El día de mi violación, me eché en el asiento trasero del coche y traté de dormir mientras mi madre conducía. Sólo dormí a ratos. El interior del coche era azul e imaginé que flotaba mar adentro. Pero cuanto más cerca estábamos de casa, más pensaba en mi padre.

Había aprendido a una edad temprana que si lo interrumpía en su despacho, más me valía tener un buen pretexto que disipara su irritación por haber sido molestado. A menudo intentaba diferenciarme de mi hermana, más seria. Trataba de comportarme como un chico malhablado por el bien de un hombre que vivía en una casa donde, según se quejaba a menudo, «las mujeres lo superaban en número». (Mi padre se alegró mucho de la llegada de su nuevo perro -un cruce con caniche-; declaró abiertamente lo agradable que era tener por fin otro varón en casa.) Yo quería ser la niña que siempre había sido para mi padre.

Mi madre y yo nos detuvimos en el camino de acceso y entramos en casa por el garaje.

Mi padre es un hombre alto y siempre lo había visto como un hombre obsesionado con su trabajo: corregir, escribir y hablar en español por teléfono con colegas y amigos. Pero aquel día temblaba cuando lo vi en el fondo del largo pasillo de la entrada trasera de casa.

–Hola, papá -dije.

Mamá siguió andando por el pasillo. Yo vi a mi padre lanzarle una mirada y luego fijar la vista, o tratar de fijarla, en mí a medida que me acercaba.

Nos abrazamos. Fue un abrazo torpe, poco natural.

No recuerdo que me dijera nada. Si hubiera dicho «Oh, cariño, qué alegría que estés en casa», o «Te quiero, Alice», habría sido tan poco propio de él que creo que me acordaría, pero tal vez no lo recuerdo por esa misma razón. Yo no quería experiencias nuevas. Quería lo que conocía, la casa que había dejado en otoño por primera vez en mi vida, y el padre que conocía.

–¿Qué tal estás, papá? – pregunté. Había pensado en esa simple pregunta durante todo el trayecto a casa.

Con nervioso alivio, él respondió:

–Después de la llamada de tu madre me he tomado cinco tragos de whisky, y nunca he estado más sobrio en toda mi vida.

Me tendí en el sofá de la sala de estar. Mi padre, en un esfuerzo por estar ocupado aquella mañana, había preparado algo para almorzar en la cocina.

–¿Quieres comer algo? – me preguntó.

En mi respuesta quise dejar claro que no era necesario que nadie se preocupara por aquella chica dura.

–No me vendría mal -dije-, teniendo en cuenta que lo único que he tenido en la boca en las últimas veinticuatro horas ha sido una galleta salada y una polla.

A los que no son de la familia puede que les suene fatal; a mi padre, de pie en el umbral de la cocina, y a mi madre, ocupada con nuestras maletas, los escandalizó en la misma medida que les informó de una sola cosa: la chica que conocían seguía estando allí.

–Cielos, Alice -respondió mi padre. Esperaba mis instrucciones al borde del precipicio.

–Sigo siendo yo, papá -dije.

Mis padres entraron juntos en la cocina. No sé cuánto tiempo estuvieron allí, haciendo sándwiches que probablemente ya estaban preparados. ¿Qué hicieron? ¿Se abrazaron? No me lo imagino, pero es posible. ¿Le susurró mi madre los detalles acerca de la policía y mi estado físico, o le prometió contárselo todo en cuanto yo me hubiera dormido?

Mi hermana había logrado acabar sus exámenes. Al día siguiente de mi llegada a casa, cuando mis padres fueron a buscarla a Filadelfia y a recoger sus cosas para el verano, los acompañé.

Yo seguía teniendo la cara magullada. Mi padre fue en un coche y mi madre en el otro. La idea era que yo me quedara en el coche mientras entre los tres bajaban las cosas. Sólo los acompañaba para que mi hermana me viera y supiera inmediatamente que estaba bien. También porque no quería dejarlos solos y que hablaran de mí.

Fui en el coche de mi madre. Ella prefería ir a la ciudad por una carretera secundaria. Era una ruta más larga, pero todos estábamos de acuerdo en que era más pintoresca. La verdadera razón, por supuesto, era que si tomaba la autopista Schuylkill, conocida extraoficialmente como la Surekill (muerte segura) por los que circulaban por la Main Line de Filadelfia, sufriría una crisis. De modo que cogimos la carretera 30 y a continuación serpenteamos por varias carreteras secundarias hacia nuestro destino, la Universidad de Pensilvania.

Con el tiempo, las vías abandonadas del tren elevado de Filadelfia llegaron a indicar para mí la verdadera entrada a la ciudad. Era allí donde empezaba el tráfico de peatones, donde un hombre vendía periódicos a los conductores en mitad de la carretera, y donde había una iglesia baptista en la que durante todo el año se celebraban bodas y funerales cuyos asistentes, vestidos de etiqueta, se desperdigaban por las calles.

Había hecho aquel trayecto muchas veces con mi madre. Nos reuníamos con mi padre en su oficina o utilizábamos los servicios del seguro médico del profesorado a través del hospital de la Universidad de Pensilvania. Una característica común a todos aquellos viajes era la creciente ansiedad de mi madre a medida que nos acercábamos a la ciudad. Por Chesnut Street, pasadas las vías del tren elevado, mi madre siempre conducía por el carril central en una carretera de un solo sentido. Mi papel consistía en permanecer sentada en el asiento del pasajero y anticiparme a la crisis.

Sin embargo, el día que fuimos a recoger a mi hermana algo cambió. Una vez pasadas las hileras de casas adosadas, que variaban de una manzana a otra en lo que se refiere a buen mantenimiento, la calle se ensanchaba. A ambos lados había edificios abandonados, gasolineras destartaladas y edificios gubernamentales de ladrillo. De vez en cuando en mitad de una manzana había apiñadas un par de casas adosadas todavía en pie.

Hasta entonces, durante aquellos trayectos en coche me había concentrado en los edificios; me gustaban las marcas dejadas por las escaleras en los laterales de las casas adosadas que aún quedaban en pie, las veía como fósiles de una vida anterior. Esta vez cambió mi centro de atención, lo mismo que el de mi madre. En el coche de detrás, pronto me daría cuenta, también lo había hecho el de mi padre. Se trasladó a la gente de la calle. Y no precisamente a las mujeres o a los niños.

Hacía calor. El calor húmedo y bochornoso de las ciudades del nordeste en verano. El olor a basura y a tubos de escape entraba por las ventanillas abiertas de nuestro coche sin aire acondicionado. Unos gritos nos hicieron aguzar el oído. Escuchamos atentas esperando oír alguna amenaza en los saludos entre amigos; mi madre preguntó por qué había tantos hombres apiñados en las esquinas de las calles y apoyados en las fachadas de los edificios. Aquella parte de Filadelfia, salvo una comunidad italiana cada vez menos numerosa, era de mayoría negra.

Dejamos atrás una esquina donde había tres hombres de pie. Detrás de ellos, dos hombres de más edad estaban sentados en sillas plegables poco seguras, que habían sacado a la acera para escapar del calor del interior de sus casas. Yo sentía la tensión en el cuerpo de mi madre a mi lado. Los moratones y cortes de la cara me ardían. Tenía la sensación de que cada hombre de la calle podía verme, que todos lo sabían.

–Tengo náuseas -dije a mi madre.

–Ya casi hemos llegado.

–Es muy raro, mamá -dije mientras trataba de mantener la calma.

Sabía que aquellos ancianos no me habían violado. Sabía que el hombre negro y alto con traje verde sentado en una parada de autobús no me había violado. Y sin embargo tenía miedo.

–¿Qué es raro, Alice? – Empezó a frotarse el pecho con los nudillos.

–Tengo la sensación de que he estado debajo de todos estos hombres.

–Eso es ridículo, Alice.

Nos detuvimos en un semáforo. Cuando se puso verde aceleramos. Pero íbamos lo bastante despacio para que pudiera quedarme mirando la siguiente esquina.

Allí estaba, apartado de la calle y acuclillado en el cemento, apoyado contra el limpio ladrillo de un edificio casi nuevo. Lo miré a los ojos. Él me sostuvo la mirada.

«He estado debajo de ti», dije para mis adentros.

Era un principio de revelación que tardaría años en aceptar. Comparto mi vida, no con las chicas y chicos con los que crecí, ni con los estudiantes con los que fui a Syracuse, ni siquiera con los amigos y la gente que he conocido luego. Comparto mi vida con mi violador. Está ligado a mi destino.

Salimos de aquel barrio y nos adentramos en el mundo de la Universidad de Pensilvania, donde vivía mi hermana. Las puertas de las casas alquiladas a los estudiantes estaban abiertas, y había furgonetas U-Hauls y Ryder aparcadas en doble fila a lo largo de la cuneta. A alguien se le había ocurrido organizar una fiesta de despedida. Había chicos blancos y altos, con camisetas de camionero o el torso desnudo, sentados en sofás en la acera, bebiendo cerveza en vasos de plástico.

Mi madre y yo nos abrimos paso hasta la residencia de mi hermana y aparcamos.

Mi padre llegó unos minutos después y aparcó a poca distancia. Yo me quedé en el coche. Mi madre, que trataba de ocultarme una crisis, había bajado y paseaba cerca.

Esto es lo que oí decir a mi padre antes de que mi madre le lanzara una mirada de advertencia:

–¿Has visto a esos malditos animales en cada poste…?

Mi madre me miró rápidamente y luego a mi padre.

–Calla, Bud -dijo.

Él se acercó al coche y se inclinó junto a mi ventanilla.

–¿Estás bien, Alice?

–Estoy bien, papá.

Estaba sudado y acalorado. Se sentía impotente. Asustado. Yo nunca le había oído hablar así de los negros ni condenar a ninguna otra minoría.

Mi padre entró para decirle a mi hermana que habíamos llegado. Yo me quedé sentada en el coche con mi madre. No hablamos. Yo observaba el ajetreo del día de mudanza. Los estudiantes utilizaban grandes bolsas de lona, como las que utilizan para llevar la correspondencia en la parte trasera de las oficinas de correos, para amontonar dentro de ellas sus pertenencias. Las familias se saludaban unas a otras. En una pequeña extensión de césped dos chicos se lanzaban un frisbee. A través de las ventanas de la residencia de mi hermana se oían radios a todo volumen. Se respiraba libertad en el ambiente; el verano era como una infección que se propagaba a través del campus.

Allí estaba mi hermana. La vi salir del edificio. Observé cómo caminaba de la puerta hasta nuestro coche, que estaba a unos cien metros, la misma distancia a la que había estado mi violador cuando me dijo: «Eh, tú, ¿cómo te llamas?».

Recuerdo que ella se inclinó junto al coche.

–Tu cara -dijo-. ¿Estás bien?

–He tardado mucho, pero por fin he encontrado la manera de boicotear tus sobresalientes -dije en broma.

–Vamos, Alice -dijo mi padre-, tu hermana te ha preguntado cómo estás.

–Voy a bajar del coche -dije a mi madre-. Me siento idiota.

Mi familia parecía incómoda, pero yo bajé de todos modos y me quedé allí parada. Dije que quería ver la habitación de Mary, ver dónde vivía, ayudar.

Yo no estaba lo bastante malherida como para darme cuenta inmediatamente. A menos que alguien se fijara en mí, no se notaba que yo era diferente. Pero mientras mi familia y yo caminábamos hacia la residencia de mi hermana, las caras vieron a una familia como cualquier otra -madre, padre y dos hijas-, luego se quedaron mirando, sólo por un instante, y advirtieron algo. El ojo y los labios hinchados, los cortes a lo largo de la nariz y la mejilla, los moratones de delicados tonos violeta que afloraban. Mientras andábamos, las miradas aumentaron y yo me di cuenta aunque fingí no hacerlo. Me rodeaban chicos y chicas guapas de una de las universidades de la Ivy League, cerebros y genios. Yo creía que hacía todo aquello por mi familia, porque no sabían lidiar con ello. Pero también lo hacía por mí. Entramos en el ascensor y vi en una de las paredes un graffiti.

Aquel año una chica había sido violada por un grupo en una fraternidad. Ella lo había denunciado, había presentado cargos y trataba de llevar el caso a los tribunales. Pero tanto los miembros de la fraternidad como los amigos de éstos le habían hecho imposible quedarse en la universidad. Para cuando yo fui al campus de Pensilvania ella ya se había ido. En el ascensor de la residencia de mi hermana había un burdo dibujo hecho con bolígrafo de ella con las piernas abiertas. Un grupo de figuras masculinas hacían cola a su lado. Debajo se leía: «Marcie puede con todos».

Apretujada en el ascensor con mi familia y estudiantes que volvían a subir a por más cosas, permanecí de cara a la pared, mirando fijamente el dibujo de Marcie. Me pregunté dónde estaba y qué había sido de ella.

Mis recuerdos de mi familia aquel día son borrosos. Estaba ocupada actuando, creyendo que me querían por eso. Pero hubo cosas que me afectaron profundamente. El negro acuclillado en aquella acera del oeste de Filadelfia. O los chicos guapos de Pensilvania que se lanzaban un frisbee. El brillante disco anaranjado se elevó en un arco y cayó a mis pies. Me detuve bruscamente y uno de los chicos se acercó corriendo imprudente para recogerlo. Cuando se irguió, vio mi cara.

–Mierda -dijo mirándome, perplejo por un instante, olvidando el juego.

Después de eso lo que te queda es tu familia. Tu hermana tiene una habitación en una residencia que enseñarte. Tu madre tiene un ataque de pánico que hay que atender. Tu padre, bueno, no se está enterando de nada, y tú puedes cargar con el peso de educarlo. No todos son negros, empezarás. Eso es lo que haces en lugar de derrumbarte bajo un sol radiante delante de chicos guapos, donde corre el rumor de que Marcie pudo con todos.

Volvimos los cuatro en coche a casa. Esta vez yo fui con mi padre. Ahora me doy cuenta de que mi madre debió de contarle a mi hermana todo lo que sabía; las dos se preparaban para lo que podía avecinarse.

Mary bajó del coche lo imprescindible y subió a su habitación para deshacer el equipaje. La idea era comer cualquier cosa, lo que mi madre llamaba «busca y encontrarás», y después mi padre volvería a retirarse a su despacho para trabajar y yo podría pasar tiempo con mi hermana.

Pero cuando mi madre llamó a Mary para que bajara, no respondió. Mi madre volvió a llamarla. Vociferar nombres hacia el piso de arriba desde el vestíbulo delantero era una práctica común entre nosotros. Ni siquiera era raro hacerlo varias veces. Por fin mi madre subió y volvió a bajar unos minutos después.

–Se ha encerrado en el cuarto de baño -nos dijo a mi padre y a mí.

–¿Para qué? – preguntó mi padre. Cortaba trozos de queso provolone y se los tiraba al perro con picardía.

–Está afectada, Bud -explicó mi madre.

–Todos lo estamos -dije yo-. ¿Por qué no se une a la fiesta?

–Alice, creo que significaría mucho para Mary que hablaras con ella.

Puede que protestara un poco, pero fui. Era una costumbre familiar. Mary se enfadaba y mi madre me pedía que hablara con ella. Yo llamaba a la puerta de su habitación y me sentaba en el borde de su cama mientras ella se quedaba tumbada. Hacía de «animadora de la vida», así lo llamaba yo; a veces lograba que se recobrara hasta el punto de que bajara a cenar o al menos se riera de las bromas obscenas que yo escogía con tal propósito.

Pero ese día también sabía que era a mí a quien necesitaba ver. Ya no era sólo la animadora designada por mi madre; yo era el motivo por el que ella se había encerrado en el cuarto de baño y no quería salir.

En el piso de arriba, llamé a la puerta con poca confianza.

–¿Mary?

No hubo respuesta.

–Mary -dije-, soy yo, déjame entrar.

–Vete.

–Mary. – Sabía que estaba llorando-. Bien, tratemos esto de forma racional. En algún momento voy a tener que orinar, y si no me dejas entrar, me veré obligada a hacerlo en tu habitación.

Siguió un silencio y luego descorrió el cerrojo de la puerta.

La abrí.

Aquél era el cuarto de baño de las «niñas». El promotor inmobiliario lo había revestido de azulejos rosa. Me imagino qué habría pasado si se hubieran mudado chicos a esa casa, pero Mary y yo juntas logramos acumular suficiente odio hacia el color rosa. Lavabo rosa. Azulejos rosa. Bañera rosa. Paredes rosa. No había forma de escapar.

Mary se había apoyado contra la pared, entre la bañera y el inodoro, lo más lejos posible de mí.

–Eh -dije-. ¿Qué te pasa?

Quería abrazarla. Quería que ella me abrazara.

–Lo siento -dijo ella-. Lo estás llevando tan bien. Sencillamente, no sé cómo actuar.

Cuando me acerqué, ella se apartó.

–Mary -dije-. Estoy jodida.

–No sé cómo puedes ser tan fuerte. – Me miró con lágrimas deslizándosele por las mejillas.

–No te preocupes -le dije-. Todo se arreglará.

Aun así, no me dejó tocarla. Se movía nerviosa de la cortina de la ducha al toallero, como un pájaro atrapado en una jaula. Le dije que estaría abajo poniéndome ciega de comida y que se apuntara, luego cerré la puerta y salí.

Mi hermana siempre había sido la más frágil de las dos. En un campamento de una jornada de la YMCA al que habíamos ido de niñas, nos habían repartido chapas el último día. De modo que cada niño recibió una con el título que se habían inventado los monitores. A mí me dieron una chapa de artes y oficios, simbolizada por una paleta y pinceles. Mi hermana recibió la de la niña más callada del campamento. Las chapas estaban hechas a mano y en la suya habían pegado con cola un ratón de fieltro gris. Mi hermana lo aceptó como su símbolo y acabó incorporando un pequeño ratón en el rabo de la «y» de su firma.

De nuevo en el piso de abajo, mi madre y mi padre me preguntaron por ella. Les dije que bajaría enseguida.

–Bueno, Alice -dijo mi padre-, si tenía que ocurrir esto a una de las dos, me alegro de que te haya ocurrido a ti y no a tu hermana.

