En el extremo del pasillo vio que salía luz por debajo de una
puerta, la única visible en la casa aparte de la suya. Vaciló un
instante y llamó con firmeza.
La puerta se abrió del golpe.
–Chantal, te he dicho…
Madison, sobresaltada, retrocedió un paso y estuvo a punto de
tropezar con el dobladillo de su camisón largo. Jefford estaba
descalzo delante de ella, desnudo excepto por una tela alrededor de
la cintura que sujetaba con la mano.
–Perdona…-dijo ella-. Te he visto… en el jardín -miró su
hombro, donde había un arañazo largo-. ¿Puedo hacer algo por ti? –
señaló la quemadura-. Eso tiene mal aspecto.
–Vete a la cama, Madison. No te quiero aquí.
–Lo siento -ella retrocedió otro paso y deseó poder dibujar
su rostro tal y como lo veía en ese momento, preñado de emoción, de
vulnerabilidad.
–No quiero entrometerme -musitó-. Sólo
quiero…
–No me pasa nada -el tono de él era más suave-. Ya me he
lavado y ahora me pondré ungüento.
–¿Cómo ha ocurrido?
–Te lo contaré mañana -empezó a cerrar la puerta-. Vete a la
cama. No vuelvas aquí.
Cerró la puerta y ella echó a correr y no se detuvo hasta
llegar a su cuarto.
–Madison, Madison, ¿dónde estás? – preguntó la voz de su tía
en el jardín.
–Aquí -Madison se levantó y agitó el pincel en dirección a la
voz.
Llevaba horas pintando al viejo jardinero chino, que cuidaba
un lecho de flores sentado casi inmóvil en un cojín. Descalzo y con
un sombrero en forma de cono hecho de ramas, era un modelo
ideal.
–Sí, ya te veo. Pero quiero que entres. Tenemos visita,
incluido un caballero.
Madison dejó el pincel y se apartó un rizo que había escapado
de su moño, debajo del sombrero de paja.
–¿Ha venido lord Thomblin? – preguntó, animada. Llevaban ya
casi una semana en Jamaica y Carlton no había cumplido aún su
promesa de ir a visitarla.
–Claro que no. Estamos tomando el té en la biblioteca. Lali
ha hecho galletas, así que date prisa.
Madison entró en la casa con curiosidad y se dirigió a la
biblioteca, donde habían puesto una mesa, con mantel blanco, para
el té de la tarde.
–Aquí está -anunció Kendra-. Mi sobrina, la honorable Madison
Ann Westcott.
Una mujer joven de pelo rojizo y ataviada con un vestido rosa
inglés se volvió desde una de las muchas
estanterías.
–Ésta es Alice Rutherford, una de mis vecinas más queridas. Y
su hermano George -señaló a un joven atractivo que entraba en ese
momento por la puerta.
–No te imaginas las ganas que tenía de conocerte -declaró
Alice; se acercó a ella con las manos extendidas-. En la isla no
hay nadie de mi edad y no tengo compañía -apretó las dos manos de
Madison con afecto.
–¿No tienes compañía? – preguntó George con irritación
fingida-. ¿Y yo qué soy?
–Está bien, corrijo. No tengo compañía
femenina.
George miró a Madison.
–Encantado de conocerla, señorita Westcott -le tomó la mano y
se la besó.
Madison se echó a reír y se apartó. Los dos le cayeron bien
enseguida.
–¿Sois vecinos nuestros? – preguntó-. ¿A qué distancia vivís
de aquí?
–A sólo cuatro millas al norte.
–Pero cuando empiezan las lluvias parecen cuarenta -declaró
Alice.
–Vamos, sentaos todos -los llamó Kendra-. Quiero que probéis
mi mermelada de mango. Magnífica.
En la hora siguiente, tomaron té y conversaron en la
biblioteca. Kendra tomó la primera taza y una galleta y luego se
disculpó.
