Jefford hizo una mueca y apartó una rama de palmera para
dejarla pasar. En la otra mano llevaba una antorcha que lanzaba un
círculo de luz en torno a ellos.
–No sé de lo que hablas y, francamente, no estoy de humor
para eso.
–Sabes muy bien de lo que hablo -insistió
ella.
Su inglés era excelente. Había nacido en Haití y se había
criado en una plantación inglesa en el extremo más alejado de la
isla, pero conservaba todavía el acento haitiano, mezcla de francés
y criollo, que Jefford normalmente consideraba encantador. Esa
noche, sin embargo, lo irritaba.
–Chantal…
–Es una niña -dijo ella; caminaba detrás de él por la jungla
tupida en dirección a la aldea donde vivían la mayor parte de los
trabajadores de Bahía Windward-. No podría hacerte feliz como te
hago yo.
–No es una niña, tiene veintiún años.
A medida que se adentraba en la jungla, Jefford sentía al fin
que había dejado atrás el mundo de Londres. Era un placer estar de
vuelta y respirar el aire húmedo y preñado de
olores.
–Hace muchos años que te conozco -continuó Chantal-. Te
conozco mejor que tú y te digo que ella sólo te traerá mala suerte.
Sólo te traerá…
–¿Qué pasa? – Jefford se volvió hacia ella-. ¿Estás
celosa?
Su llegada no había sido como esperaba, como había fantaseado
en las noches pasadas solo en la litera del barco. Chantal lo había
bombardeado con preguntas desde que bajara del barco. La mayor
parte eran acusaciones, todas relativas a la sobrina de su madre;
suponía que técnicamente era su prima, aunque su madre y el padre
de Madison no tuvieran la misma sangre materna.
–Estás celosa de ella -repitió.
Chantal apretó sus pechos voluptuosos en el torso de
él.
–Veo cómo te mira con esos ojos ingleses azules. ¿Te gusta su
pelo largo dorado?
Él sintió que se excitaba contra su
voluntad.
–No pienso tener esta conversación contigo -se volvió y
siguió andando-. No puedo hacer esperar más a esos
hombres.
–No lo toleraré -insistió ella con su voz líquida. Le agarró
la camisa, lo obligó a volverse y le hincó los dientes en la
barbilla-. ¿Me oyes?
Jefford clavó el palo largo de la antorcha en el suelo de la
jungla y la sujetó por los hombros.
–Tú no me dirás lo que debo y no debo hacer; a quién puedo
tener y a quién no -le dijo con rabia.
Le cubrió la boca con la suya, sabedor de que le hacía daño y
ella lo abrazó y le clavó las uñas en la espalda. Jefford se
encogió, pero el dolor se diferenciaba poco del placer. Le
introdujo la lengua en la boca para hacerla
callar.
Chantal gimió y se aferró a él.
Jefford la apretó contra el tronco duro de un cocotero y le
subió la falda verde.
Ella le apartó la mano, pero él no se dejó disuadir. Apretó
el rostro en el cuello de ella, clavándola así al árbol para tener
las manos libres. Inhaló su aroma acre y procuró entusiasmarse con
ella como en otro tiempo.
–Creía que teníamos prisa. Los hombres…
–Esperarán -murmuró él. Subió la mano por el muslo desnudo de
ella hasta encontrar los rizos negros que buscaba.
Ella ya estaba mojada… esperándolo. Se bajó los pantalones
con la mano libre y la penetró. Chantal lanzó un grito, pero él
sabía que ya no le hacía daño. Sus gritos sonaban espesos por la
pasión.
Chantal gemía al ritmo de los movimientos de él. Le clavaba
los dientes en la carne blanda de los hombros y las uñas en la
espalda. Él terminó pronto y la abrazó un momento
jadeante.
Se apartó de ella y se secó el sudor de la
frente.
Chantal se bajó la falda y siguió apoyada en el
árbol.
–Tu inglesa de pelo rubio no puede darte eso
-murmuró.
