6

Semirama había llamado a los sirvientes tan pronto como el demonio se había ido a cumplir con su recado. Cuando, a su debido tiempo, uno de ellos llegó a la pequeña habitación que había junto al salón principal, ella lo envió a buscar a los demás para que trajeran paños, barreños de agua, toallas, comida, vino, una túnica seca, y medicinas para hacer una compresa fría, poniendo especial énfasis en que lo hicieran rápido y con discreción.

Todo lo que había pedido, había llegado y lo habían colocado sobre un diván de pálida seda para cuando el demonio regresó y entró tambaleante en la habitación, con Dilvish sobre un hombro. Los criados retrocedieron, alarmados.

—Ponlo sobre el diván —le ordenó Semirama al demonio. Luego se dirigió a los sirvientes—: Tú, limpia el barro de sus botas y pantalones. Tú, tráeme la compresa. Tú, abre el vino.

El demonio bajó a Dilvish hasta el sofá, después se retiró al otro extremo de la habitación. Semirama miró el rostro del hombre tendido, después se sentó despacio y le puso la cabeza sobre su regazo. Sin apartar la mirada, alargó la mano derecha y dijo:

—Tráeme un trapo húmedo.

Le pusieron un paño sobre la mano casi al instante. Empezó a lavarle la cara, después le fue pasando los dedos por la frente, las mejillas, la barbilla.

—Pensé que no volvería a verte nunca más —susurró—, y sin embargo, has vuelto.

»La compresa —dijo ahora en voz alta, dejando caer el paño empapado de agua al suelo.

Un sirviente se la tendió en la mano.

Cuando Semirama giró la cabeza de Dilvish, encontró el lugar donde tenía el golpe, y le lanzó una mirada furiosa al demonio, después desenrolló y volvió a enrollar la compresa impregnada de un fuerte olor acre, y se la colocó detrás de la oreja.

—Tú, límpiale la vaina de la espada, la hebilla del cinturón. Tú, vierte un poco de ese vino en un paño limpio y tráelo aquí.

Le estaba frotando los labios con el trapo empapado de vino cuando Baran entró en la habitación.

—¿Qué se celebra? —quiso saber—. ¿Quién es este hombre?

Semirama levantó la mirada de súbito, con los ojos abiertos de par en par. Los sirvientes retrocedieron. Melbriniononsadsazzersteldresteldregandishfeltselior se acurrucó en una esquina, asombrado de la habilidad lingüística de Baran.

—Pues… es uno de los muchos que han venido hasta aquí —respondió—, supongo que en busca del poder de este lugar.

Baran soltó una estentórea carcajada y dio un paso hacia delante, llevando su mano hasta la empuñadura de la espada corta que tenía en el cinturón.

—Bueno, pues enseñémosle un poco de ese poder: lo despachamos y así nos libramos de otra molestia.

—Ha llegado vivo hasta nosotros —dijo con firmeza en su voz—, y deberíamos dejarlo para que tu señor lo juzgue.

Baran se detuvo, rememorando una de las cadenas de pensamientos que tuvo antes, pero después volvió a reír.

—Pero ¿por qué no podemos dejar que un demonio se lo coma ahora? —dijo—. ¿Por qué hacer que el pobre tipo tenga que ir caminando hasta la celda?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Seguro que sabes de dónde sacan esas exquisiteces con las que siempre se dan un festín, ¿no?

Semirama se llevó una mano a los labios.

—Nunca había pensado en eso. ¿Los prisioneros?

—Los mismos.

—Eso no tendría que ocurrir. Se supone que somos sus carceleros.

Baran se encogió de hombros.

—Es un castillo muy grande y el mundo es un lugar cruel.

—Son tus demonios —le replicó Semirama—. Habla con ellos.

Baran se rió de nuevo, pero cuando vio el brillo de sus ojos sintió una momentánea ráfaga de poder que no comprendió. Pensó de nuevo en ella y Jelerak, y el vértigo que había sentido antes regresó durante un instante.

—Lo haré —dijo, y miró al hombre, examinándolo—. ¿Sabes por qué estoy aquí? Estaba caminando por la galería. Dejaste la ventana apuntando a la laguna. Me pregunto por qué salvaste al hombre y dejaste a la muchacha. Sí que es un tipo atractivo, ¿verdad?

Por primera vez en incontables siglos, Semirama se ruborizó. Baran sonrió al verlo.

—Es una pena desperdiciarlos —añadió.

Entonces se volvió hacia el demonio.

—Vuelve a la laguna —le ordenó en mabrahoring—. Tráeme a la mujer. A mí tampoco me vendría mal un poco de distracción.

El demonio se golpeó el pecho e hizo una reverencia hasta que su cabeza tocó el suelo.

—Amo, está protegida por un hechizo contra los de mi clase —respondió—, no podía acercarme a ella.

Baran frunció el ceño. El recuerdo del perfil de Arlata se agitó en su mente por primera vez.

—Está bien. La traeré yo mismo —proclamó.

Cruzó la estancia y abrió la puerta con un golpe. Siete escalones bajos llevaban hasta una pasarela. Los descendió deprisa y unos instantes después dejaba atrás el puente para dirigirse hacia la pendiente que el demonio había bajado antes.

El sol se había hundido en el oeste. Estaba ahora justo detrás del castillo y las sombras se mezclaban ante él, proyectando el ángulo del manto del crepúsculo sobre el escarpado y rocoso camino. Baran avanzó algunos pasos hasta donde la pendiente descendía abruptamente.

Caminó hacia el abrigo de una enorme roca y se quedó con la espalda apoyada en ella, mirando hacia abajo. Miró fijamente, como hipnotizado. Masculló un encantamiento, pero no sirvió de nada. El paisaje parecía dar vueltas a su alrededor.

—No es tan buena idea —farfulló, jadeante—. No, al infierno con ella. No vale la pena.

Sin embargo, no se movió, como si estuviera pegado a la roca. Las rocas se mostraron más afiladas ahora de lo que le habían parecido antes, era casi como si se estuvieran acercando a él.

