Capítulo V

La oficina de ella estaba llena de flores, le agradaban los perfumes exóticos. A veces, quemaba incienso.

Le gustaba meterse en estanques muy calientes, caminar entre la nieve, escuchar mucha música, quizá muy alta, beber cinco o seis variedades de licores (por lo general, con sabor a anís; a veces, con un poco de ajenjo) todas las noches. Sus manos eran suaves y un poco pecosas. Sus dedos eran largos y afilados. No llevaba anillos.

Sus dedos trazaron una y otra vez los bultos florales al lado de su sillón mientras hablaba a la unidad grabadora.

«… Los principales síntomas del paciente en su admisión eran el nerviosismo, el insomnio, dolores de estómago y un período de depresión. El paciente tiene un historial de ingresos previos por breves estancias. Estuvo en este hospital en 1995 debido a una psicosis maníaco-depresiva, del tipo depresivo, y volvió de nuevo el 3-2—96.Estuvo en otro hospital el 20-2—97. El examen físico reveló un T. A.: 170/100 mm. De H. g. En la fecha del examen, 11-12-98, se hallaba desarrollado con normalidad y bien alimentado. En esta fecha, el paciente se quejó de un dolor de cabeza crónico, y se observaron ligeros síntomas de síndrome de abstinencia de alcohol.

El examen físico posterior no reveló patología, con la excepción deque los reflejos de los tendones del paciente eran exagerados, aunque uniformes. Éstos síntomas eran el resultado de la abstinencia del alcohol. Tras la admisión, se comprobó que no era psicótico, ni por delirio ni por alucinaciones. Su orientación respecto a lugar, tiempo y personas era correcta. Se evaluó su condición psicológica y resultó ser algo ostentosa, efusiva y más que un poco hostil. Se le consideró un alborotador potencial. Debido a su experiencia como cocinero, se le destinó a trabajar en la cocina. Entonces, su condición general mostró una mejoría clara. Está menos tenso y coopera. Diagnóstico: reacción maníacodepresiva (se desconoce la tensión externa precipitante). El grado de deterioro psiquiátrico es leve. Se le considera competente. Debe continuar con la terapia y la hospitalización».

Desconectó la grabadora y se rio. El sonido la asustó. La risa es un fenómeno social y ella estaba sola. Hizo retroceder la cinta; mordió la punta de su pañuelo mientras las palabras suaves y entrecortadas volvían a ella. Dejó de oírlas después de la primera docena.

Cuando la grabadora calló, la apagó. Estaba sola. Estaba muy sola. Estaba tan terriblemente sola que el pequeño charco de luz que aparecía cuando se tocaba la frente y se ponía de cara a la ventana… ese pequeño charco de luz, de repente, se convirtió en lo más importante del mundo. Quería que fuese un océano de luz. O hacerse ella tan pequeña que el efecto resultara el mismo: quería ahogarse en él.

Ayer había hecho tres semanas…

Demasiado tiempo, concluyó, debería haber esperado. ¡No! ¡Imposible! Pero ¿y si le sucede lo mismo que a Riscomb? ¡No! No le pasará. No debe pasarle. Nada puede herirle. Es todo fuerza y armadura. Pero… pero, deberíamos haber esperado al mes siguiente para empezar. Tres semanas… síndrome de abstinencia visual… es eso.

¿Se están desvaneciendo los recuerdos? ¿Son más débiles? (¿Cuáles el aspecto de un árbol? ¿O el de una nube…?

¡No puedo recordarlo! ¿Qué es rojo? ¿Qué es verde? ¡Dios! ¡Esto es histeria! ¡Estoy mirando y no puedo dejar de hacerlo…! ¡Tómate una pastilla! ¡Una pastilla!).

Sus hombros empezaron a temblar. Sin embargo, no se tomó una pastilla, pero mordió con más fuerza el pañuelo hasta que sus dientes afilados atravesaron la tela.

—Cuidaos —recitó una bienaventuranza personal— de aquellos que tienen hambre y sed de justicia, porque seremos complacidos.

—Y cuidaos de los mansos —continuó—, porque intentaremos heredar la Tierra.

—Y cuidaos…

Se oyó un breve zumbido procedente del cajetín de su teléfono. Dejó el pañuelo, compuso la cara y activó la unidad.

— ¿Hola…?

—Eileen, he regresado. ¿Cómo has estado?

—Bien; de hecho, muy bien. ¿Qué tal las vacaciones?

—Oh, no puedo quejarme. Llevaba mucho tiempo deseándolas. Supongo que me las merecía. Escucha, he traído algunas cosas para mostrarte… como la Catedral de Winchester.

¿Quieres venir esta semana? Tengo libres todas las noches.

Ésta noche. No. Lo deseo demasiado. Me retrasaría si él ve…

— ¿Qué te parece mañana por la noche? —preguntó ella—. ¿O la siguiente?

—Mañana está bien —repuso él—. ¿Nos encontramos en el P & S a eso de las siete?

—Sí, será agradable. ¿La misma mesa?

— ¿Por qué no…? Haré la reserva.

—De acuerdo. Hasta mañana.

—Adiós.

La comunicación se cortó.

Y entonces, de repente, los colores volvieron a remolinear en su cabeza; y vio árboles —robles y pinos, álamos y sicomoros—, grandes, verdes y marrones, y del color del hierro; y vio nubecillas blancas pintando un cielo pastel; y un sol ardiente, y un pequeño sauce, y un lago de un azul profundo, casi violeta. Dobló su pañuelo roto y lo guardó.

Pulsó un botón que había en el costado de su escritorio y la música inundó la oficina: Scriabin. Luego, pulsó otro botón y reprodujo la cinta que había dictado, escuchando a medias las dos.

Pierre olisqueó con suspicacia la comida. El asistente se apartó de la bandeja y salió al corredor, cerrando la puerta a su espalda. La voluminosa ensalada esperó en el suelo. Pierre se acercó con cautela, cogió un puñado de lechuga y lo engulló.

Tenía miedo.

Si tan solo el acero dejara de golpear y golpear contra el acero, en algún sitio de aquella oscura noche… Si tan solo…

Sigmund se puso de pie, bostezó, se estiró. Sus patas traseras sobresalieron tras él durante un momento; luego, se irguió y se sacudió. Ella volvería pronto a casa. Meneando ligeramente el rabo, alzó la vista hacia el reloj con los números en relieve, que estaba colocado a una altura humana, confirmó su presentimiento y atravesó el apartamento en dirección al televisor. Se alzó sobre sus patas traseras, apoyó una delantera sobre la mesa y usó la otra para encender el aparato.

Ya casi era la hora del informe meteorológico, y las carreteras estarían heladas.

He conducido a través de cementerios que abarcan todo el país-escribió Render, —vastos bosques de piedra que cada día se extienden más y más.

» ¿Por qué el hombre guarda con tanto celo a sus muertos? ¿Quizá porque se trata del monumental modo democrático de inmortalización, la afirmación definitiva del poder de herir —es decir, vida— y el deseo de que ésta continúe para siempre? Unamuno sugirió que ése era el caso. Si es cierto, entonces, el año pasado, un porcentaje de la población mayor del que jamás se ha registrado en la historia, buscó la inmortalidad de forma activa…».

Tchtchg, tchga-tchg!

— ¿Crees que son personas de verdad?

—No, son demasiado buenos.

La noche era un brillo de estrellas y soda sobre hielo. Render metió el S-7 en el frío tercer sótano, localizó su aparcamiento y encajó el vehículo en la plaza.

Había un frío húmedo que brotaba del cemento para roer su carne con dientes de rata. Render la guió hacia la izquierda, y sus alientos les precedieron como nubes fugaces.

—El ambiente está un poco frío —comentó. Ella asintió, mordiéndose el labio.

En el ascensor, él suspiró, se quitó la bufanda y encendió un cigarrillo.

—Dame uno, por favor —pidió ella al oler el tabaco. Se lo dio.

Subieron despacio, y Render se apoyó contra una pared, exhalando una mezcla de humo y humedad cristalizada.

—Conocí a otro pastor mutante —recordó—, en Suiza. Era tan grande como Sigmund. Pero era un cazador, y de lo más prusiano —sonrió.