Jefford se subió los pantalones.
–¡Maldita sea! No merezco que me trates así. Hace mucho
tiempo que estamos juntos y has sido muy buena conmigo -se pasó la
mano por el pelo-. ¿Estás bien? – preguntó.
Ella soltó una risita.
–Claro que sí.
Jefford se ató los pantalones.
–Tenemos que darnos prisa. No quiero darle a Ling otra excusa
para no hablar con nosotros.
Ella siguió apoyada en el árbol.
–Dime que me quieres -murmuró.
–Chantal, vamos.
Ella suspiró y al fin se movió.
–Te he perdido.
Jefford tomó la antorcha y la levantó en alto sin hacer caso
de sus palabras.
–Cuando entremos quiero que guardes silencio, pero que estés
vigilante. Ya sabes cómo puede ser Ling.
Cinco minutos después llegaban a una aldea formada por un
grupo de chozas de palma. Ladraron los perros y un hombre moreno y
delgado, su escolta, salió de la oscuridad vestido sólo con
taparrabos y se colocó en silencio detrás de ellos. Unas antorchas
iluminaban el último tramo del camino.
A pesar de lo tardío de la hora, niños curiosos, casi todos
desnudos, los miraban desde detrás de las paredes de las chozas
abiertas, con los adultos en las sombras detrás de ellos. La
tensión en el aire parecía crear un zumbido en sus oídos. Todos en
la aldea sabían que tendría lugar esa reunión y sabían que el
resultado podía acabar en derramamiento de sangre.
Pero los niños, que desconocían el propósito de la asamblea o
no entendían plenamente sus ramificaciones, conversaban entre sí en
una mezcla de inglés y haitiano con alguna palabra de indio,
español e incluso chino. Jefford miró a Napoleón, un niño que
trabajaba en la casa y al que apreciaba, y lo saludó con la mano.
Napoleón le devolvió el saludo con timidez. Un perro amarillo
oscuro los recibió en la puerta de una choza amplia. La entrada
estaba flanqueada por dos de los hombres de Ling, que lo miraron
con dureza. Jefford clavó la antorcha en el suelo y entró en la
choza.
Uno de los chinos atravesó su hacha en la entrada para
impedir que Chantal pudiera seguirlo.
–Mujeres no.
–Voy con el amo Jefford.
–Quédate ahí -le dijo éste-.Y estate atenta.
Miró a los hombres que lo esperaban dentro. Una lámpara
colocada encima de un tronco en el centro llenaba la habitación de
una luz amarilla pálida y de olor a queroseno.
Dos haitianos se sentaban en el suelo. Girish, un indio con
turbante, estaba también sentado enfrente de ellos. Ling, el líder
chino, se encontraba de pie, con la mandíbula apretada, y lo
observaba con ojos penetrantes. Jiao, su lugarteniente y traductor,
estaba detrás de él.
–Jefford, me alegro de verte -dijo Jean-Claude, el líder
haitiano-.Tenemos suerte de que Ague, el dios del mar, te haya
protegido -era un hombre de edad mediana, ojos oscuros amables y
una cicatriz roja que se extendía desde la oreja izquierda hasta la
comisura de los labios, regalo de los trabajadores chinos durante
una revuelta del año anterior en los campos de caña de
azúcar.
Jefford asintió con respeto.
–Es un placer estar en casa -saludó a Girish con una
inclinación de cabeza y luego a Ling.
Girish aceptó el saludo y respondió de igual modo. Ling miró
a través de él como si estuviera hecho de cristal.
–Tengo entendido que hay un desacuerdo sobre quién debe
trabajar qué campos en qué días -comentó Jefford, que no veía
motivo para posponer la causa de la reunión-. Yo ya dije que nos da
igual qué campo elijan los indios, los chinos o los jamaicanos
siempre que se haga el trabajo.
Jiao tradujo sus palabras en voz baja.
