4
Sergio siente una opresión en el pecho. Tenía la solución a sus problemas tan cerca. Piensa en su madre, en su beatería, en el daño que le ha hecho a la empresa, a la herencia de su marido, a su propio hijo. El abogado le observa. Está esperando una contestación. ¿Qué puede decirle? Qué se acuesta con una mujer distinta cada noche, qué su esposa se largó con un entrenador de tenis nueve años antes de saber que su padre no era su padre, nueve años antes de averiguar que estaba en la ruina, nueve años antes de perderlo todo.
—Señor Figueroa, ¿está usted casado?
Se le hace un nudo en la garganta. Es su vida la que hace aguas. Su empresa, sus trabajadores, la familia de su hermana… Todo cuelga en esos instantes de sus hombros. ¿Qué puede hacer sino claudicar, rendirse? No existe ninguna posibilidad.
—Sí.
La respuesta emergió de sus labios, más bien de su corazón, no de su mente. Quiso decir no, y dijo sí.
—Muy bien. Como comprenderá, debo conocer a su esposa, y verificar…
—Claro, claro. Por supuesto.
—¿Cuándo podría…? Cuanto antes realice las comprobaciones oportunas, antes cumplimentaremos los trámites.
Sergio piensa deprisa. ¿Cuándo? ¿Quién? Desde luego su esposa no puede ser. Después de largarse, solo apareció para conseguir la máxima pasta posible y firmar luego el divorcio. No está en disposición de pedirle un favor, ni siquiera de encontrarla. Llevaría demasiado tiempo. ¿Quién?
Llaman a la puerta.
—Perdón —la secretaria entra—. Sé que andas ocupado, pero debo marcharme.
Sergio la autoriza a entrar con un gesto.
—Aquí está Susana.
¿Susana? Recuerda vagamente algo sobre una tal Susana que sustituiría a su secretaria. Una chica con gafas. ¿Era guapa? No logra acordarse.
—Dile que pase —se dirige al abogado— disculpe la intromisión. Será un momento.
El abogado le resta importancia con un gesto.
La joven se adentra en la habitación. Sergio se levanta, y el abogado lo imita. De repente, una idea cruza por su mente y sin pensarlo dos veces dice:
—Aquí tiene, señor Peretti, a… mi esposa.
Susana se detiene a medio camino. No comprende. La secretaria clava los ojos en Sergio, y este le devuelve una mirada alarmada. «Magdalena ayuda», grita en silencio. La secretaria se acerca a la joven y le tiende la mano.
—Hasta mañana Susana, te dejo con tu marido.
Después se dirige con paso decidido hacia la puerta, la abre y sale sin mirar atrás.
—Susana, cariño. Pensé que no llegarías tan temprano.
Ella está asustada. La tez pálida, los labios apretados. Es fácil percibir su confusión.
—Te presento al señor Peretti —añade Sergio, señalando al abogado—. Ya te hablé de él. Precisamente estábamos hablando de que quería conocerte —el abogado sonríe hacia Susana— creo que es necesario para la herencia. Algo de papeleos.
—Mi cliente, el padre de su marido, quiso asegurarse de que su herencia iba a parar a manos de un verdadero católico —se adelanta hasta Susana, le toma de la mano y la besa—. Espero que no la moleste.
—No… —Vacila. Después continúa— no, no me molesta. Ssssergio ya me contó. Perdona, cariño —se acerca y besa a Sergio en la mejilla, sorprendiéndole—, tengo un terrible dolor de cabeza. Si te parece, espero fuera a que acabes tu reunión.
—No será necesario —interviene el abogado— mañana continuaremos. La verdad es que —comprueba su reloj— se me ha hecho un poco tarde —se dirige a Sergio—. ¿Le parece bien a las doce?
—A las doce. Estupendo. —Sergio le ofrece su mano—. ¿Le acompaño?
—No hace falta. Gracias, conozco el camino.
Al salir el abogado, Susana y Sergio se miran en silencio. Sergio la observa. Después de todo no tiene mala pinta. Quizá esas gafas…
—Perdona. Sé que no debía haberte metido en este lío. Pero no sabía cómo arreglármelas —se sienta y le pide a ella que haga lo mismo— vamos a ver, sé que te va a parecer un poco complicado.
—Complicado —repite Susana.
—Complicado —insiste él—. Mi padre no es mi padre.
