Capítulo I

Tan hermoso como era, con sangre y todo, Render pudo sentir que estaba a punto de acabar.

Por lo tanto, sería mejor que cada microsegundo pasara como un minuto, pensó; y quizá debería aumentar la temperatura… En alguna parte, justo en la periferia de todo, la oscuridad plantaba su cerco.

Algo parecido al crescendo de truenos subconscientes fue apresado en una furiosa nota. La nota era un destilado de vergüenza, dolor y miedo.

El Foro era sofocante.

César se encogió fuera del frenético círculo. Se cubrió los ojos con el antebrazo, pero no consiguió detener la visión, no esta vez.

Los senadores no tenían rostros y sus vestiduras estaban salpicadas de sangre. Sus voces semejaban gritos de pájaros. Con furor inhumano, hundían las dagas en la figura caída.

Esto es, todos menos Render.

El charco de sangre en el que se hallaba de pie seguía creciendo. Su brazo parecía alzarse y caer con regularidad mecánica, y su garganta también podría haber estado emitiendo gritos de pájaros, pero, deforma simultánea, formaba parte de la escena y se hallaba al margen de ella.

Pues él era Render, un Modelador.

Agazapado, angustiado y envidioso, César gemía sus protestas.

— ¡Le habéis matado! ¡Habéis asesinado a Marco Antonio… un hombre inocente, inofensivo!

Render se volvió hacia él; el puñal que sostenía en la mano era enorme y se veía todo cubierto de sangre.

—Sí —dijo.

La hoja se movía de un lado a otro; César, fascinado por el afilado acero, osciló al mismo ritmo.

— ¿Porqué? —gritó—. ¿Porqué?

—Porque él era un romano mucho más noble que tú —respondió Render.

— ¡Mientes! ¡No es cierto!

Render se encogió de hombros y volvió al apuñalamiento.

—No es verdad —gritó César—. ¡No lo es!

Render se volvió de nuevo hacia él y blandió el puñal. Como un muñeco, César imitó el movimiento pendular de la hoja.

— ¿Que no es cierto? —Render sonrió—. ¿Y quién eres tú para discutir un asesinato como éste? ¡No eres nadie! ¡Denigras la dignidad de esta ocasión! ¡Márchate!

Espasmódicamente, el hombre de cara rosada se puso de pie, y su cabello, medio crespo, medio aplastado por el sudor, pareció un remolino de algodón. Dio media vuelta y se apartó; mientras caminaba, miró por encima del hombro.

Se había alejado bastante del círculo de asesinos, pero la escena no empequeñeció. Conservó una cualidad eléctrica. Le hizo sentirse todavía más desconectado, más solo y distanciado.

Render giró por una esquina que no existía hasta entonces y se plantó ante él con el aspecto de un mendigo ciego. César le cogió de la parte frontal de la túnica.

— ¿Tienes hoy un mal presagio para mí?

— ¡Guárdate! —se burló Render.

— ¡Sí! ¡Sí! —gritó César—. ¡Guárdate! ¡Eso está bien! ¿Guardarme de qué?

—De los idus…

— ¿Sí? ¿Los idus…?

—… de octiembre. Le soltó.

— ¿Qué dices? ¿Qué es octiembre?

—Un mes.

— ¡Mientes! ¡No hay ningún mes de octiembre!

—Y ésa es la fecha que el noble César ha de temer… el tiempo inexistente, la ocasión no registrada en ningún calendario.

Render desapareció alrededor de otra esquina que surgió de repente.

— ¡Espera! ¡Vuelve!

Render se rio y el Foro rio con él. Los gritos de pájaros se convirtieron en un coro de burlas inhumanas.

— ¡Os escarnecéis de mí! —lloró César.

El Foro era un horno y el sudor se formó como una mascarilla de cristal sobre la frente estrecha, la afilada nariz y la mandíbula sin mentón de César.

— ¡Yo también quiero ser asesinado! —sollozó—. ¡No es justo!

Render hizo pedazos el Foro, los senadores y el cadáver sonriente de Antonio y los metió en un saco negro —con el movimiento imperceptible de un solo dedo—, y el último en desaparecer fue César.

Sin mirar ninguno en realidad, Charles Render estaba sentado ante los noventa botones blancos y los dos rojos. Su brazo derecho se movía en su silencioso cabestrillo sobre la superficie de la consola que había ala altura de su regazo… oprimiendo algunos, saltándose otros, avanzando, retrocediendo para presionar el siguiente en el orden de la Serie de Llamada.

Sensaciones estranguladas, emociones reducidas a la nada. El Senador Erickson conoció el olvido del útero.

Se oyó un ruido leve.

La mano de Render se había deslizado hasta el extremo de la última hilera de botones. Para pulsar el botón rojo se requería un acto de intención consciente… voluntad, si se prefiere.

Liberó su brazo y se quitó la corona de conductores como cabellos de Medusa y circuito microminiaturizado. Salió de detrás de su escritorio —sofá y alzó la capucha. Se dirigió hacia la ventana y la hizo transparente, al tiempo que sacaba un cigarrillo.

Un minuto en el ro—útero, decidió. No más. Es crucial… Espero que no nieve hasta más tarde… esas nubes no tienen buen aspecto

Vio suaves enrejados amarillos y altas torres, cristalinas y grises, ardiendo sin llamas hacia el anochecer bajo un cielo color pizarra; la ciudad era un conjunto de cuadradas islas volcánicas que brillaban a la última luz del día, retumbando desde las profundidades de la tierra; eran unos caudalosos e incesantes ríos de tráfico.

Se retiró de la ventana y se acercó al gran huevo liso y resplandeciente que había junto a su escritorio. Reflejó una imagen que borró todo rastro aguileño de su nariz, hizo que sus ojos fueran platos grises y transformó su cabello en una línea de horizonte veteada de luz. Su corbata roja se convirtió en la gran lengua de un demonio.

Sonrió y alargó el brazo por encima del escritorio. Pulsó el segundo botón rojo.

Con un susurro, el huevo perdió su deslumbrante opacidad y alrededor de su centro apareció una hendidura horizontal. A través de la cáscara ahora transparente, Render pudo ver la mueca de Erickson, que apretaba los ojos, luchando contra la vuelta a la consciencia y lo que ésta contendría. La mitad superior del huevo se alzó vertical con respecto a su base, exponiendo el duro y rosado cuerpo en la otra mitad. Cuando abrió los ojos, no miró a Render. Se puso de pie y empezó a vestirse. Render empleó ese tiempo en comprobar el ro—útero.

