10

Mientras Dilvish avanzaba de lado por el perímetro de la habitación, vio la escena con claridad: el brasero volcado, el diseño oscuro, el tentáculo que buscaba algo a tientas, la muchacha medio desnuda sobre la carretilla, las huellas de unas pezuñas hendidas que brillaban tenuemente…

Envainó la espada tan despacio como le fue posible, pues sentía que no le sería de mucha ayuda contra el dueño de un apéndice de ese tamaño. Sería mejor tener las dos manos libres, decidió mientras avanzaba rápidamente para agarrar los mangos de la carretilla. La punta del tentáculo encontró la rueda casi al mismo tiempo que él. Dilvish cogió la carretilla y tiró de ella hacia atrás. El tentáculo resbaló y soltó la rueda. Se escucharon frenéticos golpes en las profundidades de las aguas. Dilvish siguió retrocediendo.

De repente, un tentáculo salió disparado por encima del borde del pozo hasta doblarle en altura. Dilvish retrocedió rápidamente hacia la izquierda. El tentáculo golpeó el suelo como un látigo justo en el lugar donde él seguiría estando de haber continuado en línea recta. Después empezó a agitarse con furia por la zona, aunque no tardó en perderse en la distancia, cerca de la entrada del pasillo. Dilvish le dio la vuelta a la carretilla y se puso frente a ella. Los golpes continuaban detrás de él.

Fue solo mientras escapaba cuando tuvo la oportunidad de ver a quién estaba transportando. Contuvo el aliento de repente y se detuvo, dejó el vehículo en el suelo, lo rodeó hasta ponerse en la parte delantera. El pecho de Arlata seguía subiendo y bajando lentamente. Dilvish le cerró la túnica y examinó su rostro.

—¿Arlata?

Ella no se movió. Volvió a decir su nombre, esta vez más alto. No hubo ninguna reacción. Le dio unos suaves cachetes. Su cabeza rodó hacia un lado y se quedó allí.

Volvió a la parte de atrás de la carretilla y se puso a empujar de nuevo. La primera habitación con la que se encontró fue un almacén lleno de herramientas. Siguió avanzando e inspeccionó algunas otras. La cuarta se utilizaba para guardar la ropa limpia, y en ella se amontonaban pilas de cortinas dobladas, mantas, cobertores, alfombras, toallas. Un fulgor rojo se encendió y se apagó detrás de la pequeña y solitaria ventana mientras metía a Arlata dentro y le desataba las cuerdas. Después la trasladó a una pila de ropa de cama y desdobló una manta para cubrirla con ella.

Cuando cerró la puerta tras él, se encontró con el pasillo y lo miró fijamente. Al rato quedó mejor iluminado ante sus ojos, y eso que toda la claridad llegaba solo de unas pocas ventanas. Y bajo esta luz más brillante vio de nuevo las huellas de unas pezuñas hendidas. Empezó a seguirlas y lo hizo hasta que se cruzó con un pasillo alfombrado donde las huellas se perdían. Se quedó indeciso durante un momento. Después, encogiéndose de hombros, giró a la izquierda. El camino que tenía ante él parecía largo, recto y brillante, pero entonces ocurrió algo extraño. A unos seis pasos delante de él, la atmósfera refulgió y se oscureció de inmediato. Acto seguido, se levantó una amalgama de humo. De repente, se encontró frente a una pared de piedra.

Dilvish se rió.

—Vale, de acuerdo —dijo en voz alta.

Dio media vuelta y se encaminó por lo que quedaba de pasillo, comprobando mientras avanzaba que la espada se moviera con la holgura suficiente dentro de la vaina como para poder sacarla con facilidad.

Odil, Hodgson y Derkon se atiborraban de comida en la despensa que habían encontrado.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Derkon, señalando con una pierna de cordero la pequeña claraboya que se había teñido de repente de un ardiente rojo fuego.

Los demás miraron, solo apartaron la mirada cuando el rojo se desvanecía dejando paso a la iluminación habitual.

—¿Estamos ardiendo? —se preguntó Odil. El fuego se apagó y lo siguió la penumbra.

—De una forma algo más general, creo —respondió Hodgson.

—No entiendo —dijo Odil.

—Todo lo de fuera parece estar ocurriendo mil veces más rápido de lo que normalmente sucede.

—¿Y eso lo hicimos nosotros cuando rompimos el hechizo de mantenimiento?

—Eso me parece.

—Pensé que solo derribaría una pared o algo así.

Derkon se rió.

—¡Pero si ahora queremos abandonar el lugar es probable que muramos! Varados en una tierra baldía, abandonados a los monstruos, o algo peor…

Derkon volvió a reírse, le lanzó una botella.

—Toma. Necesitas un trago. Ya empiezas a tener una idea clara de cuál es la situación.

Odil le quitó el tapón y bebió un buen trago de golpe. Después dijo:

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó—. Si no podemos salir de aquí…

—Exactamente. ¿Cuál es la alternativa? ¿Recuerdas qué pretendíamos hacer en un principio?