A los pocos minutos, Madison tenía ya la sensación de que los
hermanos fueran los buenos amigos que no había tenido nunca, ni en
la infancia, pero con los que siempre había soñado. Después del té,
George sugirió que salieran a jugar al croquet. Era un buen
comediante e hizo reír a las jóvenes toda la
tarde.
El sol bajaba ya por el horizonte cuando Sashi salió al
jardín en busca de Madison.
–Lady Moran pregunta si sus invitados quieren quedarse a
cenar.
–¿Queréis quedaros? – preguntó Madison a los hermanos-. Por
favor, aceptad.
–¡Oh, sí, por favor, George! – pidió Alice-. Podemos enviar
recado a nuestros padres; sé que no dirán nada.
Madison miró a George y le pareció que miraba a
Sashi.
–¿Nos quedamos? – insistió Alice.
Su hermano apartó la vista de la doncella.
–No sé -vaciló.
–Yo puedo llevar un mensaje a la plantación Rutherford -se
ofreció Sashi-. No está lejos.
Madison frunció el ceño.
–Tú no harás nada semejante. Mi tía dice que no es seguro que
una mujer viaje sola por la jungla. Enviaremos a uno de los hijos
de Punta.
–Como desee, señorita Madison -Sashi inclinó la cabeza y se
alejó hacia la casa.
–¿Quién es? – preguntó George.
–Sashi, mi doncella personal -Madison se sentó al lado de
Alice en un banco de piedra-. Aunque en realidad es una
amiga.
–Encantadora -suspiró él.
Alice se echó a reír.
–George, ¿qué te ocurre? Sashi lleva aquí desde que conocemos
a lady Moran.
Su hermano se encogió de hombros. Era un joven bastante
atractivo. A sus veinticinco años, y como heredero de la fortuna y
el título de su padre, era un soltero muy codiciado, según su
hermana, quien explicó a Madison que, a la muerte de su padre,
George heredaría el título de conde así como grandes propiedades en
tres continentes. Madison enseguida comprendió que Alice esperaba
que le gustara su hermano. Su tía había insinuado lo mismo, pero,
aunque era atractivo, inteligente, divertido y cuatro años mayor
que ella, a la joven le parecía más un hermano pequeño que un
pretendiente en potencia.
–¿Seguro que ha estado siempre aquí? – preguntó George,
reuniéndose con ellas a la sombra de las palmeras-. Yo no habría
olvidado un rostro tan angelical.
Alice miró a Madison y soltó una carcajada.
–Me parece que no sólo nos quedamos a cenar sino que puede
que ahora te cueste librarte de nosotros.
Kendra ordenó que sirvieran la cena en el jardín después de
atardecer. Cenaron pescado fresco de mar, verduras de los huertos
de la plantación y una deliciosa combinación de frutas de la
zona.
En la sobremesa, los cuatro comensales siguieron sentados a
la mesa partiendo nueces y sorbiendo el famoso ponche de ron de
lady Moran.
–Siento curiosidad, Madison -dijo George en cierto momento-.
¿Quieres enseñarnos uno de tus cuadros?
–Kendra -llamó Jefford desde una de las ventanas
abiertas.
Madison se sobresaltó. Apenas lo había visto desde la noche
que había ido a su cuarto.
–Estamos en el jardín, querido -lo llamó
Kendra.
Él salió al exterior y Madison apartó la vista
adrede.
–Perdona -Jefford se quitó el sombrero de paja viejo que
llevaba-. No sabía que teníais invitados -saludó con la cabeza-.
Señorita Rutherford, George. Me alegro de verlos.
Alice sonrió y sorbió su ponche de ron.
George se levantó, le estrechó la mano y volvió a
sentarse.
–Buenas noches, Madison -Jefford apenas miró en su
dirección.
–Buenas noches -musitó ella.
–Siéntate con nosotros -le pidió Kendra -Bebo, trae otra
silla -ordenó a uno de los chicos que esperaban en las
sombras.
–Gracias, pero no -Jefford señaló su atuendo-. Llevo todo el
día en los campos de caña de azúcar. No voy vestido para la
ocasión.
