CAPÍTULO 13

J. Fitzgerald dejó pasar tiempo de sobra para que el jovencísimo agente abandonara el edificio antes de levantarse de la silla y salir de su despacho.

—Vuelvo dentro de quince minutos —dijo a su secretaria al pasar junto a su escritorio.

El sol de tarde proyectaba cegadores reflejos en las superficies cromadas de los coches aparcados frente al edificio de oficinas. Douglass parpadeó para no deslumbrarse y empujó la puerta giratoria para salir a la acera. No hizo caso del sol que calentaba sus hombros, ni de la feria de arte al aire libre de Union Square al pasar junto a ella a paso ligero de camino a una cabina telefónica que había a un par de manzanas. Al llegar a su destino, marcó un número e insertó las monedas justas. El teléfono sonó dos veces antes de que contestaran.

—¿Sí?

—¿Qué está pasando, Autry? Acaba de venir a verme un policía por lo de Coltrane.

Autry maldijo entre dientes. Después repuso:

—Lo siento, señor Douglass. Hace un rato he intentado localizarlo, pero su secretaria me ha dicho que no estaría en el despacho hasta las dos.

—Es evidente que he vuelto antes. ¿Qué narices pasa?

—Nos hemos encontrado con un problemilla.

—Dime algo que no haya descubierto yo solo. ¿Qué problemilla?

—¿Se acuerda de la rubia de la que le hablamos ayer? ¿La que vimos instalarse en su casa?

—Sí, sí, ¿qué pasa con ella?

Ya le había dicho a Autry que la vida sexual de Coltrane le importaba un comino.

—Resulta que no es su ligue, como creíamos. Es una guardaespaldas que ha contratado.

—¿Cómo?

—Los hemos sorprendido a los dos esta mañana en el garaje de Coltrane, pero resulta que la sorpresa nos la hemos llevado nosotros. Jacobsen la ha agarrado para usarla como palanca... Ya sabe, para obligar a Coltrane a cooperar. ¡Y la tía va y lo lanza sobre el capó del coche del tipo! Es rápida y es buena. Ha encajado un puñetazo de Jacobsen y, aun así, ha conseguido inmovilizarlo con la pistola.

El respeto de la voz de Autry provocó un gélido escalofrío que recorrió la columna de J. Fitzgerald.

—¿Intentas decirme que seguís sin recuperar mis fotografías?

—¡No! Oh, no, señor, qué va. Solo le digo cómo están las cosas. La chica nos ha cogido por sorpresa una vez, pero ahora ya sabemos quién es y de lo que es capaz, y no volverá a suceder. Estamos decididos a encontrar lo que nos ha contratado para encontrar, señor D.

—Bien. —Asintió con satisfacción—. Aseguraos de conseguirlo. Quemad la casa de Coltrane si hace falta. No quiero que esas fotos salgan a la luz.

Mo oyó la voz de Reid en el estudio y se acercó a ver con quién hablaba. Hablaba por teléfono.

—William, soy Reid Cavanaugh. Qué bueno el mensaje de tu contestador, tío. Oye, estoy metido en un buen lío económico y me preguntaba si podrías echarme una mano.

Apoyada en el marco de la puerta, Mo escuchó con impunidad. El corazón se le partía cada vez más con cada llamada que lo oía hacer. Aún seguía allí de pie cuando Reid terminó, poco después. Vio cómo colgaba el auricular en el teléfono, lo vio hundir las palmas de las manos en las cuencas de los ojos y hacer girar la silla. Cuando Reid bajó las manos a su regazo y la vio, se sobresaltó.

Después sonrió con esa sonrisa lenta y segura que todavía tenía el poder de hacer que su corazón se tambaleara como si anduviera borracho.

—¿Cuánto llevas ahí de pie?

—Lo suficiente para oírte dejar tres mensajes y hablar con Biff Pendergras. —Vaciló un momento, pero se sintió obligada a añadir—: No es exactamente lo que pensaba que tenías en mente cuando aceptaste como misión en la vida ocuparte de mis desgracias económicas.

La calidez desapareció de su sonrisa.

—¿Qué pensabas que haría, Mo, acudir a mi familia?

