CAPÍTULO 16

Jueves

—¿Sabías que hay teléfono en el baño?

Frotándose enérgicamente el pelo con una toalla y envuelta en otra, Daisy salió del cuarto de baño. Ya era hora de devolverle a esa relación parte de la profesionalidad que se le había escapado en algún momento de las últimas veinticuatro horas.

Miró a Nick, que había recogido los platos del desayuno y estaba sacando al pasillo la mesita del servicio de habitaciones. Solo por un instante, Daisy se quedó ensimismada contemplando la forma en que los pantalones de su esmoquin, la única prenda que Nick llevaba puesta, cubrían sus preciosas nalgas. Después llamó al orden a su distraída atención. ¿Qué acababa de decir? Ah, sí:

—¿Para qué narices querría alguien tener teléfono en el baño?

Nick cerró la puerta y se volvió para mirarla.

—Me dejas sin respuesta. Supongo que es un incentivo que aprecian ciertos clientes. Hombres de negocios adictos al trabajo, quizá.

—Bañistas adictos al teléfono —no pudo resistirse a añadir ella, pero se irguió. Mierda, no estaban allí para hablar de tonterías, por muy fuerte que fuera el impulso—. Pero eso no viene al caso. Ya va siendo hora de que...

—Parece que tengas calor, Daisy.—Su voz adoptó ese tono grave y sexual al que ella se había acostumbrado tanto durante la noche, y de pronto la toalla del pelo se le resbaló de los dedos, que se habían quedado sin fuerza. Nick se le acercó y apretó un dedo contra su pecho sonrosado, y ambos vieron volver el color cuando lo apartó. Le pasó el dorso de los dedos por los hombros y los hizo bajar por su brazo—. Creo que deberíamos quitarte esta toalla tan gruesa y refrescarte un poco.

Daisy logró enarcar una ceja.

—Qué generoso, siempre mirando por mi bien.

—Sé de lo que hablo. Tú haz todo lo que te diga y no te equivocarás.

Se lo quedó mirando boquiabierta.

—En tus sueños, guapo.

—Como quieras. —Nick alzó un hombro como diciendo: «Tú te lo pierdes»—. Pero no soy yo el que está sudando por andar envuelto en metros de tela. —Sus dedos tiraron del lugar en que Daisy se había sujetado la toalla entre los pechos, pero se quedó impertérrito cuando ella lo apartó de un manotazo—. Creo que deberías quitártela. Estarás cómoda y fresquita, como yo.

—Oh, sí. Eso nos igualaría, claro. Tú, con el pecho descubierto; yo, en pelotas.

Nick pareció pensarlo mejor.

—Tienes razón —convino. Se desabrochó los pantalones, que se deslizaron por sus estrechas caderas, cayeron al suelo y lo dejaron gloriosamente desnudo—. Ya está. Que no se diga que Nicholas Coltrane no colabora para fomentar la igualdad.

Volvió a intentar quitarle la toalla.

Daisy, viendo cómo su cuerpo se transformaba ante sus ojos, se dio cuenta de que Nick tenía razón en una cosa: sentía muchísimo calor. Además, en realidad media hora más o menos no importaba mucho.

Dejó que le desatara la toalla.

Él la abrió, la sostuvo extendida y fue repasando con la mirada cada una de las curvas que quedaron al descubierto. Inclinó la cabeza y la besó en el hombro.

—¿Ves? Mucho mejor, ¿no?

—Hummm. Mucho.

—Por no decir que es mucho más apropiado para la situación. —La besó en un lado del cuello—. Tenemos una suerte tremenda de que no decidieras envolverte en uno de los albornoces para huéspedes. Ni que pensar en las extremas medidas de resucitación que habría requerido eso.

—Bueno, ya me conoces. —Daisy logró encogerse de hombros levemente, aunque sus músculos se estaban relajando—. Nunca tengo la menor idea de qué es lo más apropiado ponerse.

Cogiendo la toalla por uno y otro lado, Nick la dejó resbalar hasta sus caderas y atrajo a Daisy hacia sí.

—Me alegra poder servirte de ayuda.

Ella le echó los brazos alrededor del cuello, agradeciendo la firme calidez de su torso. Balanceándose de un lado a otro, frotó sus pechos contra él.

—Esto no cambia nada, Nick. Deberías saberlo.

—Chist —repuso él, e inclinó la cabeza para besarla—. Ya lo sé. Cuarenta y cinco minutos después salieron del ascensor y cruzaron el vestíbulo hacia el mostrador de recepción. El empleado pasó a Nick la factura y luego dijo:

—Tengo aquí un mensaje que dice que dos hombres preguntaron anoche por usted, señor Coltrane.