—A Sigmund también le gusta cazar —observó ella—. Dos veces al año vamos a los Bosques del Norte y lo suelto. En ocasiones, ha desaparecido durante días, y cuando regresa parece bastante feliz. Nunca cuenta lo que ha hecho, pero jamás tiene hambre. Cuando lo adquirí, pensé que necesitaría vacaciones de la humanidad para mantener su estabilidad psíquica. Creo que acerté.

El ascensor se detuvo, la puerta se abrió y salieron al vestíbulo; Render volvió a guiarla.

En su oficina, manipuló el termostato y el aire caliente recorrió el cuarto. Colgó sus abrigos en el despacho interior y sacó el gran huevo de su nido detrás de la pared. Lo enchufó y procedió a convertir su escritorio en el panel de control.

— ¿Cuánto crees que durará? —preguntó ella, recorriendo con las yemas de los dedos las suaves y frías curvas del huevo—. Quiero decir, todo el proceso. La total adaptación a la visión.

Lo meditó.

—No tengo idea —repuso—, aún no lo sé. Hemos comenzado bien, pero todavía queda mucho por hacer. Creo que dentro de otros tres meses podré emitir un cálculo más o menos exacto. —Ella asintió con expresión anhelante, se acercó a su escritorio y exploró los controles con sus dedos como diez plumas—. Ten cuidado de no pulsar algún botón.

—No lo haré. ¿Cuánto tiempo crees que tardaré en aprender a operar una?

—Tres meses para aprender. Seis para adquirir la habilidad necesaria para usar la unidad con alguien; y seis más bajo una estrecha supervisión antes de que se te pueda confiar la tuya. Un año en total.

—Oh, oh —se sentó.

Con un toque, Render hizo que las estaciones cobraran vida, y las fases del día y la noche, el aliento del campo, de la ciudad, de los elementos que corrían desnudos por los cielos, más la docena de señales oscilantes que empleaba para construir mundos. Rompió el reloj del tiempo y probó las siete eras del hombre.

—De acuerdo… —se volvió—, todo está listo.

Apareció rápidamente, y con una mínima sugerencia por parte de Render. Durante un momento, todo fue gris. Luego, una niebla completamente blanca. Después, se deshizo como si hubiera sido barrida por un viento veloz, aunque él no oyó ni sintió ningún viento.

Se hallaba al lado del sauce que había al lado del lago, y ella estaba medio oculta entre las ramas y la celosía de sombras. El sol descendía hacia el anochecer.

—Hemos regresado —dijo ella, saliendo a la luz, con hojas en el pelo—. Durante un tiempo, temí que jamás hubiera tenido lugar, pero vuelvo a verlo todo, y ahora recuerdo.

—Bien —comentó él—. Contémplate. Ella se miró en el lago.

—No he cambiado —declaró—. No he cambiado…

—No.

—Pero tú sí —continuó, alzando la vista hacia él—. Eres más alto, y hay algo diferente…

—No —contestó él.

—Estoy equivocada —se apresuró a decir ella—. Todavía no comprendo todo lo que veo… pero lo comprenderé.

—Por supuesto.

— ¿Qué vamos a hacer?

—Observa —le indicó él.

Entonces, ella notó que por un río-carretera, incoloro y llano, más allá de los árboles, venía el coche. Procedía de la región más lejana del cielo, saltando por encima de las montañas, zumbando colinas abajo, dando un rodeo por los claros al tiempo que los salpicaba con los colores de su voz —el gris y el plata de la potencia sincronizada—, el lago se agitó con sus sonidos, y el coche se detuvo a veinticinco metros, oculto por los matorrales; esperó. Era el S-7.

—Ven conmigo —dijo él, cogiéndole la mano—. Vamos a dar una vuelta.

Caminaron entre los árboles y rodearon el último grupo de matorrales. Ella tocó la lustrosa carrocería, sus antenas, sus ruedas, sus ventanillas… y éstas se hicieron transparentes a su tacto. Miró a través de ellas al interior del coche y asintió.

—Es tu Spinner.

—Sí. —Abrió la puerta para ella—. Entra. Iremos al club. Éste es el momento. Los recuerdos están frescos y deberían ser razonablemente agradables, o neutrales.

—Agradables —dijo ella, subiendo al coche.

Él cerró la puerta, dio la vuelta y entró. Ella le observó mientras introducía coordenadas imaginarias. El coche salió lanzado y él mantuvo un flujo constante de árboles a sus costados. Pudo sentir la tensión creciente, de modo que no cambió el paisaje. Ella giró su asiento y estudió el interior del coche.

—Sí —dijo al fin—, soy capaz de percibir lo que es cada cosa.

De nuevo ella miró por la ventanilla. Contempló los árboles que pasaban a toda velocidad. Render miró fuera y vio los veloces patrones de ansiedad. Dio opacidad a los cristales.

—Bien —comentó ella—, gracias. De repente, me resultó excesivo verlo todo… pasando como…

—Claro —dijo Render, manteniendo las sensaciones del movimiento de avance—. Lo preví. No obstante, cada vez eres más fuerte. —Después de un momento, añadió—: Relájate. Relájate ahora… —Y en algún lugar un botón fue pulsado; ella se relajó y continuaron la marcha, sin parar, hasta que, finalmente, el coche empezó a aminorar, y Render dijo—: Para un bonito y lento vistazo, mira por la ventanilla.

Ella obedeció.

Extrajo todos los estímulos del banco que pudieran potenciar sensaciones de placer y relajamiento, y dejó caer la ciudad alrededor del coche y las ventanillas se hicieron transparentes, y ella contempló los perfiles de las torres y un bloque de apartamentos monolíticos; luego, vio tres cafeterías y un lugar de recreo, una farmacia, un centro médico de ladrillo amarillo con un caduceo de aluminio sobre sus arcadas, y un colegio acristalado, ahora vacío de alumnos, una gasolinera, otra farmacia, y muchos más coches, aparcados o pasando a toda velocidad junto a ellos, y personas, muchas personas que entraban y salían de los portales y caminaban delante de los edificios, se subían a los coches y salían de los coches; y era verano, y la luz demedia tarde impregnaba los colores de la ciudad y los colores de la ropa que llevaba la gente mientras caminaba por el bulevar, pasaba el rato en las terrazas, cruzaba las galerías, se apoyaba en las balaustradas y las repisas de las ventanas, salía de un pabellón situado en una esquina, entraba en otro, estaba de pie hablando entre sí; una mujer que paseaba a un perro de lanas giró por una esquina; los cohetes cruzaban el cielo en una y otra dirección.

Entonces, el mundo se hizo añicos y Render recogió los pedazos.

Mantuvo una negrura absoluta, cancelando todas las sensaciones menos la de su avance. Pasado un rato, surgió una débil luz, y ellos seguían sentados dentro del Spinner, las ventanillas de nuevo opacas, y el aire que respiraban se convirtió en un ungüento sedante.

—Dios mío —comentó ella—, el mundo está tan lleno. ¿De verdad vi todo eso?

—No pensaba mostrártelo esta noche, pero tú quisiste que lo hiciera. Parecías preparada.

—Sí —dijo ella, y las ventanillas volvieron a ser transparentes. Giró en el acto.

—Ya ha desaparecido —indicó él—. Sólo quería que le echaras una ojeada.

Ella miró y, en el exterior, ahora todo era oscuridad; estaban cruzando un puente alto. Avanzaban despacio. No había más tráfico. Debajo de ellos se hallaban los Llanos, donde una fundición esporádica resplandecía como un minúsculo volcán adormecido, escupiendo una lluvia de chispas anaranjadas en dirección al cielo; y había muchas estrellas: centelleaban en el agua que corría bajo el puente; punteaban la silueta del cielo que flotaba oscura bajo su superficie. Los puntales inclinados del puente marchaban con regularidad a su paso.

—Lo has hecho —afirmó ella—, y te lo agradezco. —Luego, añadió—: ¿Quién eres en realidad? (Debió haber querido que ella se lo preguntara).

—Soy Render.

Se rio. Y se abrieron camino por una ciudad ahora oscura y vacía, y por fin llegaron a su club y entraron en la gran cúpula de aparcamiento.

Una vez dentro, él inspeccionó todos los sentimientos de ella, dispuesto a desterrar el mundo a la menor señal errónea. Sin embargo, no creyó que tuviera que hacerlo.

Salieron del coche y avanzaron. Entraron en el club; él había decidido que esta noche no se encontrara atestado. Les condujeron a su mesa, situada en el extremo de la barra en el pequeño comedor con la armadura, y se sentaron y volvieron a pedir la misma cena.

