22. Un período tranquilísimo en Palermo

En el otoño de 1959, cuando empezó el nuevo curso, ya me sentía totalmente palermitana. La vida era bella. Era un mundo de esperanzas, y de expectativas. Estaba enamorada de Palermo y me parecía que reinaba una atmósfera más relajada. Maria y yo habíamos recibido invitaciones de nuestros familiares que vivían en Roma y en Catania y que, en verano, nos recibirían en su casa; además, Chiara y yo iríamos a Suiza para perfeccionar el francés. El colegio nos había llevado de excursión por toda Sicilia, y en Pascua haríamos un viaje a París. No veía la hora de conocer mundo.

En casa entraba más dinero. Papá había diseñado y encargado la construcción de una carretera que recorría la cresta de piedra caliza de la altiplanicie de Mosè, donde solo crecían malas hierbas, espinos y algarrobos. En un pico había una garita orientada al mar. Creía que los tiempos estaban mejorando, en Italia había más dinero. Desde aquella tierra improductiva se disfrutaba de una vista espléndida del mar, ¿por qué no parcelarla y venderla a los veraneantes? Papá tenía muchas ideas fantasiosas que no siempre conseguía llevar a cabo, pero en aquella ocasión perseveró. A partir de aquel momento empezó a entrar dinero, pero papá se llevaba siempre la parte del león: compraba coches nuevos, ropa y otras cosas. De vez en cuando, yo se lo hacía notar a mamá, pero ella contestaba sin alterarse: «Papá aprecia mucho esas cosas, nosotras no. Dejemos que sea feliz». Y continuó repitiendo un concepto sobre el cual era evidente que había meditado a fondo y que valoraba de manera especial: «Deberías estar agradecida a tu padre por permitir que te eduque como yo quiero, sin interferir en nada».


Tenía más libertad de movimientos, controlados solo por mamá. Se me permitía asistir a algunas fiestas —llamadas «reuniones»—, siempre acompañada de Maria y Gaspare, y entré a formar parte de un pandilla de jóvenes, hijos de amigos y conocidos de mis padres.

Los sábados por la tarde iba al cine con primos y amigos. Nunca sola: Paolo y Giuliana se sentaban en la fila de detrás de la nuestra, junto a las carabinas de las otras chicas, para vigilarnos mientras estábamos sentadas al lado de los chicos. En la oscuridad del cine, los chicos que flirteaban hacían «manitas», pero mi primo Gaspare me había advertido diciéndome que era muy peligroso, porque después los chicos podían contar que las cosas habían ido más allá, aunque no quiso entrar en detalles. Yo no flirteaba con nadie, ni me sentía tentada de hacerlo: Marlon Brando había vuelto a ser el hombre más guapo del mundo. Estaba enamorada de la vida. Le daba vueltas en mi cabeza a la importancia del sexo y del amor, temas de los que no conseguía hablar con mamá. Así que intentaba apartar de mi mente esos pensamientos, pues realmente le decía todo lo que pensaba.

Giuliana, en cambio, se dio cuenta y abordó la cuestión conmigo. Ella, me dijo, no estaba arrepentida de haberse casado con su marido. Era un hombre fascinante, y entre ellos había habido unos meses de verdadero amor que conservaba en su interior y rememoraba para disfrutarlos de nuevo. En cambio, se avergonzaba de haber sido demasiado tolerante y haberlo satisfecho «en todo y para todo». Cuando le pedí que me lo explicara mejor, me dijo que ciertas cosas se comprenden con el paso del tiempo. Me habló también de su pesar por no haber tenido hijos, algo que en el pasado había negado. Le habría gustado ser madre, y consideraba su vida estéril, como la de Angelina y Totò: «Hasta que llegasteis vosotras dos, porque para mí sois como hijas, aunque ya sé que para vosotras yo ya soy una abuela».

Deseaba tener la experiencia de querer a un niño y me encariñé de Elena, la hija de la tía Anna: Elena era el nombre de su abuela y de mi madre, que era su madrina. Todos los jueves iba a comer a su casa; por la tarde jugaba con la pequeña mientras mi tía se ocupaba del mayor, Fabrizio. La observaba con admiración: había tenido los niños cuando ya rondaba los cuarenta, adoraba a sus hijos y era una madre atenta e intuitiva. Ella analizaba su comportamiento y me explicaba su método en términos sencillos. No había que decir siempre y únicamente no, sino también, a veces, sí: «Los cuchillos no se tocan», pero también: «¡Bravo, coge la cuchara, sí, cógela!». Además, era importante animarlos a perseverar en el juego, consolándolos cuando perdían y explicándoles que no se podía ganar siempre. En aquellas tardes aprendí a observar el comportamiento de los que dependen de los demás y a respetar a todos aquellos que no saben cuidar de sí mismos ni defenderse solos.


Giuliana aprovechaba todas las ocasiones agradables que se le presentaban. Habría vivido mejor y dispuesto de más medios si hubiese tolerado las infidelidades de su marido, pero no lo había hecho. De vez en cuando hacía referencia a esa cuestión: «Te digo una cosa: es preciso admitir que se haga la voluntad de Dios y disfrutar de la vida, incluso aceptar un poco de infelicidad, siempre y cuando sea tolerable. Cuando no lo es, hay que cambiar. Es duro, pero debe hacerse». Era evidente que aludía a la situación de mamá, pero nunca habría hablado de ello abiertamente. Casi siempre acababa sus sermones riendo y repetía que la mejor forma de disfrutar de la vida es tomar prestado de los demás, sin aprovecharse demasiado. «Si un amigo me regala su villa, la acepto —decía, y a continuación se echaba a reír y añadía—: Pero no tengo amigos con bonitas villas que quieran regalármelas».