Cosas que pasan en las fronteras

En más de una ocasión, el deporte, sobre todo el fútbol, me ha ayudado a salir airoso de situaciones complicadas. No su práctica, sino la popularidad de los deportistas. En muchos lugares, al escuchar que soy de Barcelona la conversación se ha dirigido ipso facto al fútbol. He conocido a rusos que sabían de memoria el calendario de la liga y que me recitaban el once titular de gala de varios equipos. Me han felicitado muchas veces por el juego de España o del Barcelona como si fuera yo el responsable.

En cuanto al deporte en Rusia casi nunca he seguido su actualidad. Son muy populares las apuestas, lo cual explica la exagerada pasión que se desata en torno a eventos deportivos de poco calado. He visto retransmisiones de hockey hielo, judo y carreras en la nieve con fusiles. No he prestado la suficiente atención como para entender las normas ni conocer a los protagonistas. Sin embargo, nunca podré olvidar los Juegos Olímpicos de invierno celebrados en Sochi. No porque los siguiera con pasión, sino por las referencias que había por todo Moscú, desde la decoración del metro hasta la mascota presente en pegatinas, muñecos, camisetas y bufandas. La gente estaba excitada y ansiaba la celebración, aunque tras la jornada inaugural poco oí hablar del evento. A posteriori escuché, pero con poca vehemencia, algunas quejas sobre los gastos que había supuesto para la economía del país.

La organización del mundial de fútbol 2018, no exenta de polémica por corrupción en la FIFA, la final de la Champions League de 2008 o la participación en el mundial de Fórmula 1, con un gran premio en el calendario internacional y un piloto en la parrilla, han puesto a Rusia en el centro de la información deportiva a medio y largo plazo. Estos eventos apelan al sentimiento patriótico y, por unos días, el país se siente observado y se muestra orgulloso. Quizá por esa identificación entre patria y deporte me felicitaban tan a menudo.

Igualmente, debo reconocer que en una ocasión no me dejaban cruzar la frontera y gracias a la popularidad del deporte me ahorré muchos problemas. Una policía tenía dudas de que yo fuera el mismo que aparecía en la fotografía del pasaporte. Me retuvo de pie en silencio como si mi rostro fuera a desvelar alguna señal. Otro compañero acudió en su ayuda pero fue inútil. Aunque parecía convencido, tras escucharla empezó a dudar y adoptó la misma pasividad rumiante. Finalmente, cuando en la sala yo era el único civil, llegó el jefe de la aduana, lo cual deduje por el respeto que le tenían y por el tamaño exagerado de su gorra.


—¿Español? —me preguntó.

—Español.

—¿Raúl?

—No, Sergio —me extrañó su confusión.

—¿Ronaldinho?

—¿Qué? —entonces entendí que estaba nombrando a futbolistas.

—Xavi.

—Puyol.

—Valdés.

Pensé durante unos segundos antes de utilizar mi turno.

—Iniesta —dije, mirándole fijamente.

—Iniesta… —repitió, con media sonrisa, mientras me devolvía el pasaporte—. Continúe.

Deporte y propaganda

En el siglo XX el desarrollo de los medios de comunicación de masas cambió la manera de conocer el mundo. Muchos gobiernos han utilizado la cobertura mediática de los eventos deportivos para publicitar sus logros. No solo la victoria, sino también la organización de un evento es ya motivo de celebración y de portadas en los periódicos de cualquier país.

Mussolini utilizó el deporte como propaganda de un modo similar al que podemos ver hoy en día. A nivel personal, ocupó la portada de diversas revistas, apareciendo como aviador, jinete o practicando esgrima[3]. A nivel político, el fascismo italiano destinó recursos a la educación física, consiguiendo organizar parte del tiempo de ocio de las personas. Al principio se menospreciaba la competición, siendo la actividad grupal lo más importante. A posteriori, por la influencia de los medios de comunicación, los logros internacionales se convirtieron en un objetivo político por su eco mediático.

En 1934 Italia organiza la Copa del Mundo de fútbol. Un año más tarde Berlín acoge los Juegos Olímpicos en un estadio construido como reflejo de la grandeza y poder del nacionalsocialismo. La ceremonia inaugural fue supervisada por varios ministros y filmada para recrearla en situaciones adversas. En 1980 Moscú organiza los Juegos Olímpicos marcados por el boicot americano que lleva a sesenta y cinco estados a no participar. Pese a ello, la celebración mantiene su actualidad informativa, se populariza el concepto de mascota, propaganda dirigida a los más pequeños, y se filma un documental que permita recordar y repetir ese momento.