—No —dijo él, bajando la vista—. Su lugar es aquél.

La armadura apareció de nuevo junto a su mesa, y una vez más él vestía su traje gris, la corbata negra y el alfiler con forma de rama de árbol.

Ambos rieron.

—No soy el tipo adecuado para llevar un traje de latón, así que te pido que dejes de verme de ese modo.

—Lo siento. —Sonrió—. No sé cómo lo hice, ni por qué.

—Yo sí, y rechazo la nominación. Y de nuevo te lo advierto. Eres consciente del hecho de que todo esto es una ilusión. Tuve que hacerlo así para que obtuvieras el máximo provecho de ello. No obstante, para la mayoría de mis pacientes es algo real mientras lo experimentan. Pero tú conoces los parámetros del juego y, lo quieras o no, eso te da sobre el mismo un control diferente del que, por regla general, tengo que manejar. Por favor, ten cuidado.

—Lo siento. No quería hacerlo.

—Lo sé. Aquí llega la cena que acabamos de tomar.

— ¡Ugh! ¡Tiene un aspecto horrible! ¿Nos comimos todo eso?

—Sí —se rio entre dientes—. Esto es el cuchillo, eso un tenedor, aquello una cuchara. Esto carne asada y eso puré de patatas, eso guisantes y aquello mantequilla…

— ¡Santo cielo! No me siento muy bien.

—… Y eso son las ensaladas y eso otro los aliños. Ésta es una trucha de río… ¡mmm! Éstas son patatas fritas. Ésta es una botella de vino. Hmm… Veamos… Romanee-Conti, ya que no tendré que pagarla… y una botella de Yquem para las tru… ¡Eh!

La estancia estaba fluctuando.

Vació la mesa, hizo desaparecer el restaurante. Se hallaron devuelta en el claro. A través del material transparente del mundo, vio una mano que se movía a lo largo de un panel. Unos botones eran pulsados. El mundo recuperó la consistencia. Su mesa vacía ahora estaba junto al lago, y aún era de noche y verano, y el mantel era muy blanco bajo el resplandor de la luna gigantesca que colgaba en el cielo.

—Fue una estupidez por mi parte —dijo él—. Terriblemente estúpido. Debí haberlos introducido uno por uno. La visión real de los estímulos orales básicos puede resultar muy angustiante para una persona que los ve por primera vez. Estaba tan concentrado en la Modelación que me olvidé del paciente, ¡lo cual es fantástico! Me disculpo.

—Ya me encuentro bien. De verdad.

Invocó una brisa fresca procedente del lago.

—… Y ésa es la luna —añadió en voz baja.

Ella asintió, y llevaba una luna diminuta en el centro de su frente; brillaba igual que la que colgaba sobre ellos, y su cabello y vestido eran plateados.

En la mesa estaba la botella de Romanee-Conti con dos copas.

— ¿De dónde han salido?

Ella se encogió de hombros. Sirvió una copa.

—Puede que sea un poco insípido —dijo él.

—No lo es. Toma… —le pasó la copa.

Bebió un poco y comprobó que tenía un sabor: un fruite como el que se podría obtener de las uvas que crecen en las Islas de los Bienaventurados; un charnu suave, robusto y un capiteux centrifugado del humo de un campo de amapolas en llamas. Con un sobresalto, se dio cuenta de que su mano debía estar recorriendo la ruta de las percepciones, armonizando las señales sensuales de una transferencia y una contratransferencia que le había cogido completamente desprevenido… allí, junto al lago.

—Es verdad —declaró él—, y ahora ya es tiempo de que regresemos.

— ¿Tan pronto? Todavía no he visto la catedral…

—Tan pronto.

Deseó que el mundo terminara, y terminó.

—Hace frío aquí afuera —comentó ella mientras se vestía—, y está oscuro.

—Lo sé. Prepararé algo para beber mientras despejo la unidad.

—Perfecto.

Él miró las cintas y sacudió la cabeza. Se dirigió al mueble bar.

—No es un Romanee-Conti —dijo, sacando una botella.

— ¿Y qué? No me importa.

Tampoco a él le importaba en ese momento. Así que guardó la unidad, tomaron sus bebidas, la ayudó a ponerse el abrigo y se marcharon.

Cuando bajaban en el ascensor hacia el tercer sótano, deseó que el mundo terminara de nuevo, pero no lo hizo.

En este momento, viven en el país unos 1080 millones de personas, y hay unos 560 millones de automóviles privados. Si un hombre ocupa medio metro cuadrado de tierra y un vehículo, aproximadamente, 30, entonces resulta obvio que mientras las personas ocupan 540 millones de metros cuadrados de nuestro país, los vehículos ocupan 16.800 metros cuadrados, o, aproximadamente, unas treinta veces más el espacio de la humanidad. Si en este momento la mitad de esos vehículos se encuentran en movimiento y con una media de dos pasajeros a bordo, entonces la proporción supera los 47 a 1 a favor de los coches.

». Tan pronto como el país se convierta en una sola llanura pavimentada, y si las personas vuelven a los mares de los que emergieron, o se trasladan a vivir bajo la superficie de la tierra o emigran a otros planetas, puede que, entonces, la evolución tecnológica consiga continuar por los derroteros que las estadísticas han establecido para su rumbo».

Sybil K. Delphi, Profesora Emérita .

Discurso de Apertura de Curso .

Broken Rock State Teacher’s Collage Shotover, Utah .

Papá,.

Cojeé desde la escuela al taxi y del taxi al espacio puerto para ver la Exposición de la Fuerza Aérea:

Exterior, así se llamaba. (De acuerdo, exageré la cojera. No obstante, conseguí llamar doblemente la atención).

Tal como yo lo vi, todo estaba encaminado a seducir a los jóvenes para que se enganchen a un paseo de cinco años. Pero funcionó. Quiero unirme a ellos. Quiero ir ahí Fuera. ¿Crees que me llevarán cuando sea lo suficientemente mayor? Quiero decir, si me llevarán Fuera… en vez de destinarme a un horrible trabajo de oficina.

¿Lo crees?

Yo sí.

Ahí estaba ese coronelito que vio a este muchacho dando vueltas y aplastando la nariz contra las grandes vitrinas y decidió hacerle la venta subliminal. ¡Estupendo! Me guió por la galería y me mostró todos los logros de la F. A., desde Base Lunar hasta Puerto-Marte. Me dio una conferencia sobre las Grandes Tradiciones del Servicio, y me llevó a una sala en la que el Cuerpo se divertía de lo lindo en cinta, luchando entre sí en gravedad cero: «donde todo es habilidad y nada de fuerza», realizando esculturas con agua teñida en medio del aire y prácticas de desmonte en el casco de un crucero. ¡Fantástico!

Ahora en serio, me gustaría estar allí cuando lleguen a los Cinco Exteriores… y sigan hacia Fuera. No por la propaganda de los folletos ni semejantes tonterías, sino porque creo que debería ir alguien con sensibilidad para relatar todo de la manera adecuada. Ya sabes, un objetivo observador fronterizo. Francis Parkman, Mary Austin, de ese estilo. Así que decidí que voy a ir.

El tipo de la F. A. Con los galones no se mostró nada protector, alabados sean los dioses. Nos quedamos en la galería contemplando cómo despegaban las naves, y me dijo que estudiara mucho para que, algún día, pudiera estar en una de ellas. No me molesté en explicarle que no soy ningún deficiente mental y que conseguiré mi título universitario antes de ser mayor para poder utilizarlo, incluso para alistarme en el Cuerpo. Sencillamente, observé el despegue de una nave y le dije: «Dentro de diez años, miraré hacia abajo en vez de hacia arriba». Entonces, me contó lo duro que había sido su propio entrenamiento, pero yo no le pregunté cómo era que había acabado en ese desagradable puesto del lado terrestre. Se parecía más a uno de sus anuncios que a una persona real. Espero no parecerme nunca a un anuncio.

Gracias por el dinero, los calcetines de lana y los Quintetos de Cuerda de Mozart… los estoy oyendo ahora. Quería proponerte la luna en vez de Europa el próximo verano. ¿Tal vez…? ¿Sería posible…? ¿Aceptable…?

¿Eh… si consigo pasar la nueva prueba que me estás preparando…? De todas formas, piensa en ello, por favor.

Tu hijo, Pete.

