Durante la violación vi algo entre las hojas y los cristales. Un lazo rosa para el pelo. Cuando me hablaron de la chica asesinada, me la imaginé suplicando como había hecho yo, y me pregunté cómo se le había desprendido el lazo del pelo. Tal vez se lo había arrancado su asesino o quizá ella misma se había soltado el pelo para ahorrarse el dolor, creyendo, esperando sin duda poder permitirse más tarde reflexionar sobre las consecuencias de «ayudar al agresor». Nunca lo sabré, del mismo modo que nunca sabré si era suyo el lazo, o si, como las hojas, se había abierto camino hasta allí de forma natural. Siempre pensaré en ella cuando me acuerde del lazo rosa. Pensaré en esa chica en los últimos momentos de su vida.
Esto es lo que recuerdo. Tenía los labios cortados. Me los mordí cuando él me cogió por detrás y me tapó la boca. Dijo estas palabras: «Si gritas te mataré». Me quedé inmóvil. «¿Lo entiendes? Si gritas date por muerta.» Asentí con la cabeza. Me sujetaba los brazos a los costados rodeándolos con el brazo derecho mientras con el izquierdo me tapaba la boca.
Me quitó la mano de la boca.
Grité. Rápida, bruscamente.
Empezó el forcejeo.
Volvió a taparme la boca. Me dio un rodillazo en las piernas por detrás para tirarme al suelo.
–No lo has entendido, zorra. Te mataré. Tengo un cuchillo. Te mataré.
Volvió a quitarme la mano de la boca y caí gritando al sendero de ladrillos. Se sentó a horcajadas sobre mí después de darme una patada en el costado. Hice ruidos que apenas se oyeron, como pisadas suaves. Lo incitaron a seguir, le sirvieron para justificar su comportamiento. Me moví con dificultad por el camino. Llevaba mocasines de suela blanda con los que, frenética, traté de darle patadas. No lo alcancé o sólo lo rocé. Yo nunca había peleado antes, siempre era la última en la clase de gimnasia.
De alguna manera, no recuerdo cómo, volví a ponerme de pie. Recuerdo que le mordí, lo empujé, no sé qué más le hice. Luego eché a correr. Como un gigante que es pura fuerza, él me agarró por el extremo de mi larga melena castaña. Tiró de ella con fuerza y me hizo caer de rodillas delante de él. Fue mi primer intento de fuga fallido, a causa del pelo, del pelo largo de mujer.
–Tú te lo has buscado -dijo él, y yo empecé a suplicarle.
Se metió una mano en el bolsillo trasero y sacó un cuchillo. Yo seguí forcejeando; sentía cómo se me arrancaba dolorosamente el pelo del cuero cabelludo mientras hacía lo posible por zafarme. Me abalancé hacia él y le sujeté la pierna izquierda con los brazos, haciéndole perder el equilibrio y tambalearse. Yo no lo sabría hasta que la policía lo encontró más tarde en la hierba, a unos palmos de mis gafas rotas, pero con aquel movimiento se le cayó el cuchillo de las manos y lo perdió.
Entonces utilizó los puños.
Tal vez estaba furioso por haber perdido su arma o porque yo no le obedecía. Fuera cual fuese la razón, aquello significó el final de los preámbulos. Yo estaba boca abajo en el suelo y él se sentó sobre mi espalda. Me golpeó la cabeza contra los ladrillos. Me maldijo. Me dio la vuelta y se sentó sobre mi pecho. Yo balbuceaba. Suplicaba. Fue entonces cuando me rodeó el cuello con las manos y empezó a apretar. Perdí el conocimiento durante un segundo. Cuando volví en mí, supe que estaba mirando a los ojos al hombre que iba a matarme.
En ese momento me entregué a él. Estaba convencida de que no saldría con vida. Ya no podía seguir forcejeando. Él iba a hacer lo que quisiera conmigo, eso era todo.
Todo se hizo más lento. Él se levantó y empezó a arrastrarme por el pelo a través de la hierba. Yo me retorcía y medio gateaba, tratando de seguirle el paso. Desde el sendero había entrevisto la oscura entrada del túnel del anfiteatro. A medida que nos acercábamos a ella y me di cuenta de que era allí adonde nos dirigíamos, sentí una oleada de pánico. Supe que iba a morir.
A pocos pasos de la entrada del túnel había una vieja puerta de hierro. Tenía casi un metro de altura y dejaba un estrecho espacio por el que tenías que meterte para entrar en el túnel. Mientras él tiraba de mí y yo gateaba sobre la hierba, vi la verja y supe que si me llevaba más allá de ese punto no sobreviviría.
Por un instante, mientras él me arrastraba por el suelo, me agarré débilmente a la parte inferior de aquella puerta de hierro, antes de que un fuerte tirón me obligara a soltarla. La gente cree que una mujer deja de luchar cuando está físicamente agotada, pero yo estaba a punto de empezar la verdadera lucha, una lucha de palabras y mentiras, una lucha cerebral.
Cuando la gente habla de escalar montañas o bajar en canoa por rápidos, dice que se funde con ellos, su cuerpo está de tal modo en sintonía con ellos que a menudo, cuando les pides que expresen en palabras cómo lo hicieron, no son capaces de explicarlo del todo.
Dentro del túnel, donde había esparcidas por el suelo botellas de cerveza rotas, hojas muertas y otras cosas que no pude reconocer, me fundí con aquel hombre. Tenía mi vida en sus manos. Los que dicen que preferirían luchar a muerte antes que ser violados son unos necios. Yo prefiero que me violen mil veces. Haces lo que tienes que hacer.
–Levántate -dijo él.
Obedecí.
Yo temblaba de manera incontrolable. Afuera hacía frío, y el frío combinado con el miedo y el agotamiento hicieron que me estremeciera de pies a cabeza.
Él tiró mi bolso y la cartera con mis libros a un rincón del túnel cerrado.
–Desnúdate.
–Tengo ocho dólares en el bolsillo trasero -dije-. Mi madre tiene tarjetas de crédito y mi hermana también.
–No quiero tu dinero -dijo, y se echó a reír.
Lo miré. Esta vez a los ojos, como si fuera un ser humano, como si pudiera dialogar con él.
–Por favor, no me violes -dije.
–Desnúdate.
–Soy virgen -dije.
No me creyó. Repitió la orden.
–Desnúdate.
Me temblaban tanto las manos que no podía controlarlas. Tiró de mí hacia él cogiéndome del cinturón hasta que mi cuerpo quedó pegado al suyo, que estaba apoyado en la pared del fondo del túnel.
–Bésame -dijo.
Me acercó la cabeza y nuestros labios se encontraron. Yo tenía los labios fuertemente apretados. Él tiró con más fuerza de mi cinturón, apretando más mi cuerpo contra el suyo. Me cogió el pelo e hizo un ovillo con él en su puño. Me echó la cabeza hacia atrás y me miró. Empecé a llorar, a suplicar.
–Por favor, no lo hagas -dije-. Por favor.
–Cállate.
Volvió a besarme y esta vez me metió la lengua en la boca. Al suplicar, yo había abierto la boca, exponiéndome a aquello. Volvió a echarme la cabeza bruscamente hacia atrás y dijo:
–Bésame.
Y lo hice.
Cuando quedó satisfecho, se detuvo y trató de desabrocharme el cinturón. Era un cinturón con una hebilla extraña y no supo abrirla. Para que me soltara, para que me dejara en paz, le dije:
–Deja, ya lo hago yo.
Me observó.
Cuando terminé, me bajó la cremallera de los téjanos.
–Ahora quítate la blusa.
Llevaba una chaqueta de punto. Me la quité. Trató de ayudarme a desabrochar la blusa. Lo hizo con torpeza.
–Ya lo hago yo -volví a decir.
Me desabroché la blusa de tela oxford, y, como la chaqueta, me la quité. Era como arrancarme plumas, o alas…
–Ahora el sujetador.
Lo hice.
Me los cogió -los pechos- con las manos. Los manoseó y apretó, restregándomelos contra las costillas. Retorciéndomelos. Supongo que no es necesario que diga que me dolió.
–Por favor, no hagas eso, por favor -dije.
–Bonitas tetas blancas -dijo él.
Esas palabras me hicieron renunciar a las demás, entregaba cada parte de mi cuerpo a medida que él la reclamaba: la boca, la lengua, los pechos.
–Tengo frío -dije.
–Túmbate.
–¿En el suelo? – pregunté bobamente, inútilmente.
Vi, entre las hojas y los cristales, la tumba. Mi cuerpo abatido, descuartizado, amordazado, sin vida.
Primero me senté, o más bien me tambaleé hasta quedarme sentada. Él me cogió los pantalones por los extremos y tiró de ellos. Mientras yo trataba de ocultar mi desnudez -al menos tenía las bragas puestas-, él examinó mi cuerpo. Todavía siento cómo durante aquel examen sus ojos iluminaron mi piel enfermizamente pálida en aquel túnel oscuro. Hizo que todo -mi cuerpo- pareciera de pronto horrible. «Feo» es una palabra demasiado suave, pero es la que más se acerca.
–Eres la peor zorra a la que le he hecho esto -dijo. Lo dijo con asco, como si me analizara. Veía la pieza que había cazado y no le gustaba.
Pero no importaba, terminaría.
A partir de aquel momento empecé a mezclar la realidad con la ficción, utilizando lo que fuese para intentar que se pasara a mi bando. Inspirarle lástima, que me viera en peor situación que él.
–Soy adoptada -dije-. Ni siquiera sé quiénes son mis padres. Por favor, no me hagas esto. Todavía soy virgen.
–Túmbate.
Lo hice. Temblando, me acerqué más a él y me tumbé boca arriba sobre el frío suelo. Me quitó las bragas con brusquedad e hizo un ovillo con ellas. Las arrojó lejos de mí, a un rincón donde las perdí de vista.
Lo vi bajarse la cremallera de los pantalones y dejarlos caer hasta los tobillos.
Se tumbó sobre mí y empezaron las embestidas. Yo estaba familiarizada con aquello. Era lo que Steve, un chico del instituto que me gustaba, había hecho contra mi pierna porque no le dejé realizar lo que más deseaba, que era hacer el amor conmigo. Con Steve yo estaba totalmente vestida y él también. Se fue a su casa frustrado y yo me sentí a salvo. Mis padres estuvieron en el piso de arriba todo el tiempo. Me dije que Steve me quería.
Trató de excitarse sobre mí, bajando una mano para tocarse el pene.
Yo lo miraba a los ojos. Estaba demasiado asustada para no hacerlo. Creía que si los cerraba desaparecería. Para salir de aquello tenía que estar presente todo el tiempo.
Me llamó zorra. Me dijo que estaba seca.
–Lo siento -dije; no dejaba de disculparme-. Soy virgen.
–Deja de mirarme -dijo-. Cierra los ojos. Para de temblar.
–No puedo.
–Deja de hacerlo o te arrepentirás.
Lo hice. Me concentré más. Lo miré con más intensidad todavía. Él empezó a frotar la abertura de mi vagina con el puño. Metió en ella los dedos, tres o cuatro a la vez. Algo se rompió y empecé a sangrar. Ahora estaba mojada.
Aquello le excitó. Estaba intrigado. Mientras me metía todo el puño en la vagina y lo movía con fuerza, me refugié en mi cerebro. Allí me esperaban poemas, poemas que había aprendido en clase: un poema de Olga Cabral que no he vuelto a encontrar, «Lillian's Chair», y otro llamado «Dog Hospital», de Peter Wild. A medida que un entumecimiento hormigueante se apoderaba de la parte inferior de mi cuerpo, intenté recitar los poemas mentalmente, moví los labios.
–Deja de mirarme -dijo.
–Lo siento -dije, y añadí tanteando-: Eres fuerte.
Aquello le gustó. Empezó a embestirme otra vez, con fuerza. Yo tenía la parte inferior de la columna aplastada contra el suelo. Los cristales rotos me hicieron cortes en la espalda y en las nalgas. Pero algo seguía sin funcionar. Yo no sabía lo que él hacía.
Se arrodilló.
–Levanta las piernas -dijo.
Como no sabía a qué se refería porque no lo había hecho nunca con nadie ni había leído libros sobre esas cosas, levanté las piernas estiradas.
–Ábrelas.
Lo hice. Mis piernas eran como las de una Barbie de plástico, pálidas, inflexibles. Pero él no quedó satisfecho. Me puso una mano en cada pantorrilla y me las abrió más de lo que yo podía soportar.
–Mantenías así -dijo.
