6
Habían tomado dos o tres de copas. Lo suficiente para relajarse. El día fue muy duro para ambos, y lo necesitaban. Susana escudriña en su rostro. A Sergio se le marcan los hoyuelos. No se había percatado antes. Suspira. «Qué mono es». Se recuesta en el sofá. «Mañana será complicado», piensa. Apura el ron y cierra los párpados.
—¿Estás cansada?
—¿Tú que crees?
Sergio murmura algo ininteligible. Coge la botella de ginebra y rellena su vaso.
—Me gustó como nos sacaste del hotel.
Susana lo ideó. Emborracharon a Ángeles y la acompañaron hasta el ascensor que comunicaba directamente con el parking. En el camino no se cruzaron con ningún otro huésped. Si lo hubieran hecho, tampoco habría pasado nada. Dos personas acompañando a una tercera que ha bebido demasiado.
—¿Todavía duerme la mona?
—Esa no despierta hasta mañana —le responde Susana, riéndose.
Sergio la imita.
—¿Sabes que tienes un hoyito muy gracioso aquí? —Le toca con un dedo en la mejilla.
—Sí, ya me lo han dicho alguna vez.
—¡Uy! Eres más presumido. Seguro que las tienes locas… —Susana se ríe de todo con facilidad. Quizá las copas.
A Sergio le hace gracia. Ha bebido más que ella pero no va tan pasado de copas. «¿Es buen momento para…?», se pregunta. «Quizá no deba esta noche», piensa acto seguido.
—¿Me pones otra copa… por favor? —le pregunta ella.
Sergio no le responde, pero se levanta.
—Creo que es hora, señorita, de que te vayas… que nos vayamos, a la cama.
—Qué directo eres —bromea Susana, agarrándose a su mano para ponerse de pie—, pero no me vas a convencer así, ¿eh?
Al auparse sostenida por Sergio, ambos tropiezan y están a punto de caer. Se aferran el uno al otro, muy cerca las caras. Susana está chisposa, pero en ese momento se despeja. Le mira los labios, apetitosos, carnosos. Y le da un beso. Sergio se deja besar, pero no la responde. Ella aspira su olor. Huele a loción de afeitado, muy masculino. Sergio se retiene.
—Venga, mañana debemos estar muy despiertos. La loca esta nos puede hundir el negocio.
Susana asiente. Sigue mirándole de cerca, muy de cerca. Tanto que Sergio se siente cohibido. Se aparta un paso y hace ademán de comenzar a andar hacia su dormitorio. Pero ella le detiene, sujetándole del brazo.
—No sé qué pasará mañana…, o pasado mañana. Pero me caes bien. No eres tan estúpido como creía. ¿O sí?
Sergio sonríe.
—Posiblemente sí. Tengo a una loca encerrada en una habitación, han cometido un desfalco de película en mi empresa y hace menos de dos días que supe que mi padre no es mi padre. Creo que me he ganado el apelativo de estúpido, cuando menos.
—Lo de la loca no te lo discuto. Porque hay que ser imbécil.
Sergio lo confirma con un movimiento de cabeza.
—Pero lo de la empresa y lo de tu padre le puede ocurrir a cualquier hijo de vecino. —Se acerca de nuevo a su cara—. Así que ya basta de victimismo. Mañana vamos a coger a ese abogado por los huevos y solucionaremos uno a uno los problemas.
Después de eso, Susana le suelta la mano y pasa por delante de él. Sergio la contempla mientras se marcha. «Tiene un culo interesante», piensa. Qué lástima que haya decidido comportarse como un caballero. Bosteza. Esa chica le gusta. Se pregunta por qué está ayudándolo, y recuerda su única exigencia: Morales libre de cualquier cargo. «¿Qué relación les vincula? Ella es muy joven para ser su novia o su amante. Su hija tampoco, lo sabría Magdalena». Los problemas, como dice Susana, uno a uno.
***
El pelo alborotado de Susana esconde parte de un hombro y se revuelve entre las sábanas. Sergio la desea. Por un lado de la cama le asoma un muslo blanco que se desliza hasta un tobillo fino y un pie de uñas desnudas. «No necesita maquillaje», piensa. El movimiento de sus ojos bajo los párpados sugieren un sueño intranquilo, quizá producto del alcohol. Sergio se acomoda y al ir a tocarla se detiene en su propia mano. Hercúlea, viril. Siempre ha estado orgulloso de sus manos. «¿Deseará ella que la acaricie?».
