Capítulo 10


Recorría el pasillo con una lámpara de aceite en la mano en busca de los aposentos de Jefford. Aunque no estaba segura de adonde se dirigía, intuía que avanzaba en la dirección correcta.


En el extremo del pasillo vio que salía luz por debajo de una puerta, la única visible en la casa aparte de la suya. Vaciló un instante y llamó con firmeza.

La puerta se abrió del golpe.

–Chantal, te he dicho…

Madison, sobresaltada, retrocedió un paso y estuvo a punto de tropezar con el dobladillo de su camisón largo. Jefford estaba descalzo delante de ella, desnudo excepto por una tela alrededor de la cintura que sujetaba con la mano.

–Perdona…-dijo ella-. Te he visto… en el jardín -miró su hombro, donde había un arañazo largo-. ¿Puedo hacer algo por ti? – señaló la quemadura-. Eso tiene mal aspecto.

–Vete a la cama, Madison. No te quiero aquí.

–Lo siento -ella retrocedió otro paso y deseó poder dibujar su rostro tal y como lo veía en ese momento, preñado de emoción, de vulnerabilidad.

–No quiero entrometerme -musitó-. Sólo quiero…

–No me pasa nada -el tono de él era más suave-. Ya me he lavado y ahora me pondré ungüento.

–¿Cómo ha ocurrido?

–Te lo contaré mañana -empezó a cerrar la puerta-. Vete a la cama. No vuelvas aquí.

Cerró la puerta y ella echó a correr y no se detuvo hasta llegar a su cuarto.


–Madison, Madison, ¿dónde estás? – preguntó la voz de su tía en el jardín.

–Aquí -Madison se levantó y agitó el pincel en dirección a la voz.

Llevaba horas pintando al viejo jardinero chino, que cuidaba un lecho de flores sentado casi inmóvil en un cojín. Descalzo y con un sombrero en forma de cono hecho de ramas, era un modelo ideal.

–Sí, ya te veo. Pero quiero que entres. Tenemos visita, incluido un caballero.

Madison dejó el pincel y se apartó un rizo que había escapado de su moño, debajo del sombrero de paja.

–¿Ha venido lord Thomblin? – preguntó, animada. Llevaban ya casi una semana en Jamaica y Carlton no había cumplido aún su promesa de ir a visitarla.

–Claro que no. Estamos tomando el té en la biblioteca. Lali ha hecho galletas, así que date prisa.

Madison entró en la casa con curiosidad y se dirigió a la biblioteca, donde habían puesto una mesa, con mantel blanco, para el té de la tarde.

–Aquí está -anunció Kendra-. Mi sobrina, la honorable Madison Ann Westcott.

Una mujer joven de pelo rojizo y ataviada con un vestido rosa inglés se volvió desde una de las muchas estanterías.

–Ésta es Alice Rutherford, una de mis vecinas más queridas. Y su hermano George -señaló a un joven atractivo que entraba en ese momento por la puerta.

–No te imaginas las ganas que tenía de conocerte -declaró Alice; se acercó a ella con las manos extendidas-. En la isla no hay nadie de mi edad y no tengo compañía -apretó las dos manos de Madison con afecto.

–¿No tienes compañía? – preguntó George con irritación fingida-. ¿Y yo qué soy?

–Está bien, corrijo. No tengo compañía femenina.

George miró a Madison.

–Encantado de conocerla, señorita Westcott -le tomó la mano y se la besó.

Madison se echó a reír y se apartó. Los dos le cayeron bien enseguida.

–¿Sois vecinos nuestros? – preguntó-. ¿A qué distancia vivís de aquí?

–A sólo cuatro millas al norte.

–Pero cuando empiezan las lluvias parecen cuarenta -declaró Alice.

–Vamos, sentaos todos -los llamó Kendra-. Quiero que probéis mi mermelada de mango. Magnífica.

