había oído hablar en mi vida. Me dijo también que estaba dispuesto a darme los nombres de mis rivales. Pero yo no le quise escuchar. Puesto que ella no me amaba, yo, recurriendo a potencias biológicas innatas, me había escudado detrás de mi escritorio y había finalizado unos cuantos proyectos pospuestos desde hacía mucho tiempo, mientras iba citando a Robert Frost para mis adentros:
Puesto que tengo promesas que cumplir
Y antes de acostarme millas que cubrir.
Que a veces cambiaba por:
Puesto que tengo mucho que cocinar
Y lejos llegar antes de despertar.
El chiste era a mi costa, no a costa de Frost, un tipo sentencioso cuya conversación giraba primordialmente en torno a sus cosas, sus logros y triunfos. No se puede negar que sabía promocionarse. Era un genio de las relaciones públicas. Pese a todo, fue un escritor dotado de raros dones.
Enterarme de la supuesta mala conducta de Vela me desestabilizó. Cuando recuerdo lo que me contó Ravelstein sobre las variadas aventuras de Vela, pierdo pie, me tambaleo. ¿Por qué tenía tantos congresos en verano? ¿Por qué no me dejaba números de teléfono que me permitieran contactar con ella? Ni que decir tiene que eran cosas que no habrían interesado a Ravelstein de no tratarse de hechos singulares. Como ya he dicho, a Ravelstein le encantaban los chismes y sus amigos eran puntos de referencia que daban lugar a un chispeante cotilleo. No había que dar por sentado que mantendría cerrada la tapadera de las confidencias. Pero esto era algo que a mí no me molestaba de manera particular. La gente es ahora infinitamente más inteligente de lo que solía ser cuando hurgaba en tus secretos. Si la gente se entera de tus secretos, se acrecienta su poder sobre ti. No hay manera de pararlos ni de frenarlos. Ya puedes construir tantos laberintos como quieras, ten la seguridad de que te encontrarán. Yo sabía, desde luego, que a Ravelstein le importaban un comino los «secretos».
Pero como Ravelstein tenía una vida mental de gran envergadura —y lo digo sin ironía, sus intereses eran amplísimos—, necesitaba saber todo lo que había que saber sobre sus amigos y sus alumnos, de la misma manera que el médico que quiere hacer Un diagnóstico tiene que ver al paciente desnudo del todo. La comparación se viene abajo cuando uno recuerda que el médico está obligado, en virtud de normas éticas, a no cotillear a costa del paciente. Ravelstein no tenía esta obligación. En los años treinta, cuando yo era joven, flotaba en el aire el concepto de la «verdad desnuda». «Sepamos la verdad desnuda.» Una inglesa de nombre Claire Sheridan escribió unas memorias que llevaban por título La verdad desnuda. Por algo había visitado la Rusia revolucionaria, donde parece que había estado muy relacionada con Lenin, Trotsky y otros muchos bolcheviques de pro.
Pero todo esto es mero telón de fondo.
Sigamos adelante. f Ravelstein, hablando todavía sobre Vela, dijo:
—Tú le haces un ofrecimiento, que es pasar unos hermosos veranos en el campo, pero a ella este sitio la tiene sin cuidado, Chick, de lo contrario pasaría aquí más tiempo. Con todo —prosiguió—, déjame que te diga qué veo yo en todo esto. Veo al judío, al hijo de inmigrantes, tomándose en serio las premisas americanas. Tú estás en libertad de hacer lo que te parezca y dar plena realidad a tus deseos. Como americano tienes derecho a comprar tierras y a construirte una casa y vivir en ella, disfrutando plenamente de tus derechos. Verdad es que aquí no hay nadie más que tú. Así pues, te has construido este santuario de New Hampshire y te rodeas de recuerdos familiares. El samovar ruso de tu madre es un objeto bellísimo. Es..., eeeh, eeeh..., muy bonito. Pero está lejos, muy, muy lejos de la ciudad de Tula. Tula es a los samovares lo que Newcasde al carbón. El..., eeeh, eeeh..., samovar de Tula no había estado nunca en un lugar más extraño ni de mayor desarraigo. En cuanto a ti, Chick, estás haciendo tu declaración total de derechos americanos. Es una actitud muy valiente de tu parte pero estás solo... Eres el único judío en kilómetros a la redonda. Tus vecinos confían entre sí. ¿Y tú, a quién tienes? ¿A una esposa gentil? Tienes una teoría: igualdad ante la ley. Es un gran consuelo eso de contar con unas garantías constitucionales que te apoyan, seguramente apreciado por otros devotos de la Constitución propiamente dicha...
Se lo pasaba en grande. A mí no me importaba demasiado. Que me mostraran una pauta de mis actividades era algo que me divertía.
—Debo suponer también que tus impuestos son altos...
—Así es. Y nuevas evaluaciones educativas cada año.
—Imagino la educación que recibirán aquí —dijo—. ¿Has asistido alguna vez a una reunión del municipio?
—Una vez.
—¿Y tu licenciosa esposa?
—Sí, también ella.
Antes de que se iniciara el ciclo de nuevas u oscuras enfermedades, Ravelstein y yo tuvimos muchas conversaciones jocosas como la anterior. Parecía estar convencido de que yo valoraba la opinión que tenía de mis actividades. Hasta cierto punto era así, de hecho me parecían útiles. Dijo, por ejemplo, que yo era cualquier cosa menos enemigo del riesgo. Y me preguntó:
—Me fascinan los matrimonios que has hecho. Recuerdas a Steve Brody, ¿verdad?
—¿El tipo que saltó del puente de Brooklyn por una apuesta?
—El mismo, un sujeto fogoso.
Vean la República de Platón, especialmente el libro IV. No es que yo haya estudiado esos grandes textos con mucho detenimiento, pero sería vano pensar que uno entendería el pensamiento de Ravelstein si los ignora. A mí, de hecho, no me intimidaban. Ahora me muevo con Platón con la misma soltura que con Elmore Leonard.
—Captas de inmediato todo lo que te digo —declaraba a veces Ravelstein, si bien es posible que, por haber cultivado el arte de la conversación con el bueno de Chick, se tomara con él un cuidado especial y procediera a pasos contados. Y es posible igualmente que, como educador genial que era, supiera qué tráfico podía soportar mi cerebro.
En New Hampshire me insistió una vez y otra para que le repitiera chistes viejos, números cómicos, rutinas de vodevil.
—¿Cómo dice aquella canción de Jimmy Savvo?
O bien:
—¿Cómo es aquello del marido furioso? El tipo aquel que, con el corazón destrozado, le dice a su amigo: «Mi mujer me engaña».
—¡Ah, sí! Y entonces su amigo le dice: «Haz el amor con ella cada día. Una vez al día como mínimo. En un año la matas».
—«¡No!», le dice el otro, estupefacto. ¿Es así?
—«Una vez al día. No sobrevivirá a esa frecuencia...»
—Después sacan un cartel en el escenario. Seguramente lo recuerdas. Aparece un botones con un gorrito redondo y doble hilera de botones que lleva un trípode con un letrero. En él se lee con letras de palo: «Cincuenta y una semanas después». Seguidamente se ve al marido sentado en una silla de ruedas que es empujada por la mujer a través del escenario. El hombre tiene muy mal aspecto. Está arrebujado con unas mantas, igual que un inválido. La mujer está como una rosa. Lleva un trajecito de tenista y la raqueta bajo el brazo. Hace unas carantoñas al marido, lo arropa con las mantas, lo besa. Él tiene los ojos cerrados. Parece un muerto. La mujer le dice: «Descansa, cariño. Vuelvo después del partido..., no tardo nada». Mientras se aleja a pasos apresurados, el marido se lleva la mano a la boca y en un maravilloso susurro muy de vodevil dice confidencialmente al público: «¡Si supiera que sólo le queda una semana de vida!...».
Ravelstein echó la cabeza para atrás y, con los ojos cerrados, dejó que la carcajada le venciera el cuerpo contra el respaldo. A mi manera, hice lo mismo. Como he dicho antes, lo que nos acercaba era ese mismo sentido del humor, aunque decirlo así sería una manera de explicarlo insuficiente y anémica. Era un jubiloso alboroto —immenso giubilo—, un desmesurado acuerdo lo que nos unía, sería vano intentar explicarlo.
En aquellos días Rosamund hacía un largo trayecto en el tren elevado. Atravesaba la ciudad en toda su enorme anchura y se llevaba impresos en sus pensamientos y sentimientos los rostros de los demás pasajeros. Me traía el correo de la semana y los mensajes telefónicos. Por espacio de dos años había sido mi ayudante universitaria, me pasaba cosas a máquina y se encargaba de enviar los faxes. Vela la trataba con condescendencia y ni siquiera la invitaba a sentarse. Yo le ofrecía una taza de té y procuraba que se sintiera a gusto. Aunque vestida de manera un tanto pobre, Rosamund era extremadamente pulcra, pese a lo cual, Vela la tenía por una personilla desaliñada. Vela se daba aires aristocráticos. Se compraba ropa carísima, prendas confeccionadas con materias tan extrañas como piel de avestruz. Una temporada sólo se vistió de piel de avestruz. Llevaba un gran sombrero de avestruz estilo salteador de caminos, con los folículos del cuero visibles allí donde habían sido arrancadas las plumas. También un bolso de bandolera en piel de avestruz colgado del hombro y botas y guantes igualmente de avestruz. Como disponía de su salario íntegro de profesora tenía mucho dinero que gastar. Su belleza de impecable perfil era lo único que importaba.
Vela me dijo:
—Tu pequeña Rosamund está muriéndose de ganas de ocuparse de ti.
—Creo que se figura que soy un casado feliz.
—En ese caso, ¿por qué se trae siempre el traje de baño?
—Porque hace un largo trayecto en tren y le gusta nadar en el lago.
—No, lo hace para que admires su hermosa figura. En caso contrario, se iría a nadar al otro extremo de la ciudad.
—Aquí se siente más segura.
—No te pasarás todo el rato dictándole cartas.
—Ni pensarlo —admití.
—¿De qué habláis entonces? ¿De Hitler y Stalin?
Para Vela aquellos temas eran insignificantes. Comparados con la física del caos, no existían siquiera. Aunque había nacido a una hora de Stalingrado, sus padres se habían empeñado en mantenerla impolutamente inocente de la Wehrmacht y los gulags. Lo único que contaban eran sus estudios esotéricos. Es curioso, pero Vela tenía talento para la política. Se aseguraba siempre de que la gente tuviera buen concepto de ella. Quería que la vieran como una persona cálida, simpática, generosa. Hasta el propio Ravelstein decía de ella:
—La gente se siente halagada con sus atenciones. Compra regalos de cumpleaños carísimos.
—Sí, es curioso cómo sabe atraerse a la gente y alejarla de mí. Yo no estoy para participar en un concurso de gastos con ella.
—¿Qué quieres decir, Chick? ¿Que es una especie de extraterrestre?