–Por Dios, Bud -dijo mi madre.

–Sólo me refería a que de las dos…

–Sé qué quieres decir, papá. – Y le puse una mano en el antebrazo.

–¿Lo ves, Jane? – dijo él.

Mi madre creía que la familia, o la idea de familia, debía estar por encima de todo durante aquellas primeras semanas. No resultaba nada fácil para cuatro almas solitarias, pero aquel verano vi más televisión basura en compañía de mi familia de la que había visto antes o he visto después.

La hora de la cena se volvió sagrada. Mi madre, cuya cocina está decorada con letreros expresivos y concisos que, traducidos libremente, vienen a decir «La cocinera ha salido», ahora cocinaba todas las noches. Recuerdo a mi hermana intentando contenerse de regañar a mi padre por «relamerse». Todos nos portábamos de forma ejemplar. No puedo imaginar qué pasaba por sus cabezas. Lo cansados que probablemente estaban. ¿Se tragaron mi actuación de mujer fuerte o sencillamente fingieron hacerlo?

En aquellas primeras semanas yo iba a todas horas en camisón. Camisones largos de franela, comprados a propósito por mis padres. Tal vez mi madre había aconsejado a mi padre, cuando salía a hacer las compras, que se detuviera a comprarme un camisón nuevo. Era una manera de hacernos sentir ricos a todos, un derroche racional.

Así, mientras el resto de la familia estaba sentada alrededor de la mesa con la ropa corriente de verano, yo lo hacía con un largo camisón blanco.

No puedo recordar cómo salió por primera vez a colación, pero una vez que lo hizo fue el centro de la conversación.

El tema era el arma del violador. Tal vez yo había estado hablando de que la policía había encontrado mis gafas y el cuchillo del violador junto al sendero de ladrillo.

–¿Quieres decir que no tenía el cuchillo en el túnel? – preguntó mi padre.

–No -respondí.

–Creo que no lo entiendo.

–¿Qué hay que entender, Bud? – preguntó mi madre. Tal vez después de veinte años de matrimonio, sabía adonde quería ir a parar.

–¿Cómo es posible que te violara si no tenía el cuchillo?

Mientras comíamos podíamos elevar mucho el tono de voz al hablar de cualquier tema. Uno de los temas de discusión preferidos era la ortografía y definición de una palabra determinada. No era raro que lleváramos al comedor el Oxford English Dictionary, aun en vacaciones o con invitados. A nuestro cruce de caniche le habíamos puesto el nombre del mediador más manejable, Webster. Pero esa vez la discusión consistió en una clara división entre sexos: entre dos mujeres, mi madre y mi hermana, y mi padre.

Me di cuenta de que si excluíamos a mi padre, lo perdería. Mi hermana y mi madre salieron en mi defensa y le gritaron que se callara, pero yo les dije a las dos que quería ocuparme yo. Le pedí a mi padre que subiera conmigo al piso de arriba, donde pudiéramos hablar a solas. Mi madre y mi hermana estaban tan enfadadas con él que tenían la cara enrojecida. Mi padre era como un niño que, creyendo que ha entendido las reglas del juego, se asusta cuando los demás le dicen que está equivocado.

Subimos a la habitación de mi madre. Lo hice sentar en el sofá y yo tomé asiento frente a él en la silla del escritorio de mi madre.

–No voy a atacarte, papá -dije-. Sólo quiero que me digas por qué no lo entiendes y trataré de explicártelo.

–No entiendo por qué no intentaste escapar -dijo él.

–Lo hice.

–Pero ¿cómo pudo violarte a menos que le dejaras?

–Eso sería como decir que yo quería que él lo hiciera.

–Pero él no tenía el cuchillo en el túnel.

–Papá, piensa en ello. ¿No sería físicamente imposible que me violara y me golpeara sosteniendo todo el tiempo en las manos un cuchillo?

Reflexionó un segundo y luego pareció acceder.

–La mayoría de las mujeres violadas -dije-, aunque haya un arma durante la violación, no la tienen delante de la cara. Él me tenía dominada, papá. Me golpeó. Yo no quería que lo hiciera; es imposible que creas eso.

Cuando miro atrás y me veo en aquella habitación, no entiendo cómo tuve tanta paciencia. Sólo se me ocurre que su ignorancia me parecía inconcebible. Me horrorizó, pero tenía una imperiosa necesidad de que lo comprendiera. Si él no lo hacía, que era mi padre y evidentemente quería entender, ¿qué hombre lo haría?

Él no comprendía por lo que yo había pasado o cómo podía haber ocurrido sin cierta complicidad por mi parte. Su ignorancia me dolió. Todavía me duele, pero no le culpo. Tal vez mi padre no acabara de entenderlo, pero lo más importante para mí fue que salí de la habitación sabiendo lo mucho que había significado para él que lo llevara al piso de arriba e intentara responder, lo mejor que podía, a sus preguntas. Yo le quería, y él me quería a mí, pero nuestra comunicación era imperfecta. Eso no me parecía tan terrible. Después de todo, había contado con que la noticia de la violación destrozara a todos los miembros de mi familia. Vivíamos, y en aquellas primeras semanas eso bastaba.

Aunque la televisión era algo que podía ver con mi familia, cada uno metido en su propia isla de dolor, también era problemático.

A mí siempre me había gustado Kojak. Era calvo y cínico, y hablaba en tono brusco mientras chupaba un caramelo con palo, pero tenía un gran corazón. También mantenía el orden en una ciudad y tenía una hermana inepta a la que mangoneaba. Aquello le hacía atractivo a mis ojos.

De modo que veía Kojak tumbada con mi camisón largo, tomando batidos de chocolate. (Tuve dificultades para ingerir alimentos sólidos, al principio porque tenía la boca dolorida por la felación y, después, porque tener comida en ella me recordaba demasiado el pene del violador contra mi lengua.)

Ver Kojak sola era soportable, porque, aunque era violento, era evidente que la violencia era de ficción (¿dónde estaba el olor, la sangre?, ¿por qué todas aquellas víctimas tenían caras y cuerpos perfectos?). Pero en cuanto mi hermana, mi padre o mi madre entraban para ver la televisión conmigo, me ponía tensa.

Recuerdo a mi hermana sentada en el balancín frente al sofá en el que yo estaba tumbada. Siempre me preguntaba, antes de ponerlo, si un determinado programa me parecía bien y se mantenía alerta el par de horas que duraba. Si le inquietaba mi reacción, yo veía cómo empezaba a volver la cabeza para mirarme.

–Estoy bien, Mary -empezaba a decir yo, capaz de predecir cuándo se preocupaba.

Aquello hacía que me enfadara con ella y con mis padres. Necesitaba fingir que dentro de casa seguía siendo la misma de siempre. Era absurdo pero esencial, y las miradas de mi familia eran para mí como traiciones, aunque la razón me dijera lo contrario.

Lo que tardé un poco más de tiempo en comprender era que aquellos programas de televisión eran más perturbadores para ellos que para mí. No tenían ni idea, porque nunca se lo había contado, de qué me había ocurrido exactamente en aquel túnel. Ensamblaban los horrores que imaginaban con sus peores pesadillas, y trataban de dar forma a lo que debía de haber sido la realidad de su hermana o de su hija. Yo sabía exactamente qué había ocurrido. Pero ¿puedes contárselo a las personas que quieres? ¿Decirles que orinaron encima de ti o que correspondiste a los besos porque no querías morir?

Esta pregunta sigue atormentándome. Cada vez que he contado los hechos concretos a alguien, ya sea un amante o un amigo, le he mirado a los ojos. A menudo he visto respeto o admiración, a veces repulsión, en un par de ocasiones han arrojado directamente sobre mí su cólera por motivos de los que todavía no estoy segura. A algunos hombres y lesbianas les parece excitante o lo ven como una misión, como si al sexualizar nuestra relación pudieran rescatarme del naufragio de aquel día. Por supuesto, sus esfuerzos son normalmente inútiles. Nadie puede rescatar a nadie de ninguna parte. Te salvas por ti mismo o no te salvas.

5

Mi madre era sacristana de la Iglesia Episcopaliana de Saint Peter. Íbamos a aquella iglesia desde que nos habíamos trasladado a Pensilvania cuando yo tenía cinco años. Me caían bien el pastor, el padre Breuninger, y su hijo Paul, que tenía mi edad. En la universidad reconocí al padre Breuninger en la obra de Henry Fielding. Era un hombre afable si bien no demasiado perspicaz, y era el centro de una pequeña y devota congregación. Paul vendía coronas de Navidad a los feligreses cada año, y su mujer, Phyllis, era alta y nerviosa. Esta segunda cualidad la convertía en el blanco de los comentarios compasivos y competitivos de mi madre.

A mí me gustaba jugar en el cementerio después del oficio; me gustaban los comentarios que hacían mis padres antes y después en el coche; me gustaba que los feligreses me adoraran, y me fascinaba, estaba totalmente enamorada de Myra Narbonne. Era mi anciana preferida y también la de mi madre. A Myra le gustaba decir que «se había hecho vieja antes de que se pusiera de moda». A menudo su gran barriga o su ralo cabello de ángel eran el remate de un chiste. En el seno de una congregación llena de distinguidas personas de Main Line, donde cada domingo se llevaban los mismos atuendos, impecablemente confeccionados pero en un tris de parecer raídos, Myra era un soplo de aire fresco. Tenía toda la sangre azul que necesitaba, pero llevaba largos vestidos cruzados de los años setenta que eran, según sus propias palabras, «horteras como un mantel». A menudo no podía abotonarse la blusa hasta abajo porque el pecho se le había ido cayendo. Se ponía pañuelos de papel debajo del sujetador, lo que también hacía mi abuela del este de Tennessee, y me daba galletas cuando volvía de jugar en el cementerio. Estaba casada con un hombre llamado Ed. Ed no iba mucho a la iglesia, pero cuando lo hacía parecía estar contando los minutos que faltaban para irse.

Yo había estado en su casa. Tenían una piscina y les gustaba ver a la gente joven bañarse en ella. Tenían un perro al que llamaban Pecas por sus manchas, y unos cuantos gatos, entre ellos el gato manchado más gordo que yo jamás había visto. En mis años de instituto Myra avivó mi deseo de ser pintora. Ella también pintaba y había convertido su invernadero en estudio. Creo que también entendió, sin hablar conmigo de ello, que yo no estaba muy contenta en casa.

Durante mi primer año en la universidad, mientras estaba en Syracuse yendo con Mary Alice a los bares universitarios de Marshall Street, ocurrieron cosas en Pensilvania.

Myra siempre dejaba las puertas de su casa abiertas. Entraba y salía de la casa al jardín. Pecas necesitaba salir. Nunca habían tenido ningún problema, y aunque su casa estaba muy apartada de la carretera y oculta por árboles, vivían en un vecindario de granjeros ricos. Así pues, Myra nunca habría imaginado que un día tres hombres enmascarados con medias cortarían los cables del teléfono antes de entrar por la fuerza en la casa.

Separaron a Ed de Myra, y a ella la ataron. No les gustó que no hubiera dinero en la casa. Golpearon tanto a Ed que cayó de espaldas por la escalera del sótano. Un hombre fue tras él mientras otro registraba la casa. El tercero, al que los demás llamaban Joey, se quedó con Myra, llamándola «vieja», y golpeándola con la palma abierta.

Se llevaron todo lo que pudieron. Joey dijo a Myra que se quedara allí, que no fuera a ninguna parte, que su marido estaba muerto. Se marcharon. Myra se quedó tumbada en el suelo y forcejeó hasta que se liberó de la cuerda. No pudo bajar la escalera para comprobar cómo estaba Ed porque le pareció que se había roto el pie. También le habían roto varias costillas, aunque entonces no lo sabía.

Desafiando las órdenes de Joey, Myra salió de la casa. Estaba demasiado asustada para ir a la carretera principal, de modo que se arrastró a través de la maleza que había detrás del patio trasero -casi un kilómetro- hasta llegar a otra carretera menos frecuentada. Se quedó allí de pie, descalza y sangrando. Al final pasó un coche y ella lo paró haciendo señas.

Se acercó a la ventanilla del coche.

–Por favor, ayúdeme -dijo al conductor solitario-. Han entrado tres hombres en nuestra casa y creo que han matado a mi marido.

–No puedo ayudarla, señora.

Ella se dio cuenta de quién iba en el coche: era Joey y estaba solo. Le delató la voz. Lo miró con detenimiento; ya no iba cubierto con la media.

–Suélteme -dijo él cuando ella, al reconocerlo, le sujetó el brazo.

Se alejó a toda velocidad y ella cayó al suelo. Pero siguió andando hasta llegar a una casa, donde pudo telefonear para pedir ayuda. A Ed lo llevaron a toda prisa al hospital. Si ella no hubiera salido de la casa cuando lo hizo, dijeron los médicos más tarde, él habría muerto desangrado.

Luego, aquel mismo invierno, la detención de Paul Breuninger conmocionó Saint Peter.

Paul había dejado de vender coronas en el instituto. Dejó crecer su pelo pelirrojo y rizado, y no volvió a pisar la iglesia. Mi madre me dijo que Paul entraba en su casa por una puerta independiente. Que el padre Breuninger tenía la sensación de que había perdido el control sobre él. En febrero, colocado con ácido, Paul entró en una floristería de la carretera 30 y pidió una rosa amarilla a una tal señora Mole. Él y su socio, que esperaba en el coche, habían estudiado el terreno la semana anterior. Paul había pedido una rosa cada vez, observando la caja registradora mientras la señora Mole marcaba el precio.

Pero escogieron el día menos oportuno para robar. Su marido había salido unos minutos antes con el dinero recaudado durante la semana y la señora Mole tenía menos de cuatro dólares en la caja registradora. Paul perdió los estribos. Acuchilló a la señora Mole quince veces en la cara y el cuello, gritando una y otra vez: «¡Muere, zorra, muere!». La señora Mole no obedeció. Logró salir de la tienda y se desplomó en un montón de nieve que había fuera. Una mujer vio el hilo de sangre que había ido cayendo del montículo de nieve. Lo siguió y encontró a la señora Mole, inconsciente.

Aquel mayo, después de mi violación, volví a una congregación traumatizada, pero ningún miembro lo estaba tanto como el mismo padre Breuninger. Mi madre, en calidad de sacristana, había sido su confidente de dolor. Habían detenido a Paul, y aunque a los diecisiete años aún era un menor, iban a procesarlo como a un adulto. El padre Breuninger no tenía ni idea de que su hijo llevaba desde los quince años bebiendo casi una botella de whisky al día. No sabía nada de las drogas que habían encontrado en la habitación de Paul y muy poco de los novillos que había hecho en el instituto. Había considerado la insolencia de Paul como parte de una fase de la adolescencia.

Porque era la sacristana, y porque confiaba en él, mi madre explicó al padre Breuninger que me habían violado. Él lo anunció en la iglesia. No utilizó la palabra «violada», sino «brutalmente asaltada en un parque cerca del campus. Fue un robo». Para cualquier veterano que se preciara de serlo aquellas palabras sólo podían significar una cosa. Conforme se divulgaba la noticia, se dieron cuenta de que yo no tenía ningún hueso roto, ¿hasta qué punto había sido brutal? Ah, eso…

El padre Breuninger se presentó en nuestra casa. Recuerdo la compasión que vi en sus ojos. Incluso entonces tuve la sensación de que pensaba en su hijo de la misma manera que en mí: un chico que, en el precipicio de la edad adulta, lo había perdido todo. Yo sabía por mi madre que el padre Breuninger tenía dificultades en imputar a su hijo la responsabilidad del apuñalamiento de la señora Mole. Echaba la culpa a las drogas, al cómplice de veintidós años, a sí mismo. No podía echarle la culpa a Paul.

Nos reunimos toda la familia en el salón, la habitación menos utilizada de la casa, y permanecimos rígidamente sentados en los bordes de los anticuados sofás. Mi madre sirvió a Fred -así llamaban los adultos al padre Breuninger-una taza de té. Se habló de cosas triviales. Yo estaba sentada en el sofá de seda azul, la querida posesión de mi padre donde tenían prohibido sentarse los niños y los perros. (La Navidad anterior había logrado con una galleta que uno de los bassets se subiera a él. A continuación hice dos fotos de la perra masticando y las hice enmarcar para regalárselas a mi padre.)

El padre Breuninger nos hizo levantar y cogernos las manos en círculo. Llevaba una sotana negra y un alzacuellos blanco, y la borla de seda del cordón que le ceñía la cintura se balanceó un momento en el aire hasta detenerse.

–Oremos -dijo.

Yo estaba sorprendida. Mi familia era crítica, intelectual y escéptica. Aquello me parecía una hipocresía. Mientras él rezaba, miré a Mary, a mis padres, al padre Breuninger. Tenían la cabeza inclinada; los ojos cerrados. Yo me negué a cerrarlos. Rezaban por mi alma. Me quedé mirando fijamente la entrepierna del padre Breuninger. Pensé en que bajo la tela negra era un hombre. Tenía una polla como cualquier otro hombre. ¿Qué derecho tenía a rezar por mi alma?, me pregunté.

Luego pensé en su hijo Paul. Mientras estaba allí pensé en Paul siendo detenido y teniendo que cumplir una condena. Pensé en Paul siendo humillado y en la satisfacción que debía de haber sentido la señora Mole. Paul no había obrado bien. El padre Breuninger, que había pasado toda su vida alabando a Dios, había perdido a su hijo, lo había perdido de verdad, más de lo que a mí me podrían perder jamás. Yo había obrado bien. De pronto me sentí poderosa, y pensé que lo que mi familia estaba haciendo, aquel acto de fe o de caridad, era estúpido. Me enfadé con ellos por seguir con aquella farsa. Por estar de pie sobre la alfombra del salón -la habitación de las ocasiones especiales, de las vacaciones y las celebraciones- y rezar por mí a un Dios en el que no estaba segura de que creyeran.

El padre Breuninger se marchó por fin. Tuve que abrazarlo. Olía a loción para después del afeitado y a las bolas de naftalina del armario de la iglesia donde colgaba sus vestimentas. Era un hombre limpio y bienintencionado. Estaba pasando su propia crisis, pero entonces no había manera, a través de Dios o de lo que fuera, de que yo estuviera con él.

