Capítulo IV

Lo sencillo, lo directo y lo brusco. Eso es la Catedral de Winchester», ponía la guía. «Con sus columnas que van desde el suelo al techo, como enormes troncos de árboles, logra un control despiadado sobre sus espacios: los techos son lisos; cada vano, separado por las columnas, es en sí mismo un símbolo de certeza y estabilidad. Ciertamente, parece reflejar algo del espíritu de Guillermo el Conquistador. Su desdén por el simple acabado y su apasionada entrega al amor de otro mundo, también podrían hacer que se pareciera al decorado adecuado para algún relato de Mallory…».

—Observen sus capiteles acanalados —dijo el guía—. En sus primitivas estrías, anticiparon lo que luego se convertiría en un motivo corriente…

— ¡Aghh! —exclamó Render… aunque en voz baja, ya que se encontraba entre un grupo de visitantes en el interior de una iglesia.

—Shh —dijo Jill (Fotlock… ése era su verdadero apellido). DeVille. Pero Render estaba tan impresionado como afligido.

No obstante, odiar la afición de Jill se había convertido en un reflejo para él, de modo que antes preferiría sentarse en un aparato oriental que echara gota a gota agua sobre su cabeza a reconocer que, de vez en cuando, disfrutaba recorriendo las arcadas y las galerías, los pasajes y los túneles, y quedar sin aliento subiendo las altas escaleras en caracol de las torres.

Así que lo inspeccionó todo con la mirada, lo quemó todo cerrando los ojos para reconstruirlo otra vez con las cenizas aún humeantes del recuerdo; de tal forma que, en una fecha posterior, fuera capaz de repetirlo, ofreciéndole la visión a su única paciente que sólo podía ver de esa manera. Éste edificio le desagradaba menos que la mayoría. Sí, se lo llevaría a ella.

Mientras la cámara de su mente fotografiaba el entorno, Render siguió andando con los otros, el abrigo sobre el brazo, los dedos ansiosos por sacar un cigarrillo. Se mantuvo ocupado ignorando al guía, dándose cuenta de que eso era el nadir de todas las formas de protesta humana. Mientras caminaba por Winchester, recordó las dos últimas sesiones con Eileen Shallot.

De nuevo vagó con ella.

Donde la pantera camina sobre la alta rama…

Vagaron.

Donde el ciervo se revuelve furioso contra el hambre…

Se habían detenido cuando ella se llevó el dorso de las manos a sus sienes, con los dedos abiertos, y le miró de soslayo, los labios abiertos como si fuera a formular una pregunta.

—Astas —había dicho él.

Ella asintió, y el ciervo se acercó.

Las palpó, le acarició el hocico, inspeccionó sus patas.

—Sí —había dicho ella, y el ciervo dio media vuelta y se alejó; y la pantera había saltado sobre su lomo para desgarrarle el cuello.

Observó mientras intentaba herir con su cornamenta al felino por dos veces y, luego, moría. La pantera arrancó trozos de carne del cadáver y ella apartó la vista.

Donde la serpiente de cascabel calienta su fláccido cuerpo al sol sobre una roca…

Por tres veces la contempló enroscarse y atacar. Luego, tanteó sus cascabeles. Se volvió hacia Render.

— ¿Por qué éstas cosas?

—Más que lo idílico has de conocer —había contestado él, y señaló.

… Donde el cocodrilo duerme en la orilla del pantano con el barro endurecido sobre su cuerpo.

Tocó la piel laminada. El animal bostezó. Ella estudió sus dientes, la estructura de la quijada.

Los insectos zumbaron a su alrededor. Un mosquito se posó en su brazo y comenzó a picarla. Lo aplastó y se rio.

— ¿He aprobado? —preguntó.

Render sonrió y asintió con la cabeza…

—Resistes bien.

Dio una palmada y el bosque desapareció, el pantano desapareció.

Se hallaron descalzos sobre arenas ondulantes, y el sol y su fantasma cayó sobre ellos desde la superficie del agua que flotaba encima de sus cabezas. Un cardumen de peces brillantes nadó entre ellos, y las algas serpentearon de un lado a otro, limpiando las corrientes que atravesaban.

Sus cabellos se elevaron y se movieron como las algas, y sus ropas se agitaron. Espirados, intrincados y retorcidos; rosados, azules, blancos, rojos y marrones, ante ellos estaban los rastros de las conchas marinas, que conducían más allá de paredes de coral, de montones de piedras pulidas por el paso de las aguas, donde las bocas sin dientes y sin lenguas de las almejas se abrían.

Atravesaron el verde.

Ella se agachó y buscó entre las conchas. Cuando volvió a erguirse, sostenía una enorme, fina como la cáscara de un huevo y con forma de trompeta, de un azul pálido, cuya concavidad en espiral podría haber sido la huella del pulgar de un gigante, que se enrollaba hasta llegar a un apéndice ganchudo a través de pipetas delgadas como espaguetis.

—Ésta es —afirmó ella—. La concha original de Dédalo.

— ¿La concha de Dédalo?

— ¿Es que no conocéis la historia, milord, de cómo el más grande de los artífices, Dédalo, se ocultó una vez y fue buscado por el Rey Minos?

—Recuerdo vagamente…

—Lo buscó por todo el mundo antiguo, pero sin éxito. Porque Dédalo, con su arte, casi podía duplicar los cambios de Proteo. Pero, al final, uno de los consejeros del Rey ideó un plan para localizarlo.

— ¿Cuál?

—Por medio de esta concha, esta misma concha que sostengo ante vos y que os doy este día, mi artífice.

Render cogió la creación de ella en sus manos y la estudió.

—La envió por las diversas ciudades del Egeo —explicó ella— y ofreció una gran recompensa al hombre que fuera capaz de pasar por todas sus cámaras y corredores una sola hebra de hilo.

—Creo que lo recuerdo…

— ¿Cómo se consiguió, por qué? Minos sabía que el único hombre que podría descubrir la forma de conseguirlo sería el más grande de los artífices, y también conocía el orgullo de ese Dédalo… Sabía que intentaría lo imposible, con el fin de demostrar que era capaz de hacerlo que otros hombres no podían.

—Sí —dijo Render, mientras introducía un filamento de seda en la abertura de un extremo y lo veía salir por el otro—. Sí, lo recuerdo. Colocó un diminuto nudo corredizo ajustado al cuerpo de un insecto… un insecto al que indujo a entrar por un extremo, sabiendo que estaba acostumbrado a los laberintos oscuros y que su fuerza era muy superior a su tamaño.

—… Y así ensartó la concha y recogió la recompensa, y fue apresado por el Rey.

—Que eso sirva como lección a todos los Modeladores: modelad con sabiduría, pero no con excesiva habilidad.

Ella se rio.

—Claro está, luego logró escapar.

—Por supuesto.

Subieron por una escalera de coral.