Volvió a intentarlo. Me metió el puño. Me asió los pechos. Me retorció los pezones con los dedos, los lamió con la lengua.
Se me saltaron las lágrimas y noté cómo me corrían por las mejillas. Estaba a punto de desmayarme cuando de pronto oí ruidos. En el sendero. Pasaba gente, un grupo de chicos y chicas que reían. Mientras me dirigía al parque había dejado atrás una fiesta, organizada para celebrar el último día de clase. Lo miré; él no los había oído. Era el momento. Solté un grito repentino y, tan pronto como lo hice, me tapó la boca. Al mismo tiempo volví a oír las carcajadas. Esta vez iban dirigidas hacia el túnel, hacia nosotros. Gritos y burlas animándonos a seguir.
Nos quedamos allí tumbados, él me tapaba la boca y apretaba con fuerza mi cuello, hasta que el grupo se marchó. Continuamos. Había perdido mi segunda oportunidad para escapar.
Las cosas no marchaban como él había previsto. Estaba tardando demasiado. Me ordenó que me levantara. Me dijo que podía ponerme las braguitas. Utilizó esa palabra. La odié.
Pensé que se había acabado. Temblaba, pero creí que él había tenido suficiente. Había sangre por todas partes, de modo que pensé que ya había hecho lo que le había llevado hasta allí.
–Hazme una mamada -dijo.
Se había levantado. Yo estaba en el suelo, tratando de buscar mi ropa entre los desechos.
Me dio una patada y yo me hice un ovillo.
–Quiero una mamada. – Se sostenía el pene con la mano.
–No sé cómo se hace -dije.
–¿Qué quieres decir con que no sabes?
–Nunca he hecho ninguna -dije-. Soy virgen.
–Métetela en la boca.
Me arrodillé delante de él.
–¿Puedo ponerme el sujetador?
Yo quería mi ropa. Vi sus muslos delante de mí, cómo se ensanchaban a partir de las rodillas, los fuertes músculos y el vello negro, y su pene flácido.
Me sujetó la cabeza.
–Métetela en la boca y chupa -dijo.
–¿Como una pajita?
–Sí, como una pajita.
La cogí. Era pequeña. Estaba caliente, pegajosa. Palpitó involuntariamente cuando la toqué. Me empujó la cabeza hacia delante y me la metió en la boca. Me tocó la lengua. Sabía a caucho sucio o a pelo quemado. Chupé con fuerza.
–Así no -dijo, y me apartó la cabeza-. ¿No sabes cómo mamar una polla?
–No, ya te lo he dicho -dije-. No lo he hecho nunca.
–Zorra -dijo.
Su pene seguía flácido, lo cogió con dos dedos y orinó sobre mí. Sólo un poco. Sentí el líquido acre en la nariz y los labios. Su olor -olor a fruta, fuerte, nauseabundo- se me quedó impregnado en la piel.
–Túmbate otra vez y haz lo que te diga.
Obedecí. Cuando me dijo que cerrara los ojos le dije que había perdido las gafas y que en realidad no podía verlo.
–Háblame -dijo-. Te creo, eres virgen. Yo soy el primero.
Mientras trataba de excitarse frotándose de nuevo contra mí, le dije que era fuerte, poderoso, que era un buen hombre. Se empalmó lo suficiente para penetrarme. Me ordenó que le rodeara la espalda con las piernas y lo hice, y me embistió contra el suelo. Yo estaba presa. Todo lo que le quedaba por poseer de mí era mi cerebro, que observaba y catalogaba todos los detalles. Su cara, sus intenciones, qué podía hacer yo para ayudarlo.
Oí a otro grupo que estaba de fiesta acercarse por el sendero, pero esta vez yo me hallaba muy lejos. Él hacía ruidos mientras me embestía. Me embestía una y otra vez, y yo ya no podía llegar a los del sendero, estaban muy lejos, viviendo en el mundo donde yo antes había vivido.
–¡Tíratela, sí señor! – gritó alguien hacia el túnel. Era la típica voz de juerguista de las fraternidades que me había hecho sentir que, como estudiante de la Universidad de Syracuse, nunca me integraría.
Pasaron de largo. Yo le miraba a los ojos. Estaba con él.
–Eres fuerte, eres un hombre de verdad, gracias, gracias, esto es lo que quería.
Luego todo terminó. Se corrió y se desplomó sobre mí. Yo yacía debajo de él, el corazón me palpitaba con fuerza. Con la mente absorta en Olga Cabral, en la poesía, en mi madre, en cualquier cosa. De pronto, lo oí respirar de forma regular y poco profunda. Roncaba. Escapa, pensé. Me moví debajo de él y se despertó.
Me miró, no sabía quién era yo. Luego empezaron los remordimientos.
–Lo siento -dijo-. Eres una buena chica. Lo siento mucho.
–¿Puedo vestirme?
Se movió hacia un lado, se levantó y se subió los pantalones y la cremallera.
–Claro -dijo-. Deja que te ayude.
Yo me había permitido temblar de nuevo.
–Tienes frío -dijo-. Toma, ponte esto.
Me sostuvo la ropa interior del mismo modo que una madre se la habría sostenido a su hija, cogiéndola por los lados. Se suponía que yo tenía que levantarme y ponérmela.
Me arrastré hasta mi ropa. Me puse el sujetador sentada en el suelo.
–¿Estás bien? – preguntó él.
Su tono me dejó perpleja. Estaba preocupado. Pero no me paré a pensar en aquello entonces. Todo lo que sabía era que prefería aquel tono al anterior.
Me levanté y le cogí las bragas de las manos. Me las puse; casi me caí por falta de equilibrio. Tuve que sentarme en el suelo para ponerme los pantalones. Me preocupaban mis piernas. No parecía capaz de controlarlas.
Él me observaba. Mientras me subía poco a poco los pantalones, cambió de tono.
–Vas a tener un hijo, zorra -dijo-. ¿Qué vas a hacer?
Me di cuenta de que aquello podía ser una razón para matarme. Sería una prueba. Le mentí.
–Por favor, no se lo digas a nadie -dije-. Abortaré. No se lo digas a nadie, por favor. Mi madre me mataría si se enterara de esto. Nadie puede enterarse, por favor. Mi familia me odiaría. No hables de esto con nadie, por favor.
Él rió.
–De acuerdo.
–Gracias -dije. Me levanté y me puse la blusa. Del revés-. ¿Puedo irme ahora? – pregunté.
–Ven aquí -dijo-. Dame un beso de despedida.
Para él era una cita. Para mí todo volvía a empezar.
Lo besé. ¿He dicho que era libre de escoger? ¿Todavía lo crees?
Volvió a disculparse y esta vez lloró.
–Lo siento mucho -dijo-. Eres una buena chica, una buena chica, como has dicho.
Sus lágrimas me dejaron perpleja, pero a esas alturas sólo era otro horrible matiz que se me escapaba. Para que no volviera a hacerme daño, yo debía decir las palabras adecuadas.
–No te preocupes -dije-. De verdad.
–No -dijo-, no está bien lo que te he hecho. Eres una buena chica. No me has mentido. Siento lo que te he hecho.
Siempre he odiado esto en las películas o en las obras de teatro, una mujer es violentamente ultrajada y luego se le pide que perdone durante el resto de su vida.
–Te perdono -dije.
Era lo que tenía que decir. Me moriría a trozos con tal de salvarme de la muerte real.
Levantó la vista y me miró.
–Eres guapa -dijo.
–¿Puedo recoger mi bolso? – pregunté. Tenía miedo de moverme sin su permiso-. ¿Mis libros?
Él volvió a entrar en materia.
–¿Has dicho que tenías ocho dólares?
Los sacó de mis téjanos. Estaban doblados alrededor de mi carnet de conducir. Era un carnet con foto. En el estado de Nueva York no los había, pero en Pensilvania sí.
–¿Qué es esto? – preguntó-. ¿Es una de esas tarjetas que puedo utilizar para comer en McDonald's?
–No -dije.
Estaba aterrada de que se quedara con mi documentación. Que se fuera con algo más de lo que ya me había arrebatado: todo menos mi cerebro y mis pertenencias. Yo quería salir del túnel con ellos.
Lo miró un rato más hasta que se convenció. Tampoco se quedó el anillo de zafiro de mi tatarabuela que yo había tenido en la mano todo el tiempo. No le interesaban esa clase de cosas.
Me dio el bolso y los libros que había comprado aquella tarde con mi madre.
–¿Hacia dónde vas?
Señalé con una mano.
–Bueno -dijo-, cuídate.
Le prometí que lo haría y eché a andar. Salí del túnel, crucé la puerta a la que me había aferrado hacía una hora y salí al sendero de ladrillo. Para ir a mi casa tenía forzosamente que adentrarme más en el parque.
Un momento después él me gritó:
–¡Eh, tú!
Me volví. Era, como lo soy en estas páginas, suya.
–¿Cómo te llamas?
No podía mentir. No tenía otro nombre que el mío.
–Alice -respondí.
–Encantado de conocerte, Alice -gritó-. Hasta la vista.
Se alejó corriendo en dirección contraria, a lo largo de la valla metálica de la caseta de la piscina. Me volví. Había hecho lo que debía: le había convencido. Eché a andar.
No vi un alma hasta que llegué a los tres pequeños escalones de piedra que conducían del parque a la acera. Al otro lado de la calle había una fraternidad masculina. Seguí andando, manteniéndome en la acera del parque. En la explanada de césped de la fraternidad había gente. Eran los últimos coletazos de una fiesta. Al llegar a la calle de mi residencia, que moría en el parque, me metí en ella y eché a andar cuesta abajo, pasando por delante de otra residencia, más grande.
Era consciente de que me miraban. Juerguistas que volvían a sus casas o empollones que tomaban la última bocanada de aire fresco antes del verano. Hablaban, pero yo no estaba allí. Los oía fuera de mí, como si hubiera tenido un ataque de apoplejía; estaba atrapada dentro de mi cuerpo.
Se acercaron a mí, algunos corriendo, pero cuando yo no respondí retrocedieron.
–Eh, ¿la has visto? – se decían.
–Está hecha polvo.
–Mira la sangre.
Bajé la colina y pasé por delante de aquella gente. Me daba miedo todo el mundo. Afuera, en la plataforma elevada que rodeaba la puerta delantera de la residencia Marion, había gente que me conocía. Me conocían de vista si no de nombre. Marion tenía tres pisos, uno de chicas entre dos de chicos. Afuera había sobre todo chicos. Uno de ellos me abrió la puerta principal para dejarme pasar. Otro me sostuvo la de dentro abierta. Me observaban, ¿cómo no iban a hacerlo?
En una pequeña mesa cerca de la puerta estaba el ayudante de seguridad residente, que era un estudiante de posgrado, un árabe menudo y estudioso. Se levantó apresuradamente al verme.
–¿Qué ha pasado? – preguntó.
–No llevo el carnet -dije.
Me quedé frente a él con la cara destrozada, cortes en la nariz y los labios, y laceraciones en una mejilla. Tenía hojas enredadas en el pelo, la ropa del revés y manchada de sangre, los ojos vidriosos.
–¿Estás bien?
–Quiero ir a mi habitación. No llevo el carnet -repetí.
Me indicó por señas que entrara.
–Prométeme que te cuidarás -dijo.
En la escalera había chicos. También varias chicas. La mayoría de los estudiantes de la residencia estaban despiertos. Pasé por su lado. Silencio. Miradas.
Recorrí el pasillo y llamé a la puerta de mi mejor amiga. No había nadie. Llamé a la mía, esperando encontrar a mi compañera de habitación. Nadie. Por fin llamé a la puerta de Linda y Diane, dos del grupo de seis que nos habíamos hecho amigas aquel año. Al principio no hubo respuesta. Luego el pomo giró.
La habitación estaba oscura. Linda sostenía la puerta arrodillada en la cama. La había despertado.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–Linda, me acaban de violar y golpear en el parque -respondí.
Cayó hacia atrás en la oscuridad. Se había desmayado.
La puerta era de bisagras con muelle y se cerró de golpe.
El ayudante de seguridad residente se había interesado por mí. Di media vuelta y volví a bajar a su mostrador. Él se levantó.
–Me han violado en el parque -dije-. ¿Puedes llamar a la policía?
Empezó a hablar muy deprisa en árabe, sin darse cuenta, y luego dijo:
–Sí, claro. Ven, por favor.
Detrás de él había una habitación con las paredes de cristal. A pesar de que se había concebido como oficina, nunca se utilizaba. Como no había ninguna silla, me senté encima de la mesa.