Aguarda un momento. Necesita recapitular:
—Acabo de descubrir que el hombre que yo creía que era mi padre, en realidad no lo era…
Susana le escucha. A veces la distrae un gesto de él, un ademán, un guiño inconsciente. Piensa que es guapo. «Tiene algo de chulo». Desde luego está acostumbrado a obtener lo que desea. Como sea. Tal vez es una primera impresión equivocada. Duda. ¿Después de todo, por qué lo hace? «¿Por él o por los demás?». Los trabajadores, la familia… Susana no acaba de decidirse. Sus manos son anchas, cuadradas, decididamente masculinas. Siempre le han gustado los hombres-hombres. Lamentablemente, nunca ha sabido elegir bien. Chicos que parecían duros y en realidad se desvivían por agradar a sus mamás, malos de película que se les iba la mano alguna que otra vez, cuerpos esculturales que acababan por probar en más de un plato… Su madre se lo decía los domingos, en el comida familiar: «Hija, eres muy lista para los estudios. Pero qué tonta para los hombres».
—Susana.
—¿Qué? Esto, ¿dime?
Sergio cae en la cuenta de que no le ha preguntado si tenía marido.
—¿Estás casada?
—No —contesta con una mueca de hastío, como si estuviera cansada de oír esa pregunta.
—¿Entonces, estás dispuesta? —le pregunta él con un gesto de alivio.
No entiende qué insinúa. Se había perdido la mitad de la conversación en sus ensoñaciones. También se lo reprochaba su madre los domingos: «Hija, a ver cuándo te bajas del guindo».
—Mañana no aparezcas por aquí. Yo hablaré con Magdalena, no te preocupes. Solo necesito tu nombre y apellidos, tu número de DNI y tu dirección. Ah, y los nombres de tus padres. Con eso creo que podré conseguir un certificado de matrimonio.
—¿Cómo un certificado de matrimonio? —Ya lo dice su madre: «Hija, es que se te va el santo al cielo, y así te pasa lo que te pasa»— ¿Un certificado… falso?
—Exacto —Sergio sonríe— no vamos a hacer daño a nadie. Tenemos que salvar a la empresa sea como sea, y tú eres la única que puede hacerlo.
—Es que…
—Susana —la toma de la mano. «Es cálida, fuerte», piensa ella—, mi empresa te necesita, mis trabajadores te necesitan, mi familia te necesita… —la mira a los ojos— yo te necesito.
***
Se sumerge en la bañera. Joe Cocker canta Up where we belong en el Ipod. Su piel se eriza. La voz rugosa, profunda de Cocker, inunda sus sentidos y la invita a cerrar los párpados. Ha sido una jornada extraña. «El primer día de trabajo y ya ha conseguido prometerse con el jefe», bromea consigo misma. Después de un año de paro, no está mal. Se acaricia descuidadamente el cuello. Es guapo. Cuanto más lo piensa, más le parece. No, Susana. No, no. Otra vez no te vas a enamorar de tu jefe, se dice. Sus pechos se yerguen sobre el agua. Son pequeños. Aunque eso nunca ha supuesto un problema. Está orgullosa de ellos. De su tersura, de su firmeza, de su suavidad. Rodea uno de sus pezones con dos dedos y juega con él. Está cansada de relaciones fugaces. De hombres que no la respetan. «Más vale sola que mal acompañada». Siente una sacudida. «Qué pena que para esto no valga el refrán», piensa. Cierra los ojos y se imagina los dedos grandes de Sergio rozando su escote, palpando su pecho. Hay tan pocos hombres fuertes y al mismo tiempo tiernos. Suspira. La espuma se enfría, contrastando con su piel cálida. Acciona con un pie el monomando, y un chorro de agua caliente cae a borbotones.