¿A qué estoy esperando? Simplemente vuelve y di que no merece la pena el esfuerzo…

Su pie derecho se movió con una rápida sacudida temblorosa. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Su lujuria y su rabia se habían extinguido. Pensó de nuevo en la mujer atrapada ahí abajo. Le inquietaba su rostro. No era solo su belleza…

Una pequeña chispa de nobleza que él habría jurado que nunca había albergado, o que al menos se había apagado años ha, se agitó en su pecho. Abrió los ojos y tembló al mirar hacia abajo.

¡Está bien, maldita sea! ¡Ve a buscarla!

Se apartó de la pasarela de un empujón y empezó a caminar.

No está tan mal como parece, aunque…

Había descendido unos doce metros cuando el camino que seguía dio un giro y Baran se detuvo para apoyarse en una roca baja que había a su izquierda, una posición que ahora le brindaba una buena vista de la laguna.

Miró de hito en hito en esa dirección durante unos instantes antes de reconocer la situación: la muchacha se había ido, y también el caballo.

Empezó a reírse. De pronto, dejó de hacerlo.

Bueno… Bueno, bueno…

Se dio la vuelta y empezó a caminar de regreso a la ladera de la montaña.

… al infierno con ella.

Cuando Baran volvió a entrar en la sala, descubrió que la escena había cambiado un poco. El hombre seguía inconsciente, pero menos pálido de lo que lo había visto antes.

Semirama giró la cabeza y sonrió.

—¿Tan pronto de vuelta, Baran?

Él asintió.

—Llegué demasiado tarde. Ya se había marchado. Y, lo que es más, el caballo también.

—Tendrás que consolarte con una esclava.

Baran se acercó.

—Este tipo se va ahora mismo al sótano —dijo—. Tienes razón. Tenemos que mantenerlo prisionero para que espere el juicio del amo.

—Antes quiero asegurarme de que va a llegar con vida —objetó Semirama.

Justo en ese momento, Dilvish gimió suavemente.

—Pues ahí lo tienes —dijo Baran con una sonrisa—. Está vivo. Venga, asnos, que un par de vosotros lo levante y me siga.

Semirama se levantó y se acercó a él más cerca de lo que solía hacerlo.

—En serio, Baran, será mejor que esperemos un poco más.

Baran levantó su mano derecha cerca de sus pechos y luego, de repente, chasqueó los dedos.

—¿Mejor para quién? —preguntó—. No, querida. Es un prisionero como los demás. Tenemos que cumplir con nuestro deber y ponerlo a buen recaudo. Me has hecho ver la luz.

Se dio la vuelta hacia los dos esclavos, que se habían puesto los brazos de Dilvish sobre los hombros y lo habían levantado, la cabeza colgando y los pies arrastrando por el suelo.

—Por aquí —les ordenó Baran, caminando ya hacia la puerta—. Yo mismo haré los honores.

Semirama lo siguió.

—Yo también iré —declaró—, para asegurarme de que llega.

—No puedes quitarle los ojos de encima, ¿eh?

Semirama no contestó, se limitó a acompañarlos fuera de la habitación y a atravesar el salón principal. Sus ojos se perdieron de nuevo por él mientras se preguntaba por las extrañas ornamentaciones y los muebles que le daban esa distinción tan característica: el descomunal árbol de cristal que colgaba invertido del techo; los tapices donde se retrataban hombres jóvenes con el cabello blanco peinado hacia atrás, casi como si fuera alguna clase de tocado; mujeres con peinados de altura imposible y las faldas inmensamente ahuecadas; mesas taraceadas con tallas muy finas; sillas también talladas y curvilíneas, tapizadas solo en algunos puntos, y con coloridos medallones incrustados en sus tejidos; espejos alargados; sobre el suelo, azulejos de composiciones peculiares; largas y tupidas cortinas; un mueble muy extraño, con un teclado que emitía notas musicales cuando se tocaban las teclas.

Había algo en esa habitación que parecía antinatural incluso en el más antinatural de los lugares. De cuando en cuando, mientras cruzaba por ella, Semirama había atisbado en las profundidades de los espejos reflejos de personas y de cosas que no estaban presentes allí, escapando, desvaneciéndose, demasiado fugaces para que pudiera identificarlas. Y una noche había escuchado durante un buen rato, procedentes de ese lugar, música y risas y voces que hablaban en una lengua extranjera que no pudo identificar. Con la intención bien de unirse a la fiesta o de aplastar una horda de intrusos sobrenaturales extendiendo dos dedos, bajó las escaleras, cruzó el pasillo y entró. La música dejó de sonar. La habitación estaba vacía. Pero, dentro de los espejos, una multitud de personas hermosas y vestidas de muy distintas maneras estaba ahí congelada a la mitad de sus movimientos con las cabezas giradas para mirarla; y en particular había visto la figura alta y casi familiar de un hombre ataviado con alguna clase de uniforme pálido y una cinta de un color brillante que le cruzaba el pecho, que se había apartado de su compañera y la había sonreído. Durante solo un momento había dudado, pero después se acercó al espejo y decidió entrar en él para acompañar a ese hombre. La escena entera desapareció en un instante y dejó el espejo tan vacío como el salón, como sus brazos, o como la conciencia de un hechicero.

Cuando le preguntó a Tualua por ello, él no sabía nada o no parecía importarle lo que había ocurrido. El castillo, le había dicho Tualua (retorciéndose gozosamente en su fétido pozo), siempre había existido y siempre existiría. Cobijaba muchas cosas extrañas y muchas cosas extrañas pasaban por su interior. Ninguna de ellas significaba mucho para él.

Cuando dejaron la gran sala, del mueble con el teclado salieron cuatro notas sin saber cómo, no había nadie cerca de él. Baran se paró y miró hacia atrás, dirigió una mirada al instrumento, después a Semirama, se encogió de hombros y siguió adelante.

Ella los siguió hasta el final del pasillo. El hombre inconsciente gimió de nuevo y ella alargó el brazo y le cogió la muñeca, comprobando para su satisfacción que el pulso le latía con fuerza.

—… y tampoco las manos —masculló Baran cuando observó el gesto.