Volvió a inclinarse sobre el escritorio y presionó los botones: verificar control de temperatura en todo su espectro; verificar sonidos exóticos —se llevó los auriculares a los oídos— en las campanas, zumbidos, notas de violín, en chillidos y gemidos, en ruidos de tráfico y el sonido del oleaje; verificar en el circuito de realimentación… reteniendo la voz propia del paciente, registrada previamente en análisis; verificar la manta de sonido, el pulverizador de humedad, los bancos de olores; verificar el agitador del sofá y las luces coloreadas, los estimulantes del gusto…

Render cerró el huevo y lo desconectó. Empujó la unidad al armario y con la palma de la mano cerró la puerta. Las cintas habían registrado una secuencia válida.

—Siéntese —le indicó a Erickson. El hombre obedeció, jugueteando con el cuello de su camisa—. Tiene usted un recuerdo completo de todo continuó, —de modo que no es necesario que resuma lo que sucedió. No puede ocultarme nada. Yo estaba allí—. Erickson asintió. —El significado del episodio debería ser claro para usted.

Erickson volvió a asentir, encontrando por fin la voz para hablar.

—Pero ¿fue válido? —preguntó—. Quiero decir que usted construyó el sueño y lo controló todo el tiempo. En realidad, yo no lo soñé… como normalmente se sueña. Su capacidad para hacer que las cosas ocurran lo dispone todo para que concuerde con lo que vaya a decir… ¿verdad?

Render negó despacio con la cabeza, sacudió la ceniza en el hemisferio sur de su globo terráqueo convertido en cenicero y miró a Erickson a los ojos.

—Es cierto que yo proporcioné el formato y modifiqué las formas. Sin embargo, usted los llenó con significado emocional, elevándolos al rango de símbolos acordes con su problema. Si el sueño no fuera una analogía válida, no habría provocado las reacciones que provocó. Habría carecido de los patrones de ansiedad que registraron las cintas. Ya lleva muchos meses analizándose —prosiguió—, y por lo que hasta ahora he podido averiguar, estoy convencido de que sus temores a ser asesinado carecen de base real.

Erickson le miró con ojos centelleantes.

—Entonces, ¿por qué demonios los tengo?

—Porque le agradaría mucho ser asesinado —repuso Render. En ese momento, Erickson sonrió, recuperando su compostura.

—Le aseguro, doctor, que jamás he considerado el suicidio ni he perdido el deseo de vivir. Sacó un cigarro y lo encendió. Su mano tembló.

—Cuando vino a verme este verano —dijo Render—, me comentó que temía un atentado contra su vida. Fue bastante impreciso respecto a las razones que podría tener alguien para matarle…

— ¡Mi posición! ¡Uno no puede ser senador tanto tiempo como lo he sido yo sin crearse enemigos!

—Sin embargo —replicó Render—, da la impresión de que usted lo ha conseguido. Cuando me permitió discutirlo con sus detectives, me informaron que no habían sido capaces de descubrir nada que indicara que sus temores tuvieran un fundamento real. Nada.

—No han indagado lo suficiente… o en los lugares adecuados. Ya encontrarán algo.

—Me temo que no.

— ¿Porqué?

—Porque, repito, sus miedos carecen por completo de base objetiva. Sea sincero conmigo.

¿Posee alguna información que indique que alguien le odia tanto como para querer matarle?

—Recibo muchas cartas amenazadoras…

—Como todos los senadores… y todas las que le enviaron el año pasado han sido investigadas y se ha descubierto que eran obra de chiflados. ¿Puede ofrecerme una sola prueba que justifique sus afirmaciones?

Erickson estudió la punta de su cigarro.

—Vine a verle porque me lo recomendó un colega —dijo—, para que hurgara en mi mente y descubriera algo con lo que mis detectives pudieran trabajar. Quizá alguien a quien yo haya perjudicado seriamente… o alguna ley impopular con la que haya tenido que ver…

—… Y no descubrí nada —cortó Render—, nada, excepto la causa de su insatisfacción. Ahora, naturalmente, usted teme oírla e intenta distraerme con el fin de que no exponga mi diagnóstico…

— ¡No es cierto!

—Entonces, escuche. Si lo desea, después puede hacer comentarios, pero lleva meses perdiendo el tiempo aquí sin querer aceptar lo que le he expuesto en una docena de maneras diferentes. Ahora voy a decirle claramente lo que es, y luego haga lo que quiera al respecto.

—Bien.

—En primer lugar —comenzó—, le gustaría mucho tener uno o varios enemigos…

— ¡Ridículo!

—… Porque es la única alternativa a tener amigos…

— ¡Tengo montones de amigos!

—… Porque nadie desea ser ignorado por completo, ser un objeto por el que nadie siente algo intenso. El odio y el amor son las formas definitivas de la relación humana. Al carecer de una de ellas, e incapaz de conseguirla, buscó la otra. La deseaba de tal modo que logró convencerse de que existía. Pero estas cosas siempre tienen un precio psíquico. El responder a una auténtica necesidad emocional con una serie de deseos-sustitutos no produce verdadera satisfacción, sino ansiedad, inquietud… ya que en estas cuestiones la psique debe ser un sistema abierto. Usted no buscó la estima humana fuera de sí mismo. Se mantuvo enclaustrado. Creó lo que necesitaba del material de su propio ser. Usted es un hombre con una gran necesidad de mantener relaciones fuertes con otras personas.

— ¡Basura!

—Acéptelo o déjelo —dijo Render—. Le sugiero que lo acepte.

—He estado pagándole durante medio año para que ayude a descubrir quién quiere matarme. Y ahora se sienta ahí y me dice que me inventé todo el asunto con el fin de satisfacer un deseo de que alguien me odie.

—Que le odie o que le ame. Es correcto.

— ¡Es absurdo! Veo a tanta gente que debo llevar un magnetófono de bolsillo y una cámara minúscula en la solapa para poder recordarlos a todos…

—Ver a mucha gente no tiene nada que ver con lo que yo estaba hablando. Dígame, ¿la secuencia de sueño significó mucho para usted?

