11

—¡Por aquí! —gritó Black—. ¡Deprisa! ¡Nos estamos moviendo más rápido que antes!

Hodgson, Derkon y Arlata volvieron a la cámara.

—¿Qué ocurre, Oscuro? —le preguntó Derkon.

—Ven aquí —le ordenó Black—. Tengo algo para ti.

Derkon obedeció.

—Toma. —Black señaló con una de sus pezuñas un objeto alargado de color rojo que había entre los escombros—. Cógela.

Derkon se detuvo y la rescató.

—¿La varita de Jelerak? —preguntó.

—La Varita Roja de Falkyntyne. Tráela. ¡Deprisa!

Black se dio la vuelta y avanzó hacia el rincón por el que se había marchado Dilvish. Los demás lo siguieron.

—Oscuro —dijo Derkon—, te sigo. Pero ¿qué está pasando? ¿Por qué corremos?

—Esta habitación existe solo porque nosotros estamos dentro de ella. Al marcharnos estamos ayudando a la casa para que se libere de un ala sobrante.

—¿Casa?

—Esta vez ha decidido cambiar a una escala más pequeña. Pero la razón principal es que hemos precipitado el advenimiento del Gran Fulgor al marcharnos tan deprisa, como nos lo pidió la casa…

—Perdóname, ¡oh, Oscuro! —lo llamó Hodgson a voces mientras pasaban por la pequeña habitación y empezaban a bajar las escaleras—. Pero ese Gran Fulgor… ¿No te referirás a…?

—La creación del universo. —Black terminó la frase de Hodgson—. Sí. Estamos invirtiendo todo el proceso. En todo caso, después del fulgor atravesaremos un peligroso cinturón habitado por seres a los que les encantaría hacernos el peor de los daños. Puede que la casa consiga dejar fuera a muchos de esos seres, pero algunos…

Black llegó al final de las escaleras y entonces el fulgor se desató.

Todo el color se desvaneció y el mundo fue negro y blanco, luz y oscuridad. Hodgson pudo ver a través de la carne de la muchacha que estaba delante de él (el esqueleto oscuro dentro del tegumento luminoso) y también a través de Derkon, que iba delante de ella, y vio una especie de titilante luz espiritual, hermosa entre la negra geometría que atravesaban, y después también vio a través de Black (que era una pura y gloriosa cortina de llamas) y la luz se deslizó por el suelo, hasta donde otra brillaba en su cárcel mortal…

—¡Los ángulos! —escuchó gritar a Black—. ¡Entrarán seguramente por las esquinas de la habitación! ¡No uséis las puntas de vuestras armas, no tendrán ningún poder contra ellos! ¡Golpead con el filo de la espada y dad golpes curvos! ¡Excepto tú, Derkon! ¡Tú tienes que usar la varita!

—¿Contra qué? ¿Cómo? —exclamó Derkon, mientras algo de color y forma normales regresó a la habitación que los envolvía y vio a Dilvish inmóvil en el centro, delante de ellos, con la espada desenvainada.

—¡Contra los Perros de Thandalos! La Varita Roja alcanza su máximo poder en las manos de un adepto de la magia negra. Nada tiene de sutil. Es uno de los instrumentos mágicos más eficientes y devastadores que jamás se hayan creado. Su funcionamiento depende meramente del trabajo de la voluntad, y se alimenta de la fuerza vital de quien la controla. ¡Ahora la tuya debería estar en todo su apogeo después de haber atravesado el Fuego de la Creación! ¡Coloquémonos en el centro, formando un círculo!

Antes de que alcanzaran a Dilvish, la luz había vuelto a lo que podría llamarse normalidad en aquel lugar y la lámpara de araña volvía a brillar tan intensamente como antes. El cuerpo destrozado del demonio había desaparecido. El salón parecía más pequeño con los espejos hechos añicos y las paredes vacías y grises. Allí al frente el reloj zumbaba en el sitio de siempre y su esfera no era más que una borrosidad titilante.

Hodgson estaba mascullando algunas palabras cuando algo sombrío se agitó en la esquina que estaba más cerca del reloj.