Detrás de ellos, Melbriniononsadsazzersteldresteldregandishfeltselior gritó y salió corriendo en busca de otra salida. Había visto algo en el espejo que lo había asustado.

Llegaron al hueco de una escalera que llevaba hasta una cámara que había bajo el castillo. Baran cogió un farol que estaba sobre su cabeza y lo encendió con un brasero que tenía cerca. Después, sujetándolo bien alto, guió a los demás por el tenebroso receso, sin que lo aquejara ninguno de sus vértigos intermitentes.

Mientras descendían, el prisionero mostró signos de estar recuperando la conciencia, sacudiendo la cabeza y tratando de apoyar los pies. Semirama alargó el brazo para tocarle la mejilla.

—Todo irá bien, Selar —lo calmó—. Todo va a ir bien.

Escuchó una risita de Baran.

—¿Cómo piensas hacer que se cumpla esa promesa, queridita?

¿Estará fingiendo?, se preguntó Semirama en ese instante. ¿Recuperado ya del todo, recobrando las fuerzas, preparándose para liberarse y escapar en la oscuridad? Baran es fuerte y está armado, y Selar ni siquiera sabe dónde está. Y si escapa ahora, Baran organizará una búsqueda que acabará en su muerte. ¿Cómo podría decirle que espere, que continúe con su treta, que siga prisionero durante un tiempo?

Llegaron al final de la escalera, giraron a la izquierda. La oscuridad estaba impregnada de un aire frío y húmedo. En la piedra gris de la pared brillaban gotas de agua bajo la luz del farol.

La historia de Corbryant y Thyseld había sido popular en su día: la muchacha que había tenido que hacer de carcelera de su amante para que su padre no lo matara. Semirama se preguntaba si seguía contándose aquella historia, si Baran la habría oído. Era un cuento élfico… ¿Podía Baran entender alto élfico, una lengua difícil que no se parecía en nada a ninguna que ella hablara o conociera?

Alargó el brazo y agarró a Dilvish por el bíceps; su brazo tensó.

—¿Conocéis el destino de Corbryant? —preguntó rápidamente y en voz baja en esa lengua.

Hubo una larga pausa. Luego:

—Sí —afirmó.

—Lo mismo os digo —le contestó.

Sintió cómo el brazo se relajaba. Semirama esperaba que estuviera contando los pasos y tomando nota de los giros que daban. Le apretó el brazo un momento y después lo soltó.

Pasaron por varias encrucijadas, al fondo de las cuales se escuchaban los ecos de algunos chasquidos y gruñidos. Cuando se aproximaron a una de ellas, los ruidos parecieron acercarse rápidamente desde la derecha. Baran alzó la cabeza y se detuvo. Bajó el farol.

Con tanta rapidez que Semirama apenas pudo saber lo que había ocurrido, una horda de criaturas de tamaño considerable, con hocico y forma de cerdo, que corrían sobre sus patas traseras, pasó a su lado a toda velocidad, jadeando y resoplando. Algunas de ellas parecían estar cargando con almohadones y jarras de cerámica. Mientras se esfumaban a lo lejos, parecía casi que se hubieran puesto a entonar cánticos.

—Esos pequeños bastardos se han multiplicado —rezongó Baran—. Hay unos que siempre consiguen llegar hasta la planta de arriba y molestarme cuando estoy en la biblioteca.

—A mí nunca me han molestado —replicó Semirama—. Pero claro, yo leo en mi habitación. Estas criaturitas grotescas…

—Apuesto a que serían una buena comida. Lo que me recuerda que se me está enfriando la cena. Continuemos…

Baran siguió avanzando, y llegaron por fin a una gran cámara con una antorcha encendida, otra que se estaba apagando y otras que se habían consumido hasta las cenizas en las cavidades de las paredes. Baran cogió dos antorchas nuevas de un montón que había junto a la pared, prendió una con la que ya estaba encendida y colgó ambas en los huecos vacíos. Después se dirigió hacia la tercera abertura de la izquierda.

—Coged las cadenas —les ordenó.

Cerca de un montón de antorchas había una repisa con varias cadenas y sus respectivos grilletes. El esclavo que estaba a la izquierda de Dilvish extendió el brazo y cogió un juego de cadenas cuando pasaron a su lado. Semirama se acercó y escogió un juego de grilletes de la repisa.

—Yo los llevaré —intervino la reina—. Tienes las manos ocupadas.

El hombre asintió, con las cadenas colgándole sobre su brazo izquierdo, y continuó. Ella avanzó tras ellos hacia la habitación donde Hodgson, Derkon, Odil, Vane, Galt y Lorman estaban encadenados a las combadas paredes. Daba la impresión de que había estado otro más allí dentro…

Baran alzó su farol e hizo una seña con la cabeza en dirección a las cadenas vacías y a la pared manchada de sangre donde había permanecido colgado el hechicero gordo que el demonio estaba digiriendo ahora.

—Ahí —les indicó—. Encadenadle a esa argolla.

Los demás prisioneros lo observaban todo en completo silencio, sin cambiar de posición desde que habían visto entrar a Baran.

Los esclavos medio cargaron con Dilvish, medio lo hicieron andar hasta la pared y pasaron las cadenas a través de la enorme argolla que estaba sujeta a la piedra, ignorando aquellas que estaban ya aflojadas en la pared húmeda y fría.

—Ahora sabrás dónde está siempre que lo necesites —ironizó—, si no te importa el público.

Semirama se giró y miró a Baran de arriba abajo, solo una vez.

—Hace tiempo que dejaste de ser gracioso —le espetó—. Ahora solo te encuentro vulgar, y bastante más que un poco repulsivo.

Le dio la espalda y se dirigió hacia el lugar donde los esclavos estaban colocando las cadenas alrededor de las extremidades de Dilvish. Les pasó los grilletes y ellos los pusieron en su sitio. Semirama los fue cerrando uno a uno. Baran iba detrás de ella comprobando los cierres.

Este emitió un gruñido de confirmación después de examinar el último. Hizo sonar las cadenas mientras se levantaba, miró de reojo a Semirama y sonrió maliciosamente.

—Hacen bastante ruido —dijo—. Si vienes por aquí, todo el castillo sabrá lo que estás haciendo.