Odil, que estaba levantando la botella para darle un segundo trago, la bajó con los ojos abiertos de par en par.

—¿Buscar a esa cosa y tratar de doblegarla? ¿Solo nosotros tres? ¿Tal y como nos encontramos?

Hodgson asintió con la cabeza.

—A no ser que consigamos que Vane recupere la cordura, o encontrar a Dilvish, solo estamos nosotros tres.

—¿Y de qué nos serviría, incluso si lo conseguimos?

Hodgson bajó la mirada. Derkon dejó escapar una especie de gruñido.

—A lo mejor de nada —reconoció Derkon—. Pero el Antiguo es lo único que hay por aquí con el poder suficiente para invertir lo que está ocurriendo… y hacernos volver.

—¿Y cómo lo haremos?

Derkon se encogió de hombros y miró a Hodgson como buscando un consejo. Cuando vio que no llegaba, dijo:

—Bueno, estaba pensando en modificar y combinar varios de los hechizos de sometimiento que conozco…

—Pero son para demonios, ¿no? —le rebatió Odil—. Eso no es un demonio.

—No, pero el principio para someter a cualquier cosa es el mismo.

—Cierto. Pero es probable que los Nombres de Poder normales no sirvan para controlar a un Antiguo. Para encontrar la nomenclatura adecuada tienes que emprender la búsqueda en los tiempos de los Primordiales.

Derkon se dio un manotazo en la pierna.

—¡Estupendo! ¡He conseguido que pienses en ello! —dijo—. Tú te pones a elaborar la lista correcta de Nombres y yo pienso en las modificaciones. Lo pondremos en común cuando lleguemos allí, y liamos al viejo.

Odil sacudió la cabeza.

—No es tan fácil…

—¡Pues inténtalo!

—Yo te ayudaré —se ofreció Hodgson cuando vio que Odil seguía indeciso—. No se me ocurre ningún otro plan.

Hablaron de ello mientras terminaban de comer y Derkon ajustaba el hechizo. Finalmente dijo:

—¿Por qué aplazarlo?

Los otros asintieron.

Los hechiceros salieron de la despensa y se detuvieron.

—Vinimos por aquí —afirmó Hodgson, mirando a Odil, que asintió.

—Sí, por aquí. Sin embargo… —Se giró hacia la izquierda—. Este es el único camino viable.

Continuaron en esa dirección.

Hodgson se aclaró la garganta.

—Hay algo que nos está guiando claramente lejos de nuestro objetivo —dijo mientras pasaban por un receso ancho y de techo bajo—. O Jelerak ha vuelto y está jugando con nosotros o el Antiguo ya es consciente de nuestras intenciones y nos está manteniendo alejados. En cuyo caso…

—No —objetó Derkon—. Soy lo bastante sensitivo como para percibir que detrás de esto hay algo más.

—¿El qué?

—No lo sé, pero no parece ser algo que tenga malas intenciones hacia nosotros.

Cuando dejaron el vestíbulo y dieron otro giro, llegaron a una pequeña habitación. Encima de una mesa de madera maciza había dispuestas tres espadas de distintas longitudes, cada una con su funda y su cinto.

—Por ejemplo —dijo Derkon—. Apostaría a que cada uno de nosotros encuentra la que le va bien.

—Todo lo bien que puede ir una espada… —puntualizó Odil mientras avanzaban hacia allí y cogían las armas.

La cosa oscura saltó hacia el terraplén, con los ojos llameantes bajo el cielo pálido, amarillento, cubierto de hollín. Sacudió la cabeza y volvió la vista hacia el paisaje de piedra y arena. El viento ululaba y soplaba con fuerza.

—He venido a este lugar —dijo con un tono misterioso— donde podemos hablar. Os ayudaré.

—Quizá —llegó la respuesta desde todas partes.

—¿Qué quieres decir con «quizá»?

—El hombre cree que eres un demonio, hermanito.

—Que lo piense. Tenemos otros problemas.

—Cierto. Será mejor que nos ocupemos de los perros.

—No entiendo.

—Razón de más para que prestes atención.

Cojeando levemente mientras se acercaba a la entrada del salón principal (todos los caminos se cerraban detrás de él y no se abría ninguno más), Baran vio a Vane en el preciso momento en el que Vane lo vio a él. Baran dudó. Vane no.

Blandiendo la espada, con una maldición en los labios, Vane se abalanzó hacia delante.

Cuando hubo recorrido la mitad de la distancia que los separaba, se escuchó el ruido de algo que se rasgaba junto a Vane, y de la oscura «V» que se había abierto en el aire salió una mano gigantesca. Lo cogió, lo levantó del suelo y al arrojarlo provocó que rebotase y patinase por todo el salón; el arma oxidada salió despedida de su mano y fue formando círculos en el suelo. Aquella garra lo atrapó de nuevo, provocando el ruido de algo que se quiebra, y lo lanzó contra la pared cubierta de espejos, dejando a Vane inmóvil en el suelo.

