Capítulo 30


–Tarde para atender a nuestros invitados -replicó Jefford.


Madison vio entonces al rajá y al hombre indio vestido con un traje verde oscuro.

–Rajá -bajó la escalera y dejó el pincel en la mano que había extendido su marido para ayudarla-. Príncipe, es un placer conocerlo. Por favor, acepten mis disculpas por el retraso. He empezado hoy este trabajo y me temo que el tiempo ha pasado volando -se echó a reír.

Los dos indios rieron con ella.

–Por favor, no se disculpe, señora Harris -dijo el príncipe-. Es un gran honor conocer a una artista como usted y además tan bella.

Tomó la mano manchada de pintura de ella y se la llevó a los labios. Jefford creyó que iba a explotar.

–Permitan que les enseñe lo que he hecho y después iré a cambiarme y nos veremos en el comedor -Madison señaló la pared que acababa de preparar para un mural-. ¿Conocen la estatua de Buda que hay a unas millas de aquí?

–Sí -exclamó el príncipe-. Y esto será el Buda; se ve el contorno. Debo decir, señora Harris, que he estado en París y visto el trabajo de los grandes maestros, pero el suyo tiene una profundidad…

–Si me disculpan, caballeros -lo interrumpió Jefford-, tengo un asunto urgente que atender y nos veremos en el comedor dentro de un momento.

–¿Qué opina de este color, príncipe? – preguntó Madison, sin hacer ningún caso a su marido-. Hay tantos verdes que es imposible captarlos todos. Le falta reflejo, ¿verdad?


–¿Cómo te atreves a traerlos a mi estudio sin consultarme antes? – gritó Madison en cuanto Jefford y ella entraron en sus aposentos después de la cena con el rajá y el príncipe-. Ha sido una desconsideración por tu parte.

–¿Cómo te atreves tú a no presentarte a una cena con el príncipe Omparkash después de que te dijera lo importante que puede ser su influencia para nuestras plantaciones de índigo?

–No sabía qué hora era -repuso ella.

Sevti se acercó a ellos con cautela.

–El joven amo duerme -musitó.

–Gracias, Sevti. ¿Te importa llevarlo un rato a la cuna de tu habitación? Yo iré a buscarlo luego -miró a Jefford, que se quitaba las botas malhumorado-. Sólo tenías que enviar a buscarme.

–Nadie sabía dónde estabas.

–Estaba trabajando.

–Pues quizá deberías trabajar menos y cumplir más con tu deber de esposa y madre.

–¡Cómo te atreves! Yo no descuido a Wills. ¿Y quieres que me pase el día aquí sentada por si tú me necesitas? Espera un momento. ¿Quieres también que me ponga el velo para que tú seas el único que me vea la cara?

–¿Y a quién tienes tantas ganas de mostrársela?

Madison dio un respingo.

–¿Qué quieres decir con eso?

Él se quitó el kurta y lo arrojó en la cama.

–Que si quieres que te libere de tus votos matrimoniales, sólo tienes que pedirlo.

–¿Liberarme de mis votos? – repitió ella-. ¿Cuándo he dicho yo…?

–Quítate el brazalete que te puse en el tobillo como una promesa a ti y te liberaré -explotó él-. Podrás volver a Inglaterra si quieres. Divorciarte de mí, casarte con Thomblin o hacer lo que quieras, lo que te haga feliz porque, por encima de todo, yo quiero hacerte feliz.

Madison lo miró un momento, tan horrorizada que no podía reaccionar. ¿Quería divorciarse de ella? Un sollozo subió por su garganta y se volvió, tan afectada que sentía náuseas.

Llamaron en la puerta exterior.

-Sahib.

Era Maha, y a Madison se le encogió el corazón de miedo. Maha nunca iba allí, siempre enviaba a otros sirvientes.

–¿Sí? – Jefford corrió a la puerta.

–Señor Jefford -dijo ella con suavidad-. Tiene que venir. Su madre está… -soltó un gritito de angustia.

Madison cerró los ojos y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Jefford volvió a la estancia y buscó una camisa limpia en el baúl. Su madre se moría.

Se volvió a mirarla descalzo.

–¿Vienes?

–Sí -ella se estremeció, a punto de derrumbarse-. Iré enseguida. Ve tú delante.

Jefford salió y ella se dejó caer de rodillas y empezó a sollozar. El mundo se hundía a su alrededor. Su marido le había dicho que quería divorciarse y ahora su tía, la única persona en el mundo que la amaba tal y como era, se moría. Enterró la cara en las manos.