Yo ya estaba familiarizado con las ideas que Ravelstein tenía sobre el matrimonio. Las personas acaban cansándose de vivir solas y llenas de deseos, no aguantan el intolerable aislamiento. Necesitan encontrar la parte que les falta, la parte adecuada, para ser completas. Pero como ven que, juzgándolo desde un punto de vista realista, sería imposible encontrarla, se conforman con un sustituto agradable. Reconociendo que no pueden salir vencedores, ceden. Rara vez se da el matrimonio de espíritus afines. El amor que llega hasta las puertas de la muerte no es un proyecto moderno. Para Ravelstein, sin embargo, no había nada comparable a esa proeza del espíritu. Los estudiosos niegan que el soneto 116 se refiera al amor entre hombres y mujeres, insisten en que Shakespeare habla de amistad. Lo mejor que podemos esperar en la época moderna no es amor sino un apego sexual, solución burguesa con atuendo bohemio. Si menciono la bohemia es porque necesitamos sentirnos liberados. Ravelstein enseñaba que en la época moderna nos encontramos en un estado de debilidad. La fortaleza —él lo aprendió de Sócrates— nos llega a través de la naturaleza. En el núcleo del espíritu está Eros. Eros se siente atraído de forma irresistible por el sol. Probablemente ya he hablado de esto con anterioridad. Si vuelvo sobre lo mismo es porque no me canso nunca de Ravelstein, como él no se cansó nunca de Sócrates, para quien Eros estaba en el núcleo del alma, donde el sol la nutre y expande.
Pero en algunos aspectos yo tenía a Vela en mejor concepto que Ravelstein. El no era vulnerable a su tipo de encantos. Yo, por otra parte, continuaba viendo lo que otros veían en ella: cómo atravesaba una habitación, sus vestidos caros, aquella rápida manera suya de poner los dedos de los pies en el suelo apenas tocándolo. Vela tenía originalidad en su manera de andar, hablar, encogerse de hombros, sonreír. Sus amistades americanas la consideraban la personificación de la gracia y la elegancia europeas. También Rosamund lo pensaba. Yo decía que, debajo de todo aquello, lo que había en realidad era un tipo especial de atractiva torpeza. Pero todo su prestigio, la fama de que gozaba en la rama de la física que cultivaba, el sustancioso salario que le pagaban, aquel encanto inimitable que deslumbraba, eran cosas demasiado importantes para que ninguna mujer pretendiera desafiarla. Rosamund diría de ella:
—Qué hermosa mujer..., la cintura, las piernas, todo.
—Es verdad. Pero tiene una sombra de artificio. Es como una estratagema. Como una ausencia de afecto.
—¿Incluso después de un matrimonio tan largo?
Yo había tenido la esperanza de que el matrimonio con Vela funcionaría porque había pasado por matrimonios anteriores. Pero, más o menos, había renunciado a la batalla y, por espacio de unos doce años, no le había pedido nada. Por la mañana Vela salía de casa dando un portazo. Yo tenía mi trabajo, al que dedicaba mis días. Ravelstein, desde el otro extremo de la ciudad, hacía su control telefónico de una o dos horas. Una vez por semana como mínimo, Rosamund venía a mi casa en transporte público desde el extremo de la ciudad donde estaba Ravelstein. Yo le insinuaba a menudo que tomara un taxi pero ella me decía que prefería el tren. Me decía que George, su novio, consideraba muy seguros los trenes. La policía los vigilaba más eficazmente aquí que en Nueva York. Adoptando la costumbre de Ravelstein, le enseñé el término louche, que significa que no está claro. Nada como una palabra francesa para neutralizar un peligro americano.
Fue entonces cuando las cosas fueron de mal en peor. En efecto, acababa de volver del entierro de mi hermano con el tiempo justo para ver al otro hermano que me quedaba, Shimon, el día que resultó ser el último de su vida. Me dijo:
—Llevas una camisa muy bonita, Chick..., con esas rayas rojas y grises..., tiene clase.
Estábamos sentados uno al lado del otro en el sofá de roten. En su rostro, devastado por el cáncer, había la misma expresión de buen humor de siempre.
—He sabido que quieres comprar un Mercedes diesel. Te aconsejo que no lo hagas —me dijo—. Sólo te traerá dolores de cabeza.
Vibraba en él una urgencia o una inquietud final. Todo había terminado. Le prometí, pues, que no me compraría el diesel. Después, tras un largo intercambio de miradas silenciosas, dijo que quería volver a la cama. Estaba demasiado lejos para hacerlo por su cuenta. En otro tiempo había jugado a pelota, tenía piernas fuertes, pero de ellas había desaparecido todo el músculo. Lo miré desde atrás, intentando dilucidar si debía intervenir o no. Ya no le quedaba nada que le permitiera hacer su voluntad. Después, cuando volvió la cabeza hacia mí, vi que las cuencas de los ojos se le giraban hacia arriba..., se convirtieron en unos globos blancos. La enfermera exclamó:
—Se nos va.
Shimon levantó la voz para decirle:
—No se excite.
Era una frase que solía decir a su mujer y a sus trece hijos cuando no estaban de acuerdo en algo y se peleaban. Su función en la familia consistía en no dejar que las cosas se salieran de madre. El no sabía que sus ojos habían girado hacia arriba y se habían vuelto hacia adentro. Era algo que yo había visto en los moribundos y, por esto, supe que se nos iba. La enfermera tenía razón.
Después de su entierro aquella misma semana, pocos días antes de mi cumpleaños, me entró una gran furia y me puse a gritar, a dar puntapiés a la puerta del cuarto de baño de Vela, cuando de pronto me acordé de que mi hermano me había llamado a la calma, era prácticamente lo último que había dicho. O sea que me fui de casa. Aquella noche, cuando volví, encontré una nota de Vela: se había ido a dormir a casa de Yelena, otra francesa-balcánica.
Al volver a casa la noche siguiente me la encontré salpicada de circulitos adhesivos de colores: los verdes identificaban mis cosas, los de color salmón estaban pegados en las suyas. El piso era un remolino de topos. Su color era anormal, había algo gaseoso o bilioso en ellos; la caja que los identificaba los calificaba de «tonos pastel». Parecía que allí había habido una ventisca, «una tempestad meumtuum», según dije a Ravelstein.
Un grupo de alumnos suyos me ayudaron a desembalar mis cosas en mi nuevo apartamento una vez me hube mudado. Rosamund estaba entre ellos. Como es natural, se interesó en conocer mis libros. En las cajas de embalaje estaba mi Wordsworth de la universidad y mi Ulises de Shakespeare and Company, con los curiosos errores cometidos por los tipógrafos parisinos de Joyce: no «dame un toque, Poldy. ¡Oh, Dios, me muero de ganas», sino que Molly dice «dame un tough»11. Todo porque hay dos perros copulando abajo, en la calle. «Así empieza la vida», piensa Leopold Bloom. Aquel día él y Molly conciben a su hijo, un niño que no vive mucho tiempo. Los muros de la vida, en todas direcciones, están cubiertos de tantas cosas que no es posible encontrar una explicación a todas, sólo detectar algunas de las más notorias. Por ejemplo, qué pinta debía de tener Vela cuando etiquetaba todos aquellos objetos con los topos adhesivos verdes y naranjas. Sólo con mirarlos te entraban ganas de escapar corriendo y dando gritos. ¿Por qué se habría casado uno con una mujer cuya última acción consiste en ponerse a pegar cientos por no decir miles de etiquetas? Y ya que lo digo, ¿por qué se casaría Molly con Leopold Bloom? La respuesta de ella fue: «Igual da él que otro».
Yo había tenido a Vela por una belleza sin posible rival. Llevaba las faldas ceñidas al cuerpo. Tenía grupa de jinete, además de un busto muy notable, y el golpeteo de sus tacones cuando entraba en una habitación era como un tamborileo militar, si bien no te daba pista alguna con respecto a qué sentía o qué pensaba.
El labio superior de Vela era rígido. Siempre me he sentido inclinado a conceder una especial importancia diagnóstica al labio superior. Como una persona tenga la más mínima tendencia despótica, es ese labio el que la revela. Siempre que examino una fotografía acostumbro a aislar los rasgos de las personas. ¿Qué te dice esta frente? ¿Qué la situación de estos ojos? ¿O este bigote? Hider y Stalin, dictadores clásicos de nuestro siglo, llevaban bigotes muy diferentes. El labio de Hider, ahora que lo pienso, era extremadamente llamativo. Un hecho curioso: el labio de Vela, cuando la besabas, te pinchaba.
Vela tenía la costumbre de llevarte por donde ella quería, de mostrarte cómo ser macho. Una tendencia en las mujeres bastante más habitual de lo que se supone. O bien tenía en sus pensamientos a hombres que le habían gustado en otros tiempos o se atenía a algún principio viril que había en ella, una contrapartida masculina junguiana, un animus personal o una visión innata de lo que es un hombre..., inconsciente, por supuesto.
Ravelstein no tenía paciencia para ese tipo de cosas. Decía:
—Esto proviene directamente de Radu Grielescu. Vela es una gran amiga del matrimonio Grielescu. Tú solías cenar con ellos una semana sí y otra no. Claro, tú eres escritor, necesitas conocer a todo tipo de personas —dijo Ravelstein—. Es natural en un hombre que está en tu situación. Gente del mundo de los deportes, del cine, músicos, agentes de mercancías, incluso delincuentes. Son tu pan y tu sal, tu carne y tus patatas.
—Entonces, ¿por qué no puedo cenar con Grielescu y su mujer?
—No hay nada que decir, siempre que tengas conciencia de la situación.
—¿Y cuál es la situación en su caso?
—Pues que Grielescu se aprovecha de ti. En su país de antes era un fascista. Esto necesita superarlo. El tío era hitleriano.
—¡No me digas!
—¿Te ha negado alguna vez que perteneciera a la Guardia de Hierro?
—No se ha suscitado el tema.
—No lo has suscitado tú. ¿No te acuerdas de la carnicería que hubo en Bucarest? ¿Cuando colgaron de los ganchos del matadero a personas vivas y las liquidaron a todas..., las desollaron vivas?
Rara vez se oía a Ravelstein hablar de esas cosas. De cuando en cuando se refería a la «Historia» en grandes términos hegelianos y recomendaba por lo divertidos ciertos capítulos de la Filosofía de la Historia. Con él eran extremadamente raras las conversaciones sombrías que entran de lleno en el detalle.
—No sé si sabes que Grielescu era un seguidor de Nae Ionesco, fundador de la Guardia de Hierro. ¿No te lo ha dicho nunca?
—De cuando en cuando habla de Ionesco, pero habla sobre todo del tiempo que pasó en la India y de que estudió con un maestro de yoga.
—Es su fantochada oriental para deslumbrar a la gente. Tú eres demasiado blando, Chick, aunque tampoco eres del todo inocente. Sabes que es una comedia. Entre vosotros dos hay un acuerdo tácito... ¿Hace falta que te lo diga con toda claridad?
Por lo general, Ravelstein y yo nos hablábamos con franqueza. Verbum sat sapienti est. Los Grielescu eran, para Vela, gente que contaba mucho en el aspecto social. Yo estaba especialmente dotado para detectar el fenómeno y sabía que Vela me calificaba con buena nota si yo era educado con Radu y amable con su señora. Que yo estuviera de palique en francés con la madama, hablando de nimiedades, llenaba de inmensa satisfacción a Vela. Pero Ravelstein se tomaba muy en serio mi relación con aquella gente. Puesto que la muerte estaba cerca, parecía que consideraba necesario hablar más abiertamente de cuestiones que nunca hasta entonces habíamos estimado oportuno abordar.
