Aquel verano empezó mi transformación completa. Me habían violado, pero también había crecido con Seventeen, Glamour y Vogue. Las posibilidades del antes y después que me había planteado toda la vida empezaron a materializarse. Además, los que tenía cerca -concretamente mi madre, ahora que mi hermana trabajaba en Washington antes de marcharse a Siria y mi padre estaba en España- me alentaron a reanudar mi vida.

–No querrás que la violación te marque -me dijo, y yo le di la razón.

Conseguí un trabajo en una funesta tienda de camisetas donde era la única empleada. En un ático sin ventilar estampaba insignias y hacía serigrafías chapuceras para los equipos de softball locales mientras mi jefe, que tenía veintitrés años, se dedicaba a hacer chanchullos por la ciudad. A veces se emborrachaba y se presentaba con sus amigotes para ver la televisión. En aquella época yo iba con ropa muy holgada que me hacía yo misma y que mi madre llamaba «vestidos carpa». Llevé muchos en los días de más calor de junio y julio de 1982. Un día que mi jefe y sus amigos me provocaron para que les enseñara mi cuerpo, di media vuelta y me marché. Manchada de tinta, conduje hasta casa en el coche de mi padre.

Volvíamos a estar mi madre y yo solas, como el verano que cumplí quince años. Traté de buscar otro trabajo -mi curriculum está lleno de entrevistas con zapaterías y solicitudes enviadas a tiendas de material de oficina-, pero como en cualquier barrio residencial en vacaciones, los empleos escaseaban en pleno verano. Mi madre trataba de adelgazar y decidí unirme a ella. Veíamos Richard Simmons y nos compramos una bicicleta de ejercicio. Recuerdo el régimen Scarsdale, filetes pequeños y trozos de pollo que apenas podíamos tragar. «Este régimen nos está costando una fortuna», decía mi madre mientras comíamos aquel verano más carne que nunca.

Pero yo empecé a perder kilos. Me sentaba delante del televisor por la mañana y veía a mujeres obesas llorar con Simmons, se establecía una especie de concurso de lágrimas entre los invitados, Simmons y el público del estudio. A veces yo también lloraba. No porque me viera tan gorda como las mujeres de la pantalla, sino porque creía saber exactamente lo feas que se sentían. Tal vez yo podía bajar a la calle sin que me llamaran de todo y alcanzaba a verme los cordones de los zapatos por encima del cinturón, pero me identificaba con los invitados de Simmons como no lo había hecho con nadie. Eran los marginados andantes y parlantes de la sociedad que no habían hecho nada malo.

De modo que lloraba. Y me ponía a pedalear. Y odiaba mi cuerpo. Utilicé aquel odio para perder siete kilos.

Hacia el final de verano, después de que mi padre hubiera vuelto de España, estábamos los tres fuera trabajando en el jardín. Se suponía que yo debía montarme en la segadora. Estalló la típica pelea Sebold. Yo no quería, etcétera. ¿Por qué Mary se había ido a vivir a Washington y luego iba a marcharse a Siria? Mi padre me llamó ingrata. La tensión aumentó. Justo cuando la pelea parecía que iba a terminar como siempre a grito pelado, yo estallé en llanto. Empecé a llorar y no podía parar. Entré corriendo en casa y subí a mi habitación. Tratar de contener las lágrimas; era inútil. Lloré hasta que me quedé exhausta, deshidratada, con los ojos y sus alrededores formando un mapa de capilares rotos.

Más tarde no quise hablar de ello; trataba de echarme la violación y el juicio a las espaldas.

Lila y yo nos carteamos todo el verano. Ella también estaba haciendo régimen. Las cartas eran como entradas de diario, fragmentos largos y reflexivos tanto para tener compañía mientras escribíamos como para intercambiar cualquier información sobre nosotras. Teníamos calor y estábamos aburridas; teníamos diecinueve años y estábamos metidas en casa con nuestros padres. Nos contábamos nuestras vidas en aquellas cartas llenas de divagaciones. Cómo nos sentíamos con respecto a todo, desde los miembros de nuestra familia hasta los chicos que conocíamos de la universidad. No recuerdo haberle escrito con detalle sobre el juicio. Si lo hice, sus cartas no lo reflejan. A principios del verano recibí una postal suya en la que me felicitaba. Eso fue todo. Después aquello desapareció de nuestro horizonte.

Como desapareció del de casi todos. El juicio parecía haber proporcionado una puerta trasera muy sólida y pesada a todo el asunto. Todo el que había entrado conmigo en aquella casa y había echado un vistazo a las habitaciones, se alegró mucho de salir por fin de allí. La puerta se cerró. Recuerdo haber coincidido con mi madre en que en el transcurso de un año yo había experimentado un fenómeno de muerte y renacimiento. De la violación al juicio. Ahora el terreno era nuevo y podía hacer con él lo que quisiera.

Lila, Sue y yo hicimos planes, a través de nuestras cartas, para el año siguiente. Lila iba a traer un gatito de una camada que había habido en su casa. Yo había hecho un pacto con mi madre: si saltaba lo bastante en el sofá que ella odiaba, tal vez convenciéramos a mi padre cuando volviera de España para que me dejara llevármelo a la residencia. Alquilé una furgoneta con Sue, que vivía cerca. Mi madre estaba alegre y optimista, y me dejó ir con ropa nueva que se ajustaba a mi nueva figura. Iba a ser el año del cambio. Por fin iba a llevar lo que yo llamaba «vida normal».

Aquel otoño, Mary Alice se encontraba en Londres en un programa de intercambio, al igual que otros amigos. Tess había pedido una excedencia. Las eché de menos pero sólo un poco. Lila era mi alma gemela. Íbamos juntas a todas partes y urdíamos planes descabellados. Las dos queríamos tener novio. Yo hacía el papel de experimentada frente al de inocente de Lila. A lo largo del verano yo había hecho faldas a juego para las dos. Las llevábamos con cualquier prenda negra cuando salíamos.

Ken Childs estaba perdido sin Casey, que también se había ido a Londres, y empezamos a salir con él. A mí me hacía gracia y, lo más importante, él ya me conocía. Íbamos los tres a bailar a los clubes del campus y a las fiestas de Bellas Artes. Yo ahora quería ser abogado. A la gente le gustaba oír hablar de aquella ambición, de modo que yo lo decía a menudo. Por Tess quería ir a Irlanda y también se lo decía a todo el mundo. Iba a recitales de poesía y narrativa, y me atracaba de queso y de vino. Empecé un curso independiente de poesía con Hayden Carruth y otro con Raymond Carver, a quien siempre he creído que Tess le había encomendado que me cuidara.

Un día me encontré a Maria Flores por la calle. Le había escrito a principios de verano una carta triunfal sobre el juicio. Le decía que la había sentido a mi lado en la sala del tribunal y que esperaba que le sirviera de algún consuelo saberlo. La carta que me envió ella fue, con franqueza, demasiado real para mí: «Llevo un aparato ortopédico en la pierna. El tobillo se me ha curado pero camino con bastón debido a que tengo dañados los nervios. Mis tendencias suicidas han disminuido aunque, si te soy sincera, no han desaparecido del todo». Se preguntaba si el bastón la inhibiría a la hora de conocer a gente, y le avergonzaba no haber terminado su trabajo como consejera residente. Acababa la carta con una cita de Kahlil Gibran: «Todos somos prisioneros, pero algunos estamos en celdas con ventanas y otros en celdas sin ventanas».

Tardé años en comprenderlo, pero si alguno de nosotros tenía una ventana, era Maria.

–Yo he salido ilesa -recuerdo que le dije a Lila-. En cambio ella llevará eternamente consigo la violación.

Bailaba y me enamoraba. Esta vez de un chico de la clase de matemáticas de Lila, Steve Sherman. Le conté lo de la violación un día que fuimos al cine y tomamos unas copas. Recuerdo que él estuvo maravilloso, se quedó sorprendido y horrorizado pero también me reconfortó. Supo qué decir. Me dijo que era guapa, me acompañó a casa y me besó en la mejilla. Creo que también le atrajo la idea de cuidar de mí. Aquellas Navidades se convirtió en parte del mobiliario de nuestra casa.

En casa mi madre también había mejorado notablemente. Estaba probando fármacos nuevos, Elavil y Xanax, e incluso terapias biorrítmicas, cosas que nunca había considerado antes. La terapia en grupo estaba en el horizonte. Mi madre iba a confiar en alguien aparte de en sí misma. «¡Me inspiras, hija! – me escribió-. Si tú puedes volver a salir después de lo que te pasó, supongo que esta vieja también puede.»

Yo había llegado a un nivel cero positivo; el mundo era nuevo y se abría ante mí.

Trabajaba en la revista literaria, The Review, y el último año me nombraron directora. El departamento de Lengua y Literatura me pidió que los representara en el Concurso de Poesía de Glascok, que se celebraba anualmente en el Mount Holyoke College.

Años atrás mi madre había huido de Mount Holyoke, dejando atrás una beca para un curso de posgrado. Recuerda que le pareció una sentencia de muerte. Todas sus amigas se casaban y ella, el cerebro, iba a ir a un lugar lleno de «monjas y lesbianas».

De modo que volví para reclamar algo en nombre de mi madre y para llenar el escenario con mi violación. No gané pero quedé segunda. Leí «Convicción». Leerlo en voz alta me hizo estremecer con la realidad de mi odio. Uno de los jueces, Diane Wakoski, me llevó aparte y me dijo que temas como la violación tenían un lugar en la poesía, pero que nunca ganaría premios ni me haría un público de ese modo.

Lila y yo disfrutábamos viendo películas estúpidas; el día que volví de Massachusetts vimos una de Sylvester Stallone, Rambo. La daban en el cine de cincuenta centavos que había cerca de nuestras casas. Nos reímos de la acción propia de dibujos animados que tenía lugar en la pantalla, soltábamos carcajadas tan fuertes que se nos saltaron las lágrimas y apenas podíamos ver o respirar. Nos habrían echado si hubiera habido alguien más en el cine para protestar, pero estábamos solas en la vieja y destartalada sala.

–Mí Rambo, tú Jane -dijo Lila golpeándose el pecho.

–Mí buenos músculos, tú músculos de chica.

–Grrr…

–Ji, ji.

Cuando la película estaba a punto de acabar alguien carraspeó bastante fuerte. Lila y yo nos quedamos inmóviles pero seguimos mirando a la pantalla.

–Creía que estábamos solas -me susurró ella.

–Yo también -dije yo.

Nos calmamos y tratamos de guardar un respetuoso silencio durante las últimas escenas de furioso tiroteo. Lo hicimos clavándonos las uñas mutuamente en los brazos y mordiéndonos los labios. Soltamos risitas pero no reímos abiertamente.

Cuando terminó y encendieron las luces, volvíamos a estar solas. Dejamos salir lo que habíamos estado reprimiendo hasta que doblamos la esquina y nos encontramos con el gerente del cine.

–¿Creéis que Vietnam es gracioso?

Era un hombre imponente, sus músculos se habían convertido en grasa y llevaba un fino bigote que le cubría el labio superior, como el del primer abogado de Madison.

–No -dijimos al unísono.

El nos bloqueó el paso.

–A mí me ha parecido que os reíais -dijo.

–Es muy exagerado -dije yo, esperando que viera mi punto de vista.

–Yo estuve en Vietnam -dijo-. ¿Y vosotras?

Lila se asustó y me cogió la mano.

–No, señor -dije yo-, y respeto a los veteranos que lucharon. No era nuestra intención ofenderle. Nos hemos reído porque nos ha parecido exagerado el grado de machismo.

Me miró fijamente como si le hubiera bloqueado con la razón cuando en realidad le había bloqueado con palabras que encontraba dentro de mí cuando me sentía amenazada: una habilidad que ahora tenía.

Nos dejó pasar, pero nos dijo que no quería volver a vernos en su sala.

No intentamos siquiera recuperar nuestro estado de ánimo despreocupado. Yo estaba furiosa mientras bajamos la colina hacia casa.

–Es una mierda ser mujer -dije, afirmando lo obvio-. ¡Siempre te machacan!

