PRÓLOGO

«Aguas inagotables, infinitamente llenas de

vida, van por antiguos acueductos hacia

la gran ciudad y danzan en muchas

plazas sobre conchas blancas de

piedra, murmuran de día y

realzan su murmullo de

noche».

Así contempló Rilke las fuentes romanas. Así son sus Cartas a un joven poeta, esos diez fragmentos de vida que van hacia el lector desde aquella otra ciudad, invisible y eterna, silenciosa y feliz que, poco a poco, se edifica más allá de la superficie ruidosa e inquieta de lo que llaman historia. Las Cartas a un joven poeta —vino delicioso que no se puede dejar de beber cuando se lo ha saboreado en tiempo oportuno— no son, pues, un tratado de estética. Rilke no habla en ellas de cómo se hacen versos —más bien, de cómo no se hacen—. En ellas habla del camino hacia una vida presentida como plenitud y belleza que enamoran y atraen. Rilke, que anduvo hacia su propia humanidad, místico, poeta y pensador —hombre, sobre todo—, es un maestro del espíritu obstinadamente fiel a lo que sentía como misión propia: dar un testimonio de la Vida total, contagiar la presencia del Viviente que en ella anida, que inspira y fortalece, que liberando del miedo a la muerte, transfigurada en hermana y amante, nos ayuda a descubrir el gozo incondicional de vivir y de ser. Las Cartas a un joven poeta se tendrían que llamar, pues, Cartas al aprendiz de hombre. Porque llegar a ser lo que estamos llamados a ser, lo en realidad ya somos, requiere un prolongado, lúcido y paciente aprendizaje. Es fruto de una iniciación. Y esta es justamente la fuente subterránea de estas muchas confidencias.

***

Seres lúcidos lo presienten: vivimos un tiempo de diluvio universal, invisible, si, pero no por ello menos explosivo. Sus signos patentes son la crisis energética y económica, el paro —llamada al ocio y al silencio— imparable y creciente, la guerra entre vecinos que amenaza con garras gigantes, arma terrible en manos de los débiles de siempre para achicar la conciencia progresivamente miedosa y restringida de los súbditos que creen elegirlos. Muchos signos parecen anunciar el fin de un mundo de conciencias cerradas, de individualidades aisladas, separadas, que se imaginan vivir unidas cuando sólo se amontonan unas sobre otras, desconfiadas, mediocres y hostiles.

Aguas inconscientes —aquellas aguas del Génesis— fuerzas infinitas, rechazadas por la superstición de la ciencia, por la irracionalidad de la razón racionalista, por la fantasía sin imaginación del progreso indefinido, por el tormento de la moral impuesta tanto por las derechas como por las izquierdas (los puritanos siempre son espiritualmente mancos), se abren paso a codazos. Quieren manifestarse, estallar, tanto si nos gusta como si no.

Por lo mismo, ya no podemos creer a los ideólogos, caudillos o pastores del rebaño. Imperceptiblemente, imparablemente, está llegando, quizá, la hora final del espíritu: la hora de ahondar en nosotros mismos, de escuchar y obedecer a aquella alma antigua y nuestra, más vieja que la historia y más duradera que ella, que conoce por dentro la biografía interior del ser que nos habita y que en nosotros, como un embrión, poco a poco, se trenza. Ella, invisible, poderosa y segura, nos habla en sueños y azares sagrados, en frustraciones, yerros y absurdos aparentes, en silencios plenos, súbitos y felices, en inspiraciones fulminantes que exigen todo nuestro trabajo y nos fuerzan a salir del callejón sin salida en el que nos habían metido la ignorancia y el error de los siglos. Aquella alma que, si la escuchamos, si nos dejamos conducir por ella, abre la puerta del corral y nos saca del rebaño que va de cabeza al matadero, nos contagia el vuelo del ave libre y feliz. ¿Juan Salvador Gaviota, por tanto? No, Rainer Maria Rilke, un hombre amasado con la misma carne y sangre que nosotros, atenazado por el miedo, quizá más que nosotros, traspasado de angustia y de ansiedad, de imposible soledad, pero que supo ser uno con su alma —suya y nuestra— y se convirtió, grande, en médico de si mismo, de su tiempo y de su tierra, nuestro Occidente entumecido.

«No se imagine —confesó a su destinatario, el joven poeta por él frustrado— que quien intenta darle algo de consuelo, viva sin esfuerzo en medio de las silenciosas y sencillas palabras que de vez en cuando le hacen bien; la vida de quien las escribe no tiene fatiga y tristezas. De no ser así, nunca habría podido encontrar tales palabras».

De esta manera, todas y cada una de sus frases poseen aquel timbre de verdad que no hay que demostrar. Quien las lea y relea, quien las viva tan a fondo como pueda, experimentará su fecundidad. Nunca hubiéramos podido esperar encontrar unos textos tan veraces, tan sinceros y auténticos como estas diez cartas. Sin ellas nuestra vida habría sido distinta.