Afuera se habían apiñado algunos chicos que me miraban fijamente con la cara pegada al cristal.
No recuerdo cuánto tardaron en venir, pero no fue mucho porque el hospital pertenecía a la universidad y estaba a sólo seis manzanas al sur. La policía llegó primero, pero no me acuerdo de qué les dije allí.
Poco después estaba en una camilla, a la que me ataron. Me sacaron al pasillo. Esta vez había una gran multitud bloqueando la entrada. Vi al ayudante de seguridad residente mirar hacia mí mientras lo interrogaban.
Un policía se hizo cargo de la situación.
–Apartaos -dijo a mis compañeros, curiosos-. Acaban de violar a esta chica.
Salí a la superficie lo suficiente para oír brotar aquellas palabras de sus labios. Yo era aquella chica. La onda expansiva empezó en los pasillos. Los camilleros me bajaron por la escalera. Las puertas de la ambulancia estaban abiertas. Una vez dentro, mientras nos poníamos en marcha a toda prisa, con las sirenas aullando, hacia el hospital, me permití venirme abajo. Me refugié en algún lugar dentro de mí, acurrucada y lejos de lo que estaba ocurriendo.
Me llevaron corriendo a través de las puertas de la sala de urgencias hasta una sala de reconocimiento. Un agente de policía entró mientras la enfermera me ayudaba a desvestirme para ponerme la bata del hospital. A ella no le gustó ver al agente allí, pero éste desvió la mirada y pasó una hoja en blanco de su bloc de notas.
No pude evitar pensar en las películas policíacas de la televisión. La enfermera y el agente discutieron sobre mí cuando él empezó a hacer preguntas y a coger mi ropa como prueba mientras ella me limpiaba la cara con alcohol y me prometía que enseguida llegaría el médico.
Recuerdo a la enfermera mejor que al agente. Utilizó su cuerpo como un escudo entre nosotros. Mientras él reunía pruebas preliminares -mi sencilla explicación de lo ocurrido-, ella me hablaba y recogía muestras.
–Debes de haberle hecho sudar -comentó. Y mientras recogía lo que me había sacado raspando de debajo de las uñas, añadió-: Estupendo, tienes un trozo de él.
Llegó la médico, una ginecóloga, la doctora Husa.
Empezó a explicar lo que iba a hacer mientras la enfermera se llevaba al policía. Me tendí en la camilla. Iba a inyectarme Demerol a fin de que me relajara lo suficiente para que pudiera recoger pruebas. Era posible que me entraran ganas de orinar. Debía contenerme, me dijo, porque podía estropear el cultivo de mi vagina y destruir las pruebas que necesitaba la policía.
Se abrió la puerta.
–Hay alguien aquí que quiere verte -dijo la enfermera.
Por alguna razón pensé que sería mi madre y me entró el pánico.
–Una tal Mary Alice.
–¿Alice? – Oí la voz de Mary Alice. Débil, asustada, controlada.
Me cogió la mano y yo se la apreté con fuerza.
Mary Alice era guapa -rubia natural con unos preciosos ojos verdes- y aquel día en particular me recordó a un ángel.
La doctora Husa nos dejó hablar un momento mientras preparaba el instrumental.
Mary Alice, como todos los demás, había estado bebiendo mucho en una fiesta de fin de curso de una fraternidad cercana.
–Luego no digas que no sé quitarte una borrachera -dije. Y me eché a llorar.
Dejé que me brotaran las lágrimas mientras ella me ofrecía lo que yo más necesitaba, una pequeña sonrisa en respuesta a mi broma. Fue lo primero de mi vida anterior que reconocí al otro lado. La sonrisa de mi amiga horriblemente cambiada y marcada. No fue espontánea ni abierta, ni nacida de una tontería como habían sido nuestras sonrisas durante todo el año, sino una sonrisa para consolarme. Ella lloró más que yo; se le hinchó la cara y le aparecieron manchas rojas. Me explicó cómo Diane, que, al igual que Mary Alice, medía casi metro ochenta, había poco menos que levantado del suelo al menudo ayudante de seguridad para sonsacarle dónde estaba yo.
–No quería decírselo a nadie aparte de a tu compañera de habitación, pero Nancy se había desmayado.
Sonreí al imaginarme a Diane y Mary Alice levantando al ayudante de seguridad, y a éste moviendo frenético los pies en el aire como un policía de Keystone Kops.
–Estamos preparadas -dijo la doctora Husa.
–¿Vas a quedarte conmigo?
Lo hizo.
La doctora Husa y la enfermera trabajaron juntas. De vez en cuando tenían que masajearme los muslos. Les pedí que me explicaran lo que hacían. Quería saberlo todo.
–Esto es distinto de un reconocimiento corriente -dijo la doctora-. Necesito tomar muestras para reunir pruebas de la violación.
–Son pruebas para poder coger a ese pervertido -explicó la enfermera.
Me pasaron un peine por el pubis para recoger los pelos sueltos que pudiera haber, me cortaron un poco de vello púbico y me tomaron muestras de sangre, semen y flujo vaginal. Cuando hice una mueca de dolor, Mary Alice me apretó la mano con más fuerza. La enfermera trató de darle conversación, preguntó a Mary Alice en qué se había especializado en la universidad, me dijo que tenía suerte de tener una buena amiga, dijo que el hecho de que me hubieran golpeado de aquella manera haría que la policía me escuchara con más atención.
–Hay tanta sangre… -la oí decir preocupada.
Mientras me pasaban el peine por el pubis, la doctora Husa dijo:
–¡Tenemos un pelo de él!
La enfermera sostuvo la bolsa de las pruebas abierta y la doctora dejó caer el pelo dentro.
–¡Magnífico! – exclamó.
–Alice -dijo la doctora Husa-, vamos a dejarte orinar, pero luego tendré que darte unos puntos.
La enfermera me ayudó a sentarme y me puso una cuña debajo. Oriné tanto rato que la enfermera y Mary Alice lo comentaron y se rieron cada vez que creían que había acabado. Cuando terminé, lo que vi fue una cuña llena de sangre, no de orina. La enfermera la tapó rápidamente con el papel que cubría la camilla.
–No hay necesidad de que lo mires.
Mary Alice me ayudó a tumbarme de nuevo.
La doctora Husa se dispuso a darme los puntos.
–Estarás dolorida unos días, tal vez una semana -dijo-. Deberías hacer reposo, si es posible.
Pero yo no podía pensar en días o semanas. Sólo podía concentrarme en el siguiente minuto y esperar que con cada uno que pasara mejoraría, que poco a poco todo aquello desaparecería.
Le pedí a la policía que no llamara a mi madre. Ignoraba cuál era mi aspecto y creía que podría ocultarles la violación a ella y a mi familia. Mi madre sufría ataques de pánico en un embotellamiento; estaba segura de que mi violación la destrozaría.
Después del examen vaginal me llevaron en camilla a una sala blanca. Aquella habitación se utilizaba para guardar grandes e increíbles máquinas de respiración artificial, todas brillantes, de acero inoxidable y fibra de vidrio inmaculado. Mary Alice había vuelto a la sala de espera. Me fijé en las máquinas, en lo limpias y nuevas que parecían; era la primera vez que me quedaba sola desde que se había puesto en marcha mi rescate. Estaba tumbada en la camilla, desnuda bajo la bata del hospital, y tenía frío. No estaba segura de por qué estaba allí, junto a aquellas máquinas. Pasó mucho tiempo hasta que vino alguien.
Era una enfermera. Le pregunté si podía tomar una ducha en la que había en un rincón. Consultó una hoja sujeta a una tablilla que colgaba del extremo de la camilla y que yo no había visto. Me pregunté qué diría de mí e imaginé la palabra VIOLACIÓN, en grandes letras rojas, escrita en diagonal a lo largo de la hoja.
Me quedé inmóvil, sin respirar apenas. El Demerol hacía todo lo posible por relajarme pero me sentía todavía sucia y me resistía. Cada palmo de mi piel me picaba y me escocía. Quería desprenderme de él. Quería ducharme y frotarme la piel hasta dejarla en carne viva.
La enfermera me dijo que esperábamos al psiquiatra de guardia, y luego salió de la habitación. Sólo habían transcurrido quince minutos -pero con la sensación de suciedad que se iba apoderando de mí se me hicieron muy largos-cuando un psiquiatra entró apresuradamente en la sala.
Pensé, incluso entonces, que aquel médico necesitaba más que yo el Valium que me recetó. Estaba exhausto. Recuerdo haberle dicho que conocía el Valium y que no necesitaba explicarme nada.
–Te tranquilizará -dijo él.
Mi madre había sido adicta al Valium cuando yo era pequeña. Nos había sermoneado a mi hermana y a mí sobre las drogas, y al hacerme mayor entendí su miedo: que me emborrachara o me colocara y perdiera mi virginidad con algún chico torpe. Pero en aquellos sermones siempre veía a mi madre, llena de vida, apagada de algún modo, menguada, como si hubieran cubierto con una gasa sus afilados bordes.
Yo no podía ver el Valium como la droga benigna que el médico daba a entender. Se lo dije, pero él no me hizo ni caso. Cuando se marchó de la sala, hice lo que casi inmediatamente había sabido que haría y arrugué la receta para echarla a la papelera. Fue una sensación agradable. Una especie de «a la mierda», para que nadie pudiera correr un velo sobre lo que yo había sufrido. Incluso entonces creí saber lo que podría pasar si dejaba que la gente cuidara de mí. Desaparecería. Nunca más sería Alice, fuera lo que fuese.
Entró una enfermera y me dijo que podía llamar a otra de mis amigas para que me ayudara. Con los analgésicos iba a necesitar a una enfermera o a alguien que me ayudara a mantener el equilibrio en la ducha. Yo quería que fuera Mary Alice, pero no quería ser egoísta, de modo que pregunté por Tree, la compañera de habitación de Mary Alice, que era otra de nuestro grupo de seis.
Esperé y, mientras lo hacía, traté de pensar en lo que podía decirle a mi madre, algo que explicara por qué estaba tan soñolienta. No podía saber, a pesar de las advertencias de la médico, lo dolorida que estaría a la mañana siguiente, o que un elegante entramado de cardenales aparecería por mis muslos y pecho, en la parte inferior de mis antebrazos y alrededor de mi cuello, en los que, unos días después, en mi habitación de casa, empezaría a distinguir las señales de la presión de los dedos de mi violador en mi cuello: una mariposa hecha con dos pulgares unidos en el centro y los demás dedos aleteando alrededor de mi cuello. «Voy a matarte, zorra. Calla. Calla. Calla.» Cada repetición acompañada de un golpe de mi cráneo contra el ladrillo, cada repetición cortando cada vez más la llegada de oxígeno a mi cerebro.
La cara de Tree y el gritito sofocado que dio deberían haberme advertido que no podría ocultar la verdad. Pero se recuperó rápidamente y me ayudó a llegar hasta la ducha. Se sentía incómoda conmigo: ya no era como ella, sino diferente.
Creo que si sobreviví a aquellas primeras horas que siguieron a la violación fue gracias a mi creciente obsesión por cómo evitar decírselo a mi madre. Convencida de que la destrozaría, dejé de pensar en lo que me había pasado a mí y me preocupé por ella. Mi preocupación se convirtió en mi salvavidas. Me aferré a él mientras perdía y recobraba el conocimiento camino del hospital, mientras me daban los puntos después del examen vaginal y mientras el psiquiatra me recetaba las mismas pastillas que habían dejado atontada a mi madre años atrás.
La ducha estaba en un rincón de la habitación. Yo caminaba como una anciana que se tambalea y Tree me sostenía. Me concentré en mantener el equilibrio y no me miré en el espejo que había a mi derecha hasta que levanté la vista y estuve casi delante de él.
–Alice, no lo hagas -dijo Tree.
Pero yo estaba fascinada, como lo estuve de niña al ver una pieza expuesta en una sala tenuemente iluminada del Museo de Arqueología de la Universidad de Pensilvania. La habían llamado Blue Baby, una momia con la cara destrozada y el cuerpo de un niño que había muerto hacía siglos. Vi en ella una semejanza: yo era una niña como lo había sido Blue Baby.
Vi mi cara en el espejo. Me llevé una mano a las marcas y cortes. Ésa era yo. Había algo innegable: ninguna ducha se llevaría los rastros de la violación. No tenía más remedio que decírselo a mi madre. Ella tenía demasiado sentido común como para creer cualquier historia que pudiera inventar. Trabajaba para un periódico y se jactaba de que era imposible engañarla.