Render retiró el hilo, se llevó la concha a los labios y sopló. Una única nota sonó bajo los mares.

Donde la nutria se alimenta de peces…

La ágil forma de torpedo pasó nadando a su lado, invadiendo un cardume, engullendo a los peces.

La observaron hasta que se sació y regresó a la superficie. Prosiguieron su ascenso por la espinosa escalera.

Sus cabezas se elevaron por encima del agua; luego, los hombros, los brazos, las caderas, hasta que se encontraron, secos y cómodos, sobre una pequeña playa. Entraron en el bosque que la bordeaba y caminaron al lado de la corriente que bajaba hacia el mar.

Donde el oso negro busca raíces y miel, donde el castor golpea el barro con su cola en forma de remo…

—Palabras —dijo ella, tocándose el oído.

—Sí, pero contempla al oso y al castor. Así lo hizo.

Las abejas zumbaban enloquecidas alrededor del oscuro merodeador, el fango saltaba bajo la cola del roedor.

—Castor y oso —dijo ella—. ¿Adonde vamos ahora? —preguntó cuando él reanudó la marcha.

Hacia el azúcar que crece, la plantación de algodón cubierta de flores amarillas, el arrozal en su bajo y húmedo campo —replicó él, y continuó andando.

— ¿Qué dices?

—Mira a tú alrededor y ve. Observa las plantas, sus formas y sus colores. Caminaron y dejaron todo eso atrás.

Hacia el placaminero occidental —dijo Render—, hacia el maíz de largas hojas, el lino de delicadas flores azules.

Ella se arrodilló, los estudió, olió, tocó, probó.

Atravesaron los campos, y ella sintió la tierra negra bajo sus pies.

—… Hay algo que trato de recordar —comentó.

Hacia el centeno verde oscuro —dijo él—, mientras se agita y resguarda en la brisa.

—Aguarda un minuto, Dédalo —le pidió ella—. Me viene despacio. Me estás concediendo un deseo que jamás formulé en voz alta.

—Subamos esa montaña —sugirió él—, ayudándonos con las ramas delgadas y bajas.

Así lo hicieron, y dejaron la tierra lejos, debajo de ellos.

—Rocas, y un viento frío. Alto es este lugar —dijo ella—. ¿Adonde vamos?

—A la cima. A la misma cima.

Ascendieron durante un momento infinito y se irguieron sobre la cima de la montaña. Entonces, pareció como si hubieran transcurrido horas en la subida.

—Distancia. Perspectiva —anunció él—. Hemos pasado por todo lo que ves debajo de ti. Mira el mar, más allá de las praderas y el bosque.

—Hemos escalado una montaña ficticia —afirmó ella—, que yo había ascendido ya sin verla.

El asintió, y, bajo el otro cielo azul, el océano volvió a atraer la atención de ella.

Después de un rato, dio media vuelta y bajaron por la otra cara de la montaña. Una vez más, el Tiempo se retorció y reformó alrededor de ellos, y se encontraron al pie de la montaña y prosiguieron la marcha.

—… Recorremos el sendero muy usado que hay entre la hierba y apartamos las hojas de los matorrales.

— ¡Ahora lo sé! —exclamó ella, dando una palmada—. ¡Ahora lo sé!

—Entonces, ¿dónde nos encontramos? —preguntó Render.

Ella arrancó una brizna de hierba y la alzó ante él; luego, la masticó.

— ¿Dónde? —repitió ella—. Donde la codorniz corretea entre el bosque y el trigal, por supuesto.

En ese momento, una codorniz atravesó el sendero a toda carrera, y la fila que formaba su carnada la siguió como si estuviera enhebrada por un hilo.

—Siempre me he preguntado cómo era —dijo ella.

Continuaron por el oscurecido sendero, entre el bosque y el trigal.

—… Tantas cosas —indicó ella—, como un catálogo de Sears & Roebuck de los sentidos. Aliméntame con otra frase.

Donde el murciélago vuela en el anochecer del séptimo mes —dijo Render, alzando una mano. Ella agachó la cabeza ante su pasada rasante, y la forma oscura desapareció en el bosque.

Donde el gran insecto dorado cae en la penumbra —replicó ella.

… Y resplandeció como un meteorito de veinticuatro quilates y cayó en el sendero a los pies de él. Permaneció allí durante un momento como si fuera un escarabajo bañado por el sol; luego, se deslizó a través de la hierba que bordeaba el costado del camino.

—Ya recuerdas —afirmó él.

—Ya recuerdo —le dijo ella.

La noche del séptimo mes era fresca; unas estrellas de fulgor pálido comenzaron a aparecer en el cielo. A medida que caminaban, le fue señalando las constelaciones. Una media luna se asomó por encima del borde del mundo, y otro murciélago la atravesó. Un búho ululó en la distancia. La charla de los grillos emergió de la maleza. El brillo persistente del fin del día todavía llenaba el mundo.

—Hemos llegado lejos —dijo ella.

— ¿Cuan lejos? —preguntó él.

—Hasta donde el arroyo mana de las raíces del árbol anciano y fluye al prado —declaró.

—Sí —repuso él, y alargó la mano y se apoyó contra el gigantesco árbol al que habían arribado.

Brotando de entre sus raíces estaba el manantial que alimentaba la corriente que habían seguido antes. Como una cadena de campanillas cuyos ecos se perdían en la distancia, sonaba mientras saltaba en el aire y caía de nuevo sobre sí misma, para fluir y alejarse de ellos. Se deslizó entre los árboles, penetrando el terreno, enroscándose y abriéndose paso hacia el mar.

Ella se metió en el agua y chapoteó. Ésta se elevó en un arco y espumeó a su alrededor. Llovió sobre ella y corrió a lo largo de su espalda y cuello, de sus pechos, sus brazos y sus piernas, retornando a su cauce.

—Ven, el arroyo mágico es delicioso —dijo.

Pero Render negó con un movimiento de cabeza y esperó. Ella salió del agua, se sacudió y estuvo seca.

—Hielo y arcoiris —comentó.

—Sí —corroboró Render—, y olvidé gran parte de lo que viene a continuación.

—Yo también, pero recuerdo que un poco más adelante el sinsonte emite sus hermosos gorjeos, ríe, grita, llora.

Y Render se sobresaltó al oír al sinsonte.

—Ése no era mi sinsonte —declaró. Ella se rio.

— ¿Qué importa? En cualquier caso, le faltaba poco para que llegara su turno. —Él sacudió la cabeza y dio media vuelta. Ella volvió a estar a su lado—. Lo siento. Tendré más cuidado.

—Muy bien.

Caminó por el campo.

—Olvido lo que viene después.

—Yo también.

Dejaron la corriente atrás.

Atravesaron la hierba inclinada, yendo por praderas llanas y sin límite; y todo, salvo la cima de la corona del sol, se desvaneció.