Erickson guardó silencio durante varios tictacs del enorme reloj de pared.

—Sí —concedió finalmente—. Pero su interpretación sigue siendo absurda. No obstante, sólo por continuar la discusión, y admitiendo que lo que usted afirma es correcto… ¿qué debería hacer para romper esta traba?

—Volver a canalizar las energías que provocaron el problema. Vea a algunas personas siendo usted mismo, Joe Erickson, y no el senador Erickson. Piense en algo que pueda hacer con otras personas —nada que ver con la política, quizá algo competitivo— y gánese algunos amigos o enemigos de verdad, a ser preferible lo primero. Le he animado a ello todo el tiempo.

—Entonces, contésteme a otra pregunta.

—Con mucho gusto.

—Suponiendo que usted tuviera razón, ¿cómo es que no soy amado ni odiado y nunca lo he sido? Tengo un cargo de responsabilidad en el poder legislativo. No paro de conocer gente. ¿Por qué soy una… cosa tan neutral?

Muy familiarizado ya con la carreta de Erickson, Render tuvo que dejar a un lado su verdadera opinión al respecto porque carecía de valor operacional. Deseó mencionarle las observaciones de Dante sobre aquellas almas a las que se les niega el cielo por falta de virtud y también el infierno por carecer de vicios importantes; en resumen, los que guían sus naves según los vientos de las épocas, que no tienen rumbo, a las que en realidad no les importa hacia qué puertos son empujadas. Ésa era la larga e insípida carrera de lealtades variables y cambios políticos de Erickson.

—Hoy en día, cada vez son más las personas que se encuentran en tales circunstancias —repuso—. En gran parte, se debe a la creciente complejidad de la sociedad y a la despersonalización del individuo en una unidad sociométrica. Como resultado, incluso el acto de pensar con pasión en otras personas se ha convertido en algo más forzado. Somos tantos hoy en día…

Erickson asintió y Render sonrió para sus adentros.

En ocasiones hay que emplear la línea brusca y, luego, la charla…

—Tengo la sensación de que quizá esté en lo cierto —comentó Erickson—. A veces me siento como lo que acaba de describir: una unidad, algo despersonalizado…

Render miró el reloj.

—Lo que elija hacer al respecto a partir de ahora es, desde luego, una decisión propia. Creo que perdería su tiempo si continúa el análisis. Los dos ya somos conscientes de la causa de su insatisfacción. No puedo cogerle de la mano y mostrarle cómo ha de conducir su vida. Puedo orientarle, compadecerle… pero basta de sondeos mentales. Pida una cita tan pronto como sienta la necesidad de discutir sobre sus actividades y relacionarlas con mi diagnóstico.

—Lo haré —asintió Erickson—. ¡Maldito sueño! Aún lo tengo grabado en la mente. Usted es capaz de hacer que sean tan vívidos como la realidad… más vívidos… Pasará mucho tiempo antes de que consiga olvidarlo.

—Así lo espero.

—Bien, doctor. —Se levantó y extendió la mano—. Con toda probabilidad, volveré en un par de semanas. Me esforzaré en llevar la vida social que me ha recomendado. —Sonrió ante la idea que, normalmente, habría tomado con gesto hosco—. De hecho, empezaré ahora. ¿Puedo invitarle a tomar una copa abajo?

Render estrechó la palma húmeda que parecía tan agotada por la actuación como el actor principal de una obra con demasiado éxito. Casi se sintió triste al decir:

—Gracias, pero tengo una cita.

Le ayudó a ponerse el abrigo, le pasó el sombrero y le acompañó hasta la puerta.

—En fin, buenas noches.

—Buenas noches.

Cuando la puerta se cerró en silencio a su espalda, Render atravesó de nuevo la oscura alfombra hasta llegar a su fortaleza de caoba y tiró el cigarrillo en el hemisferio sur. Se reclinó en el sillón con las manos detrás de la cabeza y los ojos cerrados.

—Claro que era más real que la vida —informó a nadie en particular—; yo le di forma. Sonriendo, repasó la secuencia del sueño paso a paso, deseando que algunos de sus antiguos profesores pudieran haberlo presenciado. Bien construido y enérgicamente ejecutado, con una precisión apropiada para el caso que le ocupaba. Pues él era Render, el Modelador —uno de los doscientos analistas especiales cuyas propias características psíquicas le permitían penetrar en los patrones neuróticos sin sacar más que una recompensa estética de la mímesis de la aberración—, un Sombrerero Cuerdo.

Render hurgó en sus recuerdos. Él mismo había sido analizado, analizado y considerado como una persona de voluntad férrea y ultraestable: fuerte como para soportar la mirada de basilisco de una fijación, para caminar ileso entre las quimeras de la perversión, para obligar a la oscura Madre Medusa a cerrar los ojos ante el caduceo de su arte. Su propio análisis no había resultado difícil. Nueve años atrás (parecían muchos más) había aceptado que le inyectaran novocaína en la zona más dolorosa de su espíritu. Fue después del accidente de coche, después de la muerte de Ruth y de Miranda, su hija, cuando había empezado a sentirse distanciado. Quizá no deseaba recuperar ciertas empastas; tal vez su propio mundo ahora se erigía sobre cierta rigidez de sentimiento. Si era verdad, conocía lo suficiente el comportamiento de la mente como para darse cuenta de ello, y quizá había llegado a la conclusión de que un mundo así tenía sus compensaciones.

Su hijo Peter tenía ya diez años. Estudiaba en una escuela de prestigio y escribía a su padre una carta por semana. Éstas iban haciéndose cada vez más cultas, y daban muestras de una precocidad que Render no podía sino aprobar. En el verano se llevaría al muchacho a Europa.

En cuanto a Jill. —Jill DeVille (¡qué nombre tan voluptuoso y ridículo… la amaba por él!)—, como mínimo, cada vez le parecía más interesante. (Se preguntó si seda un indicio del comienzo de la edad madura). Le atraía mucho su nada musical voz nasal, su repentino interés por la arquitectura, su preocupación por el lunar que no se podía quitar y que lucía en el lado derecho de su, por otro lado, bien diseñada nariz. Debería llamarla en el acto y salir con ella en busca de un restaurante nuevo. Pero, por alguna razón, no le apetecía.