Era una ducha pequeña con baldosas blancas. Pedí a Tree que abriera el grifo.
–Lo más caliente que puedas -dije.
Me quité la bata de hospital y se la di.
Tuve que agarrarme del grifo y de una barra que había en un lado de la ducha para sostenerme. Aquello me impedía frotarme. Recuerdo que le comenté a Tree que me gustaría tener un cepillo de alambre pero que ni siquiera eso sería suficiente.
Ella corrió la cortina y yo me quedé allí, dejando que el agua cayera sobre mí.
–¿Puedes ayudarme? – pregunté.
Tree descorrió un poco la cortina.
–¿Qué quieres que haga?
–Me da miedo caerme. ¿Podrías coger el jabón y ayudarme a lavarme?
Ella alargó una mano a través del agua y cogió la gran pastilla cuadrada de jabón. Me la pasó por la espalda con cuidado de no tocarme con la mano. Volví a oír las palabras del violador -«la peor zorra»-, como las volvería a oír durante años cada vez que me desvestía delante de otras personas.
–Olvídalo -dije, incapaz de mirarla-. Ya lo hago yo. Vuelve a dejar el jabón en su sitio.
Ella así lo hizo y corrió la cortina antes de marcharse.
Me senté en la ducha. Cogí una de esas toallitas que se utilizan a modo de esponja y la enjaboné. Me restregué con fuerza bajo un agua tan caliente que se me quedó la piel enrojecida. Lo último que hice fue llevarme la toallita a la cara y con las dos manos frotármela una y otra vez, hasta que los cortes y la sangre la dejaron rosada.
Después de la ducha caliente me vestí con la ropa que Tree y Diane habían seleccionado a toda prisa entre las pocas prendas limpias que encontraron en mi habitación. Se habían olvidado la ropa interior, de modo que no tenía ni sujetador ni bragas. Lo que tenía era unos vaqueros de mis tiempos de instituto en los que había bordado flores y había cosido intrincados parches hechos a mano cuando se me habían rasgado las rodillas: largas tiras de estampado de cachemir y terciopelo verde. Mi abuela los había llamado mis pantalones de «rebelde». Encima me puse una fina camisa a rayas rojas y blancas. Me dejé la camisa por fuera, esperando tapar lo más posible los vaqueros.
El calor de la ducha junto con el Demerol tuvieron el efecto de dejarme grogui durante el trayecto en coche a la comisaría. Recuerdo haber visto a la consejera residente, una estudiante de segundo año llamada Cindy, frente a la puerta de seguridad de la tercera planta de la comisaría, llamada edificio de Seguridad Pública. Yo no estaba preparada para ver a alguien con una cara radiante, con aquel aspecto de alumna de colegio mixto tan típicamente americana.
Mary Alice se quedó fuera con Cindy mientras los agentes me hacían cruzar una puerta de seguridad. En el interior encontré a un detective vestido de paisano. Era bajo, con el pelo negro y tirando a largo. Me recordó a Starsky de Starsky y Hutch, parecía diferente de los otros policías. Fue amable conmigo, pero acababa su turno. Debía relevarlo el sargento Lorenz, que aún no había llegado a la comisaría.
Sólo puedo intentar imaginar cómo me vieron. Con la cara hinchada, el pelo mojado, la ropa que llevaba -concretamente los pantalones de «rebelde» y sin sujetador-, y para colmo, el efecto del Demerol.
Hice un retrato robot a partir de facciones grabadas en microfilm. Trabajé con un agente y me sentí frustrada porque ninguna de las facciones de mi violador parecían encontrarse entre las cincuenta y tantas narices, ojos y labios. Las describí con exactitud, y cuando ninguna de las diminutas facciones en blanco y negro entre las que podía escoger me parecía aceptable, el policía decidía cuál era la mejor. El retrato robot que hicimos aquella noche se parecía poco a él.
A continuación, el policía me hizo una serie de fotos, sin saber que aquella noche ya había tenido otra sesión fotográfica. Ken Childs, un chico que me gustaba, me había sacado casi un rollo de fotos en varias poses por todo su apartamento.
Ken estaba colado por mí, y yo sabía que hacía las fotos para enseñarlas a la gente ese verano. Sabía que juzgarían las fotografías. ¿Era guapa? ¿Parecía lista? ¿Se limitarían sus amigos a un «Parece simpática»? ¿O peor aún: «Lleva un bonito jersey»?
Había engordado, pero los vaqueros que llevaba seguían yéndome demasiado grandes, y había tomado prestados de mi madre una camisa de tela oxford y una chaqueta de punto de ocho trenzas. El adjetivo que primero acude a mi mente es «demodé».
Así pues, en las fotos de «antes» que había tomado Ken Childs, al principio estoy posando, luego me da la risa tonta y acabo riéndome a mandíbula batiente. A pesar de toda mi timidez, me perdí en la tontería de risitas bobas de nuestro enamoramiento de adolescentes. Estoy sosteniendo en equilibrio una caja de pasas sobre la cabeza, leyendo con atención la etiqueta de detrás como si fuera un texto apasionante, con los pies apoyados en el borde de la mesa del comedor. Y sonriendo, sonriendo sin parar.
En las fotos de «después» que me hizo la policía estoy conmocionada. La palabra «conmocionada», en este contexto, quiere decir que yo ya no estaba allí. Si has visto fotos de víctimas de crímenes sabrás que parecen descoloridas o más oscuras de lo normal. Las mías eran de la variedad sobreexpuesta. Había cuatro clases de fotos: cara, cara y cuello, cuello y de cuerpo entero con un número de identificación. Nadie te dice en ese momento lo importantes que serán esas fotos. La «cosmética» de una violación es fundamental para demostrar cualquier caso. Hasta entonces, aparentemente, yo tenía a mi favor dos cosas: había llevado ropa holgada, poco seductora; y saltaba a la vista que me habían golpeado. Si sumas a eso mi virginidad, empezarás a comprender gran parte de lo que importa en una sala de tribunal.
Por fin me dejaron marchar del edificio de Seguridad Pública con Cindy, Mary Alice y Tree. Prometí a los agentes de la comisaría que volvería en unas horas, y que entonces haría mi declaración jurada y miraría las fotos del archivo de la policía. Quería que vieran que era seria, que no iba a fallarles. Pero ellos trabajaban en el turno de noche. Aunque volviera -y para ellos, estaba lejos de ser seguro que lo hiciera-, no estarían allí para ver que había cumplido mi palabra.
El agente volvió a llevarnos en coche a la residencia Marion. Era por la mañana temprano y había empezado a clarear por encima del Thorden Park, en lo alto de la colina. Tenía que decírselo a mi madre.
En la residencia reinaba un silencio sepulcral. Cindy entró en su habitación situada al comienzo del pasillo, y Mary Alice y yo acordamos que nos reuniríamos con ella de un momento a otro. Ninguna de las dos teníamos un teléfono privado.
Fuimos a mi habitación, donde encontré un sujetador y unas bragas que ponerme debajo de la ropa.
De nuevo en el pasillo, nos encontramos con Diane y su novio, Victor. Llevaban despiertos toda la noche, esperando a que yo volviera.
Mi relación con Victor, antes de aquella mañana, había consistido principalmente en no comprender qué tenía en común con Diane, quien me parecía una chica estridente. Era guapo y atlético, y se mostraba muy callado cuando estaba con todas nosotras. Había entrado en la universidad sabiendo ya la especialidad que quería hacer. Era algo parecido a ingeniería eléctrica. Muy distinto de la poesía. Victor era negro.
–Alice -dijo Diane.
Salieron otras chicas por la puerta abierta de Cindy. Chicas que conocía de vista o ni siquiera conocía.
–Victor quiere abrazarte -dijo Diane.
Miré a Victor. Aquello era demasiado. Él no era mi violador, eso lo sabía. Ése no era el problema. Pero me estaba impidiendo hacer lo último que quería hacer en este mundo y sabía que tenía que hacer: llamar a mi madre.
–No sé si puedo -le dije a Victor.
–Era negro, ¿verdad? – preguntó él. Trataba de atraer mi mirada.
–Sí.
–Lo siento -dijo. Lloraba. Las lágrimas le corrían despacio por las mejillas-. Lo siento mucho.
No sé si lo abracé porque no podía soportar verlo llorar (no le pegaba nada al Victor que yo conocía, el Victor callado que estudiaba con ahínco o sonreía con timidez a Diane), o porque me instaron a hacerlo los que nos rodeaban. Él me abrazó hasta que tuve que apartarme y entonces me soltó. Estaba destrozado, y yo no atinaba a comprender qué le estaba pasando por la cabeza. Tal vez ya sabía que tanto familiares como extraños dirían cosas como «Apuesto a que era negro», y quería darme algo que lo contrarrestara, una experiencia en las primeras veinticuatro horas que me hiciera resistir la tentación de encasillar a la gente y volcar en ellos todo mi odio. Fue el primer hombre -negro o blanco- al que abracé después de la violación, y sólo supe que no podía darle nada a cambio. Los brazos que me rodeaban, la vaga amenaza de fuerza física, todo fue demasiado para mí.
Cuando terminamos, Victor y yo teníamos público. Era algo a lo que tendría que acostumbrarme. De pie cerca de él, pero sin abrazarlo ya, fui consciente de la presencia de Mary Alice y de Diane. Ellas formaban parte del cuadro. Los demás estaban borrosos y retirados a un lado. Veían mi vida como si fuera una película. En su versión de los hechos, ¿qué papel les correspondía? Con los años descubriría que en unas cuantas versiones, yo había sido su mejor amiga. Conocer a una víctima es como conocer a alguien famoso. Sobre todo cuando el crimen representa un tabú. Cuando reunía datos para escribir este libro en Syracuse, conocí a una mujer así. Al principio no me reconoció, sólo sabía que yo estaba escribiendo un libro sobre la violación de Alice Sebold, y entró apresuradamente en la habitación y me dijo a mí y a los que me ayudaban que «la víctima de aquel caso había sido su mejor amiga». Yo no tenía ni idea de quién era ella. Cuando alguien me llamó por mi nombre, ella parpadeó, se acercó a mí y me abrazó para guardar las apariencias.
En la habitación de Cindy, me senté en la cama más próxima a la puerta. Estaban allí Cindy, Mary Alice y Tree, y tal vez Diane. Cindy había echado a los demás y había cerrado la puerta.
Había llegado el momento. Me senté con el teléfono en el regazo. Mi madre estaba a sólo unos kilómetros de distancia; había venido en coche el día anterior para llevarme a casa. Estaría levantada y dando vueltas por su habitación del Holiday Inn. Por aquel entonces viajaba siempre con una cafetera para hacerse café descafeinado en su habitación. Había reducido su consumo diario a diez tazas, y los restaurantes todavía no tenían costumbre de servir café descafeinado.
Antes de que me dejara en casa de Ken Childs la tarde anterior, acordamos que vendría a la residencia hacia las ocho y media de la mañana, tarde para ella pero una concesión al hecho de que yo habría estado levantada hasta las tantas despidiéndome de mis amigos. Miré a mis amigas, esperando que me dijeran «No tienes tan mal aspecto», o me proporcionaran la explicación perfecta para los cortes y cardenales de mi cara, la explicación que yo no había logrado inventar en toda la noche.
Tree marcó el número.
–Señora Sebold -dijo cuando mi madre contestó-, soy Tree Roebeck, una amiga de Alice.
Es posible que mi madre la saludara.
–Voy a pasarle el teléfono a Alice. Necesita hablar con usted.
Tree me pasó el teléfono.
–Mamá -empecé a decir.
Ella no debía de haber notado que me temblaba la voz, aunque a mí me parecía evidente. Estaba irritada.
–¿Qué pasa, Alice? Sabes que dentro de nada estaré allí. ¿No puedes esperar?
–Mamá, necesito decirte algo.
Esta vez lo notó.
–¿Qué… qué pasa?
–Anoche me golpearon y me violaron en el parque.
Lo dije como si estuviera leyendo una frase de un guión.
–Dios mío -dijo mi madre, y tras inhalar rápidamente aire y dar un gritito sofocado, se recuperó-. ¿Estás bien?
–¿Puedes venir a buscarme, mamá? – pregunté.
Dijo que estaría allí en menos de veinte minutos, todavía tenía que hacer la maleta y pagar, pero llegaría.
Colgué el teléfono.
Mary Alice propuso que esperáramos en su habitación hasta que llegara mi madre. Alguien había comprado bollos y donuts.