Lila aún no estaba preparada para aquello. Seguía tratando de ver el punto de vista del hombre. Yo, en cambio, hacía mentalmente lo que haría cada vez más a menudo: luchar cuerpo a cuerpo con un hombre e, hiciera lo que hiciese, perder siempre.

Había hombres buenos y hombres malos, hombres inteligentes y hombres musculosos. Hice mentalmente esta división. Empecé a clasificarlos de ese modo. Steve, que tenía el cuerpo de un corredor malo, era delicado en sus movimientos y lo que más le importaba eran sus estudios. No se levantaba de la silla hasta que había memorizado -al pie de la letra- los capítulos de sus libros de texto. Sus padres eran inmigrantes ucranianos y pagaban al contado su educación del mismo modo que habían comprado sus coches y su casa. Se esperaba de él que estudiara cada día durante horas.

Empecé a mentirme inconscientemente cuando teníamos relaciones sexuales. El placer de Steve era lo único que me importaba, el propósito de aquel viaje, de modo que si había baches y recuerdos, dolorosas visiones de la noche en el túnel, pasaba sobre ellos como insensibilizada. Contenta cuando Steve estaba contento, siempre estaba lista para levantarme de un salto de la cama e ir a pasear o a leer mi último poema. Si podía volver a refugiarme a tiempo en mi cerebro, como si fuera oxígeno, el sexo no dolía tanto.

Y luego estaba el color de su piel. Podía concentrarme en un trozo de su piel blanca y empezar. Mientras Steve se mostraba tierno y ardiente, en mi fuero interno yo volvía a recorrer el camino hablando conmigo misma: «No estamos en Thorden Park, y él es tu amigo, Gregory Madison está en Attica, estás a salvo». A menudo aquello me ayudaba a superarlo, como cuando aprietas los dientes en una atracción de feria en la que todos los que te rodean parecen disfrutar. Si no puedes hacerlo, finge. Tu cerebro sigue vivo.

Al final de aquel año me había convertido en una especie de diva rellenita de la New Age. Los estudiantes de Bellas Artes me conocían, lo mismo que los poetas. Organicé una fiesta con la confianza de que estaría de bote en bote y lo estuvo. Steve me compró versiones bailables de mis canciones favoritas en discos de vinilo blanco y me grabó casetes.

Mary Alice y Casey habían vuelto de Londres y vinieron a la fiesta. Todo el edificio de apartamentos vibraba, pero esta vez era por mi música y mis amigos. Había sacado sobresaliente en los cursos independientes de Carruth y Carver, y estaba yendo a una clase de un poeta llamado Jack Gilbert. No podía creer mi suerte. ¡Vino hasta Gilbert! En la cocina había un cubo lleno de un ponche, que parecía matarratas, al que se le añadían ingredientes a medida que los invitados se emborrachaban. Las especias de Lila se añadían sistemáticamente, y a la nuez moscada y al arruruz se unían objetos pequeños, como tenedores y plantas de interior.

De pronto empezó a llegar gente que no conocíamos: chicos ruidosos y fuertes que iban como imanes tras las chicas guapas. Es decir, tras Mary Alice, que para entonces estaba muy borracha. El baile en la pista se volvió más sensual. Steve casi se peleó con un desconocido que se insinuó a una de sus amigas. La música subió de volumen, un altavoz estalló, el alcohol se acabó. Como consecuencia, los más cuerdos y sobrios que aún no se habían marchado empezaron a largarse. Yo me planté al lado de Mary Alice como un scottie ladrador. Cuando los chicos se acercaban a ella, los ahuyentaba. Los amenazaba con lo único que ellos respetaban: un hombre. Les mentía diciendo que el novio de Mary Alice era el capitán del equipo de baloncesto y llegaría enseguida con sus compañeros de equipo. Si no me creían, me encaraba con ellos y les decía cuatro verdades. Había oído a los detectives y sabía hablar como ellos.

Mary Alice decidió irse, y Steve y yo buscamos a alguien de confianza para que la llevara a casa. Cerca de la puerta, mientras nos despedíamos, ella se desmayó. Yo y los que nos rodeaban la miramos tendida inconsciente en el suelo. Al principio creí que fingía y dije:

–Vamos, Mary Alice, levántate.

Su larga y dorada melena había flotado preciosa en el aire al caer.

Me arrodillé a su lado y traté de despertarla. No tuve suerte. Steve se abrió paso a través de los rezagados y desconocidos. Mientras la rodeábamos, los chicos empezaron a ofrecerse a llevarla a casa.

Sólo puedo pensar en perros. De scottie ladrador pasé a terrier luchador hasta adquirir una repentina fuerza sobrehumana. No iba a permitir que ni siquiera Steve la llevara. Cogí a Mary Alice en brazos -con sus cincuenta y dos kilos- y la llevé, con Lila y Steve despejando el camino, a la habitación de Lila. La acostamos en la cama. Era una estudiante borracha, pero parecía un ángel dormido. El resto de la noche lo pasé asegurándome de que seguía siéndolo. Cuando vino la policía a causa de las quejas de los vecinos la fiesta se disolvió, y Steve y Lila acompañaron a la calle a los desconocidos más ebrios. Mary Alice pasó la noche allí. A la mañana siguiente la casa estaba pegajosa y encontramos detrás del sofá a un amigo de un amigo de alguien que se había desmayado y había caído al suelo.

Durante las vacaciones entre mi penúltimo y mi último año Steve y yo vivimos juntos en el apartamento e hicimos un curso de verano. Moralmente, mi madre logró hacerse a la idea de que yo viviera con un hombre porque, como decía, «es agradable pensar que tienes un guarda jurado incorporado». Después del curso de verano tuve mi primera experiencia como profesora al asistir a un campamento de arte para alumnos con talento de la Universidad de Bucknell. Si no me hacía abogada, decidí, me dedicaría a dar clase. No tenía manera de saber entonces que la enseñanza acabaría siendo mi salvavidas, el camino de regreso.

En mi último año fui una asidua de los recitales de poesía y narrativa que se hacían en el campus. También trabajé como camarera en Cosmos Pizza Shop, en Marshall Street, y mi horario de trabajo, sumado a los recitales nocturnos, implicaba que tenía que salir muchas noches. A Lila no parecía importarle. Tenía el apartamento para ella sola o lo compartía pacíficamente con nuestro nuevo compañero de piso, Pat. Lila había encontrado a Pat a través del departamento de Antropología. Tenía dos años menos que nosotras y todavía hacía segundo. Lila y yo habíamos encontrado en su habitación revistas porno, publicaciones fetiche como Jugs, y una en la que sólo aparecían mujeres obesas desnudas. Pero pagaba su parte del alquiler y era reservado. Yo me alegraba de que no tuviera el aspecto de los típicos devoradores de gusanos de antropología. Era alto y delgado, y tenía el pelo negro a la altura de los hombros. Sus antepasados italianos significaban mucho para él, así como su afición por el escándalo. Nos enseñó a Lila y a mí el espéculo que había robado a un pariente suyo que era ginecólogo. Lo tenía colgado del cable de la lámpara del techo.

Hacia noviembre de aquel año los tres habíamos empezado a adaptarnos los unos a los otros. Al cabo de dos meses Lila y yo nos estábamos acostumbrando a la afición por las bromas de Pat. Le encantaba ponerte un dedo en la clavícula y decir: «¿Qué es eso?». Cuando bajábamos la mirada, te daba una palmadita en la barbilla. O te traía una taza de café y, cuando ibas a cogerla, la apartaba. Nos tomaba el pelo y, cuando iba demasiado lejos, Lila y yo nos quejábamos. Lila, que tenía un hermano menor, me decía que vivir con Pat era como si nunca se hubiera ido de casa.

En un curso llamado Religiones Extáticas me senté al lado de un chico llamado Marc. Como Jamie, era alto y rubio, y en cierto sentido no encajaba allí. No iba a Syracuse. Estaba haciendo un curso de posgrado de arquitectura paisajista en la escuela de ingeniería forestal SUNY, que, como una hermana menor dependiente, compartía edificios y terrenos con Syracuse. También había llegado a la mayoría de edad en el barrio neoyorquino de Chelsea. Eso le hacía tener más experiencia y mundología de lo que correspondía a sus veintiún años, o eso me parecía a mí. Tenía amigos que vivían en lofts en el Soho. Lugares que prometía enseñarme algún día.

Después de la clase de religión nos embarcábamos en castas pero apasionadas sesiones sobre los temas tocados en clase. La historia de los chamanes y el ocultismo eran objeto de un intenso análisis intelectual por nuestra parte. Me pasaba cintas de Philip Glass y sabía cosas sobre música y arte que yo ignoraba. Hablaba con ironía de temas como la adoración que sentía Jacqueline Susann por Ethel Merman. Representaba lo que mi madre siempre había dicho que era lo mejor de Nueva York -cultura por derecho de nacimiento-, aun cuando ella no se refería a las citas amorosas de «la Merm» y la autora de El valle de las muñecas.

De pronto la seriedad de Steve, la comprensiva atención que prestaba a mis penas y males, no me parecían tan atractivos como el mundo de «lo he visto todo, lo he hecho todo» de Marc. Cuando le contaba mis chistes -«¿Por qué un juicio por violación es digno de mención en tu viejo curriculum?»-, Marc reía conmigo mientras que Steve me interrumpía y, poniéndome una mano en el hombro, me decía: «Sabes que no es gracioso en realidad». Marc tenía coche, televisión por cable, y otras chicas lo encontraban guapo. No le asustaba beber y fumaba como un carretero. Soltaba tacos y, como iba a la escuela de arquitectura, dibujaba.

También había sido sincero y abierto conmigo desde el principio. Nos habíamos conocido el año anterior en una fiesta y nos habíamos sentido claramente atraídos el uno por el otro. Él me dijo más tarde que tres chicos le habían metido en el cuarto de baño después de haberle visto hablar conmigo.

–Para tu información, Marc, a esa chica la han violado.

–¿Y qué? – había dicho él.

Ellos lo habían mirado horrorizados.

–¿Tenemos que explicártelo letra por letra?

Pero Marc era feminista por naturaleza. Su padre había abandonado a su madre por una mujer mucho más joven. Una de sus hermanas era lesbiana y llamaba a sus dos gatos macho «las chicas», la otra era abogado en la oficina del fiscal de distrito de Manhattan. Él había leído más a Virginia Woolf que yo y me inició en la obra de Mary Daly y Andrea Dworkin. Fue una revelación para mí.

Yo también lo fui para él. Sabía nombres y teorías de las que yo nunca había oído hablar, pero cuando me conoció, yo era la única mujer que él conocía a la que habían violado. O que sabía que lo había sido.

Empecé a divertirme con Marc mientras me peleaba con Steve.

–¿Cuántos seguratas necesita una chica? – me preguntó un día Lila después de que hubiera hablado por teléfono con cada uno un par de veces.

Yo no tenía una respuesta salvo que nunca había sido popular con los chicos y de pronto tenía la sensación de serlo: dos chicos me deseaban.

Nuestra ex compañera de piso, Sue, había hecho un fotomontaje para su proyecto de último año y nos había dejado toda clase de maquillaje. Una noche, mientras Pat estaba en la biblioteca, decidí hacerme la fotógrafa de modas y sacar fotos a Lila. La vestí elegante. Le hice quitarse las gafas y le pinté gruesas rayas de kohl debajo de los ojos. Me pasé un poco. Acabó con azul oscuro y negro alrededor de los ojos, y los labios de un horrible rojo oscuro. La llevé al pasillo del apartamento, y empecé a enfocar y a disparar. Lo pasamos en grande, las dos solas. La hice tumbarse en el suelo y levantar la mirada, o bajarse la camisa y enseñar el hombro para lo que llamamos una «foto de piel». Imité lo que creía que decían los verdaderos fotógrafos de modas para hacer que las modelos se metieran en el papel. «Hace calor, estás en el Sahara y un hombre guapo te está trayendo una pina colada», o «En algún lugar el verdadero amor de tu vida está muriéndose de frío en la Antártida. Una foto de ti lo mantiene vivo y es ésta. Quiero sensualidad, sinceridad, inteligencia abrasadora». Cuando ella no desfiguraba la cara para conseguir tener el «aspecto», soltaba una carcajada. La coloqué delante del espejo de cuerpo entero que había fuera de la puerta del cuarto de baño y saqué una foto alargada en la que yo también salía. La hice sentarse con la cara de perfil y guantes negros.

