Madison vio entonces al rajá y al hombre indio vestido con un
traje verde oscuro.
–Rajá -bajó la escalera y dejó el pincel en la mano que había
extendido su marido para ayudarla-. Príncipe, es un placer
conocerlo. Por favor, acepten mis disculpas por el retraso. He
empezado hoy este trabajo y me temo que el tiempo ha pasado volando
-se echó a reír.
Los dos indios rieron con ella.
–Por favor, no se disculpe, señora Harris -dijo el príncipe-.
Es un gran honor conocer a una artista como usted y además tan
bella.
Tomó la mano manchada de pintura de ella y se la llevó a los
labios. Jefford creyó que iba a explotar.
–Permitan que les enseñe lo que he hecho y después iré a
cambiarme y nos veremos en el comedor -Madison señaló la pared que
acababa de preparar para un mural-. ¿Conocen la estatua de Buda que
hay a unas millas de aquí?
–Sí -exclamó el príncipe-. Y esto será el Buda; se ve el
contorno. Debo decir, señora Harris, que he estado en París y visto
el trabajo de los grandes maestros, pero el suyo tiene una
profundidad…
–Si me disculpan, caballeros -lo interrumpió Jefford-, tengo
un asunto urgente que atender y nos veremos en el comedor dentro de
un momento.
–¿Qué opina de este color, príncipe? – preguntó Madison, sin
hacer ningún caso a su marido-. Hay tantos verdes que es imposible
captarlos todos. Le falta reflejo, ¿verdad?
–¿Cómo te atreves a traerlos a mi estudio sin consultarme
antes? – gritó Madison en cuanto Jefford y ella entraron en sus
aposentos después de la cena con el rajá y el príncipe-. Ha sido
una desconsideración por tu parte.
–¿Cómo te atreves tú a no presentarte a una cena con el
príncipe Omparkash después de que te dijera lo importante que puede
ser su influencia para nuestras plantaciones de
índigo?
–No sabía qué hora era -repuso ella.
Sevti se acercó a ellos con cautela.
–El joven amo duerme -musitó.
–Gracias, Sevti. ¿Te importa llevarlo un rato a la cuna de tu
habitación? Yo iré a buscarlo luego -miró a Jefford, que se quitaba
las botas malhumorado-. Sólo tenías que enviar a
buscarme.
–Nadie sabía dónde estabas.
–Estaba trabajando.
–Pues quizá deberías trabajar menos y cumplir más con tu
deber de esposa y madre.
–¡Cómo te atreves! Yo no descuido a Wills. ¿Y quieres que me
pase el día aquí sentada por si tú me necesitas? Espera un momento.
¿Quieres también que me ponga el velo para que tú seas el único que
me vea la cara?
–¿Y a quién tienes tantas ganas de
mostrársela?
Madison dio un respingo.
–¿Qué quieres decir con eso?
Él se quitó el kurta y lo arrojó en
la cama.
–Que si quieres que te libere de tus votos matrimoniales,
sólo tienes que pedirlo.
–¿Liberarme de mis votos? – repitió ella-. ¿Cuándo he dicho
yo…?
–Quítate el brazalete que te puse en el tobillo como una
promesa a ti y te liberaré -explotó él-. Podrás volver a Inglaterra
si quieres. Divorciarte de mí, casarte con Thomblin o hacer lo que
quieras, lo que te haga feliz porque, por encima de todo, yo quiero
hacerte feliz.
Madison lo miró un momento, tan horrorizada que no podía
reaccionar. ¿Quería divorciarse de ella? Un sollozo subió por su
garganta y se volvió, tan afectada que sentía
náuseas.
Llamaron en la puerta exterior.
-Sahib.
Era Maha, y a Madison se le encogió el corazón de miedo. Maha
nunca iba allí, siempre enviaba a otros
sirvientes.
–¿Sí? – Jefford corrió a la puerta.
–Señor Jefford -dijo ella con suavidad-. Tiene que venir. Su
madre está… -soltó un gritito de angustia.
Madison cerró los ojos y las lágrimas rodaron por sus
mejillas. Jefford volvió a la estancia y buscó una camisa limpia en
el baúl. Su madre se moría.
Se volvió a mirarla descalzo.
–¿Vienes?
–Sí -ella se estremeció, a punto de derrumbarse-. Iré
enseguida. Ve tú delante.
Jefford salió y ella se dejó caer de rodillas y empezó a
sollozar. El mundo se hundía a su alrededor. Su marido le había
dicho que quería divorciarse y ahora su tía, la única persona en el
mundo que la amaba tal y como era, se moría. Enterró la cara en las
manos.