«¿Cuándo fue la última vez que lo hizo en la bañera?». No recuerda. Pudo ser con ese actor de anuncios. Se movía de maravilla en las distancias cortas. Lástima que usara más cosméticos que ella. Resbala sus dedos a través de la playa que la separa de su pubis, hundido bajo el agua. Se detiene en su monte de Venus. ¿Debería depilárselo? Todas las chicas lo llevan ahora sin un pelo. Se ha fijado en el gimnasio. Ella prefiere su triángulo. Cree que se sentiría insegura completamente depilada, como una niña. «Quizá sean prejuicios». Se acaricia lentamente el clítoris, en círculos. De fondo, Unchained Melody. Patrick Swayze, ese sí que era un hombre. Susana se lo imagina en vaqueros, sin camisa. Uniendo ambos sus manos, mezclando barro. «Qué suerte tuvo la zorra de la Moore. Seguro que se lo calzó», piensa. Estaba tan bueno. Mientras roza su clítoris, imagina su torso desnudo, sus ojos azules y esa sonrisa de pillín… «Pero qué guapo». Gime. Se introduce un dedo en la vagina. Wow. Lo que daría por abrir las piernas y encontrarse a un morenazo entre ellas. Y es que está tan necesitada de cariño.
Suena el móvil. Maldita sea, se queja mientras se obliga a apartar las manos y coger el aparato. Comprueba el número. No está en la agenda. «¿Quién será a esta hora?».
—¿Diga?
—Susana, guapa. Perdona, soy Magdalena.
—¿Magdalena? Buenas noches. ¿Ha pasado algo?
—No, no. Solo quería decirte que ya me ha contado Sergio. No te preocupes. Es un buen chico, algo terco a veces, pero trabajador. Me ha rogado que averiguase cómo te encuentras.
—Bien, estoy bien.
—La impresión que ha debido causarte no será precisamente buena. Pero es que está atravesando un mal momento. Ya te ha contado.
—Sí, sí. —Susana solo quiere concluir la conversación. El agua se está enfriando y, lo que es peor, ella también— me pillas en la bañera. Si no tienes más…
—Desde luego. Solo eso. Bueno, e insistirte en que mañana no vengas a la oficina. Ya te avisaremos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —«En qué lío se había metido»—. Mañana me tomaré mi primer día de vacaciones.
Soltó el teléfono y salió de la bañera. Le habían estropeado la fiesta.
***
El abogado se adentra en el despacho. Sergio está eufórico. El resto de su vida iba a cambiar en unos minutos. Salvaría a su empresa y se podría dar unos cuantos caprichos en cuanto pudiera vender sus propiedades. Ya vería cómo se las arreglaba para hacerlo. Estrecha con firmeza la mano del abogado y le invita a sentarse.
—Aquí tiene —pone sobre la mesa un documento— nuestro certificado de matrimonio. —Sonríe con una sonrisa de triunfador. Como si hubiera ganado una partida que de antemano todos creían que perdería.
El abogado toma el papel y lo examina.
—Bien. Todo parece correcto.
—Entonces…
—Pero… —El abogado.
—¿Pero? —Sergio.
El abogado se aclara la voz. No le gusta su papel. Se le adivina en los ojos. Es su misión, su trabajo y ha de cumplirlo por el tal Álvarez de Ferrusola.
—Le dije que mi cliente, el señor Álvarez, puso como condición para legarle sus propiedades que usted debía estar casado y cumplir con los preceptos católicos.
—Así es. Ya le he mostrado —señala el documento, sobre la mesa— el certificado de matrimonio.
—Esto solo significa que está casado por el rito católico. No que usted sea cumplidor de los preceptos.
—¿Quiere decir practicante?
Su interlocutor lo confirma.
—Debo asegurarme, como comprenderá, que la última voluntad de mi cliente se cumple exactamente como él estipuló.
—¿Y eso significa? —pregunta en tono molesto Sergio.
—Que he de visitarlo, hacerle algunas preguntas, acudir a su parroquia, ver su comportamiento, el de su esposa, la relación entre ambos, y la vida que viven.
—Pero eso es… es… ¡Me niego!
El abogado mira a Sergio fijamente.
—Si se niega, está en su derecho. Pero no tendrá la herencia.
—Puedo presentar una demanda por la vía civil.
—Sí, puede hacerlo. Pero mi cliente era ciudadano argentino, y ha dejado escrito que cualquier pleito acerca de su legado debe dirimirse en Argentina —aprieta los labios unos segundos y luego añade— y, tal y como están las cosas en mi país, lo más probable es que nunca vea ni un peso.
Sergio se acaricia el mentón. ¿Pondría todo en riesgo? En su piso hay demasiadas pruebas que lo relacionan con una vida licenciosa. Tampoco existen evidencias de la presencia de una mujer. Quizá en casa de su hermana. Pero tendría que contarle todo. Y no le interesa, al menos de momento. Sea como sea, no puede rechazar la herencia.
