Memorias del Marqués de Bradomín

AL CAER de la tarde llegaron aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los negros y crujientes vestidos de seda. La Princesa se incorporó saludándolas con amable y desfallecida voz:

—¿Dónde habéis estado?

—¡Hemos corrido toda Ligura!

—¡Vosotras!

Ante el asombro de la Princesa, las dos señoras se miraron sonriendo:

—Cuéntale tú, Antonina.

—Cuéntale tú, Lorencina.

Y luego las dos comienzan el relato al mismo tiempo: Habían oído un sermón en la Catedral: Habían pasado por el Convento de las Carmelitas para preguntar por la Madre Superiora que estaba enferma: Habían velado al Santísimo. Aquí la Princesa interrumpió:

—¿Y cómo sigue la Madre Superiora?

—Todavía no baja al locutorio.

—¿A quién habéis visto?

—A la Madre Escolástica. ¡La pobre siempre tan buena y tan cariñosa! No sabes cuánto nos preguntó por ti y por tus hijas: Nos enseñó el hábito de María Rosario: Iba a mandárselo para que lo probase: Lo ha cosido ella misma: Dice que será el último, porque está casi ciega.

La Princesa suspiró:

—¡Yo no sabía que estuviese ciega!

—Ciega no, pero ve muy poco.

—Pues no tiene años para eso…

La Princesa acabó con un gesto de fatiga, llevándose las manos a la frente. Después se distrajo mirando hacia la puerta, donde asomaba la escuálida figura del Señor Polonio. Detenido en el umbral, el mayordomo saludaba con una profunda reverencia:

—¿Da su permiso mi Señora la Princesa?

—Adelante, Polonio. ¿Qué ocurre?

—Ha venido el sacristán de las Madres Carmelitas con el hábito de la Señorina.

—¿Y ella lo sabe?

—Probándoselo queda.

Al oír esto, las otras hijas de la Princesa, que sentadas en rueda, bordaban el manto de Santa Margarita de Ligura, habláronse en voz baja, juntando las cabezas, y salieron de la estancia con alegre murmullo, en un grupo casto y primaveral como aquel que pintó Sandro Boticelli. La Princesa las miró con maternal orgullo, y luego hizo un ademán despidiendo al mayordomo, que, en lugar de irse, adelantó algunos pasos balbuciendo:

—Ya he dado el último perfil al Paso de las Caídas… Hoy empiezan las procesiones de Semana Santa.

La Princesa replicó con desdeñosa altivez:

—Y sin duda has creído que yo lo ignoraba.

El mayordomo pareció consternado:

—¡Líbreme el Cielo, Señora!

—¿Pues entonces?…

—Hablando de las procesiones, el sacristán de las Madres me dijo que tal vez este año no saliesen las que costea y patrocina mi Señora la Princesa.

—¿Y por qué causa?

—Por la muerte de Monseñor, y el luto de la casa.

—Nada tiene que ver con la religión, Polonio.

Aquí la Princesa creyó del caso suspirar. El mayordomo se inclinó:

—Cierto, Señora, ciertísimo. El sacristán lo decía contemplando mi obra. Ya sabe la Señora Princesa… El Paso de las Caídas… Espero que mi Señora se digne verlo…

El mayordomo se detuvo sonriendo ceremoniosamente. La Princesa asintió con un gesto, y luego volviéndose a mí pronunció con ligera ironía:

—¿Tú acaso ignoras que mi mayordomo es un gran artista?

El viejo se inclinó:

—¡Un artista!… Hoy día ya no hay artistas. Los hubo en la antigüedad.

Yo intervine con mi juvenil insolencia:

—¿Pero de qué época sois, Señor Polonio?

El mayordomo repuso sonriendo:

—Vos tenéis razón, Excelencia… Hablando con verdad, no puedo decir que éste sea mi siglo…

—Vos pertenecéis a la antigüedad más clásica y más remota. ¿Y cuál arte cultiváis, Señor Polonio?

El Señor Polonio repuso con suma modestia:

—Todas, Excelencia.

—¡Sois un nieto de Miguel Angel!

—El cultivarlas todas no quiere decir que sea maestro en ellas, Excelencia.

La Princesa sonrió con aquella amable ironía que al mismo tiempo mostraba señoril y compasivo afecto por el viejo mayordomo:

—Xavier, tienes que ver su última obra: ¡El Paso de las Caídas! ¡Una maravilla!

Las dos ancianas juntaron las secas manos con infantil admiración:

—¡Si cuando joven hubiera querido ir a Roma!… ¡Oh!

El mayordomo lloraba enternecido:

—¡Señoras!… ¡Mis nobles Mecenas!

De pronto se oyó murmullo de juveniles voces que se aproximaban, y un momento después el coro de las cinco hermanas invadía la estancia. María Rosario traía puesto el blanco hábito que debía llevar durante toda la vida, y las otras se agrupaban en torno como si fuese una Santa. Al verlas entrar, la Princesa se incorporó muy pálida: Las lágrimas acudían a sus ojos, y luchaba en vano por retenerlas. Cuando María Rosario se acercó a besarle la mano, le echó los brazos al cuello y la estrechó amorosamente. Quedó después contemplándola, y no pudo contener un grito de angustia.

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