Donde las sombras se alargan sobre los interminables y solitarios prados…

— ¿Has dicho algo? —preguntó ella.

—No. Pero ya lo recuerdo. Éste es el lugar donde las manadas de búfalos se extienden por los kilómetros cuadrados próximos y lejanos.

A su izquierda, una oscura masa fue cobrando forma poco a poco; mientras la observaban, pudieron distinguir las formas del gran bisonte de las llanuras americanas. Lejos de los rodeos, las exposiciones de ganado y las caras de las monedas de níquel, los animales ahora se erguían, individuales y oscuros, oliendo a tierra, lentos, enormes y peludos; se arracimaban uno al lado del otro, los cuernos de sus cabezas bajos, balanceando sus grandes lomos, el signo de Tauro, la inexorable fecundidad de la primavera, perdiéndose con el crepúsculo hacia lo ya recorrido y el pasado… donde el colibrí aletea con brillo trémulo, quizá.

Cruzaron la gran llanura y la luna ahora se encontraba sobre ellos. Finalmente, llegaron al otro extremo de tierra, donde había lagos altos y otro arroyo, estanques y otro mar. Pasaron cerca de granjas y jardines vacíos, y prosiguieron entre el sendero de las aguas.

Donde el cuello del longevo cisne se arquea y se curva —dijo ella al ver su primer cisne, que se deslizaba sobre el lago bajo la luz de la luna.

Donde la gaviota risueña surca veloz la playa —respondió él—, donde emite su risa casi humana.

Y la noche fue atravesada por la risa, aunque en nada parecida a la de una gaviota o un ser humano, porque Render jamás había oído reírse a una gaviota. Los sonidos cacareantes que había formado de la desnuda emoción helaron la noche que los envolvía.

Hizo que la noche volviera a ser cálida. Iluminó la oscuridad, la tiñó de plata. La risa se apagó y murió. Girando, una figura de gaviota se marchó en dirección al océano, oscura y plateada, oscura y plateada.

—Eso —anunció—, es todo por esta vez.

—Pero hay más, mucho más —dijo ella—. Retienes menús en la cabeza. ¿No recuerdas nada más de esto? Yo recuerdo algo sobre perdices durmiendo en un círculo con las cabezas hacia afuera, y a la garza coronada de amarillo alimentándose de cangrejos en el borde del marjal durante la noche, y a la chicharra en el nogal al lado del pozo de agua, y…

—Es exuberante, muy exuberante —dijo Render—. Tal vez demasiado.

Atravesaron limoneros y naranjales; pasaron bajo abetos y los lugares donde la garza se alimenta, y la chicharra cantó en el nogal al lado del pozo, y las perdices dormían en un círculo sobre el suelo, con las cabezas hacia afuera.

—La próxima vez, ¿me nombrarás a todos los animales? —preguntó ella.

—Sí.

Ella giró y subió por un pequeño sendero que iba hacia una granja, abrió la puerta delantera y entró. Sonriendo, Render la siguió.

Negrura.

Sólida, total… negra como sólo puede serlo el negro del vacío absoluto. No había nada en el interior de la granja.

— ¿Qué ocurre? —inquirió ella desde alguna parte.

—Una excursión no autorizada por el paisaje —contestó Render—. Estaba a punto de bajar el telón y tú decidiste que el espectáculo debía continuar. Por lo tanto, me contuve de suministrarte más detalles adicionales.

—No siempre puedo controlarlo —comentó ella—. Lo siento. Regresemos. He dominado el impulso.

—No, sigamos adelante —dijo Render—. ¡Luces!

Se hallaron en la cima de una colina alta, y los murciélagos que aleteaban delante de la media luna eran metálicos. La noche era fría y un sonido rechinante se alzó del cementerio de chatarra. Los árboles eran postes metálicos con las ramas fijadas a ellos. Bajo sus pies, la hierba era de plástico verde. Una gigantesca y vacía autopista surcaba la ladera de la colina.

— ¿Dónde… estamos? —preguntó ella.

—Ya has tenido tu Canción de Ti Misma —repuso—, con todo el narcisismo adicional con el que fuiste capaz de atiborrarla. Eso no tiene nada de malo en este lugar… hasta cierto punto. Pero te pasaste un poco. Creo que se ha hecho necesario un poco de equilibrio. No puedo permitirme jugar en cada sesión.

— ¿Qué vas a hacer?

—La Canción de «No Yo» —declaró, dando una palmada—. Sigamos andando.

Donde el cráter de polvo grita pidiendo agua, dijo una voz desde alguna parte… y ellos caminaron, tosiendo.

Donde el río contaminado no conoce nada vivo, dijo la voz, y la capa de impurezas es del color de la herrumbre.

Caminaron por la orilla del río sucio, y ella se tapó la nariz, pero eso no frenó el hedor.

Donde el bosque ha sido devastado y el paisaje es el Limbo.

Caminaron entre los troncos sesgados, pisando ramas desmenuzadas; las hojas secas crujieron bajo sus pies. Encima de ellos, la cara maliciosa de la luna estaba llena de cicatrices, y colgaba de una fina hebra del techo negro.

Caminaron como gigantes por mesetas áridas. Bajo las hojas, la tierra estaba agrietada.

… Donde la tierra abierta sangra en la vacía salbanda de la mina explotada.

A su alrededor había maquinaria abandonada. Montículos de tierra y rocas se veían desnudos bajo la noche. Los grandes hoyos del terreno estaban llenos de una excrecencia parecida a la sangre.

… Canta, Musa del Aluminio, tú que en el principio le enseñaste a aquel pastor cómo el museo y el proceso se elevaron del Caos; y si la muerte te complace más, ¡contempla el más grande Cementerio!

Se hallaron de regreso en la cima de la colina que daba al montón de chatarra. Estaba lleno de tractores, bulldozers y palas mecánicas, con grúas, excavadoras y camiones. Formaba una montaña de metales retorcidos, oxidados, rotos. Por doquier había armazones, láminas, resortes y vigas, y las sierras, palas y perforadoras estaban aplastadas. Era la Colina del Tesoro de las herramientas, la Fosa Común de las máquinas.

— ¿Qué…? —dijo ella.

—Chatarra —contestó él—. Ésta es la parte sobre la que no cantó Walt… las cosas que aplastaron sus briznas de hierba, las cosas que las arrancaron de cuajo.

Atravesaron el lugar de la maquinaria muerta.

—También está encantado —añadió—, en cierto sentido. Ésa máquina excavó un cementerio indio, y aquella taló el árbol más viejo del continente. Ésta abrió un túnel que desvió un río que convirtió un valle verde en un yermo. Ésa otra derribó las paredes del hogar de nuestros antepasados, y ésta levantó las vigas de las torres monstruosas que lo reemplazaron…

—Eres injusto —musitó ella.