Hacía ya varias semanas que no visitaba su club, el Partridge & Scalpel y sintió un gran deseo de comer ante una mesa de roble, solo, en el comedor de varios niveles y tres chimeneas, bajo las antorchas artificiales y las cabezas de jabalí parecidas a anuncios de ginebra. De modo que introdujo la tarjeta perforada del club en la ranura telefónica que había sobre su escritorio y sonaron dos zumbidos detrás de la pantalla de voz.

—Hola, Partridge & Scalpel —dijo la voz—. ¿En qué puedo servirle?

—Soy Charles Render —anunció—. Quería una mesa para dentro de una media hora.

— ¿Cuántos serán?

—Sólo yo.

—Muy bien, señor. Para dentro de media hora. ¿Me ha dicho «Render»? ¿R-e-n-d-e-r?

—Exacto.

—Gracias.

Cortó la comunicación y se levantó. En el exterior, el día había desaparecido.

Ahora, los monolitos y las torres emitían su propia luz. Una nieve suave, como azúcar, caía por entre las sombras y se transformaba en gotas sobre los cristales de la ventana.

Se puso el abrigo, apagó las luces y cerró la oficina interior. Había una nota en el cuaderno de la señora Hedges.

Llamó la señorita DeVille, decía.

Arrugó el papel y lo tiró al vertedero de basura. La llamaría al día siguiente y le diría que había estado trabajando hasta tarde en su conferencia.

Apagó la última luz, se puso el sombrero y atravesó la puerta exterior, cerrándola tras él. El ascensor le llevó hasta el tercer sótano, donde tenía aparcado el coche.

Hacía frío allí y sus pisadas sonaron con fuerza en el suelo de cemento al caminar entre los vehículos aparcados. Bajo el resplandor de las luces desnudas, su Spinner S-7 era un bruñido capullo gris del cual parecía que en cualquier momento surgirían unas alas turbulentas. La doble hilera de antenas que se inclinaban hacia adelante desde la pendiente de su capó potenciaba esa sensación. Colocó el pulgar ante la placa lectora y abrió la puerta.

Tocó el contacto y se escuchó el sonido de una sola abeja despertando en una gran colmena. Cuando alzó el volante y lo fijó en su lugar, la puerta giró en silencio y se cerró. Subió por la rampa en espiral y llegó hasta una parada rodante delante de la gran plataforma.

Cuando la puerta se alzó, encendió la pantalla de destino y pulsó el botón que cambiaba el mapa de emisión. De izquierda a derecha, de arriba abajo, sección por sección, lo recorrió hasta localizar la zona de Carnegie Avenue que quería. Tecleó las coordenadas y bajó el volante. El coche pasó al monitor y salió hacia la vía lateral de la autopista. Render encendió un cigarrillo.

Reclinando el asiento hacia el espacio central, dio transparencia a todas las ventanillas. Era agradable tumbarse y contemplar los coches que le pasaban como enjambres de luciérnagas. Se echó el sombrero hacia atrás y alzó la vista.

Podía recordar una época en la que amaba la nieve, cuando le recordaba novelas de Thomas Mann y música de compositores escandinavos. Sin embargo, en su mente ahora había otro elemento del que la nieve ya jamás podría estar disociada. Podía visualizar con tanta claridad los remolinos de frialdad blanco lechosa que rodearon su auto de conducción manual, fluyendo hacia su interior carbonizado hasta blanquear lo que habla quedado ennegrecido; con tanta claridad como si hubiera caminado hacia ello sobre el fondo gredoso de un lago: el coche hundido y él, su conductor, incapaz de abrir la boca por miedo a ahogarse; y siempre que veía caer la nieve sabía que en alguna parte las calaveras se estaban blanqueando. Pero los nueve años transcurridos habían desterrado gran parte del dolor, y también supo que la noche era hermosa.

Fue despedido a través de las anchas, anchas calles y atravesó altos puentes, sus superficies pulidas y resplandecientes bajo las luces del coche; serpenteó por entre frenéticos cruces de tréboles y fue lanzado hacia un túnel cuyas paredes de brillo apagado pasaron a su lado como espejismos. Finalmente, dio opacidad a los cristales y cerró los ojos.

No pudo recordar si había dormitado un momento o no, lo cual, probablemente, indicaba que sí. Sintió que el coche aminoraba la velocidad; enderezó el asiento y volvió a darle transparencia a las ventanillas. Casi al mismo tiempo sonó el timbre de parada. Alzó el volante y entró en la cúpula de aparcamiento, salió a la rampa y dejó el coche en la unidad, donde recibió su ticket del robot de cabeza cuadrada que se vengaba de manera solemne de la humanidad sacándole una lengua de cartón a todos los que servía.

Como siempre, los ruidos eran tan apagados como la iluminación. Parecía que el lugar absorbiera el sonido y lo convirtiera en calor, con el fin de tentar al paladar con sabores lo suficientemente fuertes como para merecer ser probados, de hipnotizar el oído con el vívido crepitar de las tres chimeneas.

Le agradó ver que su mesa favorita, en el rincón de la derecha del hogar más pequeño, estaba preparada para él. Se sabía el menú de memoria, pero lo estudió con fervor mientras saboreaba un Manhattan y decidía una cena acorde con su apetito. Las sesiones modeladoras siempre le dejaban con un hambre voraz.

— ¿Doctor Render…?

— ¿Sí? —Alzó la vista.

—El doctor Shallot desearía hablar con usted —anunció el camarero.

—No conozco a nadie llamado Shallot —dijo—. ¿Está seguro de que no se refiere a Bender? Es un cirujano del Metropolitan que a veces come aquí…

El camarero negó con la cabeza.

—No, señor… es «Render». Mire. —Le mostró una tarjeta de siete por diez en la que estaba escrito el nombre completo de Render en mayúsculas—. El doctor Shallot ha cenado aquí casi todas las noches durante las dos últimas semanas —explicó—, y en cada ocasión pidió que le notificáramos si llegaba usted.

—Hmm —musitó Render—. Es extraño. ¿Por qué no me llamó a mi consulta? —El camarero sonrió e hizo un gesto vago—. Bien, dígale que venga —aceptó, acabando su Manhattan—. Y tráigame otra copa.

—Lamentablemente, el doctor Shallot es ciego —explicó el camarero—. Sería más fácil si usted…

—Muy bien, de acuerdo. —Render se incorporó, dejando su mesa favorita con la clara premonición de que aquella noche ya no volvería a sentarse a ella—. Vamos.