Susana se estremece, tal vez por un mal sueño. La vuelve a estudiar y descubre el comienzo de un pecho lechoso. No se sorprende de encontrarla desnuda. Posa sus labios en la mejilla, cálida y sedosa, de Susana. Y ella se mueve. Luego abre los ojos y le devuelve la mirada sin sorpresa, como si llevara esperándole mucho tiempo.
—Ya es hora de que te atrevieras.
Sergio sonríe.
A Susana se le eriza la piel cuando él roza su nuca. Aparta la sábana. Es tan bella como la había imaginado. Sus pechos pequeños son provocadores, como pequeños bombones de chocolate blanco. La línea del escote es una uve perfecta. Ella acomoda sus dedos en la intersección que forman sus pechos y se acaricia para él. Primero bordeándolos, luego acercándose peligrosamente a uno de sus pezones, apenas oscuros. La panorámica le excita, y lo siente en su miembro. Susana gime.
—Te quiero, Susana.
Susana entreabre los labios, asoma su lengua provocativamente y se humedece los labios.
—¿Me has oído?
A Susana no parece importarle. Su mano ha descendido por el canal de sus pechos y se entretiene en su sexo. Suspira sin mirarle. Sergio le agarra la muñeca y ella trata de zafarse para continuar con su actividad. Ronronea como una gata en celo a la que no le permiten jugar.
—Es mi turno —ordena él.
Se desliza cuello abajo como por un tobogán del Edén. Ella suspira al paso de su lengua. El sabor de su piel y su aroma enervan los sentidos de Sergio, que no puede ni quiere evitar una erección. Decide que es tiempo de hacerla gozar, de dedicarse por entero a su deleite, de sumergirse en el templo del deseo. Es entonces cuando se apodera de sus mulos con ambas manos, aferrándose a ellos como un náufrago a su isla. Y se precipita al centro del placer de Susana. Se recrea en su clítoris dominándolo con expertos movimientos, ora a modo de látigo ora con la dulzura de la miel. Ella se derrama en sus labios y resopla comprimiendo sus muslos para impedir que el goce se escabulla. La lengua de Sergio le arranca un gemido profundo; después huye hacia el interior de la vulva, para reaparecer de nuevo empapada en sus jugos. Las piernas de Susana tiemblan palpablemente. «¿Quieres tu orgasmo?», le interroga él con una mirada insinuante. Como respuesta, ella separa las piernas holgadamente.
Sergio afila su lengua en los labios de Susana. Los lame con decisión para luego relegarlos al olvido y regresar al centro mismo del placer. El clítoris de ella se estremece. Sergio lo mordisquea mientras hunde sus manos en el trasero de Susana. Más tarde, como cansado de tanto juego, arrastra su lengua hasta el comienzo de la vagina y la cruza de abajo arriba con una lentitud aterradoramente placentera para ella. Y vuelta atrás con intención de repetir la operación aún más despacio. Las manos de Susana aparecen desde alguna parte y sujetan la nuca de Sergio, instándole a finalizar el suplicio. Él comprende el apremio. De modo que imprime un ritmo entusiasta a su lengua, azotándole el clítoris con fruición. Los gemidos son sustituidos por jadeos. Luego los jadeos por quejas. Y finalmente por gritos que explotan al mismo tiempo que su orgasmo, derramándose como hidromiel sobre los labios de Sergio.
—Despierta.
Le dirige una mirada de sorpresa a Susana. ¿Le ha hablado?
—Despierta.
La boca de Susana no se ha movido.
—Sergio, ¡despierta!
Abre los ojos desorientado. Está en la cama, en su cama. Frente a él, Susana, de pie y vestida.
—Al ver que no venías a desayunar, he entrado en la habitación.
Sergio asiente despistado aún. Se incorpora.
—Date una ducha muy rápida. Tenemos que ver como se encuentra la bella durmiente.
—¿La bella durmiente?
—¡Por favor, Sergio! ¿Siempre estás así por las mañanas? —a Susana se le va la vista hacia el miembro— perdón, no me refería a esto —y suelta una carcajada— sino a tu cuajo. Voy al salón, no te entretengas, que tu mujercita te espera —vuelve a reírse y sale de la habitación.
En la cabeza de Sergio solo existe espacio para un recuerdo: «¿Le he dicho te quiero en un sueño?».
***
El abogado se presenta diez minutos antes de la cita. «Mala señal», considera Susana, que le da la bienvenida con una sonrisa nerviosa. Desde el umbral, dirige su mirada hacia el interior de la vivienda, como esperando ser recibido también por Sergio.
—Ah, Sergio. Está acabando de arreglarse. En unos minutos, saldrá.
Le invita a pasar y ambos se instalan en el salón.
—¿Ha desayunado?
