10. Los parientes
En Palermo empecé a frecuentar a nuestros parientes con regularidad. Conocía bien a la familia de la abuela Maria, los Caramazza, a quienes mis tíos y mamá estaban muy unidos: «La mejor parte de la familia», decían ella y la tía Teresa, lo que me hacía sentir doblemente orgullosa de haber nacido en su casa de via Manzoni, cerca de la estación. La abuela Francesca era viuda y había perdido a sus tres hijas: Maria, nuestra abuela; Concettina, que se había quedado soltera; y Elena, madre de la tía Anna, la prima preferida de mamá. Habían muerto por orden de edad, una tras otra, y todas antes de los sesenta años. La abuela Francesca vivía con sus hijos solteros, el tío Niccolò y el tío Peppino. Diminuta y viejísima, se teñía el pelo y no les decía la edad ni a sus propios hijos. Siempre, sin excepción, repartía entre los bisnietos, mayores y pequeños, citrato de magnesio en grano, que, como si fueran deliciosos confites, sacaba de un tarro de cristal que guardaba en el cuarto de baño, en un armarito metálico que estaba colgado en la pared, cerrado con llave y con la inscripción BOTIQUÍN en caracteres repujados. De los otros hijos, el tío Benedetto, el padre de la tía Misù, vivía en Catania y venía a menudo a Palermo, mientras que el tío Filippo y el tío Piero, médicos «famosos en toda Italia» —o al menos eso se decía en la familia—, trabajaban fuera de Sicilia y venían de visita con sus respectivas esposas y sus hijos al menos una vez al año. Los Caramazza representaban el lado burgués e intelectual de la familia.
Los parientes por parte de los Agnello eran distintos. Muy enraizados en Siculiana, eran poco sociables, por no decir huraños. Papá, que había heredado el título, los consideraba retrógrados, pero él, rebelde y «moderno» en muchos aspectos, en el fondo no era muy distinto y por eso no había conseguido cortar de verdad las ataduras con el pasado de su familia. Mi bisabuelo, al que llamaban papá Cicì, poseía latifundios en la Sicilia occidental. Su patrimonio era tan vasto que hizo ricos a sus once hijos; cada uno de los varones poseía suficientes tierras para mantener con todo tipo de comodidades a su descendencia sin la preocupación de tener que ganarse el sustento, con las rentas que obtenían de los campos les bastaba, y así había sido hasta la reforma agraria de 1950. En la familia Agnello no había necesidad ni de estudiar ni de trabajar, y únicamente mi abuelo, el mayor, había obtenido un diploma —perito agrónomo— del que se sentía muy orgulloso. De los dieciséis nietos Agnello de papá Cicì, solo tres, entre ellos mi padre, habían obtenido una licenciatura, que por lo demás no utilizaron nunca, salvo el tío Totò, que fue radiólogo. Fornido y lozano, de temperamento fogoso y buen corazón, Totò compró los aparatos más modernos del mercado para montar una consulta en casa: recibía a los pacientes cuando él quería y, muchas veces, no cobraba. Los descendientes de las cinco hermanas del abuelo, en cambio, eran para mí prácticamente desconocidos: las mujeres no contaban demasiado en mi familia.
Desde que llegamos a Palermo, mamá no dejó de cumplir con sus obligaciones de sobrina, e inició la ronda de visitas, primero a las tías Agnello, después a las suyas y, por último, a las primas. Yo me apresuraba para terminar los deberes cuanto antes y poder acompañarla. Todas las casas de los hermanos del abuelo Cocò tenían el mismo sello, porque habían sido decoradas con los muebles y demás enseres de la mansión de Palermo, repartidos entre los herederos. Reconocía los sillones Luis XV de madera tallada y dorada, el sonido de los relojes de péndulo, los jarrones Imperio, los monetarios y los candelabros. No me perdía ni una palabra de la conversación, incluso cuando resultaba repetitiva y tediosa. En una ocasión hablaron de la visita del Duce a Agrigento en 1937. Uno de los hermanos del abuelo Cocò, gran admirador de Mussolini, con el fin de poder estar cerca de él sobornó al chófer que iba a llevarlo al Valle de los Templos y ocupó su lugar. Pocos en la familia aprobaron su comportamiento; no porque fueran antifascistas, ni mucho menos, sino porque ningún Agnello debería rebajarse a hacer de chófer de nadie. Me enteraba de episodios antiguos y recientes, estos últimos, por lo general, sobre peleas entre hermanos o, peor aún, entre cuñadas que no se aguantaban.