La Mano se quedó flotando en el aire cuando Baran entró ruidosamente en el salón. La cabeza de Vane se giró hacia él y gimió débilmente.

Cerrándose lentamente en un puño, la Mano se movió hacia Vane.

—¡Es Vane!

—¡Y ese Baran!

—¡Cogedlo!

La mirada de Baran voló hasta el fondo del salón, por donde habían entrado tres figuras. Reconoció a los que habían sido los prisioneros y vio enseguida que estaban armados. Empezaron a correr cada vez más rápido en su dirección y las imágenes se multiplicaron en los espejos que colgaban a cada lado.

Baran desenvainó la espada en cuanto se giró hacia ellos, pero la dejó colgando junto a su costado derecho. La mano izquierda seguía firmemente sujeta detrás del cinturón.

La enorme Mano, colocada en el aire para atacar a Vane, se abrió completamente y planeó por el aire hacia los hombres que se acercaban. Al verla venir, Odil se agachó rápidamente, trató de alcanzarla con la espada y erró el blanco. Esta golpeó a Derkon y lo derribó, chocó con Hodgson y ambos hombres terminaron tirados en el suelo. La Mano se dio la vuelta de inmediato y persiguió a Odil, con los dedos en garra.

Odil estaba a punto de caer sobre Baran, con la espada en el aire, cuando lo agarró por detrás con un enorme apretón que lo levantó del suelo. De su nariz empezó a manar sangre y se oyó claramente el crujido de sus costillas mientras Odil le asestaba un golpe con la espada, cortándole uno de los dedos.

Entonces, lejos, hacia la derecha, Baran percibió un destello verde. Era el nuevo prisionero, con el que Semirama había sido tan considerada…

La Mano se agitó nerviosa, tensándose con violencia, y Odil emitió un grito gorgoteante antes de caer inerte, con la espada escurriéndosele de entre sus dedos. Entonces la Mano se abalanzó hacia delante con los dedos bien separados y el cuerpo aplastado de Odil salió despedido hacia Dilvish.

Dilvish lo esquivó y siguió avanzando mientras el cuerpo de Odil pasó como un rayo junto a él y aterrizó con un golpe sordo en alguna parte del fondo. Pero ahora la Mano se acercaba directamente hacia él a toda velocidad.

Dilvish, que había visto cómo Hodgson y Derkon volvían a ponerse en pie y cómo el cuerpo caído de Vane se movía lentamente, sabía que ninguno de los demás podían ayudarlo en este momento. Buscó algún arma en su arsenal mágico, incluso cuando se arrojó al suelo y rodó bajo la Mano. Sus botas verdes golpearon el suelo y él se puso en pie sin perder tiempo, para después girar sobre sí mismo, espada en mano, y asestar un golpe al dedo meñique de la Mano que se precipitaba sobre él.

La Mano se revolvió entre convulsiones. El dedo, del que goteaba un líquido pálido que se convirtió en fuego, se desplomó y dio media vuelta en el suelo.

Baran alzó su espada y retrocedió. La Mano se enderezó, bajó un poco y, columpiándose, dirigió a Dilvish una bofetada a ras del suelo.

Dilvish saltó por encima de ella y lanzó un golpe con la espada mientras le pasaba por debajo, mellándole la punta del pulgar. Derkon y Hodgson llegaron a su lado cuando aterrizó.

—¡Dispersaos! —les ordenó—. ¡Atacadlo por todos los flancos! ¡Separaos!

La Mano se detuvo y se impulsó hacia atrás cuando tres espadas se levantaron contra ella desde distintos ángulos. Dilvish se precipitó adelante y le asestó un golpe. La Mano se giró hacia él y Dilvish dio un salto para atrás. Hodgson y Derkon no dejaron de atacarla ni mientras se movía, pegándole cortes. Los echó a un lado y Dilvish se abalanzó y la hirió de nuevo. De la media docena de cortes que le habían abierto empezó a salir humo.

En el espejo, mientras retrocedía, Dilvish vio que Vane estaba arrastrándose lentamente hacia delante, con la espada en la mano.

Derkon se recuperó, volvió a caer sobre la Mano, y Dilvish se movió para hacer lo mismo. En ese momento, sin embargo, la Mano salió disparada hacia lo alto, fuera de su alcance. Al ver que Baran pretendía aplastarlos uno a uno desde arriba, Dilvish levantó la espada en el acto. Los demás hicieron lo mismo. Fue entonces cuando Dilvish usó su arma mágica y con una voz firme empezó a pronunciar las palabras antiguas.

Era uno de los Horribles Conjuros menores que se usaban para extender una absoluta e impenetrable negrura sobre un lugar concreto durante todo un día. Dilvish escuchó un grito ahogado que salía de la boca de Derkon cuando reconoció la fórmula.

La Mano se movió en círculo, hizo varias fintas. Después, un lúgubre suspiro llenó la estancia, acompañado de una bajada abrupta de la temperatura. Cuando Dilvish terminó de hablar, la luz empezó a moverse hacia un lado, como en una sucesión de olas.

Se quedaron totalmente a oscuras.