—¡No! Oh, no, no me refería a eso... —Su voz se fue apagando con desconsuelo.

La filosofía financiera de Reid difería radicalmente de la del resto de los hombres Cavanaugh. Ella creía que la crítica constante de casi todo lo que había hecho desde que naciera había acabado originando la tendencia de Reid a tirar el dinero en causas perdidas. Era una reacción automática a su férreo conservadurismo, o bien un intento deliberado de volverlos locos. Mo nunca había sabido cuál de las dos. Los otros Cavanaugh no se preocupaban más que de lo importante; Reid, nada más que de las personas. Todos eran gente dinámica; Reid era muy relajado. Sin embargo, Mo sabía por experiencia que no había forma de empujarlo. Dios sabía que había cometido el error de intentarlo demasiadas veces... y no había más que ver adonde los había llevado eso. Inspiró hondo y luego espiró con tranquilidad.

—Quería decir que...

—Porque recurriré a ellos si es necesario, ¿de acuerdo? Pero comprende de una vez que solo serán mi último recurso.

—Eso ya lo sé, Reid. No espero que recurras a ellos. De verdad. Es solo que no veo de qué te va a servir llamar a unos haraganes que ya te han fallado cuando les has concedido un préstamo.

—Maldita sea, Maureen, ¿no vas a bajarte de ese tiovivo en la vida? Por una vez, sería muy agradable que confiaras un poco en mí.

Mo abrió la boca para decirle que sí confiaba en él, pero lo cierto era que, si esa era la idea que tenía de sacarle las castañas del fuego, no estaba muy segura de que así fuera. Y, antes de poder encontrar algo que decir para salvar el abismo que sentía abriéndose a sus pies, él ya había pasado junto a ella de mala manera y había salido de la habitación.

—Tengo buenas y malas noticias, cariño. ¿Cuáles quieres primero?

Daisy apartó la mirada de la copia índice de los Trevor que colgaba secándose de la cuerda. Miró a Nick, que cogía otra por una esquina con sus pinzas de madera y la sacaba del fijador, o como se llamara la solución con que acababa el proceso de revelado.

—Las buenas, por supuesto.

—No tengo ningún compromiso en lo que queda del día.

—¡Carámbanos, muñeca, detén las rotativas! —Lo miró con suspicacia—. Voy a arrepentirme, pero ¿cuáles son las malas?

—Esta noche tengo una fiesta de aniversario, cielo, y va a ser algo grande.

—¡Joder, Coltrane!

Nick le ofreció una gran sonrisa.

—Sí, ya sabía que te gustaría. Estate lista para salir a las siete. Y, Daisy, la cosa mejora.

Daisy esperó a que continuara hablando, pero no lo hizo. Ella siguió esperando con tozudez. Se inclinó hacia delante para observar mejor las doce tomas de la familia Morrison. Lo cierto es que era un gran fotógrafo.

Nick le dio un golpecito en la cadera.

—Vamos. Pregúntame por qué mejora.

—Vale, picaré. —Se volvió para mirarlo—. ¿Por qué mejora?

—Es de etiqueta.

Se le cayó el alma a los pies.

—Qué... gracioso.

Daisy detestaba vestirse de gala. Nunca había sido una de esas niñas femeninas que parecían saber por osmosis todo lo que había que saber sobre ropa y maquillaje, así que rara vez tenía idea de qué era apropiado ponerse.

—¿Quieres que te lleve de compras a buscar algo?

Aunque Daisy vio que se ofrecía para echarle una mano; la hirió en su amor propio.

—¡No necesito que me lleves de compras, Coltrane! No soy una pordiosera ni un caso de beneficencia. Tengo un montón de trapitos que ponerme.

Nick levantó las manos.

—Vale, perdona. No pretendía herir tu orgullo.

Daisy debería haberse callado entonces, desde luego, pero una especie de alquimia misteriosa hizo que siguiera cavando su hoyo más y más hondo.

—Las mujeres con las que tú sales no son las únicas que tienen un par de vestidos de gala en sus armarios, ¿sabes? ¿De cuánta etiqueta estamos hablando?

—Esmoquin.

—Bueno, vale, muy bien. Ningún problema. —«Ay, Daisy, podrías ir derechita al infierno por esto»—. Discúlpame, ¿quieres? Voy a salir un minuto.

