VII

Habían pasado cinco días y Airi estaba de nuevo allí.

Reha, por unos momentos, detrás del desierto mostrador, se mantuvo muy quieta, esperando. Airi Saal, en la puerta del saloon, con los batientes oscilando a su espalda, parecía esperar algo. Que ella hablara, que la echara de allí, que la pegara un tiro...

—Váyase, señorita Saal.

Pero Airi se mantuvo quieto.

—Quiero ver a Brad.

—Brad no está aquí.

—Quiero verlo.

Como si estuviera completamente segura de que Reha le estaba mintiendo.

Pero Reha se mantuvo inmóvil, mirándola, en silencio. Y Airi supo entonces que aquella mujer, además de ser una enemiga, no era una enemiga pequeña.

—Brad no quiere verla a usted.

—Se equivoca. Brad quiere verme más que a usted. Tenemos un asunto muy importante qué discutir.

El silencio dentro del saloon. La mirada que ambas se dedicaron, de lado a lado del establecimiento.

Una mirada llena de rencor, llena de algo que ni siquiera necesitaba palabras para manifestarse. Porque en el fondo, pese a las circunstancias que las" separaban, ellas dos eran iguales. Iguales también a Brad: tres seres sin desbravar.)

—Brad está aquí y tiene un asunto que discutir conmigo. ¿Cree que no sé muy bien que usted no sólo se ha limitado a cuidarle las heridas, sino que ha aprovechado también para meterlo en su casa?

Reha apretó la boca. No dijo nada. Pero algo fulguró en el fondo de sus verdosas pupilas.

Sin embargo:

—Pase.

Y señaló con la mano la puertecilla que estaba al fondo del saloon. Aquella puertecilla daba acceso a la parte interior del edificio.

Airi, con la cabeza alta, pasó al interior del establecimiento. Una pequeña vena le latía fuertemente en las sienes. Sentía el golpe rítmico de su propia sangre, aquella especie de cálida corriente que le circulaba por las venas a una velocidad mayor de la normal. Conforme avanzaba por el estrecho pasillo que halló al otro lado de la puerta, una angustiosa sensación la acometió: como si hubiera estado esperando durante siglos aquel momento y ahora que lo tenía casi a la mano no fuera a llegar nunca. Como si estuviera condenada a caminar eternamente por aquel pasillo sin encontrar nunca su final.

Al final del pasillo había otra puerta.

La empujó muy despacio.

—Brad.

Y Brad Leborg volvió bruscamente la cabeza hacia donde ella se encontraba y Airi de pronto se halló sola frente a aquellas terribles pupilas plateadas que lo descarnaban todo y por unos largos segundos creyó que era la Muerte la que se cernía en torno a ella, en el aire de la habitación.

—¿Por qué has venido?

—Es preciso que hablemos.

—No tenemos nada de qué hablar tú y yo.

Pero sus ojos desmentían aquellas palabras.

—" ¡Oh, Dios, Airi, Airi...!"

Ella, con la misma lentitud con que había abierto la puerta, la cerró a su espalda.

Un movimiento que casi pareció un símbolo.

—Mi padre ha contratado dos pistoleros, Brad.

—Lo imagino.

—Rygseck y Kelley han contratado otro.

—Ah.

—Los tres tienen orden de matarte apenas te vean. Cada uno de ellos cree que tú formas parte del otro bando. ¿Te das cuenta de lo que significa ello?

Se la daba. Airi había jugado sus cartas y las había jugado bien. Era todo.

Pero:

—¿Por qué lo has hecho?

—¿Por qué? —aquella pequeña gota de oro que se encendía en los ojos femeninos se convirtió de pronto en una hoguera que inundó su mirada entera: una gigantesca hoguera para la que jamás podría existir suficiente agua—. ¿Y eres, tú quien me lo pregunta?. Tú me humillaste cuando fuiste a hablar con mi padre. Me trataste como a una cualquiera, como si fuera Reha, que se pone detrás de un mostrador a despachar bebidas y cuando termina su trabajo ella sigue trabajando con... con los hombres de la población. ¡Igual que a una golfa cualquiera! ¡Así te comportaste conmigo, como si yo sólo fuera basura, como si no fuera nada! ¿Y todavía me preguntas por qué lo he hecho?

Brad rió entre dientes. Estaba sentado en una pequeña, mecedora que parecía mucho más pequeña en contraste con su estatura. A través de su desabrochada camisa podía verse parte del vendaje que todavía sujetaba su hombro herido.

Aquella risa del hombre— ¡cómo le costó, Dios! — erizó los cabellos de Airi Saal.

Mucho más se los erizó de pronto el que Brad se pusiera en pie y alargara el brazo hacia ella.

—Es cierto, Airi. Me comporté contigo como si fueras una Reha cualquiera.

