2
Extrae unas fotografías de un sobre y se las entrega a Sergio. En las imágenes, reconoce a su madre, de muy joven, junto a un hombre. Se les ve en una verbena. Los dos ríen, se cogen de la mano; en otra bailan. Sergio se muestra confuso.
—Es su madre, señor Figueroa.
Él lo ratifica sin saber qué decir.
—Usted es aquel niño.
El abogado le entrega unos papeles. Sergio está conmocionado. Alarga la mano en un amago que interrumpe a mitad de camino.
—No puede ser. Mi madre…
—Por aquel entonces, ella trabajaba ayudando a su marido, el señor Figueroa padre, en las tareas de administración… —El abogado refrena un instante su impulso de contarle todo a bocajarro, pues comprende que la verdad le hará daño. Pero, al fin, decide que no tiene más remedio y esgrime los papeles que poco antes quiso entregarle—. Aquí lo tiene todo. Los dos se enamoraron, señor Figueroa.
Sergio los toma. Son cartas. Diego se levanta.
—Vendré esta tarde para hablarle del patrimonio que su padre le ha legado. Creo que ahora necesita un rato a solas. —Se levanta—. Volveré a las seis.
El empresario no pronuncia palabra. «¿Mi madre, una libertina?», piensa aturdido. Revisa las cartas. Están fechadas a lo largo de dos años, la primera en marzo del setenta y tres. Por lo que deduce de su lectura, su padre, quien hasta ahora creía que era su padre, se obsesionó con el desarrollo de la empresa. Trabajaba duro, quince horas diarias, sin tener en cuenta sábados, domingos o fiestas. Hacía apenas año y medio que se había casado con su madre, pero ella se sentía abandonada. La había traído de un pueblo de Galicia y en Madrid no tenía familia. No tenía amigos. Era muy joven e impresionable. Y conoció a un joven de su misma edad. Hablaban todos los días ante las mismas narices de su padre. Incluso, en más de una ocasión este les pidió que fuesen juntos a cumplir con algunos encargos. Casi parecía que los animara.
Y se enamoraron. Al principio, no ocurrió nada. Pero eso no había de durar, y al año de conocerse se acostaron. Vivieron una tórrida historia de amor que a Sergio le impresionó. ¡Su madre! «Tan recta, tan obsesiva con la empresa, tan alejada de todo lo que pueda parecer libidinoso y placentero». No solo había engañado a su marido, sino que además su amante la había dejado embarazada. Sergio arroja las cartas al suelo. Se levanta y camina por el despacho. Se acerca a la ventana. Por la avenida circulan cientos de vehículos.
—Magdalena, tráeme un gin tonic —le pide a su secretaria un poco más tarde.
—¿Un gin tonic, Sergio? Son las…
—¡Un gin tonic, Magdalena!
Toda su vida es una mentira. Así se siente. Estafado. ¿Intuía algo su padre? Vuelve a las cartas. Busca una señal que le haga entender qué sabía él. También comprender porqué lo hizo ella. Ahora no les puede preguntar. Ninguno de los dos sobrevive para ver a Sergio con la cara demudada, alterado, sintiendo que el suelo se mueve bajo sus pies.
—¿Qué ocurre? —pregunta su secretaria, dejando la copa sobre la mesa de Sergio.
Este la mira como si la descubriera por primera vez.
—¿Desde cuando trabajas en la empresa?
La secretaria hace memoria.
—Desde el ochenta y tres.
—¿Alguna vez te habló mamá de un tal Ferrusola…, Jaime Álvarez Ferrusola?
La secretaria piensa unos segundos y luego niega.
—Tú la conocías mucho. A mamá…
—Yo comencé a trabajar aquí para ayudar a tu madre. Vosotros eráis pequeños y ella no podía con todas sus tareas en la empresa. Me enseñó muchas cosas. Más tarde, a medida que el negocio crecía, tu madre se fue retirando. Los clientes aumentaban y contábamos con personal suficiente. —Se interrumpe. Lo estudia detenidamente—. ¿Pasa algo, Sergio?
Él niega.
—Tu madre era una bendita persona. Es cierto que con vosotros siempre pareció un poco estricta. Y demasiado religiosa, ya lo sabes. Pero siempre fuisteis lo primero para ella.