Luego vinieron las ancianas. Las maravillosas, cariñosas y sabias ancianas.

Cada vez que venía una me llevaban al salón y me hacían sentar en el preciado orejero de mis padres. Aquella butaca me ofrecía una perspectiva incomparable. La persona sentada en ella alcanzaba a ver el resto de la habitación (a su derecha el sofá azul) y el comedor, donde estaba expuesto el juego de té de plata. Cuando las señoras venían de visita, se les servía té en la porcelana china que había sido un regalo de boda de mis padres, y mi madre las atendía como un honor poco frecuente.

La primera en venir fue Betty Jeitles. Betty Jeitles tenía dinero. Vivía en una bonita casa cerca de Valley Forge, que mi madre codiciaba y por delante de la cual conducía muy deprisa, para que no pareciera que lo hacía. Betty tenía la cara surcada de profundas arrugas. Recordaba una exótica raza de perro, un refinado shar-pei, y hablaba con un acento aristocrático que mi padre explicó con las palabras «dinero de familia».

Yo estaba en camisón y bata cuando vino la señora Jeitles. Me senté de nuevo en el sofá azul. Ella me regaló un libro: Akienfield: retrato de un pueblo chino. Me recordó que cuando yo era pequeña les había dicho a las señoras que tomaban café que quería ser arqueóloga. Pasamos el rato de su visita hablando de cosas triviales. Mi madre participó. Habló de la iglesia y de Fred. Betty escuchaba, y cada pocas palabras, asentía o pronunciaba un par de palabras. Recuerdo que me examinó en el sofá mientras mi madre hablaba; quería decir algo pero no era una palabra que pudiera decirse.

A continuación vino Peggy O'Neil, a quien mis padres llamaban «la Solterona». Peggy no era una fortuna de Main Line. Su dinero provenía de haber dado clase en un colegio toda su vida y de haber ahorrado escrupulosamente. Vivía algo apartada de la carretera en una casa encantadora en la que mi madre nunca se detenía mucho rato. Llevaba el pelo teñido de negro azabache. Estaba especializada, junto con Myra, en bolsos de temporada. Bolsos de mimbre con sandías pintadas en primavera, o bolsos hechos con cuentas ensartadas con correas de cuero, en otoño. Llevaba vestidos sencillos, de madrás y cloqué. Los materiales parecían pensados para distraer al que la miraba por la forma de su cuerpo. Ahora que he sido profesora la reconozco como ropa de profesora.

Si Peggy me trajo un regalo, no me acuerdo. Pero ella, que era menos reservada que la señora Jeitles, no necesitaba regalarme nada. Hasta tuve que recordarme llamarla señorita O'Neil en lugar de Peggy. Contó chistes y me hizo reír. Comentó que tenía miedo en su casa. Habló de lo peligroso que era vivir sola siendo mujer. Me dijo que yo era especial, que era fuerte y que lo superaría. También me dijo, riéndose, pero con toda seriedad, que no era malo ser soltera.

La última en venir fue Myra.

Ojalá recordara su visita. Mejor dicho, ojalá recordara con detalle cómo iba vestida, cómo nos sentamos o qué dijo. Sólo recuerdo la sensación de estar de pronto en presencia de alguien que lo «había entendido». No sólo había comprendido lo ocurrido -hasta donde podía-, sino también lo que yo sentía.

Yo estaba sentada en el sillón orejero. Su presencia me reconfortaba. Ed no se había recobrado del todo de la paliza. Nunca lo haría. Había recibido demasiados golpes en la cabeza. Ahora estaba aturullado, lo confundía todo. Myra era como yo: la gente daba por hecho que era fuerte. Sus aparentes cualidades y su reputación les hacía creer que, si tenía que ocurrirle algo a alguna de las ancianas de la iglesia, le había ocurrido a la que tenía mayor capacidad de recuperación. Me habló de los tres hombres. Se rió al decir que no habían sabido lo guerrera que podía ser una mujer de su edad. Iba a testificar. Habían detenido a Joey basándose en su descripción. Aun así, se le empañaban los ojos cuando hablaba de Ed.

Mi madre observaba a Myra buscando pruebas de que yo me recobraría. Yo observaba a Myra en busca de pruebas de que me entendía. En un momento determinado dijo:

–Lo que me pasó a mí no tiene nada que ver con lo que te ha pasado a ti. Tú eres joven y guapa. Nadie se interesó en mí en ese sentido.

–Me violaron -dije.

Se produjo un silencio en la habitación. Mi madre se sintió de pronto incómoda. El salón, con sus muebles de anticuario cuidadosamente colocados y encerados, los cojines de punto de mi madre que decoraban la mayoría de las sillas, y los retratos de nobles españoles que te miraban sombríos desde las paredes, cambió de pronto. Me había parecido que tenía que decirlo. Pero también me di cuenta de que decirlo equivalía a un acto de vandalismo. Como si desde el otro lado del salón hubiera arrojado un cubo de sangre al sofá azul, a Myra, al orejero, a mi madre.

Las tres nos quedamos allí sentadas y lo observamos caer gota a gota.

–Lo sé -dijo Myra.

–Necesitaba decir la palabra -dije.

–Es dura.

–No es «lo que me ha pasado», «el asalto», «la paliza», o «eso». Creo que es importante llamarlo por su nombre.

–Fue una violación -dijo ella-, y a mí no me pasó.

Volvimos a hablar de cosas intrascendentes. Al cabo de un rato se marchó. Pero yo había tomado contacto con un planeta distinto del que habitaban mis padres o mi hermana. Un planeta donde un acto de violencia te cambiaba la vida.

Aquella misma tarde vino a casa un chico de nuestra iglesia, el hermano mayor de un amigo mío. Yo estaba en camisón en el porche. Mi hermana estaba arriba en su habitación.

–Niñas, Jonathan ha venido a veros -dijo mi madre desde el vestíbulo delantero.

Tal vez fuera su pelo rubio rojizo, o el hecho de que ya era licenciado y había conseguido un trabajo en Escocia, o que su madre lo tenía en muy alto concepto y, como consecuencia, sabíamos casi todo el currículum de su niño mimado; fuera lo que fuese, mi hermana y yo estábamos secretamente enamoradas de él. Llegamos al mismo tiempo al vestíbulo, yo procedente de la parte trasera de la casa, mi hermana bajando por la escalera de caracol. Él clavó la vista en ella inmediatamente. Mi hermana no hizo aspavientos. Yo no podía acusarla de haberse mostrado coqueta o melosa, o de haber jugado sucio. Era guapa. El le sonrió y empezaron a intercambiar palabras de cumplido: «¿Cómo estás?», «Bien, ¿y tú?». Advirtieron mi presencia en el umbral. Fue como si él hubiera fijado la vista sobre algo que no debería estar allí.

Hablamos un par de minutos. Luego mi hermana y Jonathan entraron en el salón, yo me disculpé y volví a la parte trasera de la casa; cerré la puerta del salón, salí al porche y me senté de espaldas a la casa. Lloré. Me pasó por la cabeza la expresión «buenos chicos». Había visto cómo me había mirado Jonathan y ahora estaba convencida: ningún buen chico me querría. Yo era todas aquellas horribles palabras que se empleaban para una violación: estaba cambiada, ensangrentada, estropeada, arruinada.

Cuando Jonathan se marchó, mi hermana flotaba.

Aparecí en el umbral de la sala de estar. No me habían visto, pero a través de la ventana que daba al porche había oído la alegre voz de mi hermana.

–Creo que le gustas -dijo mi madre.

–¿En serio? – preguntó mi hermana, elevando el tono de voz en la segunda sílaba.

–A mí me lo ha parecido -respondió mi madre.

–¡Le gusta Mary porque a ella no la han violado! – dije yo, haciendo notar mi presencia.

–No digas eso, Alice -dijo mi madre.

–Es un buen chico -dije yo-. A mí nunca me querrá ningún buen chico.

Mi hermana se había quedado sin habla. ¡Vaya manera de hundirla! Había estado boyante y se lo merecía. La semana posterior a mi regreso había pasado la mayor parte del tiempo en su habitación, en segundo plano y sin acaparar la atención.

–Eso no es verdad, Alice -dijo mi madre.

–Sí que lo es. Deberías haber visto cómo me ha mirado. Ha sido incapaz de afrontarlo.

Yo había alzado la voz y, como consecuencia, mi padre salió de su encierro académico en su despacho.

–¿Qué es todo este follón? – preguntó, entrando en la sala de estar. Tenía las gafas de lectura en una mano y parecía, como hacía a menudo, que le hubieran despertado bruscamente de la vida en la España del siglo XVIII.

–Gracias por venir, Bud -dijo mi madre-. Pero no te metas en esto.

–Ningún buen chico va a quererme nunca -repetí yo.

Mi padre, fuera de contexto, se quedó horrorizado.

–¿Por qué dices eso, Alice?

–¡Porque es la verdad! – grité-. Porque me han violado y ahora nadie me querrá.

–Eso es ridículo -dijo-. Eres guapa; por supuesto que habrá buenos chicos que quieran salir contigo.

Yo chillaba. Mi hermana salió de la habitación y grité a sus espaldas:

–Estupendo, ve a escribir en tu diario: «Un buen chico ha venido a verme hoy». Yo nunca podré hacerlo.

–No metas a tu hermana en esto -dijo mi madre.

–¿Qué la hace tan especial? La dejas quedarse levantada hasta tarde en su habitación mientras a mí me tienes vigilada como a una suicida. ¡Papá camina por la casa como si fuera a caerme en pedazos si me toca, y tú te escondes en el cuarto de la ropa para tener tus crisis!

–Vamos, Alice -dijo mi padre-. Estás disgustada.

Mi madre empezó a frotarse el pecho.

–Tu madre y yo lo estamos haciendo lo mejor que podemos -dijo mi padre-. Sencillamente, no sabemos cómo actuar.

–Podríais decir la palabra, para empezar -dije, ya más tranquila, con la cara encendida de haber gritado, pero sin lágrimas.

–¿Qué palabra?

–Violación, papá -dije-. Violación. La razón por la que la gente se me queda mirando, la razón por la que vosotros no sabéis qué hacer, y esas ancianas vienen a vernos y mamá se vuelve loca, la razón por la que Jonathan Gulick me ha mirado como a un monstruo.

–Tranquilízate, Alice -decía mi padre-, estás alterando a tu madre.

Era cierto. Mi madre se había sentado en el otro extremo del sofá, lejos de nosotros. Estaba echada hacia delante con la cabeza apoyada en una mano mientras con la otra se frotaba el centro del pecho. En aquel momento sentí resentimiento hacia ella. Me fastidió que el más débil acaparara siempre la atención.

Sonó el timbre de la puerta. Era Tom McAllister. Tenía un año más que yo y era el chico más guapo que conocía. Mi madre creía que se parecía al actor Tom Selleck. Yo no le había visto desde la misa de Nochebuena. Habíamos estado cantando un himno. Al final de éste yo me había vuelto en mi banco y él me había sonreído.

Mientras mi padre iba a abrir la puerta y lo hacía pasar, me escabullí por el pasillo para lavarme la cara en el cuarto de baño de abajo. Me arrojé agua fría a la cara y traté de peinarme con los dedos.

Me cerré la bata de tal modo que me cubriera el collar de moretones que habían dejado las manos del violador. Lloraba tanto cada día que tenía los ojos siempre hinchados. Me habría gustado tener mejor aspecto. Estar guapa, como mi hermana.

Mis padres habían hecho salir a Tom al porche. Cuando me reuní con ellos, él se levantó del sofá en el que había estado sentado.

–Son para ti -dijo, y me ofreció un ramo de flores-. También te he comprado un regalo. Mi madre me ha ayudado a escogerlo.

Me miraba fijamente. Pero bajo su mirada me sentí diferente de como me había sentido con Jonathan Gulick.

Mi madre nos trajo refrescos y, tras una breve conversación con Tom sobre sus clases en el Temple, se llevó las flores para ponerlas en agua, y mi padre se retiró al salón a leer.

Nos sentamos en el sofá. Abrí el regalo. Era un tazón con un dibujo de un gato con un ramillete de globos, la clase de regalo que, en otro estado de ánimo, habría desdeñado. Me pareció bonito y mi agradecimiento fue sincero. Éste era mi buen chico.

–Tienes mejor aspecto del que imaginaba -dijo él.

–Gracias.

–El pastor Breuninger dio a entender que habías recibido una gran paliza.

Me di cuenta de que, a diferencia de las ancianas, él no había visto nada oculto en esas palabras.

–Lo sabes, ¿no? – dije.

Me miró sin comprender.

–¿Si sé qué?

–Lo que me pasó en realidad.

–En la iglesia dijeron que te habían atracado en un parque.

Yo lo miré fijamente. Sin parpadear.

–Me violaron, Tom -dije.

Se quedó atónito.

–Puedes marcharte si quieres -dije. Miré el tazón que tenía en mis manos.

–No lo sabía. Nadie me lo ha dicho -dijo-. Lo siento mucho.

Mientras lo decía, y lo decía con sinceridad, se apartó de mí. Se puso más tieso. Sin llegar a levantarse para irse, pareció poner entre ambos la máxima distancia posible.

–Ahora ya lo sabes -dije-. ¿Cambia en algo lo que sientes por mí?

Él llevaba todas las de perder. ¿Qué podía decir? Por supuesto que le había afectado. Estoy segura de que así era, pero entonces yo no quería oír la respuesta que quiero ahora, quería la que él dijo:

–No, por supuesto que no. Es sólo que… uf, no sé qué decir.

Lo que me quedó de aquella tarde, además de la promesa de que me llamaría pronto y volveríamos a vernos, fue esa única palabra en respuesta a mi pregunta: «No».

No le creí, por supuesto. Era lo bastante lista para saber que decía lo que diría cualquier buen chico. A mí también me habían educado para ser una buena chica; yo también sabía qué decir en el momento oportuno. Pero como era un chico de mi edad, se volvió heroico en proporción a cualquier otra persona que me visitó. Ninguna anciana, ni siquiera Myra, podía darme lo que me había dado Tom, y mi madre lo sabía. Habló bien de Tom toda aquella semana, y mi padre, que se había burlado alegremente de un chico que se había atrevido a preguntar una vez en qué país se hablaba latín, le siguió el juego. Yo también, aunque todos sabíamos que nos estábamos aferrando a los restos de un naufragio; era inútil fingir que yo no había cambiado.

Tuve otra visita de Tom unos días después, y esa vez fue sin duda mucho más duro para él. Volvimos a sentarnos en el porche. Esta vez yo escuché y él habló. Había vuelto a casa, dijo, después de estar conmigo y se lo había contado a su madre. Ella no pareció sorprenderse, incluso lo había deducido por la manera en que lo había dicho el padre Breuninger. Aquella tarde, o al día siguiente, no recuerdo el orden cronológico, la madre de Tom les había hecho ir a él y a su hermana menor, Sandra, a la cocina, y les había dicho que tenía algo que decirles.

Tom dijo que su madre se había quedado junto al fregadero, dándoles la espalda. Mientras miraba por la ventana les contó la historia de cómo la habían violado. Tenía dieciocho años cuando pasó. Nunca se lo había dicho a nadie hasta aquel día. Ocurrió en una estación de tren, cuando iba a ver a su hermano, que estaba en la universidad. Lo que mejor recuerdo de lo que me contó Tom es que, cuando los dos hombres la agarraron, ella se había escurrido de su abrigo nuevo y había seguido corriendo. La cogieron de todos modos.

Yo pensaba, mientras las lágrimas caían por la cara de Tom, en cómo me había agarrado mi violador por el pelo.

–No sé qué hacer ni qué decir -dijo Tom.

–No puedes hacer nada -le dije.

Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo y retirar aquella última frase. Ojalá pudiera decirle a Tom: «Ya lo estás haciendo, Tom. Estás escuchando». Me pregunté cómo su madre había reanudado su vida y llegado a tener un marido y una familia sin decírselo nunca a nadie.

Después de aquellas visitas a principios de verano, Tom y yo nos veíamos en la iglesia. Para entonces, yo ya no estaba obsesionada con llamar su atención o con dejarme ver con un chico guapo. Escudriñaba a su madre. Ella sabía que yo sabía lo suyo, y ella sabía sin duda lo mío, pero nunca hablamos. Tom y yo nos distanciamos. Habría ocurrido de todos modos, pero la historia de mi violación había irrumpido en sus vidas sin que nadie la invitara. Había provocado una revelación dentro de su hogar. Qué efecto tuvo con el tiempo aquella revelación, no lo sé. Pero a través de su hijo la señora McAllister me dio dos cosas: mi primer descubrimiento de otra víctima de violación que vivía en mi mundo, y, al decírselo a sus hijos, la prueba de que podía hacerme mucho bien contar mi historia.

La necesidad de contarla fue inmediata. Surgió de una reacción tan enraizada en mí que aunque hubiera intentado reprimirla o me lo hubiera pensado mejor, dudo que lo hubiera logrado.

Mi familia tenía secretos, y desde una edad temprana yo me había convertido en la que los revelaba. Odiaba el secretismo de ocultar cosas a otras personas; la continua orden de: «Baja la voz o los vecinos te oirán». Mi respuesta habitual era: «¿Y qué?».

Recientemente mi madre y yo habíamos discutido acerca de guardar las apariencias en el Radio Shack de al lado de casa.

–Estoy convencida de que el dependiente me tiene por una loca -dijo mi madre hablando de devolver un teléfono móvil.

–La gente devuelve cosas continuamente, mamá -dije yo.

–Ya lo he devuelto una vez.

–Entonces el dependiente creerá que eres una pesada, pero dudo de que te crea loca.

–No puedo volver allí. Ya los estoy oyendo: «Aquí está esa vieja que no sabría cómo funciona un tenedor aunque viniera con instrucciones».

–Pero mamá -dije yo-, se cambian cosas continuamente.