Y de pronto, aquel brazo la prendió por la cintura, con la misma fuerza de un cepo de hierro. Un brazo que no acusaba en absoluto la herida, sino que parecía mucho más fuerte y más duro que antes.

"¡Airi, Airi...!"

Pero aquel grito quedó ahogado en lo profundo de su garganta. En lo más hondo de sus huesos y de su corazón. Porque nadie debía saberlo jamás y ella menos que nadie.

—Brad...

Un brazo que apretaba con terrible fuerza. Otro brazo que se sumó al primero, para terminar de formar el círculo en que de pronto se halló encerrada.

—¡Brad...!

Las anchas y plateadas pupilas, mirándola desde muy cerca, con una expresión acechante. Igual que las de una pantera, esperando el momento de descargar su zarpazo.

Y de pronto, todo aquello pareció estallar en torno. Se sintió suspendida en lo alto de un abismo, pendiente de un solo hilo de araña, con el infinito a sus pies. Supo que si Brad la soltaba, se despeñaría. Y una terrible ola de miedo la invadió. Porque en el fondo de aquellas pupilas, muy en el fondo, había escrito acaso un sentimiento de amor y de piedad. Pero ella no pudo verlo. Ella sólo pudo ver la expresión, del tigre, que se detiene ante su presa y calcula el lugar preciso para asestar el golpe.

Luego escuchó su voz.

—Te he tratado como si fueras una Reha cualquiera. Disculpa. Eres cien veces peor.

Y la besó.

Airi, aturdida, incapaz de reaccionar, sólo supo que fue un beso salvaje, que luego él la soltó y que se quedó mirándola muy quieto, en silencio, como si esperase una reacción suya.

"¡Maldito pistolero! ¡Maldito, maldito...!"

"Airi..."

—¡Miserable...!

—Sólo eres una niña consentida y caprichosa a quien el Oeste se le ha subido a la cabeza demasiado rápidamente. Nunca podrás vivir en esta tierra en tanto aprendas que no se puede jugar con sus hombres ni con sus mujeres. En tanto no sepas el valor de una vida y el poder de la violencia que profesamos, Dalhart murió por ti. Acaso el siguiente sea yo. O los pistoleros que ha contratado tu padre. De una u otra forma, tú habrás sido la causante de todo. Ahora, sal afuera y avisa a tus perros falderos. Y también al de tus enemigos si ello te divierte. Luego, quédate si quieres. Podrás tener una localidad de primera fila para presenciar la comedia. Acaso te resulte divertido.

Airi, con los dientes apretados y los ojos centelleantes, retrocedió un paso. Algo parecía haber comenzado a crecer en el interior de su mirada.

Un pequeño volcán que de pronto estalló.

—¡Maldito fanfarrón, pistolero a sueldo, forajido...! ¡Venía dispuesta a pactar contigo, venía dispuesta a ponerlo todo en claro y evitar que te mataran! ¡Hubiera bastado un poco de amabilidad por tu parte, sólo un poco de amabilidad...! Pero ahora... ahora lo pagarás todo junto. Vas a pagar la que mi padre haya llegado a dudar de mí, la nota que escribiste en el cadáver de Hough... ¡Todo! ¡Lo vas a pagar todo, para que sepas que conmigo no se juega, que no soy una niña sino una mujer, que sé muy bien lo que quiero y lo que hago! ¡Y cuando te vea muerto, haré fiesta y daré un baile en mi casa, para que todos sepan que estoy alegre! ¡Lo haré, lo haré! ¡Juro que lo haré!

Dio media vuelta brusca y salió corriendo, ciegamente, casi tropezando con la puerta que permanecía cerrada.

Unos instantes después, Brad estaba nuevamente solo en la estancia.

"Airi."

Ella había dejado un leve rastro de perfume tras de sí. Brad lió despacio un cigarrillo y lo encendió con mano temblorosa.

"No eres una mujer, sino una niña. Nunca dejarás de ser una niña. ¡Oh, Dios! ¡Pero te amo tanto...!"

Arrojó furiosamente el cigarrillo, casi entero, a un rincón. Ni siquiera advirtió que la puerta se abría nuevamente para dar paso a la serena figura de Reha.

Solamente lo advirtió cuando escuchó su voz y sintió el contacto de aquella mano en su hombro.

—¿Qué ha ocurrido, Brad?

Alzó los ojos para mirarla.

Sus pupilas verdosas, aquel rostro que permanecía inalterable desde doce años antes, su clásico gesto inclinando un poco la cabeza hacia la derecha, como un pequeño ciervo que escucha los rumores del bosque...