En la Unión Soviética los grupos de pioneros, equivalente a los scouts americanos, organizaban las vacaciones de gran parte de los niños de entre diez y quince años. Orden y disciplina se inculcaban a los niños a través del deporte, el cual exige un respeto máximo por las reglas para poder evitar el conflicto. Putin va a aprovechar sus primeros mandatos para asegurarse la organización de eventos deportivos. En 2007 Sochi, localidad con una temperatura media en invierno de casi seis grados, es elegida como ciudad organizadora de los Juegos de Invierno de 2014. Rusia se asegura de este modo una inversión a medio plazo en infraestructuras turísticas, transporte y suministro de energía. La ciudad se encuentra en una ubicación estratégica entre el Cáucaso, muy cerca de la frontera con Georgia, y el mar Negro. La fama de la ciudad viene de la época soviética, ya que Stalin tenía allí su residencia de verano. Economía, geopolítica y revisionismo histórico coinciden en señalar el acierto de esta ciudad sin nieve para organizar un evento invernal[4].

El derroche de Sochi

Vladímir Putin en persona hizo campaña en Guatemala en 2007 para conseguir los juegos. Aunque nadie apostaba por Sochi, la ciudad rusa se impuso a la propuesta de Corea del Sur. Jean-Claude Killy, miembro del Comité Olímpico Internacional, explicó que el presidente ruso había hablado en inglés y en francés con un tono amable y un carisma que explicaba la diferencia de cuatro votos en favor de la propuesta rusa. Se otorgó al presidente el mérito del éxito. El propio Putin afirmó en Moscú que Rusia había sido juzgada favorablemente y que la victoria era consecuencia del reconocimiento internacional de los logros del país.

Pronto empezó el baile de cifras. Putin prometió 12.000 millones de dólares en inversiones, aparecieron proyectos de resorts de diversos millonarios rusos, se hacían estimaciones de la cantidad de impuestos que Rusia podía recaudar, Gazprom ya había invertido más de trescientos millones de dólares antes de la decisión del comité. Se hablaba de carreteras, electricidad y aeropuertos. Las acciones de las empresas rusas subían en la bolsa internacional.

En febrero de 2014 la factura había ascendido oficialmente a 47.000 millones de dólares. Los Juegos de Sochi eran los más caros de la historia, pese a ser de invierno, por encima de los de China en 2008. Borís Nemtsov publicó unos meses antes un trabajo en el que sostenía que la mitad del presupuesto se había destinado a corrupción. Empresas de amigos del presidente, competencia desleal, retraso en las obras y sobornos parecían animar a parte de la oposición a pedir explicaciones. La CNN recogía una broma popular sobre el coste de la carretera principal. Era tan caro el precio por kilómetro que hubiera sido más barato poner caviar en lugar de asfalto.

Una página web[5] creada por la fundación anticorrupción permite ver en un mapa interactivo todas las inversiones, coste total y responsables. Llama la atención, por ejemplo, la Universidad Olímpica, formada por un edificio académico y tres hoteles de lujo. El mayor gasto corresponde a la carretera que une Adler y Krásnaia Polianka, cuyo coste equivale al de los Juegos Olímpicos de Invierno de Vancouver en 2010. La compañía que construyó el puerto olímpico ya había pedido un préstamo público para convertirlo en un puerto privado de lujo antes del inicio de los Juegos. La pista de fórmula 1 entró en el presupuesto olímpico a pesar de no tener relación alguna con el evento. Gazprom empezó a invertir en el turismo en Sochi en el año 2000 cuando no había ninguna infraestructura ni celebración deportiva previstas. En el caso del hotel Azimut, un préstamo estatal sufragó el 90 % del coste, esta deuda fue considerada negativa y contada como pérdidas (estatales). Por su parte, Human Rights Watch denunció que los trabajadores inmigrantes estaban cobrando dos euros por jornada.