Sergio compone un esbozo de sonrisa.
—No siempre —replica, enigmático.
Ambos se mantienen en un silencio tenso, que la secretaria acaba por romper.
—Ya ha llegado la chica que me sustituye. Cuando puedas, me gustaría presentártela.
Sergio da el plácet.
—Fuera está Herranz. Le he dicho que estabas ocupado, pero insiste en entrevistarse contigo.
—No quiero ver a nadie. Anula todas mis citas.
—¿Y qué le digo a Herranz? Está muy alterado, Sergio.
—Lo veré mañana.
Toma su móvil y llama al hotel Wellington.
—La habitación de la señorita Ángeles Escrivá.
Espera un largo minuto.
—No responden, señor.
—¿Le puede dejar un mensaje?
—Dígame.
—Dígale que ha llamado Sergio Figueroa.
—¡Señor Figueroa! Perdone, no había reconocido su voz. Tiene un mensaje de la señorita Escrivá. Le ha dejado su número de móvil esta mañana.
—Bien.
Sergio apunta el número y cuelga. Se endereza en su asiento y reflexiona sobre qué hacer a partir de ese momento. Siente confusión. Su padre no era su padre, su madre no era tan religiosa como siempre había aparentado, y había tenido un padre biológico que no llegó a conocer. «Y está lo de la herencia». Resopla. En realidad, el dinero le da igual. La empresa va viento en popa y, con ello, tiene todo lo que puede desear. Nunca ha sido codicioso. Quizá, reflexiona, debe rechazar la herencia y olvidarlo. Como si nunca hubiera existido. Nadie sabe nada. «Lo que no se conoce, no existe».
Llama a Ángeles.
—Hola.
—¿Qué tal Sergio?
—Bien. Algo cansado. Anoche hice mucho ejercicio.
Al otro lado de la línea suena una carcajada.
—Los dos hicimos mucho ejercicio —puntualiza Ángeles—. Mañana me voy. ¿Nos vemos esta tarde?
—¿Y ahora?
—¿Ahora?
—Podríamos comer en el hotel. En mi habitación.
—No sé. Tengo una reunión esta tarde.
Sergio necesita olvidar.
—Estarás para la reunión.
—De acuerdo. A la una y media.
Cuelga satisfecho. El sexo siempre es una terapia para sus problemas. Una sesión en la cama y las preocupaciones desaparecen, sus hombros se relajan, su karma se reconstituye. El placer del cuerpo y el alma a través de las sensaciones erógenas, de las caricias, de los jadeos. Se excita. «Es muy pronto», piensa. Luego recuerda a su madre y al amante. Abrazados en la verbena. «¿Dónde lo harían? En aquellos años era muy difícil encontrar un lugar para encuentros libidinosos», supone. «¿Una pensión?». Quiere borrarlo de su memoria. No puede soportar la idea de su madre acostándose con un hombre. ¡Su madre! La mujer de misa semanal, la mujer que rezaba con él cada noche, la mujer que le preparó su boda con una buena chica, la mujer que le criticó mil veces por su divorcio. «No es justo». Ahora no puede echárselo en cara. No está en disposición de recriminarle una vida falsa, una mentira, una enorme mentira.
Levanta el teléfono.
—Salgo, Magdalena. Volveré esta tarde a las cinco y media.
—Acaba de llega mi sustituta. Me gustaría presentártela.
—De acuerdo. Pasad un momento.
La secretaria se adentra seguida por una joven. Sergio le supone unos treinta y pocos años. No se fija demasiado en su rostro. Lleva gafas. Eso sí lo ve. Camisa abotonada hasta el cuello, chaqueta de líneas rectas, pantalón, zapato bajo. «Perfecta secretaria». No quiere tentaciones a diez metros de su escritorio.
—Susana Valdés, Sergio.
—Señor Figueroa. —Le tiende la mano tímidamente y Sergio se levanta, sonriente, cálido. Obvia la mano y la besa en las mejillas. No puede evitar ser demasiado cariñoso en cualquier circunstancia.
—Sergio, por favor. Si vas a trabajar para mí, quiero que me tutees.
La volvió a mirar.
—Buena elección, Magdalena. ¿Cuándo empieza?
—Mañana.
