V
Pero los ojos de Reha no eran sino una prolongación de aquella acusación que parecía presidir el color del cielo. Unos ojos verdosos, estriados de amarillo, como los ojos ¿e una loba en celo, que le contemplaban atentamente en medio del solitario saloon. El saloon parecía siempre solitario cuando ambos se encontraban en él, pero Brad sabía que eran a veces ellos mismos los que se podían encontrar solos en medio de la multitud: aunque todo estuviera lleno y las mesas se encontraran totalmente ocupadas.
Ahora, sin embargo, están realmente solos.
—Tengo miedo, Brad.
Una voz pequeña, que temblaba.
—¿Miedo?
—Te estás metiendo hasta el cuello en este asunto, pese a todo.
Era cierto; Pero no le gustaba reconocerlo. Porque sus intereses en todo aquello no estribaban en la cantidad de dinero que cada uno pudiera pagarle, sino en la intensidad de brillo de unos ojos. Y Reha era la última persona ante quien hubiera querido reconocerlo.
Alzó los hombros.
—Acaso tengas razón. Pero soy un pistolero.
—No, hasta el punto que lo estás demostrando.
—Llevo doce años viviendo de mi revólver.
—Quisiera que fueran solamente doce días, para que pudieras olvidarlo.
Unas palabras que dolían. Una voz que producía el dolor.
Pero Brad sabía ya que su llegada a Shattuck había sido solamente una jugada del destino, para demostrarle que nunca podría dejar de ser lo que era en aquellos momentos.
—No debes atormentarte, Reha. Nadie puede cambiar su propio destino y hacerse dueño de él.
—Es el hombre quien forja siempre su destino, Brad.
—No. Son los hombres que rodean al hombre quienes lo hacen.
Demasiado filosofía. Reha guardó silencioso, como si no tuviera nada que responder a aquello. El silencio, entre los dos, se hizo muy largo y muy tenso. Una pausa plomiza, llena por el recuerdo de una imagen que ninguno de los dos mencionaría nunca por distintas razones. Una imagen rubia, de ojos azules y gesto altivo.
"Airi, Airi..."
—Reha...
Y el silencio por parte de ella.
Un silencio dolorido. Brad pudo ver que apretaba la boca, que le temblaban las aletas de la nariz, que toda ella parecía temblar durante un solo instante.
Un instante que duró un siglo.
Y luego, despacio, corno quién dice una verdad que no tiene vuelta de hoja, Reha murmuró:
—Has comenzado a enamorarte de ella.
Se estremeció.
—No.
Pero no lo dijo con auténtica convicción. Y supo que ella se había dado cuenta.
Reha asintió.
—Has empezado a enamorarte de ella. Y contra el amor no se puede nada. Lo sabes muy bien.
Lo sabía. O lo adivinaba. Era igual, porque nada de aquello podría terminar nunca como hubiera soñado. Los finales nunca se ajustaban a los principios. Al menos, los finales nunca eran como uno pensaba cuando las cosas, estaban en su arranque. Brad lo sabía y Reha también. Porque ambos se habían amado doce años antes y sin embargo estaban allí, uno frente a otro, como si no tuvieran nada que recordar en común.
"¡Oh, Brad, Brad!"
"Airi."
Incluso aquella llamada mental enmudeció. Reha la hizo callar cruelmente sangrientamente.
"Brad..."
—Será mejor que te vayas de Shattuck. Saal te buscará ahora con todo su poder. Alquilará pistoleros si piensa que con ello elimina la posibilidad de que te pases al bando de Kelley y Rygseck.
—No me iré de Shattuck.
—Pero...
—No.
Sabía que seguiría siendo "no" incluso en medio de los mayores peligros. Pero su negativa estaba condicionada únicamente por el recuerdo de unos ojos y una sonrisa. Apenas otra cosa que un rostro de mujer. Una mujer que no se llamaba Reha.
Reha suspiró."
—Está bien.
Y le sirvió un "whisky", como siempre.
Brad lo tomó en silencio. Hubiera querido decirle una palabra de consuelo, pero no encontró ninguna. Una especie de losa parecía haber descendido sobre su corazón. Está seco, peor que seco, muerto. No podía hablar, ni pensar, ni sentir. Había dejado la vida atrás y se hallaba sumergido en la Nada.
Dejó el vaso sobre el mostrador.
Murmuró muy despacio:
—Te veré luego.
Caminó hacia la puerta. Parecía de pronto muy cansado. El mundo se había circunscrito a un horizonte, un cielo y unas nubes.
Acaso también a un hombre y a todo lo que ello significaba.
"Has comenzado a enamorarte de ella."
Y Reha, como siempre, daba en el clavo sin necesidad de que nadie le dijera nada.
—¿Estabas en la pensión?
Se volvió, casi con las manos sobre los batientes.
—Sí.