—Los dioses que invocas no han nacido aún —le recordó Black.

La figura que apareció era tan afilada, tan angulosa y tan imposible de anclar en el recuerdo como una ráfaga de electricidad estática. Oscura y erguida, tenía cierto aspecto lupino cuando se abalanzó hacia delante, algo frío y partícipe de un hambre primordial que nada en el recién creado universo podía saciar del todo.

—¡Usa la varita! ¡Atácalo! —le gritó Black.

—¡No consigo hacer que funcione! —se lamentó Derkon con la varilla roja alzada delante de él y los ojos y la boca rodeados de tirantes arrugas.

Dilvish formó un arco con su espada delante del animal que iba hacia él y repitió el gesto rápidamente, una y otra vez. La criatura se abalanzó hacia el elfo, se detuvo, retrocedió. El aire estaba cargado con el rumor de respiraciones agitadas. De la misma esquina de la que había surgido la bestia salió otra que cayó sobre sus cuatro patas y se impulsó lejos del enfrentamiento de su compañera y de los molinetes de la espada. Arlata trazó frente a ella una línea curva en el suelo y se puso en guardia, moviendo constantemente la punta de la espada. La bestia se escabulló para situarse en el costado de la doncella, y Hodgson continuó la curva que ella había empezado y se puso también a agitar su espada delante de él. Otra de esas bestias salió de la misma esquina y, cuando giró la cabeza, Black vio que estaban apareciendo más en todas las esquinas de la habitación, incluidas en las del techo.

Multitud de ellas se iban acercando, amontonándose más y más cerca, se abalanzaban, retrocedían, adelantaban sinuosamente sus cabezas, lanzaban mordiscos al aire. Dilvish se vio acosado por tres sitios distintos. Derkon blasfemaba mientras movía rápidamente su espada y hacía oscilar la varita.

Entonces Black resopló y se encabritó. El fuego ardió en sus ojos cuando se adelantó para romper el círculo y caer sobre los perros que acosaban a Dilvish. El fuego manó en abundancia de su hocico sobre las veloces y angulosas figuras. Una cayó en el suelo y empezó a retorcerse. Otra escapó. La tercera saltó sobre la espalda del caballo. Black volvió a encabritarse y Dilvish hendió su espada en la criatura que estaba encima de su montura. La bestia aulló y cayó al suelo, pero dos más saltaron sobre Black.

Dilvish asestó un nuevo golpe a una de ellas, y Black embistió y exhaló más llamas. Mientras esto ocurría, otras cinco se les echaron encima.

De repente, apareció un fuerte resplandor y los perros empezaron a caer a plomo por todas partes.

—¡Lo he conseguido! —declaró Derkon con la Varita Roja reluciendo como una estrella en su mano—. ¡Era casi demasiado simple!

Derkon dirigió la varita primero hacia los Perros de Thandalos que estaban más cerca de ellos y los hizo salir despedidos hacia el fondo de la habitación. Algunos se arrastraron hacia las esquinas y desaparecieron. Otros estaban tirados en el suelo, envueltos en llamas, retorciéndose convulsos, cambiando de forma. Aquellos que habían estado acercándose (reptando por las paredes, avanzando a saltos por el suelo) se detuvieron, se arremolinaron, se agruparon en manadas siseantes. En toda la estancia reverberaba el eco de sus resuellos.

Sin perder el tiempo, Derkon dirigió la varita hacia la manada que tenía más cerca, la disolvió y la hizo pedazos. Las demás aullaron y corrieron hacia delante.

Dilvish y Black se apresuraron a unirse al círculo de nuevo mientras Derkon continuaba empuñando la varita contra los engendros que se aproximaban. Para entonces, también Derkon estaba empezando a respirar con dificultad.

Hodgson atacó a una de las bestias que había conseguido acercarse. La criatura siseó, retrocedió y volvió a lanzarse sobre él. Dilvish le asestó un tajo a otra de ellas, Arlata a una tercera y a una cuarta. Black trazó varios arcos en el suelo con sus pezuñas metálicas y las atacó con su fuego. Derkon hizo oscilar la varita una vez más.