Mis fotos preferidas fueron de lejos las más dramáticas. En ellas está gateando por el pasillo, con los ojos ciegos muy abiertos y pintados. Pienso en ellas como sus fotos de «antes».

13

Una semana después del día de Acción de Gracias de 1983, el poeta Robert Bly ofreció un recital de poseía en el auditorio de la Facultad de Idiomas. Yo estaba impaciente por verle, pues había leído con avidez sus poemas aconsejada tanto por Tess como por Hayden Carruth. Lila estaba en casa estudiando para un difícil examen por el que, en la especialidad de poesía, yo ya no tenía que preocuparme. Pat se había ido a estudiar a la biblioteca Bird.

Iban a asistir Tess y Hayden, así como los jefes de los departamentos. Bly era un poeta de renombre y la sala estaba de bote en bote. Yo me senté en mitad del pequeño auditorio. Mi amigo Chris se había graduado el año anterior, de modo que ahora iba sola a los recitales. Llevábamos veinte minutos de recital cuando sentí un dolor agudo y punzante en el abdomen. Miré mi reloj digital. Eran las 8.56 de la tarde.

Quise aguantar pero el dolor se volvió demasiado intenso. Tenía retortijones en el estómago. Al final de un poema, me levanté y me abrí paso ruidosamente entre las rodillas de la gente y los respaldos de los asientos de la fila de delante.

Una vez en el vestíbulo, llamé a Marc. Tenía coche. Le pedí que viniera a buscarme a la biblioteca Bird. Me encontraba demasiado mal para coger el autobús. Había utilizado el mismo teléfono dos años atrás para llamar a mis padres, pero desde entonces había evitado escrupulosamente utilizarlo. Aquella noche dejé a un lado la superstición.

Marc tenía que ducharse.

–Estaré allí en veinte minutos como mucho -dijo.

–Seré la que se está sujetando el abdomen -dije tratando de bromear-. Procura darte prisa.

Mientras esperaba frente a Bird, empecé a ponerme aún más tensa. Pasaba algo, pero no tenía ni idea de qué era.

Al cabo de cuarenta minutos Marc llegó por fin en coche. Nos fuimos del campus hasta Euclid, donde vivían muchos estudiantes en destartaladas casas de madera.

Nos metimos en mi calle. Al final de la manzana donde vivíamos Lila y yo había cinco coches patrulla con las luces encendidas. Los policías corrían de acá para allá, hablando con la gente.

Lo supe.

–Oh, Dios mío, oh, Dios mío -empecé a decir-, déjame bajar, déjame bajar.

Marc estaba nervioso.

–Deja que aparque y te acompaño.

–No, déjame bajar aquí mismo.

Se metió en la entrada para coches de una casa y yo me bajé. No lo esperé. Todas las luces de nuestro edificio estaban encendidas y la puerta abierta. Entré inmediatamente.

Dos policías uniformados me detuvieron en el pequeño vestíbulo.

–Ha ocurrido un delito aquí. Tiene que marcharse.

–Vivo aquí -dije-. ¿Es Lila? ¿Qué le ha pasado? Por favor.

Sin darme cuenta, empecé a quitarme capas de ropa y a dejarlas caer al suelo. El gorro, la bufanda, los guantes, la cazadora, hasta el chaleco. Estaba desesperada.

En la sala de estar había más policías. Uno de los agentes uniformados hizo un gesto a alguien y empezó a decir:

–Dice que vive en…

–¿Alice? – dijo el policía vestido de paisano.

Lo reconocí al instante.

–¿Sargento Clapper?

Cuando dije su nombre, los policías uniformados dejaron de bloquearme el paso.

–Detective Clapper ahora -dijo sonriendo-. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Vivo aquí -dije-. ¿Dónde está Lila?

Se le mudó la cara.

–Lo siento mucho -dijo.

Me fijé en que los policías me miraban de manera distinta. Marc entró en el apartamento. Les dije que era mi novio.

–¿Alice Sebold? – preguntó uno de ellos.

Me volví de nuevo hacia Clapper.

–¿La han violado?

–Sí -dijo-. En la cama de la habitación del fondo.

–Es mi habitación -dije-. ¿Está bien?

–La detective está con ella ahora. Necesitamos que la examinen en el hospital. Puedes acompañarla. No opuso resistencia.

Pregunté si podía verla.

–Por supuesto -dijo Clapper, y volvió para informar a Lila de que yo estaba allí.

Me quedé en la sala, notando la mirada de los agentes uniformados clavada en mí. Conocían mi nombre porque yo había sido uno de los pocos casos de violación en los últimos años en los que había habido condena. En su mundo mi caso era famoso. Había ascendido a Clapper. Todo el que había trabajado en el caso se había beneficiado de él.

–No puedo creerlo. No puedo. Esto no puede estar sucediendo -le dije una y otra vez a Marc.

No recuerdo qué me contestó él. Empezaba a recobrarme, a asumir un control que no tenía.

–No quiere verte -dijo Clapper cuando volvió-. Tiene miedo de venirse abajo si lo hace. Saldrá dentro de unos minutos y podrás ir con ellas al hospital.

Me dolió, pero lo entendí.

Esperé. Le dije a Marc que quería acompañar a Lila en aquel largo y difícil camino -el hospital, la comisaría-, y que él debería volver a su piso y ponerlo agradable. Los tres dormiríamos allí, Lila y yo en su cama, y él en el salón.

La policía hablaba sobre temas triviales. Yo empecé a pasearme nerviosa por la habitación. Uno de los agentes recogió mi ropa del vestíbulo y me la trajo al sofá.

Luego Lila salió de la habitación. Estaba aturdida. Tenía el pelo despeinado, pero no le vi marcas en la cara. La seguía una mujer baja y morena con uniforme.

Lila llevaba mi bata, pero con otro cinturón. Tenía una mirada inescrutable… extraviada. Yo no habría llegado a ella por mucho que me lo hubiera propuesto.

–Lo siento tanto -dije-. Lo superarás, ya lo verás. Yo lo hice -aseguré.

Nos quedamos mirándonos, las dos llorábamos.

–Ahora sí que somos clones -dije.

La detective nos hizo mover.

–Lila dice que tenéis otro compañero de piso.

–Oh, Dios mío, Pat -dije. Me había olvidado por completo de él.

–¿Sabes dónde está?

–En la biblioteca.

–¿Puede ir alguien a buscarlo?

–Quiero ir con Lila.

–Entonces déjale una nota; no queremos que toque nada. Y debería quedarse en casa de alguien esta noche hasta que arreglemos la ventana trasera.

–Al principio he creído que Pat me estaba gastando una broma -dijo Lila-. He vuelto del cuarto de baño y me he encontrado la puerta de mi habitación más entornada de como la he dejado, como si hubiera alguien detrás de ella. De modo que la he empujado hacia dentro y él la ha empujado hacia fuera, y así sucesivamente hasta que me he cansado y he dicho «Vamos, Pat», y he entrado en la habitación. Entonces él me ha arrojado sobre la cama.

–Tenemos la hora exacta -dijo la detective-. Ha mirado su reloj digital. Eran las ocho cincuenta y seis.

–Cuando me he encontrado mal -dije.

–¿Cómo? – La detective parecía perpleja.

Yo no sabía cuál era mi situación. No era la víctima. Era la amiga de la víctima. La detective se llevó a Lila al coche y yo me apresuré a entrar en la habitación de Pat.

Hice algo de mal gusto. Utilicé el espéculo para sujetar la nota. La dejé en su almohada porque el resto de la habitación estaba desordenada. Quería asegurarme de que la vería. «Pat, han violado a Lila. Está bien físicamente. Llama a Marc. Tienes que buscarte otro sitio para pasar esta noche. Siento tener que decírtelo de este modo.»

Dejé la luz de su habitación encendida y la miré. Decidí no preocuparme por Pat, no podía. Estaría bien cuando se recobrara. Lo que importaba ahora era Lila.

Fuimos al hospital en silencio. Me senté con ella en el asiento trasero y nos cogimos de la mano.

–Es horrible -dijo ella en un momento determinado-. Me siento sucia. Lo único que quiero es ducharme.

Le apreté la mano.

–Lo sé.

Tuvimos que esperar en la sala de urgencias lo que pareció una eternidad. Estaba de bote en bote, y como ella no había forcejeado y no tenía heridas a la vista, podía sentarse erguida y hablar con coherencia, la hicieron esperar, o eso he supuesto siempre. Fui repetidas veces a la mujer del mostrador de ingresos para preguntarle por qué nos hacían esperar. Yo no había tenido que hacerlo. Me habían llevado directamente en camilla de la ambulancia a la sala de reconocimiento.

Finalmente la llamaron. Recorrimos el pasillo y encontramos la sala. El reconocimiento fue lento y pesado, y varias veces tuvimos que esperar mientras reclamaban al hombre que la examinaba en otras salas. Yo sostuve la mano de Lila como Mary Alice me había sostenido la mía. Me corrían lágrimas por las mejillas. Hacia el final Lila dijo:

–Quiero que te vayas.

Preguntó por la detective. Fui a buscarla y me quedé en la sala de espera, temblando.

Mis pesadillas nunca habían permitido que violaran a Lila. Ella y Mary Alice estaban fuera de peligro. Lila era mi clon, mi amiga, mi hermana. Sabía todo sobre mí y aun así me quería. Ella había sido el resto del mundo, la mitad pura, y sin embargo ahora estaba conmigo. Mientras esperaba, me convencí de que podría haber impedido su violación. Si hubiera vuelto a casa más deprisa, si hubiera sabido instintivamente que pasaba algo, si no le hubiera pedido nunca que fuera mi amiga. No pasó mucho tiempo antes de que pensara y luego dijera: «Debería haber sido yo». Empecé a preocuparme por Mary Alice.

Temblaba, y rodeándome los hombros con los brazos, me balanceé hacia delante y hacia atrás en la silla. Sentía náuseas. Todo mi mundo se estaba derrumbando; todo lo que había tenido o conocido se eclipsó. Me di cuenta de que no había posibilidad de escapar; en adelante sería así. Mi vida y las vidas de los que me rodeaban: violación.

La detective salió a buscarme.

–Alice -dijo-, Lila va a ir con el detective Clapper a la comisaría. Me ha pedido que vaya contigo a vuestra casa y le traiga ropa.

Yo no sabía cómo actuar. Aun entonces empecé a darme cuenta de que Lila no sabía qué hacer conmigo. Yo era Alice su amiga pero también Alice la víctima de violación que había triunfado. Necesitaba sólo a una de las dos, pero eso era imposible.

La detective me llevó a casa en coche y abrí la puerta. Pat todavía no había vuelto. Alguien había apagado la luz que yo había dejado encendida. Entré precipitadamente. Recordé la horrible ropa que me habían traído Tree y Diane: unos téjanos con parches y sin ropa interior. Yo quería que Lila se sintiera cómoda. Descolgué una trenca larga de su armario y abrí los cajones. Metí en la bolsa toda su ropa interior, todos sus camisones de franela, zapatillas, calcetines, pantalones de chándal y camisas holgadas. También metí un libro, y un animal disecado y un cojín que tenía encima de la cama.

Yo también necesitaba cosas. Ya sabía que Lila y yo nunca volveríamos a dormir en aquella casa. Caminé hasta el fondo del pasillo, donde estaba mi habitación. La puerta estaba cerrada. Le pregunté a la detective si podía entrar.

Recé una breve oración que no iba dirigida a nadie e hice girar el pomo. Hacía trío en la habitación debido a la ventana abierta por la que él había entrado. Encendí el interruptor que había junto a la puerta.

Mi cama estaba deshecha. Me acerqué a ella. En el centro había una mancha de sangre reciente. Cerca había otras más pequeñas, como lágrimas.