Se abrieron camino entre los comensales en dirección al siguiente nivel. Una cara conocida dijo «hola» desde una mesa situada contra la pared, y Render saludó con un movimiento de cabeza a un antiguo alumno que se llamaba Jurgens o Jirkans, o algo parecido.

Siguió al camarero hasta un comedor más pequeño en el que sólo dos mesas estaban ocupadas. No, tres. Había una en el rincón más apartado del oscurecido bar, oculta en parte por una armadura antigua. El camarero le llevaba hacia aquella dirección.

Se detuvieron ante la mesa y Render bajó la vista a las gafas oscuras que se habían alzado al acercarse ellos. El doctor Shallot era una mujer que apenas pasaría de los treinta años. Su broncíneo flequillo no ocultaba por completo el lunar de plata que tenía en la frente como una marca de casta. Render inhaló y la cabeza de ella se movió un poco cuando la punta de su cigarrillo se encendió. Parecía estar mirándole directamente a los ojos. Fue una sensación incómoda, aun sabiendo que todo lo que podía distinguir de él era lo que su diminuta célula fotoeléctrica transmitía a su corteza visual mediante los cables del implante, finos como cabellos, ligados al osciladorconversor: en resumen, el resplandor del cigarrillo.

—Doctor Shallot, éste es el doctor Render —decía el camarero.

—Buenas noches saludó Render.

—Buenas noches —repuso ella—. Me llamo Eileen y tenía muchas ganas de conocerle. —Creyó detectar un leve temblor en su voz—. ¿Querría acompañarme a cenar?

—Con mucho gusto —aceptó, y el camarero separó la silla. Render se sentó, observando que la mujer que habla frente a él ya tenía una copa. Le recordó al camarero su segundo Manhattan—. ¿Ha pedido ya? —preguntó.

—No.

—… Y dos menús… —comenzó; luego, se mordió la lengua.

—Sólo uno —sonrió ella.

—No traiga ninguno —corrigió, y recitó el menú. Pidieron la cena. Luego:

— ¿Siempre hace eso?

— ¿Qué?

—Llevar los menús memorizados.

—Sólo unos pocos —repuso—, para las ocasiones incómodas. ¿Para qué quería verme… hablarme?

—Usted es un terapeuta neuroparticipante —declaró ella—, un Modelador.

— ¿Y usted es…?

—… médico residente en psiquiatría en el State Psych. Me queda un año.

—Entonces, conocerá a Sam Riscomb.

—Sí, él me ayudó a conseguir el puesto. Fue mi consejero.

—Era muy buen amigo mío. Estudiamos juntos en Menninger. Ella asintió.

—A menudo le oí hablar de usted… es tina de las razones por las que deseaba conocerle. Me animó a seguir adelante con mis planes, a pesar de mi desventaja.

Render la observó. Llevaba un vestido verde oscuro que parecía de terciopelo. A unos siete centímetros a la izquierda del escote había un broche que podría ser de oro. Tenía una piedra roja, quizá un rubí, alrededor del cual se desplegaba el contorno de una copa. ¿O eran dos perfiles que se miraban a través de la piedra? Le resultó vagamente familiar; sin embargo, en aquel momento no logró situarlo. Bajo la escasa luz, brillaba con generosidad.

Render aceptó la bebida que le trajo el camarero.

—Quiero ser una terapeuta neuroparticipante —anunció ella.

Si hubiera podido ver, Render habría pensado que le estaba mirando, buscando una respuesta en su expresión. No pudo calcular qué quería que le dijera.

—Celebro su elección —comentó— y respeto su ambición. —Intentó transmitir la sonrisa por medio de su voz—. No es fácil, desde luego, ya que no todos los requisitos son académicos.

—Lo sé —dijo ella—. Pero también soy ciega de nacimiento y no resultó fácil llegar hasta aquí.

— ¿De nacimiento? —repitió él—. Creí que había perdido la vista hace poco. Entonces, realizó sus primeros estudios y pasó ala facultad de medicina sin ver… Es… bastante impresionante.

—Gracias —dijo ella—, pero no lo es. No. Oí hablar de los primeros neuroparticipantes… Bartelmetz y los demás… cuando era una niña, y en ese momento decidí que quería ser uno. Desde entonces, mi vida ha sido gobernada por ese deseo.

— ¿Y cómo se las arreglaba en los laboratorios? —preguntó—. Sin poder ver un espécimen ni mirar a través del microscopio. O con tantas lecturas como había.

—Le pagaba a gente para que me leyera las asignaturas. Grabé todo. La facultad comprendió que quería ingresar en psiquiatría, y me permitió un trato especial en las prácticas. En la disección de cadáveres me guiaban los ayudantes de laboratorio, que me describían todo con detalle. Puedo reconocer las cosas con el tacto… y tengo una memoria como la suya con el menú. —Sonrió—. «La calidad de los fenómenos de la psicoparticipación sólo puede ser valorada por el propio terapeuta en ese momento fuera del tiempo y del espacio, tal como nosotros los conocemos, cuando se encuentra en el centro de un mundo construido del material de los sueños de otro hombre, donde reconoce la arquitectura no euclidiana de la aberración y coge a su paciente de la mano y se lanza a recorrer el paisaje… Si puede traerle de regreso a la realidad, entonces sus juicios fueron buenos, sus actos válidos».

—De Por Qué No Psicometría en Éste Lugar —musitó Render.

—… de Charles Render, Doctor en Medicina.

—La cena ya viene en nuestra dirección —observó, cogiendo el vaso al tiempo que la comida de preparación rápida era enviada hacia ellos por la boya de la cocina.

—Ésa es una de las razones por las que quería conocerle —continuó, alzando la copa cuando los platos sonaron ante ella—. Quiero que me ayude a convertirme en un Modelador.

Sus ojos ocultos tras las gafas, tan vacíos como los de una estatua, le buscaron de nuevo.

—La suya es una situación absolutamente única —comentó—. Nunca ha habido un neuroparticipante ciego de nacimiento… por motivos obvios. Tendría que considerar todos los aspectos de la situación antes de poder darle un consejo. Pero ahora comamos. Estoy hambriento.

—De acuerdo. Pero mi ceguera no significa que nunca haya visto.