Semirama se tapó la boca y bostezó.

—Te quita el aliento, ¿eh?

Semirama sonrió y se volvió hacia Dilvish.

—¿Esto es lo que querías ver? —le preguntó a Baran.

Abrazó a Dilvish y lo besó en la boca, apretando todo su cuerpo contra el de él.

Mientras los segundos iban pasando, Baran empezó a agitarse en el sitio, incómodo. Los esclavos apartaron la mirada.

Al fin, Semirama se retiró, riéndose a carcajadas.

—Por supuesto, siento una ferviente devoción hacia este extraño que ha irrumpido aquí como un intruso para robarnos —declaró. De repente, se dio la vuelta y abofeteó a Dilvish—. ¡Perro insolente! —exclamó con una máscara de furia cubriendo su rostro.

Se marchó de la celda muy indignada sin mirar atrás.

Baran le echó un vistazo a Dilvish y sonrió con regocijo. Después volvió a coger el farol de la repisa donde lo había dejado y salió de la habitación, seguido por los esclavos.

Fuera, Semirama caminaba de un lado a otro cerca de la entrada del pasillo que habían recorrido antes.

—Sabía que esperarías a que trajera la luz —le dijo Baran al acercarse.

Ella no respondió.

—No tienes ni idea de la curiosa impresión que ha dado —insistió cuando estuvo frente a ella.

—¿Por el beso? —le contestó Semirama muy sorprendida—. Realmente, Baran…

—Por la forma en la que te has entregado a ese patán —puntualizó.

—No quería que muriera —aclaró.

—¿Ahora o luego? ¿Por qué no?

—Es una pieza singular… El primer elfo que llega por aquí. Son una gente peculiar. Suelen ser muy reservados. Algunos dirían «arrogantes». Pensé que a tu maestro le divertiría conocer las razones por las que uno de ellos ha venido aquí.

—Y otros dirían «desafortunados» —afirmó Baran—. También pueden ser peligrosos.

—Eso dicen. Bueno, este está bien vigilado.

—Cuando entré y vi que estabas cuidando así de un intruso, me molestó, por supuesto…

—¿Estás intentando disculparte por todos esos comentarios desagradables?

Baran se adentró en el pasillo, irritado, su sombra se retorcía a la luz del farol.

—Sí —se le oyó decir.

—Bien —respondió Semirama, siguiéndolo—. No con la gracia que merece una reina, pero es sin duda lo mejor que podré obtener de ti.

Baran gruñó y siguió andando. Si estaba intentando insistir en su comentario anterior no se sabría nunca, pues se detuvo bruscamente y su gruñido se hundió bajo una ola de otros que eran más fuertes que el suyo.

Bajó el farol y se pegó a la pared. Los esclavos y Semirama hicieron lo mismo. Los ruidos se hicieron más fuertes en el cruce.

De repente, dirigiéndose hacia la misma dirección que las demás habían seguido antes, las oscuras siluetas de once de las criaturas con forma de cerdo, con los colmillos brillantes, llegaron trotando en la penumbra, cada una de ellas cubierta con una prenda de manga larga que parecía una túnica con extraños símbolos numéricos. Una de ellas llevaba una calavera humana bajo la extremidad delantera izquierda.

—Seguro que se me está enfriando la cena —se lamentó Baran, levantando el farol—. Salgamos de aquí.

Unos minutos más tarde ya estaban subiendo la larga escalera. Cerca del final, apareció una silueta sombría. Baran alzó el farol.

Tan pronto como el rostro fue visible, Baran gritó:

—¡Se supone que te dejé vigilando el espejo! ¿Qué haces aquí?

—Otro sirviente me dijo que estabais aquí, señor. La luz que me ordenasteis vigilar, ¡ha desaparecido!

—¿Qué? ¿Tan pronto? Tendré que convocar otro reemplazo enseguida. Muy bien, puedes marcharte.

—¡Espera! —le ordenó Semirama.

El sirviente la miró y el rostro se le cubrió de miedo.

—¿De qué espejo estás hablando? —preguntó justo cuando había subido el último tramo de escaleras—. ¿No será el que está en la habitación del ala norte, arriba, el que tiene un marco de hierro?

El hombre palideció.

—Sí, alteza —respondió—. Ese mismo.

Baran acababa de apagar el farol y lo había dejado en una repisa. Después se giró hacia Semirama y esbozó una tenue sonrisa. Semirama se había erguido de repente y le centelleaban los ojos. Baran no desconocía el significado arcano del gesto que la mano izquierda de Semirama había comenzado a hacer, aunque no imaginaba que ella pudiera tener una fuerza así.

—¡Deteneos, majestad! —le rogó—. ¡No es lo que pensáis! ¡Dejadme que os lo explique! —Se preguntó si podría convocar a la Mano antes de que ella terminara el gesto.

Semirama se detuvo.

—Cuéntamelo, entonces.

Baran suspiró.

—Para tratar de resolver el problema del espejo atascado —empezó a decir—, envié a un espíritu dentro de él para investigar un daño astral. Pronto iba a consultarlo para conocer la magnitud del problema. Puse a este hombre a vigilarlo, por si había algún suceso inusual. Ya has oído su informe. Debería irme enseguida para conocer lo que ha ocurrido. Puede que nos dé la clave que necesitamos para volver a abrir el espejo.

Semirama dejó caer la mano.

—Sí —le dispensó—, será mejor que te vayas. Cuéntame lo que descubras.

—Lo haré. Sí, lo haré.

Baran se dio la vuelta y salió corriendo.

Semirama miró a los dos esclavos que habían ayudado a llevar a Dilvish y al que acababa de transmitirle el mensaje a Baran.

—¿Qué hacéis aquí de pie? —les preguntó—. Regresad a vuestras obligaciones, o a vuestros cuartos, según os corresponda.

Todos se marcharon enseguida. Semirama los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista. Solo entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia el gran salón, por el umbral que llevaba hacia el pasillo norte-sur.