Ahora me parece extraño, pero al hacerte mayor, la preocupación por lo que los demás puedan pensar de ti supone guardar secretos. Mi abuela, la madre de mi madre, tenía un hermano que murió de alcoholismo. Su hermano menor descubrió su cuerpo sin vida tres semanas después. A mi hermana y a mí nos advirtieron que nunca dijéramos a la abuela que mamá era alcohólica. Se suponía que tampoco debíamos hablar de sus crisis, y ella hacía lo posible por ocultarlas en nuestras visitas a Bethesda, donde vivían sus padres. Aunque mis padres decían tacos sin parar, se suponía que nosotras no debíamos hacerlo. Y aunque oíamos lo que opinaban del decano de Saint Peter (un «tarado altanero»), lo que opinaban de los vecinos («Se está buscando un infarto con todos esos kilos»), o lo que opinaban de una hija cuando la otra estaba arriba en su habitación, se suponía que no debíamos repetirlo.

Yo parecía incapaz por naturaleza de seguir aquellas instrucciones. Cuando nos fuimos de Rockville, Maryland, para irnos a vivir a Pensilvania, cuando yo tenía cinco años, mi hermana tuvo que repetir tercero. Era demasiado pequeña, según el distrito escolar de East Whiteland, para pasar a cuarto. Sólo por este motivo tuvo que hacer otra vez tercero. Aquello fue traumático para ella porque ser repetidora era una de las peores etiquetas que podías llevar a los ocho años en una nueva ciudad. Mi madre dijo que nadie tenía que enterarse. Lo que no dijo es que para eso tendrían que coserme la boca y no dejarme salir de casa.

Unos días después de que nos hubiéramos instalado en la nueva casa, yo estaba en el patio trasero con nuestro basset, Feijoo. Me encontré con una vecina, la señora Cochran, que se inclinó hacia mí y se presentó. Tenía un hijo de mi edad, llamado Brian, y seguramente quería una primicia sobre nuestra familia. La complací.

–Mi madre es la que tiene cráteres en la cara -dije a nuestra perpleja vecina. Me refería a las cicatrices de acné de mi madre. En respuesta a la pregunta: «¿Hay más como tú en tu familia», dije-: No, pero está mi hermana. Va a repetir tercero.

Y así siguió. Cada vez me volvía más bocazas, pero me niego a cargar con toda la culpa. Era muy consciente de mi público: a los adultos les encantaba.

Las reglas de la revelación eran sencillamente demasiado complicadas para que yo las comprendiera. Mis padres podían decir lo que quisieran, pero una vez fuera de casa se suponía que yo no debía decir ni pío.

–A los vecinos les gusta sacarte información -decía mi madre-. Tienes que aprender a mostrarte más reservada. No sé por qué insistes en hablar con todo el mundo.

Yo no sabía qué significaba «reservada». Sólo seguía su ejemplo. Si querían a una hija callada, les dije finalmente después de una discusión a gritos en el instituto, tal vez debería haber empezado a fumar. Así tendría cáncer de pulmón en lugar de lo que mi madre me acusaba de tener, que era cáncer de boca.

El sargento Lorenz fue la primera persona que escuchó mi historia. Pero me interrumpió a menudo con las palabras: «Eso es intrascendente». Trató de sonsacarme hechos que apoyaran los cargos más destacados. Él era lo que era: un policía de «sólo los hechos, señora».

¿A quién podía explicar aquellas cosas? Estaba en casa. No creía que mi hermana pudiera soportarlo, y Mary Alice se hallaba a kilómetros de distancia, trabajando en la costa de Jersey. No era algo que pudiera contarse por teléfono. Intenté explicárselo a mi madre.

Ella me confiaba muchas cosas. Pequeños apartes como «Tu padre no conoce el significado de la palabra "cariño"», cuando yo tenía once años, o las conversaciones que habíamos tenido durante la prolongada enfermedad y muerte de mi abuelo. No tenía secretos para mí. Creo que era una decisión que mi madre había tomado muy pronto en respuesta directa a su propia madre, mi abuela, que era estoica y taciturna. Sus sabias palabras durante una crisis eran de la vieja escuela: «Si no piensas en ello, desaparecerá». Mi madre sabía por experiencia que eso no era verdad.

Así pues, la conversación que me disponía a mantener con ella tenía un precedente. Cuando yo tenía dieciocho años ella me dijo que me sentara y me contó con detalle su alcoholismo, el comienzo y consecuencias. Creía que compartiendo tales cosas conmigo yo sería capaz de evitarlas o, si era necesario, reconocerlas cuando ocurrieran. Al hablar de ellas a sus hijos también reconocía que eran reales y que nos afectaban, que cosas así marcaban a una familia y no sólo a la persona que las experimentaba.

Mi memoria me dice que podría haber sido de noche, no estoy segura, pero fue unas semanas después de mi violación, estábamos sentadas a la mesa de la cocina. Si mi madre y yo no estábamos solas en casa, seguro que mi padre se hallaba en su despacho y mi hermana en su habitación, de modo que hubiésemos oído pasos si se hubiera acercado alguien.

–Necesito explicarte lo que pasó en el túnel -dije.

Los individuales todavía estaban en la mesa. Mi madre jugueteó con una esquina del suyo.

–Puedes intentarlo -dijo-, pero no puedo prometerte que pueda soportarlo.

Empecé. Le hablé de la casa de Ken Childs, de las fotos que me hizo en su apartamento. Eché a andar por el sendero del parque. Le hablé de las manos del violador, cómo me sujetó con los dos brazos, el forcejeo sobre los ladrillos. Cómo entré en el túnel, empecé a desnudarme y él me tocó; ella me hizo parar.

–No puedo, Alice -dijo-. Quiero hacerlo, pero no puedo.

–Me ayuda hablar de ello, mamá -dije.

–Lo comprendo, pero no creo que yo sea la persona indicada.

–No tengo a nadie más -dije.

–Puedo pedirte hora con la doctora Graham.

La doctora Graham era la psiquiatra de mi madre. En realidad era la psiquiatra de la familia. Había empezado como psiquiatra de mi hermana y luego quiso vernos a toda la familia junta, para ver cómo era el ambiente familiar que afectaba a mi hermana. Mi madre me había enviado a la doctora Graham unas cuantas veces después de una caída particularmente aparatosa por la escalera de caracol. Siempre subía y bajaba corriendo con calcetines y a menudo resbalaba en la madera encerada. Siempre me caía de culo y rebotaba por los escalones hasta que aterrizaba en el rellano o mis miembros se enredaban en una configuración que me frenaba el cuerpo a poca distancia del suelo de losas del vestíbulo delantero. Mi madre decidió que aquella torpeza podía ser parte de un deseo de autodestrucción. Yo estaba convencida de que no era nada tan complejo. Simplemente era patosa.

Ahora tenía una verdadera razón para ir a ver a un psiquiatra. Hasta entonces me había jactado de ser el único miembro de la familia que no había seguido ninguna terapia -no consideraba una terapia la conversación sobre mis batacazos- y había torturado a mi hermana por ver a la doctora Graham. Mary siguió una terapia el mismo año que los Talking Heads sacaron la canción perfecta para que su hermana menor la utilizara contra ella: Psycho Killer. Crueldad fraternal con melodía. Teníamos que ahorrar mucho en casa para pagarle la terapia. Resolví que lo que mis padres se gastaban en ella deberían gastarlo en mí. Yo no tenía la culpa si Mary estaba loca.

Habría sido justo que se vengara, pero Mary no se mofó de mí aquel verano. Le comenté que mamá creía que debía ir a la doctora Graham y las dos estuvimos de acuerdo en que me sería útil. Mi motivación era ante todo estética. Me gustaba el aspecto de la doctora Graham. Era una feminista militante. Medía metro ochenta y dos, llevaba largos vestidos holgados de batik sobre su cuerpo dominante pero no pesado, y se negaba a depilarse las piernas. Se había reído de mis bromas sobre el instituto, y después de nuestras pocas sesiones concernientes a mis caídas, le había dicho a mi madre, delante de mí, que viniendo de la familia de la que venía, estaba increíblemente bien adaptada. No me pasaba nada, había dicho entonces.

Mi madre me llevó en coche a su consulta de Filadelfia. No era la misma consulta que había tenido en el Children's Hospital; aquélla era su consulta privada. Estaba preparada para recibirme. Entré y me senté en el diván.

–¿Quieres decirme por qué has venido a verme, Alice? – preguntó.

Ya lo sabía. Mi madre se lo había dicho por teléfono cuando llamó para pedir hora.

–Me violaron en el parque que hay cerca de mi universidad.

La doctora Graham conocía a nuestra familia. Sabía que tanto Mary como yo éramos vírgenes.

–¿Y? – dijo-. Supongo que eso te hará más desinhibida con el sexo ahora, ¿no?

Yo no podía dar crédito. No recuerdo si dije: «Menuda tontería has dicho». Estoy segura de que me habría gustado hacerlo. Solo sé que ése fue el final de la sesión, que me levanté y me fui.

Lo que la doctora Graham había dicho venía de una feminista que ya estaba en la treintena. Alguien que debería haber sabido más, pensé. Pero estaba aprendiendo que nadie -incluyendo las mujeres- sabía qué hacer con la víctima de una violación.

De modo que se lo conté a un chico. Se llamaba Steve Carbonaro y lo conocía del instituto. Era listo y a mis padres les caía bien: sabía apreciar sus alfombras y sus libros. Venía de una gran familia italiana y quería salir de ella. La poesía era la manera que había escogido para escapar y por eso yo tenía más en común con él que con ninguna otra persona. En el sofá de mis padres, a los dieciséis años, nos habíamos leído en voz alta poemas del The New Yorker Book of Poetry, y él me había dado mi primer beso.

Todavía guardo mi diario. Cuando se marchó, escribí: «Mamá casi me sonreía con complicidad». Fui a la habitación de mi hermana. A ella aún no le había besado ningún chico. En mi diario escribí: «Puaf, puaf, qué asco. Le he dicho a Mary que besarse en la boca es asqueroso y que no sé por qué se supone que tiene que gustarte. Le he dicho que puede hablar conmigo cuando quiera, si ella también cree que es asqueroso».

En el instituto yo era pareja de Steve Carbonaro a regañadientes. Me negaba a acostarme con él. Cuando él insistía, me justificaba en los siguientes términos: no podía decir que no con firmeza, pero tampoco podía decir que sí con firmeza, así que hasta que no me sintiera más firme en un sentido o en otro, seguiría diciendo que no.

Pero a los diecisiete años, en nuestro último curso, Steve me dejó por una chica que, en la jerga del instituto, «aflojaría». En la fiesta de fin de curso, mientras yo bailaba con Tom McAllister, Steve bebió. Cuando me lo encontré con su novia, ella me informó con amargura de que le iba bien, teniendo en cuenta que aquella mañana había abortado. Más tarde, en la fiesta de Gail Stuart, Steve apareció con otra chica, Karen Ellis. Había dejado a su novia en casa.

Pero en mayo de 1981 ninguna de estas meteduras de pata importaba. Dos horas en un túnel oscuro habían hecho que mis conflictos de «sí o no» con la moralidad por acostarme con chicos del instituto como Steve me parecieran rebuscados.

Steve se había ido a la Universidad de Ursinus. Cuando volvió tenía una nueva pasión, el musical El hombre de La Mancha. Tanto a mi madre como a mi padre, que era más difícil de conquistar, les encantó su interés por el personaje de La Mancha. ¿Podía haber escogido algo mejor para cautivar a un profesor de literatura española del siglo XVIII que un musical basado en Cervantes? Siglo arriba, siglo abajo, Steve Carbonaro no podía haber dado más en el blanco. Aquel verano pasó muchas horas con mis padres, tomando café, hablando de los libros que le gustaban y de lo que quería ser de mayor. Creo que el caso que le hacían mis padres era muy importante para él, y el caso que él me hacía era para mis padres una bendición del cielo.

La primera vez que vino a casa aquel verano le dije que me habían violado. Puede que hubiéramos salido un par de veces, como amigos, antes de que le contara todo lo demás. Fue en el sofá del salón. Mis padres se habían retirado lo más sigilosamente posible al piso de arriba. Cuando venía Steve, mi padre se metía en su despacho o se reunía con mi madre en su dormitorio, donde, en susurros, hacían conjeturas sobre lo que podía estar ocurriendo abajo.

Le conté todo lo que fui capaz de soportar. Me proponía darle todos los detalles, pero no pude. Los suprimía a medida que hablaba, deteniéndome en las curvas de poca visibilidad donde intuía que podía venirme abajo. Mantuve la narración de la forma lineal. No me detuve a examinar cómo me sentí al tener la lengua del violador en la boca o al verme obligada a devolverle los besos.

Él estaba tan cautivado como asqueado. Ante él había una actuación en vivo, una tragedia real, un drama al que tenía acceso que no sucedía en los libros ni en los poemas que escribía.

Me llamó Dulcinea. En su furgoneta Volkswagen blanca, me cantó las canciones de El hombre de La Mancha y me hizo acompañarle. Cantar esas canciones era de vital importancia para Steve. Se asignó el papel protagonista, don Quijote de La Mancha, un hombre que nadie comprendía, un romántico que convertía en una corona la palangana para afeitar de un barbero, y en una dama -Dulcinea- a la ramera Aldonza. Yo era ella.

Tras una canción y una escena titulada «El rapto» en la que Aldonza es raptada y, según se insinúa, violada por varios individuos, don Quijote se la encuentra después de haber sido abandonada por sus secuestradores. Con la fuerza de la imaginación y la voluntad, don Quijote insiste en ver en esa mujer violada y maltratada a su dulce y encantadora doncella Dulcinea.

Steve ahorró y compró entradas para que viéramos a Richard Kiley en el papel protagonista en la Academia de Música de Filadelfia. Fue mi regalo de cumpleaños adelantado. Nos vestimos elegantes. Mi madre nos hizo fotos. Mi padre me dijo que parecía «una verdadera señora». Me dio vergüenza toda aquella atención, pero era una salida nocturna y además con un chico, un chico que conocía y no me había rechazado. Me enamoré de él por esa razón.

Sin embargo, de alguna manera, al ver representada la escena de cómo un grupo de hombres persiguen a Aldonza, la manosean y abusan de ella, cómo le agarran los pechos como si fueran trozos de carne, no logré mantener la ilusión que Steve Carbonaro creía esencial en nuestra relación. Yo no era una ramera que, gracias a su imaginación y a su sentido de la justicia, podía convertirse en una dama. Era una chica de dieciocho años que había querido ser arqueóloga a los cuatro, y poeta o estrella de Broadway cuando se hizo mayor. Yo había cambiado. El mundo en el que vivía no era el mismo que habitaban mis padres o Steve Carbonaro. En mi mundo veía violencia por todas partes. No era una canción, un sueño o un argumento.

Salí de El hombre de La Mancha sintiéndome sucia.

Aquella noche Steve estaba eufórico. Había visto lo que creía que era la verdad, la verdad de un chico romántico de diecinueve años representada en el escenario. Llevó a su Dulcinea a casa, le cantó en el coche y, ante su insistencia, ella le cantó a él. Estuvimos allí tanto rato que las ventanas se empañaron con las canciones. Entré en mi casa. Pero antes de hacerlo, lo que para mí era valiosísimo aquel verano volvió a ocurrir una vez más: un buen chico me dio un beso de despedida. Todo estaba mancillado. Hasta un beso.

Al mirar atrás ahora y escuchar de nuevo las letras no me pasa por alto, como me pasó entonces, que al final don Quijote muere y Aldonza sobrevive, que es ella quien canta el estribillo de El sueño imposible, es ella quien queda en pie para librar la batalla.

Las cosas entre nosotros no acabaron gloriosamente; no hubo ninguna búsqueda o estrella que seguir. Al final, a don Quijote le costó mucho amar de forma casta y pura en la distancia, y encontró a una chica dispuesta a acostarse con él. El verano terminó y llegó el momento de volver a la universidad. Don Quijote iba a cambiarse a la Universidad de Pensilvania; mi padre le escribió una entusiasta carta de recomendación. Y yo, por fin con el apoyo de mis padres, iba a volver a Syracuse. Sola.

6

Durante mi último año en el instituto había pedido plaza en tres universidades: Syracuse, el Emerson College de Boston y la Universidad de Pensilvania, donde se suponía que me habrían aceptado sin dificultad siendo hija de un profesor. Yo no quería ir a Pensilvania, o al menos así es como lo recuerdo. Había visto a mi hermana instalarse en una residencia del campus de Pensilvania para a continuación dejarla y llevar de nuevo sus bártulos a la casa de mis padres, e ir y venir cada día del campus a casa. Si iba a la universidad -cosa que me había pasado prácticamente los cuatro años en el instituto diciendo que no haría-, quería que fuera para tener la ventaja de estar lejos.

Mis padres me siguieron la corriente; estaban desesperados por que fuera a la universidad. Lo veían como algo esencial que les había abierto muchas puertas, que había cambiado sus vidas, sobre todo la de mi padre. Ninguno de sus padres había terminado el instituto y él lo había vivido con vergüenza; sus logros académicos habían sido la consecuencia de una necesidad de distanciarse de la mala gramática de su madre y de los chistes verdes que su padre contaba en estado de embriaguez.

En mi primer año de instituto, mi padre y yo hicimos una visita al Emerson College, donde los estudiantes melenudos que, según él, parecían salidos de otra década, me dieron consejos sobre cómo infringir lo que ellos consideraban normas opresivas.

–Se supone que no puedes tener ningún aparato eléctrico -dijo el ayudante de la residencia que fuimos a ver.

Tenía el pelo castaño oscuro y graso, y una barba desaliñada. Me recordó a John, el conductor del autobús que me había llevado al instituto y que había abandonado los estudios. Los dos desprendían el olor de la verdadera y auténtica rebelión. Apestaban a marihuana.

–Yo tengo un horno con grill y un secador -se jactó el tal John, señalándome un horno cubierto de grasa encajado en una estantería hecha a mano-. Nunca los utilizo a la vez, ése es el secreto.