—¡Cogedlo! —les dijo en voz baja, y después se movió deprisa.

Con la espada extendida delante de él, avanzó hacia el lugar donde había visto a Baran. Escuchó un fuerte silbido que descendía y se echó al suelo. Pasó de largo.

Se incorporó de nuevo y siguió avanzando. Oyó una profunda respiración cerca de él que no se volvió a repetir y de la que ignoraba su procedencia. Escuchó también una pequeña escaramuza, y tanto Derkon como Hodgson maldijeron en voz alta. Por lo visto, habían chocado el uno con el otro.

De alguna parte a su espalda le llegó otro silbido y un golpe sordo cuando la Mano le dio un guantazo al suelo.

Podía ser que Baran se hubiera movido a su izquierda, a su derecha o hacia atrás. Pero si hubiera retrocedido, habría terminado en una esquina. Moverse hacia la izquierda parecía ofrecer un mayor grado de libertad, así que Dilvish se dio la vuelta, caminó de nuevo e hizo oscilar la espada de un lado a otro delante de él.

Habría jurado que un pequeño rayo de luz lo alcanzó desde algún lugar de la sala de estar. Pero era imposible. Los Horribles Conjuros habrían absorbido cualquier fuente de luz.

Se volvió más brillante.

Los contornos empezaban a ser ahora vagamente visibles. Algo iba mal. No conocía ningún poder que pudiera quebrantar los Horribles Conjuros. Y, sin embargo, una débil iluminación empezaba a infiltrarse en el salón.

Suspendida en el aire, a media altura, la Mano los buscaba a tientas como un espectro. Solo unos segundos más y podría volver a caer sobre él. Miró frenéticamente a su alrededor. Algo se movía. Las siluetas de unos hombres agachados. Pero ¿cuál de ellos?

De pronto llegó el sonido de una nueva refriega, pero esta terminó con un grito breve. Después empezó de nuevo. Venía de delante y algo a la derecha. ¡Sí! ¡Allí!

Dos siluetas se retorcían en el suelo. Se escuchó otro grito justo cuando Dilvish comenzó su cautelosa avanzada.

La oscuridad seguía desapareciendo. Arriba, algo llamó la atención de Dilvish. La Mano, que ahora era plenamente visible, se abría y se cerraba y empezó a agitarse espasmódicamente. Bajó un poco y flotó de nuevo.

Entonces Dilvish bajó la mirada. La gigantesca silueta de Baran sobresalía por encima de la de Vane y la punta roma de la espada de Vane estaba clavada hasta la mitad de su cuello. Ninguno de los dos se movió, pero ahora la Mano volvía a bajar.

Con los dedos extendidos, se estiró hasta la silueta que estaba más arriba, inmóvil. Temblando, levantó a Baran por el aire. Más abajo, Dilvish pudo ver la espada de Baran sobresaliendo del pecho de Vane.

Sin dejar de temblar, la Mano se alzó más aún en la creciente luz. La negra «V» que había tras ella destacaba claramente sobre la menguada oscuridad. Entonces la Mano empezó a retroceder hacia esa apertura, llevándose a Baran consigo.

Dilvish y los demás contemplaron la lenta retirada hasta que solo fueron visibles las yemas de tres dedos. Después, estas desaparecieron también de la vista y la grieta se cerró emitiendo el estruendo de un trueno.

De inmediato fueron conscientes del movimiento que los rodeaba.

Cuando se dio la vuelta, Dilvish se topó con una serie de enormes rostros dentro de los espejos que se alineaban en las paredes: negros, rojos, amarillos, blancos…; algunos casi humanos, otros desprovistos casi de cualquier parecido con la humanidad; algunos divertidos, otros plácidos, otros con el ceño fruncido, todos bañados por una luz sobrenatural y con unas miradas tan ardientes que nadie podía devolvérselas. Dilvish apartó la vista y en ese preciso instante los rostros desaparecieron y la luz amarillenta volvió a inundar el salón con toda su potencia.

Se zarandeó a sí mismo y se frotó los ojos, preguntándose si los demás habían visto lo mismo que él.

—He escuchado una tos en esa pequeña habitación —escuchó que Hodgson le decía a Derkon.

—Sí.

Dilvish desenvainó su espada y siguió a los hechiceros mientras sacaban el cuerpo de Vane de la habitación. Mientras lo colocaban en el sofá, Dilvish arrancó un tapiz, lo trajo hasta allí y cubrió con él los restos de Odil. Después se fue hacia la parte trasera del salón.

—Dilvish, espera.

Se paró y, rápidamente, los otros dos se situaron junto a él.

—¿Estamos juntos? —le preguntó Derkon.

—Físicamente, por el momento —le respondió Dilvish—. Pero sigo teniendo un asunto del que preocuparme y es bastante probable que sea mucho más desagradable que este.

—Vaya —dijo Derkon—. ¿Y cómo te propones escapar después?

Dilvish sacudió la cabeza.

—No lo sé —contestó—. A lo mejor no soy capaz.