Nick se quedó inmóvil, consciente de que Daisy hacía lo mismo.

—¿Dejaron su nombre?

—No, señor. La empleada de la noche ha anotado que no parecían ser nuestra clase de clientes habituales. También dice que se pusieron algo agresivos cuando se negó a darles su número de habitación, y que no quisieron utilizar el teléfono de las visitas cuando se ofreció a llamarlo.

—Hummm. —Le dio la tarjeta de crédito—. No imagino quién habrá podido ser, pero gracias por el mensaje.

Daisy no dijo nada hasta que se detuvieron, nada más salir del Fairmont.

—Cara Plana y Sin Cuello, ¿no crees?

Nick miró hacia la mansión Flood, al otro lado de la calle, sin ninguna expresión en el rostro.

—Han tenido que ser ellos.

Se dio cuenta de que Daisy estaba alerta y miraba en derredor, y decidió que no estaría de más que él mismo prestara también un poco de atención a la actividad que los rodeaba mientras avanzaban colina abajo hasta el lugar en que habían tenido la suerte de encontrar aparcamiento.

Entonces vio su Porsche y se vio obligado a comprobar su estado.

—¡No!

Daisy apartó la mirada de la calle para centrarse en él.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —Siguió su mirada—. Ay, Dios mío. ¡Oh, Nick! Tu precioso coche.

Alguien, y no había que ser superdotado para sospechar quién, se había despachado a gusto con una palanca para desmontar neumáticos. Las ventanas y los faros estaban destrozados; el techo, hecho trizas; y el capó y las puertas, hundidos y abollados. El coche se sostenía sobre cuatro ruedas pinchadas y, donde no tenía golpes, había obscenidades rayadas en la pintura.

—Me cago en todo —masculló con crudeza. Dio una vuelta al coche, y otra, hasta tres veces, con un rígido nudo en el estómago y una rabia encendida enturbiando su cerebro. Dio una patada a la rueda del lado del conductor—. ¡Me cago en todo!

Después se alejó del vehículo hundiendo los diez dedos en su pelo y apartándoselo de la cara con una fuerza que le tiraba de las comisuras de los ojos. Las palmas de sus manos se hundieron en sus sienes, en un punto en que había empezado a palpitarle un dolor de cabeza. Miró a lo lejos sin ver nada más que la niebla roja de su furia durante un buen rato.

Entonces, la calidez de Daisy abrazada a su espalda empezó a penetrar poco a poco en él. Le había rodeado la cintura con sus brazos y sus manos le frotaban el estómago en círculos tranquilizadores.

—Lo siento —susurraba, y Nick se preguntó cuántas veces había dicho ya esas palabras mientras él seguía absorto en su rabia y su dolor—. Lo siento mucho.

—Quiero mucho a este coche —repuso él con voz ronca—. Fue lo primero que me regalé cuando empecé a ganar algo más que lo justo para comprar comida y pagar el alquiler. Aun entonces me costó tres años y medio pagar el maldito trasto.

Y se había sentido muy orgulloso, había mantenido el coche siempre impecable como testimonio no solo de su creciente poder adquisitivo, sino también de su rechazo al estilo de vida derrochador de su padre.

—Pero ¿y qué? ¿No? Qué puñetas, no es como si se hubiera muerto mi perro... No es más que una cosa. —Pero había sido su cosa, joder, la había conseguido con el trabajo de sus manos. De pronto se sintió sofocado, acalorado y acorralado, y su voz pronunció tonos crudos al decir—: ¿Te importa, rubita? Me estás clavando la pistola.

Sintió que Daisy se tensaba y que sus brazos le soltaban la cintura. Un segundo después, se apartó de su espalda y se alejó.

Nick descubrió que el frío traído por esa nueva libertad no le resultaba gratificante. Sin pensarlo, se volvió y estrechó a Daisy entre sus brazos. Ella permaneció rígida mientras él apretaba la barbilla en lo alto de su cabeza.

—Estoy muy cabreado, Daisy.

—¿Y habías pensado pagarlo conmigo?

—Sí. Algo así. —Inclinó la cabeza y le dio un beso en la sien—. Ha sido injusto —admitió, sombrío—. Lo siento.

—No, tenías razón. —Se apartó de él—. No me he comportado con profesionalidad...

—Oh, fantástico, juega ahora la carta de la culpabilidad. —Fue como un sortilegio que volvió a cabrearlo—. Joder, Daisy, ¿por qué no me echas un poco de sal en las heridas, ya que estás?