Ella había salido de la ducha envuelta en una toalla y había ido a su habitación y jugado con la puerta, creyendo que era Pat. Luego el violador la había empujado y ella había caído boca abajo sobre la cama. Miró el reloj. En la oscuridad sólo vio al violador unos segundos. Él le vendó los ojos con el cinturón de mi bata, y, dándole la vuelta en la cama, le hizo juntar las manos frente al pecho en actitud de rezar mientras le ataba las muñecas con unas tiras elásticas y una correa de gato que guardábamos en el armario delantero. Aquello significaba que había registrado la casa mientras ella se duchaba. Sabía que no había nadie más en la casa. Le hizo ponerse de pie y caminar hasta mi habitación, donde la obligó a tumbarse en mi cama.

Allí era donde la había violado. Mientras lo hacía le preguntó dónde estaba yo. Por alguna razón sabía mi nombre, y sabía que Pat no volvería hasta mucho más tarde. En un momento dado le preguntó por el dinero de las propinas que yo tenía encima de la cómoda y lo cogió. Ella no forcejeó. Hizo lo que él le decía.

Él le hizo ponerse mi bata y la dejó allí, con los ojos vendados.

Ella empezó a gritar, pero los chicos del apartamento de arriba tenían la música a todo volumen. No la oyeron o, si lo hicieron, no hicieron nada. Ella tuvo que ir hasta la parte delantera del apartamento, salir, subir la escalera y aporrear su puerta hasta que abrieron. Tenían cervezas en la mano y sonreían, esperando a más amigos. Ella les pidió que la desataran y ellos lo hicieron. Luego les dijo que llamaran a la policía.

Lila me contaría todo esto las semanas siguientes. En aquellos momentos traté de no mirar la sangre, la cama, las cosas que él había tocado. La ropa del armario desparramada por el suelo. Las fotos de mi escritorio. Mis poemas. Cogí un camisón de franela como el de Lila y algo de ropa del suelo. Quería llevarme mi vieja máquina de escribir Royal, pero parecería muy estúpido y egoísta a todo el mundo menos a mí. La miré y luego miré la cama.

Cuando me volvía para marcharme, una corriente de aire procedente de la ventana cerró la puerta de golpe. Todas las esperanzas que había tenido de llevar una vida normal me habían abandonado.

La detective y yo fuimos en coche al edificio de Seguridad Pública. Subimos en ascensor al tercer piso y salimos al conocido pasillo que había al otro lado de la cristalera a prueba de balas, frente al mostrador de recepción. El recepcionista apretó el botón de la puerta de seguridad y entramos.

–Por aquí -dijo un agente a la detective.

Caminamos hasta el final del pasillo.

El fotógrafo sostenía la cámara en alto. Lila estaba apoyada contra una pared con un número frente al pecho. El suyo, como el mío, estaba escrito en rotulador grueso en la parte posterior de un sobre de la policía de Syracuse.

–Alice -dijo el fotógrafo al verme.

Yo dejé encima de un escritorio vacío la bolsa de tela con nuestra ropa.

–¿Te acuerdas de mí? – preguntó él-. Te tomé declaración en el ochenta y uno.

–Hola -dije.

Lila seguía contra la pared. Dos agentes más se adelantaron.

–Eh, me alegro de conocerte -dijo uno-. No tenemos oportunidad de ver a muchas víctimas después de una condena. ¿Te sientes satisfecha con tu caso?

Yo quería responder a aquellos hombres. Se lo merecían. Normalmente sólo veían el lado del caso que representaba Lila, olvidada contra la pared: víctimas recientes o cansadas.

–Sí -dije, consciente de que lo que ocurría no estaba bien, aturdida ante mi repentina fama-. Estuvisteis maravillosos. No podría haber pedido nada mejor. Pero estoy aquí por Lila.

Ellos también se dieron cuenta de lo extraño de la situación. Pero ¿qué no era extraño?

La hicieron posar y mientras, hablaron conmigo.

–Ella no tiene realmente marcas. ¿Te acuerdas de lo hecha polvo que llegaste tú? Madison te dio una buena paliza.

–¿Qué hay de las muñecas? – dije-. A ella la han atado. A mí no.

–Pero él tenía un cuchillo, ¿no? – preguntó un policía, ansioso por repasar los detalles de mi caso.

El fotógrafo se acercó a Lila.

–Levanta la muñeca. Así.

Lila hizo lo que se le ordenó. Se volvió hacia un lado. Sostuvo las muñecas en alto. Entretanto, los agentes me rodeaban y me hacían preguntas, me estrechaban la mano y sonreían.

Luego llegó el momento de telefonear. Nos llevaron a Lila y a mí a un escritorio del otro extremo. Yo me senté encima de él, y Lila frente a mí, en una silla. Me dijo el número de sus padres y yo lo marqué.

Era tarde, pero su padre seguía levantado.

–Señor Rinehart -dije-, soy Alice, la compañera de piso de Lila. Se la paso.

Le di el teléfono.

–Papá -empezó ella. Lloraba. Lo soltó y me devolvió el teléfono.

–No puedo creer que esto esté sucediendo -dijo él.

–Estará bien, señor Rinehart -dije, tratando de tranquilizarlo-. A mí me pasó lo mismo y ahora estoy bien.

El señor Rinehart conocía mi caso. Lila lo había contado a su familia.

–Pero tú no eres mi hija -dijo-. Mataré a ese hijo de perra.

Debería haber estado preparada para aquella clase de cólera hacia el agresor, pero en lugar de ello tuve la sensación de que la dirigía hacia mí. Le di el número de teléfono de la casa de Marc. Le dije que dormiríamos allí aquella noche, y que llamara en cuanto supiera la hora de llegada de su vuelo. Marc tenía coche, añadí; lo iríamos a recoger al aeropuerto.

Lila se fue con el policía a prestar declaración. Era tarde, y yo me quedé sentada en el escritorio metálico, pensando en mis padres. Mi madre volvía a trabajar después de dos años de ver cómo aumentaban sus ataques de pánico. Ahora yo iba a estropearlo todo. La lógica empezaba a abandonarme. Sin nadie sobre quien cargar la culpa salvo el vislumbre de la espalda de un violador que Lila apenas era capaz de describir, la acepté yo.

Marqué.

Contestó mi madre. Las llamadas a última hora sólo significaban una cosa para ella. Esperaba en casa la noticia de mi muerte.

–Mamá -dije-, soy Alice.

Mi padre también se puso.

–Hola, papá -dije-. Antes que nada, necesito que sepáis que estoy bien.

–Dios mío -dijo mi madre, sufriendo anticipadamente.

–No hay otra manera de decirlo que sin rodeos. Han violado a Lila.

–Santo cielo.

Me hicieron un montón de preguntas. Respondí: «Estoy bien», «En mi cama», «Aún no lo sabemos», «En la sala de interrogatorios», «No había arma», «Calla, no quiero oír nada parecido».

Lo último era respondiendo a lo que dirían una y otra vez: «Menos mal que no has sido tú».

Llamé a Marc.

–Lo hemos visto -dijo.

–¿Qué?

–Pat me ha llamado y lo he ido a recoger, y hemos estado dando vueltas en coche buscándolo.

–¡Eso es una locura!

–No sabíamos qué otra cosa hacer -dijo Marc-. Los dos queríamos matar a ese cabrón. Pat está ciego de ira.

–¿Cómo está?

–Hecho polvo. Lo he dejado en casa de un amigo. Quería quedarse con nosotros.

Escuché la historia de Marc. Los dos se habían tomado un par de tragos y luego habían conducido por el vecindario en la oscuridad. Marc tenía una palanca en el coche. Pat registraba los jardines y las casas mientras Marc reducía la velocidad para a continuación acelerar. Finalmente, oyeron gritos y vieron a un hombre salir corriendo de entre dos casas. Corrió hasta llegar a la acera y, al ver el coche de Marc, dio media vuelta y se fue por donde había venido, aminorando el paso hasta caminar. Marc y Pat lo siguieron. Sólo puedo imaginar lo que dijeron y lo que tramaban.

–Pat estaba asustado -dijo Marc.

–Puede que no fuera él -dije-. ¿Se os ha ocurrido pensarlo?

–Pero dicen que los delincuentes a veces se quedan por la zona -replicó Marc-. Aparte de los gritos y de la reacción que tuvo.

–Lo estabais siguiendo -dije-. Marc, no puedes hacer nada, ése es el trato. Dar una paliza a alguien no ayuda a nadie.

–Bueno, él se volvió y se abalanzó hacia el coche.

–¿Qué?

–Vino hacia nosotros gritando como un loco. Casi me cago en los pantalones.

–¿Le viste bien?

–Sí -dijo él-, creo que sí. Se quedó frente a los faros del coche, gritándonos.

Cuando nos acompañaron a Lila y a mí al apartamento de Marc, situado al otro lado del campus, yo estaba demasiado perpleja para hablar más. No quería que Lila se enterara de lo que habían hecho Marc y Pat. Podía entenderlo, pero ya no tenía paciencia. La violencia sólo engendraba violencia. ¿No comprendían que aquello dejaba todo el verdadero trabajo a las mujeres? Consolar y la imposible tarea de aceptar.

En la habitación de Marc, Lila y yo nos pusimos los camisones de franela. Yo me volví mientras ella se cambiaba y prometí vigilar la puerta.

–No dejes entrar a Marc.

–Tranquila -dije.

Se metió en la cama.

–Enseguida vuelvo. Dormiré en el lado de fuera, para que estés segura.

–¿Y las ventanas? – preguntó ella.

–Marc tiene cerrojos en ellas. Creció en la ciudad, ¿recuerdas?

–¿Le pediste a Craig que arreglara la ventana trasera? – Estaba de espaldas a mí cuando me lo preguntó.

Sentí la pregunta, y la acusación que conllevaba, como un cuchillo en la columna vertebral. Craig era nuestro casero. Yo había subido a su apartamento hacía dos semanas para pedirle que nos arreglara la ventana que no cerraba.

–Sí -dije-. No lo ha hecho.

Salí de la habitación y hablé con Marc. Para ir al único cuarto de baño se tenía que pasar por la habitación. No quería olvidar ningún detalle, si Marc tenía que orinar en mitad de la noche, le dije que utilizara el fregadero de la cocina.

Al volver a la habitación me metí en la cama.

–¿Puedo frotarte la espalda? – pregunté.

Lila estaba hecha un ovillo, de espaldas a mí.

–Supongo que sí.

Lo hice.

–Para -dijo-. Sólo quiero dormir. Quiero despertar y que todo haya terminado.

–¿Puedo abrazarte? – pregunté.

–No -dijo-. Sé que quieres cuidar de mí, pero no puedes. No quiero que me toquen. Ni tú ni nadie.

–Me quedaré despierta hasta que te duermas.

–Haz lo que quieras, Alice -dijo ella.

A la mañana siguiente, Marc llamó a la puerta y entró con dos tazones de té. El señor Rinehart había llamado para decir el número de su vuelo. Le prometí a Lila que sacaría todas sus cosas del apartamento cuanto antes. Ella tenía una lista de cosas que quería que su padre y yo fuéramos a buscar para llevárselas en avión. Llamé a Steve Sherman. Necesitaba un lugar donde dejar mis cosas. Lila tenía un amigo que se quedaría con las suyas. Organizar la mudanza y hacer maletas: de sus cosas podía ocuparme. De ese modo podría serle de alguna utilidad.

Me detuve en la misma puerta donde el detective John Murphy me había esperado y buscado con la mirada. Había conocido al padre de Lila una vez que fui a su casa en verano. Era un hombre enorme, descomunal. Mientras caminaba hacia mí vi que se echaba a llorar. Ya tenía los ojos rojos e hinchados. Se acercó, dejó las maletas en el suelo y yo le abracé mientras él lloraba.

Pero me sentí como una extraña en su presencia. Yo ya conocía todo aquello, o eso imaginaba todo el mundo. Me habían violado y había pasado por un juicio y salido en los periódicos. Todos los demás eran meros aficionados. Pat, los Rinehart… sus vidas no los habían preparado para aquello.