El bisabuelo, que se quedó viudo relativamente joven, para no sentirse solo decidió que, en invierno, la planta noble del edificio de Palermo, donde vivía, sería el punto de encuentro de sus hijos y sus familias —cada uno de los cuales tenía un piso en las plantas superiores— y que harían todas las comidas juntos, los niños y adolescentes en una sala y los adultos en otra. Dicho y hecho: las familias de los hijos se vieron obligadas a dejar de usar sus propias cocinas y comer siempre con él en la planta noble. A los hijos y las nueras no les agradó esta imposición, y menos aún a mi abuela Benedetta, a quien le encantaba cocinar. Esta última aprovechó la primera ocasión que tuvo para conseguir de su suegro lo que deseaba —se rumoreaba que fue el precio de su silencio por un insignificante pecado doméstico del bisabuelo jamás identificado—, y así fue como a mi abuelo se le permitió instalarse en un piso de alquiler en viale della Libertà, en lugar de quedarse en la planta noble del edificio familiar, tal como habría sido su deber como primogénito. Algún tiempo después, otro hermano siguió su ejemplo, pero todos los demás continuaron viviendo en el edificio Agnello, en un ambiente de constantes roces entre las nueras, que se disputaban la condición de señora de la casa. La convivencia se prolongó unos años más después de la muerte de papá Cicì.
Pese a ser pendenciera y machista, la familia Agnello era la familia a la que yo pertenecía. Eran mi gens. Y, como decía mamá, «en el fondo, los Agnello son buenas personas».
Papá y sus hermanas tuvieron una violenta discusión a propósito de la herencia del abuelo, y rompieron las relaciones. Mamá, por lo tanto, se vio obligada a hacer lo mismo; pero Chiara y yo debíamos mantenerlas como si no pasara nada. Todos los domingos, aunque cayeran chuzos de punta, mamá nos enviaba a visitar a la abuela Benedetta a su gran piso de via Libertà. Al principio, Giuliana nos acompañaba y se quedaba con nosotras hasta la hora de irse. Pero se aburría y espació sus visitas. Nosotras, en cambio, continuamos acudiendo todos los domingos escoltadas por Paolo. Él también se había posicionado y no entraba en casa de la abuela, se quedaba en el zaguán charlando con el portero.
Nos recibían en la sala de estar, donde la abuela nunca estaba sola, sino en compañía de una de sus hijas o de las dos: la tía Annina, la hija mayor y soltera, y la tía Giuseppina, la casada. La sala de estar era una habitación de paso entre la zona de noche y la de recibir visitas. Nosotras sabíamos que no había que hablar de nuestros padres ni de la vida en familia, una regla que llevábamos en la sangre. Y que compartíamos con nuestras tías, las cuales nos preguntaban por el colegio y punto; agotado el tema, se quedaban calladas. En casa de la abuela, el silencio tenía un carácter propio, era distinto de todos los demás silencios. Era pesado, opresivo. Giuliana no había ocultado nunca su antipatía por los parientes de papá y permanecía callada y hueca como una gallina. Su mirada vagaba por el sofá de madera tallada, con los asientos deformados por los muelles que se habían salido de los ganchos, como si contara los bultos. De vez en cuando, un destello fugaz, lleno de desprecio por semejante descuido, iluminaba sus ojos claros.
A veces yo intentaba romper el silencio y decía algo, pero era una falta de educación entablar una conversación con los mayores. En esas ocasiones, Giuliana apartaba los ojos del sofá y me regañaba con la mirada. Chiara y yo no veíamos el momento de marcharnos y escuchábamos con impaciencia el toque de los relojes de péndulo: el abuelo los coleccionaba y seguían funcionando, pero no al unísono. Después, el silencio de nuevo. De cuando en cuando, un chirrido. Se abría una de las dos puertas y entraba uno de nuestros primos. Los cinco, todos mayores que nosotras, pasaban de uno en uno en dirección a la otra ala de la vivienda, y a veces también lo hacía su padre; en cualquier caso, todos se detenían para saludar como era de rigor, y luego salían por el lado opuesto. Otro chirrido, y nos sumíamos de nuevo en el silencio. A mí me habría gustado ir al cuarto de mi prima Rosanna, que tenía mi edad y con la que me llevaba bien, pero no podía dejar a Chiara sola.