Ella tuvo la temeridad de echarse a reír. Sin embargo, al mismo tiempo alzó una mano para acariciarle la mandíbula con dedos conciliadores... y tenía un aspecto tan incitante con la luz del sol brillando en sus ojos que Nick descubrió que su furia disminuía.

—No intento hacerte sentir culpable, Nick —le aseguró—. Es que de verdad no me he comportado como una buena profesional. Es muy probable que esos gorilas sigan por aquí, preparados para saltarnos encima mientras estamos distraídos mirando cómo han destrozado tu coche. Debería haber estado buscándolos en lugar de...

—Ponerte tierna conmigo.

Daisy se ruborizó de repente.

—Bueno, yo no lo habría dicho así, pero... sí.

Lo cierto es que a Nick le gustó que le ofreciera consuelo. Daisy ya había dejado claro lo importante que era para ella la profesionalidad, de modo que él también debía de ser importante, si había antepuesto sus sentimientos.

De todas formas, sabía que era mejor no ponerse muy sentimental. Con ello solo conseguiría que Daisy se pusiera a la defensiva, volviera a adoptar su actitud de chica dura y acabara haciéndoselo pagar a los dos.

—¿Qué propones que hagamos ahora?

—No te va a gustar, pero tenemos que llamar a la policía.

Con todas sus defensas en posición para rechazar el ataque, Nick la miró fríamente desde lo alto.

—Olvídalo, rubita.

—Tienes que poner una denuncia antes de llamar a la compañía de seguros, Nick.

Bueno... Joder, tenía razón.

—Está bien. Pondré la denuncia, pero no pienso jugar con ellos a esa mierda de «¿Quién podría haber sido responsable de los daños?».

—A una parte de mí nada le gustaría más que debatir contigo la conveniencia de eso.

Vaya, menuda sorpresa.

—Déjame adivinar. ¿No me digas que es la parte que fue agente de la ley? —espetó Nick.

Daisy se encogió de hombros.

—Seguro que te encantará oír que, aunque tuvieras ganas de hablarlo con ellos, la poli no podría hacer nada porque no tenemos ni una sola prueba que ofrecerles. Así que lo haremos a tu manera. —Miró en derredor—. Supongo que no tenía razón al pensar que los matones estarían esperándonos por aquí. Llamaré a un taxi para que nos lleve a tu casa y allí nos pondremos en contacto con la policía para que te den un número de expediente para la compañía de seguros. ¿Hay algo que necesites de dentro del coche?

No, llevaba consigo la bolsa del equipo, que era su mayor preocupación. De todas formas miró en el interior del vehículo... e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Todo estaba destrozado: los asientos de piel, rajados; las alfombrillas, desaparecidas; el salpicadero, mutilado. La puerta de la guantera había recibido golpes hasta que la hicieron saltar, y al cambio de marchas le faltaba la empuñadura. Maldiciendo entre dientes, se irguió.

Daisy le pasó una mano reconfortante por la parte baja de la espalda.

—Vamos —lo animó—, marchémonos ya de aquí. Sé que estás furioso, pero la verdad es que me gustaría evitar un tiroteo en plena calle, si esos tipos andan cerca. Muchos inocentes podrían verse atrapados en el fuego cruzado.

—Sí. —Respiró hondo un par de veces para controlar sus emociones—. Vayámonos a casa. Jacobsen descargaba su peso sobre uno y otro pie con impaciencia mientras miraba a Autry.

—Bueno, ¿a qué estamos esperando? —preguntó—. Vamos a por ellos.

Autry estaba dividido. Coltrane y la rubia que había tumbado a Jacobsen estaban justo donde querían. Sabía que Jake estaba que sacaba espuma por la boca por vengarse de la guardaespaldas de Coltrane, que además llevaba un vestidito, lo cual la haría ser más lenta. Las condiciones eran del todo favorables.

Aun así...

Los tortolitos parecían de lo más acaramelados. Estaba claro que habían pasado la noche juntos en el hotel, y a Autry le pareció que eso podría servirle de algo a Douglass.

—Venga —gruñó Jacobsen.

—No vamos a hacerlo.

—¿Qué? —Su compañero se volvió de golpe hacia él— ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué no, joder?

—¿Qué conseguiríamos, Jake? Ya le hemos destrozado el coche, sabemos que está limpio. Seguro que Coltrane no lleva encima las fotos.

—Bueno, pues le damos una paliza de muerte para que nos diga dónde las esconde.

—No. Esta vez vamos a ser más listos. Coltrane y su guardaespaldas están muy unidos. Vamos a llevarle esa información a Douglass, y a ver qué quiere hacer con ello.