Una mano en el hombro le causó un sobresalto.

Se volvió y vio a un hombre grande de piel oscura al que no conocía.

–¿Qué…?

Él se colocó de rodillas detrás de ella, le tapó la boca con la mano y la tomó en brazos.

Madison intentó gritar. Le dio una patada y él gritó y cayó hacia atrás. Ella se lanzó hacía delante y golpeó el suelo. Intentó gritar de nuevo, pero no podía respirar. Se agarró al borde de la cama y trató de levantarse, pero el hombre la sujetó por el tobillo. Lo golpeó con el otro pie, pero él era muy fuerte para ella.

–¡Tráela enseguida! – dijo una voz suave desde las puertas del jardín-. Ya te he dicho que no tendríamos mucho tiempo.

Ella conocía aquella voz…

Su atacante la empujó de espaldas y la arrastró hacia él; Madison le dio otra patada y él le agarró el tobillo y se lo retorció. El brazalete de ella se rompió en el proceso y cayó sobre la cama.

–¡No! – gritó.

El hombre le dio la vuelta y le puso un trapo en la boca. Después le tapó la cabeza con una bolsa de tela.

–Por favor -murmuró ella, contra la tela sucia.


Jefford sostenía la mano de su madre y miraba la puerta por enésima vez.

–No sé por qué tarda tanto -murmuró.

Le avergonzaba que Madison no acudiera al lecho de muerte de su madre, que permitiera que su padre y los sirvientes vieran esa falta de respeto hacia él. Peor aún, se sentía herido. Su negativa a ir allí en aquel momento por una pelea estúpida le dolía físicamente en el pecho.

Sólo quería que Madison lo amara un poco. Que le diera un pedazo de su corazón y se entregaría a ella para siempre. Pero ella estaba demostrando ser la niña mimada que había pensado que era en Londres.

–¿Quizá deberías ir a ver si esta bien? – sugirió el rajá con gentileza-. Todavía no nos va a dejar. Ve.

Jefford se levantó despacio de la silla de madera. Iría, se disculparía por su furia infundada… por sus celos. Y no de Thomblin, sino de su pintura, de que tuviera algo aparte de Wills y él y de que a él, quizá, pronto no le quedara nada.

Al llegar a la puerta, se volvió a mirar una vez más. El rajá había ocupado su silla y se inclinaba sobre Kendra, a la que susurraba palabras tiernas.

Jefford se dirigió a sus aposentos con el corazón pesado.

–Madison -llamó-. Por favor, necesito que… -se detuvo.

La estancia estaba como la había dejado casi dos horas atrás. Ardía la misma lámpara, la tapa del baúl seguía abierta y las cortinas se movían con la brisa del jardín. Hasta la cama estaba hecha. Sus ojos se posaron en el brazalete del tobillo de Madison. Se lo había quitado. Lo había dejado.


–¡Suéltame, hijo de perra! – Madison intentaba soltarse las ligaduras que le ataban las muñecas y tobillos. Estaba muy oscuro, pero al menos le habían quitado la tela de la boca. Estaba dentro de un palanquín que transportaban cuatro hombres corriendo. De vez en cuando oía la voz de Thomblin que daba órdenes.

–¿Me has oído, Thomblin? No te saldrás con la tuya. Mi esposo vendrá en mi busca.

Estaba aterrorizada. Había oído a Carlton hablar de la «venta» y de la «mujer blanca» al hombre grande que la había sacado de sus habitaciones. Thomblin quería venderla y, por su modo de hablar, no era la primera vez que secuestraba a una mujer. Comprendió con horror que seguramente había secuestrado también a Alice.

–Jefford vendrá a buscarme y te matará -gritó-. Sabes que con él no habrá un juicio, ¿verdad? Estamos en el distrito del rajá. Jefford te atará a unas estacas clavadas en el suelo de la jungla y te dejará como cebo para los tigres.

–Alguien debería hacerla callar -murmuró Thomblin muy cerca.

Hubo otra voz, pero Madison no consiguió entender lo que decía.

–¡Me da igual! – gritó Thomblin-. Mientras siga viva cuando hagamos la transacción… ¡Haz que se calle!


Jefford se acercó a la cama y tomó el brazalete con un nudo en la garganta. Aquélla era la respuesta de Madison. Y ni siquiera había tenido la decencia de abrir el broche. En su prisa por quitárselo, había roto el brazalete.