Gran parte del incremento del gasto se hizo esquivando el presupuesto oficial mediante empresas con intervención estatal (Gazprom, Sverbank o Ferrocarriles Rusos). Aunque el dinero era público se detallaba en partidas diferentes. A ello hay que añadir la participación del Vnesheconombank (Banco Ruso de Desarrollo), institución del gobierno, que gestiona la deuda del Estado y las inversiones, recibiendo fondos estatales para diversificar la economía. Este banco aportaba dinero público, posteriormente reconocía incobrable parte de la deuda y la reestructuraba mediante quitas. Como las obras no se podían detener, el banco aportaba más dinero a medida que apremiaba el tiempo.

Si se suman el presupuesto federal, la inversión de empresas estatales, el presupuesto de la región de Krasnodar y la aportación del Banco Ruso de Desarrollo, se obtiene algo más del 95 % del gasto de los Juegos. Nemtsov y la oposición activa coincidían en una cosa con Putin; no se trataba de deporte, sino de política. Sochi se había convertido en un mensaje con el que el presidente demostraba que si deseaba algo, lo conseguiría. Fortaleza era el mensaje que Putin enviaba al resto de países. Fortaleza era el mensaje para los ciudadanos rusos. Exceso de fortaleza era lo que le criticaba la oposición. Círculo vicioso del putinismo.

Una vez terminados los Juegos, que se apodaron en muchos medios de prensa como los Juegos de Putin, las valoraciones fueron positivas. El Comité Olímpico Internacional se mostró encantado con el desarrollo del evento, Putin acudió a las ceremonias de apertura y clausura, concedió una entrevista al canal 1 y a medios extranjeros el día antes de la ceremonia de inauguración y se mostró democrático y tolerante. Incluso hubo un indulto a presos políticos, con Jodorkovski como rostro mediático destacado. Rusia ocupó el primer lugar del medallero y los Juegos fueron un motivo de orgullo para el pueblo ruso al ver el aplauso unánime que el mundo daba a la organización.

La prensa internacional destacó que Putin había logrado mostrar una imagen moderna de Rusia, al tiempo que aumentaba su popularidad tras llevar a cabo un proyecto personal y fastuoso. The Economist dedicó una portada al presidente ruso titulada «El triunfo de Vladímir Putin», ataviado como un bailarín sobre hielo que ha perdido a su compañera, Rusia, pero que posa para el público y recibe flores que lanzan desde las gradas. El objetivo sarcástico de la portada destacaba que el protagonismo de los Juegos finalmente había reforzado más la imagen del presidente que la del país. The Economist señalaba como posible foco de problemas a medio plazo la situación económica, con perspectivas bajistas en el precio del barril y el dispendio de Sochi quintuplicando el presupuesto. Pero el objetivo propagandístico se había cumplido. El putinismo se esfuerza en identificar dos conceptos, país y presidente, para lo cual los Juegos de invierno fueron un éxito y la portada de The Economist, la guinda.

Si analizamos las estadísticas que VSIOM publicó en febrero de 2015 sobre la percepción de los juegos de Sochi entre los ciudadanos, al finalizar el evento y un año después, encontramos algunos detalles llamativos. En febrero de 2014, un 18 % declaraba no haber visto la competición. Un año después la cifra aumenta al 36 %. En 2014, el momento más destacado por la gente era el primer puesto en patinaje artístico, con un 44 %. En 2015, los momentos más destacados para un idéntico 31 % eran las ceremonias de inicio y fin y la opción «no lo sé». A la hora de definir los Juegos, pregunta a la que respondieron solo aquellas personas que afirmaban haberlos visto, la gran mayoría opinaba que eran prestigio para Rusia y motivo de orgullo para los rusos. La tercera opción más votada era una mayor identificación nacional y el auge de los sentimientos patrióticos. Un 14 % mostraba dudas sobre el coste de los Juegos.

Pero el dato más relevante lo muestra Levada en una encuesta publicada el 12 de enero de 2015. A la pregunta de cuál fue el evento más importante del año anterior, la respuesta elegida por más personas fue los Juegos de Sochi. Casi a la par aparecía el colapso del rublo[6] y, ya a más distancia, la anexión de Crimea.

Mi persistente problema de cálculo

Una de las cosas que más me llamaron la atención al vivir en Rusia fue la oscilación constante del rublo frente al euro y al dólar. Las casas de cambio, con sus neones rojos, muestran en muchas calles cifras con decimales que van cambiando a lo largo del día. Cuando cambias divisa hay un porcentaje que se queda el establecimiento, de manera que la información que hay en los paneles tiene una importancia relativa. En cualquier caso, es interesante para todo viajero ver las tasas de cambio en el aeropuerto y volver a fijarse en la ciudad. En esos casos el cambio sí resulta impactante.