Aquel mismo brazo qué un momento antes había estrechado a Airi Saal, se alargó. Con mucha suavidad. Atrajo a Reha hacia sí. Sin levantarse de la mecedora, apoyó la cabeza en la cintura femenina.

Y dijo amargamente:

—He vuelto a Shattuck sólo para darme cuenta de que sigo siendo un pistolero... doce años más viejo.

* * *

—No salgas, Brad.

—Tengo que hacerlo.

—No salgas. Te van a matar.

—No puedo estar escondido toda la vida.

El saloon se encontraba desierto. Un rabioso sol de mediodía lo estaba achicharrando todo. Los tejados de Shatuck parecían brillar bajo aquella luz y a lo lejos, los dos ríos que enmarcaban la región parecían corrientes de plata. Sobre la llanura, como pinceladas negras y chirriantes, las torres metálicas de los pozos petrolíferos parecían agujas clavándose en el cielo.

Reha suspiró.

—¿Por qué las cosas tienen que suceder de esta forma tan absurda, Brad?

—Porque soy un pistolero, y los pistoleros no podemos elegir nuestra propia vida.

—Pero tú no tienes bando en esta lucha de Shattuck; A ti no te importan los ganaderos ni los petroleros.

—A mí nunca me ha importado nadie, Reha; pero pese a ello siempre me he visto envuelto en la violencia. Un pistolero que se subasta al mejor postor siempre se encuentra con una situación como esta, antes o después. Una situación en la que no importan los demás, sino uno mismo.

El silencio entre ellos se alargó.

—No salgas, Brad.

—Tengo que salir.

—Te matarán. Son tres.

—No: son solamente dos ahora. El pistolero de Rygseck y Kelley tal vez no aparezca. Es un riesgo que tengo que correr. Además, si peleo con esos dos, acaso el otro no haga nada.

Y pensó que aquella era una situación idiota en la que se había colocado en parte por sí mismo, en parte por Airi, y que por primera vez iba a disparar contra alguien sin que le importara nada aquello ni se ventilara tampoco nada.

"Airi, Airi..."

—Brad.

Era Reha. Mirándole muy quieta, con los ojos como dos charcos.

Una Reha doce años más vieja que entonces y que sin embargo parecía la misma.

—¿Sí?

—Estaré aquí. Esperando.

Había esperado doce años. Lo que ninguna mujer de su clase hubiera sido capaz de hacer. Y sin embargo, cada vez que la miraba, Brad veía otro rostro y otros ojos. Como si fuera una maldición.

—Será mejor que te protejas.

—Sí.

—Adiós.

—Hasta luego.

La miró unos segundos que parecieron siglos.

—No, adiós.

Salió sin querer mirarla por segunda vez.

* * *

El sol y el silencio. Los tejados brillando bajo la luz. Aquella sensación terrible de soledad que se cernía sobre todo Shattuck como si el pueblo estuviera muerto.

Pero el pueblo no estaba muerto, sino que alentaba. Brad podía percibir su respiración detrás de, las ventanas, en la sombra de los porches, arrastrándose sobre Main Street levantando pequeños remolinos de polvo.

Una respiración de cosa viva, igual que una fiera dormida que no debe ser despertada.

Caminó despacio a lo largó de los porches, bajo la sombra que proyectaban. Al otro lado de la calle, dos sombras aguardaban tranquilamente.

Los dos pistoleros contratados por Saal. Dos hombres tras los que parecía erguirse la sombra de Airi.

"Airi."

No.

Ella no. Nunca jamás. Por los siglos de los siglos, Airi había muerto para él.

—¡Leborg!

El silencio se espesó de pronto.

El silencio se hizo sólido, como un gran bloque de granito al que de pronto hubieran soltado sobre la calle. Sintió su peso sobre los hombros, la angustiosa sensación de que el aire se había vuelto irrespirable y nunca podría contener de nuevo todo el oxígeno que necesitaba. El cielo era negro y las casas habían dejado de parecer pardas bajo la luz del sol. Porque ya no había luz.

Se detuvo.

Frente a él, aquellas dos sombras estaban muy quietas. Espetando el momento, sencillamente.

"Airi... ¿Por qué?"

Estaba allí, frente a ellos y sin embargó no se habían visto nunca antes de entonces. No había tampoco un motivo para que tuvieran que matarse. No había otro motivo que la propia Airi, moviendo los hilos de la trama, tejiendo y destejiendo como una Parca: hilando, trenzando y cortando ella misma, a capricho, la vida de los hombres. Como si una vida no costara nada.

Pero...

"¿De qué te quejas? ¡Eres un pistolero! ¡Hace muchos años que eres un pistolero y tenías que terminar así alguna vez!"

Por unos momentos dudó de su propia eficacia. Pensó que acaso uno de aquellos dos revólveres que tenía enfrente poseería una bala con su nombre.