—¡Se están marchando! —exclamó Hodgson con asombro, mientras Derkon seguía trazando arcos cada vez más amplios con la varita y en su rostro era visible una expresión tan eufórica como dolorida.

Los Perros de Thandalos se retiraban. Daba la impresión de que en cualquier parte donde hubiera un ángulo se veía una bestia que entraba por él y desaparecía, después Derkon les lanzaba rayo tras rayo sin dejar de reírse, atacándolos mientras huían. Dilvish se irguió. Hodgson se masajeó el brazo. Arlata perfiló una débil sonrisa.

Nadie volvió a decir nada hasta que todas las bestias se hubieron marchado. Permanecieron juntos durante un buen rato, espalda contra espalda, vigilando las esquinas, sin perder de vista los ángulos.

Finalmente, Derkon bajó la varita y se frotó los ojos.

—Agotador, se lleva una gran parte de ti —dijo con una voz suave.

Hodgson puso la mano con fuerza sobre el hombro de Derkon.

—Buen trabajo —lo felicitó.

Arlata le estrechó la mano. Dilvish se acercó y repitió el mismo gesto.

—Ya se han ido todos —anunció Black— y se retiran a sus dominios. Nuestra velocidad aumenta vertiginosamente.

—Me vendría bien un poco de vino —se le antojó a Derkon.

—Ya estaba previsto —le respondió Black—. Sírvetelo del armario que está al otro lado.

Derkon levantó la cabeza. Dilvish giró la suya.

Las paredes que habían sido grises eran ahora blancas y de aspecto enlucido. Un grupo de pinturas colgaba de la pared izquierda y en la pared derecha había un pequeño tapiz en rojo y amarillo que retrataba la caza de un jabalí colgado. Justo debajo del tapiz había un armario de caoba. En su interior guardaba botellas de vino y otras bebidas, algunas de ellas realmente extrañas. Black señaló una de estas últimas, una botella cuadrada que contenía un líquido de color ámbar.

—Justo lo que bebemos los de mi clase —le dijo a Dilvish—. Vierte un poco de ese en tu cuenco de plata.

Dilvish lo descorchó y lo olió.

—Huele como a algo que echarías en una lámpara —observó—. ¿Qué es?

—Está estrechamente relacionado con el jugo de demonio y otros elementos de mi dieta natural. Llena mi copa.

Más tarde, detrás de su copa de vino, Arlata estudiaba a Dilvish.

—Parece que solo tú has conseguido lo que querías —dijo—, en cierto modo.

—Eso parece —contestó Dilvish—. Por fin me he quitado el peso con el que he cargado tantos años, sí… Aunque no de la manera que imaginaba. No sé…

—Pero lo has logrado —insistió—. Has visto cómo se llevaban a tu enemigo de este mundo. Y Tualua… Supongo que la desgraciada criatura estará mejor con los dioses, que lo cuentan entre los suyos.

—No envidio en absoluto su salvación —admitió Dilvish—. Y empiezo a darme cuenta de lo cansado que estoy. Quizá eso sea bueno. Tú… tú encontrarás otros caminos para mejorar el mundo, estoy convencido, que no impliquen tener un esclavo poderoso.

Arlata sonrió.

—Eso me gustaría pensar —le contestó—, si es que conseguimos regresar a nuestro mundo.

—Regresar… —caviló Dilvish, como si esa idea se le acabara de ocurrir por primera vez—. Sí, estaría bien…

—¿Qué vas a hacer?

Dilvish la miró fijamente.

—No lo sé. No he pensado ni un minuto en eso.

—¡Venid aquí! —gritó Hodgson desde una esquina por donde había estado deambulando con Derkon—. ¡Venid a ver esto!

Dilvish dejó su copa sobre el armario. Arlata dejó la suya junto a la de Dilvish. El único apremio que había en su voz era el que le dictaba su entusiasmo. Dilvish y Arlata caminaron hacia la habitación en la que los otros dos hechiceros estaban de pie junto a un mirador. Esa habitación no estaba allí antes.