—Te utilizan como tapadera —dijo Ravelstein—. Tú no tendrías por qué estar a partir un piñón con esos matajudíos. Pero como son amigos de Vela, bebes los vientos por ellos, o sea que das a Grielescu exactamente lo que busca. Como nacionalista rumano de los años treinta, el tipo era violento con los judíos. El no era ario, ¡ni hablar!..., él era dacio.12
Yo conocía al dedillo todos estos extremos. Sabía también que Grielescu había mantenido un trato estrecho con C. G. Jung, que se veía a sí mismo como una especie de Cristo ario. Pero ¿qué puede hacer uno con esa gente erudita de los Balcanes que posee tal diversidad de intereses y de talento... que son científicos y filósofos y además historiadores y poetas, que han estudiado sánscrito y tamil y han dado conferencias sobre mitología en la Sorbona? ¿Y que, interrogados a fondo, podrían hablarte de personas que habían «conocido ligeramente» en la Guardia de Hierro, institución paramilitar que odiaba a los judíos?
El hecho era que yo disfrutaba observando a Grielescu. Tenía un sinnúmero de tics. Era un fumador inquieto, de los que hurgan la pipa, la atiborran, introducen alambres en el tubo de brezo para limpiarlo, rebañan la cazoleta para eliminar de ella el pan de carbón. Era bajo y calvo, pero se dejaba largo el pelo de la nuca, que le crecía como la maleza y le caía sobre el cuello de la camisa. Su cráneo, abierto como un estuario, estaba recorrido de venas; parecía congestionado. Nada que ver con la calvicie de melón verde ovalado de Ravelstein. Como para acompañar su agitado manoseo de aquellas larvas peludas con las que se limpiaba la pipa, Grielescu seguía desgranando algún que otro tema esotérico. Tenía unas cejas boscosas y la amplia faz preparada para un intercambio de ideas. Pero el tal intercambio no se producía, porque él ya estaba embarcado en alguna cuestión que tanto podía versar sobre mitología como sobre historia y sobre la que uno no tenía nada que decir. A mí no me importaba en absoluto. No me gusta cargar con la responsabilidad de llevar la voz cantante en una conversación. Sin embargo, todo el mundo tiene una especie de césped de conocimientos aleatorios que le complace tener verde y bien regado. A veces Radu hablaba sobre chamanismo siberiano o volvía a tratar de las costumbres matrimoniales en la Australia primitiva. Se daba por sentado que uno estaba allí para escucharle y aprender de él. La señora Grielescu incluso había amueblado el salón teniendo presente aquel detalle.
—Así se las arreglaba para desviar la conversación de sus antecedentes fascistas —dijo Ravelstein—. Pero son antecedentes que demuestran que escribió sobre la sífilis judía que contaminó a la excelsa civilización balcánica.
Resultó que tenía razón. Grielescu había estado vinculado a los nazis, no a la forma de fascismo italiano, más desleída. Sería difícil decir hasta dónde llegaban las ideas políticas de la señora Grielescu. Supongo que en la época anterior a la guerra fue una belleza elegante, una joven moderna de clase bien. No costaba imaginarla con un sombrero campana apeándose de una limusina. Las mujeres que llevaban ropa buena y se pintaban los labios de color rojo vivo no acostumbraban a tener ideas políticas. Eran damas europeas que se dedicaban a supervisar el comportamiento social de sus esposos, los varones de su clase. Los hombres estaban para abrir puertas y retirar las sillas del comedor cuando había que sentarse.
La señora Grielescu tenía siempre algún que otro achaque de salud. A juzgar por sus arrugas, había rebasado los sesenta, circunstancia que no la hacía feliz pero que no le impedía ser exigente con los hombres. Era un manual de etiqueta ambulante. Jamás llegaría a saberse hasta qué punto estaba enterada del pasado de su marido como Guardia de Hierro. A finales de los años treinta, cuando los alemanes y los austríacos conquistaron Francia, Polonia, Austria, Checoslovaquia, Grielescu fue en Londres una especie de pez gordo de la cultura y, más adelante, en Lisboa, se convirtió en una figura destacada de la dictadura de Salazar.
Pero su política de mediados de siglo había quedado muerta y enterrada. Cuando Vela y yo salíamos a cenar con los Grielescu la conversación no versaba sobre guerra ni política, sino sobre historia arcaica o mitología. El profesor, con su suéter de seda blanca cuello cisne debajo del esmoquin, retiraba las sillas a las señoras y les colgaba las chaquetillas. Le temblaban las manos. Manejaba el champán con ansiedad.
—Pagaba la cuenta en dinero contante de un fajo de billetes de cincuenta. Nada de tarjetas de crédito.
—No lo veo retirando dinero del banco —dijo Ravelstein.
—Es probable que envíe a la secretaria a cobrar los cheques. En cualquier caso, paga siempre con billetes limpios y planchados. Ni siquiera los cuenta, suelta unos cuantos de los verdes y hace el gesto de «quédese la vuelta». Seguidamente se precipita al otro extremo de la mesa para encender el cigarrillo a su mujer. Es todo galantería, hommages, tiene un pedido de rosas fijo en la florista, besamanos y reverencias.
—Todo en francés. Aplica un criterio diferente a los americanos. Y tú, encima, eres judío. Los judíos deberían entender su posición con respecto al mito. ¿Por qué han de asociarse al mito? Fue el mito el que los demonizó. El mito judío tiene conexiones con la teoría de la conspiración. Los Protocolos de Sión, por ejemplo. Radu ha escrito libros, libros interminables, sobre el mito. Así pues, ¿qué esperas de la mitología, Chick? ¿Estás esperando que uno de estos días te den un golpecito en el hombro y te digan que ha llegado el momento de que seas un anciano de Sión? Piensa alguna vez en aquellos que colgaron de los ganchos del matadero.
Ravelstein y yo hablamos interminablemente de la celada balcánica en la que me encontraba, pero en el momento en que me dispongo a proseguir esta narración me doy cuenta de que tengo que cerrar el asunto Vela. Tengo que terminar con ella de una vez por todas. No es tan fácil como parece. Era una beldad, se vestía maravillosamente bien y sus formas físicas eran memorables. Cuando hablaba por teléfono gorjeaba como Papagena. Ravelstein es prácticamente la única persona que la describía como una mujer con mal gusto para vestir. La veía como una gestora de lo aparente de un nivel fuera de lo común. Hablando en términos políticos podía decirse que habría salido elegida por victoria aplastante. Pero Ravelstein no estaba de acuerdo:
—Cuando la pones en cuarentena, se derrumba todo —dijo—. Demasiada racionalidad en la planificación —pero después añadió—: Hizo bien dándote la patada.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque habrías acabado asesinándola —lo dijo sin aire sombrío. La idea de aquel asesinato era, para él, algo bueno. Me concedía ese crédito—. Te tenía anatemizado con la cuestión del sexo. No tenías más remedio que pensar en una muerte violenta. Eligió el peor momento posible, justo cuando acababan de morir tus dos hermanos, para comunicarte que estaba tramitando el divorcio.
Ravelstein me decía a menudo:
—Tienes una manera de contar las cosas que me llega al alma, Chick. Pero tú tienes que hablar de cosas reales. Me gustaría que escribieras sobre mí cuando me haya ido...
—Depende, ¿no te parece?, de quién lleve a quién al foso.
—No me vengas con pamplinas. Sabes muy bien que mi muerte está cerca...
Por supuesto que lo sabía. La verdad era que lo sabía.
—Tú podrías escribir unas excelentes memorias. No es que te lo pida —añadió—, te lo encargo como una obligación. Hazlo de esa manera tuya a modo de reminiscencia, después de la cena, cuando te hayas tomado unos cuantos vasos de vino, estés relajado y dispuesto a hacer unas cuantas observaciones. Me encanta cuando te sueltas y empiezas a hablar de Edmund Wilson o de John Berryman o de Whittaker Chambers, como cuando te contrataron en Time por la mañana y él te echó antes de la hora de comer. Muchas veces he pensado en lo bien que sabes contar una historia cuando estás relajado.
No había manera de zafarme. Era evidente que él no quería que escribiese acerca de sus ideas. Por algo ya las había expuesto a fondo y podían conocerse a través de sus libros teóricos. Yo tenía que hacerme responsable de la persona y, dado que no podía describirla sin una cierta participación mía, tendría que hacer tolerable mi presencia marginal.
La muerte iba cerrando su círculo en torno a Ravelstein y transmitía los habituales avisos previos, diciéndome a mí sobre todo que, como preámbulo de su final, no olvidase en ningún momento que yo lo superaba a él en algunos años. A mi avanzada edad, de cada tres reflexiones que hiciera una se centraría en la muerte. Pero lo raro de la situación era que yo me había convertido en el do de Rosamund, una de las alumnas de Ravelstein. Y Ravelstein era un personaje tan paradójico que uno de los efectos de su amistad era hacerme olvidar lo extraño de mi situación: yo, setentón, me había casado con una muchacha.
—Sólo resulta extraño si lo miras desde fuera —dijo Ravelstein—. Ella se enamoró de ti y no era cuestión de pararla.
Al elegirme a mí o al disponer que fuera yo quien escribiera sus memorias, me forzó a considerar mi muerte tanto como la suya. Y no sólo su muerte por causa del herpes, Guillain-Barré, etcétera, sino también muchas otras muertes. Era la hora última para toda una generación. El mismo día que sostuve esta conversación con Ravelstein, por ejemplo, sentado en su extravagante y espléndida habitación, la ventana que daba a levante tenía descorrida la cortina y ante nosotros se extendía el amplio azul del lago sin orillas.
—¿En qué piensas cuando miras en esa dirección? —me preguntó Ravelstein.
—Pienso en el bueno, o malo, de Rakhmiel Kogon —dije.
—Te tiene más fascinado a ti que a mí —dijo Ravelstein.
Era posible. Pero no podía mirar en aquella dirección, hacia levante, sin ver el edificio donde había vivido Kogon, y después empezar a contar hacia arriba o hacia abajo intentando localizar el piso décimo, sin saber nunca con certeza si la que estaba viendo era realmente la ventana de su casa. Rakhmiel, que desde los años cuarenta había entrado en mi vida y desde los cincuenta en la de Ravelstein, se convertiría en uno de los muchos que fueron despegando a intervalos. No se sabía nunca quién sería el siguiente. Había sufrido varios tipos de intervenciones de cirugía mayor: el año pasado le habían extirpado la próstata. Según dijo él, en realidad se había servido de ella muy poco. En cuanto a mí, no me sentía en la categoría de los amenazados porque me había enamorado de una muchacha e iba a casarme con ella. O sea que no estaba del todo en el contingente de los que emprenderían el viaje. Fue uno de aquellos curiosos momentos de lucidez que considero que no puedo silenciar. Rakhmiel poseía una esmerada educación, ¿para qué? Tenía toda la casa, hasta el último rincón, atiborrada de libros. Todas las mañanas Rakhmiel se sentaba a escribir con tinta verde.
Rakhmiel no era ni alto ni fuerte, pero no por esto dejaba de ser conspicuo en el aspecto físico: era compacto y denso, prepotente, tiránico en sus obsesiones, dogmático. Tenía una mente decididamente preparada para abordar cien temas diferentes, señal, quizá, de que había finalizado su trayectoria. Tuve la sensación de que estaba haciendo un compendio de su vida con vistas a una nota necrológica. Lo que yo intentaba hacer, tal vez, era sustituir a Ravelstein por Rakhmiel para no tener que pensar en la muerte de Ravelstein. Prefería pensar en la muerte de Rakhmiel. Así es que di un repaso a su vida y a sus obras mientras Ravelstein estaba reclinado sobre la almohada con los ojos cerrados, sumido en sus reflexiones.