Personalmente, desde el cambio de la peseta al euro vivo un poco perdido. No en las situaciones cotidianas, a las que me he acostumbrado por rutina, sino en cifras más elevadas que escucho de vez en cuando. Cuando veo el precio de un piso en Barcelona o leo en los periódicos un caso de corrupción, necesito una calculadora para entender realmente de qué me están hablando. Obviamente, ello se complica al tener que pasar al rublo, lo cual implica para mí una triple operación matemática. En Armenia lo viví con el dram, en alguna ocasión incluso mezclado con rublos, cuatro operaciones mentales, absoluta fe en la persona que me alargaba el sobre con dinero y un jeroglífico con cifras que yo daba por buenas sin mucho convencimiento.

Una de las conversaciones recurrentes con otros españoles en Rusia es la evolución de la divisa y, en caso de cobrar en euros, si tienes más o menos dinero. Siempre he intentado aprender en estas conversaciones y, en ocasiones, he llegado a comprender por qué comprar en un determinado momento algo relativamente caro podía ser mejor in situ o, en otros casos, valía la pena esperar o comprarlo en España. Como nunca he tenido mucho dinero, la influencia de la moneda me ha afectado relativamente. En mi caso, hacer la compra ha sido el termómetro de la economía. En ese sentido estoy muy cerca de la mayoría del pueblo ruso, que más allá de neones especulativos, siente los cambios que afectan a los precios diarios.

En 2007 Rusia era un país optimista en lo económico. Años de subidas en el precio del petróleo habían supuesto para los ciudadanos un relativo, no proporcional, incremento del poder adquisitivo. El indicador más visible era el aumento de turistas rusos a otros países. Aprovechando la fortaleza del rublo conocí a muchos rusos que viajaban a Europa, entre otras cosas para comprar artículos de lujo y evitar los aranceles nacionales. Con un estratégico tax free sobre las compras, el viaje se rentabilizaba solo con burlar la carga impositiva. Cuando me marché en el verano de 2008 notaba que la burbuja del optimismo se había pinchado. Se presagiaban problemas y ahí fui consciente de la importancia del precio del petróleo en la vida cotidiana rusa. La crisis de ese mismo año, con una bajada histórica del precio del crudo, hizo temblar todo el incremento de poder adquisitivo de los años previos. Me fui dejando a Medvédev con el problema.

A mi regreso en 2012 el optimismo parecía mayor que nunca. El turismo ruso batía récords en España y se vivía una época de vino y rosas. En el verano de 2014 la fiesta se terminó. El petróleo inició un nuevo desplome, Rusia se encontraba con la resaca de Sochi, el conflicto ucraniano, las sanciones, y aquel cóctel derivó en el martes negro. Un 16 de diciembre en el que incluso yo, que de números siempre fui lento, me di cuenta de que algo iba fatal. Algunos neones desaparecieron de la noche a la mañana. El problema era que tenían que añadir más cifras. El 99,99 que mostraba el euro era, al parecer, insuficiente y no se ajustaba a la realidad. El 100 no cabía. La estabilización posterior del cambio no evitó una inflación, que en enero de 2015, tras diez días de vacaciones sagradas, llegó a todas las tiendas del país. En mi caso, fui a comprar agua, y la garrafa que costaba sesenta rublos quince días antes la encontré a cien. Durante un par de meses fui encontrando sorpresas similares. Cada semana algún producto de la cesta de la compra rompía mis previsiones. El tabaco, que era mi principal gasto por aquel entonces, no sufrió una carga impositiva hasta pasados varios meses.

De cara al verano el boom turístico terminó y a mí me explicaban, poco convencidos me dio la impresión, que el mar Negro también era bonito, que las casas de campo eran maravillosas para la salud y que viajar al extranjero estaba sobrevalorado.