Observaba a mis tías. La tía Annina, con la cabeza gacha, bordaba sus maravillosos faldones para bebé como un autómata. La tía Giuseppina, siempre elegante, su hermoso rostro iluminado por los pendientes de perlas, paseaba lentamente la mirada de uno a otro lado de la habitación. La abuela, sin hacer nada, con la gran alianza de hierro apenas visible en su rollizo dedo, miraba la mesa baja que tenía delante; de vez en cuando dejaba escapar un profundo suspiro, al que hacía eco otro, quedo, de la tía Annina. Yo lo pasaba fatal. Odiaba no hacer nada y no sabía estar quieta y callada. Intentaba consolarme observando las ramas artificiales de melocotonero florido que llevaban toda la vida en el mismo jarrón, sobre la misma mesa, en el mismo sitio; el polvo, sin que nadie lo impidiera, había formado una capa grisácea sobre los pétalos de seda de color rosa amarillento que los sobrecargaba. Cuando creía que nadie me miraba, alargaba una mano y la retiraba con las yemas de los dedos polvorientas; observaba aquella pasta grisácea en mis dedos, me los metía en la boca y los chupaba, de uno en uno: era el sabor del tedio. Al salir de casa de la abuela, Giuliana seguía tensa. Durante el paseo por via Libertà se soltaba y de vez en cuando mascullaba: «¡Una estatua de oro deberían hacerle esas mujeres a vuestra madre!». Fueron las únicas palabras de apoyo explícito a mi madre que oí en toda mi vida. La tía Teresa y el tío Giovanni la adoraban, y estaba claro que querían protegerla, pero en la familia Giudice no se hablaba nunca mal de nadie, por lo menos delante de los niños.
Con el paso del tiempo, Chiara espació sus visitas —no las soportaba y, con una excusa u otra, convencía a mamá de que la dejara quedarse en casa—, mientras que yo continué acudiendo regularmente: Chiara y yo éramos las nietas menos queridas, lo sabíamos, pero yo le tenía cariño a la abuela y confiaba en que, cuando me conociera, ella sintiera un poco más de cariño por mí. Además, simpatizaba con los otros parientes que vivían en la casa, en particular con mi prima Rosanna.
En cambio, era imposible aburrirse con la tía Marietta, la hermana menor del abuelo Gaspare. Octogenaria ya, vivía con la tía Maria Teresa —hermana del tío Peppino—, su marido, el tío Guglielmo Belvedere, y sus hijos, Iero y Manuela, mayores que nosotras. El carácter inquieto, exasperante y propenso a los arrebatos de la tía Marietta no se había atenuado con los años. Los niños debíamos estar muy atentos para protegernos de sus bromas, como la de quitarnos la silla por detrás justo en el momento en que íbamos a sentarnos. Pese a su comportamiento desconcertante, era un miembro de la familia y, como tal, participaba plenamente en la vida social. A la tía Marietta le habían asignado una dote considerable, pero no fue suficiente para atraer a un yerno que fuera adecuado a los ojos de mi bisabuelo y a la vez del agrado de ella. Las hermanas Giudice habían recibido una educación más liberal que las demás chicas de buena familia y se les había permitido expresar su parecer sobre el aspirante a casarse con ellas. Convencieron a Alberto Dati, un meritorio empleado de correos que se había quedado viudo con una numerosa prole, de que entablara relaciones con ella con fines matrimoniales. A Marietta se lo habían descrito como un padre devoto y no rico, que se esforzaba por salir adelante y cuidar de sus hijos. Ella, conmovida, enseguida le cogió simpatía. Después del primer encuentro, Alberto Dati fue a verla. Durante la visita, la tía Marietta se ausentó un momento del salón y al poco rato volvió muy contenta; lo miraba con ternura. Cuando llegó la hora de marcharse, el señor Dati se puso el abrigo y le pareció algo pesado. Mientras bajaba la escalera, metió las manos en los bolsillos y sacó unos filetes sanguinolentos que ella había cogido de la cocina y puesto allí para sus niños.
La tía Marietta recibió una buena reprimenda de sus hermanas, pero estaba ya prendada del pobre hombre y le expresaba su amor llenándole los bolsillos de alimentos secos: queso, judías, lentejas. Llegados a este punto, el señor Dati fue franco: «He pedido el traslado fuera de Sicilia. Espero que mis hijos me perdonen si renuncio a darles una vida de mayor bienestar, pero no me siento capaz de tomar por esposa a su hija». Mi bisabuelo se hizo cargo de la situación y le pidió únicamente que se despidiera de ella y le diese alguna explicación, porque estaba muy enamorada.
En su última visita, el señor Dati le explicó a la tía Marietta que lo habían trasladado y se marcharía al cabo de pocos días. Ella encajó el golpe con entereza y, con sus habituales recursos, al llegar el momento de la despedida sugirió que mantuvieran el contacto por correspondencia.
—¡Por supuesto!
—Pues deme la dirección.
—Es muy fácil: Alberto Dati, Italia.