Rakhmiel era, o había sido un tiempo, pelirrojo, pero los cabellos rojos habían ido perdiendo color y al final lo único rojo que le quedó fue la tez. Utilizando términos de fisiología medieval, se habría dicho que era sanguíneo: cálido y seco. O mejor aún, colérico. Tenía en su rostro una expresión policial y, como su andar era apresurado, a menudo parecía tener algún caso que resolver, tal vez ir a presentar una orden judicial o detener a alguien. Su forma de hablar, a mi parecer, tenía un tono interrogatorio. Sabía expresarse muy bien, utilizando oraciones completas, con gran rapidez y mucha impaciencia. Cuando lo conocías más a fondo te dabas cuenta de que estaba compuesto de dos elementos diversos muy evidentes: uno alemán y otro británico. Su parte alemana consistía en una dureza estilo Weimar. Supongo que las cosas que sé de Weimar proceden de su versión de club nocturno. Lo que se vendió de la Europa posbélica de los años veinte fue su dureza. Los veteranos de guerra eran duros, los líderes políticos eran duros. El más duro de todos, desde luego, fue Lenin, que mandó colgar y disparar a muchos. Hitler le hizo la competencia cuando subió al poder en los años treinta. Una de las primeras cosas que hizo fue fusilar al capitán Roehm y a otros colegas nazis. Hubo un tiempo en que Rakhmiel y yo discutíamos a menudo este tipo de cosas.
Una gran cantidad de hechos amargos, demasiado espantosos para que puedan contemplarlos quienes fueron contemporáneos de ellos. En realidad, no podemos obligarnos a reconocerlos.
Nos falta fuerza espiritual para soportarlos. Pero no por ello vamos a concedernos un salvoconducto. Un hombre como Rakhmiel se sentiría obligado a afrontar el hecho de que esta agresividad era universal. El creía que todo el mundo tenía su parte en ella. Esa clase de impulsos asesinos se pueden encontrar en toda persona de edad adulta. En ciertos casos, como en el de Rakhmiel, se pueden identificar en la estructura física como equivalentes, no necesariamente de guerra, sino de difundidas y vergonzosas enormidades rusas, alemanas, francesas, polacas, lituanas, ucranianas y balcánicas.
Pues bien, en él había ese lado germánico. Pero había también el componente británico. Rakhmiel, cuyo nombre se traduce por «Sálvame, Dios» o por «Ten piedad de mí, Dios», había tomado como modelo a los profesores universitarios ingleses y con el tiempo se convirtió en uno de ellos. Había estado en Inglaterra durante la guerra. Había vivido el Blitz de Londres, donde se encontraba en aquel entonces recogiendo e interpretando informes secretos. Después enseñó en el London School of Economics. Más adelante fue profesor en Oxford y dividió su tiempo entre Inglaterra y Estados Unidos. Era autor de muchos libros eruditos. Escribía a diario, en abundancia, interminablemente y sin dilación, con aquella tinta verde suya. Su tema principal eran «los intelectuales» y, en cuanto a estilo, era johnsoniano. A veces te recordaba a Edmund Burke, pero las más de las veces el tono de voz que escuchabas en sus escritos era el de Samuel Johnson. No veo nada de malo en esto. El reto que plantea la libertad moderna, o la combinación de aislamiento y libertad a la que uno está sujeto, es completarse. El peligro que uno corre es que puede terminar convirtiéndose en una criatura no-del-todo-humana.
Las artes del disfraz están tan desarrolladas que con toda seguridad uno se queda corto a la hora de cuantificar el número de hijos de puta con los que se ha tropezado. Ni siquiera un genio como Rakhmiel era capaz de ocultar la parte turbulenta o, si se prefiere, perversa de su naturaleza. Tenía ideas de decencia que se remontaban a las novelas de Dickens, pero estaba sujeto a unos REM13 terribles —saco el término de los especialistas del sueño—, es decir, a unos movimientos rápidos de los ojos en plena vigilia. Su aspecto era el de un socio de un club inglés, un ser irritable y tremendamente inestable, muy rojo de cara. En América, donde la gente no está familiarizada con esos tipos humanos, corría el riesgo de que sus peculiaridades fueran mal interpretadas. La gente veía en él a un hombre bajo, regordete, algo barrigón pero fuerte, vestido con ropa de tweed muy deteriorada. Ir mal vestido es una tradición entre los profesores universitarios ingleses que se remonta a la Edad Media, y en Oxford y Cambridge todavía se ven hoy día togas académicas con agujeros reparados con cinta adhesiva. De la ropa que llevaba Rakhmiel Kogon se desprendía un resentimiento muy evidente. Parecía un tirano a quien la tiranía se le hubiera quedado cocida en la cara. Algo que no se diferenciaba mucho de la mansedumbre y la clemencia cristianas ni del civismo. Llevaba, para salir, un sombrero de fieltro de ala ancha y un grueso bastón, «para pegar con él a los campesinos», según decía a modo de chiste. Y era chiste de veras, porque su punto fuerte era el civismo. Con el civismo había abierto un nuevo filón en el que excavaban todos, todo el mundo universitario.
Rakhmiel era cualquier cosa menos sencillo. Estoy convencido de que, de forma colateral, cultivaba su pequeño huerto de buenos sentimientos y de generosidad. Abrigaba la esperanza, especialmente cuando intentaba atraerse a un nuevo amigo, de que le tuvieran por un hombre decente. Era también muy erudito. La primera vez que entrabas en su casa sentías aumentar el respeto que te inspiraba. Tenía las estanterías ocupadas por colecciones completas de Max Weber, además de Gumplowicz y Ratzenhofer también al completo. Poseía las obras completas de Henry James y de Dickens, además de la historia de Roma de Gibbon y la de Inglaterra de Hume, así como enciclopedias de religión y cantidad de libros de sociología, libros muy útiles para subirse a ellos cuando se rompe la cuerda de la persiana, como yo solía decir. Estaba también la tinta verde. No se servía de otro color. El verde era su marca de fábrica exclusiva.
Ravelstein se echó a reír al llegar a este punto. Dijo:
—Así quiero que me trates. Eso mismo. Quiero que me presentes tal como me ves, sin suavizantes ni edulcorantes.
Después de haber leído mi esbozo de Kogon, Ravelstein dijo que habría debido comentar su vida sexual. Consideraba que era una omisión importante. Y con voz autoritaria me dijo:
—Lo has pasado por alto. A Kogon le atraían los hombres.
Al pedirle que me lo demostrara, me dijo que Fulano de Tal, un universitario, le había jurado y perjurado que, una noche en que habían bebido en exceso, Rakhmiel quiso acostarse con él, por lo que el chico se vio obligado a esquivar sus caricias y sus besos. Costaba pensar en un Kogon besucón y le dije que por mil años que viviera, no podría imaginar a Rakhmiel intentando meterse a la fuerza en la cama de nadie.
—Entonces es que Rakhmiel te ha hecho un lavado de cerebro —dijo Ravelstein.
No había nada en este terreno que, para Ravelstein, fuera excesivamente improbable, pero me fallaron todos los intentos que hice de imaginar a Rakhmiel besando a nadie. Ni siquiera a su anciana madre. Lo veía gritando a su madre, hablándole en tono inmisericorde y diciendo después:
—Está sorda...
Yo, sin embargo, no creo que su desconcertada mamá estuviera sorda ni muchísimo menos.
A su regreso del hospital, Ravelstein se encontraba relativamente bien. Era evidente que no conseguiría vencer la enfermedad, pero dijo:
—No tengo prisa por morir.
Su vida social estaba floreciente. En sus mejores días volaba como un halcón, como él mismo decía.
—Pero ahora aleteo como aquellos pavos salvajes que hay en tu casa de New Hampshire.
Caminaba bastante bien, pero había perdido el sentido del equilibrio.
También podía vestirse y comer sin ayuda, afeitarse, lavarse los dientes (llevaba una placa en la parte superior), atarse los cordones de los zapatos y manipular la máquina de café exprés con sus silbidos y bocanadas de vapor, demasiado voluminosa para el fregadero esmaltado y ondulado de la cocina. Le temblaban las manos más que antes cuando tenía que hacer alguna cosa delicada que requiriera más precisión de la habitual, como introducir el extremo del cordón del zapato por un ojete. Apenas tenía fuerzas para soportar el peso de su abrigo de general, confeccionado en ante y forrado de pieles, que le arrastraba por el suelo cuando yo le ayudaba a ponérselo. Ya no podía ponerse el reloj en hora y tenía que pedir a Nikki o a mí que lo hiciéramos por él.
Sin embargo, seguía dando fiestas en su casa las noches en que su equipo, los Bulls, aparecían en la televisión. Y de cuando en cuando, llevaba a sus alumnos favoritos al Acropolis de Halsted Street. Los camareros le daban fuertes apretones de manos cuando lo veían y exclamaban:
—¡Mira quién está ahí! ¡El profesor!
Lo instaban a que tomara aceite de oliva a palo seco, directamente del vaso.
—Ya es tarde para salvar el cabello, profe, pero es la mejor medicina.
También íbamos a cenar a algún club del centro: Les Atouts, el Trump Cards. Allí Abe tenía una amistad de tiempo en M. Kurbanski, con acento en la a. M. Kurbanski, el propietario y gerente serbio, viajaba al extranjero varias veces al año. Estaba ultimando los preparativos para irse a vivir a una casa en la costa dálmata.
Tenía un aspecto agradable, la cabeza y la barriga a tono con un rostro especialmente impresionante, ancho, pálido, de nariz corta, aliento contenido. Su pelo era lacio y lo llevaba peinado para atrás. Vestía de chaqué. En conjunto, sabía transmitir a Ravelstein la sensación placentera de estar tratando con un hombre civilizado.
Ravelstein me preguntó:
—¿A ti qué te parece Kurbanski?
—Pues que es un caballero franco-serbio que ofrece a la clientela local la posibilidad de pertenecer a su club-restaurante del este de Michigan Boulevard.
—¿Qué historial bélico tiene?
—Dice que peleó contra los alemanes. Perteneció a los maquis.
—Eso lo dicen todos. De todos modos, no creo que fuera comunista —dijo Ravelstein—. Tal como lo describen ellos, estaban en las montañas y luchaban por la libertad. Pero en el fondo del fondo, ¿tú qué piensas de Kurbanski?
—Que como se viera acorralado, se pegaría un tiro en la cabeza —dije.
—Eso me parece. Yo creo lo mismo. Pero aparte de todo esto, es un maitre d’h superior —dijo Ravelstein.
—¿Quién se lo va a negar sabiendo que ha sido guerrillero en sus días gloriosos y que peleó contra los alemanes?
—Por eso tiene esa mirada triste y distante. ¿Qué queda, pues? —dijo Ravelstein—. La cuestión judía.
—En aquellos tiempos era muy deseable no ser judío, un bien preciado. Nunca se sabe. Pero lo estupendo de Kurbanski es que sea francés.
—Sí. Llegamos a su establecimiento y nos habla en francés. Una cortesía que es posible, aunque seamos judíos, porque podemos responderle en un francés aceptable...
—Me gusta escucharte cuando estás bebido, Chick..., hablas y bosquejas las cosas con gran libertad. Tienes razón cuando dices que Kurbanski tiene la mirada triste...
Ravelstein había acabado por admitir que era importante observar el aspecto de las personas. No basta con conocer sus ideas, sus convicciones teóricas y sus opiniones políticas. Si uno no tiene en cuenta el corte de pelo, la caída de sus pantalones, sus gustos en materia de camisas y blusas, su manera de conducir o de comer, el conocimiento que se tiene de esa persona es incompleto.