Se asomó al cuarto de Sevti, donde dormían tanto ella como Wills. Al menos Madison había tenido el sentido común de dejar al niño allí. Sin duda sabía que él jamás le permitiría llevarse a su hijo. Apretó el picaporte con fuerza. ¿Pero cómo era posible? Podía entender que Madison lo dejara a él, ¿pero al niño?

Cerró la puerta con cuidado y se apoyó en ella. ¿Cómo podía perder a las dos el mismo día? Su madre, al menos, iría con Dios, ¿pero su esposa? ¿Había huido con Thomblin? ¿Lo habían planeado con anterioridad? ¿Habían decidido que ella se quedaría allí hasta que naciera el niño y después se iría con él?

Volvió al cuarto de su madre como en una nube. Maha lo recibió en la puerta.

–Está despierta y pregunta por usted.

–Gracias -susurró él.

El rajá seguía sentado al lado de la cama, pero se cambió de silla al verlo entrar.

–Madre.

–¡Oh, por favor! – gruñó ella. Su voz era débil, pero poseía todavía el espíritu con el que siempre había vivido-. Nunca me has llamado madre en vida, así que no empieces ahora. Es insultante.

Él se sentó a su lado y ella cerró los ojos, pero no le soltó la mano.

–¿Dónde está Madison?

Jefford no se atrevió a mirarla.

Kendra abrió los ojos.

–¿Jefford?

No quería decírselo, no quería hacerle daño. Pero siempre habían sido sinceros entre ellos y no se decidió a mentir.

–Se ha ido -susurró.

–¿Pero qué tontería dices?

El rajá se echó hacia delante en su silla.

–Madison me ha dejado. Ha dejado a Wills -Jefford respiró con fuerza-. Creo… creo que se ha ido con Thomblin.

–¡Oh, sandeces! – exclamó su madre-. ¿Por qué se iba a ir con ese pervertido? Te ama a ti.

–No me ama.

Kendra suspiró.

–¿Por qué piensas que te ha dejado?

El levantó el brazalete que llevaba todavía en la mano.

–Se ha quitado el brazalete que le di a juego con el mío. Era… un símbolo de nuestra unión.

El rajá se puso las gafas y observó la joya.

–Está roto -dijo-, no quitado.

–Sí. Supongo que lo ha roto y lo ha tirado en la cama.

El rajá miró a su esposa.

–¿Ella haría eso? ¿Dejar a su marido?

–Jamás -repuso Kendra con firmeza.

–¿Dónde está el niño? – preguntó el rajá.

–Duerme con su niñera.

–Madison jamás dejaría a Wills -lady Moran intentó incorporarse-. Tushar, tengo miedo de que le haya ocurrido algo terrible a mi sobrina -sus últimas palabras eran muy jadeantes y terminaron en un ataque de tos.

Jefford se levantó en el acto.

–Tushar -dijo su madre-. Por favor, si mi hijo no se da cuenta de que a Madison le ha pasado algo y sale en su busca, ¿lo harás tú?

–Por supuesto, mi amor -el rajá le apretó la mano y le besó los labios secos-. La encontraré y te la traeré a casa.

Kendra asintió con la cabeza y pareció relajarse. El rajá tiro de la manga de su hijo y salió con él de la habitación.

–No es mi intención entrometerme entre tu esposa y tú -le dijo-, cada uno debe encontrar su propia felicidad. Pero estoy de acuerdo con Kendra. Madison jamás se iría así, con su tía a punto de dejar este mundo.

Jefford apartó la vista. Tenían razón. No tenía sentido. ¿Por qué se iba a ir esa noche, sabiendo que Kendra podía no llegar al amanecer? Y la idea de que abandonara a Wills no lo convencía. Se le erizó el vello de la nuca. En los últimos cuatro meses habían desaparecido dos inglesas más en la zona aparte de Alice.

Pensó en las mujeres desaparecidas en Jamaica. No eran inglesas, pero tampoco habían vuelto a saber nada de ellas.

¿Qué tenían en común todas esas mujeres?

¿Thomblin?

Jefford conocía las depravaciones sexuales, de Carlton. ¿Estaban relacionadas con la desaparición de las mujeres?

–Hijo mío -dijo el rajá con gentileza-. Hay que ir en su busca. Enviaré a un mensajero a buscar soldados a mi palacio.

–Sí -murmuró Jefford, mareado de miedo-. Tenemos que encontrarla.