La claridad parecía ir en aumento al otro lado de la ventana. Cuando Dilvish y Arlata llegaron adonde estaban los hechiceros y miraron por el cristal vieron un paisaje que fluctuaba a toda velocidad, no sin apreciables franjas de color verde debajo de un cielo atravesado por un enorme y resplandeciente arco dorado.

—El halo solar es brillante —dijo Derkon—, y si lo miras fijamente durante un tiempo se detecta apenas un patrón de luz y oscuridad. Quizá sea una señal de que estamos yendo más despacio.

—Creo que tienes razón —le contestó Dilvish después de un instante.

Hodgson se apartó de la ventana con grandes aspavientos.

—Todo el lugar ha cambiado —constató—. Creo que voy a echar un vistazo.

—Pues yo —replicó Dilvish— creo que no lo voy a hacer. —Y regresó junto a su copa.

Los demás siguieron a Hodgson, excepto Black, que alzó el hocico y giró la cabeza.

—Sírveme un poco más de ese sucedáneo de jugo de demonio, si eres tan amable —le pidió a Dilvish.

Dilvish volvió a llenar el cuenco y él se sirvió otra copa de vino.

Black bebió un poco más, después miró a Dilvish.

—Prometí ayudarte —le recordó, hablando despacio— hasta que Jelerak fuera eliminado.

—Lo sé —contestó Dilvish.

—¿Y ahora qué, eh? ¿Ahora qué?

—No lo sé.

—Se me presentan varias alternativas.

—¿Como por ejemplo…?

—Carecen de importancia, carecen de importancia. Solo la tiene la que yo he escogido.

—¿Y cuál has elegido?

—Ha sido una carrera interesante hasta ahora. Sería una lástima acabarla justo en este momento. Siento curiosidad por saber qué será de ti, ahora que la principal motivación de tu vida ha desaparecido.

—¿Y qué hay del resto del acuerdo?

De ningún lugar aparente, un trozo de pergamino plegado y sellado con lacre rojo, con el sello de una pezuña, cayó al suelo entre ellos. Black se inclinó hacia delante y echó su aliento sobre el pergamino. Este se consumió en llamas.

—Acabo de hacer trizas nuestro pacto. Olvídalo.

Dilvish abrió los ojos de par en par.

—En el infierno conoces a gente de lo más interesante —reconoció asombrado—. A veces dudo que seas realmente un demonio.

—Nunca dije que lo fuera.

—Entonces, ¿qué eres?

Black se rió.

—Puede que nunca sepas lo cerca que has estado de averiguarlo. Échame lo que queda de bebida. Después iremos a coger el caballo de la dama.

—¿Pájaro de Tormenta?

—Sí. Una parte de la colina ha decidido acompañarnos, así que supongo que la cueva debería de seguir ahí. Jelerak fue capaz de salir y traerla aquí. Puede que consigamos hacer lo mismo y salvar al caballo… Gracias.

Black bajó la cabeza para volver a beber. Al otro lado, el reloj producía extraños sonidos, cada vez más lentos.

Sin que se reflejara nada de lo que había en la habitación, alguien cobró forma en el espejo que tenía el marco de hierro. Holrun miró a su alrededor para inspeccionar la pequeña estancia y cuando comprobó que estaba solo se movió.

Llevaba puesta una chaqueta sin mangas, ligera y suave, sobre una camisa oscura de punto con puños bordados; los pantalones eran de satén, color verde oscuro y holgados con las perneras metidas en unas botas negras de caña ancha; llevaba un cinturón tachonado recubierto de piel de demonio Kellen, y de él colgaba, junto a su cadera derecha, una vaina corta recamada en plata.

Mientras atravesaba la habitación escuchó voces del exterior, así que se movió para situarse junto a la puerta.

—Sí que se ha vuelto más pequeña —oyó que decía una voz masculina.

—Sí, ha cambiado todo —le contestó otra voz, masculina también.

—Me gusta más ahora —volvió a decir la primera.

—Ojalá encontráramos algo de valor que saquear, eso sí, por las molestias…

—Yo me contento con que podamos salir de aquí —añadió una voz femenina—. Aún llevo una línea de puntos encima.