La sala se había oscurecido ahora que el sol se estaba poniendo, puesto que las únicas ventanas que había en ella estaban situadas en lo alto de la pared oeste. Mientras la atravesaba en dirección este, Semirama notó que algo se movía lejos, a su izquierda. Dentro del espejo se encontraba la silueta de un hombre de pelo claro que no estaba allí, en la estancia, junto a una columna blanca que tampoco estaba presente en el salón. Semirama se detuvo y lo miró fijamente.

Era el hombre que había visto la noche de la fiesta invisible, ahora sin compañía, que llevaba una túnica verde y sonreía. La otra vez no se había dado cuenta de lo apuesto que era, lo mucho que se parecía a…

El hombre alzó una mano y le hizo un gesto para que se acercara. Un punto del cristal empezó a brillar y Semirama sintió que podría atravesar el cristal por ese punto para estar con él.

Semirama se encogió de hombros y sacudió la cabeza, devolviéndole la sonrisa. Fue cuestión de suerte que ahora tuviera tanta prisa…

Cuando salió del salón, apretó el paso por el pasillo y dejó atrás a un sirviente que encendía las velas de los candelabros y las palmatorias. Siguió avanzando hacia el sombrío corazón del lugar hasta que llegó a la galería que se prolongaba en paralelo a la parte delantera del edificio y que llevaba por fin hasta la Cámara del Pozo. Se detuvo solo para volver a echar otro vistazo por la ventana, hacia donde lo había visto por primera vez.

La laguna era aún visible con claridad y era cierto que ni la muchacha ni el caballo estaban ahí. De todos modos, ¿qué representaba ella para él? Semirama se lo preguntó mientras extendía el brazo para invertir el hechizo de enfocar la ventana.

En la laguna se reflejaban las montañas, parte del castillo y el sol poniente. La delgada franja de la orilla tenía un brillo blanquecino, pulido; las rocas de la pendiente eran solo una oscura interrupción momentánea.

Después, le pareció ver abajo, por un instante, un movimiento rápido hacia la derecha en la lejanía.

Semirama dudó, después cambió el enfoque de la ventana, girándola para ver más de cerca esa parte de la pendiente. La examinó durante algunos minutos, pero no volvió a repetirse.

Esbozó una débil sonrisa, aliviada de no haber sorprendido a otro buscador de fortuna cerca, en las inmediaciones del castillo. Sin embargo, aquello ponía de manifiesto la necesidad de apresurarse en su cometido actual, concluyó cuando cambió el enfoque de la ventana y el panorama se replegó hasta perderse de vista.

Semirama se alejó de la ventana, atravesó a toda prisa la galería haciendo crujir la arena bajo sus sandalias. Le llegó el olor característico del lugar. Cuando entró en la habitación sintió la templada humedad del pozo.

Se acercó a él, se sentó en el borde, y le dio voz a su llamada. Los minutos pasaron y, aunque la repitió varias veces más, no hubo respuesta. Aquello tampoco resultaba excepcional, pues él algunas veces meditaba y retiraba su conciencia del mundo. Semirama esperaba, sin embargo, que no estuviera empezando uno de esos estados periódicos de letargo. Hacerlo ahora sería de lo más inoportuno.

Pronunció de nuevo la llamada. Había también otro tipo de explicaciones, pero no le gustaba pensar en ninguna de ellas. Se inclinó cuanto pudo hacia adelante y añadió un tono de urgencia a su voz.

Entonces Semirama sintió su presencia en su mente, acercándose, recobrando las fuerzas, turbada de modo indefinible. Semirama se preparó para una comunicación puramente mental, pero no sucedió. En cambio, las aguas empezaron a enturbiarse. Esperó, pero siguió pasando el tiempo y él siguió sin aparecer. Una oleada de sentimientos la embargó (pequeñas y malévolas cosas negras emergían del pozo como murciélagos), con el toque ligero y ocasional de curiosidad y diversión que solía dominar ese lugar.

—¿Qué ocurre? —inquirió en esa lengua gorjeante que empleaba aquí.

Siguió sin obtener respuesta, pero creció en ella esa oleada de presentimientos y emociones. La atmósfera del lugar se volvió más tenebrosa, más siniestra. Entonces todo eso se quebró, y se levantó una sensación casi alegre teñida de triunfo. Esa sensación fue tomando más fuerza a medida que las demás iban desapareciendo, atenuadas. Las aguas volvieron a turbarse y una porción de la figura amorfa y oscura salió a la superficie sobre la que brillaba levemente un aura imprecisa y nacarada, distorsionando la mole que se movía bajo las aguas.

—Hermana, amante y sacerdotisa, te saludo, desde los muchos lugares que habito —sonó el saludo ritual en esa misma lengua.

—Y yo, la que se encuentra en este lugar, a ti, Tualua, rey de los Primordiales. Estás inquieto. ¿Cuál es el motivo? Cuéntame.

—Reina de este lugar, Semirama, es el doloroso ciclo de crecimiento de los de mi especie. Emparentado con la luz y la oscuridad, poseo ambas naturalezas.

—Como nosotros, Tualua.

—Ah, pero el hombre consigue mezclarlas en la breve extensión de sus días. Tiene que hacer la vida mucho más sencilla.

—Tiene sus problemas.

—Ah, pero los nuestros traen un eón tras otro de recriminaciones, cada una del periodo anterior en el que reinaba la contraria, hasta que llegue el esperado e imposible día en el que nuestras naturalezas se mezclen y estemos capacitados para unirnos a nuestra especie allende este infierno de polaridades.

Una ola casi insoportable de tristeza la embargó y empezó a llorar desconsoladamente. Un tentáculo se alzó, casi con timidez, y tocó con la punta el pie de Semirama.

—No te aflijas por mí, niña. Llora en cambio por la humanidad. Porque cuando la voluntad oscura caiga sobre mí y me arrepienta de esos días, mi poder cubrirá la tierra y todos sufrirán, excepto tú, que me sirves, que serás más fuerte, más brillante, más dura, más fría, como el lucero del alba. Y yo seré más fuerte que nunca y los cimientos del mundo temblarán como en los primeros días, cuando otros, con un ciclo escindido como el mío, combatieron por el alma del hombre.

—¿Hay algo que pueda hacerse? —preguntó Semirama.