Petróleo, presupuestos, rublo y primer aviso

Con saber que petróleo y gas copan las exportaciones rusas y conforman el 50 % del presupuesto federal, es suficiente para entender que una drástica caída en el precio de venta internacional supone un duro golpe a la economía del país[7]. A la hora de realizar los presupuestos, Rusia hace una estimación a futuro del precio del petróleo. En función de la cifra se aporta más o menos dinero a las diferentes partidas. En esta situación se puede ser pesimista y hacer un cálculo menor a lo que se prevé. Consecuencia, ahorro. También se puede hacer un presupuesto con la cifra exacta que se prevé. Entonces el presupuesto podrá tener un pequeño déficit o superávit. Por último, existe la tentación de ser optimista, o muy optimista, y hacer previsiones alcistas, sobre todo cuando la tendencia parece justificarlas. En ese caso el presupuesto federal se sostiene sobre una ilusión. Si se cumple, todos contentos. En caso contrario, habrá un endeudamiento que se intentará solucionar recortando en los presupuestos del año siguiente. O del siguiente.

Entre 2006 y 2008 el precio del crudo creció más allá de las perspectivas más optimistas. Se batían récords mes a mes, lo que en el caso de Rusia implicaba un superávit anual y revisiones, a mejor, de los presupuestos. Las previsiones a futuro se asentaron en la profunda creencia de que todo hacía indicar que el crecimiento sería constante. Se argumentaba que el petróleo empezaba a escasear y que el incremento de su valor era imparable. En los mercados de futuros, donde se compra por predicciones, el precio siempre era superior al real. Y durante dos años cualquier previsión se quedó corta al lado de una realidad desbocada. Un dato a diez años vista: en noviembre de 1998 el precio del barril era de 9,82 dólares. Una década más tarde, 144,49 dólares. Las previsiones a futuro en el verano de 2008 se situaban sobre 180 dólares por barril. Obviamente, los presupuestos rusos eran generosos y todo parecía indicar que el gobierno Medvédev iba a poder continuar la senda marcada por Putin. Aumentar el gasto público y, al mismo tiempo, incrementar la caja del estado. El problema es que en diciembre de 2008 el precio del barril era de 36,61 dólares el barril[8].

El rublo perdió en 2009 un 25 % frente al dólar, la bolsa registró pérdidas del 72 % en 2008 para empezar a subir, poco a poco, durante todo el año siguiente. La caída del petróleo fue de un 53 %, lo cual supuso una importante contracción de la economía hasta el 7,8 %. La inflación subió al 13 %. En medio año el Estado se gastó ciento sesenta millones de dólares para mantener la calma. Sin esas reservas el país hubiera padecido una situación similar a la de 1998, pero pudo hacer frente a la crisis y empezar a recuperarse a partir de mayo de 2009.

Tras haber tocado fondo, el precio del barril creció durante todo el año cerrando 2009 cerca de los 80 dólares por barril. 2010 cerraría con 94, 2011 alrededor de 110, cifra similar al final de los siguientes dos años, ya con Putin en la Presidencia. Los presupuestos volvían a ser generosos y el crecimiento constante desde diciembre de 2008 parecía consolidado. Nadie dudaba, de nuevo, en elaborar presupuestos a partir de las previsiones más optimistas. Rusia en 2014 alcanza los quinientos millones de dólares de reserva[9]. Ello permitía alardear de los Juegos de Sochi y tomar un papel protagonista en la crisis desatada en Ucrania.

Año negro, martes negro

Hay muchos motivos, sobre todo a posteriori, para justificar la bajada del petróleo durante al año 2014, pero el más obvio, en lo referente a la demanda a Rusia, probablemente sea la recesión económica europea de los últimos años[10]. El mayor cliente energético de Rusia sufre una crisis económica, fruto de ello su actividad económica cae, la producción se reduce y la necesidad de energía es menor. Al demandar menos, en un mercado que produce más de lo demandado, los precios tienden a caer. Si esta situación, fruto de la globalización, se hace mundial afectará a los precios del crudo en su conjunto. Es por esto por lo que la crisis económica, que muchos rusos pensaban que era un problema occidental, les afecta con retraso.

La caía del crudo empieza en el verano de 2014. Se alcanzan los 115 dólares por barril para caer hasta menos de 60 en diciembre del mismo año. Este descenso se corrobora a principios del 2015 con una caída del 11,5 % en tres días. Se llega a 50 dólares por barril, precio de 2009, y las previsiones no auguran ninguna mejora. En ese contexto Rusia anunciaba que en 2014 había batido su récord de producción y exportación, dato este último más relevante por el precio de la exportación que por la cantidad de petróleo exportada.