—No te preocupes por eso —le respondió la segunda voz masculina—. En cuanto paremos. No creo que falte mucho.

—Sí, pero ¿dónde?

—Donde sea. Ya solo volver a estar en el mundo, y vivo, merece la pena.

—A no ser que nos detengamos en un desierto, un glaciar, o en el fondo del mar.

—Tengo el presentimiento —escuchó decir a la voz de la mujer— de que esto sabe adónde estamos yendo y está cambiando para adaptarse al lugar.

—Entonces —volvió a hablar la primera voz masculina— tengo el presentimiento de que me gustará el lugar.

Holrun empujó la puerta para abrirla y salió al pasillo, donde enseguida se encontró con dos espadas desenvainadas y una varita roja.

—Ya veo que no queréis volver a casa, ¿eh? —los interrumpió Holrun levantando las manos—. Oye, apunta con eso a otra parte, ¿quieres? —añadió—. Creo que reconozco el arma.

—Tú eres Holrun —le dijo Derkon, bajando la varita—, un miembro del Consejo.

—Exmiembro —lo corrigió Holrun—. ¿Dónde está el jefe?

—¿Te refieres a Jelerak? —preguntó Hodgson—. Muerto, supongo. En manos de los Primordiales.

Holrun chasqueó la lengua, miró a un lado y otro de la habitación.

—¿Y a esto lo llamáis castillo? No veo yo que se parezca a un castillo. ¿Qué es lo que le habéis hecho?

—¿Cómo has entrado aquí? —quiso saber Derkon.

—Por el espejo. Soy el último que ha sabido apreciar sus bondades. ¿Solo quedáis vosotros tres?

—Había más gente, criados y eso —respondió Hodgson—, pero parece ser que han desaparecido todos. Hemos explorado todo esto y no hemos encontrado a nadie más. Solo quedamos nosotros, y Dilvish y Black…

—¿Que Dilvish está aquí?

—Sí. Lo hemos dejado abajo.

—Vamos, llévame con él.

Las espadas volvieron a sus vainas y los tres guiaron a Holrun hacia las escaleras.

Mientras bajaban, sintieron una intensa ráfaga de aire. Cuando llegaron a la planta de abajo se dieron cuenta de que las puertas dobles que estaban allí se habían convertido en una puerta grande y simple, que ahora estaba abierta. Era de noche en el exterior y el movimiento de las estrellas se había ralentizado. Cuando salió el sol emergió rápidamente pero no se apresuró a encaramarse en lo alto del cielo. Parecía ir cada vez más despacio incluso mientras lo contemplaban. Antes de que alcanzara la mitad del cielo, la casa se sacudió y el sol se quedó quieto.

—Aquí estamos —dijo Hodgson—, dondequiera que eso signifique. —El hechicero contempló un paisaje de un intenso verdor que se extendía hasta las montañas neblinosas—. No es un mal sitio —comentó.

—Si lo tuyo es la vegetación —matizó Holrun mientras atravesaba el umbral y miraba a su alrededor.

Dilvish y Black se acercaron llevando a un caballo blanco de las riendas.

—¡Pájaro de Tormenta! —gritó Arlata, corriendo para abrazarlo.

Dilvish sonrió y le pasó las riendas.

—¡Dioses! —exclamó Holrun—. ¿Queréis que meta un caballo en mi santuario?

Arlata se dio la vuelta con centellas en los ojos.

—Vamos juntos o no vamos.

—Espero que esté bien entrenado —dijo Holrun, dándose la vuelta hacia la casa—. Vamos.

—Yo no voy —les sorprendió Hodgson.

—¿Qué? —preguntó Derkon—. ¡Estarás de broma!

—No. Me gusta esto.

—Pero si no sabes nada de este lugar.

—Me gusta el aspecto que tiene… sus vibraciones. Si me decepciona, siempre puedo usar el espejo.

—Quién me lo iba a decir, el único mago blanco que me ha caído bien… Bueno, que tengas suerte.

Derkon extendió la mano.

—¿Podría quien sí quiera irse de aquí acompañarme, por favor? —los apremió Holrun—. Tengo mucho trabajo pendiente por hoy.