–Eso es lo mismo que digo yo -asintió Girish-, pero los
chinos no escuchan. No quieren negociar, quieren los mejores
campos. Jean-Claude y yo hemos…
Ling soltó una ristra de palabras furiosas que Jefford no
pudo entender. Miró al traductor.
–El señor Ling dice que no puede negociar con los indios y
los isleños porque no se puede confiar en ellos.
Mienten.
–¿Mienten? – se enfadó Jean-Claude-. Yo soy un hombre de
palabra, Ling, mientras que todo el mundo sabe que tú sólo miras
por ti -lo apuntó con un dedo largo y negro-. Tú sólo quieres
dinero; ni siquiera trabajas en el campo, sino que pones a tu mujer
y tus hijas a…
–Jean-Claude -lo interrumpió Jefford-. Vamos a limitarnos al
problema que nos ocupa.
–Éste es el problema -el haitiano, vestido con una camisa
inglesa con las mangas cortadas, se levantó del suelo, apuntando
todavía con el dedo al representante chino-. Queremos ayudar a
nuestra gente, hacer lo mejor para preservar nuestra vida, pero
Ling…
Jefford sintió más que oyó la reacción de los chinos detrás
de él en el momento en que Chantal lanzaba un grito de advertencia.
Jean-Claude se lanzó sobre Ling. Girish se levantó de un salto y
sacó una navaja de los pliegues de su ropa. Los guardas chinos
entraron en la choza agitando un hacha y Jefford tuvo el tiempo
justo de apartarse y evitar quedar atrapado entre los chinos y los
haitianos.
Chantal, todavía fuera de la choza, lanzó un grito agudo e
intentó entrar. Jefford vio el brillo de la navaja que sabía que
guardaba en la cintura y la vio saltar para proteger a Jean-Claude
mientras el segundo haitiano agitaba un sable por encima de la
cabeza del guarda chino con un grito de fiereza.
Jefford golpeó al chino con todas sus fuerzas. Era mucho más
alto que el guarda pero no tan ancho. El chino lanzó un grito de
indignación y se volvió hacia él agitando el hacha con la furia de
un loco.
Jefford se agachó y giró a la izquierda y luego a la derecha.
La lámpara cayó al suelo de tierra y prendió una de las paredes.
Jefford miró la zona inmediata en busca de un arma, arrepentido de
no haber llevado su pistola. Su gesto de paz podía costarle la
vida.
El chino volvió a agitar el hacha y esa vez le dio en el
hombro izquierdo, donde la hoja le cortó la manga e hizo brotar una
capa fina de sangre.
Jefford, ahogado por el humo negro, se lanzó al suelo, agarró
a su atacante por las rodillas y lo hizo caer. Los dos rodaron una
y otra vez, con Jefford intentando arrebatarle el hacha. Su manga
se prendió fuego e intentó apagarlo en el suelo mientras seguía
encima del guarda.
El sudor caía por su rostro y luchaba por respirar. Empezaban
a caer trozos grandes del tejado en llamas. Hizo acopio de todas
sus fuerzas y consiguió golpear el cuello del chino con el mango
del hacha.
–¿Quieres levantarte y salir de aquí? – le preguntó-. ¿O
prefieres arder en este infierno?
Un trozo de bambú ardiente cayó del techo y le dio en la
espalda, pero, por suerte, rebotó en él y aterrizó en el
suelo.
El guarda miró el tejado en llamas y dejó de debatirse.
Jefford se levantó con el hacha y tendió la mano para ayudar al
chino a incorporarse. Los dos se tambalearon entre el humo, que era
tan espeso que tuvo que guiarse por la voz de Chantal para
encontrar la salida.
Los dos salieron juntos de la choza en llamas y Jefford cayó
de rodillas, apretando el hacha en sus manos y tosiendo con
violencia.
Chantal se lanzó sobre él.
–Jefford -le pasó las manos por el pelo y tiró de su camisa-.
Estás quemado -gritó.
El, que seguía tosiendo, negó con la cabeza.