—Eso suena tremendamente derrotista…

El suelo empezó a vibrar. Parecía que las paredes se tambaleaban y un espantoso gemido brotó de las entrañas del castillo. Unas siluetas fantasmagóricas cruzaron fugazmente la estancia a través de las paredes o de los espejos. La luz se volvió más estable. Derkon se apoyó en el hombro de Hodgson mientras el castillo temblaba por última vez antes de calmarse de nuevo.

El silencio se apoderó después del lugar, y solo fue interrumpido, ligeramente, por el tictac del gran reloj.

—Sí que pasan cosas por aquí, ¿verdad? —comentó Derkon con una débil sonrisa.

Las enormes puertas del fondo se sacudieron como azotadas por una violenta ráfaga de viento. Dilvish se giró en esa dirección, como hipnotizado.

—Me pregunto —dijo— si ha parado.

Empezó a volver sobre sus pasos. Después de algunos momentos de duda, los demás lo siguieron.

Cuando habían cruzado la mitad del salón escucharon el ruido de algo que se chocaba y después un estruendo. Se escuchó más alto, como si estuviera acercándose, y después paró de inmediato. La puerta volvió a sacudirse.

Dilvish siguió avanzando, pasó junto al reloj, entró en la sala de estar sin dedicarle una sola mirada a la forma que estaba encima del sofá, fue hasta la puerta y agarró el pomo.

—¿Vas a salir? —le preguntó Hodgson.

—Quiero ver lo que hay.

Dilvish abrió la puerta y un viento frío pasó sobre ellos. Daba la impresión de que estaban situados en medio de una inmensa y descolorida llanura, circundada por una cadena de montañas neblinosas y cobrizas que se perdían en el cielo crepuscular. Tardaron un tiempo en darse cuenta de que el disco encogido de color pajizo que estaba más o menos en mitad del cielo, como mayor fuente de iluminación, era lo que quedaba del sol. Las estrellas eran claramente visibles a una distancia de unos tres diámetros solares a su alrededor. Una lluvia de meteoritos irrumpió de repente a la izquierda, sobre las montañas, ocultando la visión. Una nube de polvo amarillo pasó sin rumbo y se quedó flotando; después, se levantó de nuevo, formó un remolino y desapareció. Hodgson tosió. El aire tenía un fuerte regusto metálico.

De repente, un par de rocas gigantes aparecieron sobre la llanura, rebotaron por ella durante un tiempo y se quedaron inmóviles. El estruendo tardó al menos medio minuto en llegar hasta ellos. Antes de que eso ocurriera, en cambio, una gigantesca mano roja bajó del cielo y las recogió, agitándolas por encima de las cabezas de los observadores con el fragor de un trueno.

Dilvish siguió el brazo rojo con la vista hasta la zona neblinosa, donde, después de varios segundos de mirar fijamente, fue capaz de percibir el contorno de un cuerpo colosal arrodillado, de figura vagamente humana, atravesado por el brillo de las estrellas, con meteoritos enredados en su pelo. Levantó el brazo hacia el cielo a una altura inimaginable, agitando el puño. Solo entonces la forma cúbica de las rocas cobró sentido para Dilvish.

Apartó la mirada. A sus ojos, ahora acostumbrados a la escala de las cosas y la longitud de onda que implicaba, les costaba menos percibir otros seres monolíticos: la gigantesca figura negra con la cabeza reclinada sobre una mano y los brazos cruzados sobre el pecho, con los dedos de una cuarta mano acariciando los picos de las montañas del sudeste sobre los que estaba recostada; la irreal figura blanca de un ojo y una cuenca vacía inclinada sobre algo que se elevaba por encima del cielo, las estrellas que parecían luciérnagas atrapadas en su sombrero de ala ancha; la mujer de muchos pechos que bailaba lentamente; la figura que tenía cabeza de chacal; la torre de fuego que daba vueltas…

Dilvish miró a sus compañeros, vio que también tenían la mirada fija en todo aquello, con una expresión de inefable asombro en sus rostros.

Los dados se lanzaron de nuevo y se levantó el polvo a su alrededor. Las figuras celestiales se inclinaron hacia delante. La negra sonrió satisfecha y movió una de sus manos para coger los cubos. La roja se irguió y se retiró. Dilvish cerró la puerta.

—Los Primordiales… —dijo Hodgson—. Nunca pensé que se me permitiría contemplarlos…

—¿Qué crees que se estaban jugando? —preguntó Derkon con tanta cautela como asombro.

—Sin conocer los secretos del Consejo de los dioses —empezó a decir Dilvish—, no puedo saberlo con certeza, pero tengo el presentimiento de que será mejor que termine mi asunto lo antes posible.

Escucharon el estruendo y las enormes puertas de salida volvieron a temblar.

—Discúlpenme, caballeros —se excusó Dilvish, que se dio la vuelta y salió de la habitación.

Hodgson y Derkon se miraron el uno al otro y después salieron corriendo detrás de él.

—¿Pensáis acompañarme? —les preguntó Dilvish cuando aparecieron a su lado.