—Hola. State Psychiatric Institute.

—Quería concertar una cita para una revisión.

—Un momento. Le paso con esa sección.

—Hola. Sección de Citas.

—Quería concertar una cita para una revisión.

—Un momento… ¿Qué tipo de revisión?

—Quiero ver a la Dra. Shallot, Eileen Shallot. Lo más pronto posible.

—Un momento, tengo que comprobar su horario… ¿Le viene bien el próximo martes a las dos?

—Sí, perfecto.

— ¿Cuál es su nombre, por favor?

—DeVille. Jill DeVille.

—Muy bien, señorita DeVille. El martes a las dos.

—Gracias.

El hombre caminaba junto a la autopista. Los coches surcaban la autopista. Los coches que iban en el carril de alta aceleración pasaban como una mancha borrosa.

El tráfico era escaso.

Eran las 10:30 de la mañana. Hacía frío.

El hombre llevaba el cuello de piel de su abrigo subido, las manos en los bolsillos, y avanzaba inclinado debido al viento. Más allá de la valla, la carretera se veía limpia y seca.

El sol de la mañana estaba enterrado entre nubes. Bajo la sucia luz, el hombre pudo ver el árbol a cuatrocientos metros de distancia.

No cambió el paso. Sus ojos no se separaron de él. Las piedrecillas sonaban y crujían bajo sus pies. Cuando llegó al árbol, se quitó el abrigo y lo dobló con cuidado.

Lo depositó en el suelo y trepó al árbol.

Mientras avanzaba por la rama que se extendía sobre la valla, miró para cerciorarse de que no se acercaba ningún vehículo. Luego, cogió la rama con las dos manos, se bajó, colgó durante un momento y saltó sobre la autopista.

Tenía unos cien metros de ancho, y la vía del este ocupaba la mitad de su superficie.

Miró hacia el oeste, vio que aún no había tráfico que viniera en su dirección, y entonces comenzó a andar hacia la isla central. Sabía que jamás la alcanzaría. A aquella hora del día, los coches circulaban a unos doscientos cuarenta kilómetros por hora en el carril de alta aceleración. Siguió andando.

Un coche pasó detrás de él. No giró la vista. Si las ventanillas estaban opacas, como era lo habitual, los ocupantes no se habrían dado cuenta deque él había atravesado su camino. Se enterarían después; y examinarían la parte delantera de su vehículo en busca de posibles huellas de tal encuentro.

Un coche pasó delante de él. Tenía las ventanillas transparentes. Fugaz visión de dos caras con las bocas en O; luego, le fueron arrebatas. Su propia cara seguía inexpresiva. No cambió. Pasaron otros dos coches a toda velocidad, las ventanillas oscurecidas. Quizá había recorrido veinte metros de autopista.

Veinticinco…

Algo en el viento, o bajo sus pies, le indicó su proximidad. No miró.

Algo en el rabillo del ojo le aseguró que se aproximaba. Su paso no se alteró.

Cecil Green llevaba las ventanillas transparentes porque le gustaba viajar así. Tenía la mano izquierda en el interior de la blusa de ella, cuya falda estaba levantada sobre el regazo, y la mano derecha descansaba en la palanca que bajaría los asientos. Entonces, ella se apartó emitiendo un ruido ronco.

Con un movimiento veloz, él giró la cabeza hacia la izquierda. Vio al hombre que caminaba.

Vio el perfil que jamás se volvió para mirarle de frente. Vio que el paso del hombre no se alteró. Luego, ya no lo vio.

Sintieron una ligera sacudida, y el parabrisas comenzó su limpieza automática. Cecil Green continuó marchando a toda velocidad.

Dio opacidad a las ventanillas.

— ¿Cómo…? —preguntó después de tenerla de nuevo en sus brazos, sollozando.

—El monitor no lo detectó…

—No debió tocar la valla…

— ¡Tenía que estar loco!

—Aun así, podría haber elegido una forma más sencilla. Podría haber sido cualquier rostro… ¿El mío? Asustado, Cecil bajó los asientos.

—Hola, chicos. Ése es vuestro premio: el primer plano de una sonrisa grande, inmensa, manchada de tabaco. Hasta aquí el humor. Ésta noche dejaremos a un lado nuestro inusual e informal formato. Vamos a comenzar con una presentación dramática meticulosamente trabajada en el último estilo artístico:

» Vamos a Representar un Mito.

» Sólo después de un considerable buceo en nuestras almas y de una mórbida introspección decidimos representar este mito en particular para vosotros esta noche.

» ¡Ptui!

» Sí, estoy mascando tabaco. —Piel Roja, una marca estupenda—, una muestra gratuita.

» Ahora, mientras doy brincos y escupo en el escenario, ¿quién será el primero en identificar mi mítica agonía? No os abalancéis sobre los teléfonos… ¡Ptui!

» Así es, damas y caballeros y todos los demás: Soy Titono… inmortal, decrépito y transformándome en un saltamontes… ¡Ptui!

» Y ahora, para mi siguiente número, voy a necesitar más luz.

» Más luz que ésa… ¡Ptui!

» Mucha más luz…

» ¡Una luz cegadora… deslumbrante!

» Muy bien… ¡Ptui!

» Y ahora… me pongo la cazadora de piloto, las gafas de sol, la bufanda de seda… ¡ya!

¿Dónde está mi látigo?

» Muy bien, todo preparado.

» ¡Arriba, fornidos animales! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Eh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Arriba!

¡Al aire, inmortales corceles! ¡Vamos! ¡Subid!

» Más luz.

» ¡Vamos, caballos, vamos! ¡Más rápido! ¡Más alto! ¡Papá y mamá me están viendo, y ahí está mi chica! ¡Vamos! ¡No quedéis mal a esta altitud! ¡Adelante!

» ¿Qué demonios es eso que viene hacia mí? Parece un truenooooo… ¡aaaaah!

» Uh. Era Faetón, que daba un paseo a ciegas en el carro del sol.

» Seguro que todos vosotros habéis oído el viejo dicho: «Sólo un dios puede hacer un árbol». Bueno, este mito lleva el título: «Apolo y Dafne»… ¡Matad a esos kleigs!

Charles Render estaba escribiendo el capítulo «Necrópolis» de El Eslabón Perdido es el Hombre, que iba a ser su primer libro después de cuatro años. Desde que regresara de las vacaciones, dedicaba todas las tardes de los martes y jueves para trabajar en él, aislado en su oficina, llenando páginas con una caótica escritura.

«Existen muchas variedades de muerte, en oposición a morir…» escribía en el momento en que zumbó brevemente el intercom; luego, emitió un timbrazo largo y, de nuevo, otro corto.

— ¿Sí? —preguntó, apretando el interruptor.

—Tiene una visita —hubo una corta inhalación entre «una» y«visita».

Metió un pequeño aerosol en el bolsillo; entonces, se levantó y cruzó la estancia. Abrió la puerta y miró fuera.

—Doctor… Ayuda…

Render dio tres pasos y se apoyó en el suelo con una rodilla.

— ¿Qué pasa?

—Venga, ella está… enferma —gruñó.

— ¿Enferma? ¿Cómo? ¿Qué le pasa?

—No sé. Venga usted.

Render miró fijamente los ojos inhumanos.

— ¿Qué clase de enfermedad? —insistió.

—No sé —repitió el perro—. No habla. Se sienta. Yo… siento, ella está enferma.

— ¿Cómo viniste hasta aquí?

—En el coche. Conozco las co, or, de, na, das… Dejé el coche, fuera.

—La llamaré ahora mismo. —Render dio media vuelta.

—No servirá. No contestará. Tenía razón.

Render regresó a su oficina interior para recoger el abrigo y el equipo médico. Miró por la ventana y vio dónde estaba aparcado el coche de ella, allá abajo, justo en el interior de la entrada lateral, donde el monitor lo había liberado al control manual. Si nadie se hacía cargo de ese control, el coche quedaba automáticamente aparcado en neutral. Los otros vehículos pasaban a su alrededor.

Es tan sencillo que hasta un perro puede conducir uno, reflexionó. Será mejor bajar antes de que llegue un patrullero. Seguro que ya ha transmitido la señal de que se encuentra aparcado ahí. Quizá no. Talvez aún disponga de unos minutos.

Echó un vistazo al enorme reloj de pared.

—Muy bien, Sig —llamó—. Vámonos.