En el tiempo transcurrido desde que habíamos vuelto a la residencia, los estudiantes se habían ido despertando. Todo eran prisas a mi alrededor. Muchos de ellos, incluidas mis amigas, debían reunirse con sus padres para desayunar o correr a las paradas de autobús o a los aeropuertos. Me prestaban atención un minuto y a continuación desconectaban para acabar de hacer las maletas. Me senté con la espalda apoyada contra la pared de hormigón de la residencia. Según la gente entraba y salía por la puerta, oía fragmentos de conversaciones: «¿Dónde está?», «¿Violada…?», «¿…visto la cara?», «¿… lo conoce?», «… siempre rara…».
Yo no había comido nada desde la noche anterior -desde las pasas en casa de Ken Childs-, y no podía mirar los bollos y los donuts sin recordar lo último que había tenido en la boca: el pene del violador. Traté de mantenerme despierta. Llevaba levantada más de veinticuatro horas -muchas más si contaba todas las noches que me había quedado estudiando la semana de exámenes finales-, pero tenía miedo de dormirme antes de que llegara mi madre. Mis amigas y la consejera residente, que, después de todo, sólo tenía diecinueve años, trataban de cuidar de mí, pero yo había empezado a darme cuenta de que ahora estaba al otro lado de algo que ellas no podían entender. Ni yo misma lo entendía.
Me pareció que tenía que vestirme bien por mi madre y para volver a casa. Mary Alice ya se había sorprendido cuando en Navidades y en las vacaciones de Semana Santa yo había insistido en ponerme un traje de chaqueta para coger el autobús a Pensilvania. En ambas ocasiones ella había esperado en el bordillo de la acera delante de la residencia vestida con un pantalón de chándal y un anorak de plumón, y una hilera de bolsas de basura llenas de ropa, listas para que sus padres las metieran en el coche. Pero a mis padres les gustaba verme arreglada, habían discutido sobre mi forma de vestir muchas mañanas cuando iba al instituto. Yo había empezado a hacer régimen a los once años, y mis kilos de más y cuánto estropeaban mi figura era un tema de conversación de gran importancia. Mi padre era el rey de los cumplidos equívocos. «Pareces una bailarina rusa -me dijo una vez-, sólo que demasiado gorda.» Mi madre no paraba de repetir: «Si no fueras tan guapa, no importaría». Supongo que yo debía deducir de ello que me consideraban guapa. El resultado, por supuesto, era que me encontraba fea.
No hubo probablemente mejor forma de confirmármelo que la violación. En el «testamento de clase» que escribimos el último año en el instituto, dos chicos me habían dejado unos palillos y pigmento. Los palillos eran por mis ojos asiáticos, el pigmento por mi palidez. Yo siempre estaba pálida y era poco musculosa. Tenía los labios gruesos y los ojos pequeños. La madrugada que me violaron tenía los labios cortados, los ojos hinchados.
Me puse una falda escocesa verde y roja, y me aseguré de utilizar el imperdible que mi madre había buscado por los grandes almacenes después de que compráramos la falda. La indecencia de aquella clase de faldas era algo en lo que hacía hincapié a menudo, sobre todo cuando veíamos a una mujer o a una chica que no parecía ser consciente de que se le había abierto por delante, y nosotras, el público en el aparcamiento o en los grandes almacenes, alcanzábamos a verle más pierna de la que, en palabras de mi madre, «querría ver nadie».
Mi madre era partidaria de comprarnos la ropa grande, de modo que crecí oyendo a mi hermana mayor, Mary, quejarse de lo enorme que era toda la ropa que nos compraba mamá. En los probadores de los grandes almacenes, mamá calculaba el tamaño de los pantalones o las faldas metiendo la mano por la cinturilla. Si no podía deslizarla fácilmente entre nuestra ropa interior y cualquier prenda que nos estuviéramos probando, nos iba demasiado ajustada. Si mi hermana se quejaba, mi madre decía: «Mary, no sé por qué insistes en llevar los pantalones tan ceñidos que no dejan nada, pero nada, a la imaginación».
Nos sentábamos con las piernas cruzadas. Llevábamos el pelo limpio y peinado hacia atrás por encima de las orejas. No se nos permitía llevar vaqueros más de una vez a la semana hasta que empezáramos el instituto. Teníamos que ir con vestido al colegio al menos una vez a la semana. Los tacones estaban prohibidos, excepto los zapatos de salón Pappagayo, que eran ante todo para ir a la iglesia y cuyo tacón no excedía los cuatro centímetros. Me decían que únicamente las fulanas y las camareras mascaban chicle, y sólo las mujeres diminutas podían llevar cuellos de cisne y tobilleras.
Yo sabía, ahora que me habían violado, que debía intentar tener buen aspecto para mis padres. Haber engordado los consabidos kilos que todo el mundo se ponía encima el primer año de universidad significaba que aquel día la falda me iba bien. Trataba de demostrarles a ellos y a mí misma que seguía siendo la de antes. Era guapa aunque gorda. Elegante aunque gritona. Buena aunque hecha una ruina.
Mientras me vestía llegó Tricia, una representante del Centro de Crisis de Violaciones. Repartió folletos a mis amigas y dejó montones de ellos en el vestíbulo de la residencia. Si alguien ignoraba el motivo de todo el follón de la noche anterior, ahora lo sabía con seguridad. Tricia era alta y delgada, con el pelo castaño claro, fino y ralo, que le caía ondulado alrededor de la cabeza. Su actitud, una especie de «Estoy aquí para ayudarte», no me inspiró confianza. Tenía a Mary Alice. Mi madre iba a venir. No quería agradecer la amabilidad de aquella desconocida ni quería pertenecer a su club.
Me avisaron con dos minutos de antelación de que mi madre subía por la escalera. Yo quería que Tricia se callara -no veía cómo sus palabras podían ayudarme a afrontar aquel encuentro-, y me paseé nerviosa por la habitación, preguntándome si debía salir al pasillo a saludar a mi madre.
–Abre la puerta -le dije a Mary Alice.
Respiré hondo y me quedé de pie en medio de la habitación. Quería que mi madre supiera que estaba bien. Que nada podía vencerme. Me habían violado pero estaba bien.
Al cabo de unos segundos vi que mi madre, que yo había esperado que se viniera abajo, tenía la clase de energía vitalista que se necesitaba para ayudarme a pasar aquel día.
–Ya estoy aquí -dijo.
A las dos nos temblaba la barbilla cuando estábamos al borde de las lágrimas, un rasgo en común que odiábamos.
Le hablé de la policía, que teníamos que volver a la comisaría. Necesitaban una declaración jurada formal y había fotos del archivo de la policía que yo debía mirar. Mi madre habló con Tricia y Cindy, dio las gracias a Tree y a Diane, y sobre todo a Mary Alice, a quien ya conocía. Observé cómo se hacía cargo de la situación. La dejé hacer encantada, sin cuestionarme de momento el efecto que había tenido en ella la noticia.
Las chicas ayudaron a mi madre a hacer mis maletas y a llevarlas al coche. Víctor también ayudó. Yo me quedé en la habitación. El pasillo se había convertido en un lugar difícil para mí. Las puertas se abrían a habitaciones donde había gente que me conocía.
Antes de que mi madre y yo nos fuéramos, y como último gesto para demostrarme su afecto, Mary Alice me recogió el pelo en una trenza. Era algo en lo que tenía muchísima práctica, por haber cuidado caballos cuyas crines trenzaba para las competiciones. Me hizo daño, tenía el cuero cabelludo muy dolorido de los tirones que me había dado el violador, pero con cada mechón de pelo que ella trenzaba traté de aunar las fuerzas que me quedaban. Supe antes de que Mary Alice y mi madre bajaran conmigo la escalera y me acompañaran al coche, donde Mary Alice me abrazó y se despidió de mí, que iba a fingir lo mejor que pudiera que estaba bien.
Fuimos en coche al edificio de Seguridad Pública, que estaba en el centro de la ciudad. Había que cumplir con aquel deber antes de volver a casa.
Miré las fotos del archivo de la policía, pero no vi al hombre que me había violado. A las nueve de la mañana llegó el sargento Lorenz y lo primero que decidió hacer fue tomarme declaración. Yo sentía cómo se me cerraba el cuerpo y tenía dificultades en mantenerme despierta. Lorenz me llevó a la sala de interrogatorios, cuyas paredes estaban cubiertas de una gruesa moqueta. Mientras yo contaba lo ocurrido, él permaneció sentado ante una máquina de escribir, tecleando despacio y de manera poco eficiente. Yo estaba adormilada e hice un gran esfuerzo por mantenerme despierta, pero se lo conté todo. Fue tarea de Lorenz reducirlo a una hoja para el expediente y a tal efecto de vez en cuando gritaba furioso: «¡Eso es intrascendente, sólo los hechos!». Yo me tomé cada reprimenda por lo que era, una constatación de que los detalles de mi violación sólo importaban en la medida en que se ajustaban a los cargos establecidos: Violación I, Sodomía I, etcétera. Cómo me había retorcido los pechos o metido el puño en la vagina, arrebatándome la virginidad, era intrascendente.
Durante mi lucha por mantenerme despierta me fijé en aquel hombre. Estaba cansado, extenuado, no le gustaba la parte burocrática de su trabajo, y tomar una declaración jurada en un caso de violación era una forma desagradable de empezar su jornada.
También se sentía incómodo en mi presencia. En primer lugar, porque yo era la víctima de una violación y tenía información que a cualquiera le incomodaría escuchar, pero también porque estaba teniendo dificultades en mantenerme despierta. Me miró con los ojos entornados, juzgándome desde detrás de la máquina de escribir.
Cuando le dije que no sabía que un hombre tenía que estar erecto para penetrarme, Lorenz me miró.
–Vamos, Alice -dijo sonriendo-. Los dos sabemos que eso no es posible.
–Lo siento -dije escarmentada-. No lo sé, nunca he tenido relaciones sexuales con un hombre.
Guardó silencio y bajó la mirada.
–No estoy acostumbrado a tratar con vírgenes en mi profesión -dijo.
Decidí que el sargento Lorenz me cayera bien, verlo como un padre. Era la primera persona a la que le había explicado con detalle lo ocurrido. No podía sospechar que tal vez no me había creído.
El 8 de mayo me fui de la casa de mi amigo, en 321 Westcott St., hacia las 12.00 horas de la noche. Procedí a ir a mi residencia, en 305 Waverly Ave., cruzando el Thorden Park. A las 12.05 aprox., mientras recorría el sendero que pasa por delante de la caseta de la piscina y cerca del anfiteatro, oí pasos detrás de mí. Empecé a andar más deprisa, y de pronto un hombre me cogió por detrás y me tapó la boca. El hombre dijo: «Cállate, no te haré daño si haces lo que te digo». Me quitó la mano de la boca y yo grité. Luego me arrojó al suelo y me tiró del pelo, diciendo: «No hagas preguntas, podría matarte aquí mismo». Estábamos los dos en el suelo y él me amenazó con un cuchillo que no vi. Luego empezó a forcejear conmigo y me dijo que caminara hacia el anfiteatro. Mientras caminaba me caí y él se enfadó, me agarró por el pelo y tiró de mí hasta el anfiteatro. Procedió a desnudarme hasta que me quedé en sujetador y bragas. Me los quité, él me dijo que me tumbara y yo obedecí. Se quitó los pantalones y empezó a hacer el acto sexual conmigo. Cuando terminó, se levantó y me pidió que le hiciera una «mamada». Le dije que no sabía lo que quería decir, y el hombre dijo: «Sólo chúpamela». Entonces me cogió la cabeza y me metió su pene a la fuerza en la boca. Cuando terminó, me dijo que me tumbara en el suelo y volvió a hacer el acto sexual conmigo. Se quedó dormido un rato encima de mí. Luego se levantó, me ayudó a vestirme y cogió nueve dólares de mi bolsillo trasero. Después me dejó marchar y yo volví a la residencia Marion, donde informé a la policía de la universidad.
Quiero declarar que el hombre del parque es un negro de dieciséis o dieciocho años, menudo y musculoso de aproximadamente sesenta y cinco kilos, llevaba una camiseta azul oscuro, vaqueros oscuros y el pelo corto al estilo afro. En caso de que capturen a este individuo, deseo que se le procese.
Lorenz me entregó la declaración jurada para que la firmara.
–Eran ocho dólares, no nueve -dije-. ¿Y qué hay de lo que me hizo en los pechos y con el puño? Luchamos más de lo que pone aquí.
Todo lo que yo veía eran los errores que creía que él había cometido, lo que había omitido o las palabras que habían reemplazado las que yo había dicho.
