34. Una espinita

En el otoño de 1962 dejamos la casa de via XX Settembre para mudarnos a otro piso, en la primera planta de un edificio moderno que había sido construido en el espacio que ocupaba la terraza de la tía Teresa. Una escalerita de madera conducía desde nuestro balcón hasta lo que había quedado de la terraza, delante del comedor de mi tía. Las dos hermanas estaban encantadas, podían entrar y salir de sus respectivas casas «en zapatillas», como decía mamá, y yo tendría por primera vez un dormitorio solo para mí. Y sin embargo, me había dado pena dejar la casa de via XX Settembre: era tan bonita cuando te acercabas a ella a pie, revocada en rojo, con las ventanas y los balcones ornamentados en color ocre y las persianas de un verde brillante…: a mi entender, tanto en la forma como en la combinación de colores, un magnífico ejemplo del modernismo siciliano. Nuestro piso, pese a no conservar las paredes y bóvedas originales, tenía una personalidad propia y un pasado. Vivir en una casa nueva me descolocaba: no podía imaginar, como me ha sucedido siempre, a los desconocidos que habían pasado por aquellas habitaciones, sus emociones, sus reacciones ante los acontecimientos que yo conocía —la guerra, el fascismo—, los nacimientos y las muertes que habían tenido lugar allí. Debía crear mi presente y afrontar el futuro.


Mientras tanto, me preparaba para obtener el título de bachillerato, una tarea ardua. Me sentía en el umbral de la vida adulta, en espera del cambio fundamental: la universidad. Los primeros seis meses de aquel año fueron terribles en Palermo. La guerra por la sucesión entre dos familias mafiosas, los Greco y los La Barbera, que había estallado en el mes de enero, se prolongó hasta el 30 de junio con la masacre de Ciaculli, en la que el enésimo Alfa Romeo Giulietta cargado con trilita mató a siete miembros de las fuerzas del orden. La mafia disparaba por las calles, en las pescaderías, en lugares abarrotados de gente, en todas partes, incluso en Milán. Las terribles explosiones de los Alfa Romeo Giulietta cargados de trilita —cadáveres destrozados en los cráteres que se abrían en las calles de Palermo— estremecieron a la ciudadanía. Estábamos atónitos y no sabíamos cómo reaccionar. Todo era excesivo. La corrupción y el clientelismo eran brutales. Tenía ganas de escapar. Pensé en estudiar Arqueología en vez de Derecho. Pero la mejor facultad, según decían, estaba en Florencia, y lo cierto es que yo no quería irme de casa. Mamá, Chiara y yo estábamos muy unidas, y, además, si cursaba estudios en otra ciudad, mi manutención ocasionaría gastos muy elevados. Mis padres ya habían invertido mucho en nosotras enviándonos a Suiza en verano y permitiéndonos hacer todos los viajes culturales que organizaba el señor Bellafiore.

La sola idea de marcharme de Palermo me partía el corazón. Temía que fuera para siempre. Hablé de aquello con Goffredo, mi mejor amigo. Era mayor que yo y, aun siendo de padre toscano, había ido al instituto y ahora a la universidad en Palermo.

—Ven —me dijo—, vamos a dar un paseo por Mondello.

Si bien tenía permiso para ir con él en coche, sin ninguna limitación, se sobreentendía que no iríamos nunca ni a los aparcamientos de la Favorita —donde las parejitas se apartaban para besuquearse y otras cosas— ni a Monte Pellegrino, donde las oportunidades para comportarse de un modo «poco serio» eran innumerables.

Llegamos al parque de la Favorita. Al final de la breve recta, frente a nosotros, altísima, la piedra azul y rosa de Monte Pellegrino.

—Mejor vamos a otro sitio —dijo Goffredo, y, en vez de dirigirse hacia Mondello, giró a la derecha, hacia la Addaura.