–¿Y desde cuándo te importa a ti eso? – preguntó Kendra con
firmeza-. Siéntate y dame ese asqueroso sombrero. Juro que lo
quemaré la próxima Nochebuena.
Para sorpresa de Madison, Jefford aceptó la silla que le
llevó Bebo.
–Y traedle una bandeja de la cocina -dijo Kendra al muchacho.
Miró a su hijo-. ¿Has pasado un buen día?
Jefford se encogió de hombros y tomó un puñado de
nueces.
–Esas riñas incesantes nos están retrasando. Los trabajadores
se quejan de sueldos pequeños, sin darse cuenta de que sus peleas y
protestas constantes alteran la producción y así no podemos
permitirnos aumentar los salarios.
Se cruzó de brazos.
–Después de los problemas de la otra noche, los chinos y los
haitianos no se hablan y se niegan a negociar juntos -suspiró-. No
sé dónde va a terminar todo esto.
Madison examinó su perfil a la luz dorada de la antorcha que
había detrás de él y pensó en el retrato que esperaba en su
terraza. Había intentado trabajar en él varias veces desde su
llegada pero siempre acababa por dejar los pinceles con
frustración. Escuchando ahora a Jefford y observándole mover la
mandíbula, se le ocurrió lo fácil que sería pintarlo a él en lugar
de a lord Thomblin.
–¿Se sabe algo de la mujer jamaicana desaparecida? – preguntó
George.
Jefford hizo una mueca de desagrado. Era obvio que no quería
tratar aquel tema delante de las damas.
–¿Qué mujer? – preguntó Kendra en el acto.
–Desapareció en la plantación de Thomblin hace tres días
-Jefford aceptó la bandeja de comida que le llevó Bebo-. El capataz
dice que posiblemente se ahogó.
–¿Ahogarse una jamaicana? – preguntó lady Moran-. Imposible.
Nadan como peces.
Jefford se metió un tenedor de pescado blanco en la
boca.
–Todo es posible. Quizá se perdió en la jungla. O se cayó de
un cocotero y se rompió el cuello.
Miró a Madison y ella apartó la vista y fingió observar una
lagartija verde y gruesa que subía lentamente por la pata de la
silla de él.
–O… -dijo Jefford.
–O pudo tener un destino peor -termino George en su
lugar.
–¿Un destino peor que caerse de un cocotero y matarse? –
preguntó Alice.
–Pudo encontrarse con un hombre extraño -repuso su hermano-.
Recuerda lo que le ocurrió a aquella china joven el invierno
pasado.
Kendra miró a su sobrina.
–La violó un grupo de trabajadores. La llevaron a los
cafetales y la tuvieron casi un día encerrada mientras se turnaban
para violarla.
Madison palideció. Sabía que esas atrocidades existían, pero
en Londres no era un tema que se tratara en la
mesa.
–Y por eso no quiero que camines sola por la jungla ni por
los campos -añadió Kendra-. Miró a Alice-. Ni tú
tampoco.
–Yo nunca lo haría -repuso la última-. ¿Pero podemos hablar
de otra cosa, por favor?
–Tiene razón. Mis disculpas, señorita Rutherford -Jefford
apartó la bandeja de comida y se levantó-. Necesito un baño y una
buena dosis de ron. Buenas noches, señoras. George, ¿puedes venir a
mi estudio? Quiero darte una información para tu
padre.
–Por supuesto -George se puso en pie-. Si me disculpan,
señoras.
Madison y Alice murmuraron su permiso y los hombres se
retiraron al interior de la casa.
–Quería hablarte de Thomblin -dijo Jefford mientras servía
dos copas de ron y pasaba una a George-. Hace tiempo que tenía mis
sospechas, pero en Londres me encontré con un conocido común
y…
Vaciló; tomó el ron de un trago y se sirvió
otro.
