
A PRINCESA se acostó al comienzo de
la noche, poco después del rosario. En el salón, medio apagado,
hablaban en voz baja las viejas damas que desde hacía veinte años
acudían regularmente a la tertulia del Palacio Gaetani: Comenzaba a
sentirse el calor, y estaban abiertas las puertas de cristales que
daban al jardín. Dos hijas de la Princesa, María Socorro y María
Pilar, hacían los honores: La conversación era lánguida, de una
languidez apocada y beata. Afortunadamente, al sonar las nueve en
el reloj de la Catedral, las señoras se levantaron, y María Socorro
y María Pilar salieron acompañándolas. Yo quedé solo en el vasto
salón, y no sabiendo qué hacer, bajé al jardín.
Era una noche de Primavera, silenciosa y fragante. El aire agitaba las ramas de los árboles con blando movimiento, y la luna iluminaba por un instante la sombra y el misterio de los follajes. Sentíase pasar por el jardín un largo estremecimiento, y luego todo quedaba en esa amorosa paz de las noches serenas. En el azul profundo temblaban las estrellas, y la quietud del jardín parecía mayor que la quietud del cielo. A lo lejos, el mar, misterioso y ondulante, exhalaba su eterna queja. Las dormidas olas fosforecían al pasar tumbando los delfines, y una vela latina cruzaba el horizonte bajo la luna pálida.
Yo recorría un sendero orillado por floridos rosales: Las luciérnagas brillaban al pie de los arbustos, el aire era fragante, y el más leve soplo bastaba para deshojar en los tallos las rosas marchitas. Yo sentía esa vaga y romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles, con la leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten a la usanza antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no tienen cura, y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte. Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la historia, y aún asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las cantigas del vulgo. Desgraciadamente, quedéme sin superarlos, porque tales romanticismos nunca fueron otra cosa que un perfume derramado sobre todos mis amores de juventud. ¡Locuras gentiles y fugaces que duraban algunas horas, y que, sin duda por eso, me han hecho suspirar y sonreír toda la vida!
De pronto huyeron mis pensamientos. Daba las doce el viejo reloj de la Catedral, y cada campanada, en el silencio del jardín, retumbó con majestad sonora. Volví al salón, donde ya estaban apagadas las luces. En los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna, y allá, en el fondo, brillaba la esfera de un reloj, que con delicado y argentino son daba también las doce. Me detuve en la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad, y poco a poco mis ojos columbraron la forma incierta de las cosas. Una mujer hallábase sentada en el sofá del estrado. Yo sólo distinguía sus manos blancas: El cuerpo era una sombra negra. Quise acercarme, y vi cómo sin ruido se ponía en pie y cómo sin ruido se alejaba y desaparecía. Hubiérala creído un fantasma engaño de mis ojos, si al dejar de verla no llegase hasta mí un sollozo. Al pie del sofá estaba caído un pañuelo perfumado de rosas y húmedo de llanto. Lo besé con afán. No dudaba que aquel fantasma había sido María Rosario.
Pasé la noche en vela, sin conseguir conciliar el sueño. Vi rayar el alba en las ventanas de mi alcoba, y sólo entonces, en medio del alegre voltear de un esquilón que tocaba a misa, me dormí. Al despertarme, ya muy entrado el día, supe con profundo reconocimiento cuánto por la salud de mi alma se interesaba la Princesa Gaetani. La noble señora estaba muy afligida porque yo había perdido el Oficio Divino.