—Por supuesto —afirmó Render—. Siempre deberías intentar un punto grande si quieres establecer uno pequeño. Recuerda, te llevé donde la pantera camina sobre la rama alta, donde la serpiente de cascabel calienta su fláccido cuerpo sobre una roca, donde el cocodrilo duerme en la orilla del pantano con el barro endurecido sobre su cuerpo. ¿Recuerdas lo que contesté cuando preguntaste: «Por qué estas cosas»?

—Dijiste: «Más que lo idílico has de conocer».

—Así es, y como de nuevo te mostraste tan ansiosa por tomar el control, decidí que un poco más de dolor y un poco menos de placer podrían reforzar mi posición. Creo que ya has comprendido qué es lo que va mal.

—Sí —dijo ella—. Lo sé. Pero ese cuadro mecánico que pavimenta el camino al infierno…

¿De verdad es blanco o negro? ¿Cuál es?

—Gris —le contestó—. Avancemos un poco más.

Rodearon un montículo de latas, botellas y muelles de camas. Se agachó al lado de un trozo de metal que sobresalía y abrió una compuerta.

—Observa. ¡Ahí lo tienes, oculto en el vientre de este enorme camión cisterna contra el paso de todas las eras!

Su resplandor fantástico llenaba la cavidad oscura con una suave luz verdosa, que irradiaba de donde centelleaba en el interior de una caja de herramientas que él había abierto.

—Oh…

—El Santo Grial —anunció él—. Es enanciadromía, querida. El círculo se cierra sobre sí mismo. Cuando pasa por su principio, la espiral comienza. ¿Cómo puedo juzgar yo? El Grial puede estar oculto dentro de una máquina. No lo sé. Las cosas cambian a medida que pasa el tiempo. Los amigos se convierten en enemigos, los males se tornan en beneficios. Pero frenaré el tiempo lo suficiente como para contarte una historia breve, en agradecimiento por tu regalo de la del griego, Dédalo. A mí me la contó un paciente llamado Rothman, un estudioso de la Cabala. Éste Grial que ves ante ti, símbolo de la luz, la pureza y la majestuosidad y santidad celestiales… ¿cuál es su origen?

—No se le ha dado ninguno —contestó ella.

—Ah, pero existe una tradición, una leyenda que Rothman conocía: El Grial fue entregado por Melquisedec, Alto Sacerdote de Israel, y destinado a llegar a las manos del Mesías. Pero ¿dónde lo obtuvo Melquisedec? Lo talló de una esmeralda gigantesca que había encontrado en el desierto, una esmeralda que cayó de la corona de Shmael, Ángel de la Oscuridad, cuando fue arrojado del Cielo. Ahí tienes tu Grial, de la luz a la oscuridad a la luz a la oscuridad a ¿quién sabe? ¿Cuál es el sentido de todo? La enanciadromía, querida… Adiós, Grial.

Cerró la tapa y todo fue oscuridad.

Entonces, mientras recorría la Catedral de Winchester, con los techos lisos por doquier, a su derecha una estatua decapitada (dijo el guía) por Cromwell, recordó la siguiente sesión. Recordó su casi involuntaria actitud adánica cuando nombró a todos los animales que pasaron ante ellos, guiados, por supuesto, por el único al que ella quería ver, con una expresión temerosa por la propia incomodidad que él experimentaba. Se había sentido agradablemente bucólico después de repasar un viejo texto de botánica, procediendo después a Modelar y nombrar las flores del campo.

Hasta ese momento, se habían mantenido fuera de las ciudades, muy lejos de las máquinas. Las emociones de ella aún eran demasiado intensas ante la visión de los objetos sencillos, introducidos con sumo cuidado, como para arriesgarse a lanzarla a un yermo tan complicado y caótico; le construiría su ciudad despacio.

Algo pasó a toda velocidad por encima de la catedral, emitiendo un estampido sónico. Durante un momento, Render cogió la mano de Jill y sonrió cuando ella alzó la vista hacia él. Sabiendo que bordeaba la belleza, por regla general Jill se tomaba grandes molestias para conseguirla. Sin embargo, aquel día se había recogido el pelo hacia atrás, y llevaba los labios y los ojos sin pintar; sus orejas eran diminutas, blancas y un poco puntiagudas.

—Observa los capiteles acanalados —susurró él—. En sus primitivas estrías anticiparon lo que luego se convertiría en un motivo corriente.

—Aghh —dijo ella.

— ¡Shh! —musitó una pequeña mujer bronceada que había cerca de ellos, cuyo rostro pareció resquebrajarse y volver a unirse cuando frunció los labios y, después, les devolvió su gesto normal.

Luego, mientras regresaban a pie a su hotel, Render preguntó:

— ¿Satisfecha con Winchester?

—Satisfecha con Winchester.

— ¿Feliz?

—Feliz.

—Bien; entonces, podemos marcharnos esta tarde.

—De acuerdo.

—A Suiza…

Ella se detuvo y jugueteó con un botón del abrigo de él.

— ¿No podríamos pasar primero uno o dos días viendo algún viejo castillo de Francia? Después de todo, sólo tendríamos que cruzar el Canal y tú podrías dedicarte a catar todos los vinos locales mientras yo…

—De acuerdo —aceptó él.

Ella levantó la vista… un tanto sorprendida.

— ¿Qué? ¿Sin discusión? —Sonrió—. ¿Dónde está tu espíritu combativo… que me dejas manejarte de esta manera?

Le cogió del brazo y siguieron paseando. Entonces, él dijo:

—Ayer, mientras galopábamos por las entrañas de aquel viejo castillo, oí un débil gemido; luego, una voz gritó: «¡Por el amor de Dios, Montresor!». Creo que se trataba de mi espíritu combativo, porque estoy seguro de que era mi voz. He renunciado a der geist derstets. ¡Pax vobiscum! Partamos hacia Francia. ¡Alors!

—Querido Rendy, sólo será un día o dos más…

—Amén —dijo él—, aunque los esquíes que con tanto ahínco lustré ya empiezan a perder su brillo.

Así lo hicieron, y a la mañana del tercer día, cuando ella le habló de castillos en España, él reflexionó en voz alta que mientras los psicólogos beben y únicamente se enfurecen, es sabido que los psiquiatras beben, se enfurecen y rompen cosas. Considerando tal comentario como una velada amenaza para las piezas que ella había coleccionado, se avino a los deseos de él de esquiar.

¡Libre! Render casi lo gritó.

Sentía los latidos del corazón en la cabeza. Se inclinó con firmeza. Giró a la izquierda. El viento le azotó la cara; una lluvia de cristales de hielo, como balas de esmeril disparadas por él, le arañaron la mejilla.

Estaba en movimiento. Sí… el mundo había acabado en Weissflujoch, y Dorftali descendía y se alejaba de este portal.