En la hora siguiente, tomaron té y conversaron en la biblioteca. Kendra tomó la primera taza y una galleta y luego se disculpó.

A los pocos minutos, Madison tenía ya la sensación de que los hermanos fueran los buenos amigos que no había tenido nunca, ni en la infancia, pero con los que siempre había soñado. Después del té, George sugirió que salieran a jugar al croquet. Era un buen comediante e hizo reír a las jóvenes toda la tarde.

El sol bajaba ya por el horizonte cuando Sashi salió al jardín en busca de Madison.

–Lady Moran pregunta si sus invitados quieren quedarse a cenar.

–¿Queréis quedaros? – preguntó Madison a los hermanos-. Por favor, aceptad.

–¡Oh, sí, por favor, George! – pidió Alice-. Podemos enviar recado a nuestros padres; sé que no dirán nada.

Madison miró a George y le pareció que miraba a Sashi.

–¿Nos quedamos? – insistió Alice.

Su hermano apartó la vista de la doncella.

–No sé -vaciló.

–Yo puedo llevar un mensaje a la plantación Rutherford -se ofreció Sashi-. No está lejos.

Madison frunció el ceño.

–Tú no harás nada semejante. Mi tía dice que no es seguro que una mujer viaje sola por la jungla. Enviaremos a uno de los hijos de Punta.

–Como desee, señorita Madison -Sashi inclinó la cabeza y se alejó hacia la casa.

–¿Quién es? – preguntó George.

–Sashi, mi doncella personal -Madison se sentó al lado de Alice en un banco de piedra-. Aunque en realidad es una amiga.

–Encantadora -suspiró él.

Alice se echó a reír.

–George, ¿qué te ocurre? Sashi lleva aquí desde que conocemos a lady Moran.

Su hermano se encogió de hombros. Era un joven bastante atractivo. A sus veinticinco años, y como heredero de la fortuna y el título de su padre, era un soltero muy codiciado, según su hermana, quien explicó a Madison que, a la muerte de su padre, George heredaría el título de conde así como grandes propiedades en tres continentes. Madison enseguida comprendió que Alice esperaba que le gustara su hermano. Su tía había insinuado lo mismo, pero, aunque era atractivo, inteligente, divertido y cuatro años mayor que ella, a la joven le parecía más un hermano pequeño que un pretendiente en potencia.

–¿Seguro que ha estado siempre aquí? – preguntó George, reuniéndose con ellas a la sombra de las palmeras-. Yo no habría olvidado un rostro tan angelical.

Alice miró a Madison y soltó una carcajada.

–Me parece que no sólo nos quedamos a cenar sino que puede que ahora te cueste librarte de nosotros.


Kendra ordenó que sirvieran la cena en el jardín después de atardecer. Cenaron pescado fresco de mar, verduras de los huertos de la plantación y una deliciosa combinación de frutas de la zona.

En la sobremesa, los cuatro comensales siguieron sentados a la mesa partiendo nueces y sorbiendo el famoso ponche de ron de lady Moran.

–Siento curiosidad, Madison -dijo George en cierto momento-. ¿Quieres enseñarnos uno de tus cuadros?

–Kendra -llamó Jefford desde una de las ventanas abiertas.

Madison se sobresaltó. Apenas lo había visto desde la noche que había ido a su cuarto.

–Estamos en el jardín, querido -lo llamó Kendra.

Él salió al exterior y Madison apartó la vista adrede.

–Perdona -Jefford se quitó el sombrero de paja viejo que llevaba-. No sabía que teníais invitados -saludó con la cabeza-. Señorita Rutherford, George. Me alegro de verlos.

Alice sonrió y sorbió su ponche de ron.

George se levantó, le estrechó la mano y volvió a sentarse.

–Buenas noches, Madison -Jefford apenas miró en su dirección.

–Buenas noches -musitó ella.

–Siéntate con nosotros -le pidió Kendra -Bebo, trae otra silla -ordenó a uno de los chicos que esperaban en las sombras.