Salió del cuarto oscuro, cerró la puerta, se inclinó contra ella y empezó a hiperventilar como una loca. No contaba ni con una prenda que pudiera calificarse de etiqueta. Ni siquiera estaba muy segura de qué era eso.

Por suerte, tenía amigos que sí.

Se tranquilizó, sacó el móvil del bolsillo y marcó un número a toda prisa.

—¿Reggie? —dijo con alivio y sin aliento en cuanto descolgó su secretario—. Ayúdame. Esta vez sí que estoy hasta el cuello.

Nick imaginó a Daisy sacando de su armario alguna atrocidad de vestido de dama de honor de segunda mano para ponerse en la recepción de los Dillon. Como quería que pasara desapercibida, las posibilidades que le vinieron a la mente le provocaron numerosos momentos de tensión que le hicieron morderse las uñas, y también la lengua varias veces durante la tarde para impedirse reiterar la oferta de comprarle algo adecuado. Solo lo consiguió porque sabía lo susceptible que era su orgullo, y porque —había que afrontarlo—, aunque encontraran el vestido de gala perfecto, probablemente Daisy insistiría en complementarlo con una montaña de armamento.

Así que al cuerno. Hundió las manos en los bolsillos y movió los hombros para relajarse. Daisy iba a parecer una guardaespaldas se pusiera lo que se pusiera, y eso iba a provocar una oleada de preguntas al respecto de por qué necesitaba protección. De manera que, si aceptaba que eso era incuestionable, ¿por qué molestarse en insultarla insistiendo en el poco gusto que tenía con la ropa? Sobre todo cuando, además, no siempre era cierto. Tenía que admitir que en parte le gustaba ese aspecto de colegiala pendenciera.

Sin embargo, a medida que se acercaba la hora en que tenían que prepararse, Daisy ni siquiera había sugerido que fueran a su casa para saquear su armario y Nick sentía crecer la furia por momentos. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso creía que aparecería un vestido en la puerta por arte de magia?

Pues resultó que eso fue precisamente lo que sucedió.

Justo antes de que dieran las cinco, Nick oyó unos pasos en la escalera exterior. Daisy sacó el arma y recorrió el breve pasillo con ella pegada a un costado del cuerpo. Detuvo a Nick con una mano cuando hizo ademán de seguirla, después se pegó a la pared y preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo —respondió una voz que Nick no identificó de inmediato.

La rubita volvió a guardar el arma en la funda interior y abrió el pestillo.

—Ya era hora —dijo mientras abría la puerta, solo un resquicio.

—Sí, bueno, es un poco difícil encontrar un conjunto adecuado para ti —repuso la voz con sequedad.

Nick se acercó a Daisy y pasó la mano por encima de su hombro para abrir la puerta del todo. Al otro lado estaban Reggie y otro hombre que le resultó ligeramente familiar. Reggie llevaba un porta trajes y el extraño que le sonaba un antiquísimo maletín de piel.

—¿Qué es todo esto?

Reggie sonrió mucho.

—Hemos venido a vestir a Cenicienta para el baile.

—Han venido a traerme un vestido. Me puedo vestir yo sola, muchas gracias.

Daisy intentó coger el porta trajes, pero Reggie le cortó el paso con el hombro.

—Eso es discutible —dijo mirando el arrugado híbrido entre falda y pantalón corto y el top corto de Piolín que se había puesto en lugar de la blusa agujereada—. Pero, aun concediéndote el beneficio de la duda y accediendo a que te vistas tú sola, ¿qué piensas hacer con el maquillaje?

—Tengo un pintalabios por ahí, en alguna parte.

El otro hombre emitió un sonido de exasperación.

—Para eso estoy yo aquí, chiquilla. Ahora apártate, que vamos a entrar. Y no te pongas chulita, Daisy, porque nos hemos tomado muchas molestias para encontrarte todo esto. Así que, o te haces a un lado, o te las apañas tú sola si la ropa no te está bien.

Daisy puso cara de sulfurada.

—Una treinta y ocho es una treinta y ocho, no puede estarme muy mal. No busco la perfección, solo quiero que me saque del apuro esta noche.

