En pocas palabras
En mi último curso como profesor en Moscú tuve a un alumno de once años bastante particular. Se llamaba Artemio. Teníamos clase de español los viernes. Siempre llegaba el primero para charlar conmigo. Lo mismo sucedía en la pausa. Su objetivo era ser presidente del Gobierno y le fascinaba la política. En año nuevo pidió al Ded Moroz, el encargado de llevar los regalos a los niños, una camiseta de Putin. También pidió un iPad, pero eso me lo reconoció mirando al suelo.
Le gustaba explicarme los detalles de la política rusa, su visión del conflicto ucraniano, la negativa actitud de los países occidentales y sus aspiraciones como gobernador de alguna república siberiana, paso previo a su asalto al Kremlin. Obviamente su castellano requería muchos esfuerzos de comprensión por mi parte, pero disfrutaba como un enano escuchándole y nunca le interrumpía. A veces le hacía preguntas para ver cómo resolvía los problemas. Incluso me escribía redacciones, tema libre, por decisión propia, en las que me hablaba de geopolítica e impuestos. Normalmente cogía el rotulador antes de clase y se adueñaba de la pizarra[31] elaborando gráficos con flechas, cifras y explicaciones detalladas.
En una ocasión me detalló la evolución del precio del petróleo, dibujó un gráfico con números y fechas, dólares, rublos, el barril de Brent. Me explicó, con su vocabulario limitado, por qué ello generaba problemas, la dependencia energética. En otra ocasión me comentó sus propuestas como legislador de alguna región del país. Su objetivo era fomentar el turismo para generar ingresos constantes. Además, en caso de que en la región hubiera recursos energéticos, pensaba cobrar él mismo los impuestos. De ese modo no irían a Moscú y evitaría que se perdieran en manos corruptas. Así fue cómo descubrí que en Siberia las tasas de los yacimientos de gas y petróleo van directamente al Estado y no se quedan en la región[32]. Una de sus propuestas estrella era ofrecer ventajas fiscales para atraer empresas. «Offshore», me dijo.
El putinismo es un tema aparentemente complejo. Un estado híbrido, un sistema aparentemente democrático, en el que las instituciones, especialmente las de seguridad, impiden la consolidación de un sistema de soberanía popular efectivo. La corrupción y los medios de comunicación permiten la perpetuación de las oligarquías y de los políticos tradicionales. La oposición se ve arrinconada, la libertad de expresión se ve cercada por restricciones legales, la educación adoctrina en valores patrióticos[33] y la historia contemporánea se entiende como un conflicto permanente con el enemigo, los otros. El contrato social da al presidente todo el poder a cambio de un estado policial, una vigilancia amparada en la ley que asegura defender la seguridad de los ciudadanos, pero que mantiene los beneficios de los oligarcas y estanca al país en la dependencia energética, impidiendo el desarrollo de otros entornos productivos del país. El putinismo es paternalista, nacionalista e imperialista. Es conservador en la moral y las costumbres, pero arriesgado en el ámbito internacional. Asume el liderazgo en los conflictos apelando a su capacidad nuclear y militar. El putinismo actúa fuera del país con la misma mentalidad con la que gobierna. Y todo esto me lo explicó Artemio en pocos minutos con un esquema que tardó minuto y medio en dibujar en la pizarra.
«El dinero de Rusia, todos los ingresos derivados de las materias primas y los impuestos que pagan los ciudadanos va a Moscú. Desde allí se reparte para ser redistribuido según las necesidades sociales. Ese reparto se concreta en la Duma, en los presupuestos que discuten los diputados. El problema es que la corrupción ya existe en la propia Duma, de manera que el dinero empieza a desaparecer. Parte del presupuesto se entrega a bancos y empresas con participación estatal, que lo depositan en paraísos fiscales. La policía, encargada de la seguridad de las personas, no puede acabar con la corrupción y termina por permitirla, y generalizarla, a cambio de tener su trozo de pastel. Por último, los medios de comunicación, televisión y periódicos, son financiados a cambio de no explicar la situación y desviar la atención. Como consecuencia de todo esto el pueblo no tiene el dinero que le corresponde y se empobrece. Los medios buscan culpables. La gente paga sus impuestos. Sus rublos llegan a Moscú y la rueda vuelve a girar.»
«¿Y Putin qué pinta ahí?», pregunté. Su nombre estaba escrito con grandes letras en medio del esquema.
Artemio me miró sorprendido. «Todo este caos lo controla Putin. Si él no estuviera volveríamos al default de los noventa, al desastre. Sin Putin todo se caería. Él pone orden y mantiene el sistema en equilibrio. Así, los bancos, los medios, los oligarcas y la policía tienen un límite que no pueden cruzar. Putin es nuestra garantía. Putin es necesario. Por eso, Putin es bueno.»