Una mano en el hombro le causó un
sobresalto.
Se volvió y vio a un hombre grande de piel oscura al que no
conocía.
–¿Qué…?
Él se colocó de rodillas detrás de ella, le tapó la boca con
la mano y la tomó en brazos.
Madison intentó gritar. Le dio una patada y él gritó y cayó
hacia atrás. Ella se lanzó hacía delante y golpeó el suelo. Intentó
gritar de nuevo, pero no podía respirar. Se agarró al borde de la
cama y trató de levantarse, pero el hombre la sujetó por el
tobillo. Lo golpeó con el otro pie, pero él era muy fuerte para
ella.
–¡Tráela enseguida! – dijo una voz suave desde las puertas
del jardín-. Ya te he dicho que no tendríamos mucho
tiempo.
Ella conocía aquella voz…
Su atacante la empujó de espaldas y la arrastró hacia él;
Madison le dio otra patada y él le agarró el tobillo y se lo
retorció. El brazalete de ella se rompió en el proceso y cayó sobre
la cama.
–¡No! – gritó.
El hombre le dio la vuelta y le puso un trapo en la boca.
Después le tapó la cabeza con una bolsa de tela.
–Por favor -murmuró ella, contra la tela
sucia.
Jefford sostenía la mano de su madre y miraba la puerta por
enésima vez.
–No sé por qué tarda tanto -murmuró.
Le avergonzaba que Madison no acudiera al lecho de muerte de
su madre, que permitiera que su padre y los sirvientes vieran esa
falta de respeto hacia él. Peor aún, se sentía herido. Su negativa
a ir allí en aquel momento por una pelea estúpida le dolía
físicamente en el pecho.
Sólo quería que Madison lo amara un poco. Que le diera un
pedazo de su corazón y se entregaría a ella para siempre. Pero ella
estaba demostrando ser la niña mimada que había pensado que era en
Londres.
–¿Quizá deberías ir a ver si esta bien? – sugirió el rajá con
gentileza-. Todavía no nos va a dejar. Ve.
Jefford se levantó despacio de la silla de madera. Iría, se
disculparía por su furia infundada… por sus celos. Y no de
Thomblin, sino de su pintura, de que tuviera algo aparte de Wills y
él y de que a él, quizá, pronto no le quedara
nada.
Al llegar a la puerta, se volvió a mirar una vez más. El rajá
había ocupado su silla y se inclinaba sobre Kendra, a la que
susurraba palabras tiernas.
Jefford se dirigió a sus aposentos con el corazón
pesado.
–Madison -llamó-. Por favor, necesito que… -se
detuvo.
La estancia estaba como la había dejado casi dos horas atrás.
Ardía la misma lámpara, la tapa del baúl seguía abierta y las
cortinas se movían con la brisa del jardín. Hasta la cama estaba
hecha. Sus ojos se posaron en el brazalete del tobillo de Madison.
Se lo había quitado. Lo había dejado.
–¡Suéltame, hijo de perra! – Madison intentaba soltarse las
ligaduras que le ataban las muñecas y tobillos. Estaba muy oscuro,
pero al menos le habían quitado la tela de la boca. Estaba dentro
de un palanquín que transportaban cuatro hombres corriendo. De vez
en cuando oía la voz de Thomblin que daba órdenes.
–¿Me has oído, Thomblin? No te saldrás con la tuya. Mi esposo
vendrá en mi busca.
Estaba aterrorizada. Había oído a Carlton hablar de la
«venta» y de la «mujer blanca» al hombre grande que la había sacado
de sus habitaciones. Thomblin quería venderla y, por su modo de
hablar, no era la primera vez que secuestraba a una mujer.
Comprendió con horror que seguramente había secuestrado también a
Alice.
–Jefford vendrá a buscarme y te matará -gritó-. Sabes que con
él no habrá un juicio, ¿verdad? Estamos en el distrito del rajá.
Jefford te atará a unas estacas clavadas en el suelo de la jungla y
te dejará como cebo para los tigres.
–Alguien debería hacerla callar -murmuró Thomblin muy
cerca.
Hubo otra voz, pero Madison no consiguió entender lo que
decía.
–¡Me da igual! – gritó Thomblin-. Mientras siga viva cuando
hagamos la transacción… ¡Haz que se calle!
Jefford se acercó a la cama y tomó el brazalete con un nudo
en la garganta. Aquélla era la respuesta de Madison. Y ni siquiera
había tenido la decencia de abrir el broche. En su prisa por
quitárselo, había roto el brazalete.