Aunque a mi padre le hizo gracia aquel chico, también le impresionó su aspecto andrajoso, su cargo de autoridad en la residencia. Es posible que mi padre se sintiera dividido. Emerson tenía fama de ser una universidad de progres bohemios en una ciudad de monolitos como Harvard y el MIT. Hasta la Universidad de Boston, cuyo campus también visitamos y que mi padre alabó, estaba muy por encima de Emerson en la cadena trófica. Pero a mí me encantó Emerson. Me gustó ver, al entrar en coche, el letrero al que faltaban dos letras. Era la clase de lugar que a mí me iba. Me parecía que podría aprender a no hacerme una tostada y secarme el pelo a la vez.

Aquella noche me divertí con mi padre. Eso no ocurre a menudo. Mi padre no tiene pasatiempos, no reconocería un deporte de pelota aunque la pelota lo golpeara en la cabeza, y no tiene amigotes, sólo colegas. No puede entender por qué la gente necesita relajarse. «Divertirse es aburrido», me decía cuando de pequeña trataba de camelarle para que jugara conmigo a algún juego de tablero que había puesto en el suelo. Se convirtió en una de sus frases preferidas. Lo decía en serio.

Pero yo siempre intuí que mi padre podía ser diferente lejos de nosotras y lejos de mi madre. Que se divertía en otros países o con sus estudiantes de posgrado. Me gustaba estar a solas con mi padre, y en el viaje a Emerson compartimos una habitación de hotel para ahorrar dinero.

Por la noche, después de un largo día en Boston, me metí en la cama individual más cercana al cuarto de baño. Mi padre bajó al vestíbulo a leer y tal vez a llamar a mi madre. Yo estaba tan excitada que no podía dormirme. Poco antes había cogido una cubitera del pasillo. Planeé mi ataque. Cogí algunos cubitos y los puse dentro de la cama de mi padre, cerca de los pies. Guardé el resto y los puse junto a mi cama.

Cuando mi padre volvió me hice la dormida. Se puso el pijama en el cuarto de baño, se cepilló los dientes y apagó la luz. Yo vi su silueta recortada cuando apartó las sábanas para acostarse. Estaba eufórica, aunque un poco asustada. Quizá era una locura. Conté, y entonces llegó: un grito feroz seguido de una maldición.

–Por el amor de Dios, ¿qué…?

No pude contenerme. Me eché a reír de forma incontrolada.

–¿Alice?

–Te pillé -dije.

Al principio él se enfadó, pero luego me tiró un cubito. Bastó con eso.

Empezó la guerra. Yo retrocedí. Las camas nos sirvieron de búnkeres. Él me tiraba grandes puñados de cubitos, yo los recogía y los utilizaba de uno en uno; lanzaba los proyectiles justo cuando él estaba a punto de atacar. El se reía a carcajadas y yo también. Trató por un momento de comportarse como un padre, pero no pudo aguantar.

Consideró que me estaba poniendo demasiado nerviosa, que estaba alcanzando lo que mi madre llamaba mi estado hiperactivo, de modo que paramos. Pero ver a mi padre alegre, riendo… En momentos así yo hacía ver que mi padre era el hermano mayor que nunca he tenido. Dependía de mí provocarlo, pero cuando él liberaba a ese niño reprimido, deseaba de todo corazón que fuera siempre así.

Como una chica de provincias podría ver Hollywood, yo vi Syracuse como mi gran oportunidad. Comparado con la proximidad de mi hermana a mis padres, Syracuse estaba muy lejos de casa. Lo bastante lejos para que yo pudiera redefinirme basándome en lo que había sido.

Mi compañera de habitación era Nancy Pike. Era una chica gordita y sobreexcitada de Maine. En verano había averiguado mi nombre y me había escrito una carta: seis páginas llenas de entusiasmo en las que me hacía el obsequio de contarme lo que iba a llevar y sus propiedades útiles: «Tengo un hervidor. Es una jarra con tapa que parece una cafetera pero en realidad sólo sirve para calentar agua y hay que enchufarla. Es estupendo para hacer sopa y calentar agua para el té aunque no debes poner la sopa directamente en ella».

Yo temía conocerla.

Cuando llegué con mis padres el día de la mudanza, la cabeza me daba vueltas. Ésa era mi nueva vida y allí estaba toda la gente nueva que iba a haber en ella. Una residencia mixta encerraba posibilidades que no me atrevía a explicar a mis padres. Mi madre había puesto su cara de Donna Reed, que consistía en una sonrisa particularmente empalagosa impregnada de pensamientos positivos que nunca he comprendido de dónde sacaba. Mi padre quería bajar las cosas del coche y acabar de una vez. No estaba hecho, según dijo muchas veces ese día, para «levantar cosas pesadas». Nancy había llegado allí primero, había escogido la cama, colgado un perchero de un arco iris y empezado a organizar sus pertenencias. Sus padres y sus hermanas se habían quedado para conocerme a mí y a mi familia. La máscara de Donna Reed de mi madre se estaba resquebrajando bajo los efectos de un ataque de pánico. Mi padre se irguió en toda su estatura académica de profesor de una de las universidades de la Ivy League, desde la que miraba por encima del hombro a todo el que mostraba interés en el deporte o en la vida cotidiana. «Nací con dos siglos de retraso», le gustaba decir, o «No tuve padres, salí de la Tierra entero y único». Mi madre siempre se burlaba: «Vuestro padre mira por encima del hombro a todo el mundo porque espera que desde esa altura no vean su mala dentadura».

La extraña familia Sebold conoce a la emocionada familia Pike. Los Pike salen de uno en uno para ir a comer con Nancy. La palabra que mejor los describía es «cabizbajos». Su dulce hija había atraído a un bicho raro.

Nancy y yo no hablamos mucho la primera semana. Ella borboteaba mientras yo me quedaba tumbada en la cama, mirando el techo.

En los alegres ejercicios de adaptación que organizaron los asistentes residentes -«Bien, ahora vamos a jugar a un juego llamado Prioridades en la Vida. Escribid lo siguiente: estudiar, colaborar como voluntario, hacerte miembro de una fraternidad. ¿Puede decirme alguien qué escogería como prioridad y por qué?»-, mi compañera de habitación levantó la mano. Durante una interminable tarde en la que las chicas de nuestro piso estuvieron sentadas con las piernas cruzadas en la explanada de césped frente el refectorio escuchando una charla sobre cómo hacer la colada, pensé que mis padres me habían dejado en un campamento para tarados.

Entré pisando fuerte en la residencia. Llevaba allí una semana y me había negado a comer con las otras chicas en el comedor. Cuando Nancy me preguntó por qué, le dije que estaba haciendo ayuno. Más tarde, cuando me entró hambre, le pedí que me trajera algo de comer: «Tiene que ser comida de color blanco -dije-. Erik Satie sólo comía alimentos blancos». Mi pobre compañera de habitación me trajo queso blanco y una tapioca gigante. Yo me quedé tumbada en la cama, odiando Syracuse y escuchando a Erik Satie, de cuyas anotaciones había sacado mi nuevo régimen.

Una noche oí ruido en la habitación de al lado. Todos los demás estaban comiendo. Salí al pasillo y vi una puerta ligeramente entreabierta.

–¿Hola? – dije.

Era la chica más guapa del piso, la que mi madre me había señalado el día de la mudanza. «Alégrate de que esa chica tan guapa no sea tu compañera de habitación. Habría una cola de chicos en la puerta.»

–Hola.

Entré. Ella acababa de recibir un baúl entero lleno de comida que le habían enviado de su casa. Estaba abierto, apoyado contra la pared. Después de una semana de comida blanca, para mí fue como un oasis. MM, galletas saladas y dulces, Starburst y Fruit Leather. Productos de los que nunca había oído hablar o tenía prohibido comprar.

Pero ella no comía. Se estaba haciendo una trenza. Expresé mi admiración y le dije que nunca había sido capaz de hacer más que trenzas sencillas.

–Te la haré yo, si quieres.

Me senté en su cama, ella se puso de pie detrás de mí y empezó a coger pequeños mechones de pelo y a hacer una trenza apretadísima que me empezaba en la nuca.

Cuando terminó, le di las gracias y me miré en el espejo. Nos sentamos y luego nos tumbamos en las dos camas gemelas de la habitación. Nos quedamos calladas, mirando el techo.

–¿Puedo decirte algo? – pregunté.

–Claro.

–Odio este lugar.

–¡Oh, Dios mío! – dijo, sentándose excitada-. ¡Yo también lo odio!

Poco a poco nos fuimos comiendo la comida del baúl. Recuerdo haberme sentado dentro de él, pero no puede ser verdad, ¿no?

La compañera de habitación de Mary Alice era lo que nosotras llamábamos experimentada. Era de Brooklyn. Se llamaba Debbie y su apodo era Doble D. Fumaba y no nos tenía en muy buen concepto. Tenía un novio en Brooklyn que era mayor. Y quiero decir mayor. Cuarenta y pico años, pero con la agilidad de Joey Ramone. Era pinchadiscos en alguna parte y tenía la voz grave de fumador. Cuando venía a verla iban a hoteles y Debbie volvía a la residencia con las mejillas encendidas y visiblemente asqueada de encontrarnos de nuevo allí. Mary Alice tenía los dedos de los pies muy largos y me daba de comer galletas saladas metiéndolos en la caja. Nos inventábamos estúpidos disfraces y, con unos cupones de cacao Swiss Miss que enviamos, recibimos un auténtico chalet de cartón.

Debbie empezó a engañar a su novio con un animador de la Universidad. Se llamaba Harry Weiner y, por supuesto, Mary Alice y yo nos divertíamos a su costa. Una vez, a raíz de una apuesta, me escondí en el chalet de Swiss Miss mientras Debbie y Harry se ponían a ello. Llegó un momento en que me sentí tan incómoda que, olvidando la apuesta, gateé, con el chalet de cartón moviéndose conmigo como una especie de camuflaje de espía de dibujos animados, hasta la puerta para huir.

Debbie se puso tan furiosa que pidió cambiar de habitación. Mary Alice nunca se cansó de agradecérmelo.

A las pocas semanas de comenzar las clases un grupo de chicas nos reunimos en el pasillo. Nos sentamos en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas extendidas o al estilo indio. Las antiguas reinas de la fiesta de ex alumnos o las futuras coquetas doblaron las piernas hacia un lado, mientras que las deportistas con beca, como mi amiga Linda, no se pararon ni un minuto a pensar cómo estaban sentadas o qué aspecto tenían. Poco a poco empezaron a salir las historias: quién era virgen y quién no.

De algunas estaba claro. Como Sara, que vendía marihuana en su habitación escasamente iluminada, donde tenía un estéreo que costaba más que la mayoría de los coches de nuestros padres y en el que escuchaba los clásicos temas para porretas de Traffic y Led Zep. «Hay un tío allí», nos decía su compañera de habitación, y le dábamos un saco de dormir y le decíamos que no roncara.

Luego estaba Chippie. Yo nunca había oído esa palabra y no sabía que significaba furcia. Creía que era su verdadero nombre, de modo que una mañana, al dirigirme a las duchas, le dije inocentemente: «Hola, Chippie, ¿cómo estás?». Ella se puso a llorar y nunca volvió a dirigirme la palabra.

También había una chica que hacía segundo y vivía al final del pasillo. Salía con un tipo de la ciudad e imitaba a Joel Belfast, una pintora más o menos famosa del departamento de arte. Al tipo le gustaba atarla a la cama, y nosotras veíamos el sostén y las bragas de cuero y ante sintético cuando ella entraba y salía corriendo del cuarto de baño por las mañanas. El tipo iba en moto y tenía la pierna izquierda atrofiada. Una noche que vinieron los de seguridad del campus porque estaban haciendo demasiado ruido, vi la cicatriz que le salía de la parte superior de la bota, le subía hasta la cadera y le rodeaba la parte posterior del cuerpo. Ella estaba colocada y gritaba desde la cama, a la que seguía atada. Poco después se mudó a unas casas fuera del campus.

Ellas y Debbie eran las únicas cuatro chicas de las cincuenta del pasillo que yo sabía con seguridad que no eran vírgenes. El resto tenían que serlo, di por sentado, porque yo lo era.

Pero hasta Nancy tenía algo que contar. Había perdido la virginidad en un Datsun con su novio del instituto. Tree en un Toyota. Diane en el sótano de la casa de su novio. Los padres de su novio habían llamado con los nudillos a la ventana mientras lo hacían. Las otras historias las he olvidado, sólo recuerdo que las marcas de los coches se convirtieron en los apodos de varias chicas. Pocos eran los casos gloriosos: un novio que había comprado un anillo, escogido una noche especial y comprado flores, o había pedido a su hermano mayor el apartamento del centro para aquel día. De todos modos, cuando aquellas chicas hablaban no las creíamos. Era mejor decir Datsun, Toyota o Ford; era lo que el grupo esperaba de ti, una forma de sentirte integrada.

Cuando terminó aquella noche de revelaciones, de todas las chicas del pasillo Mary Alice y yo éramos las dos únicas vírgenes.

Aquellas torpes hazañas sexuales en la parte trasera de un coche o en el sótano de la casa de los padres de alguien me parecieron maravillosas. Nancy estaba avergonzada de haber perdido su virginidad en un Datsun, pero, después de todo, era una parte normal del proceso de madurar.

En las cartas que me enviaron en las vacaciones de aquel año, Tree y Nancy me decían que pasaban todas las noches con sus novios del instituto. Se rumoreaba que a Tree le habían comprado un anillo. Aquellas chicas empezaron a llenar mi horizonte.

También recibí cartas de los chicos que había conocido en un trabajo de verano al acabar el instituto, sobre todo de un chico mayor llamado Gene. Pedí a Gene que me enviara una foto. Por supuesto, había simulado delante de las demás chicas que era algo más que un amigo, y quería pruebas para enseñarlas por ahí.

La foto que me envió era de hacía unos años. Se le veía más delgado y con más pelo, pero tenía un bigote estilo Dalí que decía a gritos que era un hombre. Cuando por fin recibí la foto a finales del primer semestre la enseñé por ahí. Mary Alice cortó por lo sano. «¿Todavía estamos en los setenta? Estoy viendo la bola de espejos de la discoteca bajando.» Nancy fingió quedarse impresionada, pero ella y Tree estaban demasiado ocupadas carteándose con sus novios de verdad, chicos con los que habían ido al instituto, a los que habían prometido que se casarían con ellos algún día.

Mary Alice, por su parte, estaba obsesionada con, en este orden: Bruce Springsteen, Keith Richards y Mick Jagger. Con el tema de Bruce -porque era como nuestro demonio familiar- estaba realmente obsesionada. Para su cumpleaños le compré una camiseta. En letras demasiado grandes e historiadas, de esas que se fijan con la plancha, se leía: «Señora de Bruce Springsteen». Dormía con ella todas las noches.

Sinceramente, cuando miro atrás puedo decir que estuve enamorada de Mary Alice durante la mayor parte de mi primer año en la universidad. Me encantaba ver cómo se salía con la suya y participar en sus aventuras cuidadosamente planeadas. Robar un pastel del comedor se convertía en una operación digna de James Bond. Suponía descubrir el túnel entre dos residencias que conducía a alguna puerta que siempre estaba cerrada con llave. Había llaves que robar, gente que distraer y finalmente, a una hora avanzada de la noche, un pastel que esconder y subir con prisas a nuestras habitaciones.

Pero las chicas de mi residencia también eran aficionadas a los bares de la cercana Marshall Street y aquella primavera fueron con regularidad a las fiestas de cerveza de las fraternidades. Yo odiaba aquellas fiestas. «¡Sólo somos carne!», gritaba por encima de la música a Tree mientras hacíamos cola para servirnos cerveza de barril. «¿Y qué? – me gritaba ella-. ¡Es divertido!» Tree se convirtió en una hermana pequeña. Mary Alice siempre era popular independientemente de lo que ella sintiera. Ninguna fraternidad rechazaría a una rubia natural y a sus amigas.

Yo iba a una clase de poesía y en ella había dos chicos, Casey Hartman y Ken Childs, que no se parecían a ninguno de los de mi residencia. Estaban en segundo, de modo que yo los consideraba maduros. Eran estudiantes de arte que habían cogido la clase de poesía como optativa. Me enseñaron el edificio de Bellas Artes, una bella construcción antigua que todavía tenían que restaurar. Había estudios con tarimas enmoquetadas para los modelos de las clases de dibujo del natural, y viejos sofás y sillones en los que los alumnos se echaban a dormir. Olía a pintura y a aguarrás, y estaba abierto toda la noche para que los alumnos pudieran trabajar porque, a diferencia de la mayor parte de especialidades, en tu habitación no podías hacer cosas como soldar metal.

Me enseñaron un restaurante chino decente y Ken me llevó al museo Emerson en el centro de Syracuse. Empecé a esperarlos a la salida de clase y a ir a las inauguraciones de las exposiciones que ellos y sus amigos hacían. Los dos eran de Troy, Nueva York. Casey tenía una beca de artes creativas y nunca tenía dinero. Cuando me lo encontraba, le veía prepararse tres tés con la misma bolsa para cenar. Yo sólo conocía fragmentos de su vida. Su padre estaba en la cárcel. Su madre había muerto.

Fue de Casey de quien me enamoré. Pero él no se fiaba de las chicas de letras que le encontraban romántico y veían sus marcas de nacimiento y palizas como cosas que querían curar. Hablaba deprisa, como una cafetera en ebullición, y a veces no se le entendía. A mí no me importaba. Era un bicho raro, y mucho más humano, creía yo, que los chicos de las fraternidades o del comedor de mi residencia. Pero era a Ken a quien yo gustaba y a quien, como a mí, le gustaba hablar. Los tres formábamos un trío frustrado. Me quejé de lo experimentadas que eran las chicas del Marion y lo agarrotada que me sentía. Ken y Casey se quedaron al principio callados, pero luego salió. También se sentían agarrotados.

Cuando había una fiesta de cerveza en la residencia -en aquel entonces estaba permitido tener un barril de cerveza en tu habitación-, me iba a pasear al patio interior. Acababa en el edificio de Bellas Artes, haciendo café instantáneo en el sótano y leyendo durante horas a Emily Dickinson o a Louise Bogan en los sofás y sillones que había por todo el edificio. Empecé a ver aquel lugar como mi hogar.