Mo miró a Reid, que estaba sentado al otro lado de la mesa del comedor. Iba vestido con su conservador traje de banquero, de raya diplomática; solo le faltaba enderezar la corbata de moaré, pues el nudo colgaba entre el primer y el segundo botón de la camisa. Reid le devolvió la mirada por encima de la caoba pulida con unos serenos ojos color avellana y una boca que no sonreía, y Mo pensó que parecía un extraño.

Un extraño excitante.

Cambió de postura. ¿De dónde narices había salido eso? Era ridículo, absurdo...

Y cierto. El Reid del que se había enamorado y con el que se había casado era un hombre de trato agradable, que reía con facilidad y al que le costaba enfadarse. Aunque su relación se había puesto a prueba durante los últimos años, no había afectado a la transigencia intrínseca que conformaba la base de su carácter. Sin embargo, el Reid que la estaba mirando parecía una persona muchísimo más dura. Parecía resuelto, en cierta forma depredador. Incluso sexual. Como si en cualquier momento pudiera tirar de un manotazo toda la vajilla y la cubertería de la mesa y hacerle el amor salvaje e incontroladamente allí mismo.

Demonios. Apretó los muslos. Llevaban muchísimo sin practicar ningún tipo de actividad sexual, y menos aún sexo salvaje y sin control. Se resistió al impulso de coger la servilleta y abanicarse con ella. En lugar de eso, se enderezó y enarcó las cejas en actitud interrogante. No era momento para dejarse llevar por lascivas fantasías adolescentes.

—Tengo una cosa para ti —dijo Reid, y buscó algo en el bolsillo interior de la chaqueta.

Sacó un montoncito de cheques y los tiró sobre la mesa. Se abrieron en abanico al aterrizar sobre la pulida superficie, pero él apoyó un dedo sobre ellos para anclarlos y los empujó hacia Mo.

—¿Qué es? —Alargó un brazo para coger el montón, fue mirando los cheques uno a uno y luego alzó la mirada de nuevo con el corazón latiendo con fuerza—. ¿Reid? Dios mío. Esto es...

—Más o menos la mitad de lo que necesitas. Algunos de mis clientes me han respondido.

Exactamente como él había predicho que harían. «Por una vez, sería muy agradable que confiaras un poco en mí.» Mo volvió a oír su voz en la memoria. Por lo visto había insistido con esas llamadas que ella había catalogado de inútiles. O eso, o los haraganes de sus compañeros de colegio habían salido en su ayuda, como él había dicho que harían.

Lo miró desde el otro lado de la mesa.

—Yo... Bueno, no... —Se aclaró la garganta—. No sé qué decir.

—Di: «Tenías razón, Reid. Yo me equivocaba».

Una risa hizo explosión en su garganta. Parecía el Reid de antes, aunque seguía sin sonreír.

—Tenías razón, Reid. Yo me equivocaba.

—Ahora quítate la ropa.

—¿Qué?

—No importa. Estaba bromeando.

—Ah.

Qué pena. Le sorprendió darse cuenta de cuánto deseaba desnudarse ante el hombre que había al otro lado de la mesa.

—Pásame las salchichas antes de que se enfríen, por favor.

Mo se las acercó, además del frutero y la cestita con tostadas que había preparado. Mientras se servían la cena, todo permaneció en silencio salvo por el ruido de la cubertería contra la porcelana. Reid dio un par de bocados y luego dejó el tenedor en el plato.

—¿Han traído ya el esmoquin de la lavandería?

—Sí.

Mo lo miró con curiosidad.

—Bien. Si no tienes nada en la agenda para el viernes por la noche, resérvala. Vamos a ir a la gala del hotel Whitcomb.

Lo miró con sorpresa.

—¿La que dan en honor a J. Fitzgerald Douglass?

Normalmente Reid habría preferido coger la peste negra a asistir a un acontecimiento social por todo lo alto como prometía ser aquel.

—Sí. Espero que asistan varios de mis antiguos compañeros. Uno o dos a los que he dejado mensajes, además de varios con los que ya he contactado. Va siendo hora de que les diga a unos que voy en serio con los negocios y de que otros sepan que hace tiempo que deberían haberme pagado.

Mo también dejó su tenedor. Parecía tan severo y competente que el deseo creció en ella mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa.

—Reid...

—Vamos a conseguir el resto del dinero que necesitas —le aseguró con frialdad, y volvió a coger el tenedor—. Y después tú y yo nos sentaremos a hablar de nuestro matrimonio.