—Está bien.
—Me alegro que haya tomado esa decisión. No deseo incomodarlo, pero…
—Pero hoy no podrá ser —le interrumpe Sergio— tenemos obras en casa y me temo que será muy engorroso.
—Pero…
—Mañana. Lo recibiré en nuestro piso. Mi secretaria le dará la dirección. ¿Le parece bien?
El abogado se aviene con reservas.
—Estupendo, pues entonces hasta mañana.
Sergio lo ve marcharse. Espera un minuto y llama a su secretaria.
—Magdalena, ven inmediatamente. Es muy urgente.
La secretaria entra en el despacho como una tromba.
—Localiza a Susana. Tengo que hablar con ella ya mismo. Dile que venga al despacho lo antes posible. Luego llama a Toni Gutiérrez, el fotógrafo —se detiene un momento a pensar—. ¿Qué necesita una casa para aparentar que una mujer vive en ella?
La secretaria no entiende nada, pero responde.
—Flores, joyas, artículos de baño femeninos, ropa de dormir de mujer, ropa en los armarios…
—Muy bien. Encárgate. Quiero que Susana se traslade a mi piso con toda su ropa. El resto de cosas, cómpralas. Debe parecer que Susana y yo vivimos allí juntos.
La secretaria no se mueve. Lo contempla incrédula, sin entender a qué viene semejante pantomima.
—Magdalena, ¡corre!
—Pero…
—No preguntes. Hazlo. Ya habrá tiempo para contar.
***
El apartamento de Sergio parece un jaula de grillos. Había contratado a cuatro mujeres. Dos lo están limpiado exhaustivamente. Las otras colocan la ropa de Susana, marcos de fotos, libros, un cepillo de dientes, perfumes, compresas, una batidora… Sergio quiso cuidar los detalles. La nevera, llena a rebosar. En el cuarto de la plancha, prendas íntimas de Susana por colocar en los armarios. Cualquiera que llegase por primera vez al piso, diría que allí vive una pareja felizmente casada. Toni Gutiérrez se había encargado de las fotografías. El trabajo es excelente. Ninguna de las imágenes parece retocada; ni siquiera un ojo experto se atrevería a decir que son composiciones preparadas. A Sergio le había costado una pasta. «Pero merece la pena», piensa mientras observa el resultado.
Susana no se siente preparada para lo que se le viene encima. Se negó cuando Sergio y Magdalena le explicaron el plan. Es una buena chica. Siempre ha sido una buena chica. Así le ha ido, también es verdad. De trabajo en trabajo, de hombre en hombre, de mal en peor. Aún así, rechazó formar parte de la comedia. Es inmoral y, cree, también ilegal.
—Solo van a ser unas horas.
La secretaria de Sergio le hacía ver lo necesario de la función. Pero Susana insistía en que no era una buena idea.
—Mujer, nadie te va a recriminar nada si no lo haces. Pero de esto depende el sustento de muchas bocas.
Sergio las contemplaba a ambas.
—No es que no quiera, Magdalena. Tú has sido muy amable al conseguirme el empleo. Pero hay cosas que no se deben hacer, ni siquiera por esto.
—Dime cuánto —le pidió Sergio.
La secretaria le dirigió una mirada de reprobación.
—No se puede comprar todo con dinero —le espetó Susana. Los dos se aguantaron la mirada.
—Está bien —se rindió Sergio—. Si no quieres hacerlo, no podemos obligarte —se dirigió a su secretaria—. Ponte en contacto con la policía. Trataremos de salvar lo que podamos, aunque mucho me temo que medio departamento financiero acabará en la cárcel. Precedido por mí, claro está.
—¿Departamento financiero? ¿Quién del departamento financiero?
Sergio esquivó su mirada.
—El director ya se ha fugado con la pasta. Pero estoy seguro de que saldrán salpicadas más personas —se derrumbó en su sillón—. Es mucho dinero. Casaraviella no tenía capacidad para gestionarlo solo. Otros caerán detrás.
Susana abrió la boca. Quiso decir algo pero no se atrevió. Luego pareció que se lo pensaba mejor.
—Quiero…, quiero una cosa. Solo una cosa.
Sergio no entendía nada pero asintió.
—Hay una persona en ese departamento… No debe verse implicado.
La secretaria y Sergio intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Gustavo Morales.
—¿El contable? —preguntó Magdalena.