Enfilaron de nuevo hacia la casa y el paso de Black era menos seguro que de costumbre.

Holrun se hizo el rezagado mientras los demás regresaban a la escalera.

—¿Así que tú eres Dilvish? —le preguntó.

—Así es.

—No tienes el aspecto heroico que pensé que tendrías. Dime, ¿reconoces la varita que lleva Derkon?

—Es la Varita Roja de Falkyntyne.

—¿Y él lo sabe?

—Sí.

—¡Maldición!

—¿Por qué maldices?

—Porque la quiero para mí.

—A lo mejor puedes hacer un trato con él.

—A lo mejor. ¿De verdad viste cómo Jelerak recibía su merecido?

—Me temo que sí.

Holrun sacudió la cabeza.

—Tengo que oír toda la historia tan pronto como volvamos para poder contársela al Consejo. A lo mejor hasta vuelvo a ingresar ahora que su ineficaz política no importa.

Subieron las escaleras, fueron hasta la habitación del espejo y entraron en ella. Holrun los guió hacia el espejo y activó el hechizo.

—Adiós —se despidió Hodgson.

—Buena suerte —le deseó Dilvish.

Holrun entró en el espejo. Arlata inclinó la cabeza y sonrió a Hodgson, después ella y Dilvish guiaron a Pájaro de Tormenta, con Derkon y Black tras ellos.

Entonces sintieron una momentánea vacilación de la realidad, una sensación de frío intensa. Aparecieron de pronto en la habitación de Holrun.

—¡Fuera! —les ordenó Holrun en cuanto los vio aparecer—. ¡Llevad a ese caballo al salón! Solo me faltaba tener montoncitos marrones sobre mis pentagramas. ¡Largo! ¡Largo! ¡Oye, Derkon! ¡Espera un momento! Me he fijado en esa varita que llevas. Me gustaría tenerla en mi colección. ¿Qué te parece si te doy una de las varitas verdes de Omalskyne, la Máscara de la Confusión y un saco de polvos oníricos de Frilian por ella?

Derkon se dio la vuelta y observó los objetos que Holrun estaba cogiendo de las estanterías.

—Pues no sé… —empezó a decir Derkon.

Black se inclinó hacia delante.

—Esa varita verde es falsa —le dijo a Holrun.

—¿Qué quieres decir? Funciona. Pagué una fortuna por ella. Mira, te enseñaré…

—Vi cómo se destruyeron las originales en Sanglasso hace un millar de años.

Holrun bajó la varita, con la que había empezado a trazar diagramas de fuego en el aire.

—Es una falsificación muy buena —añadió Black—. Pero puedo enseñarte a distinguirlas.

—¡Maldición! —exclamó Holrun—. Espera a que pille a ese tipo. Me dijo que…

—Y ese cinturón de poder de Muri que está colgado en la pared tampoco es auténtico.

—Eso lo sospechaba. Dime, ¿quieres un trabajo?

—Depende de cuánto tiempo estemos aquí. Si no hay sitio para el caballo…

—¡Le encontraremos un sitio! ¡Lo encontraremos! Si a mí siempre me han gustado mucho los caballos…

Fuera, en el pasillo que brillaba con una débil luz incandescente, Arlata miró a Dilvish.

—Estoy cansada —le dijo ella.

Él asintió.

—Yo también. ¿Qué vas a hacer cuando hayas descansado?

—Volver a casa —respondió—. ¿Y tú?

Dilvish sacudió la cabeza.

—Hace mucho tiempo que no vas a la tierra de los Elfos, ¿verdad?

Dilvish sonrió cuando los demás salieron de la habitación.

—Venga —los apremió Holrun—. Es por aquí. Necesito un baño caliente. Y comida. Y música.

—Sí —respondió Dilvish al final, mientras los demás lo seguían por el túnel—, mucho tiempo. Demasiado.

Detrás de ellos, Black soltó un resoplido que ninguno de ellos reconoció como una melodía. La luz se intensificó delante de ellos. A su alrededor, las paredes centellearon. En algún lugar del mundo las palomas negras cantaban mientras ellos se dirigían hacia su destino y su descanso.