—A pesar de los riesgos que mencionaste antes, creo que, a fin de cuentas, estaremos más seguros si permanecemos juntos —le respondió Derkon.

—Estoy de acuerdo —añadió Hodgson—. Pero ¿te importaría decirnos hacia dónde nos dirigimos?

—No lo sé —confesó Dilvish—, pero empiezo a confiar en el genio de este lugar, sea lo que sea, y estoy dispuesto a dejarme guiar por él de nuevo. Puede que nuestros objetivos sean los mismos.

—¿Y si es Jelerak, que te lleva hacia alguna clase de fatalidad?

Dilvish negó con la cabeza.

—Jelerak, de eso estoy convencido, no habría detenido el espectáculo para ofrecerme la suculenta comida que recibí cuando venía hacia aquí.

Entraron en el pasadizo trasero que Dilvish había recorrido antes, en su huida por las regiones inferiores. La puerta seguía chirriando, pero el pasillo solo tenía la cuarta parte del largo que había tenido antes. No había ningún giro a la derecha cuando llegaron al final y tampoco estaban las dependencias de los esclavos. La habitación de la llama azul había desaparecido por completo. Las paredes estaban todas revestidas de madera oscura y las ventanas rectangulares que se deslizaban de arriba abajo en sus marcos de madera, provistos de extraños artefactos para dar sombra, cubiertas con cortinas blancas de encaje. Subieron por unas escaleras de madera. Había más cuadros en las paredes en ese extraño, luminoso y sugerente estilo que Dilvish ya había observado.

Después de otro giro entraron en una de las galerías, más angosta ahora, y con una alfombra alargada en el centro. Las ventanas se habían vuelto más rectangulares también aquí, aunque tanto los suelos como las paredes seguían siendo de piedra.

—¿No os da la sensación de que este lugar se vuelve más y más pequeño a medida que avanzamos? —les hizo notar Hodgson.

—Sí —le confirmó Dilvish, mirando hacia atrás—. Parece como si se estuviera transformando en otra cosa. ¿Y te has dado cuenta de que no ha habido alternativas, ni elecciones, en el camino que seguíamos? Ahora resulta de lo más inequívoco.

Más adelante, Dilvish escuchó una serie de extraños sonidos, como de gorjeos. Se paró en seco. Hodgson y Derkon hicieron lo mismo, levantando las manos y moviéndolas a su alrededor. Algo estaba obstaculizando el camino.

La atmósfera empezó a brillar con luz tenue ante ellos. Se volvió opaca, más lúgubre a lo lejos. Dilvish se sorprendió tocando una pared de piedra.

Se dio la vuelta. El ambiente brillaba con luz trémula unos seis pasos detrás de ellos. El fenómeno volvió a repetirse. La ventana dejaba pasar la luz en la repentina celda en la que se encontraron, pero una rápida inspección reveló que no había otra forma de salir de ella que no fuera por una de las otras ventanas que recorrían el exterior de la lisa pared.

—Y tú decías que confiabas en el genio de este lugar —le reprochó Derkon.

Dilvish gruñó.

—Hay una razón. ¡Tiene que haber una razón! —espetó.

—Sincronización —aseguró Hodgson—. Es un problema de sincronización. Hemos llegado demasiado pronto.

—¿Para qué? —le preguntó Derkon.

—Lo sabremos cuando desaparezca esa pared.

—¿De verdad crees que lo hará?

—Claro que sí. La pared delantera impide que avancemos. La trasera impide que salgamos de aquí.

—Una idea interesante.

—Así que yo sugeriría que nos dirijamos a la pared de enfrente y que estemos preparados para cualquier cosa.

—Puede que tenga algo de sentido lo que dices —le concedió Dilvish, colocándose en posición y agarrando el arma.

Oyeron el dado de los dioses de nuevo, oyeron las carcajadas. Pero esta vez las carcajadas continuaron y continuaron, cada vez más alto, hasta que sacudieron las paredes del lugar, hasta que dio la impresión de que venían directamente de encima de sus cabezas.

La pared empezó a titilar y desvanecerse en el momento en el que una mezcla de gruñido y crujido se alzó al otro lado, en alguna parte. Una mirada fugaz le bastó a Dilvish para saber que la pared trasera no se movía.

Avanzaron tan pronto como tuvieron el camino libre, pero se detuvieron justo unos pasos más adelante, petrificados por lo que vieron en la cámara que tenían frente a ellos.

Una infinidad de tentáculos gomosos que se alzaban sobre el borde del pozo sostenían a la cosa que se había alzado solo en parte. Frente al borde nordeste del agujero, el hombre que antes había conocido por el nombre de Weleand estaba en pie, con una banda de cristal rojizo sobre sus ojos. Detrás de él se encontraba Semirama, completamente inmóvil, y los dos contemplaban la figura erguida de Tualua. El techo se había abierto sobre sus cabezas e, incluso ante la atenta mirada de Dilvish y sus compañeros, una serie de dedos gigantescos penetraron por él, se doblaron, se apoderaron de una parte del tejado, lo arrugaron con un único movimiento y lo echaron a un lado. Unas vigas enormes cayeron al suelo y el cielo se hizo visible al instante. Allí se alzaba la imponente figura de una mujer de incontables pechos que emanaba una luz antinatural. Se inclinó de nuevo hacia el agujero que había abierto y, con delicadeza, casi con ternura, atrapó la figura grotesca que estaba acuclillada encima del pozo y la levantó, sacándola con cuidado a través de la mellada abertura, llevándosela hacia arriba.