—Aún soy capaz de contenerlo, y lo haré durante todo el tiempo que pueda.

—¿Y qué hay del buen mago Jelerak y la deuda que todos los tuyos contrajisteis con él hace tiempo?

—Fuese cual fuese la deuda, Semirama, se saldó ya hace mucho tiempo, créeme. Tampoco él es el mismo hombre que conociste.

—¿Qué quieres decir?

—Ha… cambiado. Quizá él también esté sujeto a ese ciclo de luz y oscuridad.

—Me resulta difícil creerlo, aunque no hace mucho que he oído esos rumores. Lo último que supe de él, en los tiempos antiguos, es que había estado enfermo durante un largo periodo, probablemente años, después de la caída de Hohorga.

—Entonces lo más amable que se puede decir es que nunca llegó a recuperarse.

—Me trató con suma amabilidad cuando me convocó para que volviera…

—Naturalmente. Te necesitaba. Posees una habilidad muy especial, para un humano. Y hay algo más… Lo que más lamento —continuó Tualua— es que él y yo tengamos tanto en común.

—Acabas de darle la vuelta a mi mundo —confesó Semirama.

—Lo siento, pero no tenía modo de prever cuándo iba a llegar el cambio. Aun así te ayudaré en todo lo que quieras, de la manera que pueda, hasta cuando sea capaz de hacerlo.

Ella extendió la mano y le tocó un tentáculo.

—Si yo puedo ayudarte en algo…

—En nada —respondió Tualua—. Ningún mortal puede ayudarme. Paradójicamente, voy a estar bastante loco por un tiempo, todo lo que dure el proceso de transición. Te mandaré fuera cuando empiece, a un lugar que he buscado para ti, más allá del tiempo y del espacio, donde conocerás una gran alegría. Mi otro yo te contactará cuando precise de tus servicios.

—Me entristece profundamente escuchar esto.

—Y a mí contarlo. Así que hablemos en cambio de lo que te trajo hasta aquí.

—Ese asunto es mucho más confuso ahora, después de lo que me has contado —dijo Semirama—. Baran le está haciendo algo al espejo. Ha metido dentro al menos un espíritu. Es probable que esté colocando otro ahora mismo…

—Apenas le he prestado atención a esos asuntos de mortales, salvo cuando me lo pediste. Así que dime quién es Baran y por qué lo que pueda hacer a un espejo te preocupa.

—Baran es el hombre grueso de piel oscura que a veces me acompaña hasta aquí.

—¿Ese con el truco de la mano?

—Sí. Es el administrador de Jelerak en este lugar. El espejo, que está en una habitación que hay en una torre de la zona norte, es un medio de teletransportación que usa Jelerak para viajar entre sus múltiples moradas. Jelerak resultó herido en un duelo de hechiceros hace algún tiempo, y pensamos que podría estar viniendo hacia aquí, donde yo podría rogarte un poco de tu poder para curarlo. Mientras esperábamos su llegada, muchos buscaron asaltar este lugar porque creían que estaría muerto o debilitado, y que podrían intentar dominarte para sus propios propósitos.

Semirama notó que una ola de diversión pasaba por ella.

—Fue entonces cuando pensé en la razón por la que Jelerak me había devuelto a la vida, para que te asistiera durante tu enfermedad del pasado verano…

—Mi primer hechizo de locura en siglos. Hasta entonces le había estado suministrando cualquier poder que me pedía a cambio de los antiguos favores de los que hablabas. No se dio cuenta de lo que ocurría. Yo tampoco en ese momento.

—Ni yo, claro. Aunque podría haber recordado algunos oscuros conjuros muy antiguos, nunca antes había sido testigo de ese estado. Pero cuando llegaron los intrusos, pensé que sería oportuno sugerirte que repitieras esos efectos sobre la tierra de este lugar, de forma totalmente consciente, para mantenerlos alejados. Sabía que eso no detendría a Jelerak, pues siempre podría utilizar el espejo para llegar hasta aquí. Le habría contado a Baran mi estrategia, pero por entonces sus atenciones me parecían desagradables. Era mejor dejar que creyera que se había creado una situación más difícil, como la del verano pasado, y que yo era la única que podía enfrentarse a ella con eficacia. Ese engaño me dio más poder sobre él. Pero durante todo este tiempo creía que el espejo funcionaba. Ahora ya no estoy tan segura. Creo que tal vez Baran ha estado bloqueándolo desde el principio.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—Cuando causaste toda esta conmoción en la tierra, eso hizo que se bloquearan todas las entradas de acceso al castillo, excepto la del espejo. Si Baran encontrara un modo de obstruir el espejo, entonces estaríamos completamente aislados y ni siquiera Jelerak podría volver para la renovación que andaba buscando. Ahora creo que su propósito es el mismo de los invasores. Quería hacerse con este lugar mientras buscaba algún medio para controlarte.

—Entonces ¿no es consciente de que yo serví a Jelerak por voluntad propia, no bajo coacción alguna, que las acciones de los hombres apenas han significado algo para mí estos últimos años?

—No, nunca se lo he dicho. Cuanto menos supiera, mejor.

—¿Cuál es el problema entonces?

—Ahora estoy indecisa. Al principio vine aquí para pedirte que abrieras el camino del espejo y que lo mantuvieras abierto contra cualquier intento de volverlo a cerrar. De esa forma Jelerak podría regresar y recuperarse y hacer con Baran lo que le pareciera. Ahora que me has contado eso de Jelerak, ya no sé qué decir.

—Desbloquear el espejo sería una tarea muy sencilla, aunque no puedo prometer que se mantenga abierto si me sobreviene otro periodo de locura.

—Después iba a pedirte que volvieras a producir las emanaciones y así volver a perturbar la tierra para mantener fuera a los visitantes no deseados y darle así a Jelerak la oportunidad de entrar por el espejo, y también para convencer a Baran de que sigues siendo incontrolable y que de esa manera no se molestara en pedirme que fuera su acompañante en esta infructuosa tarea.

—¿Y ahora?