No le preguntó qué quería decir con eso, ya que en ese momento tenía ante él unas costillas excelentes y a su lado una botella de Chambertin. Sin embargo, cuando ella sacó las manos de debajo de la mesa, se detuvo el tiempo suficiente para observar que no llevaba ningún anillo.

—Me pregunto si aún estará nevando —dijo mientras tomaban el café—. Nevaba bastante cuando entré en la cúpula.

—Espero que sí —repuso ella—, aunque hace que la luz se torne difusa y no me permite «ver» nada. Me gusta sentir la nieve cayendo a mí alrededor y dándome en la cara.

— ¿Cómo se las arregla para ir de un lado a otro?

—Gracias a mi perro, Sigmund… Hoy le he dado la noche libre. —Sonrió—. Puede guiarme por todas partes. Es un pastor mutante.

— ¿Oh? —Render sintió curiosidad—. ¿Es capaz de hablar mucho? Ella asintió.

—No obstante, esa operación no tuvo tanto éxito en él como en muchos otros. Posee un vocabulario de unas cuatrocientas palabras, pero creo que hablar le produce dolor. Es muy inteligente. Tiene que conocerle.

Render comenzó a especular de inmediato. Había hablado con semejantes animales en conferencias médicas recientes, y quedó sorprendido por la combinación de habilidad de raciocinio y la devoción que sentían por sus amos. Se requería mucha manipulación de los cromosomas, seguido de una delicada cirugía en el embrión, para proporcionarte a un perro una capacidad cerebral superior a la de un chimpancé. Eran precisas varias operaciones suplementarias para conseguir la habilidad vocal. La mayoría de esos experimentos terminaban en fracasos, y los doce cachorros que, aproximadamente, se lograban al año, se valoraban alrededor de los cien mil dólares cada uno. Entonces, mientras encendía un cigarrillo, se dio cuenta de que la piedra del medallón de la señorita Shallot era un rubí auténtico. Comenzó a sospechar que su admisión en la facultad de medicina podría deberse, aparte de su historial académico, a un considerable donativo a dicha facultad. No obstante, quizá estuviera siendo injusto, se reprendió a sí mismo.

—Sí —dijo—, podríamos escribir un artículo sobre la neurosis canina. ¿Se refiere alguna vez a su padre como «ese hijo de pastor hembra»?

—Nunca conoció a su padre —repuso ella con bastante frialdad—. Le criaron separado de los demás perros. Su actitud no podría considerarse típica. No creo que jamás llegue a conocer la psicología funcional del perro por un mutante.

—Supongo que tiene razón —aceptó, descartando el tema—. ¿Más café?

—No, gracias.

Pensando que ya era hora de proseguir la discusión, dijo:

—Así que quiere ser un Modelador…

—Si.

—Detesto ser quien destruya las aspiraciones de una persona —afirmó—. Lo odio como el veneno. A menos que carezcan por completo de una base real. Entonces, puedo ser despiadado. Así que… con franqueza, honestidad y toda sinceridad, no veo cómo podría conseguirlo. Quizá sea usted una buena psiquiatra… pero, en mi opinión, existe un impedimento físico y mental para que usted llegue a ser alguna vez una neuroparticipante. En lo que respecta a mis razones…

—Espere —interrumpió ella—. Aquí no, por favor. Complázcame. Estoy cansada de este lugar asfixiante… lléveme a alguna otra parte para hablar. Creo que podría convencerle de que existe una forma.

— ¿Por qué no? —Se encogió de hombros—. Dispongo de tiempo. Bueno… ¿adónde quiere ir?

— ¿Un paseo a ciegas?

Reprimió tina involuntaria risita ante la expresión, pero ella se rio abiertamente.

—Perfecto, pero aún estoy sediento.

Pidieron una botella de champán y, a pesar de sus protestas, él firmó la cuenta. Llegó en una vistosa cesta «Beba Mientras Conduce» y, entonces, se levantaron. Ella era alta, pero él era más alto.

Paseo a ciegas.

Un único término para designar multitud de prácticas relacionadas con el vehículo deconducción automática. Recorrer a toda velocidad el país en las seguras manos de un chofer invisible, todas las ventanillas opacas, noche oscura, un cielo alto, los neumáticos atacando la carretera como cuatro sierras fantasmales —saliendo del punto de partida y acabando en el mismo lugar, sin saber jamás adónde vas o dónde has estado—; entonces, es posible, durante un momento, encender cierto sentimiento de individualidad en el cerebro más frío, producir una momentánea consciencia del «yo» gracias a un distanciamiento de todo salvo del sentido de movimiento. Esto se debe a que el movimiento a través de la oscuridad es la abstracción definitiva de la vida misma… por lo menos, es lo que dijo uno de los Comediantes Vitales, y todo el público se rio.

En realidad, el fenómeno conocido como paseo a ciegas primero cobró auge (tal como cabía suponer) entre ciertos miembros más jóvenes de la comunidad, cuando las autopistas monitorizadas les privaron de los medios para llevara cabo con sus automóviles algunas de las formas más individualistas, que habían llegado a ser desaprobadas por la Autoridad Nacional de Control de Tráfico. Había que hacer algo.

Se hizo.

La primera reacción desastrosa consistió en el simple acto de ingeniería de desconectar la unidad de control de transmisión una vez se entraba en la autopista monitorizada. El resultado era que el coche desaparecía de los datos del monitor y pasaba de nuevo al control de sus ocupantes. Celoso como una deidad, un monitor no tolera aquello que niega su omnisciencia programada; echa rayos y truenos en el Puesto de Control de Autopistas más próximo al punto en que ha desaparecido el último contacto, enviando alados serafines en busca de lo que se ha perdido de vista.

Sin embargo, a menudo se conseguía demasiado tarde, pues las carreteras son muchas y bien pavimentadas. Al principio, resultaba relativamente fácil eludir la detección.

Los demás vehículos se comportaban necesariamente como si el rebelde no tuviera una existencia real. No podían tener en cuenta su presencia.

Encajonado en un sector de la carretera de denso tráfico, el transgresor se expone a la aniquilación inmediata en caso de una aceleración general o cambio en el patrón de tráfico que traslade la circulación a su posición, en teoría libre. Esto, en la primera época de los controles monitorizados, provocó una rápida sucesión de choques. Posteriormente, los aparatos de monitorización se hicieron más sofisticados, y los interruptores mecanizados redujeron la frecuencia de colisiones debida a tales actos. No obstante, el tipo de contusiones y magulladuras que se producían no se alteró.