—Uno de tus mejores números, Chick, es la descripción de Khruschev en la ONU golpeando la mesa con el zapato. Y casi igual de bueno el de Bobby Kennedy cuando era senador de Nueva York. Te llevó con él en sus rondas a través de Washington, ¿verdad?
—Sí, toda una semana...
—Ahora bien, lo que a mí más me interesó fue uno de tus esbozos —dijo Ravelstein—. Aquello de que su despacho del Senado era como un santuario dedicado a su hermano..., el cuadro enorme de Jack colgado de la pared. Había algo salvaje en aquel luto suyo...
—Yo dije vengativo.
—El enemigo era Lyndon Johnson, ¿no es verdad? Se habían desembarazado de él haciéndolo vicepresidente, una especie de chico de los recados. Pero después fue el sucesor de Jack. Y Bobby necesitaba brazos para recuperar la Casa Blanca. Lleno de odio. Eran muy guapos los dos hermanos. Bob no valía ni la mitad que Jack —dijo Ravelstein—, pero era un luchador de la calle. Lo más divertido eran aquellos paseos desde el despacho del Senado hasta el Capitolio, aquellas preguntas maravillosas que te hacía..., como: «Háblame de Henry Adams», «Dime algo sobre H. L. Mencken». Pensaba que, si tenía que ser presidente, debía saberlo.
A Ravelstein le pirraba hablar de personajes célebres. Una vez, en Idlewild, había descubierto a Elizabeth Taylor y se había pasado casi una hora siguiéndola entre la multitud. Lo que más le gustaba era haberla reconocido. Estaba tan desvaída, que tenía su mérito. Parecía saber que había perdido su encanto.
—¿No intentaste hablar con ella?
—Eeeh...
—Como autor de libros de mucha venta estás en pie de igualdad con otros personajes célebres.
Pero no.
El y yo estábamos sentados, como desde hacía tantos años, en el salón de su casa. Él llevaba el batín japonés, que se le escapaba del cuerpo por todos lados. Sus piernas desnudas eran como calabazas galardonadas con premio, tenía los tobillos hinchados.
—¡Ese maldito edema! —dijo.
La mitad superior de Ravelstein estaba tan viva como siempre, pero la enfermedad iba ganando terreno y él lo sabía tan bien como los médicos. No sólo hablaba más de las memorias que me había encargado que escribiera sino también de cosas curiosas. Como, por ejemplo, de la persistencia de sus deseos sexuales.
—Nunca había estado así de caliente —dijo—. Y es tarde para buscar pareja. Tengo que aliviarme solo...
—¿Cómo?
—Trabajos manuales. ¿Qué otra cosa puedo hacer? A estas alturas me encuentro humanamente fuera de concurso.
Sólo pensarlo me estremecí.
—Estoy fatalmente contaminado. No hago más que pensar en todos aquellos chicos guapos de París. Si atrapan la enfermedad suelen volver junto a sus madres, que los cuidan. La mía, pobre, está muy vieja. La última vez que fui a verla le pregunté: «¿Me conoces?». Y me contestó: «¡Claro! Tú eres el que ha escrito un libro muy famoso del que habla todo el mundo».
—Ya me lo contaste.
—Vale la pena repetirlo. Su segundo marido también está en una de esas escuelas para nonagenarios. Pero yo les voy a llevar la delantera. A este paso voy a llegar a la meta antes que mamá. A lo mejor la espero.
—Ésa es para mí, ¿verdad?
—Bueno, Chick, tú me has hablado muchas veces de la otra vida.
—Y tú eres un ateo declarado, puesto que no hay filósofo que pueda creer en Dios. Pero esto no reza conmigo. Sólo que mis investigaciones de aficionado demuestran que nueve personas de cada diez esperan volver a ver a sus padres en la otra vida. Otra cosa es si estoy preparado para pasar la eternidad con ellos. Sospecho que no. Preferiría que me dejaran estudiar el universo bajo la dirección de Dios. Esto no tiene nada de original, sólo que eso de captar las ansias colectivas de billones de personas no deja de ser tremendo.
—Bueno, no tardaremos en averiguarlo, tanto tú como yo, Chick.
—¿Por qué? ¿Has visto indicios en mí?
—Sí, si quieres que te hable con franqueza.
Lo dijo como si me hubiera hablado alguna vez de otra manera.
Aunque parezca extraño, no me importó oírselo decir. De todos modos, habría podido acordarse un poco de Rosamund. A veces no se mostraba del todo claro con respecto a mi relación con ella. Como es natural, su enfermedad comportaba desorientación. Había adoptado el papel de intercesor benévolo, de consejero, de componedor. Incluso tenía algo de casamentero. El hecho obedecía en parte a la influencia de Jean-Jacques Rousseau, teórico político y reformista. Inicialmente se había sentido atraído hacia Rousseau porque creía firmemente en el amor que entronca a personas y sociedades. En momentos confidenciales podía admitir que Rousseau, el genio y el innovador cuyas ideas —su gran mente— habían dominado con tanta fuerza la sociedad europea durante más de un siglo, era (casi necesariamente) un chiflado. Para volver sobre la cuestión principal que aquí me ocupa, a Ravelstein le había cogido por sorpresa que me casara con Rosamund sin molestarme en consultárselo. Yo estaba dispuesto a admitir que tal vez él sabía más de mí que yo mismo, pero no por ello iba a ponerme bajo su custodia ni a confiar en que podía dirigir mi vida. Además, habría sido una injusticia hacia Rosamund. No quiero hacer aquí discursos sobre la dignidad, la autonomía y cosas parecidas. Hacía algo más de un año que ella y yo estábamos juntos cuando Ravelstein se enteró de que éramos eso que los periodistas de la prensa de cotilleo habrían llamado «noticia». Debo decir, con todo, que vio con buenos ojos que nos casáramos y no mostró resentimiento alguno. La gente hacía de una manera natural lo que había hecho siempre. Los viejos continuaban teniendo un rebrote de insensatez tras otro hasta que el organismo acababa por rendirse. Estaba totalmente dispuesto a hacer sus delicias demostrándole que yo era típico, fiel a lo formal. En los meses finales hizo una revisión de sus opiniones sobre sus amigos íntimos y sus alumnos favoritos y vio que había acertado con todos. Nunca le dije que me había enamorado de Rosamund porque se habría echado a reír y me habría dicho que yo era un idiota. Es muy importante, sin embargo, entender que él no fue una de esas personas para quienes el amor está desprestigiado, ha caído de su pedestal, aquellos para quienes es un mito histórico, romántico, que ha tardado en morir pero que hoy, por fin, ha muerto. El creía —no, él veía— que cada alma busca al otro peculiar, ansia encontrar su complemento. No voy a describir a Eros, etcétera, tal como él lo veía. Bastante lo he hecho ya. Pero hay en esto un cierto esplendor irreductible sin el cual no seríamos del todo humanos. El amor es la función más alta de nuestra especie, su vocación. No se puede dejar al margen este hecho al considerar a Ravelstein. Él nunca echó en saco roto esta convicción. Estaba presente en todos sus enjuiciamientos.
Solía hablar bien de Rosamund. Decía que era seria, trabajadora, inteligente. Era bonita y vivaracha. Las muchachas, decía, llevaban la carga de lo que él llamaba el «mantenimiento del atractivo». La naturaleza, además, las había dotado del deseo de tener hijos y, por tanto, de casarse, lo que favorecía la estabilidad indispensable en la vida familiar. Y esto, junto con un montón de cosas más, las incapacitaba para la filosofía.
—Hay muchachas que se figuran que van a conseguir que su marido viva siempre —dijo.
—¿Te parece que es el caso de Rosamund? Yo no pienso casi nunca en los años que tengo según el calendario. Camino siempre por la misma llanura, no le veo el final.
—Hay hechos significativos que es preciso vivir, pero no hay que dejar que te absorban.
Al referirse a su enfermedad, lo hacía casi siempre de esa manera oblicua. Ravelstein estaba tomando sus disposiciones finales. Nadie se habría prestado a hablarle de esas cuestiones. La única excepción era Nikki. Pero Nikki, en cierto sentido, era su familia. En caso de que Ravelstein tuviera familia era una familia exótica, porque para él no había familias. Nikki, el guapo príncipe chino, sería su heredero. Los demás no éramos sus herederos sino, en mayor o menor grado, sus amigos.
Ravelstein hizo, en los últimos meses de su vida, lo mismo que había hecho siempre. Dio sus clases, organizó conferencias. Si le faltaban las fuerzas para hablar, invitaba a sus amigos a que hablaran por él. El dinero de la fundación estaba siempre disponible. Su cabeza calva, en el centro de la primera fila, presidía aquellos actos. Cuando terminaba la conferencia, la suya era la primera pregunta que se formulaba.
Aquello se convirtió en protocolo. Todo el mundo esperaba a que él iniciara el debate. Cuando comenzó el trimestre de otoño seguía bastante activo, pero cuando lo acompañé desde su piso hasta el campus, tuvo que pararse en cada esquina para recobrar el aliento.
Recuerdo bandadas de loros posándose en un grupo de árboles de bayas rojas comestibles. Esos loros, de los que se decía que eran descendientes de una pareja de pájaros enjaulados escapados de su encierro, habían construido primero unos nidos largos, semejantes a sacos, en el parque situado frente al lago y, más tarde, colonizaron los paseos. En aquellas viviendas pajariles que colgaban de postes utilitarios vivían centenares de loros verdes.
—¿Qué estamos mirando? —preguntó Ravelstein volviendo hacia mí sus grandes ojos redondos.
—Los loros.
—Sí, claro, nunca hubiera creído que vería esos pájaros. ¡Vaya ruido el que arman!
—Antes aquí no había más que ratas, ratones y ardillas grises..., ahora por los paseos se ven mapaches y hasta zarigüeyas..., una nueva ecología de las grandes ciudades cuya base es la basura...
—Quieres decir que eso de la jungla urbana ha dejado de ser una metáfora —dijo—. Verdaderamente me crispa los nervios oír a esos alborotadores pájaros verdes venidos de los trópicos. ¿No los expulsa la nieve?
—Al parecer, no.
No había nada que acabase con ellos. Aquellos ruidosos pájaros verdes que trillaban y guerreaban entre las hojas y les sacudían la nieve de encima para atracarse de bayas, retuvieron la atención de Ravelstein más de lo que yo esperaba. La vida natural le interesaba poco. Los seres humanos lo tenían absorbido por entero. Perderse entre hierbas, hojas, vientos, pájaros o bestias era una evasión de las obligaciones de índole superior. A mí me parece que los pájaros retuvieron su atención más tiempo de lo normal porque no sólo comían sino que se atracaban y él, como ellos, era voraz con la comida. O lo había sido. Ahora sus comidas eran sobre todo una ocasión de intercambio social o de conversación. Todas las noches salía a cenar fuera. Nikki no podía cocinar para todos los que acudían a ver a Ravelstein.
Abe tomaba el medicamento que se administraba normalmente a los que padecían su enfermedad, pero no quería que se supiera. Recuerdo su contrariedad un día que, con la sala llena de amigos, entró la enfermera y dijo:
—¡Hora de tomar el AZT!
Al día siguiente me dijo:
—¡La habría matado! —y, furioso, continuó—: ¿No educan a esa gente?
—Salen del gueto —dijo Nikki.