—Ha de ser exonerado de cualquier culpa —se detuvo a tomar aire y después añadió— esté implicado o no.
—Vamos a ver —replicó Sergio—. Me estás diciendo que, si te garantizo que Morales queda libre de toda sospecha…, ¿lo harás?
Susana lo confirmó con un ademán.
—De acuerdo. Te lo prometo. Gustavo Morales estará al margen de la investigación —se había avenido a cumplir con la condición impuesta, pero experimentaba la sensación de entregar su alma al diablo—. ¿Por qué?
—No necesitas saberlo.
Sergio la zarandeó del brazo.
***
—¡Susana! Te preguntaba qué te parece.
—Bien, bien —respondió ella, no muy convencida—. ¿Crees que colará?
Sergio se encoge de hombros.
—No tenemos otras opciones.
Es tarde. Habían estado durante horas preparando el apartamento. Susana se siente agotada, lo mira con desgana y se acomoda sobre la cama. Sergio le guiña un ojo, malicioso.
—Mi amor, esta noche me duele la cabeza.
Susana no entiende a qué se refiere en un primer momento. Luego cae en la cuenta y se levanta, sacudiendo la cabeza.
—Contigo no hay que descuidarse un momento.
Sergio sonríe.
—Aún no ha dado tiempo.
—¿Tiempo a qué?
—A que te prevengan sobre mí en la oficina.
—¡Ah!, eso… —A Susana no le habían hablado de Sergio, pero sabe de qué pie cojea. Ha visto a muchos. Algunos los descubrió tarde. Pero ya no. Se había prometido no volver a engancharse de un viva-la-virgen—. No, que va. Lo que pasa es que se te ve a lo lejos.
Sergio pone cara de que esa píldora no le gusta.
—Muy chulita te veo… para ser el primer día.
—Hay confianza. ¿Soy tu mujer, no?
Ambos permanecen en silencio. Al final, estallan en una carcajada. A Sergio le agrada el carácter de Susana. Es fuerte. Y, ahora que se fija bien, parece que tiene un buen cuerpo. «Quizá sin esas gafas», piensa. Está sonriendo, ampliamente. Los dientes, blancos, cuadraditos, bien colocados. Labios no muy grandes.
—¿Me estás analizando?
—¿Yo? Te tengo muy vista. ¿Cuánto llevamos casados?
—¡Ya!
La noche se había echado encima. Hacía rato que habían pactado que Susana se quedase a dormir en la habitación de invitados. El abogado les visitaría la mañana siguiente, como a las diez. Es viernes. Sergio no está acostumbrado a quedarse en casa.
—¿Una copa? —Propone.
—¿Por qué no?
Se levanta y se dirige al salón.
—¿Gin tonic? —le pregunta más tarde, desde lejos. Susana no responde y Sergio insiste. Silencio de nuevo. Quizá no le haya oído. De pronto, se tropieza con ella en el pasillo.
—Perdona —le dice él. Se miran de cerca. En cualquier otra circunstancia, Sergio habría desplegado sus encantos. Pero no es momento— te había preguntado si querías un gin tonic.
—¿Tienes ron?
—Sí. ¿Con limón?
Susana afirma, sonriendo. Al toparse con él en el pasillo, había sentido la musculatura de su torso. «Está macizo. Qué pena que la etapa de relaciones puntuales haya acabado», lamenta.
—Vamos con los detalles —dice Sergio, una vez sentados en el sofá del salón. Susana se lleva la copa a los labios mientras observa el cuadro de una mujer desnuda.
—Hablando de detalles… —Señala la pintura, a espalda de Sergio, que se gira.
—¿Esto? Es una reproducción de Mujer desnuda, de Toulouse-Lautrec.
—¿Y no te parece un poco… escandaloso?
—No parecías una mojigata.
—¡No para mí! Para el abogado.
Sergio lo piensa un instante y luego responde:
—Es arte.
—Sí, ¿pero creerá lo mismo el señor que viene a juzgar si somos una pareja católica como las de toda la vida?
—Está bien —accede, incorporándose— lo descuelgo y lo escondo por ahí.