Y en cuanto la puerta se cerró tras él, la tía Marietta fue corriendo a apuntar las señas en la libreta de direcciones.
Después de una serie de misivas que no tuvieron respuesta, la tía Marietta aceptó casarse con un barón pobre, pariente lejano de unos amigos. Él viviría sin preocupaciones económicas, pero a su muerte los bienes dotales de la tía pasarían a los dos hermanos varones de mamá. Durante la luna de miel, que los novios pasaron en casa de mis abuelos, todas las mañanas ella rasgaba las sábanas del lecho conyugal. No tuvo hijos y, al quedarse viuda, vivió en Palermo sola, con la fiel Graziella. Cuando esta murió, se mudó a casa de los Belvedere. A la vejez, adquirió modales inesperadamente corteses con los desconocidos, aunque no siempre eran apreciados. En casa de los Belvedere solía haber invitados, la mayoría miembros de la aristocracia, y la tía participaba en todas las comidas. Una vez le correspondió sentarse al lado de una señora de alta cuna y muy refinada, doña Maria, que llevaba siempre largos fulares de seda alrededor del cuello. Durante el almuerzo, se le ocurrió preguntarle en voz alta, en una mezcla de italiano y siciliano: «Signora, ’nni mancia aglio?»[5], y repitió la pregunta hasta que la gran dama le dio por respuesta un sonoro no. «¿Y a su hermana Rosina le gusta el ajo?», insistió la tía. «No, baronesa, a Rosée tampoco le gusta el ajo», dijo la señora, poniendo énfasis, exasperada, en la pronunciación del nombre en francés, mucho más apropiado que el vulgar diminutivo que había utilizado mi tía. Era del dominio público que en Palermo, a diferencia de lo que sucedía en provincias, el ajo no gustaba demasiado.
Un locutor del telediario, de rostro enjuto y grandes y largas orejas, era objeto privilegiado de las atenciones de la tía Marietta. La televisión, que estaba presente en nuestras casas desde hacía pocos años, había transformado la vida de los ancianos imponiendo nuevos horarios. A la tía le gustaba el telediario en particular, y cenaba más tarde para no perdérselo. Lo veía todos los días sin excepción, aunque se encontrara mal y pese a tener dificultades para entender el italiano: el orejudo con chaqueta y corbata que leía las noticias le encantaba. Respondía a su «Buenas noches» con un «¡Buenas noches tenga usted!» de todo corazón, en italiano, mientras su rostro poco agraciado, que soportaba el peso de dos gruesas verrugas, se abría en una amplia sonrisa. Nos prohibía hablar durante todo el telediario, mientras ella, en un incesante parloteo, dialogaba con su amor en su mejor italiano. «Perdone, ¿puede hablar un poco más alto?» era el primer tanteo. Tras lo cual, comentaba en voz alta las noticias, dirigiéndose siempre a él y confiando en recibir una respuesta. «¿Cómo dice?», «¿Qué decía?», preguntaba para animarlo a que le respondiera. Y como no oía bien, continuaba con frases del tipo: «Perdone, ¿puede repetirlo?», e insistía: «¿Sería tan amable de repetirlo?», para acabar con algo más personal: «No oigo muy bien, ¿tendría la bondad de hablar en voz más alta?». Hasta que acababa soltando un exasperado: «¡Repita, por favor!». Sin embargo, la frustración causada por la indiferencia del locutor no la disuadía de escucharlo, y nunca dejó de responder al «Buenas noches» de él al despedirse con un empalagoso «¡Buenas noches tenga usted también!». A lo que seguía una brusca orden a la criada: «¡Apaga el televisor! ¡Es hora de cenar!».
De todas nuestras tías abuelas, mi preferida era otra tía Giuseppina, una pariente política de la rama Agnello, cuya familia era propietaria del edificio de via XX Settembre donde ahora residíamos. Originaria de un pueblo del interior, se quedó huérfana de madre a una edad temprana y fue educada en el Maria Adelaide, un colegio religioso de Palermo para chicas de buena familia de provincias. La tía Giuseppina pasaba también las vacaciones en el centro de enseñanza, junto con las monjas y las poquísimas alumnas que no se iban a casa, hasta que a los dieciocho años su padre la sacó de allí para casarla. Ella hubiera deseado casarse con un joven que le gustaba mucho, pero, como su dote era considerable, fue «dada» a un tío de papá. Se adaptó a aquel matrimonio sin una queja. Cuando su marido y su hijo iban a Siculiana para ocuparse de las tierras, ella —la única de todos nuestros familiares que no tenía a una persona de servicio a tiempo completo— pasaba las noches sola. Esta decisión daba mucho que hablar a sus espaldas.