Y salió.
* * *
Todas las contraventanas estaban cerradas, pero apenas abrió una rendija de la puerta tuvo la sensación de que había alguien más allá adentro. Algo flotaba en la atmósfera, que sugería una segunda presencia. Una presencia hostil, gritando en medio de la oscuridad.
—Airi.
Dijo el nombre en voz alta. No como una pregunta, sino como una certeza.
Y la voz de Airi Saal le repuso desde el interior a oscuras de su propia habitación:
—Pasa, pistolero. Tenemos que hablar.
Hubo un largo momento de silencio entre los dos.
Uno de esos largos momentos en que todo parece detenerse, para comenzar luego un vertiginoso ritmo de carrera.
—Airi.
—¿Me tienes miedo?
Pasó, cerrando tras de sí. Durante un instante más la oscuridad fue completa allá adentro. Luego, percibió un leve roce y la mano de Airi Saal abrió una de las contraventanas. Un crudo chorro de sol amarillo bañó de pronto el interior de la habitación.
Los dos se miraron entonces.
Una larga mirada.
Una profunda mirada.
"Airi, Airi, Airi..."
Demasiado mujer. Demasiado apasionada. Demasiado impulsiva.
Tenía los ojos como dos profundos pozos sin fondo, azules y negros al mismo tiempo. Una mirada a rayas, como la de una pantera que espera en medio de la selva el momento de lanzarse sobre su presa. La mirada salvaje de un animal acorralado, buscando una salida.
Le temblaba la boca, Se estremecían las aletas de su nariz.
Toda ella parecía estremecerse. Y Brad sintió entonces que el suelo había comenzado a bailar bajo él, porque por unos instantes se olvidó incluso del nombre de Reha, se olvidó de sus ojos verdes y de su amor de doce años antes, para mirar solamente aquellos ojos azules y pensar en lo que podía ser un amor en el presente... con Airi Saal.
—Airi...
Ella estaba muy quieta junto a la ventana, bañada por la radiante luz del mediodía. Una luz amarilla que rivalizaba con el oro de sus cabellos.
Dijo, apretados los dientes:
—Brad Leborg, eres la peor especie de pistolero que me he tropezado nunca;
—Airi...
—¿Sabes lo que dijo mi padre cuando leyó tu nota?
—Yo...:
—¿Lo sabes?
No lo sabía. Pero imaginaba que no había sido nada bueno. Por primera vez, luego de haber escrito aquella nota, pensó en las consecuencias que podía traer para la muchacha. Lo había hecho acaso para vengarse mezquinamente del atractivo que ejercía sobre él. Y hallaba que ella no se comportaba como una muchacha cualquiera, sino como una "mujer". Una mujer demasiado mujer para gastarle semejantes bromas.
Repuso:
—Siento lo...
—¿Lo sientes?
Casi gritando.
Y él:
—¡Tú no pueden entenderlo!
Una risa femenina atravesó la habitación y pareció golpearlo. Una risa amarga, dura, casi cruel.
Se estremeció de pronto al comprender que Airi era mucho menos niña de lo que pudiera parecer a simple vista. Porque en aquellos momentos su risa no era la de una niña. Ni tampoco la honda mirada de sus ojos.
Unos ojos casi como los de un pistolero.
En la larga pausa que se hizo entre ellos, Airi soltó una nueva risa. Brad advirtió perfectamente el temblor de su garganta, aquella especie de agitación de su busto al respirar, el velo negro de su mirada y la tensa inquietud de sus manos.
Pero:
"¡No podrás convertirme en un perro guardián como hiciste con Dalhart! ¡No estoy en venta, Airi Saal! ¡Ni en subasta! ¡Aunque seas el mejor postor y te apuestes tú misma en el juego!"
—Brad.
—Vete. No tenemos nada que hablar tú y yo.
—Brad...
—Vete.
—Tenemos "mucho" de qué hablar.
—No.
Y ella, de pronto, cruzó la habitación en dos largas zancadas, para quedar frente a él, a una yarda escasa.
Por unos instantes mientras Airi se movía, Brad Leborg tuvo la sensación de que algo se movía también al mismo tiempo que ella, una fuerza contenida hasta aquel momento a la que de improviso habían dejado suelta. Una fuerza terrible, helada como un carámbano, que de pronto llenó la estancia y lo envolvió. Los envolvió a los dos, tendiendo un puente sólido entre ellos.
—¿Sabes lo que ha dicho mi padre, Brad Leborg?
—No.
Los dos brazos de la muchacha se alzaron de pronto. Brad se la encontró apretada contra él, con el rostro al lado, los labios entreabiertos, una indescifrable mirada en el fondo de los ojos...
—Brad Leborg... mi padre me preguntó si es que era preciso que me casara contigo. ¿Comprendes lo que eso significa? ¡Él también duda, pese a todo! ¡Y si es eso lo que estabas buscando, destruir mi reputación, has comenzado a conseguirlo sin necesidad de salir de mi casa!