Susana lo contempla mientras realiza la operación. Culo prieto, brazos musculosos. ¿Pero qué ocurre? No podía ser que le volviera a atraer un jefe. «No, Susana, olvídalo». Se fija en la habitación. Está bien decorada: cortinas funcionales, pero elegantes, dos lámparas eclécticas, y una mesa de moderno diseño en color negro, ocupan el centro de la estancia. En un lateral, una estantería lacada en blanco que contiene muy pocos libros, un par de marcos con fotos y tres o cuatro esculturas en distintos estantes. Entretanto toma de su copa, acaricia la piel del sillón. Cómodo, amplio, lujoso. «¿Cuántas habrán sucumbido aquí?», se pregunta. Enfrente, encastrada en la pared, una enorme televisión de plasma.
—¿Podemos comenzar ya?
Sergio se acomoda a su lado, toma el gin tonic y lo alza.
—¿Por qué brindamos?
Susana menea la cabeza.
—En ese caso, por las nuevas amistades.
Beben y dejan la copa sobre la mesa.
—¿Algo de música?
—Esto se va pareciendo cada vez más a una cita —bromea ella.
—Tienes razón. Vamos al meollo —toma lápiz y papel—. Debemos inventarnos una historia plausible —piensa unos segundos y luego comienza a apuntar— nos conocimos en San Francisco…, no, en Roma. Suena más católico…
—¿Tú has estado en Roma?
—No.
—Yo tampoco.
—¡Qué más da! Se trata de que los dos contemos la misma historia.
—¿En qué hotel te alojaste?
Sergio se lo piensa mientras toma su copa.
—Lo buscamos en Internet.
—¿Qué monumentos vimos?
—Lo mismo.
Susana sacude la cabeza. Y sonríe. Con una sonrisa amplia. A Sergio le gusta su manera de reír. Sin ambages. Una risa desnuda, cordial.
—Hagamos otra cosa mejor —propone—. Intentemos que sea lo más parecido a la realidad.
—¿A la realidad?
—Sí. Busquemos puntos en común entre ambos y usémoslos.
Durante las siguientes dos horas construyeron una vida ficticia basada en hechos más o menos reales. Se conocieron en Madrid. Sergio dio una conferencia sobre Economía en la Complutense y ella asistió. Susana hizo una pregunta insidiosa. Como todas las que plantea. Y él no supo qué responder. A la salida, intercambiaron sus correos electrónicos de la forma más inocente, y en los siguientes días se cruzaron algunos mails. Al principio, serios, profesionales, cortos. Después, más largos, más íntimos. Se citaron. Y hasta ahora.
Mientras ideaban el enredo, Susana iba constatando que tenían en común más cosas de las que hubiera supuesto en un primer momento. Fueron al mismo instituto, se graduaron en la Complutense, habían visitado las mismas ciudades en distintos momentos de su vida, hasta los dos frecuentaban el Micota, un restaurante de moda en el barrio de Salamanca. Por no hablar de relaciones. Una detrás de otra. La única diferencia estribaba en que Sergio estuvo casado; aunque ella convivió con una pareja cinco años.
En el fondo son más parecidos de lo que creían. Sergio no lo acaba de ver. Susana sí. Tiene muy claro que él es un bala perdida. Como ella. Ha pasado por muchas camas. Ella también.
Susana suspira, no sabe si de cansancio o de deseo. Sergio está muy cerca. Toda la noche ha resistido su natural instinto de liarse con él. Se lo prometió a sí misma. Pero ya han bebido mucho. La botella de Bombay apenas tiene un culito de ginebra, y la de ron solo algo más. Sergio la mira con ojos vidriosos y una sonrisa pretendidamente licenciosa. A pesar de lo grotesco, Susana se siente atraída. Quizá es el alcohol. Tal vez, las feromonas. Lo desconoce. Pero lo encuentra guapísimo, irresistiblemente masculino. Huele su colonia. «Dan ganas de ponerlo sobre un plato y lamerlo enterito».
—¿Qué… qué colonia? —Acierta a preguntar.
—Two one two.
Susana se echa a reír.
—¿Du juan du?
Sergio la imita con una monería. Y luego la besa. Sin mediar una mirada o un gesto. Un beso corto. De prueba. Después la mira a los ojos y le retira las gafas. Susana está excitada. El alcohol siempre la excita. Pero aún guarda algo de lucidez. «No, Susana, no», dice su mente. Sergio la vuelve a besar. Esta vez se recrea. Mantiene sus labios sobre los de ella. Y ella lo permite. Se aviene al beso, pero no lo devuelve.