La constante caída del petróleo se une, como hemos señalado, a la factura de los Juegos y al problema de Ucrania. Las sanciones occidentales a la economía rusa llegan en un contexto económico que augura una recesión. En la segunda mitad de 2014 el rublo empieza una cuesta abajo que tocará fondo un martes de diciembre en que el país aguantará la respiración. En septiembre el cambio oficial con el euro se sitúa en 47 rublos. Día a día ese cambio va subiendo, alcanzando en noviembre los 57. En diciembre los 60 desaparecen rápido de los neones y en dos semanas los rusos ven la cifra de 70. El martes 16 de diciembre de 2014 amanece con 77 rublos por euro. Entre las once de la mañana y la una del mediodía la cifra asciende a 82. Los rusos hacen las compras navideñas con paciencia, la gente discute si vale la pena comprar o esperar. Las tiendas, especialmente de tecnología, viven rumores de inminentes cambios de precios para evitar pérdidas. Entre la una y las tres de la tarde el país se paraliza, el rublo se desboca, marca un cambio con el euro por encima de cien y las casas de cambio se apresuran a cerrar. Se habla de los años noventa, algunos pronuncian la palabra default. Por la tarde la gente mira la televisión, el Gobierno se reúne, el banco ruso intenta tranquilizar a los mercados. Las reservas rusas destinan cien millones de dólares hasta diciembre para sostener la moneda. Se interviene y se consigue rebajar la cifra a 92 una hora más tarde. A las siete de la tarde el cambio se sitúa en 85 y, aunque sube a las ocho, vuelve a bajar a partir de las nueve para terminar la jornada en 85,15. Mucha gente respira por fin. Al día siguiente los comercios están llenos. El objetivo es gastar rublos. Apple dejará de vender por unos días. Las tiendas, en plena campaña navideña, se verán obligadas a subir los precios ante una avalancha de compradores sin precedentes.

En los días siguientes el cambio bajará de nuevo, hasta los 67, para iniciar un 2015 lleno de incertidumbre. En los primeros meses del año el cambio se situará por encima de 75, bajará hasta alcanzar en mayo y junio la cifra de 55 y volver a subir. En septiembre de 2014 el euro valía 47 rublos. En septiembre de 2015 la cifra ha aumentado a 75. La pérdida de poder adquisitivo es evidente. Los precios suben, las sanciones no ayudan a financiación del país, los salarios se congelan y los presupuestos se convierten en un ejercicio de fe. Pese a estos datos el pesimismo es relativo. La jornada del martes negro terminó con un suspiro. Aunque en un solo día el cambio del rublo con el euro había pasado de 72 a 85, la cifra que permanecía en el subconsciente de todos los rusos era el 100 que se vio a mediodía. Al lado de esa cifra de pesadilla, el 85 parecía un regalo. La propaganda vendió como un esfuerzo personal del presidente, que había presionado a las instituciones bancarias para no dejar caer el rublo, una caída que nadie hubiera firmado aquella mañana. Las fotografías en la prensa recogían el 99,99 de las casas de cambio. A nivel popular, pese a la caída, el presidente había salvado la economía rusa.

El 2014 concluyó con una devaluación del rublo del 47 %, la bolsa acumuló una caída superior al 50 % de su valor a principios de año, las predicciones presupuestarias afirmaban que si el precio del crudo se mantenía, lo cual ya era una previsión optimista, la economía se iba a contraer más del 4 %. La inflación llegó al 9,1. Pero en el contexto político y social ruso el problema más importante era la negativa internacional a aceptar el papel protagonista de Rusia en política exterior. Versión oficial; el conflicto de Ucrania había conducido a unas sanciones que, unidas a una evolución negativa del petróleo fruto de intereses americanos, intentaban ahogar a la economía rusa. Las contrasanciones, sostenidas con argumentos patrióticos, iban a adelgazar los mercados y tiendas rusos. En agosto de 2015, por primera vez, una encuesta ha sido negativa en relación con una medida de Vladímir Putin. Su decisión de incinerar toneladas de comida occidental, en lugar de hacerla llegar al pueblo a un precio razonable, ha sido cuestionada. Mientras tanto, en el Foro Económico Internacional de San Petersburgo, el presidente ha asegurado que las sanciones mejoran la capacidad productiva del país.