–Todo eso es irrelevante -dijo-. Sólo necesitamos lo esencial. En cuanto firmes podrás irte a casa. Lo hice. Me fui con mi madre a Pensilvania.
Aquella mañana temprano, en la residencia, yo le había preguntado a mi madre si era necesario decírselo a papá. Ella ya se lo había dicho. Fue a la primera persona que llamó. Discutieron por teléfono sobre si decírselo a mi hermana en ese momento, pues le quedaba un examen final más por hacer en Pensilvania. Pero mi padre necesitaba decírselo a mi hermana tanto como mi madre había necesitado decírselo a él. La llamó a la habitación de su residencia de Filadelfia la mañana en la que mi madre y yo volvíamos a casa. Mary se presentó a su último examen sabiendo que me habían violado.
Y así, poco después empecé a elaborar mi teoría sobre las personas principales frente a las secundarias. No tenía inconveniente en que las personas principales, como mis padres, mi hermana y Mary Alice, contaran lo que me había ocurrido. Necesitaban hacerlo, era natural. Pero las personas a quienes se lo habían contado, la gente secundaria, no debían contarlo a otros. De ese modo creí poder impedir que se divulgara la noticia. Me olvidé convenientemente de todas las caras de los que me habían visto en la residencia y no tenían gran interés en serme leales.
Regresaba a casa.
Mi vida había terminado; mi vida acababa de empezar.
Las casas eran de dos tipos: con un garaje que sobresalía de la fachada o con un garaje adosado al lateral. Se podía escoger entre dos o tres colores para las tejas de madera y los postigos. Era, desde mi punto de vista adolescente, un erial que suponía un continuo podar, segar, plantar, arrancar malas hierbas y competir con los vecinos de ambos lados. Hasta teníamos una pequeña cerca blanca. Mi hermana y yo conocíamos cada estaca de la cerca, ya que éramos las encargadas de gatear por allí con unas podadoras manuales para cortar la hierba que el cortacésped no alcanzaba.
Con el tiempo empezaron a aflorar otras urbanizaciones alrededor de la nuestra. Sólo los primeros residentes de Spring Mili Farms sabían dónde terminaba nuestra urbanización y dónde empezaban las demás. Fue a aquel barrio de las afueras, diseminado y semiderruido, adonde fui después de mi violación.
El viejo molino, que había dado nombre a mi vecindario, aún no había sido restaurado cuando yo era adolescente y la casa del dueño del molino del otro lado de la calle era una de las pocas viejas casas de la zona. Alguien le había pegado fuego y la gran casa blanca tenía ahora agujeros negros por ventanas y una barandilla de madera verde chamuscada que se caía a pedazos.
Al pasar por delante de ella en coche con mi madre, como hacía cada vez que salía de la urbanización, me quedaba fascinada: los años que tenía, la maleza y las malas hierbas que la cubrían, y las huellas del fuego, cómo las llamas habían salido por las ventanas y habían dejado negras cicatrices por encima de sus bordes como coronas.
Los incendios parecen formar parte de mi niñez, y me indicaban por señas que había otro lado de la vida que yo no había visto. Los incendios eran sin duda terribles, pero lo que me obsesionaba era que parecían, inevitablemente, señalar un cambio. Una chica que había vivido en nuestra misma manzana y cuya casa había sido alcanzada por un rayo, se había mudado. Nunca había vuelto a verla. Alrededor del incendio de la casa del molino había un aura de maldad y misterio que daba rienda suelta a mi imaginación cada vez que pasaba por delante.
Cuando cumplí cinco años entré en una casa que había cerca del viejo cementerio Zook de Flat Road. Estaba con mi padre y mi abuela. El fuego había arrasado aquella casa, que estaba apartada de la carretera. Yo tenía miedo, pero mi padre estaba intrigado. Creyó que tal vez podríamos rescatar de su interior cosas para la casa parecida a una caja de zapatos a la que él y mi madre acababan de mudarse. Mi abuela le dio la razón.
En el patio delantero, a cierta distancia de la casa, había un muñeco Raggedy Andy medio carbonizado. Fui a cogerlo, pero mi padre me dijo:
–¡No! Sólo queremos cosas aprovechables, no juguetes.
Creo que fue entonces cuando caí en la cuenta de que estábamos entrando en un lugar donde había vivido gente como yo -niños-, pero ya no estaban allí. No podían.
Una vez dentro, mi abuela y mi padre se pusieron manos a la obra. La mayor parte de la casa estaba en ruinas; lo que tenía algún valor había quedado tan ennegrecido por el humo que no era aprovechable. Todavía había muebles, y alfombras y cosas colgadas en las paredes, pero estaban renegridos y abandonados.
De modo que decidieron llevarse los balaustres de la escalera.
–Es madera buena -dijo mi abuela.
–¿Qué me dices de arriba? – preguntó mi padre.
Mi abuela trató de disuadirlo.
–Está muy oscuro allá arriba. Además, no me fío de esa escalera.
Yo soy una buena probadora de escaleras. Siempre me fijo en eso en las películas en que hay un incendio y los héroes entran corriendo. ¿No prueban primero la escalera? Si no lo hacen, la crítica que hay en mí grita: «¡Falso!».
Mi padre decidió que como yo era pequeña, era la más indicada para correr el riesgo. Me hizo subir la escalera mientras él y la abuela se ocupaban de arrancar los balaustres.
–¡Di qué ves! – dijo-. Muebles y cosas así.
Lo que recuerdo es una habitación de niños con juguetes desparramados por el suelo, concretamente Matchboxes que yo coleccionaba. Estaban de lado y boca abajo sobre una alfombra trenzada, el metal vaciado despedía brillos amarillos, azules y verdes en la oscura casa incendiada. Había ropa de niño chamuscada por los bordes en el armario abierto; una cama sin hacer. Había ocurrido de noche, recuerdo que pensé cuando me hice mayor. Mientras dormían.
En el centro de aquella cama había una pequeña cavidad oscura y chamuscada que llegaba al suelo. Me quedé mirándola. Un niño había muerto allí.
Cuando volvimos a casa, mi madre llamó idiota a mi padre. Estaba pálida. Él llegó con lo que creía que podía ser un botín.
–Estos balaustres serán unas buenas patas de mesa -anunció.
Yo preferí recordar los Matchboxes y el Raggedy Andy, pero ¿qué niño deja atrás juguetes, aunque estén ligeramente ennegrecidos? ¿Dónde estaban los padres?, me pregunté aquella noche y en las pesadillas que siguieron. ¿Habían sobrevivido?
El incendio dio lugar a una historia. Inventé para aquella familia una nueva vida. La convertí en una familia como la que yo había querido: mamá, papá, hijo e hija. Perfecta. El incendio era un cambio que señalaba un nuevo comienzo. Lo que habían dejado atrás había sido a propósito: el niño se había hecho demasiado mayor para sus Matchboxes. Pero el recuerdo de los juguetes me persiguió. La cara del Raggedy Andy en el sendero, sus ojos negros y brillantes.
El primer juicio acerca de mi familia llegó de una niña de seis años con la que yo solía jugar. Era menuda y rubia, la clase de rubio casi blanco que se disuelve con los años, y vivía en mi misma calle al final de la manzana. En todo el vecindario sólo había tres niñas de mi edad, incluyéndome a mí, y ella y yo jugamos a ser amigas hasta que nos perdimos en el mundo más amplio de la escuela primaria.
Estábamos sentadas en el césped delante de mi casa, cerca del buzón, arrancando hierba. Aquella semana precisamente habíamos empezado a coger el autobús juntas. Mientras arrancábamos hierba a puñados y hacíamos pequeños montones junto a nuestras rodillas, ella dijo:
–Mi madre dice que eres rara.
Me quedé tan sorprendida que adopté un falso tono adulto.
–¿Qué?
–No te enfadas, ¿verdad?
Le aseguré que no.
–Mis padres y los padres de Jill dijeron que tu familia es rara.
Me eché a llorar.
–Yo no creo que seas rara -dijo-. Creo que eres divertida.
Ya entonces conocía los celos. Quería tener el pelo rubio pajizo que ella llevaba suelto, y no mis estúpidas trenzas morenas con el flequillo que mi madre me cortaba pegándome una tira de esparadrapo en la frente y cortando a ras del borde. Quería tener un padre como el suyo, que pasaba tiempo en el jardín y, en las pocas ocasiones que había ido a su casa, decía cosas como «¿Qué hay de nuevo, vieja?» o «Hasta luego, cocodrilo». Oía a mis padres por un oído -el señor Halls era de clase baja, tenía panza de bebedor de cerveza, vestía como un obrero- y a mi compañera de juegos por el otro: mis padres eran raros.
Mi padre trabajaba en casa detrás de una puerta cerrada; tenía un enorme diccionario de latín en una estantería de hierro forjado, hablaba español por teléfono, bebía jerez y comía carne cruda con forma de chorizo a las cinco de la tarde. Hasta aquel día en el patio con mi compañera de juegos había creído que eso era lo que hacían los padres. Entonces empecé a fijarme y a catalogar. Segaban el césped. Bebían cerveza. Jugaban con sus hijos en el patio, paseaban con sus mujeres por la manzana, se apretujaban dentro de sus autocaravanas y, cuando salían, llevaban corbatas cantarinas o polos, no insignias de la Phi Beta Kappa ni chalecos entallados.
Las madres eran otro asunto y a mí me encantaba la mía, de modo que nunca admití sentir celos. Sí me fijé en que mi madre parecía más nerviosa y menos preocupada en maquillarse, vestirse y cocinar que las otras madres. Quería que mi madre fuera normal, como las otras mamás, sonrientes y aparentemente preocupadas sólo por sus familias.
Una noche vi con mi padre una película por televisión, Las viudas de Stepford. A mi padre le encantó; a mí me aterrorizó. Yo, por supuesto, pensé que mi madre era Katharine Ross, la única mujer de verdad en una ciudad donde el resto de mujeres eran sustituidas por perfectos robots de esposa. Tuve pesadillas durante meses. Tal vez quería que mi madre cambiara, pero no que muriera y nunca, nunca, que la sustituyeran.
Cuando era pequeña me preocupaba perder a mi madre. A menudo se escondía detrás de la puerta cerrada de su cuarto. Mi hermana o yo reclamábamos su atención por las mañanas. Veíamos a nuestro padre salir de su habitación, y mientras nos acercábamos él decía: «A tu madre le duele la cabeza esta mañana», o «Tu madre no se encuentra bien. Saldrá dentro de un rato».
Aprendí que si de todos modos llamaba a la puerta, después de que mi padre hubiese bajado y se hubiera encerrado en su despacho, donde no nos estaba permitido molestarlo, mi madre a veces me dejaba entrar. Me metía en su cama con ella e inventaba historias o le hacía preguntas.
En aquella época ella vomitaba y le vi hacerlo una vez que mi padre olvidó cerrar la puerta con llave. Cuando entré en la habitación de mi madre, que tenía su propio cuarto de baño, vi a mi padre junto a la puerta del cuarto de baño, dándome la espalda. Oí a mi madre hacer unos ruidos horribles. Doblé la esquina a tiempo para ver el vómito rojo brillante que le salía de la boca y caía en el lavabo. Ella vio que la miraba, mis ojos a la altura de las caderas de mi padre y reflejados en el espejo del lavabo. Entre arcadas me señaló, mi padre me hizo salir de la habitación y cerró la puerta con llave. Luego discutieron.
–Por Dios, Bud -dijo mi madre-, sabes que tienes que cerrar la puerta.
Cuando yo era pequeña las almohadas de mi madre olían a cereza. Era un olor empalagosamente dulce. Así era cómo olía mi violador aquella noche. Hasta años más tarde no quise admitir que ése era el olor del alcohol.
Me gusta la historia de cómo se conocieron mis padres. Mi padre trabajaba para el Pentágono más como burócrata que como militar. (Cuando, en el entrenamiento básico que recibió, él y un compañero del ejército recibieron la orden de escalar un muro, le rompió la nariz a su compañero al apoyar el pie en ella en lugar de en las manos que éste había colocado a modo de estribo.) Mi madre vivía con sus padres en Bethesda, Maryland, y trabajaba para National Geographic Magazine, y luego para The American Scholar.
Se conocieron en una cita a ciegas y se odiaron. Mi madre pensó que mi padre era un «imbécil pomposo», y después de salir con la pareja que lo había organizado, se olvidaron de aquella experiencia.