El abogado rechaza el ofrecimiento con un breve agradecimiento. Y ambos se sonríen, pudorosos, tal que en una primera cita. «¿Qué coño hace Sergio?», se pregunta ella. Un sonido la alarma. Proviene de la habitación donde se encuentra encerrada Ángeles. Después de comprobar que permanecía inmovilizada, Susana la había ayudado a tomar tostada y café. Y luego la volvió a amordazar. «¿Ahora qué nuevo episodio nos sobrevendrá?».
—¿Hay algún problema? —Interroga el abogado.
Susana elude responder y señala los documentos.
—¿Entonces es hoy cuando se firmarán?
Los dos dirigen la mirada hacia los papeles que el abogado coloca sobre la mesa.
—Está al caer el notario. Si todo es correcto, los firmaremos.
Una nuevo crujido procedente de más allá del pasillo la hace levantarse.
—Disculpe, voy a ver qué le pasa a mi marido —recorre con fingida tranquilidad los metros que separan el salón de la habitación de Ángeles—. ¿Qué haces? Peretti está aquí.
—Salgo enseguida. Me aseguro de que, aquí, nuestra amiga no nos chafe el negocio.
Ángeles ladea la cabeza de vez en cuando mientras Sergio trata de atarla a la silla.
—¿Qué le has dado?
—Solo un poquito de alcohol.
—¿Poquito? Menuda borrachera.
Le asombra la nueva actitud de este hombre, cuando apenas doce horas antes fue ella quien se hizo con las riendas e ideó el plan ante una disposición poco colaboradora de Sergio.
—¿Algún problema? —le pregunta el abogado al regresar ella al salón.
—Cosas del trabajo —el abogado parece transigir difícilmente con la explicación— en realidad, a Sergio le ha afectado profundamente su revelación. Somos una familia creyente y, como comprenderá, la relación que mantenía su madre con el señor este… Anoche no podía dormir y se tomó un par de pastillas…
—¿Se encuentra bien?
—Lo que se dice bien, bien, no. Las pastillas no le han debido de sentar muy allá. No para de ir al baño —dice, con sonrojo.
El abogado recobra el sosiego aparentemente. «¿He conseguido engañarle?». Construye un remedo de sonrisa y le interroga sobre los trámites pertinentes para formalizar la herencia.
—Aparte de la firma del notario, nada más —se detiene unos segundos con el dedo en alto. Quizá recapacita, pues a renglón seguido puntualiza— no conozco adecuadamente su sistema fiscal, por lo que creo que deberían contratar una asesor para que les gestione todo lo relacionado con los impuestos.
Susana había recuperado la compostura mientras el abogado le explicaba. «Sí, le he engañado. Ahora, por favor, que no haya ningún desaguisado más».
—Mi marido cuenta en la empresa con un departamento financiero. Seguro que se hará cargo de las gestiones —el abogado aprueba la idea con un ligero cabeceo—. Por otra parte, nos gustaría saber si necesita alguna aclaración más acerca de nuestro catolicismo.
—No, no. Lamento…, creo que estoy en la obligación de decírselo, lamento haber acusado a su marido de algo tan execrable…
—Eso está olvidado, señor Peretti.
Sergio entra en el salón con aspecto despreocupado y complacido.
—Ya veo que se encuentra mejor —la expresión de sorpresa del empresario confunde al abogado—. ¿No estaba enfermo?
El rictus de desesperación de Susana es suficientemente clarificador, de modo que Sergio asiente con un gesto azorado, y chapurrea una disculpa por la tardanza. «¿En qué lío me ha metido esta vez?».
—Bien, pues me gustaría repasar el documento antes de que llegue el notario.
Sergio le interrumpe.
—Señor Peretti, ¿no es necesaria una lectura de testamento?
—Así es. Habitualmente, se lee el testamento ante todos los herederos —extrae un documento de la carpeta y lo pone sobre la mesa— pero mi cliente me autorizó a comunicar el contenido del testamento a los herederos de forma individual…
A Sergio se le quedan los ojos como platos.
—En cualquier caso, en comparación con lo que a usted le ha legado, la parte que encomienda a las órdenes religiosas es insignificante.
Sergio continúa mirando asombrado hacia un punto más allá de Susana y el abogado. A Susana le desconcierta su actitud. «¿Qué mira con esa intensidad?». Se gira levemente y ve a Ángeles caminando por la terraza que comunica las habitaciones y el salón. Está desorientada. Se golpea con el cristal. «¿Cómo diablos se ha soltado?». Sigue esposada con las manos a la espalda y con la mordaza.
De repente Susana se levanta.