La siguiente reacción se basó en algo que se había pasado por alto, pero que era obvio. Los monitores llevaban a las personas a sus destinos únicamente porque éstas les indicaban que querían ir allí. Si alguien pulsaba una serie de coordenadas al azar, sin referencia a ningún mapa, o bien quedaba con un automóvil parado en el que se encendía una luz de «VUELVA A VERIFICAR SUS COORDENADAS» o era lanzado de repente en cualquier dirección. Esto último posee un cierto atractivo romántico, ya que ofrece velocidad, vistas inesperadas y manos libres. Además, es absolutamente legal; y, de esta manera, si uno tiene los suficientes medios económicos y resistencia glútea, se pueden recorrer dos continentes.

Tal como sucede siempre en semejantes casos, la práctica se extendió hacia las generaciones mayores. Los profesores que sólo conducían los domingos cayeron en desgracia como objetivos de venta de coches usados. Así es como acaba el mundo, dijo el animador.

En cualquier caso, el coche diseñado para circular por autopistas monitorizadas es una unidad móvil eficaz, con retrete, aparador, compartimento refrigerador y mesa de juego. También está acondicionado para que duerman dos con comodidad y cuatro bastante apretados. En ocasiones, tres pueden ser una verdadera multitud.

Render condujo fuera de la cúpula hacia el arcén lateral. Detuvo el coche.

— ¿Quiere introducir algunas coordenadas?, preguntó.

—Hágalo usted. Mis dedos conocen demasiadas.

Render pulsó botones al azar. El Spinner se adentró en la autopista. Entonces, le pidió que ganara velocidad, y éste se metió en el carril de alta aceleración.

Las luces del Spinner abrieron agujeros en la oscuridad. La ciudad retrocedió a toda velocidad; era una hoguera llameante a ambos lados de la carretera, agitada por súbitas ráfagas de viento, oculta por blancas turbulencias, oscurecida por la continua caída de ceniza gris.

Render sabía que su velocidad sólo era el sesenta por ciento de la que podría haber sido en una noche despejada y seca.

No veló las ventanillas, sino que se echó hacia atrás y miró por ellas. Eileen «observaba» al frente, a la poca luz que había. Ninguno habló durante diez o quince minutos.

La ciudad encogió a medida que avanzaban. Después de un rato, empezaron a aparecer pequeñas secciones de carretera abierta.

—Descríbame el exterior-dijo ella.

— ¿Por qué no me pidió que le describiera su cena o la armadura que había al lado de nuestra mesa?

—Porque degusté una y palpé la otra. Esto es distinto.

—Está cayendo la nieve. Quítela, y lo que queda es negro.

—¿Qué más?

—En la carretera hay aguanieve. Cuando empiece a congelarse, el tráfico se hará lento a menos que dejemos atrás la tormenta. El aguanieve se parece a un viejo y oscuro jarabe que comienza a azucararse encima.

— ¿Algo más?

—Eso es todo.

— ¿Nieva más o menos que cuando nos marchamos del club?

—Yo diría que más.

— ¿Podría servirme una copa? —le pidió.

—Desde luego.

Giraron los asientos hacia adentro y Render alzó la mesa. Cogió dos vasos del aparador.

—A su salud —brindó Render después de haberlos llenado.

—A la suya.

Render vació la copa de un trago. Ella la sorbió. Aguardó su siguiente comentario. Sabia que dos no pueden practicar el juego socrático, y esperaba que formulara más preguntas antes de revelar lo que de verdad quería.

— ¿Qué es lo más hermoso que ha visto en su vida? —inquirió ella.

Si, concluyó, había supuesto correctamente.

—El hundimiento de la Atlántida —contestó sin vacilación.

—Hablaba en serio.

—Yo también.

— ¿Le importaría explicarse?

—Yo hundí la Atlántida personalmente —dijo—. Fue hace unos tres años. ¡Y por Dios que era hermosa! Llena de torres de marfil, minaretes dorados y balcones de plata. Había puentes de ópalo, gallardetes carmesíes y un río blanco lechoso que fluía entre riberas de color limón. Había capiteles de jade y árboles tan viejos como el mundo que acariciaban el vientre de las nubes; y en el gran puerto marítimo de Xanadu navíos construidos con tanta delicadeza cono instrumentos musicales, todos meciéndose con las mareas. Los doce príncipes del reino se habían reunido en el Coliseo del Zodiaco, sostenido por doce columnas, para escuchar a un griego tocar el saxo en el crepúsculo.

»El griego, por supuesto, era un paciente mío… paranoico. La etiología del asunto es más bien complicada, pero eso es lo que me encontré en su mente. Le di rienda suelta durante un rato, y al final tuve que partir la Atlántida por la mitad y hundirla por completo a cinco brazas de profundidad. De nuevo ha vuelto a tocar y, sin duda, usted lo habrá oído, si es que le gusta esa música. Es bueno, todavía le veo periódicamente, pero ya no es el último descendiente del mayor juglar de la Atlántida. Sólo es un buen saxofonista de finales del siglo veinte.

»A veces, sin embargo, cuando miro hacia atrás, al apocalipsis que desencadené dentro de su visión de grandeza, experimento una fugaz sensación de belleza perdida… porque, durante un único momento, sus sentimientos anormalmente intensos fueron los míos, y él sintió que su sueño era lo más hermoso del mundo.

Volvió a llenar los vasos.

—Yo no me refería a eso —dijo ella.

—Lo sé.

—Hablaba de algo real.

—Le aseguro que fue más real que lo real.

—No lo dudo, pero…

—… Pero destruí la base que estaba estableciendo para su argumento. Muy bien, me disculpo. Empezaremos de nuevo. He aquí algo que podría ser real:

»Avanzamos a lo largo del borde de una gran cuenca de arena. En su interior, la nieve se amontona poco a poco. En primavera, ésta se derretirá, las aguas impregnarán la tierra o serán evaporadas por el calor del sol. Nada crece en la arena, excepto algún que otro cactus. Aquí sólo viven las serpientes, unos pocos pájaros, insectos, animales de madriguera y uno o dos coyotes. A primera hora de la tarde, estos seres buscarán la sombra. Cualquier lugar donde haya un poste, una roca, una calavera o un cactus que tape el sol; entonces, verá la vida encogiéndose ante los elementos. Pero los colores son increíbles y los elementos son, casi, más hermosos que aquello que destruyen.