—Tiene que estarte lo bastante bien para que no te resulte un estorbo, Daise —dijo Reggie—. Te hemos traído una pequeña selección de trajes y zapatos a juego, tanto de tacón como planos. Supongo que no querrás llevar tacones, pero estos trapitos fueron diseñados para zapatos de tacón y los bajos pueden ser muy largos.

—¿Quieres apartarte? —pidió el otro hombre—. Reg ha dicho que tienes que estar lista a las siete.

El maquillador sacudió la cabeza tristemente mientras Reggie cerraba la puerta tras ellos.

—Esos ovarios en ti son un desperdicio, cielito.

—No puedo estar de acuerdo —dijo Nick al mismo tiempo que Daisy replicaba:

—Oh, cierra el pico, Benny.

La pieza que faltaba del puzzle cayó entonces en su sitio.

—¡Ya sé quién eres! —Nick se quedó mirando al joven esbelto y recordó un maquillaje impecable y un par de tacones con los que ningún ser humano sería capaz de moverse—. No caía, pero eres el través... ah, el del parque.

—Travestí —terminó de decir Benny con sequedad—. Puedes decirlo.

Daisy miró a Nick con enfado y espetó:

—Por todos los santos. —Echó a andar a grandes zancadas y torció bruscamente a la izquierda para entrar en el dormitorio—. Tendrías que ver la cara que has puesto. Si fueras un dibujo animado, tendrías una bombilla explotando encima de la cabeza.

—Bueno, oye, discúlpame, joder. No tengo mucha experiencia recibiendo a tíos de tacón alto en casa.

—Ya sé lo que quieres decir —dijo Reggie con tristeza—.Desde lo del sida yo también he dejado de invitar a muchos a mi apartamento.

A esas alturas ya estaban todos en el dormitorio de Nick. Daisy se volvió hacia Reggie y le dirigió un gesto impaciente con la mano.

—Bueno, a ver qué has traído.

Su secretario colgó el porta trajes de lo alto del armario y abrió la cremallera.

—Te hemos traído dos opciones —dijo, sacándolas—. ¿Qué te parece? ¿El vestido o el traje pantalón?

—El traje pantalón —decidió enseguida Daisy, mientras que Nick, tras echar un vistazo al escaso traje de noche color bronce, decía:

—El vestido.

Daisy lo fulminó con la mirada, pero a él no le importó. Quería verla con ese vestido. Apoyó un hombro contra la pared, cruzó los brazos en el pecho y se dispuso a ver el espectáculo.

Reggie alargó el brazo para darle unos toquecitos a Daisy en el brazo.

—Quiero que te pruebes los dos, solo tienes que decidir cuál primero. Espero que los dos te queden bien, porque Benny y yo no solo los hemos escogido pensando en la ocasión, sino para que tengas un buen acceso a tus armas. Puede que uno te vaya mejor que el otro... pero no lo sabremos hasta que te los pruebes.

Estaba claro que Reggie sabía aplacarla mucho mejor que Nick, porque Daisy repuso de buen grado:

—Vale, tú eres el experto.

Se quitó los shorts y, antes de que Nick pudiera decir nada, también la camiseta.

—Y el sujetador —advirtió Benny—. Tanto el vestido como la camisola del traje pantalón llevan tirantes muy finos. Así que, a menos que lleves un sujetador sin tirantes...

Daisy se dispuso a desabrochárselo.

—En, espera un momento —protestó Nick mientras la prenda resbalaba ya por sus brazos—. Vosotros dos, daos la vuelta —ordenó a los hombres.

El sujetador de Daisy colgaba a medio camino y los tres se volvieron a mirarlo con idénticas expresiones de incredulidad.

—Hummm, Nick —dijo Daisy—. Son gays.

—No es nada que no hayamos visto antes —añadió Benny con alegría—. Son muy bonitas, pero, sinceramente, amigo, no son lo nuestro, ¿sabes?

El calor fue subiendo por la garganta de Nick hasta llegarle a las mejillas. Desde un prisma puramente intelectual, sabía muy bien que se estaba poniendo en ridículo. Emocionalmente, sin embargo, lo único que veía era a Daisy con unas braguitas minúsculas delante de dos hombres.