—Pero puede consultar a un… —Se interrumpe al ver a Susana incorporarse. Sergio la ha imitado.
—Señor Peretti, deberíamos acabar cuanto antes. Vamos a misa de doce.
El abogado se levanta también.
—Aún no ha llegado el notario. Y supongo que también vendrá su abogado.
—Yo soy abogado, no necesito que nadie revise los documentos —Susana y el argentino se mantienen de espaldas a Ángeles, que continúa moviéndose sin sentido a lo largo de la terraza— pero sí que me gustaría echarles un vistazo en mi despacho. ¿Me acompaña?
El abogado se presta a ello, disponiéndose a seguirle. Pero antes, va a coger su chaqueta y Susana se lo impide, tomándole del brazo, y de paso evita que se gire y descubra a Ángeles.
—No se preocupe, déjelo aquí. —El abogado la mira intrigado, y al cabo accede.
Los tres se dirigen al despacho.
La disposición de la vivienda es rectangular. A un lado la cocina, un pequeño comedor, el cuarto de baño, un gran dormitorio y un vestidor, separados por un pasillo de otras cinco habitaciones de las mismas dimensiones: salón, dos dormitorios, un despacho y un cuarto para la plancha. La terraza une estas últimas cinco estancias.
El abogado se acomoda delante de la mesa del despacho, dejando a su espalda un amplio ventanal que da a una estrecha terraza metálica. Susana se queda de pie junto a la puerta.
—Muy bien —dice Sergio—. ¿Si me permite?
Le tiende la mano y el abogado le entrega los documentos. En ese instante, aparece Ángeles. Sigue lanzándose contra los cristales y con la barandilla de la terraza. «Afortunadamente —piensa Susana—, el jardín del edificio impide que la puedan avistar desde la calle».
De pronto, Ángeles resbala y se golpea con el cristal. El abogado gira la cabeza en dirección al exterior.
—¡Señor Peretti!
El abogado se vuelve hacia Sergio.
—Esta cláusula en concreto no la comprendo.
Ángeles se da la vuelta. Retrocede en dirección al salón y Susana exhala un suspiro. «¿Qué está haciendo esta loca? Se va a matar».
—Discúlpenme un momento.
Susana corre hacia el salón. Pasa por las habitaciones y, al otro lado de ellas, en la terraza, va viendo como Ángeles continúa su desesperado movimiento en busca de una salida. Como una mosca en una campana de cristal.
—Entiendo —confirma Sergio, ante la explicación del abogado.
El abogado parece recordar el ruido de unos segundos antes y vuelve la cabeza hacia la ventana. Nada. Susana llega a la puerta de la terraza del salón a tiempo de atrapar a Ángeles. Tira de ella hacia dentro.
El abogado se lleva el reloj al oído y comprueba las manecillas con un golpecito en el vidrio. No se mueven.
—Se me ha parado. ¿Me puede decir la hora?
—Las diez y media.
—Ya debería estar aquí el señor notario —se palpa el bolsillo de la camisa— creo que por aquí tengo una tarjeta —no la encuentra—. Estará en la chaqueta. Permítame.
El abogado se levanta y Sergio, alarmado, lo imita.
—No. Discúlpeme, conozco el camino. Usted continúe leyendo los papeles. Tenía una cita, ¿no?
Sergio no sabe qué hacer. Traga saliva y asiente, instalándose de nuevo en su escritorio. El abogado sale al pasillo y camina con paso firme hacia el salón. «Se ha acabado todo», piensa Sergio. Alcanza la chaqueta y se da cuenta de que hay algo que no marcha bien. Se acerca a la ventana y cierra la puerta de acceso a la terraza, que estaba entreabierta, mientras piensa que los dueños de la casa deberían de cuidarse de mantenerla en ese estado en invierno para no pagar más calefacción.
—¿Y bien? —le pregunta a Sergio al llegar al despacho. Una expresión confusa en la cara del empresario por toda respuesta—. ¿Está todo bien?
—Sí, sí —balbucea. Y, tras unos segundos vacilantes, apostilla— todo perfecto.
Susana mira a Ángeles. Ha conseguido llevarla de nuevo al dormitorio donde la habían encerrado. Suspira. La prisionera ladea la cabeza. «¡Qué coño le ha dado Sergio! Está borracha como una cuba». La tiende en la cama y revisa el pañuelo que había usado Sergio para atarla desde las esposas al cabecero. «El nudo debió deshacerse». Ángeles murmura ininteligiblemente.
—¿Qué vamos a hacer contigo? —le susurra.
Se sienta en la cama y se lleva las manos a la cabeza. Piensa en el abogado. «Le va a extrañar que no regrese». Se pregunta qué podría hacer para que su prisionera no estropeara la firma de la entrega de la herencia.