—No existe un lugar así cerca de aquí—comentó ella.

—Si yo lo digo, entonces existe, ¿no? Yo lo he visto.

—Sí… Tiene razón.

—Y, si yo lo he visto, no importa que sea un cuadro pintado por una mujer llamada O’Keefe o un paisaje que esté del otro lado de la ventanilla, ¿cierto?

—Acepto la verdad del diagnóstico —concedió ella—. ¿Quiere decirlo por mí?

—No, continúe.

Llenó una vez más los vasos pequeños.

—El daño está en mis ojos —afirmó—, no en mi cerebro. —Le encendió el cigarrillo—. Si entro en otros cerebros, puedo ver con otros ojos. —Encendió su cigarrillo—. La neuroparticipación se basa en el hecho de que dos sistemas nerviosos pueden compartir los mismos impulsos, las mismas fantasías…

—Fantasías controladas.

—Podría realizar terapia y, al mismo tiempo, experimentar auténticas impresiones visuales.

—No —dijo Render.

— ¡Usted no sabe lo que es estar separada de toda un área de estímulos! Saber que un mongólico puede experimentar algo que no llegarás a conocer jamás… y que no es capaz de apreciarlo porque, como tú, fue condenado desde antes de nacer por el tribunal del azar biológico, en un lugar donde no existe la justicia, sólo la pura y simple casualidad.

—El universo no inventó la justicia. Lo hizo el hombre. Desgraciadamente, el hombre debe vivir en el universo.

—No le estoy pidiendo ayuda al universo… se la pido a usted.

—Lo siento —dijo Render.

— ¿Por qué no quiere ayudarme?

—En este momento usted está demostrando mi principal motivo para no hacerlo.

— ¿Qué es…?

—La emoción. Esto significa demasiado para usted. Cuando el terapeuta se encuentra en fase con un paciente, está narcoeléctricamente separado de la mayoría de sus propias sensaciones corporales. Es necesario… porque su mente ha de estar completamente concentrada en la tarea que le ocupa. También es necesario que sus emociones experimenten una suspensión similar. Desde luego, eso es imposible, ya que una persona, hasta cierto grado, siempre emite emociones. Pero las del terapeuta se subliman en un sentimiento generalizado de júbilo… o, como en mi propio caso, de contemplación artística. En el suyo, sin embargo, la «visión» resultaría excesiva. Se hallaría en peligro constante de perder el control del sueño.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Claro que no. Pero el hecho sigue siendo que usted estaría en contacto, y de manera constante, con lo anormal. El poder de una neurosis es inimaginable para el noventa y nueve punto etcétera por ciento de la población, ya que somos incapaces de juzgar correctamente la intensidad de la nuestra… y menos la de otro, cuando sólo podemos verla desde el exterior. Ésa es la razón por la que nunca un neuroparticipante aceptará tratar a un psicótico absoluto. Los pocos pioneros que lo hicieron, hoy en día se encuentran sometidos a terapia. Sería como meterse en un remolino. Si el terapeuta pierde el control en una sesión intensa, se convierte en el Modelado en vez del Modelador. Las sinapsis responden como una reacción de fisión cuando los impulsos nerviosos se ven incrementados de manera artificial. El efecto de transferencia es casi instantáneo.

» Hace cinco años solía esquiar mucho porque padecía de claustrofobia. Tenía que correr, y tardé seis meses en superarlo… todo ello debido a un pequeño desliz acaecido en una fracción de instante que es incapaz de ser medida. Me vi obligado a remitir al paciente a otro terapeuta. Y ésta fue sólo una de las repercusiones menores. Si te distraes con el paisaje, podrías terminar en un sanatorio por el resto de tu vida.

Ella acabó su copa y Render volvió a llenarle el vaso. La noche pasaba veloz a su lado. Habían dejado la ciudad muy lejos ya, y la carretera estaba abierta y despejada. La oscuridad se mitigaba cada vez más entre los copos que caían. El Spinner cogió velocidad.

—De acuerdo-admitió ella, —quizá tenga razón. No obstante, aún creo que usted podría ayudarme.

— ¿Cómo? —preguntó.

—Acostúmbreme a ver, de modo que las imágenes pierdan su novedad, que las emociones decrezcan. Acéptense como paciente y quíteme mi ansiedad visual. Entonces, todo lo que ha dicho dejará de ser aplicable. Podré emprender el entrenamiento y concentrar toda mi atención en la terapia. Seré capaz de sublimar mi placer visual en otra cosa.

Render lo meditó.

Tal vez pudiera hacerse. Sin embargo, seria una empresa difícil. También podría llegar a hacer historia terapéutica.

En realidad, no habla nadie cualificado para llevado a cabo, ya que nadie lo había intentado antes.

Pero Eileen Shallot era una rareza —no, un ejemplar único—, pues era probable que fuera la única persona en el mundo que combinara la preparación técnica necesaria con ese problema singular.

Vació el vaso de un trago. Lo llenó de nuevo y también el de ella.

Todavía lo meditaba cuando se encendió la luz de «RECTIFIQUE COORDENADAS» momento en que el coche se detuvo y se quedó parado allí. Desconectó la alarma y permaneció sentado un rato, pensando.

No era frecuente que otras personas le oyeran reconocer abiertamente su habilidad. Sus colegas le consideraban modesto. Sin embargo, y sobre la marcha, se podía apuntar que era consciente de que el día en que apareciera un mejor neuroparticipante que él, sería el día en que un homo sapiens perturbado debería ser tratado poco menos que por ángeles.

Sólo quedaba champán para esas dos últimas copas. Tiró la botella vacía al recipiente de la basura que había en la parte de atrás.

— ¿Sabe una cosa? —dijo por fin.

— ¿Qué?

—Tal vez valga la pena intentarlo.

Entonces, giró el asiento y se inclinó hacia adelante para introducir coordenadas nuevas, pero ella apareció allí primero. Mientras pulsaba los botones y el S-7 daba media vuelta, le besó. Bajo las gafas oscuras, sus mejillas estaban húmedas.