—Airi...
—¡Pero conmigo no se juega! ¡No soy una niña, sino una mujer! ¡Y conseguiré que te des cuenta de ello... aunque me deje el alma en la empresa!
Le besó, de pronto.
Durante un par de segundos, sólo un par de segundos, a Brad le pareció que, las cosas habían perdido su valor para adquirir uno distinto. Airi Saal estaba allí, entre sus brazos, en su propia habitación, besándole.
Y sin embargo, al mismo tiempo que todo aquello Brad comprendió que ella sólo estaba tratando de hacerle ver una cosa: la distancia que los separaba.
"¡Airi, Airi!"
Antes de que los dos segundos hubieran terminado, Airi bajó las manos. Brad sintió que le empujaba hacia atrás, con firmeza. Los ojos de la muchacha eran apenas otra cosa que sombras en medio de la noche. Porque de pronto parecía haberse hecho la oscuridad en torno a ellos.
Y escuchó su voz.
Una voz ronca, apasionada, llena de odio.
—¿Creía que lo estaba haciendo por amor, imbécil? ¡Los hombres sois siempre demasiado presuntuosos en materia de mujeres!
El silencio, luego de aquellas palabras, pareció golpear.
Porque los ojos de Airi Saal habían cambiado de expresión y parecían en aquellos momentos los de una loba en celo. Porque le temblaba la boca, pero no de debilidad, sino de rabia. Y porque su rostro había adquirido una especial dureza... sobre el punto de mira del 38 que acababa de arrancar de la funda de Brad.
—¡Airi...!
—¡Levanta la manos y no te acerques, pistolero! ¿Creías que te besaba por amor? ¿O por capricho? ¡Los hombres nunca podréis entendernos, estúpido!
—¡Airi, tú no puedes...!
—¡Puedo! ¿No me has rebajado ante mi propio padre, escribiendo una nota con el ridículo propósito de hacerme daño? ¡Has usado el método más ruin que puede usar un hombre, pero te juro que voy a hundirte como me llamo Airi Saal! ¡Conseguiré que los pistoleros de mi padre te persigan cómo a un perro, conseguiré que Rygseck y Kelly lo hagan también, hasta que te conviertan en pedazos y tengan que enterrarte a plazos! ¡Lo juro por mi honor, Brad Leborg! ¡Te voy a colocar en medio de los dos bandos, para que entre todos te deshagan!
Brad, inmóvil, con las manos a la altura de los hombros, la contempló en silencio unos instantes.
Unos instantes que parecieron siglos.
Airi parecía haber crecido en unos pocos momentos. Le centelleaban los ojos, su boca había perdido la atractiva femeneidad que la caracterizaba, y aquel 38 terminaba de componer el cuadro: parecía solamente un pistolero. Con su falda de ante, las botas altas, el sombrero colgado sobre la espalda pendiente del borquejo de cuero...
Un pequeño pistolero que sin embargo empuñaba el revólver con helada decisión.
—Airi, escúchame...
—¿Escucharte? —soltó uno seca y chirriante risa—. ¡No te escucharía en estos momentos por todo el oro del mundo! He trazado un plan, ¿comprendes? ¡Y no me voy a apartar de él! ¡Vuélvete de espaldas!
—Airi...
—¡Vuélvete de espaldas, he dicho!
Pero se mantuvo quieto, mirándola.
Una mirada profunda como un abismo. Un río de plata, llenando la habitación, uniéndolos... por un solo segundo.
Porque al segundo siguiente, ella había entrado en acción.
Y Brad Leborg, inmovilizado por la sorpresa, sin ser capaz de actuar contra aquella especie de torbellino que de pronto se había desencadenado en el interior de la estancia, vio de qué forma ella tiraba hacia atrás del percutor, con la decisión y la seguridad de un pistolero. Y vio también cómo alzaba su brazo armado, con los ojos llenos,de una curiosa y helada expresión de odio.
—¡Airi, Airi!
El disparo restalló dentro de la estancia como un cañonazo.
—¡Maldito pistolero! ¡Maldito, maldito, maldito!
Brad sintió el choque del proyectil en un hombro.
Durante unos instantes, la sorpresa no le dejó reaccionar convenientemente.
Solo supo que ella había disparado, que le había metido en el hombro un tiro seco y preciso como sí lo hubiera estado ensayando durante meses y que de nuevo, sin abandonar aquella helada expresión de odio, tiraba hacia atrás del percutor.
Su mano —su pequeña mano femenina—, era firme como una roca.
"¡Oh, Brad, Brad!"
Aquella exclamación pareció temblar un momento en su mirada, en sus labios, casi en su cuerpo. Se borró enseguida.
Justo cuando disparó por segunda vez.