Tomaron el ascensor hasta la planta baja, salieron por la entrada principal y se apresuraron a ir hacia el coche.

El motor seguía en marcha.

Render abrió la puerta del lado del pasajero y Sigmund entró de un salto. Luego, pasó delante de él y se acomodó en el asiento del conductor, pero el perro ya estaba marcando las coordenadas primarias y la dirección con su pata.

Parece que me encuentro en el asiento equivocado.

Encendió un cigarrillo en el instante en que el coche se lanzaba hacia un paso subterráneo con forma de U. Salió en el lateral opuesto, permaneció inmóvil un momento y, luego, se unió al flujo del tráfico. El perro dirigió el coche al carril de alta aceleración.

—Oh —decía el perro—, oh.

Render sintió deseos de palmearle la cabeza, pero le miró, vio que mostraba los dientes, y decidió no hacerlo.

— ¿Cuándo empezó a actuar de forma rara? —preguntó.

—Vino a casa de trabajo. No comió. No me contestaba, cuando le hablaba. Se queda sentada.

— ¿Se ha comportado alguna vez de esa manera?

—No.

¿Qué pudo haberlo precipitado…? Quizá sólo ha tenido un mal día. Después de todo, únicamente se trata de un perro… hasta cierto punto. No. El lo sabría. Entonces, ¿qué?

— ¿Cómo estaba ayer… y esta mañana al marcharse?

—Como siempre.

Render intentó llamarla de nuevo. Seguía sin contestar.

—Usted tiene, la culpa —dijo el perro.

— ¿A qué te refieres?

—Ojos. Visión. Usted. Máquina. Malo.

—No —repuso Render, y su mano se apoyó en el aerosol paralizante que tenía en el bolsillo.

—Sí —dijo el perro, girando otra vez hacia él—. ¿Hará, que se ponga bien…?

—Desde luego —contestó Render. Sigmund miró de nuevo hacia adelante.

Render se sentía físicamente jubiloso y mentalmente pesado. Buscó el factor de confusión. Había experimentado estos sentimientos sobre el caso desde la primera sesión. Había algo muy perturbador en Eileen Shallot: una combinación de elevada inteligencia y desvalidez, de determinación y vulnerabilidad, de sensibilidad y amargura.

¿Encuentro eso especialmente atractivo…? No. ¡No es más que la contratransferencia, maldita sea!

—Huele a miedo —dijo el perro.

—Entonces, coloréame de miedo —comentó Render—, y vuelve la página.

Aminoraron la marcha para dar una serie de giros, ganaron velocidad de nuevo, otra vez aminoraron y, nuevamente, adquirieron velocidad. Por último, fueron por una larga y estrecha franja de carretera que cruzaba una zona medio residencial de la ciudad. El coche subió por una calle lateral, avanzó medio kilómetro más, emitió un sonido débil debajo del salpicadero y se metió en el aparcamiento que había al lado de un gran edificio de ladrillos. El sonido debía ser una especie de servomecanismo especial que se hacía cargo del vehículo en el punto en que el monitor lo liberaba, porque el coche se arrastró por el aparcamiento, se dirigió hacia su plaza transparente y se detuvo. Render apagó el motor.

Sigmund ya había abierto la puerta de su lado. Render le siguió al interior del edificio, donde subieron por el ascensor al piso cincuenta. El perro salió a toda carrera pasillo arriba, apretó el hocico contra una placa baja que había en el marco de la puerta y esperó. Tras un momento, se abrió varios centímetros hacia dentro. La empujó con el hombro y entró. Render le siguió, cerrando la puerta a su espalda.

El apartamento era grande, las paredes estaban vacías casi en su totalidad y tenían una desconcertante combinación de colores. Una gran biblioteca de cintas llenaba un rincón; a su lado había un emisor inmenso. Junto a la ventana había una ancha mesa de patas arqueadas y un sofá bajo a lo largo de la parte derecha de la pared; junto al sofá había una puerta cerrada; a la izquierda, un arco parecía dar a otras habitaciones. Eileen estaba sentada en un mullido sillón en el rincón del fondo, al lado de la ventana. Sigmund se plantó junto al sillón.

Render cruzó la estancia y sacó un cigarrillo de su pitillera. Encendió el mechero y mantuvo la llama hasta que ella volvió la cabeza en su dirección.

— ¿Un cigarrillo? —preguntó.

— ¿Charles?

—Exacto.

—Sí, gracias. Fumaré uno. —Alargó la mano, aceptó el cigarrillo y se lo llevó a los labios—.

. Gracias… ¿Qué estás haciendo aquí?

—Una visita social. Pasaba por aquí.

—No oí el timbre, tampoco ningún golpe en la puerta.

—Estarías dormida. Sig me dejó pasar.

—Sí, debí de quedarme dormida. —Se estiró—. ¿Qué hora es?

—Casi las cuatro y media.

—En ese caso, llevo en casa más de dos horas… Debía de estar muy cansada…

— ¿Cómo te encuentras ahora?

—Bien —declaró ella—. ¿Te apetece una taza de café?

—No me importaría.

— ¿Acompañada de un filete?

—No, gracias.

— ¿Vacaraí en el café?

—Suena bien.

—Discúlpame, entonces. Lo prepararé en un momento.

Atravesó la puerta que había junto al sofá, y Render vislumbró una cocina grande, brillante y automática.

— ¿Bien? —le susurró al perro. Sigmund sacudió la cabeza.

—No igual.

Render sacudió la cabeza.

Dejó el abrigo sobre el sofá, doblándolo con cuidado sobre el equipo médico. Se sentó al lado y pensó.

¿Me precipitaría haciéndola ver demasiado de una vez? ¿Estará sufriendo los efectos depresivos secundarios… digamos, represiones de memoria, fatiga nerviosa? ¿Habré trastocado su síndrome de adaptación sensorial de algún modo? En cualquier caso, ¿por qué he ido con tanta rapidez? No existe ninguna prisa. ¿Estoy tan ansioso por escribir los resultados…? ¿O lo estoy haciendo porque ella quiere que lo haga? ¿Puede ser tan fuerte, consciente o inconscientemente? ¿O yo soy tan vulnerable…?

Eileen le llamó a la cocina para que llevara la bandeja. La depositó sobre la mesa y se sentó frente a ella.

—Un buen café —comentó, quemándose los labios con la taza.

—Una máquina inteligente —declaró ella, mirando en la dirección de su voz.

Sigmund se tendió sobre la alfombra, cerca de la mesa, apoyó la cabeza entre las patas delanteras, suspiró y cerró los ojos.

—Me he estado preguntando —dijo Render—, si se habrían producido o no efectos secundarios a la última sesión… como aumento de experiencias sinestésicas, o sueños que impliquen formas, o alucinaciones o…

—Sí —repuso ella con voz apagada—, sueños.

— ¿De qué tipo?

—La última sesión. La he soñado una y otra vez.

— ¿Desde el principio al fin?

—No, no existe ningún orden especial en los acontecimientos. Atravesamos la ciudad, o cruzamos el puente, o nos sentamos a la mesa, o caminamos hacia el coche… sólo destellos como ésos. Muy vividos.

— ¿Qué tipo de sensaciones acompañan a esos… destellos?

—No lo sé. Están todos mezclados.

—Ahora que los recuerdas, ¿qué sientes?

—Lo mismo, todo mezclado.

— ¿Tienes miedo?

—N-no. Creo que no.

— ¿Quieres que lo dejemos un tiempo? ¿Crees que hemos ido demasiado rápido?

—No. No tiene nada que ver con eso. Es… bueno, es como aprender a nadar. Cuando por fin aprendes, nadas y nadas y nadas, hasta quedar completamente agotada. Luego, te tiendes jadeante y recuerdas cómo fue, mientras tus amigos te rodean y te echan la bronca por haberte exigido tanto… y es una sensación agradable, a pesar de que tienes frío y sientes alfileres y agujas por todos los músculos. Al menos, de ésa forma es como hago yo las cosas. Así me sentí después de la primera sesión y después de esta última. Las primeras veces son siempre muy especiales… aunque los alfileres y las agujas ya han desaparecido y he recuperado el aliento. ¡No quiero dejarlo ahora! Me encuentro bien.

— ¿Sueles dormir una siesta por las tardes?

Las diez uñas rojas recorrieron la superficie de la mesa cuando se estiró.