—¡No! —clamó Jelerak, colgándose las gafas en el cuello y mirando hacia arriba, con los ojos desorbitados—. ¡No! ¡Devuélvemelo! ¡Lo necesito!

El hechicero se precipitó sobre el pozo hacia el lugar donde una de las vigas caídas llegaba desde el suelo hasta el agujero. Se agarró con las manos y empezó a escalar por ella.

—¡Tráelo aquí, te digo! —exigió—. ¡Nadie le roba a Jelerak! ¡Ni siquiera una diosa!

Cuando iba por la mitad de la viga, se detuvo y sacó su varita roja para apuntarla.

—¡He dicho que pares! ¡Tráelo aquí!

La Mano siguió con su lenta retirada. Jelerak hizo un gesto con la mano y de la punta de la varita brotó un fuego blanco que cubrió el dorso de la mano que se aventuraba en el cielo.

—¡Es Jelerak! —exclamó Dilvish, impulsado a la acción, abalanzándose hacia delante.

La mano se había detenido y Jelerak estaba escalando de nuevo por la viga, acercándose al tejado roto.

Dilvish llegó hasta el borde del pozo y corrió a su alrededor.

—¡Vuelve aquí, bastardo! —gritó—. ¡Tengo algo para ti!

Por encima del escalador había aparecido una segunda mano gigantesca que bajaba hacia él.

—¡Exijo que me prestéis atención! —protestó Jelerak, y entonces vio que los dedos de esa mano se separaban y se acercaban a él.

Levantó la varita y la enorme mano se bañó de luz blanca. La varita no pareció producir ningún otro efecto y pronto le fue arrebatada de la mano y él se vio levantado, entre protestas aún, hacia el cielo del crepúsculo.

—¡Es mío! —gritó Dilvish al llegar al pie de la viga—. ¡Lo he perseguido durante demasiado tiempo como para entregárselo a nadie ahora! ¡Devolvedlo!

Pero las manos ya no eran visibles y la figura había desaparecido.

Dilvish se estiró como si fuera a escalar también por la viga cuando sintió que una mano le tocaba el brazo.

—Por ese camino no podrás alcanzarlo —le advirtió Semirama—. ¿Qué es lo que querías, justicia o venganza?

—¡Las dos cosas! —exclamó Dilvish.

—Al menos la mitad de tu deseo se ha cumplido. Ahora está en manos de los Primordiales.

—¡No es justo! —se lamentó Dilvish apretando los dientes.

—¿Justo? —Semirama se rió—. Y tú me hablas de justicia… A mí, que acabo de encontrar la forma de mi antiguo amor cuando la muerte de Jelerak o el quebrantamiento de su voluntad están a punto de acabar con mi existencia.

Dilvish se giró y la miró, miró detrás de ella. Arriba, a una gran altura, se escuchó una estentórea carcajada que se alejaba.

Black y Arlata acababan de entrar en la habitación. Dilvish cogió la mano de Semirama y cayó lentamente de rodillas. Escuchó el ruido de unos cascos.

—Dilvish, ¿qué ocurre? —preguntó la voz de Black—. La entrada a esta cámara estuvo bloqueada hasta hace unos momentos.

Dilvish lo miró, soltó la mano de Semirama y señaló con un gesto el tejado.

—Se ha ido. Weleand era Jelerak, pero los Primordiales lo han atrapado.

Black resopló.

—Sabía quién era. Casi acabo con él aquí antes, en mi forma humana.

—¿Que tú qué?

—El hechizo en el que he estado trabajando desde el jardín de sangre: lo usé para escapar de mi forma de estatua. Todavía estaba consciente cuando Jelerak me convirtió en piedra para liberar a Arlata. (Señaló con la cabeza a la muchacha, que se acercaba ahora, y siguió hablando). Supe que se trataba de Jelerak justo cuando hizo aquello. Cuando me liberé, seguí este camino. La encontré a ella y a su caballo y los rescaté. Tuve que lanzar un hechizo sobre ella para sacarla de allí. Los dejé en una cueva, colina abajo, con ciertas protecciones. Después…

—Dilvish, ¿quién es esta niña a medio desarrollar? —preguntó Semirama.

Dilvish se puso de pie cuando Arlata se colocó la túnica prestada que llevaba puesta.