Luego, en lugar de continuar por la carretera que bordeaba la montaña, enfiló, a la izquierda, la subida a Monte Pellegrino. Confiada, y con una pizca de curiosidad, esperaba que él hablase. Goffredo conducía despacio, concentrado. Después del primer tramo de subida suave, la carretera se encaramaba serpenteando como una gran cobra, cada curva se replegaba sobre sí misma de forma espectacular. Yo estaba tranquila, y volvía la cabeza a derecha e izquierda como si no hubiera visto nunca aquel paisaje conocido y tan entrañable. En las subidas hay siempre un lado desde el que se disfruta de una vista mejor, pero allí la vista era magnífica mirase hacia donde mirase. Palermo, una llanura al nivel del mar, estaba rodeada por el cordón verde de la Conca d’Oro —deteriorado, pero no destrozado, por la construcción desaforada—, que separaba el núcleo de población del semicírculo de las colinas, áridas y amenazadoras, al sur. La subida era empinada y en cada recodo daba la impresión de que Monte Pellegrino adquiría poderío y determinación, y que, como un mastín, mantenía las colinas alejadas de su protegida. La ciudad se extendía, serena, y brillaba bajo los alargados rayos del sol, que se disponía a iniciar el ocaso, detrás de las montañas.

Detrás, la vista no dejaba nada que desear: la carretera cortaba el frondoso bosque mediterráneo, entre el que descollaban los pinos de denso perfume resinoso —en las ramas, el canto ensordecedor de las cigarras— y colonias de chumberas, llegadas aquí hacía cuatro siglos, que tapizaban el sotobosque. Las chumberas crecían en todas direcciones: en algunas partes semejaban plantas trepadoras; en otras, el grisáceo tronco herido parecía que estuviera a punto de ceder y romperse bajo el peso de las palas engordadas por la lluvia reciente.

Llegamos al valle interior que unía el santuario a la cima, sobre la que se alzaba el castillo Utveggio, revocado en rosa y cuya fachada miraba a Palermo; y luego ascendimos la cuesta hasta la explanada desde la que se accede a la gruta de Santa Rosalia. Pero Goffredo no se detuvo y continuó subiendo hacia el punto más alto al que se podía llegar en coche: el mirador.

Las chumberas nos habían dejado hacía rato; quedaban pocas, medio peladas. El fresco de la noche no le iba bien a su naturaleza sudamericana. Las cigarras también habían dejado de acompañarnos con su cantinela. El terreno era árido; notaba en los recodos que la carretera moderna, pavimentada con adoquines y asfalto solo en las curvas, cortaba bruscamente la antigua, de piedra del siglo XVII, que los fieles recorren en procesión todos los años en septiembre, algunos de rodillas, para rendir homenaje a la santa, hacerle un ruego o darle las gracias.


Unos recodos más y llegaríamos al mirador. El cielo se abría y el panorama se ensanchaba hasta abarcar otras bahías de la costa. Los pinos desprendían un perfume intenso. Goffredo aparcó y rodeó el coche para abrirme la puerta.

—Pensaba que querías llevarme a ver a la santa —dije en broma.

—No hace falta —contestó él—. Ven a ver Palermo desde lo alto.

Estaba a nuestros pies, lamida por un mar que a lo lejos era de un solo color: azul oscuro y centelleante; a lo largo de la costa y en la bahía, en cambio, el color del agua cambiaba del verde claro al azul celeste y al turquesa. Lánguida y encastrada en la Conca d’Oro, Palermo, libre ya de amenazas, parecía estar ahora protegida por la hilera de guerreros grises que el Monte Pellegrino mantenía a raya. A la izquierda, el golfo de Mondello, con su pequeña y apacible playa arenosa. Palermo, por el contrario, no estaba tranquila. Reconocía las calles, los edificios, las cúpulas de los oratorios. Desde lo alto, el plano de la ciudad parecía nítido, legible: una ciudad fácil de conocer y recorrer. Felix, la llamaban, Palermo feliz. Y sin embargo, guardaba muchos secretos. Había mucha podredumbre en Palermo. Y tensión. Goffredo y yo contemplábamos en silencio… y en sintonía.

—Cuando me licencie, iré a estudiar a Estados Unidos, pero después quiero volver aquí —dijo él—. ¿Y tú?

—No tengo previsto marcharme de Palermo. Pero podría… Quién sabe. ¿Por qué quieres decidirlo ya? Hay muchísimos sitios bonitos que no conoces.

—Palermo tiene alma, vive. —Luego preguntó—: Simonetta, ¿qué quieres hacer?

—Quiero conocer mundo. Y luchar por lo que es justo.

—Pero Palermo tiene alma, sufre, exulta…, no puedes abandonarla. ¿Qué harás?

A veces, Goffredo era demasiado cerebral para mi gusto. Miré hacia abajo. A través de un claro entre las copas de los pinos, abajo, lejísimos, veía un trocito de mar de un azul celeste intenso; en medio, una barca, minúscula. Como si me esperase.