—… Cansada. —Sonrió, reprimiendo un bostezo—. La mitad del personal se encuentra de vacaciones o de baja por enfermedad, y yo no he dejado de exprimirme el cerebro toda la semana. Estaba a punto de desplomarme cuando salí del trabajo. Sin embargo, ahora que he descansado me siento bien.

Cogió su taza de café con ambas manos y bebió un gran sorbo.

—En fin —dijo él—. Bien. Estaba un poco preocupado por ti. Me complace ver que no había motivo para ello.

— ¿Preocupado? Has leído las notas del Dr. Riscomb sobre mi análisis —y sobre la prueba con la UNOT& R—, ¿y consideras que soy el tipo de persona por la que hay que preocuparse?

¡Ja! Padezco una neurosis operacionalmente benigna respecto a mi suficiencia como ser humano. Centra mis energías y coordina mis esfuerzos hacia la realización. Potencia mi sentido de identidad…

—Sí que tienes una memoria impresionante —indicó él—. Eso es casi literal.

—Por supuesto.

—También has tenido preocupado a Sigmund hoy.

— ¿Sig? ¿Cómo?

El perro se agitó inquieto. Abrió un ojo.

—Sí —gruñó, mirando con ferocidad a Render—. Necesita, volver, a casa.

— ¿Has montado otra vez en el coche?

—Sí.

— ¿Después de haberte dicho que no lo hicieras?

—Sí.

— ¿Por qué?

—Tenía, miedo. Tú no, respondías, cuando, te hablaba.

—Estaba muy cansada… y si vuelves a llevarte de nuevo el coche, haré que cambien el lector de la puerta para que no puedas ir y venir a tu antojo.

—Lo siento.

—No me pasa nada.

—Ya, veo.

Nunca vuelvas a hacerlo.

—Lo siento —su ojo no se apartó de Render en ningún momento; era como una lente ardiente.

Render desvió la mirada.

—No seas demasiado severa con el pobre —pidió—. Después de todo, creyó que estabas enferma y fue en busca de un doctor. ¿Y si hubiera tenido razón? Deberías darle las gracias en vez de reñirle.

Sin haberse aplacado, Sigmund le miró un momento más y cerró el ojo.

—Cuando actúa mal, hay que decírselo —concluyó ella.

—Supongo —acordó él, tomando el café—. De todas formas, no ha hecho ningún daño. Ya que me encuentro aquí, hablemos de la profesión. Estoy escribiendo algo y me gustaría saber qué piensas.

—Claro. ¿Me dedicarás un pie de página?

—Dos o tres… En tu opinión, ¿las motivaciones generales fundamentales que llevan al suicidio difieren en diferentes culturas?

—Mi bien considerada opinión es que no, no difieren —repuso ella—. Las frustraciones pueden conducir a las depresiones o a los desvaríos; y si son lo suficientemente fuertes, pueden conducir a la autodestrucción. Me preguntas sobre las motivaciones y yo considero que casi nunca se alteran. Creo que se trata de un aspecto transcultural, transtemporal de la condición humana. No pienso que pueda ser cambiado sin cambiar la naturaleza básica del hombre.

—De acuerdo. Recibido. Ahora bien, ¿cuál es el elemento incitante? —preguntó—. Aunque consideremos al hombre como una constante, su entorno sigue siendo una variable. Si lo colocáramos en una vida-situación sobreprotectora, ¿crees que haría falta algo más, o menos, para deprimirle —o estimularlo hasta el desvarío— de lo que se requeriría en un entorno protector?

—Hmm. Planteada así la cuestión, creo que dependería del hombre. Pero veo adonde quieres llegar: una predisposición masiva de tirarse por las ventanas al instante —incluso la ventana se abre para ti, porque tú le pediste que lo hiciera—, la revolución de las masas aburridas. No me gusta la idea. Espero que no sea cierta.

—Y yo, pero también estaba pensando en suicidios simbólicos: desórdenes funcionales que se producen por razones insignificantes.

— ¡Ajá! Tú conferencia del mes pasado: la autopsicomímesis. Tengo la cinta. Bien explicado, pero no puedo estar de acuerdo.

—Tampoco yo, ahora. Estoy rescribiendo toda esa parte. La llamo«Tanatos en Cucolandia». En realidad, es el instinto de muerte acercado a la superficie.

—Si te proporciono un bisturí y un cadáver, ¿extraerías el instinto de muerte y me dejarías tocarlo?

—No podría —transmitió a su voz la sonrisa que exhibía—; en un cadáver estaría totalmente consumido. No obstante, encuéntrame un voluntario y él demostrará mi caso al presentarse voluntario.

—Tu lógica es inabordable. —Sonrió—. Trae un poco más de café, ¿de acuerdo?

Render fue a la cocina, echó licor y café en las tazas, bebió un vaso de agua y regresó al salón. Eileen no se había movido; tampoco Sigmund.

— ¿Qué haces cuando no estás ocupado siendo un Modelador? —le preguntó ella.

—Lo mismo que la mayoría de la gente: comer, beber, dormir, hablar, visitar a los amigos y a los que no son amigos, visitar lugares, leer…

— ¿Eres un hombre clemente?

—A veces. ¿Por qué?

—Entonces, perdóname. Hoy discutí con una mujer. Una mujer llamada DeVille.

— ¿Sobre qué?

—Sobre ti… me acusó de tales cosas que habría sido mejor que mi madre no me diera a luz.

¿Vas a casarte con ella?

—No, el matrimonio es como la alquimia. Sirvió a un propósito importante una vez, pero me es difícil creer que sobreviva.

—Bien.

— ¿Qué le dijiste tú?

—Le entregué una ficha clínica que decía: «Diagnóstico: Zorra. Prescripción: Terapia medicinal y una mordaza hermética».

—Oh —comentó Render, mostrando interés.

—La rompió y me la tiró a la cara.

—Me pregunto por qué.

Ella se encogió de hombros, sonrió y trazó una cuadrícula sobre el mantel.

—«Padres y ancianos —suspiró Render—, me pregunto, ¿qué es el infierno?».

—«Mantengo que el sufrimiento de ser incapaz de amar» —concluyó ella—. ¿Tenía razón Dostoyevski?

—Lo dudo. Yo le incluiría en una terapia de grupo. Eso sería un infierno real para él… con toda esa gente actuando como sus personajes, y disfrutando con ello.

Render dejó la taza y separó la silla de la mesa.

—Supongo que ya tienes que irte, ¿verdad?

—Debería —repuso Render.

— ¿No puedo interesarte en una cena?

—No.

Ella se levantó.

—De acuerdo. Cogeré mi abrigo.

—Puedo volver solo y establecer las coordenadas para que el coche retorne.

— ¡No! Me aterra la noción de coches vacíos que circulan por la ciudad. Las próximas dos semanas y media sentiría que estaba encantado. Además —añadió cuando cruzaba el arco—, me prometiste la Catedral de Winchester.

— ¿Quieres verla hoy?

—Si te puedo convencer.

Mientras Render permanecía de pie, indeciso, Sigmund se incorporó. Se plantó delante de él y alzó la cabeza para mirarle a los ojos.

Abrió y cerró la boca varias veces, pero no emitió sonido alguno. Luego, dio media vuelta y salió de la habitación.

—No —le llegó la voz de Eileen—, te quedarás aquí hasta que regrese.

Render cogió su abrigo y se lo puso, guardando el equipo médico en el bolsillo.

Mientras caminaban por el pasillo en dirección al ascensor, le pareció que oía un aullido débil y muy lejano.

Render sabía que de todos los lugares, en aquél era el amo de todas las cosas.

Se encontraba como en casa en esos mundos extraños, sin tiempo, esos mundos donde las flores copulan y las estrellas combaten en los cielos, cayendo por fin a tierra, sangrantes, como tantos cálices partidos y destrozados; donde los mares se abren para revelar escaleras descendentes y brazos que emergen de las cavernas, blandiendo antorchas que brillan como rostros líquidos (Render sabía que era la pesadilla de una noche de invierno, porque el verano había desaparecido), pues había visitado esos mundos como profesional durante casi toda una década. Con el movimiento de un dedo podía aislar a esos hechiceros, someterlos a juicio por traición contra el reino… sí, y podía ejecutarlos, designar a sus sucesores.

Afortunadamente, este viaje sólo era una visita de cortesía… Avanzó por el claro, buscándola.

Sintió que la presencia de ella despertaba a su alrededor.