–Gracias, pero no -Jefford señaló su atuendo-. Llevo todo el día en los campos de caña de azúcar. No voy vestido para la ocasión.

–¿Y desde cuándo te importa a ti eso? – preguntó Kendra con firmeza-. Siéntate y dame ese asqueroso sombrero. Juro que lo quemaré la próxima Nochebuena.

Para sorpresa de Madison, Jefford aceptó la silla que le llevó Bebo.

–Y traedle una bandeja de la cocina -dijo Kendra al muchacho. Miró a su hijo-. ¿Has pasado un buen día?

Jefford se encogió de hombros y tomó un puñado de nueces.

–Esas riñas incesantes nos están retrasando. Los trabajadores se quejan de sueldos pequeños, sin darse cuenta de que sus peleas y protestas constantes alteran la producción y así no podemos permitirnos aumentar los salarios.

Se cruzó de brazos.

–Después de los problemas de la otra noche, los chinos y los haitianos no se hablan y se niegan a negociar juntos -suspiró-. No sé dónde va a terminar todo esto.

Madison examinó su perfil a la luz dorada de la antorcha que había detrás de él y pensó en el retrato que esperaba en su terraza. Había intentado trabajar en él varias veces desde su llegada pero siempre acababa por dejar los pinceles con frustración. Escuchando ahora a Jefford y observándole mover la mandíbula, se le ocurrió lo fácil que sería pintarlo a él en lugar de a lord Thomblin.

–¿Se sabe algo de la mujer jamaicana desaparecida? – preguntó George.

Jefford hizo una mueca de desagrado. Era obvio que no quería tratar aquel tema delante de las damas.

–¿Qué mujer? – preguntó Kendra en el acto.

–Desapareció en la plantación de Thomblin hace tres días -Jefford aceptó la bandeja de comida que le llevó Bebo-. El capataz dice que posiblemente se ahogó.

–¿Ahogarse una jamaicana? – preguntó lady Moran-. Imposible. Nadan como peces.

Jefford se metió un tenedor de pescado blanco en la boca.

–Todo es posible. Quizá se perdió en la jungla. O se cayó de un cocotero y se rompió el cuello.

Miró a Madison y ella apartó la vista y fingió observar una lagartija verde y gruesa que subía lentamente por la pata de la silla de él.

–O… -dijo Jefford.

–O pudo tener un destino peor -termino George en su lugar.

–¿Un destino peor que caerse de un cocotero y matarse? – preguntó Alice.

–Pudo encontrarse con un hombre extraño -repuso su hermano-. Recuerda lo que le ocurrió a aquella china joven el invierno pasado.

Kendra miró a su sobrina.

–La violó un grupo de trabajadores. La llevaron a los cafetales y la tuvieron casi un día encerrada mientras se turnaban para violarla.

Madison palideció. Sabía que esas atrocidades existían, pero en Londres no era un tema que se tratara en la mesa.

–Y por eso no quiero que camines sola por la jungla ni por los campos -añadió Kendra-. Miró a Alice-. Ni tú tampoco.

–Yo nunca lo haría -repuso la última-. ¿Pero podemos hablar de otra cosa, por favor?

–Tiene razón. Mis disculpas, señorita Rutherford -Jefford apartó la bandeja de comida y se levantó-. Necesito un baño y una buena dosis de ron. Buenas noches, señoras. George, ¿puedes venir a mi estudio? Quiero darte una información para tu padre.

–Por supuesto -George se puso en pie-. Si me disculpan, señoras.

Madison y Alice murmuraron su permiso y los hombres se retiraron al interior de la casa.


–Quería hablarte de Thomblin -dijo Jefford mientras servía dos copas de ron y pasaba una a George-. Hace tiempo que tenía mis sospechas, pero en Londres me encontré con un conocido común y…

Vaciló; tomó el ron de un trago y se sirvió otro.