***
Ángeles está tumbada sobre la cama. Indecente. Las sábanas revueltas a un lado, ella bocabajo, ofreciéndole a Sergio un trasero obsceno, carnal. Sergio la contempla desde la puerta del lavabo. Acaban de hacer el amor. Pero Sergio está preparado otra vez. La observa con ojos lascivos. Ella se vuelve y lo sorprende mirándola.
—¿Te has quedado con ganas?
Se ríe.
—Siempre tengo ganas.
—Ven. —Le señala un lado de la cama—. Aquí.
Sergio, obediente, no se hace esperar. Ángeles lo examina al acercarse. «Es un Dios», piensa. Se fija en su porte atlético, en sus abdominales de chocolate blanco, en su pene erecto de nuevo, y se siente dichosa. Tiene un juguete para ella sola. Se arrodilla en la cama y luego se sienta al filo. Él se coloca delante.
—¿Qué quieres? —le pregunta con voz rasgada.
Ángeles sonríe. Le agarra el miembro y lo masajea de arriba abajo. Despacio. Con deliberada lentitud. Lo huele. Huele a sexo de hombre. Siempre le ha excitado ese olor. Lame el glande una vez. Se retira y busca sus ojos con la mirada. Quiere disfrutar de su deseo, reconocer sus ansias. Él le dedica una súplica muda.
—Tienes un bombón aquí —le dice, acariciándoselo—. Qué hermosa.
Saliva y se humedece al mismo tiempo. Acerca su boca de nuevo y se la introduce. Primero el glande. Se entretiene en él. Lo chupa, lo lame. Lo extrae, lo mete. Sergio se muerde los labios y ronronea. Ángeles no deja de masajearlo. Lo introduce aún más en su boca. Un poco más. Otro poco. Es grande. Es largo. Lleva la otra mano a sus testículos. Y los masajea hasta hacerle jadear.
—Qué bueno.
Ángeles sigue con su mete-saca. Disfruta de él. Se imagina que su boca es su vagina, y que está siendo penetrada. Lentamente. Rápidamente. Sergio también lo disfruta. Ella alza la vista y se fija en sus gestos. Mantiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Se vuelve a humedecer. Ya ha gozado dos veces. Una antes del almuerzo y otra después. Pero quiere otro orgasmo. Necesita otro orgasmo. Se lleva una mano a su sexo. Entretanto, continúa proporcionándole placer a Sergio. Roza su clítoris con dos dedos. Los mueve en círculos. Su lengua continúa lamiendo el miembro de Sergio. Uno de los dedos se adentra en su vagina. Entra y sale, mientras el otro juguetea con su botoncito. Está salidísima. Intuye el orgasmo. El suyo. También el de Sergio, que jadea.
Aprieta la base del pene, acelera sus movimientos con la boca y se impone el mismo ritmo en el clítoris. Se abre de piernas. Sergio dobla un poco las rodillas. Siente venir el momento. Ángeles apresura la oscilación de sus labios y su mano. También el mete-saca de sus dedos. Se aprieta la mano contra la entrepierna. Lo siente llegar. Sube y baja la mano alrededor del miembro de Sergio.
—Ahora, sí, ahora —dice de repente él.
Aparta la boca un par de centímetros, imprime un movimiento aceleradísimo a su mano. Y él conquista su orgasmo, soltando su semen. Al mismo tiempo, Ángeles, que no había dejado de menear sus dedos, alcanza también el suyo.
—Qué pasada —dice al poco, con la respiración entrecortada—, qué pasada.
***
Sergio se acaricia el mentón. Ha llegado pronto a su despacho después de todo. No ha decidido qué hacer. Le repugna la idea de cobrar una herencia, sea cual sea la cantidad, del hombre que traicionó a su padre y se acostó con su madre. ¿Realmente la quería o solo fue un pasatiempo? Ese hombre era un indigno. Sergio no ha sido nunca un buen católico, quizá por rebeldía contra su madre. Pero siempre ha respetado el matrimonio de los demás, incluso el suyo propio. Jamás le fue infiel a Eva. Aún cuando supo que se acostaba con el entrenador de tenis.
Se levanta malhumorado. Toma aire y lo expulsa lentamente. Su karma no es ese. Debe reencontrar el equilibrio. Aguanta la respiración. La suelta. Inspira de nuevo. «Se trata únicamente de la fábrica de semen, solo eso. El facilitador del esperma. No fue otra cosa ese hombre».