—¡Qué gueto! —exclamó Ravelstein—. Los judíos del gueto tenían sentimientos, tenían nervios civilizados..., miles de años de educación. Tenían comunidades y leyes. La palabra «gueto» sale de periódicos ignorantes. No es del gueto de donde vienen, sino de un tumulto nihilista atronador que no tiene sentido alguno.
Un día me dijo:
—Chick, necesito que me hagas un cheque. No es mucho. Quinientos pavos.
—¿Por qué no lo haces tú mismo?
—No quiero problemas con Nikki. Se enteraría por la matriz del talonario.
—De acuerdo. ¿A nombre de quién lo hago?
—Hazlo al portador.
No era necesario pedirle explicaciones.
—Ahí tienes la dirección —me dijo, tendiéndome un papelito.
—Dalo por hecho.
—Te haré un cheque.
—No te preocupes —le dije.
Me pregunté si alguno de los visitantes no le habría birlado, quizá, un mechero o cualquier otro bibelot y ahora se veía obligado a pagar aquel dinero para rescatarlo. Pero decidí que no valía la pena hacer especulaciones. Ravelstein ya me había hablado del notable aumento de su apetencia sexual. Me había dicho:
—Estoy caliente, ¿qué le puedo hacer? Y algunos de esos muchachitos me tienen una simpatía muy curiosa. Disponen del cuadro completo, además. Nunca habría pensado que la muerte podía ser un afrodisíaco tan raro. No sé por qué me descargo de esto contigo. Quizá porque creo que lo debes saber.
Toda mi vida he tenido la costumbre de postergar las cosas. Por supuesto que sabía que Ravelstein estaba en la línea de fondo, que no viviría mucho tiempo. Pero cuando Nikki me dijo que Morris Herbst iba a venir me lo tomé como un aviso para tratar de dominarme.
Ravelstein y Morris Herbst hablaban por teléfono a diario. Gracias a la ayuda de Ravelstein, Morris, que era viudo, se las había arreglado para colocar a dos hijos. Ravelstein había estado enamorado, en cierto modo, de su difunta esposa y hablaba de ella con singular respeto y admiración. Me había descrito «la impresionante palidez de su rostro, sus ojos negros, su belleza y su disposición abierta a lo sexual sin ser promiscua». En el terreno de la sexualidad ya no hay nada prohibido, pero el reto estriba en mantener a raya la propia ante la anarquía sexual general. Ravelstein admiraba a la difunta esposa de Herbst, la amaba. La suya era la única fotografía de mujer que llevaba en la cartera. Por consiguiente, era natural que fuera un sucedáneo de padre para sus hijos. Les conseguía becas y trabajillos en el campus, tutelaba a sus amigos, se aseguraba de que leyeran los clásicos esenciales.
Supe lo de la foto de Nehamah por Nikki.
—La lleva con las tarjetas de crédito y la Blue Cross —dijo—. Ya sabes que sus simpatías están con aquellos que tienen pasiones básicas, son los únicos que le llenan los ojos de lágrimas. Para Abe, eso es lo que más cuenta.
Si Ravelstein no hablaba mucho de Nehamah Herbst era porque en los últimos meses de vida de aquella mujer, él y Morris habían cultivado una especie de culto en torno a ella. Abe había pasado mucho tiempo con ella en las últimas semanas y Nehamah le había hablado abiertamente de cuestiones secretas e íntimas. A pesar de que no se podía confiar en él en lo que se refería a respetar las confidencias que se le hacían, a mí no me dijo nunca nada sobre lo que habían hablado él y Nehamah.
Cuando la madre de Nehamah llegó de Mea Sha’arim y pidió a su hija que le dejase celebrar una ceremonia ortodoxa, ésta dijo:
—¿Cómo? ¿En mi lecho de muerte?
—Sí. Tienes que hacerlo por tus hijos. Yo estoy aquí para salvarlos.
Pero, como decía a veces Ravelstein, casi nunca se llega a lo que cuenta de veras. Lo que importa realmente debe ser revelado, nunca practicado. Sin embargo, sólo un puñado de seres humanos poseen la imaginación y fuerza de carácter suficientes para vivir de acuerdo con el verdadero Eros. Nehamah no sólo se negó a recibir al rabino ortodoxo que llevó su madre hasta su lecho de muerte, sino que ya no volvió a dirigirle nunca más la palabra y, sin llevarse el adiós de su hija, la vieja regresó a Mea Sha’arim.
—Nehamah era pura y fue inamovible —dijo Ravelstein en voz baja y con respeto infinito.
Estoy intentando transmitir de la mejor manera que puedo la conexión singular que existía entre Ravelstein y Morris Herbst. Durante treinta o cuarenta años estuvieron en contacto diario.
—Ahora que dispongo de pasta para hacer lo que se me antoje, tengo la satisfacción de estar en contacto con Morris y de poder hablar con él sin preocuparme de lo que pueda costarme —me dijo Ravelstein.
De todos modos, según me dijo Nikki, Ravelstein no veía nunca las facturas de teléfono. Las pagaba Legg Masón, la importante empresa de inversiones del Este que administraba su dinero. Abe le había dicho a Nikki, que era quien abría la correspondencia:
—No me gusta la impresión electrónica, por supuesto que no pienso leer nada. No me traigas nada, no me pases ningún estado de cuentas a menos que el capital baje por debajo de los diez millones.
En este punto la reserva oriental de Nikki se volatilizaba. No conseguía evitar una carcajada.
—Ni un céntimo menos de diez grandes —dijo.
Era franco conmigo porque yo nunca lo agobiaba, no le hablaba nunca de dinero. Se habría sentido..., veamos, ¿cómo se habría sentido?... La palabra adecuada es «ultrajado». Tenía una suavidad principesca asiática pero, como lo ofendieses, Nikki era muy capaz de rebanarte la cabeza.
Volviendo a Morris Herbst, estaba siempre en el primer lugar de la lista de invitados en todos los congresos que organizaba Ravelstein. Era el primero en ser invitado y el primero en aceptar. En todos y cada uno de los actos en los que intervenía Ravelstein, Morris leía un trabajo. Tenía un aire reflexivo, reposado, estable y hablaba con seguridad, sin prisas ni nerviosismo. Con su barba blanca cuadrada —sin bigote— tenía el aire de un campesino de Michigan al que conocí hace cincuenta años. Herbst también había estudiado con el profesor Davarr pero, como no tenía conocimiento del griego, no podía considerarse un producto Davarr genuino. Enseñaba Goethe, había escrito un libro sobre Las afinidades electivas, pero el hecho curioso —siempre hay hechos curiosos— era que también tenía una debilidad por los naipes y los dados y viajaba a menudo a Las Vegas. Ravelstein estimaba en mucho a los jugadores temerarios. También yo tenía buena opinión de Herbst. No habría sabido decir por qué. Era jugador, perdía la cabeza cuando jugaba al veintiuno y, aunque lloraba a su esposa, no por ello dejaba de procurarse otras mujeres y nunca se atribuía méritos falsos.
Sí, se había ocupado de su familia, tal como había prometido a Nehamah, pero sus hijos sabían todos los detalles de sus correrías, de sus aventuras. Después de la muerte de Nehamah tenía siempre a alguna mujer instalada en casa y muchas otras que lo llamaban desde todo el país. Tenía unas maneras tranquilas, una forma de estar sentado inequívocamente serena. Sus blancos cabellos eran a la vez rizados y ondulados y su tez de color intenso. Su aspecto era bueno, pero debía la vida a la cirugía cardíaca. Cuando le hacías una pregunta, tenías que esperar a que organizase la respuesta. Podía quedarse sentado e inmóvil y considerar incluso cinco minutos (lo cronometré varias veces) la respuesta que debía dar. Era un conversador sobrio y circunspecto. Había nacido en Alemania y se había especializado en los pensadores alemanes. Su afición a los mismos no llegó nunca a rayar tan alto como su afición a las mujeres, pero desde la muerte de su esposa tuvo un amor duradero con una mujer cuyo marido, paciente varón, se vio obligado a aguantar sus largas conversaciones telefónicas nocturnas. Privado de teléfono, ¿qué habría sido de la vida espiritual de Morris? Ravelstein prefería la expresión francesa. Decía:
—Yo no llamaría mujeriego a Morris. La verdad es que es un auténtico homme a femmes. Si esto no es una vocación, no es nada.
Hacía cinco años que los cirujanos le habían comunicado a Herbst que su corazón estaba agotado. Se hallaba en lista de espera para un trasplante con una calificación de alta prioridad. No le quedaba más que una semana por delante cuando un motorista de Missouri sufrió un atropello y murió en el accidente. Al muchacho le saquearon los órganos. Desde el punto de vista técnico, aquellos trasplantes eran un éxito inmenso. Pero, considerando el caso desde el lado humano, el hecho es que Morris lleva en el pecho el corazón de otro hombre. Que uno acepte un injerto de piel de un desconocido compatible tiene un pase, pero a todos nos parece que, tratándose del corazón, es otro cantar. El corazón es un misterio. El que ha visto su corazón en una pantalla de vídeo, como es el caso ahora de muchos millones de personas, y ha contemplado cómo se contrae y se dilata rítmicamente, tal vez se habrá preguntado a qué obedece la persistencia de este músculo tan leal en su funcionamiento desde el útero materno hasta el último suspiro. Una contracción y una dilatación rítmicas que prosiguen su ciego funcionamiento. ¿Por qué? ¿Cómo? Pues resulta que el que ahora prolonga la vida de Morris Herbst es un adolescente de Cape Girardeau, Missouri, un demonio de la velocidad de quien su actual poseedor lo ignora todo. Una situación a la que no se puede aplicar otra cosa más que aquella frase hecha de la industria que dice: «Las piezas son intercambiables». Y esto es algo que nos hace conscientes de la realidad moderna.
Durante la guerra, a menudo me había impresionado pensar que los soldados rusos que hicieron retroceder el ejército de Hitler a través de Polonia habían logrado su propósito gracias al cerdo enlatado de Chicago que consumían.
¿Por qué cerdo? Pues bien, en este caso es apropiado. Morris era un judío creyente, no del todo ortodoxo, pero más o menos practicante. Resulta que ese judío laxo debe la vida al corazón que le sacaron del pecho a un muchacho que perdió el control de la moto que conducía. No estoy enterado de las circunstancias reales de su muerte. Todo lo que sé, en realidad, es que los técnicos quirúrgicos extrajeron el órgano al chaval y que ahora sustituye al corazón titubeante alojado anteriormente en el pecho de Herbst. Éste me dijo un día que aquello había aportado a su vida unos impulsos y unas sensaciones ajenas.
Quise saber a qué se refería.
Sentado y circunspecto, las manos en las rodillas, desaparecida la palidez de su rostro junto con el corazón averiado que lo estaba matando, los cabellos blancos rizados enmarcando un rostro de nuevo rubicundo, dijo que ahora se sentía como uno de esos Santa Claus que hay en el departamento de juguetes de los grandes almacenes y que preguntan a los niños qué regalos quieren en Navidad. Y todo porque un corazón prestado se había enseñoreado del centro de su «equipo físico» (según él lo designó) y advertía que, al mismo tiempo, le había sido impuesto un temperamento diferente: juvenil, atolondrado, no que buscase el riesgo pero sí satisfecho de correrlo.
—Me siento un poco como el tipo aquel que se hace llamar Evel Knievel que salta con su Honda por encima de dieciséis barriles de cerveza.
Si lo entendí, por curioso que parezca, fue porque en aquel entonces yo estaba en tratamiento con una fisioterapeuta que me había dicho que los órganos principales del cuerpo estaban rodeados de cargas de energía y que ella, la terapeuta, estaba en contacto en aquellos momentos con mi vesícula biliar.