Sus pies eran dos ríos resplandecientes que corrían por las duras y curvas planicies; no se congelarían en su curso. Bajaba. Fluía. Lejos de todas las habitaciones del mundo. Lejos de la sofocante falta de intensidad, de las cien satisfacciones cotidianas, del ritmo destructivo de los entretenimientos forzados que mutilaban a la Hidra, ocio; lejos.

Y mientras huía pista abajo, sintió el fuerte deseó de mirar por encima del hombro, como para ver si el mundo que había dejado atrás y arriba había enviado una terrible encarnación de sí mismo, como una sombra, para perseguirle, abatirle y llevarle a rastras de regreso a un cálido y bien iluminado féretro en el cielo, donde reposaría con una estaca de aluminio clavada en su voluntad y una guirnalda de corrientes alternas asfixiando su espíritu.

—Te odio —jadeó entre dientes apretados, y el viento le devolvió sus palabras; entonces, se rio, ya que siempre analizaba sus emociones por puro reflejo; y añadió—: Orestes se marcha, enloquecido, perseguido por las Furias…

Después de un rato, la pendiente se niveló y llegó al final de la pista, donde tuvo que detenerse.

Fumó un cigarrillo y regresó a la cima, con el fin de volver a bajar por razones no terapéuticas.

Aquélla noche se sentó ante un gran fuego en el albergue, sintiendo cómo el calor penetraba en sus cansados músculos. Jill le masajeaba los hombros mientras él jugaba al test de Rorschach con las llamas: dio con una copa deslumbrante que le fue arrebatada en el mismo instante por el sonido de su nombre pronunciado en algún lugar del otro extremo de la Sala de los Nueve Hogares.

— ¡Charles Render! —dijo la voz (aunque sonó más como «Sharlz Runder»).

Volvió en el acto la cabeza en aquella dirección, pero sus ojos bailaron con demasiadas imágenes consecutivas para permitirle aislarla fuente de procedencia de la llamada.

— ¿Maurice? —preguntó pasado un momento—. ¿Bartelmetz?

—Sí —llegó la respuesta.

Entonces, Render vio el familiar semblante gris, sin cuello y casi sin cabello (que se asomaba por encima del jersey rojo y azul estirado despiadadamente alrededor de la redondez como una cuba de vino) del hombre que ahora se abría paso hacia ellos, evitando con destreza los bastones esparcidos, los esquíes apilados y a la gente que, como Jill y Render, desprecian sentarse en sillas.

—Has ganado peso —observó Render—. Eso no es saludable.

—Tonterías. Es todo músculo. ¿Cómo te ha ido y qué haces ahora? —Bajó la vista hacia Jill y ella le sonrió.

—Te presento a la señorita DeVille —dijo Render.

—Jill —comentó ella.

Inclinó levemente la cabeza y, por fin, soltó la dolorida mano de Render.

—… Es el profesor Maurice Bartelmetz, de Viena —concluyó Render—, ignorante discípulo de todas las formas del pesimismo dialéctico y un muy distinguido pionero de la neuroparticipación… aunque al mirarle nunca lo dirías. Tuve la gran fortuna de ser su pupilo durante un año.

Bartelmetz asintió y se mostró de acuerdo con él, y cogió el Schnapsflasche que Render sacó de una pequeña bolsa de plástico, aceptando el vaso plegable que llenó hasta el borde.

—Ah, sigues siendo un buen doctor —suspiró—. Has diagnosticado el caso en un momento y prescrito el medicamento adecuado. ¡Nozdrovia!

—Siete años en un trago —declaró Render, volviendo a llenar los vasos.

—Entonces, sorbiéndolo, haremos que el tiempo sea más maleable.

Se sentaron en el suelo y el fuego rugió en la chimenea de ladrillos mientras los leños ardían hasta convertirse en ramas, ramitas, palos finos, consumiendo capa tras capa de madera.

Render alimentó el fuego.

—Leí tu último libro —comentó al fin Bartelmetz con tono casual—, hace unos cuatro años. —Render calculó que ése era el tiempo correcto—. ¿Llevas a cabo alguna investigación ahora?

Con indolencia, Render atizó el fuego.

—Sí —respondió—. Algo así. —Miró a Jill, que dormitaba con la mejilla apoyada contra el brazo del enorme sillón de piel en el que estaba su maletín de primeros auxilios, los planos de su rostro todo carmesíes y titilantes sombras—. He dado con un tema bastante inusual y he comenzado un trabajo sobre corrupción que, con el tiempo, pretendo escribir.

— ¿Inusual? ¿En qué sentido?

—En primer lugar, ciega de nacimiento.

— ¿Estás utilizando la UNOT& R?

—Sí. Va a ser una Modeladora.

— ¡Verfluchter…! ¿Eres consciente de las posibles repercusiones?

—Desde luego.

— ¿Has oído hablar del desafortunado Pierre?

—No.

—Bien, eso significa que consiguieron mantenerlo en secreto. Pierre era un estudiante de filosofía en la Universidad de París y estaba haciendo un trabajo sobre la evolución de la consciencia. El verano pasado llegó a la conclusión de que era necesario que explorara la mente de un mono, supongo que con el propósito de comparar una mente moins-nausee con la suya. Sea como fuere, obtuvo de modo ilegal acceso a una UNOT& R y a la mente de nuestro peludo primo. Jamás se llegó a determinar hasta dónde llegó a exponer al animal al banco de estímulos, pero es de suponer que algunos puntos, al no ser inmediatamente trans-subjetivos entre el hombre y el mono —sonidos de tráfico und so weiter—, fueron los que aterraron al animal. Pierre aún sigue en una celda acolchada, y todas sus respuestas son las de un mono aterrado.

» Así que, a pesar de que no completó su propio trabajo —concluyó—, puede proporcionar un material significativo para el de otro.

Render sacudió la cabeza.

—Vaya historia —dijo en voz baja—, pero yo no tengo que enfrentarme a nada tan dramático. He encontrado a un individuo muy estable —de hecho, es una psiquiatra—, que ya ha pasado tiempo en análisis normal. Quiere entrar en la neuroparticipación… pero lo que se lo impedía era el miedo al trauma visual. Poco a poco la he estado exponiendo a un espectro completo de fenómenos visuales. Cuando haya terminado, se habrá adaptado por completo a la visión, de modo que podrá centrar toda su atención en la terapia, sin quedar cegada por lo que vea, por decirlo de alguna manera. Ya hemos tenido cuatro sesiones.

— ¿Y?

—… Y está funcionando bien.

— ¿Estás seguro?

—Sí, tan seguro como se puede estar en estos asuntos.

—Hmm, hmm —musitó Bartelmetz—. Dime, ¿encuentras que su voluntad es excesivamente fuerte? Quiero decir, ¿existe, quizá, un patrón obsesivo-compulsivo respecto a lo que ha sido introducida hasta ahora?

—No.

— ¿Ha conseguido alguna vez hacerse con el control de la fantasía?

— ¡No!