—No creo que… —Logra articular.
Sergio sella sus labios con el índice. Acerca la boca al cuello de ella y lo mordisquea, lo acaricia con la lengua, se apropia de él. Susana entorna los párpados. «El muy cabrón…», piensa sin acabar la frase. Después suspira. El alcohol ha roto la barreras. Sabe que no le quedan argumentos para frenar lo que está a punto de ocurrir. «No, Susana, no».
Sergio, en su papel de seductor de serie B, le susurra al oído que es la mujer más hermosa que ha visto nunca. Ella sabe que miente, pero le agrada la mentira. Le toma de la nuca y la atrae hacia sí. Entonces, unen sus labios una vez más. En esta ocasión en un beso de bocas entreabiertas, de lenguas que se enmarañan, de dientes que se encuentran. Sus manos, las de ella, se pierden en la espalda de Sergio hasta alcanzar su trasero. Musculado, como había predicho. Los de él se enredan en su cintura, buscando el contacto cálido de la piel bajo la camiseta. Respiran fuerte. Exaltados, excitados.
—Espera, espera…
Susana lo aparta.
—Esto no es lo que yo quiero.
—¿Cómo?
Se incorpora y Sergio la imita. Susana inspira profundamente, toma el control de su cuerpo, lo domina, le obliga a relajarse. Respira un par de veces con lentitud para recuperar el resuello. Después se enfrenta a Sergio.
—Sé que no tienes la culpa de esto. Yo también…
—Claro que tú también.
—Pero no quiero seguir.
Sergio alza las manos, se toca la cara. Quiere entender pero no lo logra. Todo iba bien, las copas, la música, el intercambio de miradas. Susana entiende su confusión. Pero no va a repetir situaciones. «Esta vez, no». Toma las gafas del sillón y se aleja.
—Buenas noches.
***
El abogado llega para desayunar. A Sergio le da la impresión de que quiere pillarles desprevenidos. Susana le saluda sin mucho énfasis y se dirige a la cocina como si llevara haciéndolo cada día desde hace años. Se sientan, Sergio y el abogado, en la terraza. No hace frío pese a la estación del año. «¿Por dónde empezará?», se pregunta Sergio nervioso.
—He estado investigando.
Sergio recibe la información sin inmutarse aparentemente. Pero se pregunta qué viene ahora.
—Y parece que todo concuerda. La iglesia, el convite, etcétera —en la cara del empresario se dibuja una sonrisa, que borra inmediatamente— disculpe tantas precauciones, pero son inevitables. Hay mucho dinero implicado y no podemos cometer ningún error.
Susana entra con una bandeja. Café, zumo, tostadas, croissants…
—Qué buena pinta —ensalza Sergio. Está contento, de momento la situación discurre por los cauces adecuados.
—¿Y dónde se conocieron?
Ella le alcanza un café y comienza a hablar de la conferencia en la universidad. Sergio la mira. «Está guapa», piensa. Incluso con ojeras y con ese pijama tan poco sexy la encuentra atractiva. Acaba de caer en la cuenta de que no lleva gafas. «¿Lentillas?». Susana habla y habla. El abogado parece embelesado.
—La verdad es que era muy guapo —confiesa, corrigiendo inmediatamente— es muy guapo.
Sergio sonríe.
—¿Y los hijos?
—¿Los hijos? —pregunta Susana.
—Aún no tienen hijos.
—Lo hemos intentado —se adelanta Sergio—. Pero, ya ve, Dios no nos ha premiado aún con ninguno. Qué más quisiera yo… nosotros.
El abogado asiente.
—¿Y a qué se dedica usted, Susana?
De esto no habían hablado la noche anterior.
—Secretaria —responde Susana.
—Diseñadora —agrega Sergio al mismo tiempo.
Los dos habían respondido al mismo tiempo. El abogado los estudia a ambos. Susana se queja con aspaviento y se vuelve hacia Sergio.
—Cariño, ya sabes que eso no es una profesión —se dirige al abogado—. Mi marido es muy amable. Me gusta el diseño de interiores, y hago algunas cositas de vez en cuando. Para amigas. Pero es solo un pasatiempo, nada que se pueda considerar un trabajo. En realidad, soy secretaria, aunque no ejerzo. Salvo alguna ayuda en la empresa de Sergio de vez en cuando.