Reggie lo salvó de un bochorno aún mayor.

—Benny —dijo, e hizo girar un dedo.

Benny se encogió de hombros y, con sonrisas irónicas, ambos se dieron la vuelta.

—Oh, por el amor de Dios —espetó Daisy con indignación mientras dejaba caer el sujetador al suelo y atrapaba al vuelo la camisola que Reggie le tendía por encima del hombro. Se la puso y se la colocó bien—. Ya podéis volveros. —Adornando la frase con un poco de sarcasmo, a Nick le dijo—: ¿Te parece bien? En la playa se verían más.

—Sí, vale. —Se sentía como un idiota.

Daisy se puso los pantalones de seda salvaje de color pardo oscuro que le dio Reggie. Se subió la cremallera, se abrochó el botón y aceptó la chaqueta a juego. Mientras se abotonaba la chaqueta estilo esmoquin, se miró en el espejo. La desabrochó y se volvió a uno y otro lado mientras miraba cómo le sentaba.

—No sé. Creo que estoy algo... masculina.

—Sí, es demasiado rígido —convino Benny—. Hace falta una melena más larga para evitar ese look de dominatriz nazi. Tendríamos que haberlo pensado antes, Reg. Anda, dame eso. —Tendió una mano imperiosa pidiendo la chaqueta que se quitaba Daisy—. Pruébate el vestido.

Se quitó también los pantalones y se los dio a Benny. Cuando cruzó las manos en el bajo de la camisola y empezó a subírsela por la tripa, sus dos amigos sonrieron y dieron media vuelta para ofrecerle las espaldas. Ella les tiró la prenda en cuanto se la quitó por la cabeza. En respuesta, Reggie se echó el vestido color bronce por encima del hombro y lo sostuvo colgado de un dedo.

A Nick se le quedó la boca seca en cuanto Daisy se puso el vestido. Estaba hecho de una microfibra elástica y brillante, y el diseño era la quintaesencia de la sencillez. Era la forma física del cuerpo que había debajo lo que convertía al vestido en toda una sensación. Unos finos tirantes sostenían el escotado canesú y luego se entrecruzaban por la espalda. La tela se aferraba al cuerpo de Daisy, desde sus pechos hasta sus caderas, adhiriéndose con fidelidad a todas sus formas. Después caía hasta el suelo en una graciosa línea trapezoidal con una abertura por la parte delantera, desde el bajo hasta medio muslo. Era una prenda sencilla y sobria que no tenía necesidad de más adornos.

—Caray —dijo Daisy al verse en el espejo—. ¿Y dónde se supone que voy a esconder las armas?

—Con esa abertura puedes atarte un puñal en el muslo y tenerlo siempre a mano —le aseguró Reggie—. Y llevas la Beretta en el maletín, ¿verdad?

—Claro, pero esto podría ser pintura de aerosol. —Daisy separó la tela de su vientre plano, y el tejido volvió a pegársele a la piel en cuanto lo soltó—. ¿Dónde voy a esconder la Beretta para que no se vea?

—Seguro que cabe aquí dentro. —Reggie le enseñó un bolsito de terciopelo negro sujeto por un cinturón de terciopelo trenzado—. Si te lo ciñes en las caderas un poco holgado, te dará un aspecto très medieval. Nadie adivinará jamás para qué lo usas.

—Espera. —Daisy se arremangó el vestido con ambas manos para que no tocara el suelo y salió del dormitorio. Regresó enseguida con el maletín de las armas. Se puso el cinturón y metió la pistola en el bolsito-Esto funcionará. —Sonrió a su secretario con alegría—. ¡Reggie, eres un genio!

Se echó a reír y le plantó un beso en los labios.

Él sonrió con incomodidad.

—Pruébate los zapatos. Vamos a ver qué se puede hacer con el largo.

—Bueno, hablando de genios, ahora me toca a mí ponerme a trabajar en tu maquillaje —dijo Benny. Miró a Nick—. Discúlpanos, guapo, sal de aquí y déjanos a las chicas obrar la magia.

Nick se separó de la pared y sacó su esmoquin del armario. Después, mirando a Daisy una última vez, salió del dormitorio y la dejó a merced de sus delicados amigos.