—Mientes —afirmó Bartelmetz.

Render cogió un cigarrillo. Después de encenderlo, sonrió.

—Viejo padre, viejo artífice —concedió—, la edad no ha debilitado tu percepción. Puedo engañarme a mí mismo, pero nunca a ti… Sí, en realidad, es muy difícil mantenerla bajo control. No se da por satisfecha sólo con ver. Ya quiere Modelar cosas por sí misma. Es bastante comprensible —tanto para ella como para mí—, pero la aprehensión consciente y la aceptación emocional nunca parecen ponerse de acuerdo. Se ha mostrado dominante en varias ocasiones, pero yo he conseguido recuperar el control casi de inmediato. Después de todo, yo soy el amo del banco.

—Hmm —reflexionó Bartelmetz—. ¿Conoces un texto budista llamado El Catecismo de Shankara?

—Me temo que no.

—Entonces, voy a darte una breve conferencia sobre él. Propone, evidentemente, no con fines terapéuticos, un ego auténtico y un ego falso. El ego auténtico es la parte del hombre que es inmortal y que continuará hasta el nirvana: el alma, si lo prefieres. Muy bien. Por otra parte, el ego falso es la mente normal, cercada por las ilusiones… la consciencia tuya y mía, y la de todos los que hayamos conocido profesionalmente. ¿Bien…? Bien. El material de este ego falso está hecho de skandhas. Incluye los sentimientos, las percepciones, las aptitudes, la misma consciencia, incluso la forma física. Nada científico. Sí. Ahora bien, no son lo mismo que las neurosis, ni una de las mentiras vitales de Ibsen, o una alucinación… no, aunque todas son erróneas, ya que, para empezar, forman parte de algo falso.

» Cada uno de los cinco skandhas es parte de la excentricidad que nosotros llamamos identidad… luego, por encima de ellos, vienen las neurosis y los demás desórdenes que las siguen y que nos mantienen en el negocio. ¿De acuerdo…? Muy bien. Te doy este discurso porque necesito un término dramático para lo que voy a decir, ya que deseo decir algo dramático. Visualiza los skandhas yaciendo en el fondo de un estanque; las neurosis son ondas que se forman en la superficie del agua; el «ego verdadero», si es que hay uno, se halla enterrado bajo la arena del fondo. Las ondas llenan el… el… zwischenwelt… entre el objeto y el sujeto. Los skandhas son parte del sujeto, básicos, únicos, el material de su ser… Hasta aquí, ¿estás de acuerdo conmigo?

—Con muchas reservas.

—Bien. Ahora que he definido algo mi término, pasaré a utilizarlo. Estás jugando con skandhas, no con simples neurosis. Intentas ajustar la concepción general que tiene esa mujer de sí misma y del mundo. Usas la UNOT& R para hacerlo. Es lo mismo que jugar con un psicótico o un mono. Puede parecer que todo marcha bien, pero… en cualquier momento, es posible que hagas algo, que le muestres algo o alguna forma de ver, que irrumpirá en su consciencia de la personalidad, rompa un skandha… y ¡puf…!, será igual que atravesar el fondo del estanque. Surgirá un remolino que te arrastrará… ¿adónde? Yo no te quiero como paciente, joven artífice, así que te aconsejo que no sigas con este experimento. La UNOT& R no debería emplearse de esa manera.

Render tiró el cigarrillo al fuego y contó con los dedos:

—Uno —dijo—, estás creando una montaña mística de un guijarro. Lo único que estoy haciendo es ajustar su consciencia para que acepte una zona adicional de percepción. Casi todo consiste en un trabajo de simple transferencia desde sus otros sentidos.

» Dos, al principio sus emociones fueron bastante intensas porque si involucraba un trauma… pero ya hemos superado esa etapa. Para ella ahora es sólo una novedad. Pronto será un tópico.

» Tres, la propia Eileen es psiquiatra; conoce estas cuestiones y es muy consciente de la naturaleza delicada de lo que estamos haciendo.

» Cuatro, su sentido de la identidad y sus deseos, o skandhas, o como quieras llamarlos, son tan firmes como el Peñón de Gibraltar. ¿Te das cuenta de la intensa dedicación que debe tener una persona ciega para recibir la educación que ha obtenido ella? Hizo falta una voluntad de acero y el control emocional de un asceta, lo mismo que…

—… Y si algo tan fuerte llegara a quebrarse en un momento intemporal de ansiedad… —Bartelmetz sonrió con tristeza—, que las sombras de Sigmund Freud y Karl Jung caminen a tu lado en el valle de la oscuridad… Y cinco —añadió de repente, mirando fijamente a los ojos de Render—, cinco… —lo marcó con un dedo—, ¿es bonita?

Render volvió a mirar el fuego.

—Muy inteligente —suspiró Bartelmetz—. Con ese fulgor rosado de las llamas sobre tu cara, no puedo ver si te has ruborizado o no. Pero me temo que sí, lo que significa que eres consciente de que tú mismo podrías ser la fuente de ese estímulo incitante. Ésta noche encenderé una vela ante el retrato de Adler y rezaré para que te dé la fuerza necesaria para completar con éxito el duelo que mantienes con tu paciente.

Render miró a Jill, que seguía durmiendo. Alargó la mano y colocó en su sitio un mechón de pelo suelto.

—No obstante —comentó Bartelmetz—, si continúas y todo sale bien, esperaré con gran interés la lectura de tu trabajo. ¿Te dije alguna vez que he tratado a muchos budistas y jamás encontré un «ego auténtico»?

Los dos rieron.

Es como yo, pero no como yo, ése con la correa, oliendo a miedo, pequeño, gris y sin ver. Rrowl y se ahogará con su collar. Su cabeza está vacía como el horno hasta que Ella pulsa el botón para que haga la cena. Les hablas y nunca comprenden, pero son como yo. Algún día mataré a uno… ¿por qué…? Girar aquí.

—Tres escalones. Arriba. Puerta de cristal. El pomo a la derecha.

¿Por qué? Adelante, el pozo de bajada. Jardines abajo. Huele bien ahí. Hierba, tierra húmeda, árboles y aire limpio. Veo. Sin embargo, los pájaros son grabaciones. Veo todo. Yo.

—Pozo de bajada. Cuatro pasos.

Abajo. Sí. Quiero producir ruidos altos con la garganta, me siento estúpido. Limpio, suave, muchos árboles. Dios… A Ella le gusta sentarse en banco, masticar hojas, oler aire suave. No puede verlos como yo. Quizá ahora, ¿algo…? No.

No puede Malo Sigmund, yo, en hierba, árboles, aquí. Debo retenerlo. Qué pena. El mejor lugar…

—Cuidado con los escalones…

Adelante. A la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, árboles y hierba ahora. Sigmund ve. Caminando… Doctor con máquina le da sus ojos. Rrowl y él no se ahoga. Ningún olormiedo.