–Sólo la camisa -consiguió decir cuando sus pulmones se
llenaron al fin con el aire cálido y dulce de la
noche.
Chantal le quitó la camisa de la espalda y uno de los
haitianos tomó el hacha. Después de varias respiraciones más,
Jefford consiguió rodar y sentarse en el suelo.
Napoleón apareció a su lado y le acercó una cascara de coco
con agua a la boca. El niño parecía tan asustado que Jefford
extendió la mano y le tocó el pelo antes de beber.
Los haitianos se afanaban a su alrededor para evitar que el
fuego se extendiera a otras chozas. Después del segundo coco de
agua, Jefford pudo levantarse al fin. Chantal intentó ayudarle,
pero él la apartó. Ling y sus hombres se habían ido. Miró a Girish
y a Jean-Claude, que se acercaron con expresión
preocupada.
–Deberíamos aplazar las conversaciones un par de noches, dar
tiempo a Ling a calmarse -dijo Jefford.
Jean-Claude sonrió débilmente.
–Doy gracias a los dioses porque estés vivo, ya que sin ti no
hay esperanza. Pero ya te he dicho que Ling no será razonable. Es
inútil invitarlo de nuevo a hablar. Ha venido a mi aldea y ha
sacado las armas. Ese insulto debería…
–Tú eres su líder -lo interrumpió Jefford-. Nada de
venganzas. Las peleas y muertes no arreglarán las diferencias entre
vosotros, sólo las empeorarán -sufrió otro acceso de tos -Girish,
díselo tú.
Chantal le pasó la mano por el brazo.
–Tenemos que irnos. El humo tiene malos
espíritus.
Jefford suspiró, se pasó una mano por el pelo y captó su olor
chamuscado.
–Hablaré con vosotros mañana. No hagáis nada hasta
entonces.
Chantal tomó una de las antorchas de la aldea y alumbró el
camino hacia Bahía Windward.
Madison, vestida con un camisón rosa de batista, estaba
sentada en un sillón de la terraza y miraba la jungla en sombras.
Respiraba hondo el aire húmedo e inhalaba el olor a jazmín y otras
flores.
Aunque era más de medianoche, no podía dormir.Y no porque
sintiera nostalgia de su casa, que no la sentía, sino porque
Jamaica no se lo permitía. Los sonidos, olores, incluso el calor,
parecían llamarla y sus pensamientos, tanto sus miedos como sus
esperanzas, le impedían conciliar el sueño.
Miraba el jardín, que permanecía iluminado por antorchas
durante la noche y protegido por hombres armados que seguían de
guardia hasta que volviera el dueño de la casa.
¿Dónde narices estaba Jefford a esa hora? ¿Y con qué mujer?
Movió la cabeza. Si a su tía no le importaba, a ella tampoco debía
importarle.
Un movimiento abajo atrajo su atención y se asomó por encima
de la barandilla. Ladró un perro y vio que uno de los guardas se
alejaba en dirección a la jungla.
Brilló una luz en los árboles más allá del jardín y se
levantó para mirar mejor. Los guardas reconocieron a Jefford y
volvieron a sus puestos. Madison lo vio entrar en el jardín con
Chantal.
Cuando estuvieron más cerca, vio que no llevaba camisa. Sus
hombros musculosos, su abdomen plano y la piel oscura que rodeaba
sus pezones brillaban a la luz de la antorcha. Su cuerpo era tan
perfecto que parecía un dios griego.
Madison se lamió los labios secos y deseó tener pinturas y un
lienzo a mano.
–Tienes que acostarte, amoreux -dijo
Chantal.
–Puedo acostarme solo.
–Hay que curarte las quemaduras.
–Chantal, por favor… -Jefford se apartó el pelo de la
frente-. Esta noche no.
La haitiana dejó caer las manos a los costados. Jefford
levantó la vista y Madison vio en sus ojos una tristeza que le
oprimió el pecho. Enseguida él se marchó, desapareció en la
casa.
Y la joven permaneció un momento indecisa y corrió a buscar
su bata.