A veces regresaba al Marion con la esperanza de que la fiesta se hubiera terminado y me encontraba con que apenas parecía haber empezado. No entraba, me limitaba a dar media vuelta. Dormía en las aulas de arte, en las tarimas enmoquetadas para calentar los pies de los modelos. No eran lo bastante grandes para que me estirara en ellas, de modo que me hacía un ovillo.

Una noche estaba tendida en un aula en la oscuridad. Había cerrado la puerta y me había hecho una cama en el fondo. Las luces del pasillo siempre estaban encendidas y las bombillas estaban protegidas con una rejilla para impedir que las rompieran o las robaran. Mientras dormitaba, la puerta del pasillo se abrió y la silueta de un hombre quedó recortada por la luz de detrás. Era alto y llevaba un sombrero de copa. Yo no distinguí quién era.

Él encendió la luz. Era Casey.

–Sebold -dijo-, ¿qué estás haciendo aquí?

–Dormir.

–¡Bienvenida, camarada! – exclamó él, dándose unos golpecitos a su sombrero-. Seré tu cancerbero esta noche.

Se sentó en la oscuridad y se quedó mirándome mientras dormía. Recuerdo que antes de dormirme me pregunté si Casey me encontraría lo suficientemente guapa como para besarme. Aquélla fue la primera noche que pasé con un chico que me gustaba.

Mirándolo ahora, veo a Casey como un perro guardián. Me refiero a que bajo su vigilancia me sentí segura, pero la persona que escribe esto no es la persona que se acurrucaba en tarimas enmoquetadas dentro de aulas oscuras. El mundo no estaba dividido entonces como lo está ahora. Diez días después, la última noche del curso, entraría en lo que he considerado desde entonces como mi verdadero vecindario, una tierra subdividida donde cada parcela está delimitada y tiene un nombre. Hay de dos clases: las seguras y las que no lo son.

7

La carga de ser padre o madre de una víctima de violación pesó mucho sobre mis padres durante el verano de 1981. La pregunta inmediata que se cernía sobre ellos era qué hacer conmigo. ¿Adonde debería ir? ¿Dónde me harían menos daño? ¿Cabía considerar siquiera que volviera a Syracuse?

La opción más hablada fue el Immaculata College.

Era demasiado tarde para que me matriculara en cualquier universidad normal, que ya había cerrado las admisiones tanto a los alumnos nuevos como a los trasladados para el siguiente año. Pero mi madre estaba segura de que en Immaculata me aceptarían. Era una universidad católica de chicas, y la mayor ventaja, según ella, sería que podría vivir en casa. Cada día mi madre o mi padre me llevarían en coche los ocho kilómetros por la carretera 30 y me recogerían cuando terminaran las clases.

Las prioridades de mis padres eran mi seguridad y que no perdiera un año de universidad. Hice lo posible por escuchar a mi madre. Mi padre estaba tan visiblemente desalentado por ese plan que apenas podía dar su aprobación (sólo que no tenía otra opción). Yo desde el principio vi el Immaculata College como una sola cosa. Una prisión. Iría allí por una sola razón: me habían violado.

También era ridículo. ¡La idea de que yo, precisamente yo, fuera a una universidad religiosa!, decía a mis padres. Había tenido discusiones teóricas con el diácono de nuestra iglesia, leído cualquier relato obsceno que había caído en mis manos e imitado los sermones del padre Breuninger, para regocijo de mi familia y del mismo padre Breuninger. Creo que el Immaculata College y la amenaza que entrañaba me inspiraron, más que ninguna otra cosa, para encontrar un argumento irrebatible.

Quería volver a Syracuse, dije, porque el violador ya me había arrebatado demasiadas cosas. No iba a permitir que me arrebatara nada más. Si volvía a casa y vivía en mi habitación, nunca sabría cómo habría sido mi vida.

Además, me habían admitido en un taller de poesía que dirigía Tess Gallagher y en un taller de narrativa que dirigía Tobias Wolff. Si no volvía, me vería privada de esas dos oportunidades. Mis padres sabían que si algo me importaba eran las palabras. Nadie de la categoría de Gallagher o Wolff daría clases en Immaculata. En esa universidad no había talleres de creación literaria.

De modo que me dejaron volver. Mi madre todavía habla de ello como una de las cosas más difíciles que ha tenido que hacer nunca, mucho más que cualquier largo trayecto en coche cruzando muchos puentes e innumerables túneles.

Eso no quiere decir que yo no estuviera asustada. Lo estaba. Lo mismo que mis padres. Pero tratamos de sortear los peligros. Me mantendría bien lejos del parque, y mi padre telefonearía y escribiría cartas para conseguirme una habitación individual en Haven Hall, la residencia femenina. Me instalarían un teléfono privado en la habitación. Pediría a los guardas de seguridad que me escoltaran por el campus si tenía que cruzarlo después del anochecer. No iría sola a Marshall Street pasadas las cinco de la tarde, ni me entretendría por ahí. Me mantendría lejos de los bares de estudiantes. No parecía la libertad que se suponía que prometía la universidad, pero yo no era libre. Lo había aprendido, como mi madre decía que lo había aprendido todo, de la peor manera.

Haven Hall tenía buena reputación. Grande y circular, erigida sobre una base de hormigón, destacaba entre los demás edificios cuadrados o rectangulares que componían las residencias de la colina. El refectorio, donde se comía mejor que en muchos otros, estaba construido sobre una plataforma.

Pero la reputación de Haven, que se extendía por todo el campus, no se debía ni a su extraña arquitectura ni a la buena comida, sino a las chicas que se alojaban en ella. Corría el rumor de que en las habitaciones individuales de Haven Hall sólo vivían chicas vírgenes y amantes de los caballos (es decir, lesbianas). No tardé en averiguar que las etiquetas «reprimidas y tortilleras» abarcaban una gran variedad de bichos raros femeninos. En Haven había chicas vírgenes y lesbianas, es cierto, pero también deportistas con beca, niñas de papá, extranjeras y miembros de una minoría. También había profesionales: estudiantes que viajaban mucho y tenían cosas como un contrato comercial con Chap Stick que requería volar a los Alpes suizos algún que otro fin de semana al azar. Había hijas de famosos de poca monta y putillas en proceso de reformarse. Estudiantes mayores o procedentes de otras universidades, y chicas que por diversas razones no se adaptaban.

No era un lugar particularmente acogedor. No recuerdo quién había en la habitación de al lado. La chica del otro -una israelí de Queens que iba a la Escuela de Comunicaciones S. I. Newhouse y practicaba a todas horas su voz de locutora de radio- no era amiga mía. Mary Alice y las chicas del primer año, Tree, Diane, Nancy y Linda, vivían todas en Kimmel Hall, asociada a Marion.

Me instalé en Haven, me despedí de mis padres y me quedé en mi habitación. Al día siguiente crucé la calle de Haven hasta Kimmel con la piel en llamas. Miraba a todo el mundo, buscándolo a Él.

Kimmel era una residencia de segundo año y muchos de los estudiantes de Marión habían acabado en ella, de modo que conocía a la mayoría de los chicos y chicas que vivían allí. Ellos también me conocían. Cuando me vieron, fue como si hubieran visto a un fantasma. Nadie esperaba que yo volviera al campus. El hecho de que lo hiciera me hacía aún más rara. De alguna manera mi regreso los autorizaba a juzgarme: al fin y al cabo, ¿no me lo estaba buscando al volver?

En el vestíbulo de Kimmel me encontré con dos chicos que habían vivido el año anterior en el piso de abajo. Al verme se pararon en seco, pero no hablaron. Yo bajé la vista, me detuve delante del ascensor y pulsé el botón. Entraron otros cuantos chicos por la puerta principal y los saludaron. Yo no me moví, pero cuando llegó el ascensor, entré en él y me volví. Vi a los cinco chicos allí parados, mirándome fijamente. Podía oírlos sin necesidad de quedarme por allí: «Ésa es la chica a la que violaron el último día de clase», diría uno de los chicos que me conocía. Qué más dijeron y qué se preguntaron preferí no imaginármelo. Ya tenía bastantes problemas sólo para caminar y entrar en ascensores.

El segundo piso era sólo de chicas, de modo que pensé que lo peor se había acabado. Me equivoqué. En cuanto salí del ascensor alguien corrió hacia mí, una chica a la que yo apenas conocía del primer año.

–Oh, Alice -dijo con voz sensiblera. Me cogió la mano sin pedirme permiso y la sostuvo entre las suyas-. Has vuelto.

–Sí -dije sin apartarme y mirándola. Recordé que le había prestado la pasta de dientes una vez en el cuarto de baño.

¿Cómo puedo describir su mirada? Irradiaba compasión y al mismo tiempo estaba emocionada de hablar conmigo. Sostenía la mano a la chica a la que habían violado el último día del primer año.

–Creía que no volverías -dijo.

Yo quería recuperar mi mano.

El ascensor había bajado y vuelto a subir. Salieron de él un montón de chicas.

–Mary Beth -dijo la chica que estaba conmigo-. Mary Beth, ven.

Una chica poco agraciada a quien no reconocí se acercó.

–Ésta es Alice; vivía en el mismo pasillo que yo el año pasado.

Mary Beth parpadeó.

¿Por qué no me fui? ¿Por qué no seguí andando por el pasillo y huí de allí? No lo sé. Creo que estaba demasiado perpleja. Entendía un lenguaje del que nunca había aprendido las claves. «Ésta es Alice» se traducía como «La chica de la que te hablé, ya sabes, a la que violaron». El parpadeo de Mary Beth me lo dijo, si no lo hubiese hecho su siguiente comentario.

–Uf -dijo la chica poco agraciada-. Sue me lo ha contado todo.

Mary Alice interrumpió esta conversación cuando salió de su habitación y me vio. A causa de su belleza, la gente a menudo la tomaba por esnob si no se desvivía por ellos. Pero, en un momento así, aquello era una ventaja para mí. Seguía enamorada de ella y ahora mi adulación comprendía todo lo que ella era y yo ya no era: valiente, llena de fe, inocente.

Me llevó a su habitación, que compartía con Tree. Allí estaban todas las chicas del primer año menos Nancy. Tree lo intentó conmigo, pero nunca nos recuperamos de ese momento en la ducha después de la violación. Yo me sentía incómoda. Luego estaba Diane, quien tomaba de tal modo a Mary Alice como modelo -imitando su lenguaje y tratando de competir con ella tramando planes tontos- que no me inspiraba confianza. Me saludó amable aunque con ansiedad, y observó a nuestro mutuo ídolo en busca de pistas. Linda se quedó junto a la ventana. Me había caído bien el año anterior. Musculosa y bronceada, tenía el pelo negro muy corto y rizado. Me gustaba verla como la versión deportista de mí misma, una intrusa que caía bien porque tenía algo que la distinguía del grupo. Era una atleta de primera; yo, un bicho raro, con la dosis justa de rareza para encajar.

Tal vez era una especie de sentimiento de culpabilidad al recordar que se había desmayado lo que explicaba su incapacidad para sostenerme mucho rato la mirada. No me acuerdo quién fue, o cómo salió a colación, pero alguien me preguntó ese día por qué había vuelto.

Fue agresivo. El tono con que me lo preguntaron daba a entender que al decidir volver me había equivocado, había hecho algo anormal. Mary Alice lo captó y no le gustó. Dijo algo brusco y amable como «Porque está en su derecho, joder», y salimos de la habitación. Me consideré afortunada por tener a Mary Alice y no me detuve a contar mis pérdidas. Había vuelto a la universidad. Tenía clases a las que asistir.

Algunas primeras impresiones son indelebles, como la que me produjo Tess Gallagher. Me había apuntado a dos de sus clases: el taller de poesía y un curso general de literatura de segundo curso. El curso general era a las ocho y media de la mañana dos días a la semana, una hora no muy popular.

Entró y se acercó a grandes zancadas a la parte delantera del aula. Sentada al fondo, yo la sometí a la evaluación ritual del primer día. Me alegré de que no fuera una pieza de museo. Tenía el pelo castaño y largo, recogido con peinetas cerca de las sienes. Era un indicio de humanidad. Pero lo más llamativo eran sus cejas arqueadas y sus labios con forma de arco de Cupido.

Capté todo aquello mientras ella guardaba silencio delante de la clase y esperaba a que los rezagados se sentaran y las cremalleras de las carteras se abrieran y cerraran. Yo tenía el bolígrafo listo, el cuaderno abierto.

Se puso a cantar.

Cantó una balada irlandesa a capella. Su voz era a la vez vigorosa e insegura. Sostuvo valerosamente algunas notas y nosotros nos quedamos mirándola fijamente. Se la veía feliz y al mismo tiempo melancólica.

Terminó. Nosotros estábamos atónitos. No creo que nadie dijera nada, no hubo preguntas estúpidas sobre si se habían equivocado de clase. Por primera vez desde que había vuelto a Syracuse se me llenó el corazón. Estaba sentada en presencia de algo extraordinario; aquella balada corroboraba mi decisión de volver.

–Bien -dijo ella, mirándonos profundamente-, si yo puedo cantar una balada a capella a las ocho y media de la mañana, vosotros podéis llegar a clase puntuales. Si creéis que es superior a vuestras fuerzas, abandonad.

«¡Sí! – dije para mí-. ¡Sí!»

Ella nos habló de sí misma. Su propia obra como poetisa, su temprano matrimonio, su amor por Irlanda, su participación en las protestas contra la guerra de Vietnam, sus lentos progresos hasta convertirse en poetisa. Yo estaba extasiada.

Terminó la clase pidiéndonos que leyéramos la Norton Anthology para la siguiente clase y salió del aula mientras los alumnos recogían sus bártulos.

–Mierda -dijo un chico que llevaba una camiseta de L. L. Bean a su compañera con una de -. Yo me rajo. Esa tía está pirada.

Recogí mis libros con la lista de lecturas de Gallagher encima. Además de la Norton de segundo año, recomendaba once libros de poesía que podíamos comprar en una librería que había fuera del campus. Eufórica por la impresión que me había causado y con tiempo disponible antes de mi primer taller de narrativa con Wolff, me compré un té debajo de la capilla y crucé el patio interior. Fuera hacía sol, y yo pensaba en Gallagher e imaginaba a Wolff. Me gustaba el título de uno de los libros que ella había puesto en la lista: In a White Light de Michael Burkard. Pensando en él y leyendo el Norton mientras caminaba, me encontré con Al Tripodi.

Yo no conocía a Al Tripodi. Como ocurría cada vez más a menudo, él sí me conocía.

–Has vuelto -dijo. Y, adelantándose dos pasos, me abrazó.

–Perdona, pero no te conozco -dije yo.

–Ah, sí, por supuesto -respondió él-. Es que me alegro mucho de verte.

Me había dado un susto, pero se alegraba sinceramente. Lo veía en sus ojos. Era un estudiante mayor que se estaba quedando calvo y tenía un exuberante bigote que rivalizaba con sus ojos azules para llamar la atención. De cara tal vez aparentaba más años. Las arrugas y surcos que había en ella me recordaban las que vi más tarde en hombres aficionados a hacer motocross sin casco.

Resultó que tenía algo que ver con la seguridad del campus y estuvo por allí la noche que me violaron. Me sentí incómoda y al descubierto, pero me cayó bien.

También me indigné. Era imposible escapar. Empecé a preguntarme cuánta gente lo sabía, hasta dónde se había divulgado la noticia y quién la había divulgado. Mi violación había salido en el periódico local, pero no mencionaron mi nombre, sólo «una estudiante de Syracuse». Sin embargo, me dije que mi edad, e incluso el nombre de mi residencia, seguían siendo uno entre cincuenta. Tal vez ingenuamente no había sabido que cada día tendría que enfrentarme a la pregunta: ¿Quién lo sabía y quién no?

Pero no puedes controlar una historia y la mía era buena. La gente, hasta la que era respetuosa por naturaleza, se había sentido envalentonada a contarla porque había asumido que yo nunca decidiría volver. La policía había archivado el caso en cuanto me fui de la ciudad; mis amigos, excepto Mary Alice, habían hecho lo mismo. Como por arte de magia me había convertido en una historia, no en una persona, y una historia es propiedad del que la cuenta.

Recuerdo a Al Tripodi porque él no me vio sólo como «la víctima de la violación». Fue algo en su mirada: no puso distancia entre los dos. Con el tiempo desarrollé un mecanismo detector que lo registraba inmediatamente. ¿Esta persona me ve a mí o a la violación? Al final del año llegué a saber la respuesta a aquella pregunta, o eso creí. Al menos mejoré en ello. A menudo, porque era demasiado doloroso, optaba por no preguntármelo. En aquellos intercambios, en los que desconectaba para poder pedir un café o tomar prestado un bolígrafo, aprendí a cerrar una parte de mí misma. Nunca supe exactamente cómo me había relacionado la gente con lo que había leído en el periódico o con los rumores que habían llegado de la residencia Marion. A veces oía hablar de mí. Me contaban mi propia historia. «¿Has vivido en Marion? – me preguntaban-. ¿Conociste a aquella chica?» A veces escuchaba para ver qué sabían, cómo el juego del teléfono había traducido mi vida. A veces los miraba a los ojos y decía: «Sí, esa chica era yo».

En clase, Tess Gallagher me tenía muy ocupada escribiendo. Anoté en mi cuaderno que debería estar escribiendo «poemas llenos de significado». Que lo que esperaba Gallagher de nosotros era que abordáramos los temas más difíciles, que fuéramos ambiciosos. Era exigente. Nos hacía memorizar y recitar, porque a ella se lo habían hecho hacer de estudiante, un poema a la semana. Nos hacía leer y comprender formas, analizar versos, nos mandaba escribir una villanela y una sextina. Sacudiéndonos, adoptando un enfoque riguroso, esperaba tanto alentarnos a escribir poemas llenos de significado como hacernos romper con la idea de que fingir abatimiento era crear poesía. Llegamos a saber enseguida lo que irritaría a Gallagher. Cuando Raphael, que tenía una barbita de chivo y un bigote engominado, dijo que no tenía ningún poema que entregar porque se sentía feliz y sólo podía escribir cuando estaba deprimido, Gallagher apretó sus labios en forma de arco de Cupido, enarcó sus cejas ya prodigiosamente arqueadas y dijo:

–La poesía no es una actitud. Exige esfuerzo.