Suena el teléfono.
—El señor Peretti ha llegado.
Se toma un momento. Le dirá que no. No quiere saber nada de ese señor.
—Que pase.
—Buenas tardes.
Con un ademán, Sergio le indica que se acomode.
—¿Se encuentra bien?
—He tenido días mejores. Pero uno no puede elegir, ¿verdad? —El abogado lo admite con un cabeceo—. Quiero que sepa una cosa antes de nada. No deseo nada. No necesito dinero ni propiedades ni nada. Estoy bien como estoy.
—No le he hablado aún de cifras. Pero son muchos ceros…
—No me interesa.
—Creo que usted tiene derecho a saber qué rechaza. —Sergio va a replicar cuando el abogado le interrumpe—. Mire, señor Figueroa, no me andaré por las ramas. La última voluntad de mi cliente fue legarle a su único hijo su patrimonio, y mi trabajo es transmitírselo.
—Muy bien, ya lo ha hecho. Lo dispenso de explicarme los detalles. —Sergio se levanta de su asiento. Sonríe—. Nadie puede obligarme a oír, y mucho menos aceptar, nada que provenga de ese hombre.
—Es su padre.
—¡Mi padre, señor Peretti, murió hace tres años! —El abogado se levanta. Ninguno de los dos sabe qué hacer acto seguido, hasta que Sergio reacciona—. Me temo que esta conversación ha terminado. Lamento que haya hecho un viaje tan largo para nada.
El abogado se estira el traje, lo mira una última vez y luego se dirige a la puerta. Coge el pomo, pero antes de abrirla se vuelve.
—Estaré en Madrid dos días más. Su secretaria sabe donde encontrarme.
—No será necesario.
Después de atravesar la puerta, Sergio se derrumba en su asiento. Siente que ha tomado una decisión muy difícil. No quiere tener nada que ver con el dinero del hombre que dice era su padre, pero sobre todo lo que no quiere es saber más acerca de él. Ni conocer su vida. No está dispuesto a arriesgarse a conocerlo y perdonarlo. «Se acabó».
***
A la mañana siguiente Sergio apenas ha descansado. Se pasó la noche despierto. Buscaba fotografías, documentos, cartas de su madre. Cuando vendieron la casa de sus padres, dividieron sus objetos personales entre él y su hermana. A ella le tocaron las joyas y boberías que a Sergio no le interesaban, y él se quedó con cajas y cajas de papeles. En la mayor parte de los casos se trataba de documentos de la empresa. Pero también había fotografías y cartas personales. Sin embargo, nada acerca de ese hombre. «¿Cómo estuvo tan ciego? ¿Jamás sospechó?».
Llaman al teléfono.
—El señor Herranz está aquí. ¿Le hago pasar?
A Sergio no le apetece hablar de estados financieros, de proveedores, facturas, clientes…
—Dile que venga mañana.
—Sergio —su secretaria baja la voz—, no le puedo decir eso. Hace dos días que quiere hablar contigo.
—Magdalena, no tengo ganas. Hoy no me encuentro bien. Dale cualquier excusa, por favor.
Sergio cuelga. «Faltaría más». Ahora un empleado rebelde. ¿Por qué se le vuelve todo en contra? Hace meses que le iba de maravilla. Una mujer cada día, el negocio a buen ritmo. «No podía durar».
De pronto, la puerta se abre.
—¡… tengo que verle!
Un hombre intenta acceder a su despacho. Su secretaria trata de impedírselo.
—¡Es vital! Señor Figueroa… —El hombre consigue introducir la cabeza a través de la rendija.
Sergio se levanta y se acerca hasta la puerta.
—¡Herranz, qué demonios está haciendo!
La secretaria se aparta y la puerta se abre de par en par.
—Perdone, señor Figueroa. Es de vida o muerte. Tengo que hablar con usted.
A Sergio le parece que este hombre no está en sus cabales.
—¡¿Está loco?! ¿Cree que son formas?
—Sergio, intenté pararle.
—Está bien, Magdalena. Vamos a ver, Herranz. ¿Te vas a portar bien?
Herranz se aviene.
—Concédame un minuto.
—Pasa y siéntate —se dirige a su secretaria— trae una botella de agua.