—Pero es que yo no tengo vesícula biliar —le dije—. Me la extirparon.
—De acuerdo, pero queda la energía..., y seguirá allí mientras usted viva —me dijo.
Lo menciono con una pizca de agnosticismo porque se me pedía que creyera que no se trataba simplemente de que el corazón del muchacho había cambiado de cuerpo. Los órganos son, además, receptores de cosas sombrías, de impulsos de afirmación, tanto ansiosos como felices según los casos, y seguramente habían entrado en el cuerpo de Herbst junto con el nuevo corazón. Ahora tendrían que acomodarse a los impulsos de aquel nuevo marco.
De tratarse de un trasplante de riñón o de páncreas, el caso habría sido diferente. Pero el corazón comporta muchas connotaciones, es el centro de las emociones del hombre, de su vida superior.
En cualquier caso, a Morris, judío alemán, lo había salvado aquel muchacho de Missouri. Y tuve que refrenarme de hacerle preguntas sobre aquel corazón originariamente cristiano o gentil, con sus oscuras energías y sus ritmos. ¿Cómo se adaptaba a las necesidades o peculiaridades judías, a sus pesares, a sus ideas? En aquel momento era un tema del que no podía hablar con Ravelstein. No estaba en condiciones de canalizar sus reflexiones en aquella dirección.
A lo máximo que me atreví fue a preguntar con muchas vacilaciones directamente a Morris sobre el trasplante. Me dijo que en todos los Estados, cuando sacabas el permiso de conducir, te hacían rellenar una casilla en la que te preguntaban si accedías o no a donar tus órganos.
—El chico no había tardado ni medio segundo en poner una X en la casilla correspondiente. ¡Qué demonios! ¿Por qué no? O sea que expidieron el corazón al Este y me operaron en el Mass General.
—¿No sabes nada más sobre el chico?
—Muy poco. Escribí una carta a sus padres dándoles las gracias.
—¿Qué les decías, si no te importa comentarlo?
—Les dije con toda sinceridad lo agradecido que les estaba. Me expresé como si fuera un americano de pura cepa, así no tendrán que preocuparse pensando que gracias al corazón de su hijo hay un chinche extranjero que sigue vivo...
—Seguramente te harás tus reflexiones cuando ahora estás en la carretera y te ves rodeado de pronto por una pandilla de jóvenes con sus motos, sus pañuelos, sus cascos y sus anteojos.
—Estoy preparado para esto.
—¿Te contestó la familia del chico?
—Ni una postal. Pero seguramente les alegra pensar que el corazón de su hijo sigue viviendo.
Inclinó la cabeza y su expresión fue de indecisión. Sus dedos, que tenía en la sien, le sostenían la cabeza... como si buscara respuestas en el motivo de la alfombra persa de Ravelstein o extrajera de ella algún mensaje singular sobre aquella milagrosa prolongación vital que se le había concedido. Como yo no cifraba mis esperanzas en la alfombra, volví al lenguaje de la política de las grandes ciudades... Se había introducido un elemento extraño. Así pues, la vida —es decir, lo que uno ve incesantemente, las imágenes que genera la vida— continuaba. Aquello guardaba relación con algo que yo había dicho a Ravelstein.
Al preguntarme qué idea me hacía de la muerte, cómo la imaginaba, le dije que cesarían las imágenes. Es evidente que, al hablar de imágenes, me refería a aquello que los americanos llaman Experiencia. No pensaba entonces en las imágenes a las que últimamente se tiene acceso, las que ofrece la tecnología, esa especie de excursión que uno puede hacer a través del propio tubo digestivo o del propio corazón. El corazón..., al fin y al cabo, es una masa de músculos. Pero, qué tenaces. El corazón empieza a latir en el útero materno y prosigue su ritmo a lo largo de casi un siglo. En el caso de Herbst se había rendido después de cumplidos los cincuenta años y, gracias al trasplante, seguiría funcionando hasta los ochenta y tantos. Se había comprometido a ir al hospital una vez al año para someterse a unas pruebas. Pero, en términos generales, su vida era la misma de antes. Tenía todas las trazas de ser un hombre afable, tolerante, accesible. Su rostro benévolo y tranquilo, bordeado de una barba blanca, limpia y rizada, era sereno y sano. Observaba con mucha atención a las mujeres, revisaba sus cuerpos, sus pechos, piernas, peinados. Era uno de esos hombres que saben apreciar a una mujer, que hacen justicia a sus cualidades. No daba la impresión de que esas estimaciones suyas molestaran a nadie. Sentía un placer desinteresado en juzgar a las mujeres. Pero sus maneras eran tranquilas, no hacía grandes alharacas, eran pocas las que se sentían incómodas como resultado de su interés.
Cuando llegó Herbst, me retiré. Abe y Morris, amigos desde hacía casi medio siglo, seguramente tenían montañas de cosas que contarse. Ravelstein gritó desde la cama:
—¡Traédmelo aquí!
Tenía las sábanas Pratesi sueltas por las esquinas de la cama y la colcha de visón, bellamente curada, suavísima, caída en el suelo. En las paredes, por alguna razón, los cuadros no estaban nunca derechos. En el cuarto, sobre los muebles antiguos y valiosos, se amontaban prendas de ropa revueltas con papeles manuscritos y cartas. Las cartas me recordaban siempre las controversias en las que Ravelstein estaba envuelto, los enemigos poderosos e implacables que se había hecho en el mundo académico. Era algo que a él le tenía totalmente sin cuidado.
Herbst se agachó junto a la cabecera de la cama para abrazar a Ravelstein.
—Chick, acerca una silla a Morris, ¿quieres?
Le acerqué la butaca italiana de respaldo redondo, tapizada de cuero. Uno solía olvidar que Herbst estaba vivo gracias al trasplante. Tenía tan buen aspecto que se daba por sentado que podía atender sus necesidades normales. Por un momento pensé que Ravelstein prefería que Herbst, su viejo amigo, fuera un inválido. Pero fue un fogonazo. No cuadraba con Ravelstein condescender a aquel tipo de juegos. Se moría, de esto no había duda, pero aquella habitación no se convertiría por ello en la de un enfermo. Él necesitaba —deseaba— hablar.
Dejé solos a los amigos, salí de aquella habitación que Ravelstein había amueblado como dormitorio de un hombre de su talla. Casi de inmediato oí que se reían estrepitosamente, se ponían mutuamente al corriente de los chistes mejores (los más descarnados, los más picantes) que habían oído últimamente. El ambiente solemne tipo «últimos días de Sócrates» no era el estilo de Ravelstein. No era éste el momento de ser otro..., ni siquiera de ser Sócrates. Era el de ser más que nunca quien había sido siempre. No iba a malgastar tontamente las horas de declive que le quedaban siendo quien no era.
Cuando se instalaron a hablar de sus cosas volví a casa e informé de los asuntos del día a Rosamund. Acababa de hablar por teléfono con la mujer que le pasaba la tesis a máquina. Faltaban pocas semanas para la lectura de su tesis doctoral. Había estudiado cinco años con Ravelstein o sea que, de haberme interesado saber qué debía Maquiavelo a Tito Livio, no tenía más que preguntárselo a aquella mujercita de ojos azules almendrados tan encantadora como guapa. Pero entonces me interesaban muy poco las deudas que pudiera tener Maquiavelo. Lo que para mí más contaba, lo que me reconfortaba más profundamente, era que todo cuanto dijera a aquella mujer, ella lo entendería.
—¿Ha llegado Herbst? Seguro que tienen mucho que contarse.
—No lo dudo, pero lo primero que tienen que contarse son unos cuantos chistes sucios. Una ocasión más bien rara, se mire como se mire. Herbst, con el corazón de otro hombre palpitándole en el pecho, y Ravelstein, que ya se ha despedido de él. En cierto modo, mejor los chistes que una conversación sobre el alma y la inmortalidad. Para averiguar qué ocurre cuando dejas de respirar hay que comprar la entrada.
—¿Morirse?
—¿Hay alguna otra forma de enterarse?
—¿Te ha dicho Nikki que el doctor Schley quiere que Ravelstein vuelva al hospital?
—Me sorprende —dije—. Si acaba de aprender a andar... Según tú decías, todavía le quedaba un año.
—¿No pensabas lo mismo? —dijo Rosamund.
—Sí, claro, pero él no tiene ganas de ir arrastrándose por ahí. Por lo menos en el hospital estará más protegido frente a los amigos y a los que le quieren bien.
—Él es mucho más sociable que tú, Chick. Disfruta con la compañía de la gente.
Pero no se trataba simplemente de compañía. La gente iba a verle para exponerle sus problemas, como si él, desde su lecho de muerte, dispensara una especie de información divina.
La puerta de la habitación de Ravelstein estaba abierta, lo que me permitió ver los largos cabellos de Battle, que le caían sobre sus cargadas espaldas, y también sus elegantes botas hasta el tobillo. No le veía la cara pero pude ver, en cambio, que su esposa estaba llorando. Estaba inclinada hacia adelante. Aquello no podían ser más que lágrimas. Aquella mujer me inspiraba un gran respeto y sentía una gran simpatía hacia su marido.
Los Battle eran grandes admiradores de Ravelstein. No asistían jamás a sus conferencias públicas y dudo que leyeran sus libros, pero se lo tomaban muy en serio. Cuando, hace unos años, a Battle le llegó la jubilación, cruzó con su esposa los confines del Estado y se internaron juntos en los bosques de Wisconsin, donde se dispusieron a llevar una vida muy sencilla, estilo Thoreau. Cuando venían a la ciudad, Ravelstein solía invitarlos a cenar a nuestro restaurante serbio-francés.
Yo había descubierto que, si sitúas a una persona bajo una luz cómica, se vuelve más agradable. Si dices de alguien que es grosero, que eructa, que tiene unos ojos que parece un lucio humano, a partir de entonces te llevas mejor con él, en parte porque reconoces que has sido sádico con él y que lo has desprovisto de sus atributos humanos. Igualmente, si has perpetrado contra esa persona alguna violencia metafórica, te sientes deudor de alguna consideración especial.
Así que salieron los Battle, Ravelstein me dijo (acurrucado en la cama, como divirtiéndose por dentro) que el propósito de aquella visita había sido recabar su consejo.
—¿Sobre qué?
—Han venido para decirme que proyectaban suicidarse. Se han disculpado conmigo por molestarme en un momento así...
—Menos mal... —dije.
—No seas duro con ellos, Chick. Las fantasías sobre el suicidio son bastante habituales entre la gente mayor. Creo que hablan en serio.
—Se figuran que hablan en serio.
—Como estoy en las últimas, también yo pienso en esas cosas, es natural. Me encuentro en un momento malísimo para que la gente me venga con sus problemas. Me han expuesto la cosa en la forma de «supongamos que...». ¿Consideraba yo, juzgándolo de una manera abstracta, dada la época de la vida en que se encontraban y todo el resto de la que pueda quedarles, que obrarían bien si...?
—¿Un pacto de suicidio?
—Battle ha expuesto sus razonamientos y ella los ha completado y ha incorporado la glosa sensata. Han dicho que yo era la única persona en quien confiaban y que estaban seguros de que no sería satírico con ellos.
—O sea que van a ver a un hombre que preferiría no morir y le exponen su plan de suicidio.