Yo no había escrito nada sobre mi violación excepto en mi diario en forma de cartas dirigidas a mí misma. Decidí escribir un poema.

Era malísimo. Tal como lo recuerdo ahora, tenía cinco páginas de extensión y la violación era una metáfora confusa que yo trataba de contener dentro de un escollo de palabras que pretendían tratar de la sociedad, la violencia y la diferencia entre la televisión y la realidad. Sabía que no era lo mejor que había escrito, pero pensé que me hacía parecer lista, capaz de escribir poemas llenos de significado pero también estructurados (¡lo había dividido en cuatro partes utilizando números romanos!).

Gallagher fue amable. Yo no había entregado el poema para trabajarlo en clase, de modo que me reuní con ella en su despacho para hablar de él. Su despacho, como el de Tobias Wolff al otro lado del pasillo, era pequeño y estaba atestado de libros y material de consulta, pero si Wolff daba la impresión de no haber acabado de instalarse en él, Gallagher parecía que llevaba años en el suyo. Hacía calor. Tenía un tazón de té en el escritorio. En el respaldo de su silla había un chal de seda chino de colores, y ese día llevaba su pelo largo y ondulado sujeto con peinetas cubiertas de lentejuelas.

–Hablemos del poema que me has entregado, Alice -dijo.

Y no sé muy bien cómo, pero terminé contándole mi historia. Ella escuchó. No se quedó boquiabierta ni escandalizada, ni siquiera pareció asustarle que me convirtiera en una carga. No se mostró ni maternal ni pedagógica, aunque fue ambas cosas a la vez. Actuó con naturalidad, asentía con la cabeza. Escuchaba el dolor de mis palabras, no la explicación en sí. Intuyó lo que tenía significado para mí, lo que era más importante, lo que, en aquella confusa masa de experiencia y anhelos que percibió en mi voz, podía seleccionar para devolvérmelo.

–¿Han cogido a ese tipo? – preguntó después de escucharme un rato.

–No.

–Tengo una idea, Alice -dijo-. ¿Qué tal si empiezas un poema con este verso? – Y escribió: «Si te cogieran…».

Si te cogieran

el tiempo suficiente para que yo

te volviera a ver la cara,

tal vez sabría

cómo te llamas.

Podría dejar de llamarte «el violador»

y empezar a llamarte John, Luke o Paul.

Quiero hacer mi odio grande y total.

Si te encontraran, cogería

esos huevos sólidos y rojos, y los partiría

en dos, a la vista de todos.

Ya he pensado qué haría

para darte una muerte placentera, un final lento, dulce.

En primer lugar,

me ensañaría a patadas contigo

y te observaría mientras desbordaban

tus vísceras sanguinolentas.

A continuación,

te cortaría la lengua,

no podrías maldecir, ni gritar.

Sólo una mueca de dolor hablaría

por ti, dejando ver tu espesa ignorancia.

En tercer lugar,

¿debería arrancarte esos

ojos de ternero degollado con los trozos de cristal sobre los que

hiciste que me tumbara? ¿O debería dispararte con un arma

a la rodilla, donde dicen

que la rótula se astilla inmediatamente?

Te imagino en estos momentos,

quitándote con los dedos las legañas de

esos ojos ciegos y vivos mientras yo me levanto inquieta.

Necesito sentir la sangre de tu cuerpo

en las manos. Quiero matarte

con botas y pistolas y cristales.

Quiero joderte con cuchillos.

Ven a mí, ven a mí,

ven a morir y yace, a mi lado.

Cuando terminé de escribir el poema temblaba. Estaba en mi habitación de Haven Hall. A pesar de sus fallos como poema, de sus rimas muy influenciadas por Plath o de lo que Gallagher llamó después «sobrecapacidad de exterminación», era la primera vez que me dirigía directamente a mi violador, que hablaba con él.

A Gallagher le entusiasmó.

–Esto era justo lo que necesitábamos -me dijo.

Había escrito un poema importante, dijo, y quería que lo trabajáramos en clase. Eso significaba sentarse en un aula con catorce desconocidos -uno de los cuales resultó ser Al Tripodi- y decirles básicamente que me habían violado. Alentada por Gallagher, pero todavía asustada, accedí a hacerlo. Me preocupó el título. Al final tomé una decisión: «Convicción».

Repartí mi poema por la clase y luego, como hacíamos siempre, lo leí en voz alta a mis compañeros. Sentí que me acaloraba mientras lo hacía. Me puse colorada, sentí cómo la sangre me afluía a la cara y noté un hormigueo en la parte superior de las orejas y las puntas de los dedos. Notaba la presencia de mis compañeros a mi alrededor. Estaban absortos. Me miraban fijamente.

Cuando terminé, Gallagher me hizo volver a leerlo. Antes de pedírmelo, dijo a la clase que esperaba que todos lo comentaran. Volví a leerlo, y esta vez fue como una tortura, una repetición de algo que ya había sido bastante duro la primera vez. Todavía me pregunto por qué Gallagher insistió tanto en comentarlo en clase y en que cada estudiante -no era lo habitual- explicara la reacción que le había provocado. En su opinión, era un poema importante porque trataba de un tema importante. Tal vez al actuar de aquel modo quería subrayarlo no sólo a la clase, sino también a mí.

Pero a casi todos mis compañeros les costó mirarme a los ojos.

–¿Quién quiere empezar? – preguntó Gallagher. Fue directa. Con su ejemplo estaba diciendo a la clase: «Esto es lo que hacemos aquí».

La mayoría de los alumnos se mostraron cohibidos. Enterraron su reacción bajo palabras como «valiente», «importante», «osado». Un par de ellos se enfadaron por tener que responder, creían que el poema, junto con la amonestación de Gallagher para que participaran, era una agresión por mi parte y por la de ella.

–No sientes eso en realidad, ¿verdad? – me preguntó Al Tripodi.

Me miraba fijamente. Pensé en mi padre. De pronto no había nadie más en la habitación.

–¿Eso?

–No quieres pegarle un tiro a las rodillas y hacer eso otro con cuchillos. No puedes sentirte así.

–Pues lo hago -dije-. Quiero matarle.

El aula se quedó en silencio. Sólo faltaba por hablar Maria Flores, una chica latina callada. Cuando Gallagher le dijo que era su turno, pasó. Gallagher insistió. Maria respondió que no podía. Gallagher dijo que podía poner en orden sus pensamientos durante el descanso para hablar después.

–Tenemos que comentarlo todos -dijo-. Lo que Alice os ha dado es un regalo. Creo que es importante que todos os deis cuenta de ello y le respondáis. Al hablar os estáis uniendo a ella.

Hicimos un descanso. Al Tripodi me interrogó más en el vestíbulo de piedra cerca de la vitrina donde había publicaciones del profesorado y premios en polvorientos estantes de cristal. Bajé la vista hacia los gusanos muertos que se habían quedado atrapados.

Él no podía entender cómo yo había podido escribir aquellas palabras.

–Le odio -dije.

–Eres guapa.

Enfrentada a eso por primera vez, no reconocí algo que volvería a encontrarme una y otra vez. No podías estar llena de odio y ser guapa. Como cualquier chica, yo quería ser guapa. Pero estaba llena de odio. ¿Cómo podía ser ambas cosas para Al Tripodi?

Le hablé de un sueño recurrente que había tenido últimamente. Una fantasía. De alguna manera, no estaba segura cómo, lograba coger al violador y hacerle todo lo que quería.

–Le haría todas esas cosas que decía en mi poema -le dije a Tripodi-, y peores.

–¿Y qué ganarías con eso? – preguntó él.

–Venganza -respondí-. Tú no lo entiendes.

–Supongo que no. Te compadezco.

Escudriñé los bichos muertos que yacían boca arriba, cómo las patas se doblaban hacia atrás formando ángulos agudos, cómo las antenas caían en frágiles arcos inmóviles como pestañas humanas perdidas. Tripodi no lo vio porque yo no moví un solo músculo, pero mi cuerpo era un muro de llamas. No aceptaba la compasión, de nadie.

Maria Flores no volvió a la clase. Yo me indigné. No eran capaces de afrontarlo, pensé, y aquello me puso furiosa. Sabía que no era guapa, y en presencia de Gallagher, tres horas aquel día, no tenía que preocuparme por serlo. Al escribir aquel primer verso, al comentar el poema en clase, ella me había dado permiso: podía odiar.

Exactamente una semana después, Si te cogieran de Gallagher resultaría demasiado profético. El 5 de octubre me encontré con mi violador por la calle. Al final de aquella noche pude dejar de llamarlo «el violador» y empezar a llamarlo Gregory Madison.

Aquel día tenía clase con Tobias Wolff.

Wolff, a quien conocí el mismo día que a Gallagher, no me convenció tanto como ella. Era un hombre, y en aquella época los hombres tenían que sorprenderme aun antes de que yo considerara la posibilidad de fiarme de ellos. No era un actor. Dejó claro que su personalidad no era lo que estaba en cuestión, sino la ficción. Y yo, que había decidido ser poetisa y me había aventurado a apuntarme a aquel taller de narrativa, decidí esperar a ver qué pasaba. Era la única alumna de segundo año en la clase de Wolff y la única que vestía de forma estrafalaria. Los escritores de ficción llevaban mucho almidón y ropa vaquera, camisas con el logo de algún equipo deportivo o de cuadros escoceses. Los poetas, en cambio, se dejaban llevar por la imaginación. Eran, desde luego, incapaces de llevar camisas con el logo de un equipo deportivo. Yo me veía como una poetisa. Tobias Wolff, con su actitud militar y su análisis demasiado directo de una historia, no era santo de mi devoción.

Antes de clase necesitaba comer algo. Fui de Haven a Marshall Street. Llevaba un mes en Syracuse y había empezado a hacer rápidos viajes a Marshall Street, como hacía todo el mundo, para comer algo o comprar material. Había una tienda que me gustaba. La llevaba un palestino de unos sesenta años que a menudo contaba historias y decía «Que tenga un buen día» con un énfasis que me daba a entender que era sincero.

Caminaba por la calle cuando vi, más adelante, a un hombre negro hablar con un tipo blanco de aspecto sospechoso. El tipo blanco estaba en un callejón y hablaba por encima de la cerca. Tenía el pelo castaño hasta los hombros y barba de varios días, y llevaba una camiseta blanca con las mangas subidas para acentuar sus pequeños bíceps. Al negro sólo lo veía de espaldas, pero me puse en guardia. Repasé mi lista de control: estatura correcta, complexión correcta, algo en su postura, el hecho de que hablara con un individuo de aspecto sospechoso. «¡Cruza la calle!»

Lo hice. Crucé la calle y recorrí la distancia que me separaba de la tienda. No miré atrás. Volví a cruzar la calle y entré directamente en la tienda. El tiempo transcurrió más despacio allí. Recuerdo cosas con una nitidez inusitada. Sabía que tenía que volver a salir a la calle y traté de calmarme. Dentro de la tienda cogí un yogur de melocotón y un refresco Teem, dos productos que, si me conocieras, revelaban mi falta de serenidad. Cuando el palestino los marcó en la caja registradora lo hizo de manera brusca y apresurada. No hubo un «Que tenga un buen día».

Salí de la tienda, volví a cruzar a la otra acera para sentirme segura y lancé una rápida mirada al callejón. Los dos hombres se habían ido. También vi a un policía a mi derecha, en el mismo lado de la calle en el que yo estaba. Se bajaba de su coche patrulla. Era muy alto, medía más de metro ochenta, tenía el pelo color zanahoria y llevaba bigote. No parecía tener prisa. Miré alrededor y decidí que estaba fuera de peligro. Sólo había sido una reacción más intensa de lo habitual al miedo que sentía a la proximidad de ciertos hombres negros desde mi violación. Consulté la hora y apresuré el paso. No quería llegar tarde al taller de Wolff.

Entonces, como salido de la nada, vi a mi violador caminar hacia mí. Cruzó la calle en diagonal desde la otra acera. Yo no dejé de andar. Tampoco grité.

Él sonrió al acercarse. Me había reconocido. Era un paseo por el parque para él; se había encontrado a un conocido en la calle.

Yo lo conocía pero no podía hablar. Necesitaba todas mis fuerzas para convencerme de que no volvía a estar bajo su control.

–Eh, tú -dijo-. ¿No te conozco de algo? – Sonrió al recordar.

Yo no respondí. Lo miré a la cara. Supe que era la misma cara que había estado encima de mí en el túnel. Supe que había besado aquellos labios, mirado aquellos ojos, olido el olor a baya aplastada impregnado en su piel.

Estaba demasiado asustada para gritar. Había un policía detrás de mí, pero no podía gritar: «¡Ése es el hombre que me violó!». Eso sólo pasa en las películas. Me concentré en poner un pie delante del otro. Lo oí reír a mis espaldas, pero seguí andando.

Él no tenía miedo. Habían transcurrido casi seis meses desde que nos habíamos visto por última vez. Seis meses desde que yací debajo de él en un túnel sobre un lecho de cristales rotos. Se reía porque había salido impune, porque había violado a otras antes que a mí y volvería a hacerlo. Mi desconsuelo era motivo de satisfacción para él. Caminaba tan campante por las calles.

Al final de la manzana doblé la esquina. Vi por encima del hombro cómo se acercaba al policía pelirrojo. Le dio conversación, tan convencido de estar fuera de peligro que, aun después de haberme visto, se sintió lo bastante cómodo como para bromear con el policía.

Nunca me pregunté por qué fui a decirle a Wolff que no podía ir a su clase. Era mi deber. Yo era alumna suya. Era la única estudiante de segundo año de su clase.

Entré en la Facultad de Idiomas, situada en lo alto de la colina, y consulté mi reloj. Tenía tiempo antes de la clase de Wolff para hacer dos llamadas desde el teléfono público de la planta baja. Llamé a Ken Childs, le expliqué lo que había ocurrido y le pedí que se reuniera conmigo en media hora en la biblioteca. Quería que hiciera un dibujo del violador, y Ken estudiaba Bellas Artes. En cuanto colgué, llamé a mis padres a cobro revertido.

Contestaron el teléfono los dos a la vez.

–Mamá, papá -dije-, os llamo desde la Facultad de Humanidades.

Mi madre a estas alturas reconocía cualquier temblor en mi voz.

–¿Qué pasa, Alice? – preguntó.

–Acabo de verlo, mamá.

-¿A quién? – preguntó mi padre, siempre rezagado.

–Al violador.

No recuerdo cómo reaccionaron. No podía esperar. Llamaba porque necesitaba decírselo, pero en cuanto lo hice no esperé, los inundé de información.

–Voy a decirle al profesor Wolff que no puedo asistir a su clase. He llamado a Ken Childs para que me acompañe a la residencia. Quiero hacer un dibujo.

–Llámanos cuando estés allí -dijo mi madre. De eso sí me acuerdo.

–¿Has llamado a la policía? – preguntó mi padre.

No titubeé.

–Aún no -respondí, lo que implicaba que no era una pregunta que debía responderse con un sí o un no. Iba a llamarla. Seguiría adelante.

Subí la escalera hasta el aula donde dábamos la clase y me encontré con Wolff cuando se disponía a entrar en el despacho de Lengua y Literatura.

Mientras los demás alumnos entraban poco a poco, me acerqué a él.

–Profesor Wolff, ¿puedo hablar con usted? – dije.

–Es hora de clase. Hablaremos después.

–No puedo ir a clase, de eso precisamente quería hablarle.

Sabía que aquello no iba a gustarle, pero no sabía hasta qué punto iba a enfadarse. Empezó a decirme que era afortunada de estar en aquella clase y que faltar a una equivalía a perderme tres de otra asignatura. Todo aquello yo ya lo sabía. Por eso había caminado ciegamente hasta la Facultad de Humanidades en lugar de volver derecha a mi residencia.

Le pedí que me dedicara dos minutos. Que hablara conmigo en su despacho, no en el pasillo.

–Por favor -dije. Algo en mi manera de decirlo apeló a ese lugar en su interior que estaba más allá de las reglas formales del aula, que me constaba que él valoraba-. Por favor -repetí, y él respondió (seguía siendo una concesión) con un:

–Tendrá que ser breve.

Lo seguí por el corto pasillo, doblé la esquina detrás de él y esperé a que abriera con llave. Al mirar atrás, me cuesta creer la serenidad con que actué desde que vi al violador por la calle hasta aquel momento, en el despacho de Wolff, con la puerta cerrada. Ahora estaba con un hombre que sabía que no me iba a hacer daño. Por primera vez pensé que podía respirar. Él se sentó frente a mí mientras yo me quedaba de pie, luego me senté en la silla reservada para los alumnos.

Estallé.

–No puedo ir a clase porque acabo de ver al hombre que me violó. Tengo que llamar a la policía.

Recuerdo su cara, vividamente. Era padre. En ese momento yo sólo lo sabía vagamente. Tenía hijos pequeños. Se acercó a mí con la intención de reconfortarme, pero luego, instintivamente, retrocedió. Yo era una víctima de violación: ¿cómo iba a interpretar que él me tocara? Su cara se transformó con una expresión de total confusión, la que uno siente cuando no hay nada en este mundo que pueda hacer para que algo mejore.

Me preguntó si quería que llamara a alguien, si sabía cómo volver a mi residencia, si podía hacer algo. Le dije que había llamado a un amigo para que se reuniera conmigo en la biblioteca y me acompañara a la residencia, desde donde llamaría a la policía.

Wolff salió conmigo al pasillo. Antes de dejarme marchar -yo ya estaba concentrándome en poner un pie delante del otro, pensando en la llamada que tenía que hacer a la policía y repitiendo mentalmente una y otra vez «chaqueta granate, téjanos azules recogidos, zapatillas deportivas Converse All-Star»-, me detuvo y me puso las manos en los hombros.

Me miró y, cuando estuvo seguro de que le prestaba atención, habló:

–Van a pasar muchas cosas, Alice, y puede que esto no tenga mucho sentido para ti en estos momentos, pero escucha. Intenta, si puedes, recordarlo todo.