—Ahora es ya una elección entre dos males. No lo sé. Baran no es ni mucho menos tan sabio, y le gusto. Creo que me resultaría fácil controlarlo. Pero sigo sintiendo cierta lealtad hacia Jelerak. Digas lo que digas de él, a mí siempre me ha tratado bien.

—Sea cual sea la situación, puede que tengas que fiarte de eso.

—Por respeto a mi posición, por supuesto. No era ningún aprendiz en la corte de Jandar.

—Eso puede o no ser cierto, pero estaba pensando en algo más personal…

Semirama se puso rígida. Después empezó a reírse.

—No, eso sí que no puedo creérmelo. ¿Jelerak? Siempre llevó unas costumbres casi monacales. Se dedicó solo a su Arte.

—Podría haber convocado a cualquiera de los de tu ilustre linaje para que hablara conmigo.

—Cierto.

—Su verdadero amor es el poder, y dominar el espíritu de los hombres. Sin embargo, hay dos vínculos de los cuales no ha conseguido liberarse del todo: un ligero y casi fraternal afecto por los sacerdotes de Babrigore y una cierta devoción por ti. Siempre fuiste la reina y sacerdotisa inalcanzable.

—Entonces siempre lo escondió bien.

—Pero no de Tualua, porque yo he visto su corazón y las cosas que hay en él, incluso aquellas que ni siquiera él conoce. Pero te cuento esto ahora por una razón. Mi voluntad se está derrumbando y me gustaría proveer a los míos de lo necesario antes de que se haya quebrado por completo. Incluso mientras hablamos aquí, proyecto mi ojo sobre futuras líneas temporales. Hay un punto negro que no consigo penetrar. Creo que él está más o menos involucrado con lo que hay más allá de ese punto. Mi primera intención fue enviarte al lugar que había provisto para ti, para protegerte.

Los pensamientos de Semirama saltaron al hombre que estaba encadenado.

—No iré.

—Eso también lo vi. Por eso te he contado la debilidad humana que el hechicero siente por ti. Es algo minúsculo, en el mejor de los casos, algo de lo que él es consciente solo en parte y que no comprende del todo. Te prevengo para que no confíes en ello, pero ese conocimiento puede ayudarte de alguna manera durante la hora oscura.

Semirama abrazó el tentáculo.

—¡Tualua! ¡Tualua! Quizá eres más fuerte de lo que crees. ¿No puedes combatir esa oscura voluntad y quién sabe si vencerla?

Y mientras hablaba, la atmósfera que la rodeaba se volvía más siniestra y pesada.

—Ese —respondió al fin Tualua— no es el curso que sigue mi especie, tal y como yo lo interpreto. Lo estoy intentando y seguiré intentándolo, pero temo que mis empeños solo la preparan para que sea más fuerte.

—No te rindas. Resiste tanto como puedas. ¡Invoca a tu sangre, a los Primordiales si tienes que hacerlo!

Algo que parecía una risa hizo temblar la bóveda.

—Mis ilustres antepasados hace ya mucho que abandonaron este plano al que me veo confinado. No podrían oírme en lo alto de sus moradas. No, debemos prepararnos para la prueba y yo debo preocuparme de nuevo por los asuntos humanos, pues veo que están ligados a los míos. Escucha ahora lo que voy a decirte, pues siento que la locura se agita de nuevo en mi interior…

El agua humeante de su baño de brillantes mosaicos cubría el cuerpo de Holrun justo por encima de sus hombros y el aroma de un incienso exótico llenaba el aire a su alrededor. La geometría de su rostro estaba compuesta de ángulos; los ojos (ahora medio cerrados) eran negros y dados a moverse inquisitiva y expresivamente. Los labios, incluso en reposo, dibujaban una sonrisa algo siniestra. Ahora estaba inclinado hacia delante mientras una de sus favoritas, arrodillada detrás de él, le daba un masaje en los hombros por debajo del agua. Otra le acercó una bebida refrescante servida en el curvado colmillo tallado de algún predador extinguido. Le dio un sorbo y se lo devolvió, pasando sus dedos por el brazo de la dama mientras ella se retiraba.

Cuando el cristal lo requirió, lanzó una maldición en voz baja y se pasó una mano por su rebelde cabellera de pajizo pelo castaño, zafándose de las atenciones de la otra muchacha, y se dirigió hacia la enorme esfera que había colocada en la pared, rodeada por un mosaico de azulejos que dibujaban la forma de un ojo gigantesco. Centró su atención y la imagen de Meliash apareció en la pupila.

—Lamento molestarte —empezó a decir Meliash.

—Son cosas que pasan cuando eres el más joven del Consejo. Pero supongo que está bien cuando es preciso hacer algo. Esos viejos decrépitos, esas momias sin vendas, tardarían siglos en decidir si hacer o no sus necesidades. Alguien tiene que espolearlos con un buen hierro candente de vez en cuando. ¿Qué tal van las cosas en el Sangaris? Yo…

—El Kannais.

—Eso, el Kannais. De verdad que te envidio por estar ahí, sobre el terreno, ¿sabes? Este trabajo administrativo… Bueno, alguien tiene que hacerlo.

Se calló de repente y empezó a sonreír.

—Claro —dijo Meliash—. Se han producido algunos cambios por aquí hace poco y me parece que el Consejo tiene que conocerlos. Hemos recopilado una información muy interesante, además. De hecho, creo que por fin ha llegado el momento de que el Consejo intervenga en un asunto relacionado con Jele…

—¡Para! ¡Para! —Holrun se había puesto en pie de repente, con la palma de la mano levantada, y su masajista se apresuró a ponerle una túnica sobre los hombros—. A veces me parece que el éter tiene oídos, además de otros apéndices. Mejor hablamos por el otro cristal. Tiene unos hechizos de seguridad que te parecerían increíbles. Te llamo enseguida.

Holrun se despidió con la mano, y la imagen de Meliash se desvaneció.

Salió de la piscina y se calzó un par de sandalias. Se alejó de la gruta y bajó por un túnel inclinado, luego se llevó dos dedos a la boca y silbó una nota aguda y chillona. Una pálida luz empezó a brillar entre dos franjas de piedras blancas colocadas a ambos lados de las paredes del túnel.