«¿A qué venía mentir en esto?», se pregunta Susana. Entretanto, Sergio se lamenta en su fuero interno. Por poco echa a perder el plan. ¿Por qué había confundido el trabajo de Susana con el de su exmujer? «Debo cuidarme mucho de lo que diga a partir de este momento».
—Bien —dice, al fin, el abogado—. ¿Podríamos visitar el apartamento?
Susana se levanta.
—Por supuesto, acompáñeme.
El resto de la mañana transcurrió sin incidencias. Susana le habló de sus padres, de sus estudios, de sus aspiraciones, de sus colaboraciones en organizaciones no gubernamentales.
—¿Y con la Iglesia?
—Con la Iglesia, no.
—¿Por qué?
Sergio se mueve incómodo en su asiento. «¿Qué te cuesta mentir?».
—Mire, señor Peretti, creo que no es necesario asistir a misa a golpearse en el pecho para demostrar lo católico que se es. La actitud cristiana se practica en la calle, con la gente.
—Eso no quiere decir que no comulguemos todos los domingos —tercia Sergio—, y practiquemos la caridad cristiana con el prójimo en forma de limosnas.
El abogado anota en su libreta en silencio. Sergio se siente juzgado ante un tribunal de la Inquisición, y por la expresión del magistrado, solo les resta escamotear la verdad a toda costa. Mira de soslayo a Susana, y entonces entrevé la solución. «Solo ella puede recomponer el desaguisado». Ejecuta un furtivo ademán imperativo. Susana sacude la cabeza. A Sergio no le complace su actitud. «¿A qué está jugando?». Su terquedad le preocupa, pero no puede eximirse de su propia responsabilidad al implicarla.
Llaman al teléfono.
—Disculpe.
Sergio coge el auricular.
—¿Diga?
—Hola, soy Ángeles. He estado llamándote al móvil desde ayer, pero lo tienes apagado.
Sergio se queda inmóvil un instante. «Mierda» piensa.
—Un segundo —tapa el auricular y se dirige a Susana y el abogado— es del trabajo. Hablaré desde el dormitorio —ya en el cuarto, toma aire y vuelve a ponerse el teléfono en la oreja—. ¿Cómo has conseguido el número de casa?
—Se ve que eres un chico difícil. Pero tengo mis mañas.
No acaba de comprender por qué lo ha localizado.
—Ahora estoy ocupado. ¿Estás ya en Valencia?
—No, al contrario. Sigo por aquí. He decidido alargar mi estancia un par de días. Por eso te llamé ayer. ¿Quieres que nos veamos?
Sergio duda. Le apetece mucho. Ángeles es un portento en la cama, pero el plan que tiene entre manos cuenta con prioridad, y no es hombre de engancharse a ninguna mujer.
—No puedo. Este fin de semana ando liado.
—Venga ya. Sé que te gusto —le susurra con voz de gata en celo.
—Claro que sí —«Fueron un par de polvos fantásticos. Es verdad». Se lo piensa una vez más—. Ángeles, de verdad, no puedo. Quizá mañana o pasado mañana. Hoy es imposible.
—¡Me he quedado en Madrid para verte! —le grita— no serás capaz de dejarme sola en el hotel.
—No entiendo. No te prometí nada. Sabías que era algo sin complicaciones, un par de revolcones…
—A mí nadie me deja tirada. ¿Te has creído que soy una de esas zorritas con las que te acuestas? ¡Yo soy una señora! Como no estés aquí en media hora, te juro que te arrepentirás.
Sergio no entiende qué sucede. La voz sensual y melosa de Ángeles, su carácter volcánico… Todo ha desaparecido.
—No creo…
—Tú no crees nada. ¿Supones que no sé que engañas a tu esposa?
—Ángeles, no estoy casado.
—Siempre lo estáis. —Sergio oye unos pasos procedentes del pasillo y tapa el auricular. Es Susana.
—No creo que sea momento… —Le interrumpe Susana.
—Voy enseguida —le dice— entretenlo, por favor —espera a que regrese al salón y se dirige de nuevo a Ángeles— creo que te estás con…
—¡Cómo te atreves a dejarme con la palabra en la boca! No tienes ni idea, ¿verdad? —«Esta loca es capaz de presentarse en casa», piensa Sergio. «Si ha encontrado el número de teléfono, también ha podido dar con la dirección»—. No tienes ni idea de con quién hablas.