Tengo que contenerme para no escribir en mayúsculas esas dos palabras. Ésa era la intención de Wolff, imprimirlas en mayúsculas, para que resonaran y me encontraran en algún momento en el futuro, tomara el camino que tomase. Hacía dos semanas que me conocía. Yo tenía diecinueve años, asistía a su clase y dibujaba flores en mis téjanos. Había escrito una historia sobre unos maniquíes que cobraban vida y se vengaban de las costureras.

De modo que fue un grito lanzado desde muy lejos. Él sabía, como descubrí más tarde cuando entré en Doubleday de la Quinta Avenida de Nueva York y me compré Vida de este chico, donde contaba su propia historia, que la memoria podía salvar, que tenía poder, que a menudo era el único recurso de los impotentes, los oprimidos o los maltratados. El camino hasta la biblioteca, sólo doscientos metros desde la parte delantera del patio interior y cruzar la calle frente a la Facultad de Idiomas, lo recorrí mecánicamente. Me convertí en un robot. Creo que así es como patrullan los hombres en tiempos de guerra, una vez que han aprendido a reconocer un movimiento o una amenaza. El patio interior no es el patio sino un campo de batalla donde el enemigo está vivo y se esconde. Espera para atacar en cuanto bajas la guardia. La respuesta: nunca la bajes, ni un segundo.

Con los nervios casi a flor de piel, llegué a la biblioteca Bird. Aunque seguía en estado de alerta, allí me permití respirar. Crucé la luz fluorescente. Era el comienzo del semestre y había poca gente en la biblioteca; la poca con la que me crucé ni siquiera la miré. No quería toparme con la mirada de nadie.

No fui capaz de esperar a Ken; estaba demasiado asustada para detenerme. Seguí andando. Bird estaba construida de tal modo que, al cruzar el edificio, se salía al otro lado de la manzana, en tierra de nadie. Era una calle de viejas casas de estructura de madera, la mayoría de ellas ocupadas por fraternidades masculinas y femeninas, pero ya no era el santificado patio interior. Las farolas eran más escasas, y durante el tiempo que había tardado en andar desde Marshall Street hasta allí para decir a Wolff que no iba a poder ir a su taller, se había hecho más oscuro. Yo sólo tenía un objetivo: volver a mi residencia sana y salva, y escribir cómo iba vestido, describir con detalle las facciones de su cara.

Llegué allí. No recuerdo haber visto a nadie. Si lo hice, pasé por su lado sin decir nada. Una vez en mi pequeña habitación individual telefoneé a la policía. Expliqué mi situación. Me habían violado en mayo, dije, estaba de nuevo en el campus y había visto a mi agresor. ¿Podían venir?

Luego me senté en la cama e hice un dibujo. Había escrito los detalles. Empezaba por el pelo y continuaba con la estatura, constitución, nariz, ojos, boca. Seguían comentarios sobre la estructura de la cabeza: «Cuello corto. Cabeza pequeña pero compacta. Mandíbula cuadrada. Pelo echado ligeramente hacia delante». Y la piel: «Muy oscura, pero no negra». Al final de la hoja, en la esquina izquierda, lo dibujé y al lado anoté su ropa: «Chaqueta granate, estilo cazadora pero de plumón. Téjanos azules. Zapatillas de deporte blancas».

Luego apareció Ken. Estaba sin aliento y nervioso. Era un chico menudo y frágil, el año anterior lo había comparado románticamente con un David diminuto. Hasta la fecha no había mostrado mucha habilidad para sobrellevar mi situación. En verano me había escrito una vez. Explicaba, y en aquel momento lo acepté, que había reinventado lo que me había ocurrido para que no le doliera tanto. «He decidido que es como una pierna rota y, al igual que una pierna rota, se curará.»

Ken trató de mejorar mi dibujo, pero estaba demasiado nervioso, le temblaban las manos. Sentado en la cama me pareció muy pequeño y asustado. Decidí que era un cuerpo caliente que me conocía, que tenía buenas intenciones. Eso tendría que bastar. Hizo varios intentos de dibujar la cabeza del violador.

Se oyeron ruidos en el pasillo. Walkie-talkies a todo volumen para hacerse notar, ruido de pasos pesados. Unos puños aporrearon la puerta y abrí mientras las chicas salían al pasillo.

Seguridad de la Universidad de Syracuse. Les había avisado la policía. Se cuadraron, eso fue lo horrible. Dos de ellos eran muy corpulentos y, en mi diminuto estudio, su tamaño se acentuaba.

Al cabo de unos segundos llegó la policía de Syracuse. Tres agentes. Alguien cerró la puerta. Yo volví a contar mi historia y hubo una pequeña discusión sobre quién tenía jurisdicción. El tipo de Seguridad de la Universidad de Syracuse parecía profundamente decepcionado de que, dado que el incidente había ocurrido en Thorden Park y el encuentro había tenido lugar en Marshall Street, fuera claramente competencia de la ciudad de Syracuse, y no del campus. Desde un punto de vista profesional aquello les daba prestigio, pero esa noche no eran tanto representantes de la universidad como cazadores tras un rastro fresco.

La policía miró mis dibujos y el de Ken. Se refirieron a Ken repetidas veces como mi novio, a pesar de que yo cada vez los corregí. Lo miraron con recelo. Con su nerviosismo y su constitución ligera, destacaba como un bicho raro en una habitación atestada de hombres corpulentos armados con pistolas y porras.

–¿Cuánto tiempo hace que has visto al sospechoso?

Respondí.

Ellos decidieron que, puesto que yo no había dado muestras de reconocerlo, todavía había una posibilidad de que el violador merodeara por Marshall Street.

Dos de los policías cogieron mi dibujo, dejaron el de Ken.

–Haremos copias y enviaremos un boletín para que lo busquen. Cada coche patrulla tendrá una copia hasta que lo encontremos -dijo uno de ellos.

Mientras se preparaban para irse, Ken preguntó:

–¿Hace falta que vaya yo?

Las miradas de la policía debieron de taladrarlo. Vino.

Escoltados por seis hombres uniformados, salimos del edificio. Ken y yo subimos a la parte trasera de un coche patrulla en el que había un agente sentado al volante. No recuerdo cómo se llamaba, sólo su cólera.

–Vamos a coger a ese canalla -dijo-. La violación es uno de los peores delitos. Lo va a pagar caro.

Puso en marcha el coche y conectó la sirena. Bajamos con estruendo por Marshall Street, que estaba a sólo unas manzanas de distancia.

–Tú mira bien -me dijo el agente. Conducía el coche patrulla con una brusquedad que más tarde reconocería en los taxistas de Nueva York.

Ken estaba arrellanado a mi lado en el asiento. Dijo que las luces le daban dolor de cabeza y se protegió los ojos. Yo miraba por la ventanilla. Mientras recorríamos un par de veces Marshall Street el agente me habló de su sobrina de diecisiete años, una chica inocente. La habían violado un grupo de hombres. «Arruinada.» Sacó la porra y empezó a golpear con ella el asiento vacío. Ken hacía una mueca a cada golpe. Convencida desde el principio de que aquella misión era probablemente inútil, empecé a asustarme por lo que aquel policía pudiera hacer.

No veía al violador por ninguna parte, y así se lo dije. Propuse que volviéramos a la comisaría para que pudiera mirar las fotos del archivo de la policía. Pero aquel agente estaba decidido a desahogarse. Frenó bruscamente al final de Marshall Street.

–Allí, allí -dijo-. ¿Qué hay de esos tres?

Miré y supe inmediatamente la respuesta. Tres estudiantes negros. Se sabía por su forma de vestir. Además, eran altos, demasiado para que alguno de ellos fuera mi violador.

–No -dije-. Vámonos.

–Son camorristas -dijo-. Vosotros quedaos aquí.

Bajó apresuradamente del coche patrulla y salió tras ellos con la porra en la mano.

Ken empezó a sufrir un ataque de pánico con el que yo estaba familiarizada por mi madre. Respiraba con dificultad. Quería bajarse del coche.

–¿Qué va a hacer? – preguntó.

Intentó abrir la puerta. Se había cerrado automáticamente. Allí se sentaban tanto los criminales como sus víctimas.

–No lo sé. Esos tipos ni siquiera están cerca.

Las luces seguían encendidas sobre nuestras cabezas. La gente empezó a acercarse al coche patrulla para mirar dentro. Yo estaba furiosa con aquel hombre por habernos dejado allí. Estaba furiosa con Ken porque era un pelele. Sabía que no podía salir nada bueno de un hombre enfadado y cargado de adrenalina que quería vengar a su sobrina violada. Yo estaba en medio de todo ello y al mismo tiempo me daba cuenta de que no existía. Sólo era una catalizadora que hacía que la gente se sintiera nerviosa, culpable o furiosa. Estaba asustada, pero sobre todo estaba asqueada.

Quería que el agente volviera; me quedé sentada en el coche con Ken protestando a mi lado, puse la cabeza entre las rodillas para que los que miraban dentro del coche se encontraran con «la espalda de la víctima» y escuché los ruidos que sabía que venían del callejón. Alguien está recibiendo una paliza, lo sabía sin sombra de duda. Y no era él.

El agente regresó. Se dejó caer bruscamente detrás del volante y golpeó la porra con fuerza contra la palma de su mano.

–Así aprenderán -dijo. Estaba sudado y eufórico.

–¿Qué han hecho? – se aventuró a preguntar Ken. Estaba horrorizado.

–Beber alcohol de un envase abierto. Y nunca repliques a un policía.

No me pasó por alto lo ocurrido en Marshall Street aquella noche. Todo estaba mal. Estaba mal que yo no pudiera caminar por un parque por la noche. Estaba mal que me violaran. Estaba mal que mi violador se creyera intocable o que, como estudiante de Syracuse, yo recibiera sin duda un trato mejor de la policía. Estaba mal que violaran a la sobrina de aquel agente. Estaba mal que él dijera que estaba arruinada. Estaba mal que pusiera las luces del coche patrulla y bajara por Marshall. Estaba mal que acosara, y tal vez hiciera daño físicamente, a tres chicos negros inocentes que iban por la calle.

No hay pero que valga, sólo lo siguiente: aquel agente vivía en mi planeta. Yo no encajaba en su mundo del mismo modo que nunca encajaría en el de Ken. No recuerdo si Ken pidió que lo dejáramos en su casa o si me acompañó a la comisaría. De todas formas, después de la búsqueda por Marshall Street lo aparté de mis pensamientos.

Llegamos al edificio de Seguridad Pública. Ya eran más de las ocho. Yo no había vuelto a la comisaría desde la noche de la agresión, pero esa noche la comisaría me pareció un lugar seguro. Me gustaba cómo los ascensores se abrían a una sala de espera al final de la cual había una enorme puerta que se cerraba automáticamente a nuestras espaldas. A través del cristal a prueba de balas veías el vestíbulo pero nadie podía acceder a ti.

El agente me hizo entrar y oí el silencio hidráulico, fluido, y el firme clic de la puerta detrás de nosotros. A nuestra izquierda estaba el mostrador de recepción. Había tres o cuatro hombres uniformados cerca, algunos con tazas de café. Al vernos entrar, se callaron y miraron al suelo. Sólo había dos clases de civiles: las víctimas y los delincuentes.

El agente que me acompañaba explicó al hombre del mostrador de recepción que yo era la víctima del caso de violación de la zona este y que estaba allí para mirar las fotos del archivo de la policía.

Me instaló en una pequeña habitación que había delante del mostrador de recepción. Dejó la puerta abierta y empezó a sacar grandes carpetas negras de los estantes que nos rodeaban. Seleccionó por lo menos cinco, cada una llena de fotos de tamaño carnet. Aquellas cinco carpetas eran sólo de hombres negros y de la edad aproximada que yo calculaba que tenía mi violador.

Parecía más bien un lugar para guardar aquellas carpetas antes que una habitación para que las víctimas se sentaran y estudiaran minuciosamente las fotos. Sólo había una vieja mesa metálica plegable, y yo tenía dificultades para sostener en equilibrio las carpetas en mis rodillas y encima de la mesa, cuya ala cedía continuamente bajo su peso. Pero yo era buena estudiante cuando hacía falta y estudié aquellas carpetas, hoja por hoja. Vi seis fotos que me recordaron a mi violador, pero empezaba a creer que aquel procedimiento no iba a dar ningún fruto.

Uno de los agentes me trajo un café poco cargado pero todavía caliente. Fue un elemento cotidiano en un entorno por lo demás extraño.

–¿Qué tal? ¿Has visto algo? – preguntó.

–No -dije-, todas juntas se difuminan. No creo que esté aquí.

–Sigue intentándolo. Todavía lo tienes fresco en la memoria.

Iba por el final de la cuarta carpeta cuando llegó la llamada.

–Clapper acaba de telefonear -dijo el recepcionista al agente que estaba conmigo-. Conoce a nuestro hombre.

El agente me dejó sola en la habitación y salió al mostrador de recepción. Los policías uniformados que habían estado esperando órdenes lo rodearon. Escuché el diálogo a lo Abbott y Costello que siguió.

–Dice que es Madison -dijo el recepcionista.

–¿Qué Madison? – preguntó mi agente-. ¿Mark?

–No -dijo otro-, ése ya va a ir a juicio por un delito.

–¿Frank?

–No, Hanfy lo arrestó la semana pasada. Debe de ser Greg.

–Creía que ya estaba entre rejas.

Y así siguió. Recuerdo que uno de los hombres dijo que compadecía al viejo Madison, lo duro que era criar hijos solo.

Luego volvió el agente encargado de mí.

–Tengo que preguntarte algo -dijo-. ¿Estás preparada?

–Sí.

–Vuelve a describir al policía que viste.

Lo hice.

–¿Y dónde viste su coche?

Dije que estaba estacionado en el aparcamiento del Huntington Hall.

–Eureka -dijo-. Parece que tenemos a nuestro hombre.

Volvió a salir y yo cerré la carpeta de las fotos que estaba abierta encima de la mesa. De pronto no sabía qué hacer con las manos. Me temblaban. Las puse debajo de mis piernas y me senté sobre ellas. Me eché a llorar.

Unos minutos después oí al recepcionista decir:

–¡Aquí lo tenemos! – Y los que estaban detrás de la puerta cerrada lo celebraron.

Yo me levanté y busqué frenética un lugar donde esconderme. Escogí un rincón entre la pared y la puerta. Tenía la cara pegada a la estantería metálica en la que había carpetas con fotos de años anteriores.

–¡Enhorabuena, Clapper! – exclamó alguien, y yo respiré. ¿Quizá sólo era el agente sin mi violador?

–Tomaremos declaración a la víctima y luego presentaremos la orden de arresto -dijo alguien.

Sí, estaba a salvo. Pero seguía sin saber qué hacer. No me veía con fuerzas de reunirme con ellos. Yo era una víctima, no una persona normal. Me senté en la silla.

Los hombres de fuera estaban contentos. Daban palmadas al agente Clapper en la espalda y se mofaban de su pelo pelirrojo. Lo llamaron «larguirucho», «zanahoria» y «pardillo».

El asomó la cabeza por la puerta.

–Hola, Alice -dijo-. ¿Te acuerdas de mí?

Sonreí de oreja a oreja.

–Sí.

–¿Si se acuerda de ti? – bromearon los hombres de fuera-. ¿Cómo iba a olvidarte? ¡Eres lo más parecido a Papá Noel!

Las cosas se calmaron. Hubo una llamada y dos de los hombres salieron para atenderla. El agente Clapper tuvo que ir a escribir un informe. El agente que me habían adjudicado me llevó de nuevo a la habitación donde yo había conocido al sargento Lorenz; faltaban tres días para que hiciera seis meses de aquello. Me tomó declaración, citando fragmentos enteros de la detallada descripción que yo había escrito.

–¿Estás preparada para esto? – me preguntó el agente al final de la declaración-. Vamos a arrestarlo. Tienes que estar dispuesta a prestar declaración.

–Lo estoy -dije.

Me llevaron de nuevo a Haven Hall en un coche sin distintivos. Llamé a mis padres y les dije que estaba bien. El agente presentó su último informe sobre el caso F-362 antes de enviárselo al sargento Lorenz.

Violación, 1.er grado

Sodomía, 1.er grado

Robo, 1.er grado

Mientras yo estaba todavía con la víctima en la oficina del Departamento de Investigación Criminal, se transmitió por radio la orden de búsqueda, e inmediatamente después del anuncio hubo una respuesta del coche 561. Era el agente Clapper, quien afirmó que había hablado a las 18.27 horas aprox. en Marshall St. con una persona que encajaba con la descripción de la víctima. Me informó que la persona con quien había hablado era Gregory Madison. Madison tiene antecedentes penales y ha cumplido condena en prisión. Se llevó a cabo una identificación de fotos del archivo de la policía en la oficina del departamento bajo la supervisión del agente Clapper, pero no había foto. Es casi seguro que el sospechoso en cuestión es Gregory Madison. Se ha tomado declaración a la víctima y al agente Clapper. El arresto es inminente. Se está transmitiendo la descripción al tercer y al primer turno. En caso de que se localice, vigilar y pedir ayuda. Se cree que el sospechoso va armado y es peligroso.

Aquella noche tuve un sueño en el que aparecía Al Tripodi. En una celda de la cárcel, él y otros dos hombres sujetaban a mi violador. Yo empezaba a hacerle cosas para vengarme, pero era inútil. Él lograba zafarse de Tripodi y se acercaba a mí. Le veía los ojos tal como se los había visto en el túnel. En primer plano.

Me desperté gritando y me quedé sentada entre las sábanas mojadas. Miré el teléfono. Eran las tres de la madrugada. No podía llamar a mi madre. Intenté dormirme de nuevo. Lo había encontrado. Volveríamos a estar los dos solos. Pensé en el último verso del poema que le había entregado a Gallagher: «Ven a morir y yace, a mi lado».

Le había invitado a hacerlo. En mi imaginación, el violador me había asesinado el día de la violación. Ahora iba a asesinarlo yo. Iba a hacer mi odio mayor y absoluto.

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