El señor Rinehart no fue amable conmigo. Al final nos dijo a mi madre y a mí que ellos manejarían la situación a su manera. Dijo a mi madre que su hija no se parecía en nada a mí, y que no necesitaban mis consejos ni su asesoramiento. Lila, dijo, necesitaba que la dejaran en paz.

Pero aquel día lloró y yo le abracé. Yo sabía, mejor de lo que él jamás lo haría, por todo lo que había pasado su hija y lo imposible que era que él hiciera algo para arreglarlo. En aquel momento, antes de que empezara a culparme y excluirme, se vino abajo. Mi error fue no darme cuenta de lo confundida que estaba. Me comporté como creí que debía hacerlo: como una profesional.

En casa de Marc, Lila se levantó al ver a su padre. Se abrazaron y yo cerré la puerta de la habitación. Me fui lo más lejos posible para que tuvieran intimidad. En el túnel que era la cocina del ático de Marc me fumé uno de sus cigarrillos. Recogí mentalmente todas nuestras posesiones, distribuyéndolas en las casas de varios amigos. Me pasaron un millón de pensamientos diferentes por la cabeza. Cuando cayó una cuchara al fregadero, pegué un brinco.

Aquella noche el señor Rinehart nos invitó a cenar al Red Lobster a Marc, Pat, Lila y a mí. Había un bufet de langostinos y él no paró de animarnos a comer. Pat hizo lo que pudo, lo mismo que Marc, que se decantó por los noodles Szechwan y los guisantes. Ni Pat ni Marc eran unos machos en el sentido tradicional; la conversación se atascó repetidas veces. El señor Rinehart tenía los ojos hinchados y rojos. No recuerdo lo que dije yo. Me sentía incómoda. Veía las ganas que tenía Lila de irse. Yo no quería entregársela a sus padres. Pensé en Mary Alice haciéndome una trenza francesa la mañana de mi violación. Yo había tenido aquella sensación casi desde el primer momento en el aeropuerto: habría razones, esgrimidas por la gente, tal vez sus padres, que me impedirían ayudar. Me apartarían. Yo tenía la enfermedad y era contagiosa. Lo sabía, pero seguía aferrándome. Aferrándome con tal fuerza, queriendo tan desesperadamente estar con Lila en aquella experiencia en común, que mi presencia tenía forzosamente que asfixiarla.

Los llevamos en coche al aeropuerto. No recuerdo haberle dicho adiós a ella. Ya estaba pensando en la mudanza, salvando lo que me quedaba.

Me llevé del piso todas nuestras cosas, las de Lila y las mías, en menos de veinticuatro horas. Lo hice yo sola. Marc tenía clase. Llamé a Robert Daly, un estudiante que tenía una furgoneta, y quedamos en que él pasara a recoger las cosas una vez que yo las hubiera metido en cajas. Le di mis muebles, le dije que se quedara con lo que quisiera. Pat daba largas al asunto.

Nadie parecía entender mis prisas. Mientras llenaba cajas aquel día en la cocina golpeé la mesa con la cadera. Un tazón con un conejito pintado a mano que mi madre me había regalado después del juicio se cayó al suelo y se rompió. Lo miré y me eché a llorar, pero paré enseguida. No había tiempo para eso. No iba a permitirme sentir apego por cosas. Era demasiado peligroso.

Había empezado por vaciar mi habitación, a primera hora de la mañana, y ahora, mientras esperaba a que llegara Robert antes de que anocheciera, giré el pomo de la puerta para echar un último vistazo a mi habitación. En el suelo cerca de la cómoda encontré una foto que nos habían hecho a Steve Sherman y a mí en el porche de casa aquel verano. Se nos veía contentos en la foto. Yo parecía normal. Luego, en el armario, encontré una tarjeta que él me había dado en San Valentín aquel año. Tanto la foto como la tarjeta estaban estropeadas ahora: restos de un lugar donde se había cometido un delito.

Yo había tratado de ser como los demás. Lo había intentado en mi tercer año en la universidad. Pero no iba a ser así, ahora me daba cuenta. Parecía que había nacido para vivir obsesionada por la violación, y empecé a vivir de ese modo.

Cogí la foto y la tarjeta, y cerré la puerta de mi habitación por última vez. Entré en la cocina con ellas en la mano. Oí ruido en la otra habitación. Había eco ahora que estaba vacía.

Me asusté.

–¿Hola? – llegó una voz.

–¿Pat? – dije entrando en la otra habitación. Había traído una bolsa de basura verde para meter su ropa.

–¿Por qué estás llorando? – me preguntó él.

No me había dado cuenta de que lo hacía, pero en cuanto me lo preguntó me di cuenta de que tenía la cara mojada.

–¿No me está permitido llorar?

–Bueno, sí, sólo que…

–¿Qué?

–Supongo que esperaba que tú te lo tomaras bien.

Le grité cosas horribles. Nunca habíamos sido buenos amigos y ahora dejaríamos hasta de saludarnos.

Llegó Robert Daly. Era duro como una roca. Así es como lo recuerdo. Teníamos en común un interés por la crítica objetiva en el taller de narrativa y el respeto que sentíamos hacia Tobias Wolff y Raymond Carver. Robert y yo tampoco éramos amigos íntimos, pero él me ayudó. Lloré delante de él y no le gustó que me disculpara. Se quedó con mi balancín, mi sofá cama y otras cosas. Durante unos años, hasta que se hizo evidente que no volvería por ellas, me mandó postales para decirme que mis muebles estaban bien y lamentaban que yo no estuviera allí.

Cambié, pero yo no lo sabía.

Fui a casa para Acción de Gracias. Steve Sherman vino de Nueva Jersey para estar conmigo. Había sido amigo de Lila antes de convertirse en mi novio, y la idea de que a las dos nos hubieran violado le abrumó. Me contó que cuando se enteró de lo de Lila estaba en la ducha. Su compañero de piso había entrado para decírselo. Él se miró el pene y de pronto sintió un odio hacia sí mismo que no podía describir, sabía cuánta violencia habían conocido sus amigas por culpa de aquello. Quería ayudar. Guardó el resto de mis cosas y dormí en su cuarto de invitados. Cuando Lila volvió dos semanas después de su violación para presentarse a los exámenes para el ingreso en posgrado, se quedó en casa de Steve. Él me hacía compañía y se ofreció a ser mi guardaespaldas, me recogía a la salida del trabajo o de la universidad para acompañarme a casa.

La división que siguió supongo que fue inevitable. La gente se sentía obligada a tomar partido. Empezó la noche de la violación, cuando la policía se había acercado tan abiertamente a mí. Los amigos de Lila empezaron a evitarme, eludían mi mirada o miraban a otro lado. La víspera de sus exámenes la policía vino a casa de Steve para llevar a cabo una identificación de fotos de archivo. Yo estuve en la habitación con Lila y dos policías. Colocaron las pequeñas fotos de tamaño carnet encima del escritorio. Las miré por encima del hombro de Lila.

–Apuesto a que reconoces alguna -me dijo un policía uniformado.

Habían añadido al lote una foto de Madison y de su compañero de la rueda de identificación, León Baxter. Estaba tan furiosa que no podía hablar.

–¿Está aquí el que la violó a ella? – preguntó Lila. Estaba sentada ante el escritorio, de espaldas a mí. Yo no le veía la cara.

Salí de la habitación. Tenía náuseas. Steve alargó los brazos y me sostuvo.

–¿Qué pasa?

–Han puesto una foto de Madison -dije.

–Pero sigue en la cárcel, ¿no?

–Creo que sí. – No se me había ocurrido preguntarlo.

–En Attica -dijo un agente en respuesta a la pregunta de Steve.

–Tener que identificar a su violador y verlo a él allí, no me parece el método adecuado -dije a Steve-. No es justo.

Se abrió la puerta. Lila salió a la sala de estar detrás del agente que sostenía las fotos de archivo en un sobre.

–Ya hemos acabado aquí -dijo otro agente.

–¿Le has visto? – pregunté a Lila.

–Ha visto algo -dijo el agente. No estaba satisfecho.

–Voy a interrumpirlo. No voy a seguir adelante -dijo Lila.

–¿Qué?

–Ha sido un placer conocerte, Alice -dijo el agente estrechándome la mano. Su compañero también lo hizo.

Se marcharon y yo miré a Lila. Mi pregunta debía de ser obvia.

–Es demasiado -dijo Lila-. Quiero recuperar mi vida. Vi lo que hizo contigo.

–Pero gané -dije con incredulidad.

–Quiero que se acabe y ésta es la manera de conseguirlo -dijo ella.

–No puedes hacer que desaparezca sólo con desearlo -dije.

Pero me pareció que ella lo intentaba. Hizo sus exámenes y volvió a su casa, donde estuvo hasta después de Navidad. Teníamos previsto vivir juntas en una casa para estudiantes de posgrado. Su familia iba a prestarle un coche porque era la única manera de moverse por el campus. Eso, o el autobús que cogería yo.

Nunca sabré lo que la policía le dijo a Lila en aquella habitación, o si ella vio o no a su violador entre aquellos hombres. En ese momento no entendí su decisión de no seguir adelante, aunque creí hacerlo. La policía tenía la teoría de que podían haber violado a Lila por venganza. Se basaban en varias cosas. Madison, aunque estaba en Attica, tenía amigos. Le habían impuesto la máxima pena e iba a estar encerrado ocho años como mínimo. El violador sabía cómo me llamaba yo. La había violado en mi cama. Le había preguntado por mí mientras lo hacía. Conocía mi horario y que trabajaba de camarera en Cosmos. Todo aquello podrían haber sido pruebas de su conexión con Madison, o podría haber sido sencillamente el resultado de la minuciosa investigación de un delincuente que se ha propuesto encontrar a su víctima sola. Todavía prefiero creer que parte del horror de aquel delito estuvo en su cruel coincidencia. La conspiración me parecía una posibilidad muy remota.

Lila no quería saber. Quería salir de aquello.

La policía interrogó a mis amigos. Fue al Cosmos y entrevistó al dueño y al hombre que hacía las pizzas delante de la cristalera. Pero había otras violaciones con un modus operandi parecido al de Lila. Si Lila no iba a iniciar un procedimiento criminal, la conexión que podía existir entre su violación y la mía era irrelevante. No tenían testigo, y sin testigo no había caso. La policía abandonó la investigación. Lila volvió a casa y se quedó allí hasta enero. Me dio una copia de su horario de clases. Yo expliqué a sus profesores por qué no iba a presentarse a los finales. Llamé a sus amigos.

Mi vida se redujo y empecé a sufrir las consecuencias.

Fui a casa para pasar las Navidades.

Mi hermana estaba deprimida. Se había graduado y había obtenido una beca Fulbright, pero ahora vivía en casa y trabajaba en una tienda de jardinería. Sus estudios de árabe no se estaban convirtiendo en el empleo que había esperado. Fui a su habitación para animarla. En cierto momento dijo:

–Tú no lo entiendes, Alice. Todo es tan fácil para ti…

Balbuceé sin dar crédito. Entre nosotras se levantó un muro. La borré de mi vida.

Ahora tenía pesadillas aún más vividas que antes. El diario que escribía de vez en cuando está lleno de ellas. La imagen recurrente es una que había visto en un documental del Holocausto. Hay cincuenta o sesenta cadáveres descarnados y blanquecinos a los que les han arrancado la ropa. La imagen muestra un bulldozer arrojándolos a una profunda tumba abierta, donde caen en una maraña de miembros. Caras, bocas, cráneos con los ojos hundidos, antes ocupados por mentes que han hecho lo inimaginable para sobrevivir. Luego oscuridad, muerte, suciedad, y la idea de que una persona podría estar luchando, tratando de mantenerse viva allí dentro.