—Hace varias semanas que Batde me lo insinuó. Es un hombre muy inteligente, pero tiene un carácter muy fuerte. Y esto le impide expresarse. La sensata es ella, ha venido con un vestido azul lleno de botones, dos hileras de botones en la parte delantera. Es una mujer menuda. ¿O será que su voluminoso marido la empequeñece? En fin, tiene una carita británica muy graciosa, una cara que te mira desde abajo. Estoy seguro de que los niños, cuando la ven, deben de encontrarla encantadora, simpática...
—¿De qué se quejan, pues?
—Se quejan de que se hacen viejos. Todas las personas cultas cometen el mismo error, creen que la naturaleza y la soledad van a sentarles bien. La naturaleza y la soledad son veneno —dijo Ravelstein—. Al pobre Battle y a su mujer les deprimen los bosques. Eso es lo primero que hay que tener en cuenta.
—¿Y tú qué les has dicho?
—Les he dicho que han hecho bien contándomelo. Ojalá que la gente, cuando tiene ideas suicidas, pidiera consejo. Si se sienten de esa manera es porque les falta una comunidad, gente con quien hablar.
—Quizá sea la idea que se hacen de pagar un tributo. Tal vez ésa sea su manera de decir que la vida, sin su amigo Ravelstein, no tiene ningún valor —dije.
—Bien, yo los quiero mucho —dijo Ravelstein—. Se han inventado esa manera solapada de hacerme saber que no me iría solo.
—Es evidente que hablan de ti todo el tiempo y que han pensado que tal vez te convertirías en un referente ausente.
—O sea que, si yo muero, también ellos pueden morir —dijo Ravelstein con esa manera suya de explicar las cosas.
Le encantaban los comadreos, pero sería difícil describir el interés que sentía por las personas. Poseía una curiosa intuición, aunque en su caso era más adivinación que análisis lo que estaba en juego cuando hablaba de las personas o las desentrañaba.
—Les he dicho que es un error hacer del suicidio un tema de discusión o de debate. El razonamiento a favor o en contra de la vida es una niñería.
—Tú tienes una gran autoridad con los Battle, si tú les dices que no lo hagan, no lo harán.
—Dictar leyes no es mi estilo, Chick.
Lo cual, ciertamente, no era verdad.
—Querían que me los tomara en serio —dijo—. Pero es evidente que no hablaban en serio.
Lo que querían es distraerme con esa canción del doble suicidio.
Aquello se acercaba más a la verdad.
—Les he dicho que habían vivido un gran amor. Un clásico.
—Y que no debían manchar ese amor con el deshonor —añadí.
—Más o menos —dijo Ravelstein—. Ya conoces la historia. Después de haber bailado con Battle, a quien no había visto en su vida, la mujer abandonó a su marido. Cayó en brazos de Battle y aquí se acabó todo. En aquel mismísimo instante las dos partes reconocieron que sus respectivos matrimonios habían terminado... Él era bueno en las pistas de tenis y en las de baile, pero no tenía nada de seductor, y ella no era una esposa infiel. Él le dijo que la esperaba en el aeropuerto...
—¿Y eso dónde fue?
—En Brasil. Y su vida ha sido feliz.
—¡Ah, ya lo recuerdo! Su avión fue alcanzado por un rayo.
—Tuvieron que aterrizar en Uruguay. Han estado juntos muchos años..., cuarenta años sin una fisura. Los Battle querían que yo les hiciera un compendio de todo lo suyo, o sea, que les he complacido y les he contado su propia historia. Entre millones o centenares de millones de personas sólo ellos han tenido suerte. Han vivido un gran amor y décadas de felicidad sin esfuerzo alguno. ¿Por qué, pues, rebajar esa felicidad con un suicidio?... Me he dado cuenta de que la señora Battle ha oído... lo que esperaba oír. Quería que le demostrara que hay que seguir viviendo.
—Pero Battle no estaba del todo satisfecho, ¿verdad?
—Exactamente, Chick. Esperaba que yo le hablaría de suicidio y nihilismo. Muchas veces he pensado que las fantasías de suicidio se contrarrestan con las fantasías de asesinato en la economía mental de las personas civilizadas. Battle no es un profesor hasta la médula, aunque siente la responsabilidad de alistarse al nihilismo. No es que él sepa mucho sobre nihilismo, pero es algo que está en el aire. Ha hablado de la gente triunfadora inclinada al suicidio, los que miran más allá de las ilusiones del éxito y deciden acabar con su vida...
—Si te disgusta la existencia, la liberación es la muerte. Llámalo nihilismo, si quieres.
—Sí, al estilo americano..., sin el abismo —dijo Ravelstein—. Los judíos, sin embargo, creen que el mundo ha sido creado para todos y cada uno de nosotros y que cuando destruyes una vida humana, lo que destruyes es todo un mundo..., el mundo tal como era para aquella persona.
De repente Ravelstein se sintió incomodado conmigo. Por lo menos me habló con una ampulosidad que dejaba traslucir malhumor. Tal vez yo seguía sonriendo al pensar en los Battle y a él pudo parecerle que disentía de la idea de que uno, al destruirse, destruye todo un mundo. Como si yo lo amenazara con destruir un mundo, yo que he vivido para ver esos fenómenos, yo que creo que el corazón de las cosas está en la superficie de las mismas cosas. Yo que decía siempre: «Cesarán las imágenes», al responder a la pregunta de Ravelstein: «¿Cómo imaginas la muerte?», queriendo significar, una vez más, que en la superficie de las cosas se ve el corazón de las mismas.
Cerca ya del final, Ravelstein atraía a muchos visitantes. Pocos llegaban hasta su dormitorio, Nikki se ocupaba de que así fuera. Pero entre los más significativos se contó Sam Pargiter, cuya presencia resultó curiosa. Era uno de mis mejores amigos. Por mediación mía había leído el famoso libro de Abe y había asistido a sus conferencias públicas y también a algunos de nuestros seminarios conjuntos. Valoraba en mucho las opiniones de Ravelstein y sus chistes. Con un gran letrero detrás de él en el que se leía Prohibido fumar, Ravelstein prendía sus cigarrillos con la llama del Dunhill mientras daba sus conferencias y decía:
—Si usted se marcha porque su odio al tabaco es más grande que su amor a las ideas, no le echaremos de menos.
Lo decía con mordacidad tan cómica y con tan buen talante que Pargiter quedó embelesado con él y me pidió que le presentara a aquel hombre tan ingenioso. Le dije, pues, a Ravelstein que mi amigo Sam Pargiter estaba interesado en conocerlo.
—Muy bien, así tendrás en la misma yunta a dos amigos totalmente calvos —dijo Ravelstein.
De su forma de decirlo se deducía que, como le quedaba muy poco tiempo, no debía traerle gente nueva.
—¿Dijiste que era sacerdote católico?
—Lo fue —dije—. Solicitó la salida. Pero sigue siendo católico... Tú también tienes un amigo jesuita, Trimble.
—Trimble y yo compartimos un piso en París y salíamos juntos a menudo. Pero él fue, como yo, alumno de Davarr y hablábamos el mismo lenguaje.
—Bueno, aunque no lo haya hablado con Sam Pargiter, puedes tener la seguridad de que, si quiere venir a verte, es porque te ha leído y puedes estar seguro de que él no intentaría nunca apuntarse una novena entrada a costa tuya.14
Descubro, al volver la vista atrás, que yo me preocupaba extrañamente por las personas que visitaron a Ravelstein en sus últimos días y que, arrimadas a las paredes de la habitación, formaban un grupo de testigos en su mayoría silenciosos. A Ravelstein ya no le quedaban fuerzas para aceptar ni rechazar a los visitantes. De algunos de ellos yo habría podido decir que Ravelstein habría preferido no verlos. Uno de sus rivales de mucho tiempo, Smith, se presentó con una nueva esposa, que se arrogaba el papel de instructora del profesor y le dijo, situándose junto a la cabecera de la cama:
—Dile que le quieres. ¡Anda..., díselo!
Y el hombre, con muy poco entusiasmo, dijo:
—Le quiero.
Estaba muy claro, en cambio, que lo odiaba. Se odiaban mutuamente. Ravelstein cortó aquel momento imposible con una sonrisa maravillosa, aunque ya no era capaz de intervenir. Era evidente que Smith estaba furioso con su última esposa. Nadie tenía autoridad suficiente para pedir a los Smith que abandonaran la cabecera de la cama. Fue una suerte que Pargiter —cuya presencia, de haberme encontrado en mi lecho de muerte, habría agradecido— estuviera sentado junto a la puerta. Pargiter estaba allí como espectador o como testigo, simplemente sentado junto a la pared haciendo la función, en gran parte tácita, de estar donde estaba.
Los visitantes de los que Ravelstein estaba más necesitado eran los que acudían más regularmente. Estaban, por ejemplo, los Flood, marido y mujer, pareja con la que tanto Ravelstein como Nikki estaban muy unidos. Flood pertenecía al cuerpo administrativo de la universidad, su responsabilidad particular se centraba en las relaciones de la comunidad. Era el representante de la universidad en el ayuntamiento y se encargaba de supervisar el sistema de seguridad de la universidad. La policía de la universidad le pasaba información. Una de sus actividades consistía en solventar escándalos. Era un hombre sencillo, sensible, serio, tenía buen corazón. Sólo Dios sabe las muchas cosas desagradables que había resuelto por el bien de la comunidad universitaria. Pero no era indispensable pertenecer a aquella comunidad para ser objeto de sus desvelos. Un propietario de un restaurante griego tenía una hija cuya vida salvó Flood gracias a procurarle asistencia quirúrgica en el último momento y cuando se encontraba en gran peligro. Flood tenía fama en la ciudad de persona-a-la-que- se-puede-recurrir-en-un-apuro. Había hecho favores tanto a Ravelstein como a mí. Como las de la casa de Ravelstein, las puertas de la casa del matrimonio Flood estaban siempre abiertas. La gente entraba y salía de su casa sin grandes restricciones ni formalismos. Gilda Flood y su marido, para decirlo llanamente, se querían. Ravelstein valoraba más que ningún otro aquel lazo humano tan simple (pero tan indispensable). El tenía una gran diversidad de conexiones a todos los niveles. No son cosas para ser divulgadas. Me limito simplemente a señalar la variedad de visitantes atraídos a la cabecera de la cama de Ravelstein que él, cuando emergía, observaba arrimados a las paredes de su habitación, personas cuya presencia debía de reconfortarle por las afinidades que tenía con ellas, personas que eran en cierto modo su familia o lo más próximo a ella.
Hacia el final, Ravelstein se mostraba a menudo impaciente conmigo. Había aprendido del profesor Davarr que la gente moderna —y yo, en algunos aspectos, era una persona moderna— entra directamente a saco en las cosas. No estaba de más llamarles la atención, podar aquella excrecencia que supone la persistencia en el error. Por eso podía ser directo sin ofender.
A veces los que están cerca de la muerte son muy severos. Nosotros seguiremos aquí cuando ellos se hayan ido y esto no es fácil de perdonar. Si yo no me merecía la vara por la opinión X, es evidente que me tenía ganados un par de batacazos en los nudillos por la Y. Cuanto más viejo te haces, peor es lo que descubres en ti. El habría empleado mejor que yo los años que me quedaban. Lo mínimo que puede hacer uno es reconocer los hechos escuetos. Ravelstein me consideró petulante con el pecado del suicidio cuando le dije que había dado una respuesta muy judía a los Battle. Pero se aplacó después y dijo:
—Me concederás, en cualquier caso, que he salvado dos vidas.