
L NOBLE prelado fijó en mí los ojos
moribundos y quiso bendecirme, pero su mano cayó desfallecida a lo
largo del cuerpo, al mismo tiempo que una lágrima le resbalaba
lenta y angustiosa por la mejilla. En el silencio de la cámara,
sólo el resuello de su respiración se escuchaba. Al cabo de un
momento pudo decir con afanoso balbuceo:
—Señor Capitán, quiero que llevéis el testimonio de mi gratitud al Santo Padre…
Calló, y estuvo largo espacio con los ojos cerrados. Sus labios secos y azulencos, parecían agitados por el temblor de un rezo. Al abrir de nuevo los ojos, continuó:
—Mis horas están contadas. Los honores, las grandezas, las jerarquías, todo cuanto ambicioné durante mi vida, en este momento se esparce como vana ceniza ante mis ojos de moribundo. Dios Nuestro Señor no me abandona, y me muestra la aspereza y desnudez de todas las cosas… Me cercan las sombras de la Eternidad, pero mi alma se ilumina interiormente con las claridades divinas de la Gracia…
Otra vez tuvo que interrumpirse, y falto de fuerzas cerró los ojos. Uno de los familiares acercóse y le enjugó la frente sudorosa con un pañuelo de fina batista. Después, dirigiéndose a mí, murmuró en voz baja:
—Señor Capitán, procurad que no hable.
Yo asentí con un gesto. Monseñor abrió los ojos, y nos miró a los dos. Un murmullo apagado salió de sus labios: Me incliné para oirle, pero no pude entender lo que decía. El familiar me apartó suavemente, y doblándose a su vez sobre el pecho del moribundo, pronunció con amable imperio:
—¡Ahora es preciso que descanse Su Ilustrísima! No habléis…
El prelado hizo un gesto doloroso. El familiar volvió a pasarle el pañuelo por la frente, y al mismo tiempo, sus ojos sagaces de clérigo italiano, me indicaban que no debía continuar allí. Como ello era también mi deseo, le hice una cortesía y me alejé. El familiar ocupo un sillón que había cercano a la cabecera, y recogiendo suavemente los hábitos, se dispuso a meditar, o acaso a dormir, pero en aquel momento advirtió Monseñor que yo me retiraba, y alzándose con supremo esfuerzo, me llamó:
—¡No te vayas, hijo mío! Quiero que lleves mi confesión al Santo Padre.
Esperó a que nuevamente me acercase, y con los ojos fijos en el cándido altar que había en un extremo de la cámara, comenzó:
—¡Dios mío, que me sirva de penitencia el dolor de mi culpa y la vergüenza que me causa confesarla!
Los ojos del prelado estaban llenos de lágrimas. Era afanosa y ronca su voz. Los familiares se congregaban en torno del lecho. Sus frentes inclinábanse al suelo: Todos aparentaban una gran pesadumbre, y parecían de antemano edificados por aquella confesión que intentaba hacer ante ellos el moribundo obispo de Betulia. Yo me arrodillé. El prelado rezaba en silencio, con los ojos puestos en el crucifijo que había en el altar. Por sus mejillas descarnadas las lágrimas corrían hilo a hilo. Al cabo de un momento, comenzó:
—Nació mi culpa cuando recibí las primeras cartas donde mi amigo, Monseñor Ferrati, me anunciaba el designio que de otorgarme el capelo tenía Su Santidad. ¡Cuán flaca es nuestra humana naturaleza, y cuán frágil el barro de que somos hechos! Creí que mi estirpe de Príncipes valía más que la ciencia y que la virtud de otros varones: Nació en mi alma el orgullo, el más fatal de los consejeros humanos, y pensé que algún día seríame dado regir a la Cristiandad. Pontífices y Santos hubo en mi casa, y juzgué que podía ser como ellos. ¡De esta suerte nos ciega Satanás! Sentíame viejo y esperé que la muerte allanase mi camino. Dios Nuestro Señor no quiso que llegase a vestir la sagrada púrpura, y, sin embargo, cuando llegaron inciertas y alarmantes noticias, yo temí que hiciese naufragar mis esperanzas la muerte que todos temían de Su Santidad… ¡Dios mío, he profanado tu altar rogándote que reservases aquella vida preciosa porque, segada en más lejanos días, pudiera serme propicia su muerte! ¡Dios mío, cegado por el Demonio, hasta hoy no he tenido conciencia de mi culpa! ¡Señor, tú que lees en el fondo de las almas, tú que conoces mi pecado y mi arrepentimiento, devuélveme tu Gracia!
Calló, y un largo estremecimiento de agonía recorrió su cuerpo. Había hablado con apagada voz, impregnada de apacible y sereno desconsuelo. La huella de sus ojeras se difundió por la mejilla, y sus ojos, cada vez más hundidos en las cuencas, se nublaron con una sombra de muerte. Luego quedó estirado, rígido, indiferente, la cabeza torcida, entreabierta la boca por la respiración, el pecho agitado. Todos permanecimos de rodillas, irresolutos, sin osar llamarle ni movernos, por no turbar aquel reposo que nos causaba horror. Allá abajo exhalaba su perpetuo sollozo la fuente que había en medio de la plaza, y se oían las voces de unas niñas que jugaban a la rueda: Cantaban una antigua letra de cadencia lánguida y nostálgica. Un rayo de sol, abrileño y matinal, brillaba en los vasos sagrados del altar, y los familiares rezaban en voz baja, edificados por aquellos devotos escrúpulos que torturaban el alma cándida del prelado… Yo, pecador de mí, empezaba a dormirme, que había corrido toda la noche en silla de posta, y cansa cuando es larga una jornada.