Me despertaba empapada en sudor frío. A veces gritaba. Me daba la vuelta y me quedaba mirando la pared. Entraba en la siguiente fase: ya despierta, representaba deliberadamente la intrincada escena de mi casi muerte. El violador estaba dentro de casa. Subía la escalera. Sabía instintivamente qué escalones lo delatarían con un crujido. Recorría el pasillo corriendo. Por la ventana delantera entraba una corriente de aire. A nadie se le ocurría preguntarse si había alguien despierto en las demás habitaciones. Les llegaba un débil olor de otra persona, de alguien más en la casa, pero como un pequeño ruido, no advertía a nadie aparte de mí de que iba a pasar algo. Luego notaba que mi puerta se abría, la sensación de otra presencia en la habitación, el aire cambiado para acomodar un peso humano. Lejos, cerca de mi pared, alguien respiraba el mismo aire que yo, me robaba el oxígeno. Mi respiración se volvía agitada y yo me hacía una promesa: haría lo que el hombre quisiera. Me violaría y me cortaría y me amputaría los dedos. Me dejaría ciega o lisiada. Cualquier cosa. Lo único que yo quería era vivir.

Resuelta, aunaba fuerzas. ¿A qué esperaba él? Yo me volvía despacio en la oscuridad. Donde el hombre había estado tan vividamente en mi imaginación no había nadie, sólo la puerta de mi armario. Eso era todo. Entonces encendía la luz y comprobaba la casa, me acercaba a cada puerta y probaba el pomo, convencida de que éste cedería y lo encontraría al otro lado, riéndose de mí. Un par de veces el ruido que hice despertó a mi madre.

–¿Alice? – decía.

–Sí, mamá -decía yo-, sólo soy yo.

–Vuelve a la cama.

–Ahora mismo -decía yo-. Sólo voy a coger algo de comer.

De nuevo en mi habitación trataba de leer. No miraba dentro del armario ni echaba un vistazo a la puerta.

Nunca me cuestionaba qué me estaba pasando. Todo parecía normal. La amenaza estaba en todas partes. Nadie estaba a salvo y no había ningún lugar seguro. Mi vida era distinta de la de otra gente; era natural que me comportara de forma diferente.

Después de Navidad, Lila y yo nos dimos una oportunidad en Syracuse. Yo quería ayudarla, pero también la necesitaba. Creía que era bueno hablar. Para estar con ella después del anochecer dejé Cosmos. Fue fácil: no querían que volviera. Cuando fui a preguntarles si podía cambiarme al turno de día, el propietario se mostró distante y estirado. El hombre de las pizzas se me acercó cuando el propietario se hubo marchado.

–¿No lo has entendido? – dijo-. La policía ha estado aquí haciendo preguntas. No te queremos aquí.

Me marché llorosa y tropecé con alguien.

–Mira por dónde vas -dijo el hombre.

Nevaba. Dejé la Review. El autobús que cogía para volver al piso donde Lila y yo vivíamos se averió varias veces. Tess había pedido una excedencia. Dejé de ir a los recitales de poesía. Una noche volví a casa un poco más tarde de lo habitual -se había hecho oscuro- y me encontré a Steve en la puerta.

–¿Dónde estabas? – preguntó. Su tono era enfadado, acusador.

–Necesitábamos comida -dije.

–Lila me ha llamado porque tenía miedo. Quería estar con alguien.

–Gracias por venir -dije. Sostenía una bolsa de comestibles y hacía frío.

–Deberías haber estado aquí.

Entré ocultando mis lágrimas.

Cuando Lila me dijo que no estaba funcionando, que no le gustaba el apartamento y que se iba a casa unas semanas y luego iría a vivir con Mona, una amiga que había hecho hacía poco, me quedé en una especie de estado de conmoción. Creí que íbamos a estar juntas en aquello. Clones.

–Sencillamente no está funcionando, Alice -me dijo-. No puedo hablar de ello como tú quieres que hable, y me siento aislada aquí.

Steve y Marc eran las únicas personas que venían a casa con regularidad. Los dos, aunque se evitaban escrupulosamente, estaban más que dispuestos a montar guardia. Pero eran mis amigos -mis novios, para ser exactos- y Lila lo sabía. Estaban allí en primer lugar por mí, y para ayudarme a ayudarla. Ella necesitaba separarse de mí. Ahora lo veo claro, pero entonces me sentí traicionada. Nos repartimos los discos y otras cosas que habían sido propiedad común a lo largo de los dos años que habíamos vivido juntas. Yo lloraba, y si ella quería algo, se lo daba. También le di cosas que no me pidió. Dejaba atrás posesiones para marcar mi territorio. ¿Volvería algún día al punto de partida? ¿Cuál era? ¿Una virgen? ¿Una estudiante de primer curso? ¿Una chica de dieciocho años?

A veces creo que nada me dolió más que la decisión de Lila de dejar de hablarme. Me rehuyó totalmente. No me devolvió las llamadas cuando por fin logré sonsacar su nuevo número a uno de sus amigos. Si se cruzaba conmigo por la calle, no me hablaba. Yo la llamaba, pero no me respondía. Le cortaba el paso, pero ella me rodeaba. Si ella iba con algún amigo, ellos me miraban llenos de un odio que yo no podía entender, pero que percibía de todos modos.

Me fui a vivir con Marc. Faltaban cuatro meses para la ceremonia de mi graduación. Estaba siempre en su apartamento excepto para mis clases. Él me llevaba en coche a todas partes, como un chófer solícito, pero la mayor parte del tiempo se mantenía bien lejos de mí. Se quedaba en el estudio de arquitectura hasta entrada la noche; algunas veces dormía allí. Cuando estaba en casa yo le preguntaba si oía ruidos, le pedía que comprobara las puertas, que por favor me abrazara.

La semana anterior a la ceremonia de graduación volví a ver a Lila. Yo iba con Steve Sherman. Estábamos en el centro comercial de Marshall Street. Ella me vio, pero pasó de largo.

–No puedo creerlo -le dije a Steve-. Nos graduamos la semana que viene y sigue sin hablarme.

–¿Quieres hablar con ella?

–Sí, pero tengo miedo. No sé qué decirle.

Decidimos que Steve se quedaría donde estaba y yo volvería a dar la vuelta en sentido contrario.

Me la encontré.

–Lila -dije.

Ella no se sorprendió.

–Me preguntaba si tratarías de hablar conmigo.

–¿Por qué no me hablas?

–Somos diferentes, Alice -dijo-. Lo siento si te he hecho daño, pero necesito seguir con mi vida.

–Pero éramos clones.

–Eso es algo que decíamos.

–Nunca me he sentido tan cerca de nadie.

–Tienes a Marc y a Steve. ¿No es suficiente?

Nos deseamos suerte para la graduación. Le dije que Steve y yo íbamos a ir a un restaurante cercano a tomar champán, y que podía apuntarse si quería.

–Puede que me pase -dijo ella, y se marchó.

Entré corriendo en la librería de enfrente y le compré un libro de poemas de Tess, Instructions to the Double. Dentro escribí algo que ahora no recuerdo. Era sensiblero e iba directo al corazón. Decía que siempre estaría allí si me necesitaba, sólo tenía que llamarme.

Nos la encontramos en el bar. Estaba achispada y la acompañaba un chico del que me constaba que estaba enamorada. No quiso sentarse con nosotros, pero se quedó junto a nuestra mesa mientras hablaba de sexo. Me dijo que se había puesto un diafragma y que yo tenía razón, el sexo era genial. Ahora yo era su público, no una amiga o una persona allegada. Ella estaba demasiado ocupada imitando lo que yo hacía: demostrar al mundo que estaba bien. Me olvidé de darle el libro. Se marcharon.

Al volver a casa, Steve y yo pasamos por delante de otro bar de estudiantes, más elegante. Vi a Lila sentada con su amigo y un grupo de gente que yo no conocía. Le dije a Steve que esperara y entré corriendo con el libro. La gente de la mesa levantó la mirada.

–Esto es para ti -dije, dándoselo a Lila-. Es un libro.

Sus amigos se rieron porque saltaba a la vista lo que era.

–Gracias -dijo ella.

Llegó una camarera para tomar nota. El chico de Lila me observaba.

–He escrito algo dentro -dije.

Mientras sus amigos pedían copas, ella me miró. Me dio la impresión de que me compadecía.

–Lo leeré más tarde, pero gracias. Parece un buen libro.

Nunca más volví a verla.

El día de la ceremonia de graduación no aparecí. No me imaginaba allí, tratando de celebrarlo, y viendo a Lila y a sus amigos. Marc tenía que presentar un proyecto. Aún no había terminado el curso. Steve fue a recoger su título, lo mismo que Mary Alice. Yo había dicho a mis padres que quería largarme de Syracuse. Estuvieron de acuerdo.

–Cuanto antes mejor -dijeron.

Metí los bártulos que me quedaban en un coche alquilado plateado. Era un Chrysler New Yorker; se les habían acabado los utilitarios. Conduje aquella barcaza de vuelta a Paoli, sabía que el coche haría reír a mis padres.

Syracuse se había acabado. Adiós y hasta nunca. Iba a ir a la Universidad de Houston en otoño para hacer un posgrado de poesía. Pasaría el verano tratando de reinventarme. No conocía Houston, nunca había estado al sur de Tennessee, pero allí iba a ser diferente. La violación no me seguiría.

AÑOS DESPUÉS

Fue una noche del otoño de 1990 cuando a John le pegaron un puñetazo en la cara. Yo estaba frente a De Robertis de la Primera Avenida, esperando a que él volviera con la heroína barata que los dos esnifábamos. Teníamos una estrategia. Siempre decíamos que si él tardaba demasiado yo iría a buscarlo gritando. Era un plan poco definido, pero servía para apartar de nuestra mente la posibilidad de que ocurriera algo que no pudiéramos controlar. Aquella noche en particular hacía frío fuera. Pero aquellos tiempos son confusos. Era precisamente lo que pretendíamos por aquel entonces.

Un año antes yo había publicado un artículo en The New York Times Magazme, un relato en primera persona de mi violación. En él pedía a la gente que hablara sobre el tema de la violación y escuchara a las víctimas cuando tenían un caso que contar. Recibí un montón de cartas. Lo celebré con cuatro bolsitas de diez dólares de heroína y un novio griego que había sido alumno mío. Luego llamó Oprah diciendo que había leído el artículo. Fui a su programa. Yo era la víctima que había luchado. Había otra invitada que se suponía que no lo había hecho. Como en el caso de Lila, la resistencia de Michelle no había dejado cicatrices visibles. Pero dudo de que Michelle volviera en avión a su casa para esnifar heroína.

No acabé el curso de posgrado en Houston. No me gustó la ciudad, es cierto, pero si soy sincera, no estaba hecha para aquello. Me acostaba con un decatleta y una mujer, compraba maría a un tipo que vivía detrás de la tienda que abría de siete a once, y salía de copas con otro estudiante que también había dejado el posgrado, un hombre alto de Wyoming; a veces, mientras el decatleta me abrazaba, o el hombre de Wyoming se ponía cómodo y observaba, yo lloraba con histéricos sollozos que nadie entendía, yo menos que nadie. Pensé que era Houston. Pensé que era vivir en un clima cálido donde había demasiados bichos y donde las mujeres llevaban demasiados volantes.

Me fui a Nueva York y viví en un complejo de viviendas subvencionadas para gente de ingresos bajos situado entre las calles Décima y C. Vivía con Zulma, una portorriqueña que había criado a su familia en el apartamento y ahora alquilaba habitaciones. A ella también le gustaba beber.

Trabajé de camarera en un local del centro de la ciudad llamado La Fondue hasta que me salió un trabajo (a raíz de conocer a un borracho en un bar llamado King Tut's Wawa Hut) de profesora en el Hunter College. Era adjunta. No tenía la titulación que pedían y sólo contaba con un año de experiencia (había sido ayudante de cátedra en Houston), pero el comité que contrataba personal estaba desesperado, y reconocieron ciertos nombres: Tess Gallagher, Raymond Carver. Durante la entrevista tardé quince minutos en recordar la palabra «tesis», como en «frase-tesis», la base de todos los cursos de redacción. Cuando llamó el presidente del comité y Zulma me pasó el teléfono, me sorprendí enormemente de los fortuitos efectos de una borrachera.