–Parece que Thomblin no es el caballero que aparenta. Aunque
tiene el título, su fortuna ha desaparecido y se rumorea que se vio
obligado a abandonar Bombay hace unos años debido a las deudas -se
sentó en un sillón de cuero-. Sus propiedades en Londres han sido
confiscadas y subastadas y me temo que es sólo cuestión de tiempo
que le ocurra lo mismo a su plantación de Jamaica.
George bebió también de su ron.
–Nunca me ha caído bien. En nuestra casa sólo lo recibimos
por respeto a Kendra.
–Lo sé. A veces me pregunto si el corazón blando de mi madre
no nos pondrá a todos en peligro -Jefford hizo una pausa-. Pero más
que la situación financiera de Thomblin me preocupa el hombre en
sí. He oído que le fascinan todas las desviaciones sexuales. Parece
ser que en Londres organizaba fiestas para satisfacer los apetitos
contra natura de los aristócratas de las mejores
familias.
–¿Y dónde saca mujeres dispuestas a participar en
eso?
Jefford miró por encima del borde de su
copa.
–Buena pregunta. Tengo mis teorías, pero sin pruebas… -dejó
la frase sin terminar-. En cualquier caso, sólo quería avisaros de
su situación financiera por si acude a vosotros con alguna
proposición de negocios. No se puede confiar en
él.
–Pasaré la información a mi padre -George dejó la copa en el
escritorio de caoba cubierto de papeles-. ¿Hay algo que debamos
hacer del otro tema?
–Sólo observarlo. Kendra prometió a lord Moran en su lecho de
muerte que cuidaría de su sobrino nieto y no puedo hacerle cambiar
de idea -Jefford movió la cabeza-. Dudo de que lord Moran supiera
la clase de hombre que acabaría siendo Thomblin.
–Agradezco tu interés por mi padre -George le tendió la
mano-. Le avisaré de que hay una serpiente entre
nosotros.
Aquella noche, Madison se sentó en la terraza en camisón y
con los pies descalzos. El viento cálido silbaba entre las palmeras
y le removía el pelo. Había intentado trabajar en el retrato de
lord Thomblin y cambiado el perfil con fuerza, pero al retroceder
le había sorprendido comprobar que no era ésa la cara que quería
dibujar. Ahora el retrato inacabado parecía mirarla con burla, y en
el lienzo no estaban la frente amplia ni la nariz patricia de lord
Thomblin sino una silueta más fuerte.
Sashi apareció en la puerta del dormitorio.
–¿Necesita algo más antes de que me acueste?
–No, gracias. Hasta mañana.
–Hasta mañana.
La doncella bajó la cabeza y se metió en la habitación.
Madison se levantó y se acercó al dormitorio, intranquila.
Comprendía que, si quería vivir en Jamaica y ser parte de la isla,
tenía que sumergirse más en su vida. ¿Le permitiría Jefford
acompañarlo a los campos? Ella quería captar a la gente de Jamaica
tal y como eran, no posando. Si iba con Jefford, tal vez la
aceptaran más fácilmente.
Se sentó ante la cómoda y empezó a cepillarse el pelo largo.
El problema era que tendría que pedirle a Jefford que la llevara y
eso implicaba pasar tiempo juntos, algo que él parecía empeñado en
evitar… y ella también. Pero su pintura era importante y valía la
pena sacrificarse un poco.
Decidió, pues, que se tragaría su orgullo y pediría a Jefford
que la llevara con él cuando hiciera la ronda de los campos. Se
levantaría temprano, prepararía un caballete y pinceles y
desayunaría con su tía y con él en el jardín. ¿Cómo iba a
negárselo, sobre todo delante de su madre? Madison sabía que no
podía negarle nada a Kendra.
Sonrió y se acercó a tapar el retrato de la
terraza.
–¿Se puede saber qué miras? – preguntó.
–¿Por qué no me llevas a la ciudad? – Chantal estaba sentada
desnuda en la cama de Jefford con un mohín en los
labios.