Sonriendo, dobló una esquina y entró en una cámara con forma de ele, excavada en dos niveles. Chasqueó los dedos y varios troncos de árbol empezaron a brillar dentro de un receso que había justo más adelante, y comenzó a salir humo de una fisura dentada oculta entre grupos de estalactitas naranjas, alrededor de las cuales varias cadenas de estatuas transmitían impulsos eróticos formando extensas espirales; unas velas gruesas se encendieron sobre las repisas colocadas en alto y dejaron ver una habitación ordenada pero repleta de cosas, llena de todo tipo de material mágico empleado por más de treinta tribus y países; cualquier punto visible del suelo, el techo abovedado o las arqueadas paredes estaba cubierto de símbolos arcanos.

Holrun fue directamente hasta una estantería que quedaba a su izquierda, bajó una urna hecha con madera de madroño y la llevó hasta una repisa que había en un rincón junto al fuego. Con el pie, arrastró un taburete bajo cubierto de piel gris, hasta ponerlo encima de una alfombra de diseños geométricos. Abrió la urna y sacó un cristal ahumado, casi negro, que colocó encima de la repisa. Entonces se sentó sobre el taburete, inspiró una sola vez y dejó salir el aire, pronunciando una única palabra:

—¡Meliash!

El cristal se despejó solo ligeramente y la silueta borrosa de Meliash apareció en su interior.

—¿Qué te parece? —le preguntó Holrun.

—Se te oye como si estuvieras muy lejos —fue la minúscula y aguda respuesta.

—Eso no puedo arreglarlo. Los hechizos protectores se amontonan a nuestro alrededor como acreedores en un funeral. Pero puedes hablar libremente. ¿Qué es eso de querer que el Consejo haga algo con Jelerak?

—Creo que pasó por aquí disfrazado esta mañana, y que está intentando entrar en el castillo.

—¿Y qué? ¡Ese lugar es suyo! Si volver a casa es lo peor en lo que anda metido en los tiempos que corren, no me importa dónde…

—No lo entiendes. Ahora está más débil que en cualquier otro momento que alcancemos a recordar. Estoy convencido de que está intentando entrar ahí para conectarse a una de sus principales fuentes de poder, para renovarse. Y la posibilidad de que lo consiga no es del todo buena, no si Tualua ha entrado en uno de sus periódicos ataques de locura a los que son propensos los de su raza. Y creo que ese es el caso. Además…

Holrun agitó la mano.

—Espera. Todo esto es muy interesante, pero no entiendo a dónde quieres ir a parar. Incluso debilitado, sería un enemigo temible. Se han llevado a cabo toda clase de estudios secretos y presagiado toda clase de augurios sobre los resultados de posibles enfrentamientos con él.

—Ya sabes el valor que tienen —replicó Meliash—. Tarde o temprano destruirá o subvertirá toda la organización, como ya lo ha hecho con varios miembros. Sé que cuenta con un gran bloque de seguidores entre nosotros, y tú también lo sabes. Tarde o temprano vamos a tener que hacer algo con él, y creo que esta es la mejor oportunidad que hemos tenido nunca. A ti mismo te he oído decir que te gustaría que ocurriera mientras estuvieras vivo.

—Mira, no te lo niego. Pero eso fue un comentario informal y extraoficial. El Consejo está formado por una panda de conservadores. Por eso ha seguido esa política de no intervención respecto a él durante tantos años.

—Hay más —declaró Meliash.

—Ve al grano.

—Esta mañana llegó un hombre con la expresa intención de matar a Jelerak.

Holrun resopló.

—¿Y eso es todo? —preguntó—. ¿Tú sabes cuántos lo han intentado? ¿Y los pocos que se han acercado siquiera? No, eso no vale gran cosa.

—Se llamaba Dilvish e iba en un caballo de metal. Me he enterado hace nada de quién es.

—¿Dilvish el Maldito? ¿Está aquí? ¿Estás seguro? ¿Medio elfo? ¿Alto? ¿El pelo rubio? ¿Con unas botas verdes?

—Sí. Y fue miembro de la Sociedad…

—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Dilvish! ¡Dioses! No me gustaría nada verlo morir tan cerca de su objetivo. Fue uno de mis héroes de juventud: el Coronel de Oriente. Y cuando salió del infierno… Puede que lo consiga, ¿sabes? Si tuviera que escoger al asesino yo mismo, no buscaría más. Dilvish…

—Estaba pensando que si lo que quiere la Sociedad es evitar una confrontación directa, a lo mejor podría simplemente encontrar el modo de ayudar a ese hombre y así quedarse al margen.

Holrun no lo estaba mirando. Tenía la mirada perdida en el vacío.

—¿En qué estás pensando?

—Háblame de ese lugar. ¿Cómo es?

—Las perturbaciones han cesado. La tierra que lo rodea está ahora en calma. Puedo ver el castillo a lo lejos. Dentro han encendido las luces. Puede que haya un mapa del interior en los archivos. Tendría que habérselo preguntado a Rawk. El administrador de Jelerak en ese lugar es Baran de Blackwold, un hechicero mediocre…

—¿Y el lugar en sí no tiene nada de especial? La mayor parte de los castillos viejos tienen historias.

—Las de este se pierden en la leyenda. Tiene la reputación de ser uno de los edificios más antiguos del mundo, anterior a la raza humana. Se dice que está completamente encantado. También parece que tiene alguna conexión con los Primordiales.

—Uno de esos sitios, ¿eh? Está bien, escucha. Has conseguido que me interese. No se lo cuentes a nadie y no hagas nada estúpido. Voy a llevar esto al Consejo en una sesión de emergencia, inmediatamente. Voy a tratar de convencerlos para que cambien de política. Pero no tengas muchas esperanzas. La mayor parte de ellos no sabría distinguir una oportunidad aunque viniera y les mordiera el culo. Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga algo, y ya decidiremos el próximo paso.

Holrun rompió la comunicación, se levantó, dejó la vista fija en el fuego durante un momento, sonrió y cruzó la habitación.

—¡Maldita sea!

Chasqueó los dedos y las luces se apagaron.