Los dos se acomodan ante la mesa de Sergio. Herranz no deja de dar vueltas a un bolígrafo.
—Venga, ya puedes hablar. ¿Qué es eso tan importante?
—Bruno…, el señor Casaraviella… —Se toca el labio un par de veces—. No sé cómo empezar.
—Por el principio, Herranz.
—Hace dos meses descubrí un error en las cuentas. Al principio pensé que faltaban unos apuntes o que algunas inversiones habían resultado con pérdidas. Lo consulté a Casaraviella, y me dijo que no me preocupara. —«¿Y qué haces aquí entonces?», se pregunta Sergio—. Así que no lo hice. Pero volví a detectar errores. Poco a poco, unas cuentas perdían dinero en favor de otras, y estas luego desaparecían…
—¡¿Qué estás diciendo?!
—Alguien traspasaba cantidades de dinero a cuentas nuevas, que luego se cerraban.
—Pero es imposible.
—No lo es. Investigué buscando la fuente de esas transferencias, y descubrí que se sucedían desde hace dos años. —Herranz le devuelve una mirada cargada de miedo—. Ha desaparecido una enorme cantidad de dinero, señor Figueroa.
Sergio no se puede contener.
—Eso es imposible. Eso es imposible. ¿De cuánto estamos hablando?
Herranz desvía la vista hacia su bolígrafo.
—¡¿De cuánto hablamos?!
—Casi ocho millones de euros.
Su jefe golpea la mesa.
—¡Imposible! No tenemos tanta liquidez. Ni con todo el cash de las cuentas alcanzaríamos esa cifra.
Herranz lo ratifica.
—Llevamos varios meses sin pagar a los proveedores —Sergio palidece—. De ahí proviene ese dinero.
Está perdido. Su empresa en quiebra. Los proveedores sin cobrar. Su vida en la ruina. Un centenar de empleados en la calle.
—¿Cómo… cómo ha podido pasar?
—Alguien ha maquillado las cuentas y ocultado los requerimientos de pago de los proveedores.
—Herranz, dime la verdad… ¿Es una broma, verdad?
Herranz menea la cabeza.
—¡¿Dónde está Casaraviella?! Quiero verlo inmediatamente.
Levanta el teléfono.
—No lo encontrará.
Sergio le mira, aún con el teléfono en la mano.
—Desapareció hace tres días —suspira. «Ya es hora de contarlo»—. Cuando lo descubrí, me enfrenté a él. Le conté punto por punto lo que sabía, que era todo, excepto quien o quienes habían sido los causantes de este robo. Me pidió la documentación que había reunido. Toda. Y me dijo que hablaría con usted inmediatamente.
—¿Eso cuándo fue?
—Hace cinco días.
—¿Cinco días?
—Al día siguiente de hablar con él, no vino a la oficina. Supuse que había ido directamente a contárselo. Esperé toda la mañana y no volvió. Tampoco al día siguiente —sacó el móvil— le llamé. —Le mostró el registro de llamadas: cincuenta y un intentos— el teléfono estaba desconectado. Fue en ese momento cuando decidí hablar con usted.
—La empresa está en la ruina. ¡Ocho millones de euros!
—Lo siento, señor Figueroa. Quise advertirle antes…
Sergio abandona su silla y se acerca a la ventana. Después de un minuto, vuelve los ojos a su empleado.
—No te preocupes, Herranz. Lo has hecho muy bien.
—¿Y ahora qué?
«¿Por qué ha cambiado todo de pronto?». Tiene una vida. Una buena vida. Ahora no le quedará nada.
—¿Y ahora qué? —insiste Herranz.
—Me pondré en contacto con la policía —Sergio habla con los ojos perdidos en la ventana—. Querrán interrogarte.
—Entiendo —Herranz se levanta—. Va a ser… un escándalo.
—Lo sé.
El empleado sale, dejando a Sergio abatido. Ocho millones de euros. ¿De dónde puede sacar semejante cifra de dinero? Ningún banco estaría dispuesto a financiarlo tras una estafa de estas características. En cuanto lo sepan, le cerrarán el grifo en todas las entidades bancarias, los proveedores se le echarán encima y, automáticamente, los clientes dejarán de hacer efectivos sus pagos. Está en la ruina.