—Pues llevármela, me llevaré el alma de Palermo —murmuré—, vaya a donde vaya.

Goffredo, tan correcto como siempre y quizá algo mosqueado, me preguntó si quería un cucurucho. No me había dado cuenta hasta ese momento de que el carrito de un heladero nos había seguido.


Mientras tanto, debía estudiar inglés. No porque lo deseara —es más, se me hacía cuesta arriba—, sino para contentar a mamá. Ella había sido muy clara: debía saber tres lenguas, y mis intentos de aprender inglés con miss Smith habían sido un fracaso. El inglés era una lengua dura y poco musical: no me gustaba. De modo que iría cuatro meses a Cambridge y regresaría en febrero de 1964, lista para empezar las clases en la universidad. Por un lado, me angustiaba, por el otro, era un gran reto: en un lugar desconocido, no sería nadie y podría divertirme creando infinitos personajes. Entre extraños podría, por ejemplo, contar que tenía muchos hermanos, inventarme un pasado distinto, teñirme el pelo de rojo, mi color preferido. Por fin podría vestirme como quisiera, ir desaliñada y no «arreglada» en todo momento, como decían mamá y Giuliana. Sorprendentemente, Giuliana era partidaria de esta aventura y me recordó que también ella, a los dieciséis años, había cambiado Budapest por Sarajevo: «Es verdad que iba a casa de una tía, pero era un mundo nuevo». Me exhortó a escuchar y observar antes de emitir un juicio y a no dejarme contaminar por las religiones heréticas, como ella llamaba al protestantismo. «Mejor esos que los turcos…, esos son distintos de verdad, y no creo que haya en Inglaterra…, pero a los protestantes y los hindúes debes evitarlos». Y me puso un ejemplo que no he olvidado: «Las mujeres de Bosnia-Herzegovina llevaban unos pantalones anchísimos, ceñidos en los tobillos y la cintura, y no se los quitaban nunca, ¡ni siquiera para hacer sus necesidades!». Cuando le señalé que eso era imposible, Giuliana replicó: «Los herejes te sorprenderían, en todo».

Cuanto más se acercaba la fecha del viaje, más nerviosa me ponía, pero más decidida estaba también. Nadie de la familia había pasado nunca un período tan largo en el extranjero —cuatro meses—, y además, enviarme a Inglaterra suponía un sacrificio. Mamá me recomendó que no olvidase que era una chica siciliana, un eufemismo para «no entables relaciones peligrosas con los hombres». Papá, en cambio, fue más claro: «Recuerda que debes vestir bien y sentarte guardando la compostura. No quiero que esos ingleses digan “Pero esa ¿de quién es hija?”». Y cuando lo tranquilicé diciendo que en Inglaterra nadie me relacionaría con él, me miró, pensativo, y añadió: «Nunca se sabe».

Papá no tenía absolutamente ningún interés en que yo hablara tres idiomas; por lo demás, le contrariaba que me fuera, y mucho. Habría podido impedirlo, pero no lo hizo. Quería darme la oportunidad, que a él le había sido negada, de que creciera sola, hiciera mi vida y me preparara para trabajar. De vez en cuando me llevaba a tomar un helado al Cofea y, mientras chupábamos cada uno nuestro cono, me miraba con tristeza: nos quería mucho a Chiara y a mí, pese a que nunca había querido tener hijos. Durante los últimos días antes de marcharme no paró de hacerme recomendaciones: «Compórtate como es debido», «No confíes demasiado en desconocidos», «Estudia», «Diviértete». Incluso llegó a decirme que esperaba que no me tratara con la familia real: no le gustaba porque el rey Eduardo VII, el que abdicó para casarse con una norteamericana, era simpatizante de los nazis. Se lo prometí, sin dudarlo ni un segundo.

Mientras se acercaba el momento de partir, pensaba, dejando a un lado todas las recomendaciones de la familia, en lo que de verdad esperaba yo de ese viaje al extranjero, además de aprender una lengua que no me gustaba. Esperaba conocer a ingleses y a estudiantes universitarios, sobre todo de Derecho. Y tenía unos deseos inmensos, unas ganas inconmensurables de disfrutar de la vida.


Quizá encontrara mi primer amor verdadero. Pero tenía clavada una espinita: ¿por qué debía mantenerme virgen hasta el matrimonio, mientras que mi futuro marido no lo sería? Pero así era, y así debía ser.