Brad Leborg sintió como si la mano de un gigante hubiera chocado contra su cuerpo. En alguna parte le dolió algo. Ni siquiera supo el sitio exacto. Solo supo que le dolió, que las cosas comenzaron de pronto a volverse borrosas, borrosas, borrosas...
"¡Airi...! ¡Oh, Dios, Dios...!"
La última visión, antes de desplomarse, fue la de aquella muchacha, casi una niña, que empuñaba el revólver ante él. Con los ojos como dos profundos carbones, llenos con todo el fuego del infierno. Un revólver del 38 que parecía no pesar nada en su mano, como si en vez de un arma fuera solamente una flor.
Durante un instante, solo durante un instante, el silencio y la inmovilidad reinaron en el interior de la estancia.
Luego, muy despacio, los dedos de Airi Saal se aflojaron. El 38 cayó al suelo con un golpe sordo. Durante unos instantes, ella estuvo contemplando el cuerpo del hombre, tendido a sus pies. Sabía que no lo había matado. Tiraba lo suficientemente bien como para calcular al milímetro el sitio donde tenía que meter la bala. Al menos, aquello sí lo había aprendido en el Oeste.
"Brad..."
Hubiera querido decirlo, pero lo calló.
El silencio siguió siendo espeso.
Luego, los pasos de Airi hacia la puerta lo rompieron. Y el rumor de la propia puerta al abrirse y cerrarse.
Y al fin, el silenció volvió nuevamente.
El disparo, ahogado entre las cuatro paredes de la estancia, ni siquiera había llegado a Main Street. Mucho menos, al interior del saloon.
Por eso, Reha se vio sorprendida por la entrada de una Airi altiva como una reina, con los ojos llenos de una extraña expresión de triunfo.
—Reha.
Bajó el fuerte sol del mediodía, el saloon se encontraba desierto. Parecía estar siempre así: tan vacío como el alma de su propietaria.
—Buenos días, señorita Saal.
Un saludo frío, lleno de hostilidad. Porque si bien entre hombres muy a menudo no es necesario decir las cosas, las mujeres siempre las adivinan antes.
Y ambas habían adivinado desde el principio que ellas dos solamente podían ser enemigas.
—Reha.
El silencio de nuevo.
Las dos, mirándose.
Una larga y espesa mirada, volviendo sólida la atmósfera del saloon.
Y la voz de Airi.
Como si estuviera abofeteando a su interlocutora.
—Usted ama a Brad Leborg.
Reha apretó la boca. No hubiera asentido en aquellos momentos ni aunque le hubiesen arrancado la piel a tiras.
Pero:
—¿Le importa?
—Es a usted a quien debe de importarle. Porque alguien le ha pegado un tiro a Brad.
A Reha le pareció que el suelo comenzaba a bailar bajo sus pies. Durante unos instantes, se sintió incapaz de reaccionar. Como si alguien le hubiera dado un golpe en medio de la cara y todo se hubiera vuelto negro en torno.
Pero Airi lo había dicho.
"Alguien le ha pegado un tiró a Brad".
Dijo, muy bajo, roncamente:
—¿Quién?
Y Airi saltó entre dientes una dura, casi cruel risa.
—Eso es algo que no me importa. El me estaba esperando en su habitación. Al entrar en la casa, escuché el disparo. Un hombre salió corriendo, cruzándose conmigo. Ni siquiera le vi la cara. Es posible que Rygseck y Kelly hayan contratado algún pistolero para matar a Brad creyendo que él ha sido contratado por mi padre:
Le dio la espalda, sin aclarar más. En la mente de Reha, como grabada a fuego, había quedado aquella frase: "él me estaba esperando en su habitación".
"¡Oh, no, no!"
—¡Airi!
Airi Saal siguió caminando en dirección a la puerta, tan imperturbable como si no hubiera escuchado nada. Pero una sonrisa muy leve se marcó unos instantes en su rostro, un destello de triunfo animó la profundidad de sus pupilas. Se le chispó la mandíbula, y durante un leve momento pareció que se detendría. Pero no se detuvo.
—¡Airi!
Ahora sí.
Se detuvo y la miró.
Una nueva mirada, espesa como un cubo de gelatina que de pronto hubieran arrojado sobre ellas desde lo alto del techo. Gelatina escurriendo a chorros desde los dos quinqués de petróleo que colgaban en medio del saloon.
—¿Sí, Reha?
—¿Por qué te esperaba Brad?
Un largo silencio.
Los ojos de Airi parecieron animarse con una llamarada.
—"¡No será tuyo del todo! ¡En adelante, jamás podrá serlo!"
Rió.
¡Qué amarga le supo de pronto su propia risa!
—Es usted demasiado ingenua, querida Reha.
Y salió, dejando tras de sí únicamente la leve oscilación de los batientes pintados de verde.