Se abrió paso entre las ramas, se detuvo junto al lago. Era frío, azul y sin fondo; reflejaba aquel sauce esbelto que se había convertido en el punto de llegada de ella.

— ¡Eileen!

El sauce osciló en su dirección, se apartó.

— ¡Eileen! ¡Sal!

Cayeron hojas, flotaron sobre el lago, rompieron su cristalina placidez, distorsionaron los reflejos.

— ¿Eileen?

Entonces, todas las hojas se marchitaron a la vez, cayeron al agua. El árbol dejó de balancearse. Hubo un extraño sonido en el cielo que se oscurecía, como el zumbido de cables altos en un día frío.

De repente, una doble fila de lunas atravesó los cielos.

Render eligió una, alzó la mano y la presionó. Al hacerlo, las otras se desvanecieron y el mundo se iluminó; el zumbido desapareció del aire.

Rodeó el lago para ganar una tregua subjetiva del rechazoacción y su respuesta a ella. Subió por un pasadizo de pinos hacia el lugar en el que quería que apareciera la catedral. Los pájaros ahora cantaban en los árboles. Sintió con gran fuerza la presencia de ella.

—Aquí, Eileen. Aquí.

Entonces, ella caminó a su lado: seda verde, cabello broncíneo, ojos de esmeralda fundida; llevaba una esmeralda en la frente. Andaba sobre zapatillas verdes por encima de las agujas de pinos, preguntando:

— ¿Qué ocurrió?

—Estabas asustada.

— ¿Por qué?

—Quizá le tengas miedo a la catedral. ¿Eres una bruja? —Sonrió.

—Sí, pero hoy es mi día libre.

Él se rio, la cogió del brazo y rodearon una isla de follaje, y allí estuvo la catedral, reconstruida en una elevación herbosa, elevándose por encima de ellos y de los árboles, ascendiendo en el aire, exhalando notas de órgano, reflejando un rayo de sol perdido en un cristal.

—Aférrate al mundo —dijo él—. Comienza la visita con guía. Avanzaron y entraron.

—«… Con sus columnas del suelo al techo, como tantos troncos gigantescos, logra un despiadado control sobre sus espacios» —dijo—. Lo leí en una guía. Éste es el crucero del norte…

—«Greensleeves» —cortó ella—. El órgano está tocando «Greensleeves».

—Así es. Pero no puedes acusarme por ello. Observa los capiteles acanalados…

—Quiero acercarme a la música.

—Muy bien. Por aquí, entonces.

Render sintió que algo iba mal. Pero no pudo determinar qué era. Todo retenía su solidez…

En ese momento algo pasó rápidamente muy por encima de la catedral, emitiendo un estruendo sónico. Render sonrió al recordarlo; era como un lapsus linguae, durante un instante, había confundido a Eileen con Jill… sí, eso es lo que había sucedido.

¿Por qué, entonces…?

El altar fue una explosión de blancura. Nunca antes lo había visto, en ninguna parte. A su alrededor, todas las paredes eran oscuras y frías. Las velas parpadearon en los rincones y en los altos nichos. El órgano emitía truenos bajo manos invisibles.

Render supo que algo iba mal.

Se volvió hacia Eileen Shallot, cuyo sombrero era un cono verde que se alzaba en la oscuridad, arrastrando jirones de velo verde. Su cuello estaba en sombras, pero…

—Ése collar… ¿De dónde…?

—No lo sé —ella sonrió.

La copa que sostenía irradiaba una luz rosada. Se reflejaba de su esmeralda. Le bañó como una ráfaga de aire fresco.

— ¿Bebemos? —le preguntó.

—No te muevas —ordenó él.

Render deseó que las paredes se derrumbaran. Flotaron en sombras.

— ¡No te muevas! —repitió con urgencia—. No hagas nada. Trata de no pensar siquiera.

—… ¡Al suelo! —gritó.

Y las paredes volaron en todas direcciones y el techo fue arrojado más allá de la cima del mundo, y se encontraron entre ruinas iluminadas por una sola vela. La noche era negra como el alquitrán.

— ¿Por qué lo hiciste? —preguntó ella, tendiendo aún la copa hacia él.

—No pienses. No hagas nada —dijo—. Relájate. Estás muy cansada. A medida que ésa vela parpadea y se apaga, lo mismo le ocurrirá a tu consciencia. Apenas puedes mantenerte despierta. Apenas puedes mantenerte de pie. Se te cierran los ojos. Además, aquí no hay nada que ver.

Deseó que la vela se apagara. Siguió ardiendo.

—No estoy cansada. Por favor, toma un sorbo.

A través de la noche, le llegó la música del órgano. Era una pieza diferente, una que no reconoció al principio.

—Necesito tu cooperación.

—De acuerdo. Cualquier cosa.

— ¡Mira! ¡La luna! —señaló.

Ella alzó la vista y la luna apareció por debajo de una nube oscura.

—… Y otra, y otra.

Como perlas enhebradas, las lunas avanzaron a través de la negrura.

—La última será roja —declaró él. Lo fue.

Entonces, extendió el dedo índice derecho, deslizó el brazo de costado, a lo largo de su campo de visión, y trató de tocar la luna roja.

Le dolió el brazo; le quemó. No pudo moverlo.

— ¡Despierta! —gritó.

La luna roja se desvaneció, y también las blancas.

—Por favor, toma un sorbo.

Tiró la copa que ella sostenía y dio media vuelta. Cuando volvió a mirarla, aún la sostenía ante él.

— ¿Una copa?

Giró y huyó en la noche.

Era como correr entre la ventisca cubierto de nieve hasta la cintura. Era un error. Y al correr lo empeoraba: minimizaba su fuerza y aumentaba la de ella. Le estaba minando sus energías, drenándolas.

Se quedó quieto en medio de la oscuridad.

—El mundo a mi alrededor gira —dijo—. Yo soy su centro.

—Por favor, toma una copa —dijo ella, y se encontró de pie en el claro, al lado de su mesa preparada junto al lago.

El lago era negro y la luna plateada, y estaba muy alta y fuera de su alcance. En la mesa titilaba una sola vela, que hacía que su cabello fuera tan plateado como su vestido. Llevaba la luna en su frente.

Había una botella de Romanee-Conti sobre el mantel blanco junto a una copa ancha de vino. Estaba llena a rebosar, y gotas rosadas se aferraban a su borde. Tenía mucha sed y ella era más hermosa que nadie que hubiera visto antes, y su collar centelleaba, y la brisa soplaba fresca desde el lago, y había algo… algo que debería recordar…

Dio un paso hacia ella y su armadura sonó levemente al moverse. Intentó coger la copa, pero el brazo derecho se le puso rígido por el dolor y cayó de nuevo a su costado.

— ¡Estás herido!

Despacio, volvió la cabeza. La sangre manaba de su herida abierta en el bíceps y corría brazo abajo, goteando de las yemas de sus dedos. Su armadura había sido atravesada. Se obligó a mirar a otra parte.

—Bebe esto, amor. Te curará. —Se levantó—. Yo sujetaré la copa. La observó cuando alzó la copa hacia sus labios.

— ¿Quién soy? —preguntó.

Ella no le contestó, pero algo replicó… con un chapoteo de aguasen el lago:

Eres Render, el Modelador.

—Sí, recuerdo —musitó; concentrando su mente en la única mentira que podría romper toda la ilusión, se obligó a decir—: Eileen Shallot, te odio.

El mundo se estremeció y se tambaleó a su alrededor como sacudido por un gigantesco sollozo.

— ¡Charles! —gritó ella, y la negrura los cubrió—. ¡Despierta! ¡Despierta! —exclamó, y su brazo derecho ardió, le dolió y sangró en la oscuridad.

Se halló solo en el centro de una llanura blanca. Era silenciosa, interminable. Se extendía hacia los límites del mundo. Irradiaba su propia luz, y el cielo ya no fue cielo, sino nada. Nada. Estaba solo. El eco de su propia voz le llegó desde el fin del mundo: «… te odio-repetía, —te odio».

Cayó de rodillas. Era Render. Quería llorar.

Una luna roja apareció sobre la llanura, emitiendo una luz espantosa sobre toda la extensión. A su izquierda se alzaba una cordillera, otra a su derecha.

Levantó el brazo derecho. Se ayudó con la mano izquierda. Agarró la muñeca, estiró el dedo índice. Buscó la luna.