Se asomó al cuarto de Sevti, donde dormían tanto ella como
Wills. Al menos Madison había tenido el sentido común de dejar al
niño allí. Sin duda sabía que él jamás le permitiría llevarse a su
hijo. Apretó el picaporte con fuerza. ¿Pero cómo era posible? Podía
entender que Madison lo dejara a él, ¿pero al
niño?
Cerró la puerta con cuidado y se apoyó en ella. ¿Cómo podía
perder a las dos el mismo día? Su madre, al menos, iría con Dios,
¿pero su esposa? ¿Había huido con Thomblin? ¿Lo habían planeado con
anterioridad? ¿Habían decidido que ella se quedaría allí hasta que
naciera el niño y después se iría con él?
Volvió al cuarto de su madre como en una nube. Maha lo
recibió en la puerta.
–Está despierta y pregunta por usted.
–Gracias -susurró él.
El rajá seguía sentado al lado de la cama, pero se cambió de
silla al verlo entrar.
–Madre.
–¡Oh, por favor! – gruñó ella. Su voz era débil, pero poseía
todavía el espíritu con el que siempre había vivido-. Nunca me has
llamado madre en vida, así que no empieces ahora. Es
insultante.
Él se sentó a su lado y ella cerró los ojos, pero no le soltó
la mano.
–¿Dónde está Madison?
Jefford no se atrevió a mirarla.
Kendra abrió los ojos.
–¿Jefford?
No quería decírselo, no quería hacerle daño. Pero siempre
habían sido sinceros entre ellos y no se decidió a
mentir.
–Se ha ido -susurró.
–¿Pero qué tontería dices?
El rajá se echó hacia delante en su silla.
–Madison me ha dejado. Ha dejado a Wills -Jefford respiró con
fuerza-. Creo… creo que se ha ido con Thomblin.
–¡Oh, sandeces! – exclamó su madre-. ¿Por qué se iba a ir con
ese pervertido? Te ama a ti.
–No me ama.
Kendra suspiró.
–¿Por qué piensas que te ha dejado?
El levantó el brazalete que llevaba todavía en la
mano.
–Se ha quitado el brazalete que le di a juego con el mío.
Era… un símbolo de nuestra unión.
El rajá se puso las gafas y observó la joya.
–Está roto -dijo-, no quitado.
–Sí. Supongo que lo ha roto y lo ha tirado en la
cama.
El rajá miró a su esposa.
–¿Ella haría eso? ¿Dejar a su marido?
–Jamás -repuso Kendra con firmeza.
–¿Dónde está el niño? – preguntó el rajá.
–Duerme con su niñera.
–Madison jamás dejaría a Wills -lady Moran intentó
incorporarse-. Tushar, tengo miedo de que le haya ocurrido algo
terrible a mi sobrina -sus últimas palabras eran muy jadeantes y
terminaron en un ataque de tos.
Jefford se levantó en el acto.
–Tushar -dijo su madre-. Por favor, si mi hijo no se da
cuenta de que a Madison le ha pasado algo y sale en su busca, ¿lo
harás tú?
–Por supuesto, mi amor -el rajá le apretó la mano y le besó
los labios secos-. La encontraré y te la traeré a
casa.
Kendra asintió con la cabeza y pareció relajarse. El rajá
tiro de la manga de su hijo y salió con él de la
habitación.
–No es mi intención entrometerme entre tu esposa y tú -le
dijo-, cada uno debe encontrar su propia felicidad. Pero estoy de
acuerdo con Kendra. Madison jamás se iría así, con su tía a punto
de dejar este mundo.
Jefford apartó la vista. Tenían razón. No tenía sentido. ¿Por
qué se iba a ir esa noche, sabiendo que Kendra podía no llegar al
amanecer? Y la idea de que abandonara a Wills no lo convencía. Se
le erizó el vello de la nuca. En los últimos cuatro meses habían
desaparecido dos inglesas más en la zona aparte de
Alice.
Pensó en las mujeres desaparecidas en Jamaica. No eran
inglesas, pero tampoco habían vuelto a saber nada de
ellas.
¿Qué tenían en común todas esas mujeres?
¿Thomblin?
Jefford conocía las depravaciones sexuales, de Carlton.
¿Estaban relacionadas con la desaparición de las
mujeres?
–Hijo mío -dijo el rajá con gentileza-. Hay que ir en su
busca. Enviaré a un mensajero a buscar soldados a mi
palacio.
–Sí -murmuró Jefford, mareado de miedo-. Tenemos que
encontrarla.