–Parece que Thomblin no es el caballero que aparenta. Aunque tiene el título, su fortuna ha desaparecido y se rumorea que se vio obligado a abandonar Bombay hace unos años debido a las deudas -se sentó en un sillón de cuero-. Sus propiedades en Londres han sido confiscadas y subastadas y me temo que es sólo cuestión de tiempo que le ocurra lo mismo a su plantación de Jamaica.

George bebió también de su ron.

–Nunca me ha caído bien. En nuestra casa sólo lo recibimos por respeto a Kendra.

–Lo sé. A veces me pregunto si el corazón blando de mi madre no nos pondrá a todos en peligro -Jefford hizo una pausa-. Pero más que la situación financiera de Thomblin me preocupa el hombre en sí. He oído que le fascinan todas las desviaciones sexuales. Parece ser que en Londres organizaba fiestas para satisfacer los apetitos contra natura de los aristócratas de las mejores familias.

–¿Y dónde saca mujeres dispuestas a participar en eso?

Jefford miró por encima del borde de su copa.

–Buena pregunta. Tengo mis teorías, pero sin pruebas… -dejó la frase sin terminar-. En cualquier caso, sólo quería avisaros de su situación financiera por si acude a vosotros con alguna proposición de negocios. No se puede confiar en él.

–Pasaré la información a mi padre -George dejó la copa en el escritorio de caoba cubierto de papeles-. ¿Hay algo que debamos hacer del otro tema?

–Sólo observarlo. Kendra prometió a lord Moran en su lecho de muerte que cuidaría de su sobrino nieto y no puedo hacerle cambiar de idea -Jefford movió la cabeza-. Dudo de que lord Moran supiera la clase de hombre que acabaría siendo Thomblin.

–Agradezco tu interés por mi padre -George le tendió la mano-. Le avisaré de que hay una serpiente entre nosotros.


Aquella noche, Madison se sentó en la terraza en camisón y con los pies descalzos. El viento cálido silbaba entre las palmeras y le removía el pelo. Había intentado trabajar en el retrato de lord Thomblin y cambiado el perfil con fuerza, pero al retroceder le había sorprendido comprobar que no era ésa la cara que quería dibujar. Ahora el retrato inacabado parecía mirarla con burla, y en el lienzo no estaban la frente amplia ni la nariz patricia de lord Thomblin sino una silueta más fuerte.

Sashi apareció en la puerta del dormitorio.

–¿Necesita algo más antes de que me acueste?

–No, gracias. Hasta mañana.

–Hasta mañana.

La doncella bajó la cabeza y se metió en la habitación. Madison se levantó y se acercó al dormitorio, intranquila. Comprendía que, si quería vivir en Jamaica y ser parte de la isla, tenía que sumergirse más en su vida. ¿Le permitiría Jefford acompañarlo a los campos? Ella quería captar a la gente de Jamaica tal y como eran, no posando. Si iba con Jefford, tal vez la aceptaran más fácilmente.

Se sentó ante la cómoda y empezó a cepillarse el pelo largo. El problema era que tendría que pedirle a Jefford que la llevara y eso implicaba pasar tiempo juntos, algo que él parecía empeñado en evitar… y ella también. Pero su pintura era importante y valía la pena sacrificarse un poco.

Decidió, pues, que se tragaría su orgullo y pediría a Jefford que la llevara con él cuando hiciera la ronda de los campos. Se levantaría temprano, prepararía un caballete y pinceles y desayunaría con su tía y con él en el jardín. ¿Cómo iba a negárselo, sobre todo delante de su madre? Madison sabía que no podía negarle nada a Kendra.

Sonrió y se acercó a tapar el retrato de la terraza.

–¿Se puede saber qué miras? – preguntó.


–¿Por qué no me llevas a la ciudad? – Chantal estaba sentada desnuda en la cama de Jefford con un mohín en los labios.