Pero volvieron a encontrarse un año después. No congeniaron exactamente, pero esta vez no se odiaron, y mi padre invitó a mi madre a salir una segunda vez. «Tu padre era el único que era capaz de coger el autobús desde la capital y luego caminar los ocho kilómetros que había de la estación a nuestra casa», contaba siempre mi madre. Al parecer, se granjeó con ello la simpatía de mi abuela, y al final mis padres se casaron.
Para entonces mi padre era doctor en Literatura española en Princeton, y mis padres fueron a vivir a Durham, Carolina del Norte, donde él consiguió su primer empleo académico en la Universidad de Duke. Fue allí, todo el día sola e incapaz de hacer amigos en aquel nuevo lugar, donde la afición a la bebida de mi madre dio un nuevo giro: empezó a beber a escondidas.
Mi madre siempre había sido una mujer nerviosa; nunca se adaptó al tradicional papel de ama de casa. Nos decía muchas veces a mi hermana y a mí la suerte que teníamos de haber nacido en otra época. La creímos. La década de los cincuenta nos parecía horrible. Tanto su padre como el mío la habían convencido para que dejara su empleo a tiempo completo, haciendo hincapié en que las mujeres casadas no trabajaban.
Ella bebió durante menos de una década, pero el tiempo suficiente como para que mi hermana y yo viniéramos al mundo y tuviéramos nuestra infancia. El tiempo suficiente para que mi padre prosperara en las filas académicas aceptando ascensos que los llevó a los dos, y luego a los cuatro, a Madison, en Wisconsin; a Rockville, Maryland, y por último a Paoli, en Pensilvania.
Hacia 1977 mi madre llevaba diez años sobria. Durante aquel período empezó a tener lo que llamábamos «crisis». Era la palabra que utilizábamos cuando mi madre se ponía como loca. Si mi padre estaba ausente -a veces desaparecía literalmente unos meses en España-, mi madre se convertía en una presencia excesiva. Su ansiedad y su pánico eran contagiosos, hacían cada momento dos veces más largo y más duro cuando la dominaban. A diferencia de las familias normales, no podíamos contar con que al ir a comprar al supermercado cumpliéramos nuestro objetivo. Todavía no nos habíamos adentrado ni dos pasos en el supermercado que ella podía empezar a tener una crisis.
–Coge un melón o lo que sea -me decía cuando me hice mayor, poniéndome un billete en la mano-. Te espero en el coche.
Durante aquellas crisis se encorvaba y se frotaba rápidamente el esternón para aliviar lo que describía como el corazón a punto de estallar. Yo entraba corriendo en el supermercado para comprar el melón y tal vez alguno de los productos rebajados que había cerca de la entrada, preguntándome todo el tiempo: ¿Logrará llegar al coche? ¿Estará bien?
En el cine y en la vida real, los hombres fornidos con bata blanca que están a cada lado de un paciente psiquiátrico son anodinos e indistinguibles. Así, en muchos sentidos, éramos mi hermana y yo. Mary no aparece en muchos de mis recuerdos porque mi madre y su enfermedad lo dominaban todo. Si intentaba recordar… Sí, Mary también iba en el coche, así es exactamente como la veo: el otro apoyo para nuestra madre, que podía venirse abajo en cualquier momento.
A veces Mary y yo funcionábamos como un equipo de cuidadores; Mary, como un marido, la acompañaba al coche mientras yo iba por el melón. Pero yo veía cómo mi hermana se transformaba de una niña que creía que el mundo iba a derrumbarse en una joven que veía con resentimiento cómo las crisis nos habían hecho diferentes, cómo provocaban miradas y comentarios en público.
–Deja de frotarte las tetas -siseaba a mi madre.
A medida que Mary se volvió menos comprensiva, yo me convertí para compensarlo en un dictador emocional: tranquilizaba a mi madre y condenaba a mi hermana. Cuando ésta ayudaba, me alegraba de poder contar con ella. Cuando se quejaba y se sumía en su propia e incipiente versión del pánico de mi madre, yo la dejaba fuera.
El único recuerdo que tengo de mi padre haciendo una demostración de cariño a mi madre fue un breve beso cuando lo acompañamos en limusina al aeropuerto, desde donde se disponía a emprender su viaje académico anual a España. La razón para ese incidente aislado podría tener el título «No hagamos una escena». Sencillamente, fue mi insistencia seguida de mis ruegos y finalmente mis protestas lo que dio lugar a aquel beso.
Para entonces yo había empezado a notar que, a diferencia de mis padres, las demás parejas se tocaban; se cogían de la mano, se besaban en la mejilla. Lo hacían en los supermercados, paseando por el barrio, en los actos escolares a los que acudían los padres y delante de mí, en sus casas.
Pero fue el beso que mi padre dio aquel día porque yo insistí lo que me hizo saber que la relación de mis padres, aunque sólida, no era nada apasionada. Él, después de todo, se iba a separar de nosotros varios meses, como hacía cada año, y yo creí que, ya que se ausentaba tanto tiempo, debía una muestra de cariño a mi madre.
Mi madre se había bajado del coche para ayudar a mi padre con las maletas y despedirse. Mary y yo nos quedamos en el asiento trasero. Era la primera vez que yo iba a despedir a mi padre en su viaje anual. Él estaba azorado como siempre. Mi madre, siempre nerviosa, también lo estaba. Sentada en el asiento trasero, recuerdo que se me metió en la cabeza que fallaba algo en la escena familiar que tenía delante. Empecé a decir quejumbrosa:
–Dale un beso de despedida a mamá.
Mi padre dijo algo como:
–Vamos, Alice, no hace falta.
Sin duda, lo que siguió no era lo que él había esperado.
–¡Dale un beso a mamá! – grité más fuerte, sacando la cabeza por la ventanilla trasera-. ¡Dale un beso a mamá!
–Hazlo, papá -dijo mi hermana con amargura a mi lado. Tenía tres años más que yo y tal vez, pensé más tarde, estaba al corriente de la situación.
Pero si lo que había pretendido yo era confirmar que mis padres eran realmente como el resto de las parejas de Spring Mili Farms, y tal vez como aquella famosa pareja de televisión del momento, el señor y la señora Brady, el beso forzado no funcionó. Me abrió los ojos. Me hizo saber que en casa de los Sebold el amor era una obligación. Él le dio un beso en la frente, la clase de beso que satisfaría la exigencia de su hija y nada más.
Muchos años después encontraría fotos en blanco y negro de mi padre con margaritas en la cabeza y sumergido en el agua rodeado de flores. Sonreía enseñando los dientes que odiaba porque los tenía mal colocados y su familia no había tenido dinero para arreglárselos. Pero en aquellas fotos era lo bastante feliz para que eso no le importara. ¿Quién las había hecho? Mi madre no, eso lo sé. La caja de fotos había llegado a nuestra casa a la muerte de mi abuela Sebold. Busqué en ellas alguna pista. Desoyendo la severa advertencia de mi madre de que no me quedara ninguna foto de la caja, me guardé una dentro de la cinturilla de la falda.
Incluso entonces sentí la ausencia de algo a lo que no sabía poner nombre, y me dolió por mi madre, pues intuía que ella lo necesitaba y que habría florecido, imaginé, bajo su influencia. Nunca volví a suplicar o a hacer una escena a mi padre por su falta de muestras de afecto, porque no quería encontrarme con aquel vacío en su matrimonio.
No tardé en descubrir que el único contacto físico que había en casa ocurría de forma involuntaria. De niña, a veces planeaba un ataque cuyo objetivo era que me tocaran. Mi madre estaba sentada en su extremo del sofá, haciendo punto de cruz o leyendo un libro. Para lo que yo me proponía era mejor que leyera o viera la televisión. Cuanto más absorta estaba ella, menos posibilidades había de que se diera cuenta de que me acercaba.
Me sentaba en el otro extremo del sofá, me acercaba poco a poco y me las ingeniaba para apoyar la cabeza en su regazo. Si lo conseguía, tal vez ella dejaba descansar la mano con que cosía, si hacía punto de cruz, y me acariciaba los rizos. Recuerdo el frío dedal en mi frente y cómo, con la actitud alerta del ladrón, yo sabía cuándo ella se daba cuenta de lo que estaba haciendo. A veces la alentaba a seguir diciéndole que me dolía la cabeza. Pero aun cuando consiguiera con ello unas caricias de más, sabía que se había acabado. Antes de que me hiciera demasiado mayor para tales juegos, traté de decidir si era mejor separarme voluntariamente de ella o esperar a que me arrancara de su lado, diciéndome que me sentara o fuera a leer un libro.
Lo único tierno en mi vida eran nuestros perros: dos afectuosos y mimosos bassets llamados Feijoo y Belle. El primer nombre venía de un autor español que mi padre admiraba; el segundo, era una palabra que, según decía él con condescendencia, los «incultos» tal vez reconocerían. «Quiere decir "bella" en francés», explicó.
Mi padre a menudo nos llamaba a mi hermana y a mí por los nombres de los perros, lo que da una pista de quiénes eran los que estaban más cerca del corazón de todos, así como de lo absorto que estaba mi padre en su trabajo. Los perros y los niños eran lo mismo para él cuando trabajaba. Criaturas pequeñas que pedían atención y había que soportar.
Los perros sabían que en nuestra casa había cuatro ambientes distintos que raramente se mezclaban: el despacho de mi padre, la habitación de mi madre, el cuarto de mi hermana y cualquier parte de la casa en la que yo pudiera estar escondida. Así, Feijoo y Belle, y más tarde Rose, disponían de cuatro lugares donde tratar de reclamar atención. Cuatro lugares donde una mano podía alargarse distraída para acariciarles las orejas o darles una palmada. Eran como caravanas, transportando sus pesados y babeantes cuerpos de habitación en habitación. Eran lo que nos hacía reír y lo que nos mantenía unidos, porque, por lo demás, mi padre, mi madre y mi hermana vivían enfrascados en los libros.
Yo me esforzaba por no hacer ruido por la casa. Mientras los tres leían o trabajaban, me mantenía ocupada. Hacía experimentos preparando comida de formas extrañas: almacenaba gelatina Jell-O y la preparaba debajo de mi cama de cuatro columnas, o trataba de hacer arroz en el deshidratador del sótano. Mezclaba los perfumes de mi madre y de mi padre en pequeños frascos para crear nuevos aromas. Dibujaba. Llevaba cajas a un espacio en el sótano al que sólo podía accederse a gatas y me pasaba horas sentada en aquel oscuro agujero de cemento con las piernas dobladas. Jugaba a juegos histriónicos con Ken y Barbie en los que Barbie, a los dieciséis años, se había casado, dado a luz y luego divorciado de Ken. En el simulacro de juicio, en un juzgado hecho con un cartel recortado, Barbie explicaba sus motivos para divorciarse: Ken no la tocaba.
Pero me aburría. Horas y horas de «buscar formas de entretenerme» dieron paso a urdir pequeñas intrigas. Los bassets, sin saberlo, eran a menudo mis ayudantes. Como todos los perros, fisgoneaban entre la basura y debajo de las camas. Se llevaban trofeos: ropa maloliente, calcetines sucios, envases de comida abandonados, lo que fuera. Cuanto más les gustaba algo más luchaban por conservarlo, y lo que más les gustaba, con una pasión animal que da sentido a la frase, eran las grandes compresas desechadas de mi madre. Los bassets y las compresas eran como un matrimonio por amor. No había forma de hacer entender a Feijoo y Belle que esos artículos en particular no eran para ellos. Estaban locos por ellos.
¡Ah, y qué escena tan encantadora seguía! No era tarea de una o dos personas, era la casa entera que vociferaba. El «horror» que suscitaba ponía histérico a mi padre y hacía que mi madre le exigiera con firmeza que se involucrara en la persecución. ¡La sola idea era abominable! ¡Compresas! Los bassets y yo estábamos encantados porque aquello había hecho que todos salieran de sus habitaciones para correr, saltar y gritar.
El piso de abajo de nuestra casa tenía una distribución circular y los bassets lo sabían. Los perseguíamos del vestíbulo delantero al trasero a través del cuarto de la televisión, la cocina, el comedor y la sala. El basset ayudante -el que no tenía la compresa- ladraba sin parar y nos cortaba el paso cuando tratábamos de atrapar al afortunado. Nosotros nos volvimos más hábiles en nuestras tácticas, tratamos de impedirles el paso cerrando las puertas o acorralarlos en el rincón de una habitación. Pero ellos eran astutos y contaban con una ayudante secreta.
Yo los dejaba pasar. Fingía arremeter contra ellos y daba a mis padres y a mi hermana pistas falsas.