—Reina Semirama de Jandar —empezó a decir Dilvish—, esta es la señora Arlata de Marinta, con quien me encontré durante mi viaje hasta este lugar. Guarda un sorprendente parecido con alguien a quien conocí muy bien, hace mucho tiempo…

—Las sutilezas difícilmente se me escapan —dijo Semirama, sonriendo y alargando la mano con la palma hacia abajo—. Mi niña, yo…

La sonrisa de desvaneció de sus labios y retiró la mano de un tirón, cubriéndola con la otra.

—¡No! —Se dio la vuelta—. ¡No!

Alzó las manos para cubrirse el rostro y empezó a correr hacia el pasillo que conducía al este.

—¿En qué la he podido ofender? —quiso saber Arlata—. No lo entiendo…

—En nada —le respondió Dilvish—. Nada. ¡Espérame aquí!

Empezó a correr hacia el pasillo por el que había empujado antes a Arlata en la carretilla. Cuando llegó hasta él, descubrió que se había convertido en apenas un rincón de blancas paredes enlucidas y unas escaleras de madera que bajaban hacia la derecha. Las descendió a toda prisa.

Los demás vieron una sombra que pasó en las alturas y un enorme brazo negro que descendía. Derkon se precipitó hacia la galería norte para observar por la ventana más cercana. Hodgson lo siguió, al igual que Arlata unos segundos después. Black bajó la cabeza para examinar el material que había caído del techo.

Cuando miraron por la ventana, vieron una enorme mano negra que se acercaba despacio, muy despacio, a una de las paredes más alejadas. Desapareció antes de entrar en contacto con ella, pero sintieron la vibración a su alrededor y todo el castillo repicó (una única nota) como una enorme campana de cristal.

Los cielos empezaron a danzar y el suelo se desplazó ligeramente. Al levantar la mirada vieron el rostro sonriente del oscuro, desvaneciéndose, desvaneciéndose, oculto.

El sol se hundió en el oeste.

—¡Dioses! —exclamó Derkon—. ¡Vuelve a empezar!

Cerca de allí, a su derecha, la atmósfera empezó a brillar con luz trémula y a condensarse.

Dilvish bajó los escalones atropelladamente y cuando giró se frotó los ojos, desorientado. Un pequeño arco al pie de las escaleras llevaba a la parte trasera de un salón principal, el lugar en el que había estado la puerta chirriante del final del pasillo. La atravesó veloz y vio la silueta desplomada de Semirama cerca del centro de la habitación.

Mientras corría hacia ella, la silueta de Semirama parecía transformarse, encogerse, convertirse en algo más anguloso. Su pelo se había vuelto completamente blanco. Sus reveladores ropajes dejaban ver una piel apergaminada y dejaban traslucir los contornos de los huesos.

Pero mientras se acercaba, el ligero clarear de la atmósfera que la cubría lo hizo detenerse. Durante un instante, sintió la espantosa presencia de la cosa que había visto al acecho encima del pozo antes de que la mano de los cielos la hubiera arrancado de ahí. Incluso parecía verse el impreciso contorno del Antiguo, con los tentáculos extendidos, estirándose hacia ella. Y, sin embargo, no había nada amenazante en sus gestos. Totalmente al contrario. Era como si la criatura estuviera acercándose para aliviarla, para concederle alguna gracia que no está en la naturaleza. La visión duró solo un momento, apenas más allá del punto que podría clasificarla como una aberración de la luz, una afección de la retina. Después desapareció y la minúscula figura tendida en el suelo se convirtió en polvo ante sus ojos.

Cuando llegó allí no había mucho que ver. Incluso los ropajes se habían descompuesto en el esbozo de unos jirones a sus pies. Solo que…

Un movimiento a su izquierda captó su atención.

El espejo…

El espejo ya no reflejaba el salón principal tal y como estaba dispuesto a su alrededor. En vez del otro espejo que colgaba de la pared opuesta, ahora mostraba unas amplias escaleras curvas, de piedra blanca, sobre las que unas siluetas avanzaban con calma. La mujer era sin duda alguna Semirama, tal y como la había conocido antes de la reciente interrupción de la muerte. Pero el hombre…

Aunque el hombre tenía algo que le resultaba familiar, no fue hasta que este giró la cabeza y sus ojos se encontraron cuando Dilvish se dio cuenta de que podrían haber sido hermanos. Aquel era un tanto más grande que él y puede que también algo más viejo, pero sus facciones eran casi idénticas. Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del varón.

—Selar… —susurró Dilvish.

Y entonces lo que parecía el tañido de una enorme campana de cristal llenó el aire. Las grietas se extendieron como relámpagos por el espejo, que empezó a resquebrajarse en varios fragmentos mientras todo el castillo temblaba y se sacudía.

Lo último que vio Dilvish de la pareja de las escaleras fue cómo ascendían y atravesaban impasiblemente unas cortinas de color azul oscuro que colgaban de la pared trasera, y cómo desaparecieron tras ellas antes de que esa parte del cristal se esfumara también. Semirama, agarrada del brazo del hombre, no volvió a mirar atrás.

Dilvish se dejó caer sobre una rodilla para buscar entre el polvo que tenía a sus pies. Levantó una cadena de la que pendía un medallón. La deslizó en su bolsillo.