–Porque tengo trabajo -él levantó el pie en una silla para atarse el cordón e hizo una mueca. La herida del hombro estaba limpia y sanaba bien, pero por la mañana quemaba como un ascua ardiendo-. Te puede acompañar uno de los hombres; seguro que alguien va hoy a Kingston. Todos los días va alguien.

–Pero yo no quiero ir con otro hombre -ella se levantó de la cama y se colocó detrás de él. Lo abrazó y apretó los pechos en su espalda-. ¿Por favor?

–Ya te he dicho que tengo trabajo -él dejó el pie en el suelo y levantó el otro. Se secó el sudor del labio superior con el hombro. Apenas había amanecido y ya hacía calor-. El aire huele a lluvia. Hoy tengo que inspeccionar varios campos y necesito hacerlo con buen tiempo. Tendré que darme prisa si quiero anticiparme a la tormenta.

–Pero tanto trabajar no es divertido -protestó ella.

–Te dije hace mucho tiempo que, si buscabas diversión, te equivocabas de hombre.

Chantal le mordió el lóbulo de la oreja.

–Ah, pero tú puedes ser divertido cuando quieres. ¿Eh?

Jefford se ató el segundo cordón y bajó el pie.

–Tengo trabajo -se levantó, tomó el vestido de ella y lo lanzó a la cama-. Póntelo y vete. Ya sabes lo que opina Kendra de que estés aquí.

–¿Vendré esta noche? – preguntó ella.

–Ya veremos.

Jefford abrió una de las puertas que daban al jardín y salió al exterior. Necesitaba una taza de café fuerte, algo de comer y podría marcharse.

Quería inspeccionar los campos situados entre la propiedad de Thomblin y la suya; en parte por un insecto nuevo aparecido en la caña de azúcar, pero también porque quería hablar con hombres que pudieran conocer a los trabajadores de Thomblin. Ya habían desaparecido tres mujeres jóvenes ese año de la plantación de su vecino y no le gustaba nada.

Cuando se acercaba a las mesas del patio de piedra, vio a su madre de espaldas con uno de sus sombreros enormes, sirviendo café. Se alegró de verla.

La noche anterior le había parecido muy cansada y eso le preocupaba, pero Kendra se negaba a hablar del tema.

–Buenos días.

–Buenos días.

Jefford se quedó inmóvil donde estaba.

–¿Café? – preguntó Madison con dulzura, volviéndose hacia él.

Jefford sintió tentaciones de dar media vuelta y alejarse. Esa mañana no tenía tiempo para tonterías.

–Bebo ha traído tostadas y fruta -le sirvió una taza de café sin esperar respuesta.

–¿Dónde está Kendra? – preguntó él.

–Duerme todavía. No creo que tarde en bajar.

Jefford tomó la taza de café y la bebió de pie. Ella lo miró y él contuvo el aliento. Estaba muy guapa a la luz de la mañana, con el rostro marcado aún por el sueño y una expresión de inocencia que resultaba muy atrayente.

–¿No quieres sentarte? – preguntó ella.

–No, tengo que irme -miró en dirección a la jungla-. Tengo que inspeccionar unos campos -señaló el cielo-. Se avecina una tormenta.

–Por eso quería hablar contigo -Madison tragó saliva con fuerza.

Jefford esperó, pero no la alentó.

Ella tomó un sorbo de café fuerte para darse ánimos.

–Me gustaría acompañarte hoy a los campos a pintar. No te molestaré nada, te lo prometo, sólo…

La carcajada de Jefford la hizo callar.

–¿No me molestarás? – se burló él-. No haces otra cosa -dejó la taza en la mesa-. No, no vendrás conmigo a los campos de caña. No es seguro, y aunque lo fuera… -movió la cabeza y empezó a alejarse-. Habla con Kendra; seguro que puede organizarte un safari.

–¡Eres insufrible!

Madison descubrió con sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Apretó los labios con fuerza. Ella quería pintar ese día y, si no la llevaba él, iría por su cuenta.