Entonces, surgió un aullido desde lo alto de las montañas, un gran lamento: medio humano, todo desafío, soledad y remordimiento. En ese momento, lo vio, caminando sobre las montañas, el rabo barriendo la nieve de las cimas más altas, el último lobo del Norte. —Fenris, hijo de Loki—, aullando encolerizado a los cielos.

Saltó al aire. Se tragó la luna.

Aterrizó cerca de él, y sus grandes ojos brillaban amarillos. Le acechó en silencio, a través de fríos y blancos campos que había entre las montañas. Y él retrocedió, colinas arriba y pendientes abajo, por brechas y hendiduras, a través de valles, dejando atrás estalagmitas y cumbres —bajo los bordes de glaciares, por los lechos helados de ríos, siempre hacia abajo—, hasta que su cálido aliento le bañó y su boca risueña se abrió sobre él.

Entonces, dio media vuelta y sus pies se convirtieron en dos ríos resplandecientes que le arrastraron lejos.

El mundo saltó hacia atrás. Se deslizó por las pendientes. Hacia abajo. Ganando velocidad…

Lejos…

Miró por encima del hombro.

En la distancia, la forma gris galopaba tras él.

Sintió que si lo deseaba, podía acortar el trecho que los separaba. Tenía que avanzar más deprisa.

El mundo dio vueltas a su alrededor. La nieve comenzó a caer. Continuó la carrera. Delante, una mancha borrosa, un perfil roto.

Atravesó los velos de nieve que, ahora, parecían caer hacia arriba desde el suelo… como sartas de burbujas.

Se acercó a la forma quebrada.

Se acercó como un nadador… incapaz de abrir la boca para hablar por miedo a ahogarse… a ahogarse y no llegar a saberlo jamás.

No pudo controlar su avance; fue arrastrado como una marea hacia el naufragio. Por fin, se detuvo ante ello.

Algunas cosas nunca cambian. Son cosas que hace tiempo dejaron de existir como objetos y, únicamente, permanecen como ocasiones que jamás serán registradas en los calendarios fuera de esa secuencia de elementos llamada Tiempo.

Render se quedó allí y no le importó si Fenris saltaba sobre su espalda y le devoraba el cerebro. Se había tapado los ojos, pero no podía frenar la visión. Ésta vez no. No le importaba nada. La mayor parte de sí mismo yacía muerta a sus pies.

Se oyó un aullido. Una forma gris pasó a su lado.

Los ojos malignos y el hocico ensangrentado se empotraron en el coche destrozado, mordiendo acero, cristal, buscando en el interior…

— ¡No! ¡Bestia! ¡Devorador de cadáveres! —gritó—. ¡Los muertos son sagrados! ¡Mis muertos son sagrados!

En su mano apareció un bisturí y, con movimiento diestro, cortó los tendones, los puñados de músculos de los hombros tensos, el vientre blando, las cuerdas de las arterias.

Llorando, despedazó al monstruo miembro por miembro; éste sangró y sangró, ensuciando el vehículo y los restos del interior con sus infernales jugos animales, chorreando y manando hasta que toda la llanura quedó enrojecida y se retorció a su alrededor.

Render cayó sobre el capó pulverizado: era suave, cálido y estaba seco. Lloró sobre él.

—No llores —dijo ella.

Se aferraba a su hombro, sujetándolo con fuerza, al lado del lago negro bajo la luna que era Wedgewood. Una sola vela titilaba sobre su mesa. Ella acercó la copa a los labios de él.

—Por favor, bebe.

— ¡Sí, dámela!

Tragó el vino suave y ligero. Quemó sus entrañas. Sintió que recobraba las fuerzas.

—Soy…

—… Render, el Modelador —chapoteó el lago.

— ¡No!

Giró y salió corriendo de nuevo en busca de los restos del coche. Tenía que volver, tenía que regresar…

—No puedes.

— ¡Puedo! —exclamó—. Puedo si lo intento…

Unas llamas amarillas se enroscaron en el aire espeso. Resplandecientes, se enroscaron alrededor de sus tobillos. Luego, a través de la oscuridad, bicéfalo y enorme, se acercó su Adversario.

Piedras pequeñas resonaron tras él. Un penetrante olor taladró su nariz y su cerebro.

— ¡Modelador! —rugió una cabeza.

— ¡Has regresado para ajustar las cuentas! —gritó la otra. Render las miró, recordando.

—No, Thaumiel —repuso—. No hay cuentas que ajustar. Te derroté y te encadené por… Rothman, sí, era Rothman… el cabalista. —Trazó un pentáculo en el aire—. Vuelve a Qliphoth. Yo te destierro.

—Éste lugar es Qliphoth.

—… ¡Por Khamael, el ángel de la sangre, por las huestes de Serafín, en el Nombre de Elohim Gebor, te ordeno que desaparezcas!

—Ésta vez no. —Las dos cabezas se rieron. Avanzó.

Render retrocedió despacio, sus pies sujetos por las serpientes amarillas. Sentía cómo el precipicio se abría a su espalda. El mundo era un rompecabezas que se deshacía. Podía ver las piezas separándose.

— ¡Desaparece!

El gigante emitió el rugido de su doble risa. Render se tambaleó.

— ¡Por aquí, amor!

Ella estaba en una pequeña cueva a su derecha.

Él sacudió la cabeza y retrocedió hacia el precipicio. Thaumiel alargó los brazos para cogerle.

Render cayó de espaldas por el borde.

— ¡Charles! —aulló ella, y el mundo se desmoronó con su grito de dolor.

—Entonces, Vernichtung —respondió él mientras caía—. Me reúno contigo en la oscuridad.

Todo llegó a su fin.

—Quiero ver al Dr. Charles Render.

—Lo siento, pero es imposible.

—Volé hasta aquí sólo para darle las gracias. ¡Soy un hombre nuevo! ¡El cambió mi vida!

—Lo siento, señor Erickson. Ya le dije cuando llamó esta mañana que era imposible.

—Señor, soy el Senador Erickson… y en una ocasión Render me prestó un gran servicio.

—Entonces, ahora puede usted prestárselo a él. Váyase.

— ¡No puede hablarme de ese modo!

—Acabo de hacerlo. Por favor, márchese. Quizá el año que viene…

—Pero unas palabras a veces obran maravillas…

— ¡Ahórreselas!

—Lo… lo siento…

Tan hermoso como era, todo coloreado por la mañana —el chapoteante y vaporoso cuenco del mar—, sabía que tenía que acabar. Por lo tanto…

Bajó por la escalera de la alta torre y entró en el patio. Cruzó hasta el cenador de rosas y contempló la plataforma que había en su centro.

—Buenos días, milord —saludó.

—Lo mismo te deseo —dijo el caballero, cuya sangre se mezclaba con la tierra, las flores, las hierbas, manando de su herida, centelleando sobre su armadura, goteando de las yemas de sus dedos.

— ¿No ha curado?

El caballero sacudió la cabeza.

—Me vacío. Espero.

—Vuestra espera está a punto de concluir.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó, sentándose.

—El barco. Se acerca al puerto. —El caballero se puso de pie. Apoyó la espalda contra un tronco mohoso. Observó al enorme y barbudo seguidor, quien siguió hablando con palabras ásperas debido a su acento bárbaro—: Viene como un cisne oscuro delante del viento… regresa.

— ¿Oscuro, dices? ¿Oscuro?

—Las velas son negras, Lord Tristán.

— ¡Mientes!

— ¿Deseáis verlo? ¿Verlo por vos mismo…? ¡Entonces, mirad! Gesticuló.

La tierra tembló, el muro se vino abajo. El polvo remolineó y se asentó. Desde el lugar en el que se hallaban, podían ver al barco entrando en el puerto en las alas de la noche.

— ¡No! ¡Mentiste…! ¡Mira! ¡Son blancas!

El amanecer danzó sobre las aguas. Las sombras huyeron de las velas del barco.

— ¡No, loco! ¡Negras! ¡Deben ser negras!

— ¡Blancas! ¡Blancas…! ¡Ksolda! ¡Has conservado la fe! ¡Has regresado! Echó a correr hacia el puerto.

— ¡Volved…! ¡Vuestra herida! ¡Estáis enfermo…! Deteneos…

Las velas eran blancas bajo un sol que era un botón rojo que el seguidor se apresuró a pulsar.

Cayó la noche.