Mis alumnos se convirtieron en personas que me mantenían viva. Podía perderme en sus vidas. Eran inmigrantes, miembros de minorías étnicas, chicos de ciudad, mujeres que querían reanudar sus estudios, trabajadores de jornada completa, ex adictos y padres o madres que criaban a sus hijos sin pareja. Sus historias llenaban mis días y de noche daba vueltas a sus problemas de adaptación. Congeniaba con ellos como no lo había hecho con nadie desde la violación. Mi propia historia palidecía cuando la comparaba con las suyas. Caminar sobre los cadáveres de compatriotas para huir de Camboya. Ver cómo llevan a un hermano contra un muro y abren fuego. Criar a un hijo deficiente sólo con propinas de camarera. Y luego estaban las violaciones. La chica que había sido adoptada con ese propósito por el padre, que era sacerdote. La chica que había sido violada en el apartamento de otro estudiante y a quien la policía no había creído. La chica que era lesbiana militante y con tatuajes, pero que se vino abajo en mi despacho cuando me contó que había sido víctima de una violación en grupo.

Me contaban sus historias, me gusta pensar que porque yo nunca ponía nada en duda, les creía totalmente. También porque creían que no tenía pasado. Saltaba a la vista que era una chica blanca de clase media. Una profesora de universidad. Nunca me había ocurrido nada. Yo estaba demasiado ávida de consuelo para que me importara que la relación no fuera recíproca. Como un camarero, les escuchaba, como un camarero, mi cargo me mantenía a una distancia segura. Yo era todo oídos, y las trágicas historias de la vida de mis estudiantes me curaban. Pero empecé a desarrollar una resistencia a ellos. Cuando escribí el artículo para The New York Times, estaba preparada para hablar. Algunos alumnos lo leyeron y se quedaron parados. Luego vino Oprah y muchos más me vieron en la televisión, su profesora de lengua y literatura explayándose sobre su propia violación. Durante las siguientes semanas me encontré a ex alumnos por la calle. «Uf, nunca pensé que usted… bueno, ya sabe», me confiaban. Y lo sabía. Porque era blanca. Porque había crecido en barrios residenciales. Porque si no hay un nombre unido a mi historia ésta sigue siendo ficción, no un hecho real.

A mí me encantaba la heroína. El alcohol tenía desventajas -concretamente, la cantidad que era necesaria para perder el conocimiento- y no me gustaba ni el sabor ni el historial familiar: mi madre había sido alcohólica. La cocaína me provocaba náuseas. Sufrí unas rampas paralizadoras en el suelo de un club llamado Pyramid, donde rastas y chicas blancas bailaron alrededor de mi cuerpo hecho un ovillo. Repetí un par de veces más para asegurarme. ¿Y el éxtasis, los hongos y los viajes de ácido? ¿Quién quería estimular el ánimo? Mi objetivo era destruirlo.

Acababa en lugares raros. Descampados, callejones y… Atenas. Una noche desperté en un pequeño café en Grecia. Delante de mí tenía un plato lleno de pequeños peces plateados. Dos hombres rebañaban con pan el aceite de mi plato. Volvimos a una casa situada en una colina. Oí nombrar a mi alumno griego que he mencionado, pero no estaba allí. Fumamos marihuana black tar y volvimos a salir. Uno de los hombres desapareció, el otro quería acostarse conmigo. Yo había salido en la televisión americana.

En la misma casa, donde una nueva remesa de gente se pinchaba en la parte trasera, me puse una cazadora que no era mía porque tenía frío. En el bolsillo había una aguja usada y me la clavé. Me quedé confusa unos momentos, pensé inmediatamente en el sida, luego hice algo en lo que me había vuelto experta: arriesgarme. Estaba en Grecia. ¿Cómo de serio era el riesgo allí?

Al cabo de treinta días volví a casa. Escribí para el New York Times un artículo sobre viajes que apareció la siguiente primavera, a tiempo para que la gente planeara sus vacaciones. Mientras tanto, volví a Europa con otro ex alumno, John. El y un amigo habían conseguido billetes baratos a Amsterdam a través de un pariente del amigo. Totalmente colocados, cogimos el tren nocturno hasta Berlín. Estaban derribando el muro. Fue después de medianoche cuando llegamos al hormigón que separaba el oeste del este. John y Kippy se pusieron manos a la obra. Pidieron prestados unos picos a un grupo de eufóricos y escandalosos alemanes e hicieron turnos. Yo me quedé a cierta distancia. No era mi país y era la única mujer entre ellos. Un alemán se acercó y me ofreció un cigarrillo y una botella, me dijo algo y me agarró el culo. A unos metros de distancia, un guardia de la frontera de Alemania Oriental se nos quedó mirando.

Fue poco después en Nueva York cuando golpearon a John. Recuerdo que lo vi doblar la esquina. Había tardado más que de costumbre, y me fijé en que no llevaba las gafas y tenía la nariz ensangrentada. Estaba contrariado.

–¿Lo has conseguido? – pregunté.

Asintió. No habló. Empezamos a andar.

–Me han dado una paliza.

Aquello, como la aguja en Atenas, me asustó. La cuestión era: ¿cómo de grave tenía que ser? No quería que John saliera nunca más solo y se lo dije. Él trató de no hacerlo, pero a veces, cuando estábamos desesperados, salía.

Las cosas fueron de mal en peor, y entonces, en la primavera de 1991, cuando acabábamos de mudarnos a un apartamento de la calle Siete, tuve una revelación. Yo tenía un problema pero no sabía cuál era. Me quedaba en la cama. Volvía a comer como no lo había hecho desde la universidad y llevaba mis viejos camisones de franela. No vacié las cajas de la mudanza. John trabajaba muchas horas. Ahora se sentía incómodo cuando me tenía cerca. Cuando llegaba a casa yo le mandaba a comprar brownies. Engordé. Dejó de importarme el aspecto que tenía o lo deprisa que podía ir trotando a un club. Quería ser mejor, pero no sabía cómo hacerlo.

Un amigo mío a quien conocía desde que éramos adolescentes me llamó para comentarme que me habían citado en un libro. Mi amigo era médico ahora y trabajaba en Boston. Mi artículo del New York Times había sido citado en Trauma y recuperación, de la doctora Judith Lewis Hermán. Me dio por reír. Había querido escribir mi propio libro, pero no parecía capaz de hacerlo. Ahora, casi diez años después de la violación de Lila, mi nombre aparecía en el libro de otra persona. Pensé en comprármelo, pero era de tapa dura, demasiado caro, y además, pensé, había roto con todo aquello.

Los meses siguientes John y yo dejamos de vernos, me apunté a un gimnasio y empecé a ir a un terapeuta. John seguía consumiendo drogas. Parte de mí quería tan desesperadamente recuperarlo que hice cosas humillantes. Supliqué. Yo sabía que se estaba matando. La Primera Avenida se convirtió en una frontera que yo me negaba a cruzar. Sentía cómo mi viejo barrio tiraba de mí con demasiada fuerza para resistirlo, de modo que cuando se me presentó la oportunidad de pasar un par de meses en California en una colonia de artistas rurales, no la dejé escapar.

La colonia artística Dorland Mountain, que se encuentra en las montañas de la California rural y reaccionaria, es rústica se mire por donde se mire. Las cabañas están construidas con bloques de hormigón ligero y madera contrachapada, y no hay electricidad. Funciona con un presupuesto muy reducido.

Cuando llegué, me recibió un hombre llamado Robert Willis. Bob. Tenía setenta y pocos años, y llevaba un Stetson de fieltro blanco, unos Wrangler y una camisa tejana. Tenía el pelo canoso y los ojos azules, era cortés pero poco hablador.

Encendió mi lámpara de propano, y al día siguiente vino para ver cómo estaba y me llevó en coche a la ciudad para que comprara comida. Llevaba allí mucho tiempo, y había visto ir y venir a mucha gente. Por extraño que parezca, nos hicimos amigos. Le hablé de Nueva York y él me habló de Francia. Había vivido medio año allí, donde había tenido un empleo muy parecido en una granja de caballos. En su cabaña, después del anochecer y a la luz de la lámpara de propano, acabé contándole la historia de mi violación y la de Lila. El escuchó y sólo dijo unas pocas palabras: «Debió de dolerte». «Uno nunca se recupera de ciertas cosas.»

Me contó que había servido en la infantería durante la Segunda Guerra Mundial y había perdido a todos sus compañeros. Años después en Francia, en el invierno de 1993, se había quedado mirando un árbol por una ventana.

–No sé qué fue -dijo-. Había visto aquel árbol desde aquella ventana cientos de veces, pero me puse a llorar como un niño. Estuve llorando de rodillas, no puedes imaginar cómo lloré. Me sentía ridículo pero no podía parar. Y entonces caí en la cuenta de que era por mis compañeros, nunca había llorado por ellos. Estaban todos enterrados en un cementerio de Italia cerca de un árbol igual que ése, muy lejos de aquí. Sencillamente perdí el control. ¿Quién hubiera dicho que algo que ocurrió hacía tanto tiempo podía tener tanto poder?

Antes de marcharme cenamos juntos por última vez. Él había preparado lo que llamaba verduras del ejército -maíz y tomates en conserva calentados al fuego- con beicon. Bebimos vino barato.

Dorland podía ser un lugar espeluznante a la luz del día. De noche estaba negro como boca de lobo, sólo se veían unas pocas lámparas de queroseno o de propano desperdigadas por la colina. Después de cenar, mientras estábamos sentados en el porche de su cabaña, vimos lo que Bob creyó que eran las luces de un camión en el camino de tierra que salía de la carretera.

–Parece que tenemos visita -dijo.

Pero de pronto las luces del camión se apagaron. No le oímos moverse.

–Espera aquí -dijo-. Voy a echar un vistazo.

Entró en la parte trasera y cogió su rifle, que tenía escondido para que no lo encontraran los frágiles miembros de la colonia ni los administradores de Dorland.

–Voy a dar la vuelta a través de la maleza y saldré a la carretera -susurró.

–Apagaré la luz.

Me quedé totalmente inmóvil en el porche. Agucé el oído esperando oír algo, la gravilla bajo los neumáticos, una ramita que se parte, cualquier cosa. Imaginé que los hombres del camión habían herido o matado a Bob y ahora avanzaban hacia la cabaña. Pero yo había hecho una promesa a Bob. No me movería.

Unos momentos después oí crujir hojas al otro lado de la cabaña. Me asusté.

–Soy yo -llegó el susurro de Bob a través de la oscuridad-. No hagas ruido.

Observamos la carretera. No vimos encenderse las luces del camión. Al final Bob cruzó el chaparral con Shady, su fiel malamut-lobo, y volvimos a encender la lámpara de propano. Los dos repasamos excitados lo ocurrido un montón de veces, cada uno explicó cómo lo había percibido, habló de la amenaza y de cómo la notabas. De lo afortunados que habíamos sido de conocer la guerra y la violación, porque aquellas experiencias nos habían dado algo que nadie más tenía: un sexto sentido que se activaba cuando percibíamos peligro cerca de nosotros o de nuestros seres queridos.

Volví a Nueva York, pero no al East Village. Demasiados recuerdos. Me fui a vivir con un novio a la calle Ciento seis, entre Manhattan y Columbus.

Mis padres habían venido a verme a mi territorio dos veces en diez años. Mi madre se quedó parada en mitad de mi apartamento y dijo:

–No me digas que quieres pasarte el resto de tu vida viviendo así. – Se refería al negocio de la inmobiliaria y al tamaño del apartamento, pero fueron palabras que, al repetírmelas, tomaron un significado distinto para mí.

Aquel otoño dejé de jugar con la heroína. Tuvo tanto que ver con que dejé de tener acceso fácil a ella como con cualquier otra cosa. Volvía a beber y a fumar, pero lo mismo hacían todos. Luego me compré el libro de la doctora Herman, que había salido en rústica. Me dije que debía tener un archivo de cualquier publicación donde apareciera mi nombre.

Herman había decidido utilizar una frase de mi artículo al principio de su capítulo titulado «Desconexión». La frase, tal como apareció, era la siguiente: «Cuando me violaron perdí la virginidad y casi perdí la vida. También deseché algunas ideas sobre cómo funcionaba el mundo y lo a salvo que estaba en él». Aparecía en la página 51 de un libro de trescientas páginas. En la librería, antes de comprarlo, volví a leer la frase y mi nombre. No caí en la cuenta hasta que volví en metro a casa de que, en un libro titulado Trauma y recuperación, se me citaba en la primera parte. Decidí no sólo guardar el libro como recuerdo, sino también leerlo.