"Airi..."

No.

"Reha."

—¡Leborg... vamos!

Se habían despegado uno de otro. En un ángulo de tiro demasiado abierto para poder abarcarlos los dos al mismo tiempo.

La pausa se alargó de forma increíble sobre Main Street. Incluso el sol pareció detenerse para contemplar aquel momento, para ver el instante en que tres hombres se enfrentasen sin que hubiera un solo motivo que les obligara a hacerlo.

Brad, lentamente, abandonó el refugio de los porches. Aquel hubiera sido un sitio muy bueno para presentar batalla si no fuera porque los mismos postes que sostenían los tejadillos le impedían ver al que estaba más a la izquierda, el más alto y escurridizo, que parecía también el más experto por la forma de llevar el revólver.

El sol. El silencio.

La quietud.

No, la quietud se rompió de pronto. Porque el de la izquierda —el más lento—, se movió de pronto. El de la derecha le imitó.

Y Brad también.

Los tres parecieron sombras desdibujadas, desplegadas hasta convertirse únicamente en fantasmas. El sol, a contraluz, sobre el rostro de Brad, pareció durante unos instantes una bofetada de fuego.

Luego, tan inesperadamente como habían comenzado las cosas, volvieron a su dimensión normal.

Y Brad Leborg se halló actuando como cientos de veces, como miles de veces, bajando la mano hacia el revólver, palmeando el percutor incluso antes de que el arma saliera de la funda. Su veloz movimiento coincidió casi simultáneamente con el disparo del que estaba más a la derecha. El más rápido de los dos, pese a haberse movido en segundo lugar fue el primero en disparar.

El primero en morir.

Porque de pronto, antes de que pudiera echar hacia atrás por segunda vez el percutor de su revólver, halló los fríos ojos de Brad sobre su propia arma. Unos ojos absolutamente plateados, tan quietos como charcos en la llanura, reflejando toda la luz del sol igual que espejos.

Pero no eran espejos.

Lo advirtió apenas un segundo más tarde, cuando centellearon al mismo tiempo que el proyectil brotaba del cañón. Sin siquiera poder disparar, porque no tuvo una sola décima de segundo para hacerlo, el pistolero de la derecha recibió el plomazo entre los ojos y se desplomó con un gemido.

"¡Airi, Airi!"

"¡Brad!"

Aquel grito mental pareció brotar de uno de los porches, en respuesta al suyo propio. Pero no pudo ver quién lo había formulado. Porque el pistolero de la izquierda, con su revólver en la mano, lo tenía en óptimas condiciones para ser fusilado.

Se lanzó en plancha sobre el polvo. El proyectil que le buscaba levantó, un pequeño surtidor de polvo en el lugar donde estaba él una fracción de segundo antes.

"¡Defiéndete, Brad! ¡Defiéndete!"

Dos nuevos disparos, en rápida sucesión, le buscaron sin fortuna.

Se inmovilizó de pronto.

Su alta figura, sobre el polvo, pareció durante un segundo la figura de una gran serpiente, desenroscándose perezosamente al sol. Tuvo conciencia de aquella especie de soplo salvaje también conciencia de que los ojos de su enemigo reflejaban un terror absoluto.

Igual que el otro.

Atrapado sin poder recargar su revólver.

Su segundo disparo fue tan certero como el primero. Apenas un pedacito de plomo, bien colocado, bastaba para matar a un hombre.

El pistolero soltó despacio su "colt". Se dobló, intentando decir algo sin conseguirlo. Un momento después se hallaba inmóvil sobre la arena amarillenta de la calle.

Volvieron el silencio y la quietud.

"Brad, Brad, Brad."

Miró.

Estaba allí.

Airi Saal, en uno de los porches, contemplándole con sus ojos como hogueras, inmóvil. Parecía una estatua de sal clavada al suelo. Pero de ella estaba brotando aquel grito, aquella llamada... Como si a pesar de todo, pese a ella misma, estuviera clamando por sus besos y el cepo de hierro de sus brazos.

"Brad..."

Al otro lado de la calle, junto a los batientes del "salón", Reha se asomaba. Durante unos segundos que parecieron siglos, los tres se contemplaron, dudaron sobre si moverse o no, se mantuvieron bajo aquel sol de justicia que se derramaba sobre el pueblo.

"Airi"

Pero aquellas pupilas azules, de pronto, se le antojaron llenas de hielo. Porque no eran pupilas humanas, sino solamente pedazos de piedra preciosa: pese al fuego que ocultaban.

"Airi."

No.

Cuando ella adelantaba un paso hacia él, cuando había comenzado el ademán de decir algo, Brad Leborg le dio la espalda. Muy despacio, deliberadamente.

Y tomando la mano de Reha, penetró con ella en el saloon.