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Durante más de veinte años sólo tuvieron un único lector. Tres años después de la muerte de Rilke, en 1929, fueron recogidas, seleccionadas y publicadas, como si Rilke, que tanto había cantado la fuerza y la vida de los que llamamos muertos, volviera a hablar con confidencia y poder, no desde aquel solitario y alzado sepulcro en la tierra del montículo de Raron, cerca de Sierre, en el Valais suizo, junto a un templo de piedra —extra muros ecclesiae— sin más protección que una rosa amada y amante, sino desde estas diez cartas que comenzó cuando tenía veintiocho años y en las que nos dejó su retrato, el fruto de su experiencia y la intuición anticipada de su destino. A partir de entonces, ininterrumpidamente, fueron oídas, recibidas y amadas por centenares de miles lectores. Y cuanto más tiempo discurre, cuanto más urgida y crítica se hace la historia, más contemporáneas las sentimos. ¡Cuánta verdad en lo que, lúcido, decía don Antonio Machado en su Juan de Mairena: «Quien no habla a un hombre no habla al hombre. Quien no habla al hombre no habla a nadie»! ¡Qué contraste entre los manifiestos tan sonoros como rápidamente olvidados de los políticos y pastores, dichos o escritos para todos y en los que nadie se reconoce, y estas sencillas y escasas palabras remitidas a un joven tímido que pedía para sus versos el asentimiento del poeta y topó con el «¡no!» del hombre! Yo he visto este libro menudo y fascinante, casi siempre acompañado de una rosa, en la cabecera del lecho de personas que agonizaban, de mujeres que iban a dar a luz y tenían miedo: sentían la presencia cálida y atenta del ser recio y tierno que fue Rilke: «Llámame si una hora te es abrupta y no quiere ser benigna contigo» dijo en sus inagotables y difíciles Sonetos a Orfeo, y no son pocos los vivos que en, medio del absurdo y de la prueba, lo han sentido cerca, como compañero firme y silencioso. «Rilke lebt!», «¡Rilke vive!» leí en el libro de firmas del diminuto museo de Sierre, dedicado al poeta, que llenó de gloria el lugar cuando habitó entre viñas y pámpanos en el castillo de Muzot. La existencia de Rilke fue y es algo bello, una obra de arte y, como la obra de arte, en palabras suyas, es un «ser misterioso, cuya vida perdura». Soy testigo de lo dicho. Hace muchos años conocí estas cartas. De su autor casi no sabía nada. Sólo el nombre y que había sido poeta. Yo, arrojado del templo religioso y gustando lo sagrado de la vida, estrenaba una existencia nueva en una isla blanca —¡dulce exilio!— sobrevolada por gaviotas, por el sol y por el viento, una isla desnuda y libre. Estaba cerca de un mar de primavera. Abrí el libro al azar, por donde saliera. Era la carta octava:

«Hemos de aceptar nuestra existencia tan ampliamente como nos sea posible. Todo, también lo inaudito, ha de ser posible en ella. Esta es, en el fondo, la única audacia que se nos pide: ser valientes ante lo más extraño, prodigioso e inexplicable que nos pueda suceder».

Imposible seguir. La luz surgió deslumbrante. Quien estaba solo y era uno, se convirtió en dos. Rilke se sentó a mi lado. Contempló largo rato el mar en silencio. Ya no me ha dejado. A él, pues, estas páginas. A él y a quien conmigo lo ha amado, hasta ir a Ronda, el año de su centenario (quizá la única celebración en nuestra tierra, la que Rilke hubiera deseado), para abrazarse, alegre y feliz, con su estatua de bronce que sigue mirando hacia aquellos montes lejanos de la serranía rondeña en el jardín del hotel Reina Victoria y que ahora es madre de mis hijos, hermana y esposa. No estará de más que estos tres niños, nuestros hijos —la segunda nació el día que concluía una traducción de la carta octava; el pequeño empezó a dar señales de su venida justo después de acabar un seminario oral sobre el poeta— sepan que Rilke fue algo así como su abuelo y que un día, cuando sin padre ni madre anden hacia si mismos, lo sientan hermano en la arriesgada aventura del vivir. Sé que no les puedo desear una herencia mejor, a ellos y a quienes ahora son niños y que un día lejano, estoy seguro, seguirán leyendo las cartas de Rilke en alguna imposible traducción, quizá en ésta, que ahora prologo y en la que he colaborado con gozo y provecho. En ellas podrán encontrar inocencia, esperanza y aliento, descubrir caminos y atajos. En ellas se les abrirá aquella filosofía perenne que es el agua oculta de la historia, la eterna sabiduría, siempre nueva y variada, siempre idéntica a sí misma, de nuestra alma a la vez niña y anciana, ya antigua y aún por venir.

ANTONI PASCUAL

Flaçà, 3 de junio de 1984

Sant Celoni, 30 de julio de 1995