La mira y luego desvía los ojos hacia la mesita de noche, junto a la cama. Sobre ella descansan los papeles que ha firmado Ángeles esta mañana con mano temblorosa. Allí confiesa que estuvo acosando a Sergio durante cuarenta y ocho horas para obligarlo a acostarse con ella, y que este le ofreció dinero para que se alejara de él y ella aceptó. El documento es una copia, y está unido con una grapa a la fotocopia de un cheque por 300.000 euros. «Será suficiente para salvar a Sergio de la cárcel», se figura.
Entonces toma el cuchillo que Sergio ha dejado en la otra mesita.
***
—Bien, cuando quiera puede firmar… aquí, por favor —dice el notario, señalando con el índice donde debe escribir.
Sergio garabatea cada uno de los papeles con rapidez. Está sudando. El abogado le ha preguntado varias veces por Susana y él no ha sabido qué responder. Se levanta y estrecha la mano del abogado y el notario. «¿De verdad que ha acabado?».
—Señor Figueroa, los títulos de propiedad de acciones y valores se encuentran en una caja de seguridad del Banco de Santander. Mañana podremos ir, si le parece, a retirarlos.
—¿Y el dinero?
—El efectivo de que disponía mi cliente en cuentas en el extranjero será transferido en su totalidad en veinticuatro horas. El resto, como las propiedades, podremos estudiarlo. Si quiere puede contratar a un gabinete especializado o, si lo prefiere, el mío mismo podría acometer las gestiones.
—Lo estudiaré.
Acompaña al abogado y al notario y los despide en la puerta. «Era verdad. Todo había terminado». Se sienta en una de las sillas del salón y, de pronto, recuerda a Susana y a Ángeles. «¿Dónde se han metido?».
En la habitación se encuentra con el pañuelo que había usado para amordazar a Ángeles y con las esposas abiertas sobre la cama. Pero ni rastro de ninguna de ellas. Las busca por el resto de estancias. Nada. Se asoma a la terraza y tampoco las encuentra. Vuelve al dormitorio donde estaba encerrada Ángeles y descubre el cuchillo a los pies de la cama, y en la hoja una gota de sangre. Se teme lo peor.
Corre hacia la puerta, la abre y en el descansillo se da de bruces con Susana, sonriente.
***
Sergio está preparando la cena. En un bol los canónigos, en otro las nueces sin cáscara. Corta el queso con delicadeza. Sabe que de su grosor depende que la ensalada adquiera el punto justo a añejo. Ha preparado una granada y laminado los champiñones, a los que les ha dado un golpe de vapor para suavizarlos. Se limpia las manos. Susana llegará en cualquier momento y aún no está el cuscús. «¿Le gustará?», se pregunta mientras saborea la salsa de ostras con la que va aderezar el caldo del plato.
Vierte un poco de Rioja en una copa y observa el resultado de la ensalada. «Me está quedando inmejorable». Piensa en Susana. «¿Cómo se lo ocurrió?». La convenció. Convenció a Ángeles de que abandonara. El cheque fue una razón de peso, «pero estaba loca, podía haber arruinado el negocio».
Pica el jengibre y le agrega el caldo. El olor de los langostinos al fuego de la sartén le recuerda al verano. Aparta el caldo de la lumbre y añade el zumo de lima. Después lo cuela y lo mezcla con el cuscús. «¿Qué pasa si no aparece?». Susana le devolvió una mirada enigmática cuando él le sugirió una cena para celebrar el éxito de la aventura. Y luego se limitó a decir que ya vería si vendría. «¿Lo hará?». Le atraía su actitud decidida y su fuerza. Casca un huevo y lo bate, le agrega un diente de ajo laminado, una pica de sal, un chorrito de vinagre y un vaso de aceite. «Soy la caña», bromea consigo mismo mientras emulsiona la mahonesa. Introduce el dedo en el vaso de la salsa y se lo chupa. «En su punto». Mientras pica el pepino se pregunta si habrá leído el mensaje de móvil. Añade la picadura de cebolla morada, albahaca, menta, cilantro y tomates cherry, y lo mezcla con el cuscús.
En los altavoces suena Vivaldi. Mira su teléfono para comprobar si ha habido respuesta de Susana. Nada. Entra de nuevo en el mensaje y lo relee: «Prométeme que serás mía» y luego prueba un sorbo del vino con la esperanza de oírla llamar a la puerta. De fondo, los acordes de La primavera y el perfume de las viandas.
CONTINUARÁ EN…
Prométeme que regresarás