–¡En la parte trasera, en la parte trasera! – gritaba, y tres personas histéricas corrían en esa dirección. Mientras tanto los bassets se escondían alegremente con su botín debajo de la mesa del comedor.
Con el tiempo empecé a intervenir personalmente y, cuando mi madre bajaba a la cocina o leía en el porche, llevaba al basset que tenía más a mano a su habitación y volvía.
Al cabo de unos minutos:
–¡Bud! ¡Feijoo tiene una Kotex!
–¡Por Dios!
–¡Mamá, la está haciendo pedazos! – decía yo tratando de cooperar.
Las puertas se abrían de golpe, se oían pasos por la escalera y sobre la alfombra. Gritos, ladridos, una escena alegre y ruidosa.
Pero siempre, como si aquellas escenas se resolvieran solas -los bassets, descontentos, se retiraban para lamerse las patas-, mi madre, mi padre y Mary volvían a sus habitaciones. Yo volvía a estar en la casa ociosa. Sola.
En el instituto me consideraban un bicho raro. Un bicho raro porque tocaba el saxófono soprano y, como se requería de casi todos los músicos menos los afortunados violinistas, si tocabas un instrumento participabas en desfiles. Tocaba con la banda de jazz en la que, como segundo soprano, practicaba melodías como Funky Chicken y Raindrops Keep Falling on My Head. Pero dar rienda suelta a lo peor de mí no bastaba para compensarme de que me encasillaran como el bicho raro de una banda. Así fue como, en el intermedio de una actuación de Philadelphia Eagles en la que nuestra banda había desfilado formando la Campana de la Libertad en el campo (como muestra de mis dotes para desfilar se me pidió que formara parte de la grieta), dejé la banda. Más tarde, sin mí, la banda ganó un concurso estatal de desfile. La alegría que supuso mi ausencia fue mutua.
Dejé la música para dedicarme al arte. Nuestro departamento de arte estaba orientado hacia la artesanía y a mí me encantaban los materiales que utilizábamos. Había plata, montones de ella. Y si eras lo bastante bueno, oro. Hice joyas, corté pantallas de seda para hacer serigrafías y cocí cerámica esmaltada. Una vez con la señora Sutton, la mitad del equipo compuesto por marido y mujer que llevaba el departamento, me pasé la tarde vertiendo peltre derretido en latas de café llenas de agua fría. ¡Qué formas salieron! Me encantaban los Sutton. Aprobaban todos mis proyectos, por imposibles que fueran de realizar. Hice una serigrafía de una Medusa de pelo largo, y una gargantilla esmaltada de dos manos sosteniendo un ramo de flores. Me apresuré a terminar un juego de campanas para regalárselo a mi madre. Representaba la cabeza de una mujer con dos brazos en forma de marco. En el marco había dos campanas con pezones de color morado a modo de badajos. Las campanas tenían un sonido agradable.
Académicamente, iba a la zaga de mi hermana perfecta. Ella era callada, ordenada y sacaba sobresalientes. Yo era ruidosa, rara, anticuada. Vestía como Janis Joplin diez años después de su muerte, y desafiaba a todo aquel que quisiera hacerme estudiar o interesarme por algo. Aun así, aprobaba. Los profesores, las personas, me influían. Los Sutton y unos pocos profesores de lengua y literatura se aliaron para impedir -sin que me diera cuenta- que pasara de todo y acabara convertida en una drogata, o pasara los descansos en la sala de fumadores escondiéndome cigarrillos de marihuana en las botas.
Pero yo nunca sería una drogata porque tenía un secreto. Había decidido que lo que más deseaba en este mundo era ser actriz. Y no una actriz cualquier, sino una de Broadway. Una estridente actriz de Broadway. Ethel Merman, para ser exactos.
Me encantaba. Creo que me encantaba aún más porque mi madre decía que no sabía cantar ni actuar, pero tenía una personalidad tan fuerte que eclipsaba al resto de los actores del escenario. Yo llevaba una vieja boa de plumas y una chaqueta de lentejuelas que el padre Breuninger me había conseguido en un mercadillo de beneficencia. Lo que yo cantaba, tan estridente y carismáticamente, esperaba que como mi ídolo, era su canción más famosa. Subiendo y bajando la escalera con los bassets como público, cantaba a grito pelado: «There's No Business Like Show Business». Hacía reír a mi madre y a mi hermana, pero a quien más le gustaba era a mi padre. Yo tampoco sabía cantar, pero cultivaría lo que tenía Merman, o al menos lo intentaría: una gran personalidad. Los bassets a mis pies. Unos cuantos kilos de más. Siete años de ortodoncia y gomas en el pelo. No parecía haber un momento mejor para ponerme a cantar.
Mi obsesión con Broadway y mis escasas dotes para cantar me llevaron a hacer amistad con chicos gay del instituto. Nos sentábamos a la puerta de la heladería Friendly, en la carretera 30, y cantábamos la banda sonora de La rosa, de Bette Midler. Gary Freed y Sally Shaw, elegidos como la pareja más simpática de nuestro colegio, pasaron por delante de nosotros camino de la casa de Gary, en su Mustang del 65, después de tomarse un helado el sábado por la noche. Se rieron de nosotros, vestidos de negro y con las joyas de plata que nos hacíamos nosotros mismos en la clase de arte.
Sid, Randy y Mike eran gays. Estábamos enamorados de gente como Merman, Truman Capote, Odetta, Bette Midler, y el productor Alan Carr, que aparecía en Merv con holgados vestidos para estar por casa de vivos colores y que hacía reír a Merv como ninguno de los demás invitados. Queríamos ser estrellas porque siendo una estrella podías salir de allí.
Nos quedábamos fuera del Friendly porque no teníamos otro lugar adonde ir. Todos corríamos a casa para ver Merv si sabíamos que iba a salir Capote o Carr. Estudiábamos a Liberace. Una vez entró suspendido de un cable sobre su piano con candelabro y con la capa extendida a su alrededor. A mi padre le encantaba, pero a mi amigo Sid no. «Está haciendo el tonto cuando en realidad tiene mucho talento», dijo mientras fumábamos fuera del Friendly cerca de Dumpsters. Sid iba a dejar el instituto e irse a vivir a Atlantic City. Había conocido en el verano a un peluquero de allí que había prometido ayudarle. A Randy sus padres lo enviaron a una escuela militar tras «un incidente en el parque». No nos estaba permitido volver a hablar con él. Mike se enamoró de un jugador de fútbol y recibió una paliza.
–Cuando sea mayor viviré en Nueva York -empecé a decir yo.
A mi madre le encantó la idea. Me habló de la «mesa redonda» del hotel Algonquin y de lo extraordinaria que era la gente que se sentaba a ella. Idealizaba Nueva York y a los neoyorquinos, y le entusiasmó la idea de que yo acabara allí.
Cuando cumplí quince años mi madre decidió regalarme un viaje a Nueva York. Creo que pensaba que mi ilusión le impediría venirse abajo.
En el tren que cogimos en Filadelfia empezó a sentir pánico. La temida crisis. Empeoró a medida que nos acercábamos a Nueva York. Yo estaba muy ilusionada, pero cuando ella empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás en su asiento y le empezaron a temblar las manos -una en la sien derecha y con la otra frotándose entre los pechos-, decidí que debíamos volver a casa.
–Iremos otro día, mamá -dije-. No importa.
–Pero ya estamos de camino -alegó ella-. Te hacía tanta ilusión… -Luego añadió-: Deja que lo intente.
Hizo un esfuerzo. Luchó por comportarse con normalidad. Deberíamos haber regresado al llegar a la estación de Pensilvania. Probablemente, las dos lo sabíamos. Ella estaba fatal. No podía andar erguida. Había querido ir a pie desde la estación de Pensilvania hasta el Metropolitan de Arte, entre la calle Ochenta y dos y la Cincuenta, para que viéramos las tiendas y Central Park por el camino. Se había pasado las semanas anteriores haciendo planes. Me dijo que el Algonquin estaba en la Cuarenta y cuatro, y que iba a ver el Ritz y el Plaza, donde estaba segura de que se alojaba a menudo mi ídolo, Merman. Tal vez podríamos dar una vuelta por Central Park en un carruaje antiguo, y ver el famoso edificio de pisos, el Dakota. Bergdorf y Lexington. El barrio de los teatros, donde se representaban los musicales de Merman. Mi madre quería detenerse frente a la estatua de Sherman y, como hija del sur, rezar una oración en silencio. El estanque de patos, el tiovivo, los ancianos con sus veleros en miniatura. Era el regalo de mi madre.
Pero no podía andar. Hicimos cola en la parada de taxis de la Séptima Avenida y nos subimos a uno. Ella no podía sentarse erguida y ocultó la cabeza entre las rodillas para no vomitar.
–Voy a llevar a mi hija al Met -dijo.
–¿Se encuentra bien, señora? – preguntó el taxista.
–Sí -respondió ella. Me imploró que mirara por la ventana-. Esto es Nueva York -dijo con la mirada clavada en el sucio suelo del taxi.
No recuerdo nada del trayecto excepto que lloré. Trataba de hacer lo que ella me pedía, pero veía los edificios y a la gente borrosos.
–No voy a poder -empezó a decir ella-. Quiero hacerlo, Alice, pero no voy a poder.
El taxista pareció aliviado cuando llegamos al Met. Al principio, mi madre se quedó en el asiento trasero.
–Mamá, demos la vuelta y volvamos -supliqué.
–¿Bajan o no? – preguntó el taxista-. ¿Qué pasa?
Nos bajamos y cruzamos la calle. Delante de nosotras estaba la monumental escalinata que conducía a la entrada del Met. Yo trataba de mirar alrededor y asimilar lo que veía. Quería subir corriendo aquellos escalones atestados de gente que sonreía y hacía fotos. Conduciendo despacio a mi madre encorvada, subimos unos veinte escalones.
–Tengo que sentarme -dijo-. No puedo entrar.
Estábamos tan cerca…
–Lo hemos conseguido, mamá -dije-. Tenemos que entrar.
–Entra tú -dijo ella.
Mi frágil y provinciana madre estaba sentada con su mejor vestido en el caliente cemento, frotándose el pecho y tratando de no vomitar.
–No puedo entrar sin ti -dije.
Ella abrió el bolso y sacó de su cartera un billete de veinte dólares. Me lo puso en la mano.
–Ve corriendo a la tienda y cómprate algo -dijo-. Quiero que tengas un recuerdo de este viaje.
La dejé allí. No volví la vista hacia su pequeña figura en la escalera. En la tienda me sentí abrumada y con veinte dólares no se podía comprar gran cosa. Vi un libro titulado Dada y el arte del surrealismo por 8,95 dólares. Volví corriendo después de pagar. Alrededor de mi madre había un corro de gente que trataba de ayudar. Ella ya no fingía.
–¿Podemos hacer algo? – preguntaron un alemán y su preocupada mujer en un inglés impecable.
Mi madre no les hizo caso. Los Sebold se valían por sí mismos.
–Alice, tienes que parar un taxi -dijo-. Yo no puedo.
–No sé cómo se hace, mamá -dije.
–Ve al borde de la acera y levanta la mano -dijo ella-. Alguno parará.
La dejé allí e hice lo que me dijo. Un viejo calvo que conducía un Checker amarillo se detuvo. Le expliqué que mi madre era la mujer de la escalinata. Se la señalé.
–¿Podría ayudarme?
–¿Qué le pasa? ¿Está mareada? No quiero gente mareada en mi taxi -dijo él con marcado acento yiddish.
–Sólo está nerviosa -expliqué-. No vomitará. No puedo moverla yo sola.
Me ayudó. Después de haber vivido en Nueva York sé lo insólito que fue que lo hiciera. Pero algo en mi desesperación, y, con franqueza, en mi madre, le hizo compadecerse. Conseguimos llegar al taxi; mientras yo me sentaba en el asiento trasero, mi madre se tendió a mis pies en el gran suelo negro del viejo Checker.
El taxista mantuvo la clase de parloteo que rezas para que no termine.
–Usted échese allí, señora -dijo-. Yo jamás conduciría uno de esos taxis nuevos. Los Checkers son la única clase de taxi que me interesa. Son espaciosos. Eso hace que la gente se sienta cómoda en ellos. ¿Cuántos años tienes, jovencita? Te pareces mucho a tu madre, ¿lo sabías?
En el tren de regreso, el pánico de mi madre dio paso a un profundo agotamiento. Mi padre nos vino a buscar a la estación y, una vez en casa, ella subió inmediatamente a su habitación. Me alegré de que estuviéramos de vacaciones. Tendría tiempo para inventar una buena historia.