–Porque tengo trabajo -él levantó el pie en una silla para
atarse el cordón e hizo una mueca. La herida del hombro estaba
limpia y sanaba bien, pero por la mañana quemaba como un ascua
ardiendo-. Te puede acompañar uno de los hombres; seguro que
alguien va hoy a Kingston. Todos los días va
alguien.
–Pero yo no quiero ir con otro hombre -ella se levantó de la
cama y se colocó detrás de él. Lo abrazó y apretó los pechos en su
espalda-. ¿Por favor?
–Ya te he dicho que tengo trabajo -él dejó el pie en el suelo
y levantó el otro. Se secó el sudor del labio superior con el
hombro. Apenas había amanecido y ya hacía calor-. El aire huele a
lluvia. Hoy tengo que inspeccionar varios campos y necesito hacerlo
con buen tiempo. Tendré que darme prisa si quiero anticiparme a la
tormenta.
–Pero tanto trabajar no es divertido -protestó
ella.
–Te dije hace mucho tiempo que, si buscabas diversión, te
equivocabas de hombre.
Chantal le mordió el lóbulo de la oreja.
–Ah, pero tú puedes ser divertido cuando quieres.
¿Eh?
Jefford se ató el segundo cordón y bajó el
pie.
–Tengo trabajo -se levantó, tomó el vestido de ella y lo
lanzó a la cama-. Póntelo y vete. Ya sabes lo que opina Kendra de
que estés aquí.
–¿Vendré esta noche? – preguntó ella.
–Ya veremos.
Jefford abrió una de las puertas que daban al jardín y salió
al exterior. Necesitaba una taza de café fuerte, algo de comer y
podría marcharse.
Quería inspeccionar los campos situados entre la propiedad de
Thomblin y la suya; en parte por un insecto nuevo aparecido en la
caña de azúcar, pero también porque quería hablar con hombres que
pudieran conocer a los trabajadores de Thomblin. Ya habían
desaparecido tres mujeres jóvenes ese año de la plantación de su
vecino y no le gustaba nada.
Cuando se acercaba a las mesas del patio de piedra, vio a su
madre de espaldas con uno de sus sombreros enormes, sirviendo café.
Se alegró de verla.
La noche anterior le había parecido muy cansada y eso le
preocupaba, pero Kendra se negaba a hablar del
tema.
–Buenos días.
–Buenos días.
Jefford se quedó inmóvil donde estaba.
–¿Café? – preguntó Madison con dulzura, volviéndose hacia
él.
Jefford sintió tentaciones de dar media vuelta y alejarse.
Esa mañana no tenía tiempo para tonterías.
–Bebo ha traído tostadas y fruta -le sirvió una taza de café
sin esperar respuesta.
–¿Dónde está Kendra? – preguntó él.
–Duerme todavía. No creo que tarde en bajar.
Jefford tomó la taza de café y la bebió de pie. Ella lo miró
y él contuvo el aliento. Estaba muy guapa a la luz de la mañana,
con el rostro marcado aún por el sueño y una expresión de inocencia
que resultaba muy atrayente.
–¿No quieres sentarte? – preguntó ella.
–No, tengo que irme -miró en dirección a la jungla-. Tengo
que inspeccionar unos campos -señaló el cielo-. Se avecina una
tormenta.
–Por eso quería hablar contigo -Madison tragó saliva con
fuerza.
Jefford esperó, pero no la alentó.
Ella tomó un sorbo de café fuerte para darse
ánimos.
–Me gustaría acompañarte hoy a los campos a pintar. No te
molestaré nada, te lo prometo, sólo…
La carcajada de Jefford la hizo callar.
–¿No me molestarás? – se burló él-. No haces otra cosa -dejó
la taza en la mesa-. No, no vendrás conmigo a los campos de caña.
No es seguro, y aunque lo fuera… -movió la cabeza y empezó a
alejarse-. Habla con Kendra; seguro que puede organizarte un
safari.
–¡Eres insufrible!
Madison descubrió con sorpresa que tenía los ojos llenos de
lágrimas. Apretó los labios con fuerza. Ella quería pintar ese día
y, si no la llevaba él, iría por su cuenta.