Cavar agujero profundo en la tierra, enterrar ojos. Dios es ciego. Sigmund para ver. Los ojos de Ella ahora llenos, y él teme los dientes. La hará ver y la llevará alto, al cielo, para ver, lejos. Dejará aquí, dejará a Sigmund con nadie que ver, solo. Cavaré un agujero profundo en la tierra…

Jill se despertó pasadas las diez de la mañana. No tuvo que girarla cabeza para saber que Render ya se había marchado. Nunca dormía hasta tarde. Se frotó los ojos, se desperezó, se puso de costado y se incorporó sobre un codo. Miró de soslayo el reloj de la mesita de noche al tiempo que alargaba el brazo para coger un cigarrillo y el mechero.

Al dar la primera calada se dio cuenta de que no había cenicero. Sin duda Render lo había puesto en la cómoda porque no le gustaba que se fumara en la cama. Con un suspiro que terminó en bufido, salió de la cama y se puso la bata antes de que la ceniza se prolongara demasiado.

Odiaba levantarse, pero en cuanto lo hacía, dejaba que el día comenzara y continuara sin interrupción a través de su ordenada progresión de acontecimientos.

—Maldito sea —sonrió. Le hubiera gustado desayunar en la cama, pero ya era demasiado tarde.

Mientras pensaba qué iba a ponerse, observó un desconocido par de esquíes en un rincón.

Una hoja de papel atravesaba el extremo de uno. Se acercó.

«¿Te unes a mí?», preguntaban las letras manuscritas.

Sacudió la cabeza en una enfática negativa y se sintió algo triste. Dos veces en la vida se había subido a unos esquíes y les tenía miedo. Sintió que debería intentarlo una vez más, en especial después de que él se hubiera comportado razonablemente bien al aceptar visitar los castillos, pero ni siquiera era capaz de soportar el recuerdo de la indecorosa bajada —que, en dos ocasiones, la había lanzado con presteza a un banco de nieve— sin encogerse y sentir de nuevo el vértigo que se había apoderado de ella en sus intentos.

Así pues, se duchó, se vistió y bajó a desayunar.

Los nueve fuegos rugían ya cuando atravesó el largo vestíbulo y miró en el interior de la sala. Algunos esquiadores de rostros enrojecidos se cogían de la mano ante el resplandor del hogar principal. Las estanterías sólo contenían unas pocas botas goteantes; las gorras decolores chillones colgaban de los percheros, los esquíes húmedos estaban colocados en su lugar al lado de la puerta. Unas pocas personas se hallaban sentadas en el centro de la sala, leyendo periódicos, fumando o hablando en voz baja. No vio a nadie que conociera, así que se dirigió al comedor.

Al pasar delante de la recepción, el anciano que trabajaba allí la llamó por su nombre. Se acercó a él y sonrió.

—Una carta —explicó, y se volvió al casillero—. Aquí está —anunció, entregándosela—. Parece importante.

Observó que había sido enviada tres veces. Era un abultado sobre marrón, y el remitente su abogado.

—Gracias.

Se acercó al sillón que había junto al gran ventanal que daba a un jardín nevado, a las pistas de patinaje y al serpenteante y lejano sendero moteado de figuras que portaban sus esquíes sobre los hombros. Mientras abría el sobre, entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor de luz.

Sí, era definitivo. La nota de su abogado iba acompañada de una copia de la sentencia de divorcio. Hacía poco que había decidido ponerle fin a su relación legal con el señor Fotlock, cuyo nombre había dejado de usar cinco años atrás, cuando se separaron. Ahora que lo había conseguido, no sabía muy bien qué hacer con el documento. Sin embargo, llegó a la conclusión que sería una gran sorpresa para el querido Rendy. Tendría que encontrar un medio bastante inocente para hacerle llegar la información. Sacó su compacto y practicó una expresión de «.

¿Bien?». Bien, ya habría tiempo para eso más tarde, musitó. Pero no mucho más tarde… Como una gigantesca nube negra, su trigésimo cumpleaños llenaba un abril que sólo se encontraba a cuatro meses de distancia. Bien… Dio un toque de color a sus labios burlones, empolvó un poco más su lunar y encerró la expresión dentro de su compacto para un uso futuro.

En el comedor vio al Dr. Bartelmetz, sentado ante un enorme montón de huevos revueltos, grandes cadenas de salchichas oscuras, varios montículos de tostadas y una jarra medio vacía de zumo de naranja. Una cafetera humeaba en el calentador a su lado. Al comer, se inclinaba un poco hacia adelante, blandiendo el tenedor como un aspa de molino de viento.

—Buenos días —saludó ella. Alzó la vista.

—Señorita DeVille… Jill… Buenos días —con un gesto de la cabeza, indicó la silla que tenía frente a él—. Acompáñeme, por favor.

Ella se sentó, y cuando llegó el camarero, pidió:

—Tomaré lo mismo, pero el noventa por ciento menos. —Se volvió a Bartelmetz—. ¿Ha visto a Charles hoy?

—Me temo que no… —gesticuló con la mano abierta—, y quería que continuáramos la discusión mientras su mente sigue todavía en las primeras fases del despertar y un poco maleable. Desgraciadamente… —bebió un sorbo de café—, aquel que duerme bien, empieza el día en algún punto del segundo acto.

—Yo suelo llegar en los descansos y le pido a alguien un resumen-explicó ella. —Así,.

¿por qué no continúa la discusión conmigo? Yo siempre soy maleable, y mis skhandas se encuentran en buena forma.

Sus ojos se encontraron. El mordió una tostada.

—Sí —dijo por fin—, me lo había imaginado. Bien… ¿Qué sabe del trabajo de Render? Ella se acomodó en la silla.

—Hmm. Al ser un especialista especial en un campo altamente especializado, me resulta difícil apreciar lo que habla de su trabajo. A veces me gustaría poder ver en el interior de las mentes de otras personas, ver lo que piensan de mí, por supuesto, pero no creo que fuera capaz de quedarme mucho tiempo. En especial —simuló un escalofrío— en la mente de alguien con… problemas. Temo ser demasiado compasiva, estar demasiado asustada o algo así. Luego, de acuerdo con lo que he leído —¡puf!—, como la magia simpática, serían mis problemas.

» Sin embargo, Charles nunca tiene problemas —continuó—, por lo menos, ninguno que me comente a mí. No obstante, últimamente he estado preocupada. Ésa chica ciega y su perro parlante parecen ser demasiado para él.

— ¿Perro parlante?

—Sí, su perro guía es uno de esos mutantes quirúrgicos.

—Qué interesante… ¿La ha visto usted alguna vez?

—Nunca.