—¡Qué tacaña! —decían algunas cuñadas—. Con lo rica que es, se priva de una criada para ahorrar.
—Es valiente —rebatía mamá, que la defendía a capa y espada, y añadía que ella, siendo como era mucho más joven, no sería capaz de pasar la noche sola.
En realidad, mamá estaba preocupada por la tía Giuseppina y al final decidió mandarme a su casa para que me quedase a dormir y le hiciese compañía. A mí no me disgustaba. La tía venía a casa todas las noches para ver la televisión, tomarse con mamá la manzanilla vespertina y charlar un rato. Era sensata, sutil y divertida, y nunca la oí criticar a las que, por el contrario, hablaban mal de ella.
Luego bajábamos juntas a su casa, yo con bata y pantuflas. Dormía a su lado, en la cama grande con sábanas que olían a lavanda. Y por la mañana me escabullía mientras ella estaba aún medio dormida. Subía la escalera deprisa, confiando en no cruzarme con los otros inquilinos. Antes de acostarnos, siempre tenía alguna tarea para mí: guardar un paquete en un estante alto, al que ella, por ser bajita, llegaba con dificultad; desplazar una mesa o doblar y poner bajo la piedra las sábanas lavadas. La tía Giuseppina no era tacaña, porque a nosotras nos hacía muchísimos regalos, pero sí era enormemente cauta y no le gustaba en absoluto derrochar. No tenía frigorífico; guardaba en el nuestro su mantequilla, que le encantaba, y cuando le hacía falta, nos la pedía desde su casa y nosotras le bajábamos por la galería la cesta con la pastilla de mantequilla fresca. Preparaba unos potajes excelentes con vainas de guisante y restos de ensalada. Para mantener el calor de las bolsas de agua caliente, cosía e incluso bordaba fundas dobles muy gruesas. Y el sistema de la piedra para ahorrarse tener que planchar las sábanas podría decirse que era único. La lavandera le dejaba las sábanas todavía un poco húmedas en la tina, por la noche, nosotras las estirábamos bien, las doblábamos y alisábamos con las manos el embozo bordado, que se había arrugado con el lavado. Cuando estaban dobladas en cuadrados perfectos, las poníamos una encima de otra sobre la mesa de mármol de la cocina. Entonces yo cogía de un estante una gran piedra con la base lisa y la colocaba con gran precisión sobre las sábanas, cubriéndolas por completo. La tía Giuseppina me guiaba y, mientras tanto, me contaba —dirigiéndose más a sí misma que a mí— que había mandado hacer la piedra a medida para las sábanas de su ajuar de novia. Lo había conseguido después de varias tentativas: el picapedrero la cortaba un poco más pequeña de lo debido, o no limaba bien la base, que debía ser absolutamente lisa, o al final la piedra resultaba demasiado pesada. Una vez que yo había colocado la piedra, ella, como una auténtica precursora del ahorro energético, decía con satisfacción: «Vamos a dormir, dejemos que la piedra trabaje toda la noche para nosotras. ¡Mañana encontraremos las sábanas secas y perfectamente planchadas!».
La madre de la tía Giuseppina era de Niscemi, y una vez al año venía a visitarla una prima de allí, viuda y de su misma edad. Ambas peinadas con raya en medio y trenzas recogidas en dos moñetes sobre las orejas, se parecían en la forma de la cara, el modo de hablar, directo, y la constitución corpulenta; la única diferencia entre ambas era que la tía Giuseppina tenía el pelo blanco, y su prima, negrísimo. En verano, la tía pasaba dos semanas en casa de ella. «Mis vacaciones», decía, y comenzaba a elogiar Niscemi: desde la terraza de la casa de su prima, la mirada se extendía por el pueblo, «un pequeño París», y explicaba que la avenida arbolada, las bonitas tiendas y los jardines floridos le recordaban la capital francesa, que había visitado en su juventud.
La tía Giuseppina era el cerebro de la casa: ella se ocupaba de los negocios y les marcaba la línea de actuación a su marido y a su hijo, aunque siempre atenta a no menoscabar el prestigio de estos ante los demás, puesto que, en su calidad de hombres, eran superiores. En el campo, donde pasaba el verano y adonde iba en otoño para la recogida de la aceituna y la siembra del trigo, daba órdenes a diestro y siniestro, fingiendo que estas procedían de su marido y que ella era simplemente su portavoz: «El señor dice que…». Él, un hombre tranquilo al que, como a mi abuelo, le encantaba poner a punto los relojes de péndulo, la dejaba hacer.
Creo que, como todos nosotros, la quería mucho, pero tal vez no se lo dijo nunca.