No tienen un estado de alerta normal sino la atención relajada. En cambio, tienen un grado de activación muy elevado: sus cuerpos siempre están alerta al peligro. También se sobresaltan fácilmente ante los estímulos inesperados… Las personas que sufren un desorden de estrés postraumático tardan más en dormirse, son más sensibles al ruido y se despiertan más a menudo en mitad de la noche que la gente corriente. Así pues, los sucesos traumáticos parecen reacondicionar el sistema nervioso humano.

Con párrafos como éste empezaba el libro más absorbente que jamás había leído: estaba leyendo sobre mí misma. También sobre los veteranos de guerra. Por desgracia, mi cerebro volvió a ponerse a trabajar a toda marcha. Me pasé una semana en la sala de lectura principal de la Biblioteca Pública de Nueva York preparando una novela que presentara el desorden de estrés postraumático como el gran igualador, y reuniera a hombres y mujeres que habían padecido el mismo desorden. Luego, en medio de los relatos que leí, perdí las ganas de intelectualizarlo.

Había una colección de relatos en primera persona sobre Vietnam que leí una y otra vez, y que tenía de reserva. De algún modo, leer las historias de aquellos hombres me permitía empezar a sentir. Una de ellas en particular me impresionó mucho, la historia de un héroe. Había sido testigo de duros combates y había visto cómo mataban a sus amigos. Lo llevó todo estoicamente. No pude evitar pensar en Bob.

Aquel veterano volvió a casa, recibió una condecoración, fue capaz de tener un empleo y cumplir con él. Años después se derrumbó. Algo estalló, y el héroe no pudo soportarlo. Al desmoronarse, se hizo hombre. El relato terminaba allí. Él estaba en alguna parte, tratando de superarlo. Yo no pertenezco a ninguna religión, pero recé por aquel veterano y por Bob.

Leí todo el libro de Herman. No fue una curación mágica, pero sí un comienzo. También tenía una buena terapeuta. Ella ya había utilizado hacía un año la expresión «estrés postraumático», pero yo lo había desechado como cháchara de psicólogos. Como era de esperar, lo había hecho todo de la manera más difícil: escribí un artículo, lo citaron en un libro, compré el libro y me reconocí a mí misma en los casos de los enfermos. Yo padecía un desorden de estrés postraumático, pero para creérmelo había tenido que descubrirlo por mí misma.

Mientras viví en la Ciento seis, mi novio trabajaba hasta tarde en un bar y yo pasaba las noches sola. Veía mucho la televisión. Era una vieja casa de vecinos en un barrio de mala reputación. Era lo que podía permitirme pagar en Nueva York con mi sueldo de profesora adjunta. Vivía detrás de grandes ventanas con rejas, y el silencio de las noches se interrumpía continuamente por el fuego de armas automáticas. La Tech-9 era el arma más popular en el barrio entonces.

Una noche encendí la tostadora mientras preparaba el café y se fundieron los plomos. La caja de fusibles estaba abajo en el sótano y para llegar a él tenía que salir y bajar una oscura escalera. Llamé a mi novio al trabajo. Él me respondió con brusquedad. Acababa de entrar mucha gente en el bar.

–¿Qué quieres que haga? Coge una linterna y hazlo tú, o quédate sentada en la oscuridad. Éstas son las opciones que tienes.

Decidí que me estaba comportando como una estúpida inútil. Utilicé algo que había aprendido en la terapia, el «diálogo interior», para prepararme mentalmente para la tarea. Eran casi las once de la noche. Me dije que no era tan peligroso como a las dos de la madrugada. Mi diálogo interior fue poco convincente, por no decir otra cosa.

Bajé dos tramos de la escalera hasta la calle, doblé la esquina, salté por encima de una puerta de hierro forjado cuya cerradura oxidada se había atascado, bajé la escalera y encendí la linterna. Encontré la cerradura, introduje la llave y entré. Cerré por dentro y me quedé un momento contra la pared. El corazón me latía con fuerza. El sótano estaba muy oscuro y no había ventanas. Recorrí con la linterna una pared lejana con habitaciones al fondo. Vi las pertenencias del dominicano al que habían desalojado hacía un par de meses. Oí chillar a las ratas enfadadas cuando las enfoqué con la linterna. «Concéntrate», me dije, sintiendo el frío del fusible de cristal en la mano, y de pronto oí un ruido. Apagué la linterna.

Venía de fuera. Había gente apoyada contra la pared. Al oír a través de la puerta su spanglish enseguida comprendí que iba a tener que esperar un rato. Estaba a medio metro de ellos. «Fóllame, zorra», gritaba él, golpeándola contra la puerta. Retrocedí todo lo que pude, pero me pareció que quedarme cerca de la caja de fusibles, la razón por lo que había ido allí, era mejor que adentrarme en las oscuras habitaciones de un sótano cerrado. El sobrino de la casera había vivido allí abajo, me había explicado mi novio. Había sido adicto al crack y alguien había entrado una noche y lo había matado de un tiro.

–Por eso ella ya no quiere alquilar apartamentos a dominicanos -me dijo.

–Pero si ella es dominicana…

–Nada tiene sentido aquí.

Fuera, el hombre gruñía y la mujer no hacía ningún sonido. Luego los dos terminaron y se marcharon. Él la llamó por un nombre en español y se rió de ella.

Por primera vez me permití sentirme asustada. Cambié el plomo y me preparé para volver a casa. Mi único objetivo ahora era llegar a un lugar seguro, y arriba en el edificio estaba más segura que allá abajo, enterrada en el polvo con las ratas, el fantasma de un adicto al crack asesinado y una puerta contra la que acababan de tirarse a una chica.

Lo logré.

Aquella noche decidí irme de Nueva York. Recordé que había leído que muchos de los veteranos, al volver de Vietnam, se habían sentido atraídos por lugares como la rural Hawai o los Everglades de Florida. Recreaban el entorno que mejor conocían, donde sus reacciones ante las cosas parecían más naturales que dentro de las casas suburbanas desparramadas a través del menos verde y exuberante Estados Unidos.

Yo siempre había vivido en barrios humildes excepto una vez que viví encima de un tipo que maltrataba a su mujer en Park Slope, en Brooklyn. Nueva York para mí significaba violencia. En la vida de mis alumnos, en la vida de la gente de la calle era algo bastante común. Toda aquella violencia me había tranquilizado. Encajaba en ella. Mi forma de actuar y de pensar, mi constante estado de alerta y mis pesadillas tenían sentido allí. Lo que agradecía a Nueva York era que no pretendía parecer segura. El mejor de los días era como vivir en medio de una gloriosa contienda. Sobrevivir a aquello año tras año era algo que la gente llevaba con orgullo. Después de cinco años te ganabas el derecho a alardear. A los siete empezabas a integrarte. Yo había llegado a los diez, prácticamente me había afincado desde el punto de vista de la durabilidad prevista por el East Village, luego, de repente y para sorpresa de los que me conocían, me marché.

Volví a California, donde sustituí a Bob en Dorland mientras éste estaba fuera. Viví en su cabaña y cuidé a su perra. Conocí a los miembros de la colonia y les mostré los alrededores, les enseñé a hacer fuego en sus estufas de leña y los atormenté con el espectro de ratas canguros, pumas y los supuestos fantasmas que merodeaban por la zona. No les hablé mucho de mí. Nadie sabía de dónde venía.

El 4 de julio de 1995 escribía dentro de mi cabaña. Afuera estaba oscuro. El lugar se hallaba desierto. Los miembros de la colonia se habían ido juntos a la ciudad. Yo estaba sola con Shady. No había escrito mucho en los últimos años, desde los dos meses que había pasado en Dorland como un miembro más de la colonia. Me parecía incomprensible que hubiera tardado tantos años en aceptar mi violación y la de Lila, pero había empezado a admitir que había sido así. Me dejó con una sensación que no sé describir. El infierno había terminado. Tenía todo el tiempo del mundo por delante.

Shady entró corriendo en la cabaña y apoyó el morro en mi regazo. Estaba asustada.

–¿Qué pasa? – dije, acariciándole la cabeza. Luego también lo oí; parecía un trueno, como si se avecinara una tormenta de verano-. Vamos a ver qué es, ¿vale? – Cogí mi pesada linterna negra y apagué la lámpara.

Afuera se alcanzaba a ver hasta lejos. La cabaña tenía un porche y una silla. Muy lejanos y parcialmente ocultos por la ladera de una oscura montaña, vi los fuegos artificiales. Tranquilicé a Shady y me senté en la silla.

Los fuegos duraron mucho rato. Shady mantuvo la cabeza en mi regazo. Yo habría alzado una copa de haber tenido una.

–Lo hemos conseguido -dije a Shady, acariciándole el costado-. Feliz día de la Independencia.

Al final, llegó el momento de seguir mi camino. La víspera de mi partida me acosté con un amigo. No había tenido relaciones sexuales desde hacía más de un año. Un celibato autoimpuesto.

El sexo de aquella noche fue breve, torpe. Habíamos salido a cenar y habíamos tomado una copa de vino. A la luz de la lámpara de queroseno me concentré en la cara de mi amigo, en lo diferente que era él de un hombre violento. Los dos comentamos más tarde, cuando hablamos por teléfono desde costas opuestas, que había sido muy especial. «Fue casi virginal -dijo él-. Como si hicieras el amor por primera vez.»

En cierto sentido así fue, aunque aquello era imposible. Pero ha pasado el tiempo y ahora vivo en un mundo donde las dos verdades coexisten; donde el infierno y la esperanza están en la palma de mi mano.

AGRADECIMIENTOS

La palabra «afortunada» es mi manera de decir bendecida. He sido bendecida por la gente que ha pasado por mi vida.

Glen David Gold, mi verdadero amor.

Aimee Bender y Kathryn Chetkovich, mis seductores titanes. Grandes escritores así como grandes lectores y grandes amigos.

El profesor, Geoffrey Wolff, que vio las primeras cuarenta páginas y dijo «Tienes que escribir este libro», y siguió leyendo con el bolígrafo en la mano.

El embajador Wilton Barnhardt, que, en mi momento más sombrío y quejumbroso, dijo: «¡Envíame ese libro, maldita sea! ¡Se lo llevaré a mi agente!».

Gail Uebelhoer. Quince años después no titubeó. Su ayuda en la recogida de datos ha sido esencial para escribir ese libro.

Pat McDonald. Todo empezó en el piso trece.

Emile Jarreau. Mientras escribía me enseñó el verdadero significado de la palabra «dolor». Es algo así como: «¡Dame más!».

Natombe, mi arrugada musa. Montó guardia a mi lado en la alfombra todas las mañanas, privándose de los paseos que le encantaban.

Eithne Carr. Valiente.

También quiero dar las gracias a las instituciones que me han dado de comer o me han concedido el privilegio del tiempo: Hunter y FIND/SVP de Nueva York, la colonia artística Millay, la Fundación Ragdale y, sobre todo, la colonia artística Dorland Mountain y el programa MFA de la Universidad de California, Irvine.

Mi agente, Henry Dunow, porque aun después de cuarenta minutos de elogios yo seguía creyendo que iba a rechazarme, y porque, cuando se lo confesé, comprendió perfectamente mi estado anímico.

Jane Rosenman, mi editora. Espero que las marcas de pintalabios que he dejado en sus zapatos duren años.

Los amigos que aparecen en estas páginas y unos cuantos que no lo hacen: Judith Grossman, J. D. King, Michelle Latiolais, Dennis Paoli, Orren Perlman y Arielle Read. Vuestro apoyo me llena de gratitud.

Mi hermana, Mary, y mi padre, por ser parte del espectáculo y soportar los golpes inherentes a él. A pesar de no ser partidarios de contarlo todo, me dejaron contar una buena parte de todos modos.

Por último, estoy infinitamente en deuda con mi madre. Ella ha sido mi heroína, mi contrincante, mi inspiración, mi estímulo. Desde el principio -y me refiero al día en que nací-, ella ha creído. De la manera más dura, mamá. Aquí lo tienes.

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26/11/2009

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