—Vaya —musitó él—. A veces, un terapeuta da con un paciente cuyos problemas son tan afines a los suyos que las sesiones se tornan demasiado agudas. Siempre ha sido ése mi caso cuando trato a un compañero de profesión. Quizá Charles ve en esta situación un paralelismo con algo que le ha estado preocupando a él. Yo no administré su análisis personal. No conozco todos los caminos de su mente, aunque fue alumno mío durante mucho tiempo. Siempre fue contenido, algo reticente; sin embargo, en ocasiones podía ser bastante autoritario… ¿Qué otras cosas ocupan su atención hoy en día?

—Su hijo Peter es una preocupación constante. Lo ha cambiado de colegio cinco veces en cinco años.

Llegó su desayuno. Se colocó la servilleta sobre el regazo y acercó la silla a la mesa.

—… y últimamente ha estado leyendo casos de suicidios y hablando de ellos, y hablando de ellos, y hablando de ellos.

— ¿Con qué fin?

Se encogió de hombros y empezó a comer.

—Nunca mencionó el por qué —repuso, y alzó la vista de nuevo—. Quizá esté escribiendo algo…

Bartelmetz acabó los huevos y se sirvió más café.

— ¿Le tiene miedo a esta paciente? —inquirió.

—No… Sí —respondió ella—. Sí.

— ¿Por qué?

—Le tengo miedo a la magia simpática —contestó, ruborizándose un poco.

—Tal denominación podría abarcar muchas cosas.

—Sí, muchas —reconoció ella. Y, tras un momento, añadió—: Nos une nuestra preocupación por el interés de su bienestar y estamos de acuerdo sobre la fuente de dicha amenaza. Entonces, ¿puedo pedirle un favor?

—Puede.

—Hable de nuevo con él —dijo ella—. Convénzale para que deje el caso. Él dobló su servilleta.

—Me proponía hacerlo después de la cena —declaró—, porque creo en el valor ritual de los movimientos encaminados al rescate. Se llevarán a cabo.

Querido Padre-Imagen:

Sí, la escuela está bien, mi tobillo va por el mismo camino y mis compañeros son agradables. No, no ando mal de fondos, ni estoy desnutrido ni tengo problemas para adaptarme al nuevo medio. ¿De acuerdo?

No te describiré el edificio, porque tú ya has visto su aspecto macabro. Y no puedo describirte los terrenos circundantes, pues de momento se hallan bajo blancas sábanas frías. ¡Brrr! Confío en que estés disfrutando de las artes invernales. No comparto tu entusiasmo por lo opuesto al verano, excepto en una foto enmarcada o como emblema de las heladerías.

El tobillo impide mi movilidad y mi compañero de cuarto se ha ido a casa a pasar el fin de semana… ambas cosas son, en realidad, una bendición (afirma Pangloss), porque dispongo de la oportunidad de recuperar lecturas atrasadas. Lo cual empezaré ahora mismo.

Pródigamente, Peter.

Render se inclinó para palmear la cabeza enorme. El animal aceptó con estoicismo el gesto; luego, alzó la mirada al austríaco al que Render le había pedido fuego, como si dijera: «.

¿Tengo que soportar esta indignidad?». El hombre se rio ante la expresión, y cerró el encendedor grabado en el que Render observó que la inicial del medio era una «v» pequeña.

—Gracias —dijo al hombre; y al perro—: ¿Cómo te llamas?

—Bismarck —gruñó.

—Me recuerdas a otro de tu especie —le dijo al perro—. Uno que se llama Sigmund, compañero y guía de una amiga mía ciega, en América.

—Mi Bismarck es un cazador —comentó el joven—. No existe presa alguna que le supere en inteligencia, ni el ciervo ni los grandes felinos.

Las orejas del perro se pusieron tiesas y miró a Render con ojos brillantes y orgullosos.

—Hemos cazado en África y en las zonas del norte y del sudoeste de América. También en Centroamérica. Nunca pierde el rastro. Nunca se rinde. Es un animal hermoso, y sus dientes podrían haber sido hechos en Solingen.

—Es usted verdaderamente afortunado por tener a semejante compañero de caza.

—Yo cazo —gruñó el perro—. Yo sigo… A veces, recibo, la presa.

— ¿No conocerá a ése llamado Sigmund, o a la mujer que guía… la señorita Eileen Shallot?

—preguntó Render.

El hombre sacudió la cabeza.

—No, recibí a Bismarck desde Massachusetts, pero yo jamás estuve en el Centro en persona. No conozco a otros propietarios de muties.

—Comprendo. Bueno, gracias por el fuego. Buenas tardes.

—Buenas tardes.

—Buenas, tar, des…

Render siguió paseando por la estrecha calle, con las manos en los bolsillos. Se había excusado, sin decir adónde iba, porque no tenía en mente ningún destino en concreto. El segundo intento de Bartelmetz para disuadirle de que dejara el caso, casi le hace decir cosas de las que luego se arrepentiría. Era más fácil dar un paseo que proseguir la conversación.

Con un impulso repentino, entró en una tienda pequeña y compró un reloj de cuco que había llamado su atención. Estaba seguro de que Bartelmetz aceptaría el regalo con el espíritu adecuado. Sonrió y continuó andando. ¿Y qué era aquella carta para Jill por la que el recepcionista había hecho un viaje especial a su mesa para entregársela durante la cena? Había sido enviada tres veces, y su remitente era de una firma de abogados. Jill ni siquiera la había abierto; había sonreído, le había dado una propina excesiva al anciano y se la había guardado en el bolso. Tendría que averiguar con sutileza cuál era su contenido. Su curiosidad estaría tan avivada, que ella, por piedad, se lo diría.

Las heladas columnas del cielo parecieron inclinarse de repente ante él cuando un viento frío sopló desde el norte. Render alzó los hombros y encogió todo lo que pudo la cabeza dentro del cuello del abrigo. Sosteniendo el reloj de cuco, se apresuró a regresar calle arriba.

Aquélla noche, la serpiente que se muerde la cola eructó, el Lobo Fenris trató de abatir a la luna, el reloj pequeño dijo «cucú» y la mañana llegó como el último toro de Manolete, sacudiendo la puerta de cuerno con la bramada promesa de recorrer un río de leones hasta llegar a la arena.

Render se prometió que rechazaría la pastosa fondue.

Después, mucho después, mientras se deslizaban por el cielo en un avión en forma de cometa, Render bajó la vista a la oscurecida Tierra que soñaba sus ciudades llenas de estrellas, alzó los ojos hacia el cielo donde todas se reflejaban, miró a su alrededor, a las pantallas que observaban a toda la gente que parpadeaba en ellas, y todos los dispensadores de café, té y cócteles que despachaban sus fluidos para explorar el interior de la gente a la que necesitaba para apretar los botones; luego, miró a Jill, a quien los antiguos edificios habían obligado a caminar entre sus paredes —porque sabía que ella sentía que él debería estar mirándola en ese momento—, notó la exigencia de su asiento para que lo convirtiera en una cama, lo hizo y durmió.